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Origen del movimiento obrero en España: Una propuesta de investigación.

por Jorge Martín

El monopolio ejercido por ciertas tendencias historiográficas sobre la Historia de los Movimientos Sociales ha afectado a la capacidad de comprensión de la Historia Contemporánea de España, propiciando la generación de una suerte de mitología que sirve más a intereses espurios que a la profundización del conocimiento académico. Con el presente artículo pretendemos no tanto profundizar en la Historia del movimiento obrero, como señalar posibles vías de investigación a los jóvenes historiadores y contribuir así a la necesaria renovación historiográfica y pedagógica de nuestro país

Es curioso constatar que la mayor parte de los estudios dedicados a la Historia del movimiento obrero arrancan de 1868, - momento en el que se detecta la presencia, en el contexto de La Gloriosa, de agentes de la I Internacional -, estableciéndose así una sutil, pero no menos torticera identificación entre el origen del movimiento obrero y la aparición en España del socialismo marxista, de manera que no habría movimiento obrero en España hasta la aparición de agitadores marxistas en nuestro país. Al fin y al cabo, para el marxismo académico, toda ideología socialista anterior a Marx es considerada simplemente como prehistoria del Socialismo, simple etapa profética que no anuncia más que la “llegada del mesías” o que no merece mayor crédito por ser “utópico”, frente al “científico” marxismo, subjetivos términos que aún hoy se enseñan en los institutos.

Sin embargo, como señala J. Andrés-Gallego, en La Iglesia y la cuestión social: Replanteamiento en Estudios Históricos sobre la Iglesia Contemporánea:

“Hay otra historia, una historia profunda, del movimiento obrero, que permanece casi virgen a la investigación. [...] Se trata de una historia, insisto, que no ha sido estudiada, pero sobre la que con los pocos datos que contamos invitan a partir de la hipótesis de que el proletariado español actúa movido más por intereses profesionales que por vínculos doctrinales. Y cuando éstos se exteriorizan, parece sujetarse en un grado importante a las formas tradicionales de comportamiento, también en el terreno religioso”.

¿Acaso insinúa el insigne historiador que el movimiento obrero, en origen, no tuvo filiación con idea revolucionaria alguna? ¿Cómo interpretar la afirmación «parece sujetarse a las formas tradicionales de comportamiento»? ¿Podemos, pues, decir que el origen del movimiento obrero se debe más bien a una reacción popular conservadora que a un proyecto revolucionario?.

El simple planteamiento de la pregunta puede mover a risa a decenas de profesores y académicos, pero hay indicios que apuntan a que el movimiento asociativo obrero podría incluirse en el marco de la reacción popular contra-revolucionaria y anti–liberal que sacudirá España en los albores del S. XIX.

No pretendemos decir que el movimiento obrero constituyera parte de una estrategia de agitación y subversión realista o carlista, pero lo cierto es que, en sus primeras etapas, sus actitudes y planteamientos parecen más cercanos a los del carlismo popular que a los de el liberalismo y el progresismo.

No en vano, el profesor Javier Paredes ha recogido, en su obra Pascual Madoz, 1805-1870 Libertad y progreso en la monarquía isabelina, un interesante testimonio del artífice de la llamada desamortización civil. Basándose en el mismo, el profesor de la genuina universidad complutense, afirma que “las fuentes políticas, de donde bebieron los representantes de los trabajadores, han venido siendo identificadas hasta ahora con el socialismo, pero es el mismo Madoz quien apunta también otra, ideológicamente dispar: el carlismo. Incluso acusa al clero de fomentar los alborotos obreros, aludiendo claramente al catecismo que se enseñaba en la Escuela de la Virtud” 2.

Efectivamente, Madoz señalará en su discurso pronunciado en el Congreso en mayo de 1855, que un alto porcentaje de los obreros de Barcelona provienen de la Montaña y de Berga, lugares con profundo arraigo carlista, de manera que, atendiendo al origen geográfico y al contexto sociológico del proletariado catalán, parece lógico pensar que las concepciones tradicionalistas informarían la mentalidad de, al menos, amplios grupos de trabajadores del industrializado Principado.

