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Elogio de la afectividad (1): Introducción

por Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles

El estudio de la afectividad lleva aparejados varios problemas, que se convierten en insuperables si no los sacamos a la luz e intentamos ponerles remedio

I. ¿Es posible conocer la afectividad?

Los obstáculos  a la afectividad podrían resumirse en tres:

1. Complejidad

 La afectividad se nos presenta como una realidad difusa, compleja y global, que empapa toda nuestra persona.

No obstante, tenemos que estudiarla de forma analítica, paso a paso, aislando elementos que solo gozan de vida y ejercen su función en el conjunto de la vida de cada ser humano.

Es como si tomáramos la fibra de un tejido o de un órgano, la examináramos separadamente… y pretendiéramos estar conociéndolos —la fibra, el tejido y el órgano— de manera correcta y definitiva.

2. Ignorancia de las causas o motivos

 En relación con los fenómenos emotivos o pasionales, y con sus síntomas o manifestaciones, es fundamental distinguir entre la causa y/o el motivo de los mismos: pelar cebollas puede ser la causa de que se me salten las lágrimas, a pesar de estar muy contento; la muerte de una madre o de un amigo sería, con toda razón, un motivo de tristeza, que también puede provocar el llanto.

Pero no solo solemos ignorar esa diferencia clave, que más tarde explicaremos; sino que, con demasiada frecuencia, la relación entre causa y efecto o motivo y efecto —es decir, entre lo que ha originado un sentimiento o emoción y el sentimiento en sí mismo— no se nos presenta lo bastante clara, o incluso la desconocemos por completo.

Y como el ser humano tiene una tendencia relativamente desarrollada a entender la realidad explicando o descubriendo sus fundamentos, cuando esto resulta imposible o muy arduo, el saber obtenido también es bastante pobre [1] .

3. Dificultades con el lenguaje…

Además, está el problema de la terminología. No solo el general, que atañe a todo intento de expresión a través del lenguaje articulado, y el específico de su uso en la vida sentimental, de por sí más bien imprecisa; sino una dificultad añadida, muy propia de nuestra época.

De momento, nos limitamos a esbozar esta última, por una razón muy particular: porque algo de lo que ocurre con el lenguaje sucede también con los sentimientos y con sus causas y/o motivos. Se apuntará a medida que desarrollemos la cuestión.

   3.1. En relación con el lenguaje, los tiempos más recientes han visto cómo las palabras adquirían una importancia y autonomía que no habían tenido durante siglos. En cierto sentido, ya no son propiamente un vehículo que conduce nuestra inteligencia hacia la realidad que pretende transmitirnos quien nos habla o escribe, sino un punto de llegada, algo sustantivo o consistente, que vale por sí mismo, con independencia del conocimiento y las realidades o fenómenos que lo sustenten.

O, dicho de otra forma: casi sin darnos cuenta, nos hemos acostumbrado a quedarnos en las palabras. De un tiempo a esta parte, el lenguaje se ha absolutizado, dando lugar a una especie de mundo cerrado y autónomo: cuando alguien nos habla o cuando leemos un escrito, en vez de dirigir nuestra mirada y capacidad de comprensión hacia las realidades que nuestro interlocutor piensa y conoce efectivamente, nos detenemos —casi sin advertirlo— en las palabras mismas… como si estas fueran la más auténtica realidad (efecto que se ve incrementado también por la existencia de realidades virtuales).

Expuesto todavía de otra manera: hoy día, los seres humanos pensamos que conocemos algo cuando entendemos o podemos repetir más o menos de memoria un conjunto de afirmaciones sobre ese determinado hecho o situación, cuando tenemos algo que decir acerca de ellos. Pero no solemos prestar atención a la realidad misma de ese otro algo que hay más allá de las palabras y al que estas deberían conducirnos.

Una de las más graves derivaciones de este hecho, bastante fácil de comprobar, es que el lenguaje se ha convertido tal vez en el instrumento de mayor alcance para manipular el conocimiento y la conducta: para transformar una realidad en otra, simplemente alterando los términos utilizados; para confundir a las personas; para hacer pasar como de ley una mercancía averiada o viceversa…

¿Consecuencias? El uso fraudulento de los vocablos y expresiones, la manipulación del lenguaje, conduce a bastantes personas a dar por bueno lo que, si se expresara de la manera adecuada y pudiera ser bien conocido, sin duda sería rechazado. O, al contrario, hace que se convierta en desagradable o en tabú lo que por sí mismo no lo es.

