Siete de la mañana del día 13 de junio de 1601. En Velilla, apacible pueblo a las riberas del Ebro, no muy lejos de Zaragoza, una famosa campana de diez palmos de circunferencia empieza a teñir a pausas, unas largas y otras cortas, sin que actuara sobre ella ningún impulso humano. Según los testigos, unas veces el badajo se movía en círculo, lamiendo con horrísono y broncíneo lamento los labios de la campana, otras veces daba grandes golpes a oriente, a poniente y al sur, nunca al septentrión. La campana tocó así, sin que nadie la accionara y ante el estupor de todos los que se acercaron a presenciar el portento, desde ese 13 de junio hasta el 29 de ese mismo mes y año del Señor de 1601, reinando en las Españas Felipe III de Austria. La leyenda dice que esta campana, llamada la campana de Velilla, tiene esta extrañísima virtud debido a que, según los lugareños, fue fundida en las mismas fraguas en que fuera acuñada una de las treinta monedas con que pagaron a Judas su traición. La antigüedad conserva cumplida crónica de las ocasiones en que la campana fue tañida por invisible mano; pasó así estando en prisión el Rey D. Alfonso de Aragón, así ocurrió a la muerte de Fernando el Católico, y así sucedió cuando el saco de Roma. Dícese, al cabo, que la campana de Velilla suena cuando se ciernen sobre Aragón, bien infortunios o bien prosperidades. Y decir Aragón es decir España. La barbarie morisca. Cuando tocó la campana de Velilla en 1601 lo hizo, así lo atribuyeron nuestros antepasados, a una feliz determinación de la Corona: la expulsión de los moriscos se realizaría muy pronto. La Providencia confirmaba con la campana de Velilla el buen suceso. Muchos años antes de que la campana de Velilla tañera como présago de la inminente expulsión de este elemento alógeno, los moriscos granadinos habían sembrado el terror. En 1568 se habían sublevado en las Alpujarras cometiendo infames crímenes, y mientras que se perpetraban auténticas orgías de sangre, sus secuaces proclamaban como rey propio a Fernando de Córdoba, de la simiente de Abén Humeya. Podemos decir que después de conquistada Granada por los Reyes Católicos en 1492, los moriscos -población vencida- se habían beneficiado de unas condiciones muy generosas, pactadas en la capitulación. Se les permitió elegir si quedarse en Andalucía, respetándoles su religión y leyes, o tomar el camino de regreso a África. Pero la bondad de los Reyes Católicos costaría cara a los españoles: se repetía la famosa fábula del pastor que arropó a la víbora en su regazo, cuando la víbora salió de su letargo, le mordió. La Corona, haciendo uso de la legitimidad que le asistía, había promocionado una política de repoblamiento, trayendo a las Andalucías colonos cristianos del Norte que devolvieron a las tierras meridionales de España el aspecto que perdieron en el aciago año de 711. Ya decimos que, toda vez reconquistada España, muchos moriscos tomaron la derrota de África aunque se les había permitido quedarse. Aquellos que se quedaron no se conformaron con las ventajas estipuladas en las capitulaciones de Granada; fue entonces cuando empezó una lacerante guerra. En las primicias de esta rebelión todo hacía pensar a las autoridades españolas que no se trataba de otra cosa que de hechos aislados: robos violentos perpetrados por los "monfíes", una especie de salteadores de caminos musulmanes, pero con el tiempo los monfíes, liderados por el descendiente de Abén Humeya, el más arriba mencionado Fernando de Córdoba, se convertirían en los verdugos más encarnizados de todas las mujeres, niños, viejos y clérigos cristianos que encontraban a su paso. Diego Hurtado de Mendoza nos cuenta las horrorosas matanzas que, hasta el grado más monstruoso, perpetraron los moriscos contra la pacífica y desarmada población española que con ellos "convivía" [como gustan decir a los sostenedores de esa absurda mitología de las tres culturas]. "Comenzaron por el Alpujarra, río de Almería, Boloduí, y otras partes a perseguir a los cristianos viejos, profanar y quemar las iglesias con el sacramento [dentro], martirizar religiosos y cristianos, que, o por ser contrarios a su ley, o por haberlos doctrinado en la nuestra, o por haberlos