Es cierto que, una vez se ha asumido el tópico de la culta y progresista ciudad liberal frente al rudo e ignorante campo tradicionalista, resulta difícil asimilar que la población obrera urbana pudiera converger en ciertos planteamientos con el movimiento contra–revolucionario, pero como señalan Francisco Asín y Alfonso Bullón de Mendoza en su Carlismo y sociedad (1833 – 40), salvo en Zaragoza, las ciudades tomadas por los carlistas, no se sublevaron en contra de ellos, llegando incluso a aportar además, batallones de voluntarios, sin olvidar que las primeras sublevaciones se producen en ciudades. En este sentido, tenemos el significativo caso de la ciudad de Pamplona, donde encontramos que, entre los partidarios del carlismo, el porcentaje de trabajadores alcanza casi el 49 %, de los que el 46’8 % son peones artesanales y el 2’07 % artesanos.

>¿Ignorantes engañados por interesados aristócratas o conscientes defensores de sus fueros e intereses como clase social y económica?

Lo cierto es que las masas obreras no tenían muchas razones para simpatizar con el movimiento liberal. Comienzan a acumularse los estudios que tratan de los efectos de las medidas liberales en el ámbito rural y cuyas conclusiones no dibujan un cuadro tan optimista como el transmitido por la historiografía oficial. De la misma manera, en las ciudades, medidas como la liberalización de los precios, la simple transformación de los impuestos, cuando no su aumento - y no su eliminación, como ha venido señalando la historiografía ortodoxa – o la abolición por decreto de los gremios, no debieron ser muy bien recibidas por la población urbana. Aunque habría que remontarse a las políticas ilustradas y resultaría muy interesante estudiar los efectos de las medidas liberales en la población urbana para entender mejor la génesis del movimiento asociativo obrero, en el presente artículo nos centraremos en uno de los aspectos más ligados, al menos a primera vista, a la aparición de dichas asociaciones: La abolición de los gremios.

Efectivamente, los liberales – y antes los ilustrados – arremetieron duramente contra los gremios: El 8 de junio de 1813, las Cortes de Cádiz promulgarán un decreto por el que se abolían los gremios, decreto restablecido tras el triunfo del pronunciamiento de Riego en virtud al decreto de 16 de mayo de mayo de 1820, el cual era reforzado por la ley penal del 9 de julio de 1822 que establecía como delito la asociación profesional. Será durante el reinado de Fernando VII cuando por Real Orden de 1839, se permitirá la creación de la Sociedad de Socorros Mutuos, creándose en 1840 la primera Comisión Mixta patronal–obreros.

Aunque tampoco cabe, ciertamente, la idealización de los gremios, cuya complejidad socio–económica, jurídica, etc. desaconseja un análisis maniqueo y simplista, lo cierto es que, como ha estudiado Pedro Molas Ribalta en Los Gremios barceloneses del S. XVIII. La estructura corporativa ante el comienzo de la Revolución Industrial, «el S. XVIII registró un notable incremento de formas de seguridad social que distintos gremios se esforzaron en crear»3 de manera que no ha de extrañarnos que los artesanos y los trabajadores estimaran grandemente dichas estructuras. De hecho, Benjamín Martín afirma que una de las causas del nacimiento del movimiento obrero en España es precisamente “la fuerte tradición de solidaridad y de ayuda mutua que era un legado de las viejas cofradías y gremios”4.

Y es que es lógico pensar que los obreros tomaran un modelo que les era cercano y conocido como referencia a la hora de formar las asociaciones obreras, las cuales se formarían precisamente como consecuencia de la abolición de unas estructuras que les habían proporcionado cierta protección y representación y de la necesidad de recuperar tanto una como otra. Así, tenemos que «en 1844, convertidos los gremios en asociaciones voluntarias, los tejedores de velos reorganizaron una vez más, su Unión o Enfermería5». Resulta también muy significativo el caso de los gremios de hortelanos de Barcelona, los cuales se opusieron vehementemente a la supresión de los gremios, resistiendo hasta 1836, incluso como asociación hasta el S. XX6 o el de la Sociedad de Tejedores fundada en 1840, que incluso conservaba su vertiente de cofradía religiosa.

Tenemos, pues, que los obreros, al formar asociaciones, no hicieron más que reconstituir una institución tradicional de manera que, ¿podemos hablar de actitudes revolucionarias o más bien deberíamos hablar de reacción contra–revolucionaria?.