Las escaramuzas decisivas entre lo políticamente correcto e incorrecto, por poner un solo caso, se desarrollan muy a menudo en el campo de batalla del lenguaje.

   3.2. De modo análogo, y más relevante para los fines de este estudio, los sentimientos y los estados de ánimo se han transformado en lo importante, sin tener en cuenta lo que los ha inducido, que es lo que en realidad determinaría su valor y su conveniencia o inconveniencia.

Componen también una suerte de mundo separado y concluso. Hoy importa más si me siento alegre o triste que la causa o el motivo de uno u otro sentimiento.

Pero, de hecho, la simple emoción no dice mucho por sí misma: es correcto, e incluso un deber, que llore cuando se ha muerto un ser querido y que me alegre por el triunfo profesional de un amigo; mientras que no sería bueno ponerme contento, por envidia, cuando el mismo amigo fracasa o cuando fallece una persona, incluso aunque estuviera convencido de que ese individuo daña a la nación, a otros ciudadanos, a mi familia, etc.

4. Y posible solución

  Todo lo cual inclina a sostener que, en la actualidad, antes de comenzar cualquier estudio o conversación, o conforme se va desarrollando, conviene llegar a un acuerdo sobre el significado de los términos que se utilizan: de lo contrario, aquello puede convertirse en un diálogo de sordos… o, lo que casi es peor, en un debate televisivo.

Con otras palabras: ponerse de acuerdo sobre el significado de los distintos vocablos y expresiones es algo que debe cuidarse con gran esmero y, muchas veces, la clave para entenderse mutuamente. Lo iremos haciendo a medida que avancemos en nuestros análisis; y, sobre todo, intentaremos dejar claro lo que entendemos por afectividad.

Pero tanto o más importante es que, desde este mismo instante, te empeñes en ir más allá de las palabras y frases. Más concretamente, que, en lugar de intentar aprender lo que ellas dicen, te esfuerces por descubrir y conocer la realidad que está por detrás y a la que remiten: los sentimientos; y que, de manera análoga, pongas todo tu empeño en averiguar de dónde o de qué deriva una determinada emoción o estado de ánimo.

O, si quieres que lo exponga con términos más operativos y cercanos: que no plantees la tarea que te dispones a afrontar como el estudio de una especie de asignatura, sino como una incursión en un aspecto relevante de toda existencia humana y, más en particular, de la tuya.

Estudiar una nueva asignatura no tiene a veces demasiado interés; conocer los recovecos de tu vida afectiva, y saber así un poco más de ti mismo y de cuantos te rodean, puede resultar apasionante.

Más sobre el lenguaje

  Lo negativo

A todo lo anterior se añade un hecho comprobado desde antiguo, al que ya aludimos: la ambigüedad del lenguaje.

Esto significa:

  1. Que el lenguaje nunca es unívoco: una palabra para designar una realidad.

  2. Sino análogo: una misma palabra indica dos o más realidades  relativamente similares, pero no idénticas.

  3. O equívoco: una palabra señala dos o más realidades… que no tienen nada que ver entre sí.

Es decir, que, según el período histórico, la situación geográfica, las costumbres al uso y la propia biografía, un mismo término adquiere matices y significados distintos e incluso opuestos.

O, visto desde el otro lado, que la misma realidad puede nombrarse de maneras muy diferentes.

Uno de los ejemplos más claros de esto último —dos o más voces para indicar lo mismo— lo ofrece el tema que ahora empezamos a estudiar.

  3.1. Para designar una emoción se utilizan términos tan distintos como «pasión», «afecto», «sentimiento» o, de forma más genérica y difusa, «vivencia».

  3.2. Y, según los autores y las escuelas, esos vocablos pueden significar exactamente lo mismo o tener cada uno matices propios que lo diferencian de los otros.

  Lo positivo

   A pesar de todo, el lenguaje es el medio principal del que disponemos para comunicarnos. Y no es tan malo como a veces pensamos o lo antes expuesto pueda haber llevado a creer. Incluso las imprecisiones a que acabamos de aludir ayudan a menudo a captar determinados aspectos de las realidades a que se refieren.

Al tratar de la afectividad, sobre todo al compararla con otros fenómenos más localizados, el uso del idioma debería servirnos de entrada para advertir su carácter global y omniabarcante: el hecho de que, al margen de su causa o motivo, afecte o impregne a toda la persona.

