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La financiación de la Iglesia
por
Javier de Echegaray
La asignación que la Iglesia española recibía anualmente del gobierno tiene una historia que viene muy de lejos y que hace algo más que justificarla: la convierte en necesaria e ineludible. Y, a mi entender, irrenunciable: la “desamortización” de los bienes de la Iglesia
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La Jerarquía eclesiástica ha pactado la financiación de la Iglesia con el gobierno de Rodríguez en el sentido de abolir la asignación que el Estado le proporcionaba anualmente y elevar la participación que en la Renta de las Personas Físicas le correspondía por voluntad de los españoles que debían marcar una cruz en la casilla correspondiente versus la alternativa de otras asociaciones no lucrativas.
Respeto sin reparos la decisión del Cardenal Primado, Monseñor Cañizares, de admitir el cambio propuesto. Supongo que tiene razones más que sobradas para haberla tomado y firmarla con los responsables que el gobierno haya designado para este pacto. Y creo que se moverán en el plano de la consecución de una mayor independencia de poderes que han mostrado tanta inquina contra la Institución.
Pero observo que hay un desconocimiento muy generalizado sobre la entidad real de ambos componentes de la renta cedida a la Iglesia por el gobierno español.
La asignación que la Iglesia española recibía anualmente del gobierno tiene una historia que viene muy de lejos y que hace algo más que justificarla: la convierte en necesaria e ineludible. Y, a mi entender, irrenunciable (salvo sea el respeto que he declarado y guardo a quien ha tomado la decisión de renunciarla).
Nos referimos a lo que ha dado en llamarse la “desamortización” de los bienes de la Iglesia y de los bienes de propios de los Ayuntamientos (bienes comunales) y de los bienes señoriales (nobiliarios y mayorazgos). Este proceso fue ideado y llevado a cabo por Juan Mendizábal, del que conviene que hagamos un pequeño resumen histórico:
Juan Álvarez Méndez, descendiente de judíos ropavejeros procedentes de Niza, transformó sus apellidos en el de Mendizábal con el que se le ha conocido después. Fue empleado de banca y administrador militar durante la guerra de la independencia. Miembro del “Taller Sublime” de la masonería en Cádiz, fue liberal activo y ayudó a la preparación y al éxito del pronunciamiento de Riego en Cabezas de San Juan en 1820.
En 1835 fue nombrado ministro de Hacienda por el liberal Conde de Toreno. Y bajo pretexto de salvar al país del caos hacendístico en que estaba sumido y de revitalizar económicamente al ejército, entonces enfrentado con los carlistas que conseguían grandes triunfos merced al genio militar de Zumalacárregui que, con su táctica de frentes definidos y objetivos limitados, estaba dominando a las tropas isabelinas, opta por el recurso fácil y artero de desposeer de sus bienes a la Iglesia y a las comunidades municipales.
Hasta aquí el currículo de un hombre de estado, especialista en temas económicos y hacendísticos que le llevan a ocupar una cartera tan importante en el moderno gobierno de las naciones como es la Hacienda Pública. Pero no hemos de perder de vista sus cualidades de judío y de masón, liberal obstinado y en disposición de levantar revoluciones y ayudar a los liberales isabelinos porfiadamente.
So capa de reparar la maltrecha hacienda, toma medidas tajantes y revolucionarias con las que pretende anular el déficit presupuestario y la catastrófica situación de la Deuda pública. Y la medida importante con que ha pasado a la Historia es la de proceder a la “desamortización” y consiguiente puesta en el mercado mediante subastas de los bienes donados y vinculados a las órdenes religiosas mediante tres decretos publicados entre los años 1835 y 1836 por los que suprimía las Órdenes religiosas, declaraba sus bienes propiedad estatal y, finalmente, sacaba dichos bienes a pública subasta.