ofendido, les eran odiosos. En Guecija, lugar del río de Almería, quemaron por voto un convento de frailes agustinos, que se recogieron a la torre, echándoles por un horado [agujero] de lo alto aceite hirviendo, sirviéndose de la abundancia que Dios les dio en aquella tierra para ahogar sus frailes. Inventaban nuevos géneros de tormentos: al cura de Mairena hinchieron [hincharon] de pólvora y pusiéronle fuego; al vicario enterraron vivo hasta la cinta, y jugáronle a las saetadas [lo que significa que después de enterrarlo hasta la cintura, lo flechearon]; a otros lo mismo dejándolos morir de hambre. Cortaron a otros miembros, y entregáronlos a las mujeres, que con agujas los matasen; a quien apedrearon, a quien acañaverearon [hirieron con cañas cortas en puntas], desollaron, despeñaron; y a los hijos de Arze alcaide de La Peza, uno degollaron, y otro crucificaron, azotándole, e hiriéndole en el costado primero que muriese. Sufriólo el mozo, y mostró contentarse de la muerte conforme a la de Nuestro Redentor, aunque en la vida fue todo al contrario; y murió confortando al hermano que descabezaron. Estas crueldades hicieron los ofendidos por vengarse; los monfíes por costumbre convertida en naturaleza." ("Guerra de Granada".) A la luz de sus tremendos crímenes se entendió que no se trataba de hechos aislados, sino de una ofensiva en toda regla, por lo que se deduce que la expulsión se hizo una necesidad imperiosa para la preservación de España, item más los moriscos tendían puentes con el Turco que asolaba el mar Mediterráneo. La expulsión fue una más que prudente medida: fue lo más acertado que se pudo hacer bajo el reinado de los Austria menores. Así lo afirma, con la solvencia que por desgracia no tienen algunos historiadores españoles, el historiador e hispanista John Huxtable Elliot: "...resulta plausible la creencia de que la expulsión era la única solución posible. Fundamentalmente la cuestión morisca era la de una minoría racial no asimilada -y posiblemente no asimilable- que había ocasionado trastornos constantes desde la conquista de Granada. La dispersión de los moriscos por toda Castilla, después de la represión de la segunda rebelión de las Alpujarras, en 1570, sólo había complicado el problema extendiéndolo a áreas hasta entonces libres de población morisca. A partir de 1570 el problema morisco fue un problema tan castellano como valenciano o aragonés, aunque sus características variasen de una región a otra." ("La España imperial 1469-1716") Derramados por toda la península, crecían con asombrosa celeridad, el ritmo de crecimiento de la población morisca era de un 70% entre 1533 y 1609, frente a un 45% de la población española. Encapsulados y a la espera de ser invencibles por número se habían organizado en Valencia con el significativo nombre de "la nación de los cristianos nuevos de moros del reino de Valencia", que nos puede recordar los nombres que en la actualidad han adoptado las llamadas "comunidades islámicas" que crecen con similar vertiginosidad en nuestra España de hoy. Se descubrió no sólo relaciones entre moriscos con turcos, sino también contactos entre moriscos asentados en Aragón y el gobernador francés de Bearn y ocupaban tierras que pertenecían por derecho propio a españoles menos afortunados. Pero muchos nobles los protegían, por el beneficio económico que les deparaban. Se estima que fueron expulsados 275.000 de los más de 300.000 moriscos que se calculan existentes. Algunos piensan que esto supuso un grave varapalo para la economía española, pero Elliot sostiene que: "creer que su expulsión tuvo consecuencias comparables a la de los judíos, en 1492, es absurdo". Otra cosa es que el gobierno de Lerma no supo encauzar la situación abierta tras su acertada expulsión. La literatura barata que exagera las consecuencias de una medida tan oportuna no tiene ningún derecho a condenar una expulsión que se era cuestión de vida o muerte. Si, como algunos de esos noveleros afirma, nuestros antepasados del siglo XVII hubieran sido xenófobos radicales, hubiéramos podido asistir a la expulsión de otros colectivos alógenos que tenían su residencia en España, como los gitanos, pongamos por caso. Y no faltaron voces que así