Y, así, cuando digo que me duele la cabeza o el estómago, que me han dado una buena noticia, que siento una especie de pinchazo en el corazón, que he conocido a una persona amena o pesada, que la situación nacional es desastrosa o que está mejorando, que la hipocresía gana terreno en el mundo de hoy…, aquello a lo que me refiero es siempre algo particular y hasta cierto punto localizado, en mí o en el mundo: la cabeza, el corazón, el estado de la nación, un conocido, la sociedad actual, etc.

Por el contrario, si afirmo que (yo) estoy eufórico; que me siento desencantado o pletórico; que (yo) estoy hundido o deprimido; que el balance económico de la empresa me descorazona, que el dolor de estómago prolongado acabó por bajarme el tono vital, que esta acumulación de ejemplos empieza a ponerme nervioso y a cansarme…, de un modo u otro y con mayor o menor fuerza estoy indicando que lo implicado en lo que expreso soy todo yo, mi entera persona.

Sensación ≠ sentimiento

 Por tales motivos, solemos hablar de una sensación de dolor o de placer, en principio, localizados; mientras que a la depresión, la euforia, el desencanto, la apatía, la felicidad… los llamamos sentimientos, estado de ánimo, y con expresiones similares, justo para indicar que afectan difusamente a todo nuestro ser: pues «ánimo» se encuentra etimológicamente emparentado con alma, y con el alma, en el lenguaje habitual, se suele apuntar a toda la persona.

Así lo explica Frankl en su famoso ensayo El hombre en busca de sentido, en relación con el dolor:

El sufrimiento humano actúa como un gas en una cámara vacía; el gas se expande por completo y regularmente por todo el interior, con independencia de la capacidad del recipiente. Análogamente, cualquier sufrimiento, fuerte o débil, ocupa la conciencia y el alma entera del hombre. De donde se deduce que el “tamaño” del sufrimiento humano es absolutamente relativo. Y a la inversa, la cosa más menuda puede generar las mayores alegrías [2] .

¿Una causa para cada sentimiento?

El análisis del lenguaje nos ayuda también a advertir la falta de relación estricta entre lo que se supone que tendría que ser el motivo de un sentimiento, emoción o estado de ánimo y el efecto realmente producido. O, con palabras más sencillas: a veces sabemos por qué nos sentimos de un modo u otro, pero es más corriente que lo ignoremos o no lo tengamos del todo claro.

  1. Por ejemplo, a menudo somos conscientes de que unas buenas calificaciones, un éxito profesional, el chico o la chica que acabamos de conocer, el aumento de sueldo o la comprensión de un problema constituyen la razón de que estemos más optimistas y veamos el mundo de color rosa.

  2. Pero con mayor frecuencia aún se escuchan afirmaciones del estilo:

   2.1. «Hoy todo me ha salido redondo en el trabajo y, sin embargo, estoy más desanimado que ayer»; «a pesar del dolor de cabeza casi insoportable, me siento muy optimista»; «el espectáculo era descorazonador, pero yo me iba creciendo ante los obstáculos»…

   1.2. O, en otro ámbito cercano: «no tengo ni la menor idea de por qué me encuentro tan deprimido y con tantas ganas de llorar»; «no había cambiado nada en nuestra relación, pero rebosaba felicidad por todos mis poros»; «anoche me invadió una alegría desproporcionada, que no sé cómo explicar», «no consigo ni imaginar el motivo de que aquella actuación, aparentemente normal, me conmoviera hasta lo más íntimo»…

Todo lo cual es síntoma y prueba de lo que por ahora pretendemos poner de relieve: que a menudo ignoramos el origen de nuestros sentimientos, emociones, estados anímicos, etc.; y, como consecuencia, que se nos hace muy difícil comprender a fondo en qué consiste la afectividad.

II. ¿Cómo abordar su estudio?

Siendo esta la situación, bastantes de las orientaciones que suelen ofrecerse para indagar adecuadamente en torno a cualquier realidad humana —la persona, la libertad, el amor…— alcanzan aquí una resonancia muy particular, por lo que deben seguirse con mayor atención e interés.

La visión de conjunto y el «oído atento al ser de las cosas»

En concreto, nunca conviene olvidar que aquello que se estudia posee un contexto determinado o forma parte de un todo más amplio y complejo, que nunca lograremos conocer por completo, pero debe ser muy tenido en cuenta, porque es lo que confiere el significado definitivo a cada uno de los elementos que lo integran. Y en el caso de los sentimientos esas precauciones han de llevarse al extremo; de lo contrario, nos perderemos en divagaciones ajenas a la realidad.

