Estamos en un mundo en el cual muchos cánones que durante siglos han sido considerados fundamentales y por ello inamovibles para la vida humana, están cambiando a una velocidad francamente vertiginosa. Y aunque en muchos casos a primera vista suelen resaltarse sus aspectos positivos, por mera coherencia lógica es imposible que otros aspectos, muchas veces negativos, tarde o temprano produzcan efectos no sólo indeseables, sino que pueden contrarrestar los primitivos beneficios.
Es así como la preocupación por el medio ambiente –lo hemos recalcado muchas veces– posee, sin duda alguna, elementos muy valiosos de cara al bien de la humanidad. A fin de cuentas, es volver a la noción de “cosmos” de los griegos, que se daban cuenta de que el hombre está inserto en un mundo que no ha sido obra de sus manos, del cual depende, y por tanto, que debe respetar. Esta visión del mundo se perdió en parte gracias al racionalismo de los siglos XVII y XVIII, que consideraba al mundo y a la naturaleza como un banco de pruebas para la experimentación humana y una cantera inagotable de recursos para la satisfacción de sus necesidades.
Sin embargo, no pueden dejar de mencionarse en este renacer ecológico algunos aspectos que proyectan una sombra de duda a su respecto. Y entre otros, un factor que comienza a inquietar es lo que podríamos llamar el ‘valor numérico’ que en ciertos sectores se asigna a los diferentes seres vivos del planeta.
En efecto, actualmente se está dando la paradoja de que para algunos, el valor de un ser vivo, incluido el propio hombre, no depende de su propia naturaleza o esencia, según la escala de la vida comúnmente aceptada (de menor a mayor: vida vegetal, animal y humana), sino que siguiendo un criterio cuasieconomicista, tiende a darse mayor dignidad a aquellas especies con menos individuos, las más escasas. De esta manera, cualquier especie en extinción, sea un animal o planta, valdría más que uno o muchos seres humanos, y como se ha perdido la jerarquía tradicional entre las formas de vida, muy bien podrían sacrificarse varios seres más numerosos en pos de los menos abundantes. El problema, como resulta obvio, es que desde esta perspectiva, siendo ya varios miles de millones, el valor del hombre se vería fuertemente perjudicado, quedando en uno de los últimos lugares de la tabla, superado, quizá, por algunos microorganismos o por las ratas.
Por desgracia esto no es ciencia ficción: resulta común que en las noticias de casi todos los días se preste una atención muchas veces desproporcionada a situaciones que afectan sobre todo a animales, desatendiendo otras en que el sufrimiento humano es infinitamente mayor; y también asombra como se gastan recursos siderales y mucho tiempo para ayudar a especies en peligro o afectadas por algún problema, y se desatienten poblaciones enteras que literalmente, pueden estar muriéndose de hambre. ¿Dónde quedaron, por tanto, las solemnes declaraciones de derechos fundamentales y la misma dignidad humana?
Aún no llegamos a esta situación, pero ya hay indicios en tal sentido. El problema es que si algún día llegara a triunfar este modo de pensar, el hombre casi no tendría nada a que echar mano para su sustento, aspecto que conviene tener en cuenta, debido a esta inevitable relación lógica que existe en cualquier clase de argumento, de manera independiente a las intenciones iniciales del mismo.
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Max Silva Abbott
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