Aunque suene a provocación, yo no lo veo posible. No se puede comunicar la fe cristiana con suficiente eficacia a través de los mass-media. Me explico. Una cosa es que los católicos debamos ganar la batalla cultural en España o en cualquier otro país, o de lo contrario tenemos todas las papeletas para ser borrados del mapa de la influencia pública y ser recluidos en las sacristías por las décadas de las décadas. Debemos mirarnos en el espejo de los comunistas de entonces que entendieron a la perfección a Gramsci y conquistaron la cultura. Sabían que la política era consecuencia de la cultura, y controlada ésta, el poder público y su brazo legislativo harían de correa de transmisión. Así ha sido en España, y así nos luce el pelo. Sin altavoces mediáticos, sin escritores, periodistas o publicistas cristianos es muy difícil convencer de las bondades de nuestro modelo de vida. Es normal que las bodas entre personas del mismo sexo sean una realidad, el aborto no tenga límites o la eutanasia llame a la puerta cada dos por tres. Sin ganar la batalla cultural el ambiente de la sociedad no estará propicio para acoger a los valores y formas de vida que sustentan nuestra civilización. Por eso es tan necesario dar y ganar la batalla cultural. Pero otro asunto bien distinto es la transmisión de la fe cristiana a través de los medios. Está en otro plano completamente diferente. No tiene nada que ver con la pretensión y necesidad de crear cultura. Conozco a muy pocas personas que se han encontrado con Cristo tras ver una película de televisión, hojear una revista cristiana o, incluso, leer un libro. Los hay. Los ha habido y seguro que los habrá. Dios no tiene límites y se sirve de todo lo creado por ÉL para tocar el corazón del hombre. Tengo dos amigos que han descubierto a Dios tras leer uno a C.S.Lewis, y otro, a Chesterton. Y, sin embargo, me consta que son muchos más, miles, los que han profundizado en su fe y se han enriquecido tras leer a estos autores o a otros muchos maestros de la espiritualidad. Lo habitual es que repasando un artículo de un diario te reafirme únicamente en las intuiciones que ya tenías y, a su vez, te abra nuevos horizontes intelectuales; leyendo un libro de espiritualidad profundices en tu fe de una forma tan increíble que nunca antes habías experimentado, o viendo un film te conmuevas especialmente, rompas a llorar o decidas seguir los pasos del protagonista. Eso es lo normal. Lo habitual en casi todos. Por ejemplo, ver «La Pasión» de Mel Gibson podría ser una manera de hacer una meditación por Semana Santa. Seguro que ayuda a fortalecer la fe del que la ve, pero, ¿provoca a la conversión? Seguro que sí, pero en un grado muy pequeño cuantitativamente hablando. Lo verdaderamente importante de esta película es que da una nueva visión de la Pasión de Cristo al creyente que ya lo es, por muy débil que sea su fe, y eso le enriquece de forma ilimitada. Ir a ver «La vida es bella» te provoca las mejores sensaciones. Sales del cine y no tienes cuerpo para gritar al merluzo de turno que te ha dado un bastonazo mientras andabas tranquilamente por la calle. La película te reconcilia con la humanidad y te entran ganas de ser más persona, mejor persona, pero, ¿contemplar «La vida es bella» o «Las sandalias del pescador» o «Yo pecador» o «Los diez mandamientos», te tira del caballo como a Pablo de Tarso? Me gustaría preguntarle a usted, que está leyendo este artículo tan enrevesado: ¿Cómo le fue transmitida la fe que se presupone que tiene?, ¿cuántas personas conoce que encontraron la fe por un libro, y aquí, claro exceptuamos la Biblia, por razones obvias?, ¿cuántos cree que descubrieron la belleza del Evangelio tras ver una película que les hizo caerse del cabello de la increencia?, ¿de cuántos a oído hablar que se les removió el corazón de tal manera y de forma tan desgarradora, tras leer un recorte de prensa, que logró cambiarle completamente de vida? Hace unos años, los profesores de una universidad de