Y es que los obreros no sólo reproducen los gremios desde un punto de vista formal, sino también ideológico: Según Benjamín Martín, el movimiento obrero “había comenzado siendo predominantemente moderado y cooperativista” 7.

De hecho, para Colin M. Winston, "Ni siquiera durante el Bienio Progresista estuvo dominado el movimiento obrero por ideologías no cristianas" 8.

Al fin y al cabo, es “en 1868 cuando comenzó el despegue y evolución de las sociedades de socorros mutuos hacia una organización que de forma más distintiva favorecía la negociación colectiva. El número creciente de organizaciones influidas por las ideas socialistas y anarquistas, [...] era un claro síntoma de este cambio” 9, es decir, que las organizaciones obreras no estuvieron apenas impregnadas de ideas anarquistas ni socialistas hasta al menos 1868.

Podría llegar a considerarse que, en una España fundamentalmente rural y con una aún incipiente industria, resultara lógico que las masas manifestaran ideas y actitudes conservadoras... Sin embargo, el caso francés podría iluminar más nuestro camino: Veamos el caso de Lyon.

En el S. XVIII Lyon era célebre por sus industrias textiles, especialmente por sus sederías. La Revolución, además de agredir los sentimientos monárquicos de sus habitantes y trastornar la actividad productiva, trajo consigo la Ley Le Chapelier de 1791, por la que se abolían los gremios y se prohibía la constitución de toda asociación obrera que pudiera mediatizar la libertad económica o la liberalización de los precios, los salarios y en definitiva, de la relaciones laborales y económicas. No es descabellado pensar que los obreros lioneses entendieran que luchar por la Monarquía implicaba restaurar los gremios y con ellos, una cierta protección y representación institucional, de manera que, por una convergencia de factores e intereses, Lyon constituirá, junto a la Vendée, uno de los ejemplos más importantes de contestación a la Revolución y uno de los más dramáticos ejemplos de la brutalidad de la misma, al sufrir una de las represiones más sangrientas y atroces de la Historia Contemporánea de Europa Occidental: Al estallar la sublevación de los lioneses, la Convención aprobó un decreto por el que se establecía que “La ciudad de Lyon sería devastada” y que sobre sus ruinas se erigiría una columna en la que se anunciaría: “Lyon hizo la guerra contra la libertad. Lyon ya no existe”. Así de simple.

Cabe destacar que, dado que las guillotinas fueran insuficientes, se empleó el método de reunir grupos de civiles y cañonearlos tirando después los cuerpos al Ródano... Eso sí, como dijera el jacobino Fouché, todo esto se hacía “en nombre de la Humanidad”.

Pero, y aquí tenemos un interesante indicio de la tesis que apuntamos, no será la última vez que Lyon se levante contra el liberalismo: En 1833 los obreros de la industria textil se levantarán durante el reinado del liberal Luis Felipe de Orleáns, protagonizando una de las más grandes y tempranas revueltas obreras de Francia.

Resulta cuanto menos curioso que fuera precisamente la Vendée urbana e industrial, la ciudad realista que se rebelara contra la Revolución, la que acogiera un importante movimiento mutual, es decir, neo–gremial y se rebelara de nuevo contra el liberalismo en 1833.

Si el rechazo al liberalismo por parte de los obreros parece una obviedad que cualquier marxista suscribiría, ha venido pasando desapercibido a su análisis el otro componente de estas agitaciones obreras: Que no fue hasta dicha revuelta cuando «El partido republicano local (con su vástago la Sociedad de los Derechos del Hombre), hasta entonces despreciado por la comunidad de tejedores, hizo suya la causa del mutualismo» (Rudé, G.), sin duda para aprovechar las posibilidades que ofrecía a los progresistas republicanos el uso de la fuerza obrera.

La afirmación de un autor tan poco sospechoso como Georges Rudé es, sin duda, reveladora: Los obreros franceses pusieron en marcha el Devoir Mutuel, como sociedad de socorro mutuo inspirada en los gremios, sin participación de los revolucionarios progresistas, que incluso eran «despreciados» por los trabajadores, es decir, que inicialmente los obreros eran tan hostiles al liberalismo como al progresismo.

Por tanto, el asociacionismo obrero, al menos en la ciudad de Lyon, se basa más en una reacción contra–revolucionaria, que en un movimiento revolucionario o socialista.