Obsérvese que ya la progresía del siglo XIX usaba de los mismos ardides, por otra parte muy poco inteligentes, de disfrazar la verdadera naturaleza de sus actos mediante el burdo truco de darles nombres nuevos y rimbombantes que pretendían esconder su auténtica realidad. Con lo que la expropiación, que no dejó de ser un mero latrocinio, un desfalco, pasa a llamarse con el curioso nombre de “desamortización”. Cierto que se considera como bienes “amortizados” los que habían pasado a la propiedad de “manos muertas”, entendiendo por tales a las entidades que no los pueden vender (Iglesia, Corona, nobleza, etc.). Y en este sentido se dice que la desamortización es el proceso jurídico por el que se hace posible su venta. Pero en el caso de su aplicación por Méndez se da la curiosa transformación de hacerlos enajenables mediante un procedimiento jurídico que tendría su más apropiada nominación en la de “expropiación”. Solo que ésta conlleva ineludiblemente la contraprestación del justiprecio, del que huía el masón. No sabemos si la adaptación al proceso ideado por Méndez deriva del propio hecho o tiene origen anterior a él. Nos inclinamos por creer que se ha recogido esta acepción como consecuencia de su aplicación al ultraje que perpetró el ministro Méndez. O, alternativamente, que se hizo adaptación del concepto jurídico para igualmente disimular la rapiña.
No sólo fueron “desamortizados” los bienes de la Iglesia; también los bienes nobiliarios y de los mayorazgos y, lo que es de muy superior rango, los bienes de propio de los municipios (bienes comunales) a los que luego nos referimos.
Todas estas expropiaciones ofrecen la característica común de que supusieron un despojo y que fueron sacados a pública subasta de manera muy injusta, con irregularidades que sólo consiguieron importantes movimientos de tierras que, además, no comenzaron hasta mediados del siglo. Se transformó en la dilapidación del patrimonio y dotaciones eclesiásticas y de los bienes comunales con las que se enriqueció a unas pocas familias burguesas que quedaron de esa forma enganchadas a la defensa de la causa liberal de Isabel II. Con absoluto menosprecio de la finalidad secundaria bajo la que se había disfrazado el procedimiento y que se usó como señuelo demagógico de allanar el acceso a la propiedad al mayor número de personas de media o baja renta.
De todo lo cual extraemos dos importantes conclusiones:
Por una parte, las necesidades de la Hacienda o de la Deuda públicas no reclamaban con tal perentoriedad tan inusual y caprichosa medida, puesto que la venta de los bienes incautados se hizo en precios de saldo que enriquecieron a unas cuantas familias de la burguesía y el pago de estas adquisiciones por subasta se hizo mediante fraccionamientos muy amplios, amén de que las subastas no se iniciaron, como queda dicho, hasta mediado el siglo. El mismo Mendizábal (siempre a vueltas con el mimetismo camaleónico de los apellidos judíos) recurrió a un empréstito de 120 millones de reales y a un anticipo forzoso de 200. Si las nefastas medidas se tomaron bajo pretexto de arreglar la Hacienda y liquidar la Deuda, nos explicamos de mala manera que la Hacienda quedase entrampada y que la Deuda se aumentase en tal medida (todavía entonces era la moneda española la más fuerte). Tampoco entendemos que la situación de la Hacienda fuese tan nefasta en un país en el que las reservas de oro deberían de ser las más importantes del mundo: aún en la guerra de España contra el comunismo internacional, cien años después, entre 1936 y 1939, las reservas de oro que el bribón Juan Negrín envió gratuitamente a Rusia, a manos del Stalin, eran las terceras reservas de oro del mundo después de tanto saqueo, dilapidación y aviesa mala administración como han sufrido en la mayor parte de esos cien años. Y sabido es que el “padrecito” Stalin juró formalmente no devolver ni un gramo a España. Pero viene siendo manejo tradicional de los banqueros judíos endeudar a las naciones hasta límites insostenibles para ocupar, cuando se pone de manifiesto la impotencia de sus autoridades para pagar, los puestos de mando que les van situando en posiciones ejecutivas que luego usan para asediarlos y derribarlos.
La otra conclusión del relato hecho es que la medida no tenía en realidad los fines que el señor ministro usó como señuelo justificativo de sus desmanes, ya que ni se reparó la Hacienda ni se saldó la Deuda: es más, ambas desdichas siguieron creciendo a pesar de las doctas medidas tomadas. Lo que nos lleva a ver en ello otras intenciones que se han ocultado bajo la capa de proyectos de saneamiento de la economía nacional. No es nada nuevo y se ha hecho con profusión hasta nuestros días, aunque ya de forma más técnica, con mayor descaro y en cuantías entonces insospechadas.
A la pobre opinión que a todos puede merecernos el reinado de Isabel II (comúnmente conocida como “la Isabelona” y con otros alias que manchan más su dignidad) se une, sin duda, la que nos merecen los presidentes de entonces: el Conde de Toreno, Calatrava y todos los que rodearon a la tal Isabelona, masones conspicuos como el mismo Mendizábal.
