El ejemplo griego es aleccionador. La Grecia clásica, con tantas virtudes en el pensamiento y un pueblo aficionado al razonamiento filosófico y la discusión en el Ágora, no supo unirse; tampoco supo imaginar la nada: “La nada— pensaban— no es nada: sencillamente no es.” Y esa idea del ser, y el hecho de contar con letras, les impidió llegar al cero y operar con él. No supo unirse por su concepto de sociedad, tan intenso que aún hoy al gobierno de una nación, se le llama Política, de Polis, Ciudad. Supieron, sí, formalizar algunas alianzas entre las grandes ciudades y vencieron las guerras persas, las invasiones persas, casi un imposible que sucedió más por la elección de los terrenos propios para las batallas: Las Termópilas, Salamina, Maratón... El mundo de aquellos momentos estaba dominado por ideas de individualismo (Protágoras: «el hombre es la medida de todas las cosas»), de la ciudadanía en función de la propiedad, y de la Ciudad Estado, esclavista, portadora de su propia cultura. Sólo cuando Filipo de Macedonia y Alejandro, educado por Aristóteles, someten a las cultas ciudades, especialmente a Atenas en Queronea, una tardía y obligada unidad, desata la fuerza de aquella cultura brillante que se hace cargo de la universalidad de lo griego y en un plazo brevísimo los macedonios, con Alejandro convencido de la metempsícosis y considerándose reencarnación de Aquiles e hijo de Zeus (o de Marte, hay versiones), invade el imperio mayor del mundo, el más rico, al que da la primera sorpresa en el Gránico. Ocupa Egipto, se hace Faraón y manda construir la ciudad de la cultura: Alejandría. Ocupa satrapía tras satrapía y finalmente aniquila a un ejército muy superior y con él cae el Imperio Persa, hecho jamás soñado antes. No se repasarán las otras expediciones pero se comprueba que una nueva idea entró en el mundo griego: el descubrimiento de la unidad de una Patria y la seguridad de la unión bajo una misión común. No hubiera sido posible sin la prédica de Platón y de Aristóteles y sin la concepción del hombre como protagonista del mundo, medida de todas las cosas. Es laborioso, pero sencillo, relacionar las ideas del momento con la historia activa en esos instantes y sacar factor común de modo que aparezcan leyes que relacionen cada idea con cada hecho. En lo contado, se ha visto como la personalidad y el talento de Alejandro permitió que Grecia se descubriera como tal y que pasara, en nada, de una tierra dividida a cabeza de un imperio productivo y que el Helenismo cambiara los conceptos del arte, en una clase de predescubrimiento del barroco español, y llegara a la máquina de vapor sobre la que ilustra Herón de Alejandría. También nuestra España, que salía de una guerra civil en Castilla y apenas una generación antes había sufrido otra en Aragón, descubre la unidad, la idea de la nación moderna y en muy poco expulsa a los granadinos, crea ejércitos con organización absolutamente nueva, descubre las Indias, las evangeliza y durante tres siglos edifica y mantiene un imperio en cuatro continentes y unifica la península. Hasta, como en el Helenismo, se llega al arte barroco, tan realista, mientras Nebrija advierte que siempre fue compañera la lengua del imperio. Más veces han pasado ejemplos como estos y no es descabellado suponer que cuando una nación se descubre como tal, desarrolla tal energía que acomete las más altas empresas y da vida a los hombres más esforzados. Tan visible es el hecho que aún hoy se atiende a impedir unidades, recreaciones de ideas de misión universal (los macedonios también las tenían) y alienar a España, por ejemplo, para que extravíe el viejo camino que volverá a ser históricamente activo cuando España regrese a España y vuelva a descubrirse sin errores, lo que sería un acontecimiento universal. En las sociedades modernas ha sido a veces obsesivo el deseo de saber qué provoca el cambio social. Disponemos de historias de la moda, de la higiene, de la arquitectura. Todas, hasta el siglo XVIII, se basaron en la progresiva descristianización, es decir, en la destrucción de cimientos imprescindibles. El Idealismo Alemán, Kant, Hegel, el Romanticismo que aporta una idea de libertad en la que no cuenta su empleo justo como herramienta del bien y que llega —lo de hoy es romanticismo frenético— a la aceptación impasible de las destrucción del hombre y de las ideas no anárquicas. Pero no se sabe con absoluta seguridad qué ideas llevan al cambio social (seguramente la convicción creciente de que sólo se vive una vez, la aceptación social de la codicia y posiciones sectarias como el calvinismo.) Tampoco identificamos bien el morbo que fuerza la variación de la concepción del hombre, si bien tiene relación con la explotación y con la acumulación de capitales. Si nos atenemos a los ejemplos, Alejandro señala el uso casi total del Griego Koiné, común, capaz para muchos más. Con los Reyes Católicos el idioma se hace universal y, despacio, crea una fonética distinta donde antes era todo seseo. Un idioma rico es resumen de un mundo rico (no se habla de dinero) y factor de crecimiento y cambio. Pensamos con palabras y el gran idioma produce grandes ideas. Estas renovaciones intelectuales, muy vigorosas, son la culminación de otra ley: Un mundo que habla lengua compleja, amplia y precisa, es pueblo que piensa y que no es fácil de sojuzgar. El Griego Koiné conquistó Roma antes y después de Cinocéfalos y hasta el concepto de reino fue básico para el mundo helenístico y para el romano cuando la crisis de crecimiento trajo el Principado (la palabra Rey tenía mala prensa en Roma desde los Tarquinos.) Pero el Principado, con el primer “Cesar”, trajo una plenitud artística y organizativa: Horacio, Virgilio, Ovidio; como la monarquía hispana, recuperada tras ocho siglos, renovó el talento y el arte españoles. •- •-• -••••••-• Arturo Robsy
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