Haría falta un estudio pormenorizado de la situación social, económica, ideológica, etc. de Lyon y su evolución al menos desde el S. XVIII hasta 1848, para sacar conclusiones definitivas, pero resulta bastante revelador lo hasta aquí dicho respecto a este caso, que bien podría ser representativo y extensible a otras ciudades, regiones e incluso países del entorno con contextos políticos, institucionales y económicos similares.

En definitiva, parece haber indicios que apuntan a que, en origen, el movimiento obrero se inspiraba en modelos e ideas no revolucionarias y que de alguna forma, el asociacionismo obrero no buscaba sino una “restauración” o reconstitución de instituciones del Antiguo Régimen, de tal manera, que podemos hablar, como ya hemos repetido a lo largo del artículo, del movimiento asociativo obrero como movimiento popular contra–revolucionario cuyos intereses y planteamientos convergen, en buena medida, con el otro gran movimiento popular contra–revolucionario que es el Carlismo, llegando incluso a solaparse en alguna ocasión como ya vimos respecto a las agitaciones de 1855.

Sólo queda ahora que estudiantes, licenciados, doctorandos y profesores profundicen en la investigación de una hipótesis de estudio que podría resultar reveladora y contribuir a una mejor y más profunda comprensión de nuestra Historia.

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Jorge Martín

Anexo I. Los gremios y la protección social 10.

Los gremios debían gozar, sin duda, de cierta popularidad entre los sectores obreros urbanos a tenor de las múltiples prestaciones y servicios sociales ofrecidos, por lo que no es de extrañar que tomaran éstos como referencia a la hora de constituir las asociaciones obreras.

Así, por ejemplo, es de destacar que las Ordenanzas de la Real Casa de Caridad, publicadas por el Supremo Consejo de Castilla, eximían a los aprendices huérfanos de todo impuesto gremial y establecían que los prohombres se encargaran de colocar a los parados en alguna tienda o taller (Pág. 121).

Por su parte, el Colegio de Boticarios entregaba medicinas a los pobres “por amor de Dios”, en un organizado servicio por el que los boticarios de cada barrio debían repartirse la prestación del servicio a base de turnos anuales.

Es de destacar asimismo, que en épocas de crisis económica, desempleo, epidemias o catástrofes, los gremios sufragaban la llamada «olla pública» para los indigentes y damnificados, tal y como haría, por ejemplo, la Junta General de Gremios en 1807, a propuesta del conde de Ezpeleta o como haría el Gremio de Plateros en 1834 (Pág. 109).

Existía incluso una cofradía de ciegos y tullidos, la del Espíritu Santo, auténtico antecedente de la ONCE, que fuera fundada en tiempos de Francisco Franco.

La participación de los trabajadores y artesanos en el seno de los gremios no era ciertamente pasiva, puesto que la cofradía de tejedores de lana (1748 – 1751) trató de implantar un subsidio de paro forzoso (Pág. 106), mientras que los obreros de las fábricas de indianas fundaron en 1793 una enfermería o hermandad pública en la iglesia del Convento de San Francisco de Paula, e incluso se crearon montepíos fuera del marco gremial, como hicieran bajo el patrocinio de San José, los fabricantes de medias de telar en 1793.

Como después los sindicatos, el sistema de previsión de los gremios se basaba en el pago de una cotización, generalmente semanal, por parte de sus asociados, si bien los gremios también mantenían contactos con instituciones públicas encargadas de asuntos sociales, especialmente con la Iglesia.

De hecho, algunas órdenes religiosas, como los capuchinos, establecieron un sistema de suscripción con recibos de limosnas que las corporaciones gremiales habían de satisfacer y desde finales del S. XVII parte de las multas que imponían los gremios estaba destinada al Hospital General de la Santa Cruz.

La relación entre la Iglesia y los gremios era ciertamente estrecha: Los gremios no sólo contaban con capillas y reliquias propias, sino que en fiestas como la Semana Santa y el Corpus Christi, salían a desfilar. Es así mismo significativo que «los albañiles despachaban los asuntos gremiales – aún en 1834 – en la sacristía de la Catedral (de Barcelona)» .