No es difícil comprender que a los fines políticos que movieron a Méndez se uniese el odio proverbial y enfermizo que la masonería y el sionismo que la dirige tienen contra la Iglesia Católica, a la que de esta manera desposeían de sus bienes cuyas rentas venían siendo empleadas en la multitud de funciones benéficas que siempre han desarrollado las Órdenes religiosas y la misma Iglesia. La medida complementaria de suprimir las primeras habla bien a las claras de que iban por ahí las intenciones y los tiros que el judío masón Méndez disparaba.
En cuanto a la finalidad política, queda clara en la narración de los hechos tal como fueron: la defensa del liberalismo contra el tradicionalismo carlista, fin que fue común para toda la patulea progresista de Europa, empeñada en la ruina del tradicionalismo español.
Por otra parte, no menos importancia reviste la “desamortización” de los bienes comunales de propio de los municipios. Estos bienes tuvieron una importancia de primer rango en el desarrollo de los municipios en España. Reconocidos por los Reyes Católicos y con amplia tradición anterior en nuestra secular guerra contra el Islam, fueron fuente de financiación autónoma de las comunidades municipales y permitieron que estas fueran, por una parte, libres y pudieran financiarse y nutrirse por sí mismas, independientes del poder central; por otra, que tuviesen la autonomía necesaria para acudir en auxilio de la Patria cada vez que ésta se sentía amenazada. Tal había sucedido en ocasión, entonces reciente, de la bastarda invasión francesa, originada en la felona entrega de la Corona que protagonizó el Borbón de turno, el mismo Fernando VII (en competencia con su padre Carlos IV corriendo a Bayona a ver cual de los dos llegaba antes para hacer la entrega al indecente Napoleón, igualmente masón), ocasión en la que el levantamiento de los municipios fue una de las mejores ayudas con que contó España para expulsar al injusto agresor. Las tropas victoriosas entonces en Europa son vapuleadas por un pueblo decapitado del que han huido sus reyes, dejando al país indefenso. Los casos de Móstoles, de La Peza y tantos otros, nos revelan la importancia de estos mecanismos de iniciativa municipal.
Es claro que los intereses mundialistas de entonces (tan mundialistas como los de ahora, aunque en ocasión actual ya indisimulados) no podían permitir que tan potente arma de defensa nacional perviviese.
Y, como de costumbre, se matan dos pájaros (o tres, o veinte) de un certero tiro con la apoyatura instrumental de la corona: se despoja a la Iglesia de sus bienes, se confiscan los bienes comunales y se apoya de manera indecente a la causa revolucionaria de los liberales.
El proceso desamortizador dio excelentes resultados al masón Méndez y a sus valedores. Tanto, que se vuelve a repetir al poco, para acabar con los escasos bienes que hubiesen escapado de la rufianesca rapiña. El ministro Pascual Madoz, también de Hacienda, nacido en Pamplona en 1806 y activista señalado en el movimiento liberal revolucionario de 1820, perseguidor de partidas carlistas desde su gobernación del Valle de Arán, cabeza directora de los progresistas en 1843, y constitucionalista, fue nombrado gobernador de Barcelona con motivo del triunfo de la revolución de 1854 y el 21 de enero de 1855 se le confía la cartera de Hacienda. Presenta entonces su famoso proyecto de ley de Desamortización con el que no sólo se desposeía a la Iglesia de sus bienes sino que se la inhabilitaba para su adquisición, derecho que se le reconocía en el Concordato con la Santa Sede de 1851. La ley fue sancionada el 1º de mayo (curiosa fecha para atacar a la Iglesia) de 1855. Después de la revolución de 1868 fue nombrado gobernador de Madrid y votó la candidatura del Duque de Aosta para el trono de España. Se dirigía a Florencia con la Delegación que había de hacer el ofrecimiento al Duque cuando, en Génova, le sorprende la muerte. Tal vez haya sido prolijo en la narración de los hitos que jalonan su vida; pero es propósito de esta extensión la de señalar que, si bien carezco de comprobación documental, su currículo no deja dudas acerca de su filiación masónica.
Tanto desfalco contra los bienes de la Iglesia y contra los comunales de los Ayuntamientos, sin siquiera fijar un justiprecio para la expropiación, no sólo incomodó a la Institución en general sino que ofendió los sentimientos de los católicos españoles (en aquellas fechas, prácticamente, el 100 % de la población). Se inventó la componenda de compromiso del Estado español con la Iglesia de resarcir a ésta con una renta vitalicia que pretendía compensar la del desfalco sufrido.