lo proclamaron. En 1621 el sabio economista D. Pedro Fernández de Navarrete publicaba anónimamente su "Conservación de monarquías", que más tarde se volvería a publicar en 1626 con el nombre de su autor. En este libro se aconsejaba la expulsión de otros segmentos de población considerados no-españoles y que habían sobrevivido a la expulsión de los moriscos, como gitanos e irlandeses. No prosperaron las indicaciones de Fernández de Navarrete, y aunque los gitanos tardaron en acomodarse, podemos afirmar que, en términos generales, el gitano es hoy por hoy uno de los colectivos que, conservando celosamente sus propias costumbres y cultura, es tan español como el que más. En el siglo XVIII un franciscano de Torredonjimeno (provincia de Jaén), fray Juan Lendínez, decía así en su libro inédito "Augusta Gemela ilustrada" (año 1778) que: "Atribuyose este tañido [de la campana de Velilla, más arriba referida] a feliz pronóstico de la expulsión de los moriscos. Cuyos tratos con los enemigos de España, principiando a descubrirse más visos por estos días llamaron la atención del Monarca. Súpose tenían trato con el Gran Turco, y otros reyes del África, para entregarles a España; levantándose para día determinado; y aguardaban [los moriscos] llegasen con brevedad los socorros que habían pedido, contando ellos ciento y cincuenta mil combatientes. Dentro de estos reinos [de la Andalucía] habían solicitado alianzas, varias veces, aun con los Príncipes Christianos [con Francia, enemiga secular de España, y Venecia, rival mercantil del Mediterráneo]. "Esto, con muchas muertes que hacían a los naturales españoles, y habérseles averiguado el ser apóstatas de Nuestra Santa Fe, y que vivían en la observancia de su malvada ley, puso al Rey en la necesidad de tratar en sus Consejos, si le sería lícito y útil al Estado la expulsión de los moriscos. Dividiéronse los pareceres, según eran en los Ministros los intereses, pero al fin, prevaleciendo el mayor número de votos, y tomando las mayores precauciones para la seguridad del hecho, fueron expelidos de todas las Provincias de España en 1610. ¡Feliz año! En que acabando España de arrojar de su seno tanto número de enemigos, vió cumplidos los deseos de tantos años. "Del Reyno de Valencia salieron para el África cerca de ciento cuarenta mil; con algunos que por rebeldes fueron puestos al remo. De Aragón y Cataluña salieron setenta mil; de Castilla la Vieja y la Nueva, la Mancha y Extremadura, otros setenta mil, con tres mil que salieron de Hornachos, y de los Reynos de Andalucía salieron treinta mil que en todos suman trescientos y diez mil personas. Permitióseles llevar sus bienes muebles y semovientes, quedando los raíces a favor de los Señores de los Lugares de quien eran vasallos, en Valencia, Aragón y Cataluña; y en los demás Reynos se aplicaron al Real fisco. Dícese que pereció la mayor parte, y que los demás, dondequiera que llegaron, fueron mal recibidos y [mal] tratados; y así afirman ellos que esta expulsión fue la mayor calamidad que han sufrido ellos mismos. Antes de salir de España, manifestaron cuán bien merecido tenían este castigo, por secuaces de su Profeta falso; y de consiguiente se casaron con muchas mujeres, confesando ser christianos en la apariencia, y de corazón observadores del Alcorán de Mahoma. Los moriscos de la Mancha fueron conducidos por los pueblos [de Jaén]; lo que causó notable sentimiento de la piedad christiana de sus moradores, especialmente, la inocencia de los niños, que padecían la pena que sus padres merecían. (...) "Concluida la expulsión de los moriscos en 1611 y viéndose ya los pueblos libres de los sustos que ocasionaba esta gente infame, se aplicaron al ejercicio de su piedad." (Augusta Gemella Ylustrada con los pueblos de su Partido hoy villa de Martos, pp. 390-393). La solución aportada por los Austria al problema morisco, expulsándolos de España, no fue, como pretende hacernos creer la historiografía más interesada y filoislámica, cuestión de xenofobia, sino cuestión de vida o muerte para España. Una cuestión perenne, como podemos apreciar contemplando el panorama actual. •- •-• -••••••-• Manuel Fernández Espinosa
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