Hasta tal punto estaba implicada la Iglesia con los gremios que los papas Urbano VIII o Inocencio XII concedieron indulgencias por asistir a los consejos gremiales (Molas Ribalta, Pág. 103)

Sin embargo, la llegada de los Ilustrados a puestos de gobierno y responsabilidad puso a los gremios en el punto de mira. Campomanes, por ejemplo, llevó a cabo una reforma de las ordenanzas con vistas a hacer desaparecer toda referencia religiosa.

Como ya indicamos más atrás, el golpe maestro se lo darían los liberales, teniendo los gremios durante el reinado de Fernando VII un fugaz renacimiento.

Con todo esto queremos poner de relieve que no iba tan desencaminado el gran maestro Andrés–Gállego cuando afirmaba que «el proletariado español actúa movido más por intereses profesionales que por vínculos doctrinales. Y cuando éstos se exteriorizan, parecen sujetarse en un grado importante a las formas tradicionales de comportamiento, también en el terreno religioso».

Anexo II. Hitos del movimiento obrero.

El presente artículo no estaría completo si no mencionáramos, siquiera sucintamente, algunos de los más importantes hitos del asociacionismo obrero como es la creación en 1840 de la Asociación Mútua de Trabajadores del Algodón, la fundación de la Unión de Clases en 1854 o de la Federación de las Tres Clases del Vapor (que eran la de los tejedores, los hiladores y los tintoreros).

Por su parte, no podemos dejar de mencionar tampoco que desde el campo liberal y revolucionario hubo también tempranas iniciativas respecto a las cuestiones sociales: Flórez Estrada, cuya figura viene siendo reivindica desde hace unos años, Joaquín de Abreu (1782 – 1851), Fernando Garrido (1821 – 1883) o Ramón de la Sagra (1798 – 1871), son algunos de los nombres más destacables. Sin embargo, no se trata más que de intelectuales burgueses de ideas liberales o fourieristas que no organizarían ni movilizarían a la masa obrera como lo haría el mutualismo.

La aparición de publicaciones periódicas como “El Grito de Carteya” de Joaquín Abreu, de las samsimonianas El Propagador de la Libertad y El Vapor (aparecidas en 1835) o de la traducción en 1839 de la obra de Etienne Cabet, La Revolución Francesa de 1830 contribuirían sin duda a difundir nuevos planteamientos e ideas entre las masas obreras.

Notas

[1]No sólo la Historia de los Movimientos Sociales, también los Estudios sobre la Mujer han ignorado que las primeras y más eficaces activistas por la mejora de las condiciones de la mujer, fueron también las católicas y conservadoras Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán.

[2] Paredes, Pág. 246

[3] Molas Ribalta, Pág. 105

[4] Martín, B. Pág. 129

[5] Molas Ribalta, Pág. 107

[6] Molas Ribalta, Pág. 270

[7] Martín, B. Pág. 137

[8] Winston, C. M. Pág. 28

[9] Martín, B. Pág. 134

[10] Información recogida de Los Gremios barceloneses del S. XVIII. La estructura corporativa ante el comienzo de la Revolución Industrial, de Pedro Molas Ribalta

. Bibliografía

Andrés-Gallego, J. La Iglesia y la cuestión social: Replanteamiento en Estudios Históricos sobre la Iglesia Contemporánea

Asín, Francisco y Bullón de Mendoza, Alfonso Carlismo y sociedad (1833 – 40)

Guerrero, Fernando El sindicato en la España de hoy

Lidó, Clara E. Antecedentes y desarrollo del movimiento obrero español (1835 – 1888)

Martin, Benjamin Los problemas de la modernización Movimiento obrero e industrialización en España

Molas Ribalta, Pedro Los Gremios barceloneses del S. XVIII. La estructura corporativa ante el comienzo de la Revolución Industrial

Paredes, Javier Pascual Madoz, 1805-1870 Libertad y progreso en la monarquía isabelina.

Winston, Colin M. La clase trabajadora y la derecha en España 1900-1936

Bibliografía recomendada

Arias de Saavedra, Inmaculada y López–Guadalupe, Miguel Luis La represión de la religiosidad popular. Crítica y acción contra la cofradías en la España del S. XVIII

Llopis, Enrique El legado económico del Antiguo Régimen en España

[especialmente el capítulo Expansión, reformismo y obstáculos al crecimiento (1715-1789)]

Navarro Pérez, Luis Carlos Una riqueza inmensa casi abandonada. Los comunales y la revolución liberal en la Alta Andalucía.

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Jorge Martín



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