La renta que anualmente pasa el Estado español a la Iglesia Católica no es, por tanto, fruto de la magnanimidad de los gobernantes españoles, sino escasa compensación del latrocinio de sus bienes. Y esto es importantísimo para determinar la obligatoriedad de su entrega y la injusticia que se comete con su anulación.
Ni la renta que se ofrece a la Iglesia compensa la rapiña ni los católicos españoles nos daremos nunca por satisfechos con la componenda: las rentas que la Iglesia obtenía de sus bienes patrimoniales era muy superior (por mejor administrada) a la que se entrega como compensación. Y, lo que es mucho más trascendente, la utilización de ese patrimonio no es la misma en manos de la Iglesia que en manos de los taimados gobiernos que mayoritariamente han regido nuestros destinos. El beneficio social que la Iglesia, con sus actividades humanitarias gratuitas y su entrega al prójimo “por nada”, con la sola contraprestación de un plato de comida y un catre en el que reposar, ha proporcionado a la sociedad va mucho (infinitamente) más lejos de lo que puedan significar los dineros con los que el poder público ha pretendido deshacer el entuerto. Y ningún beneficio social de redistribución de rentas con el que se ha intentado justificar la descarada leva llega a la altura de la suela de los zapatos de lo que la Iglesia ha hecho y sigue haciendo (aún después del latrocinio de sus bienes y desposeída de medios económicos) por el pueblo llano. Dígasenos, si no, en qué se hubiese traducido en el simple campo de costes dinerarios, lo que supondría para el Estado español la realización de las mismas labores de entrega y sacrificio que las Órdenes religiosas y la Iglesia desempeñan: el cuidado de ancianos desvalidos sin horarios de entrega; el acogimientos de niños desgraciados que carecen de hogar y de medios; el cuidado de enfermos y de convalecientes que de otra manera hubieran muerto; la educación, esa sí de verdadero rango científico y cultural, moral y formativo del alma humana que realizan los colegios religiosos… y un etcétera tan largo que no hallaría cabida en muchos tomos.
A cambio hemos recibido la malcrianza de nuestros hijos, de los que se hace brutos y delincuentes en las escuelas públicas y en muchas de las privadas; la eutanasia que pretende asumir puestos de legalidad; el aborto, ya legalizado, que mata a las criaturas nonatas en el vientre de sus madres; el desprecio médico a los enfermos; un proceso infame de degradación de la justicia; la degeneración de la función pública, convertida en criadero de desfalcos y latrocinios; la predicación del relativismo moral que todo lo permite (en especial lo que es naturalmente malo) y todo lo corrompe…
Los católicos de este pueblo, a los que ustedes están empeñados en corromper como se han corrompido ustedes, estamos en desacuerdo fundamental y estructural con sus manejos pérfidos; y muy en especial con que hayan conseguido por fin liberarse de las obligaciones que tienen ustedes con la Iglesia por mor de sus actividades delictivas. Toda la vaciedad y la estulticia de la vida de hoy, la esclavitud en que nos obligan a vivir y que se esconde tras de sus arteras prédicas de una democracia inexistente y absurda, el materialismo, el hedonismo, el consumismo con que nos consumen a nosotros, el sinsentido que han logrado instaurar en el alma del pueblo, es la contraprestación del precio que nos han hecho pagar por su ascenso a puestos que no les corresponden y que han ocupado por asalto.
En cuanto al estipendio que proviene de la señal que han establecido ustedes en la renta de personas físicas, no es tampoco ninguna dádiva del Estado español. Su propia mecánica indica que se trata de la voluntad de los contribuyentes españoles que deben de señalar sus preferencias en cuanto a que los fondos que así se recaudan vayan a la Iglesia Católica o a otras confesiones e instituciones “sin ánimo de lucro” que son por lo común muy lucrativas.
Aún nos tememos seriamente que los resultados de esta selección estén siendo claramente falsificados por ustedes: porque ¿Quién puede creer que en un pueblo católico por su propia naturaleza y por mucha corrupción que ustedes hayan instaurado, solo un 30 % de la población elija la entrega del fondo a la Iglesia? Es conocida por contrastada su afición a todo tipo de trampas, artimañas y mentiras. En esto, que se dilucida en el ámbito oculto de sus manejos gubernamentales, ¿habrá quien nos convenza de que no aplican sus propios criterios, proclives a la acomodaticia moral relativista?
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Javier de Echegaray
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