California hicieron un experimento. Intentaban calibrar cuál era el medio de comunicación más eficaz. El que más y mejor influía en sus receptores. El que lograba que sus mensajes penetraran con más contundencia en las mentes. Hicieron una macroencuesta. Querían saber si la televisión era más influyente que la radio, o ésta que la prensa, o bien el cine que un simple libro. Querían saber que mensaje era el que más había influido en la vida de los encuestadores y por qué medio lo habían recibido. Los propios estudiantes hicieron sus apuestas. Creo recordar que la televisión fue el medio más apostado, seguido de cerca por la radio, el libro y la prensa. Pero todo se desbarató. Los resultados fueron completamente diferentes. El medio de mayor influencia, el que ganó por goleada y aplastó con contundencia a sus competidores, fue el ser humano. Los consejos de la madre, las enseñanzas del maestro, la catequesis del sacerdote, las ideas del amigo, las confidencias del hermano eran, son, las que más influyen, muy por encima del libro, la prensa, la radio o la televisión. Ese fue el resultado de la encuesta. El factor, tantas veces olvidado, de la dimensión humana. Y no digamos cuando hablamos de la fe. Y le recuerdo la pregunta que les hacía antes: ¿Cómo le fue transmitida la fe a usted y a sus familiares o amigos? Estoy seguro que los católicos o cristianos que están leyendo este artículo, lo son, tienen fe, en buena medida y gracias a la simple catequesis que recibieron de su madre o de la abuela. O son cristianos gracias a las enseñanzas del padre Eustaquio, que iba los jueves por casa, o gracias al maestro, que les enseñó los rudimentos de la fe cristiana en la escuela. No creo que a nadie le influyera de manera decisiva los medios de comunicación en la recepción de la fe. Y los sacerdotes que leen este artículo, deberían rebobinar la historia de su vocación, y seguro que la mayoría encontraran la razón de su vocación en la admiración que tenían al párroco del pueblo; en las historias que les contaban un misionero o la impresión que les causó la piedad de una religiosa amiga de la familia. Una persona se le cruzó por el camino, admiraron lo que hacía, caló en su corazón las palabras que les transmitieron, y se dijeron, «quiero ser como él o como ella», y su vida cambió. Y, a partir de ahí, fue madurando su encuentro personal con Jesús. Recuerdo una historia curiosa. Sucedió durante la primera Guerra del Golfo. A una pequeña compañía de seis soldados se les asignó una trinchera que tenían que defender con uñas y dientes ante el ejercito iraquí de Sadam Husein. Entre ellos estaba un capellán católico. Convivieron juntos varias semanas. El testimonio del capellán fue de tal envergadura que terminada la guerra fueron los seis soldados de cabeza al seminario. No creo que ninguna moderna campaña publicitaria de vocaciones lograra tener el efecto de arrastre de ese capellán. «El cristianismo es la transmisión de una vida nueva, que no depende de las modernas técnicas de persuasión –dice el cardenal Danniels–. El cristianismo se comunica cuando esta vida pasa de una persona a otra. Es una generación orgánica y somática. Evangelizar es transmitir vida y no transmitir palabras. Las palabras pueden ser útiles, pero para dar vida hacen falta personas vivas». Y es que la transmisión de la fe no se da gracias a inteligentes estrategias de propaganda y marketing; de sugerentes palabras transmitidas por vía satélite o poderosas campañas de publicidad como si la fe fuera un simple producto. No. Sólo el testimonio de personas a persona, logra transformar la vida. Sólo el cristiano que logra encarnar el mensaje de Jesús y lo transmite con naturalidad puede, con su vida y la acción de la Gracia, dar a conocer el Misterio que persuade la razón y el corazón del hombre. Lo dicho: la transmisión de la fe sólo puede ser eficaz cuando pasa de una persona a otra. •- •-• -••••••-• Álex Rosal
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