Dicho con las menos palabras posibles: al analizar cualquiera de los componentes del mundo afectivo nunca deberíamos perder de vista la entera persona en la que esos fenómenos tienen lugar.

Como ya apuntamos, el estudio directo, pleno e inmediato de la afectividad en su totalidad, como algo global que empapa y matiza cuanto somos y hacemos, resulta imposible para un entendimiento limitado, como el nuestro: necesariamente debemos avanzar por etapas, analizando unos factores que, al aislarlos, impiden descubrir su auténtica naturaleza y el papel que les corresponde en el conjunto de cada persona, sin la que nada son ni ejercen función alguna.

Por eso, desde el primer instante, hemos de procurar mantener bien visible el horizonte sobre el que se recorta cada uno de los elementos considerados —la vida íntegra de la persona—, pues solo de este modo nos acercaremos a su significado definitivo.

Y todo ello, de una forma muy peculiar y acentuada, que no cabe identificar sin más con lo que ocurre al reflexionar sobre otras realidades.

Algunos casos diversos, para realzar el contraste

 Y es la afectividad es muy distinta de las restantes esferas del obrar humano. En los demás casos, resulta más sencillo definir la actividad propia de determinados órganos o facultades.

Esto es facilísimo cuando se trata de miembros físicos, como los pies o las manos, o incluso de órganos sensibles, como el oído, la vista, el tacto, etc.

En otras circunstancias se torna algo más complicado, pero siempre menos que cuando investigamos la afectividad. Señalamos un par de casos entre los que no resultan tan simples ni tan complejos: la voluntad y la inteligencia.

 1. Aunque es cierto que la voluntad no puede ser plenamente comprendida si prescindimos de su sujeto —la persona humana—, también lo es que cabe hacer afirmaciones sobre ella con relativa independencia del resto de las potencias o facultades de la persona.

  1.1. Por ejemplo, resulta legítimo sostener —aunque hoy suela olvidarse— que el acto más propio y característico de la voluntad es amar: querer el bien para otro, afirmarlo en su ser, decirle un sin condiciones.

  1.2. O que, en cierto modo, la voluntad lleva las riendas de toda la persona y la va convirtiendo en buena o mala, honrada o deshonesta, cruel o compasiva…, moviéndola a obrar de una u otra manera.

 2. Y algo análogo ocurre con nuestra inteligencia:

  2.1. Tampoco puede entenderse del todo sin apelar a los sentidos externos e internos, como la memoria y la imaginación, a la propia voluntad y a los afectos…

  2.2. Pero cabe señalar una actividad como la más específica de ella: entender, conocer-comprendiendo; y también unos caracteres definidos e inconfundibles, que la distinguen de los sentidos o, en otra esfera, de posibles entendimientos más perfectos, como el de los ángeles o Dios, según sostiene la religión cristiana, o el de otros seres también superiores, en el decir de distintas tradiciones o de lo que hoy se encuadra en la expresión ambigua de ciencia ficción o en la tampoco muy precisa de esoterismo.

Volver una y otra vez sobre lo ya aprendido

 Por el contrario, la afectividad engloba un sinfín de potencias y facultades, atracciones, desganas y repulsas, actos y reacciones o resonancias de esos actos, aspectos físico-orgánicos, psíquicos y espirituales… que, por separado, expresan algo de sí mismos, pero prácticamente nada de los sentimientos o emociones, de los estados de ánimo, del tono vital característico, tal como los experimentamos día a día.

De ahí la necesidad de mantenerse en estado de espera a medida que vamos adquiriendo las primeras nociones sobre este tema, de contrastarlas constantemente con lo que cada uno vive y de que, tras cada adquisición de un conocimiento de cierta envergadura, se repasen los anteriores, con el fin de integrarlos en la nueva visión y de hacer que lo recién aprendido adquiera mayor precisión y relieve.

Pero no solo parece conveniente realizar esa tarea de revisión continua, sino incluso abordar el análisis de la afectividad en dos fases sucesivas:

  1. Una inicial, para conocer los elementos y mecanismos imprescindibles que nos permitan indagar en las emociones y sentimientos y empezar a comprenderlos.

  2. Y otra, posterior, en la que se determine la naturaleza, el alcance y el papel de cada una de esas piezas y se obtenga un panorama global y mínimamente adecuado de la vida afectiva.

Sin duda, este modo de enfocar el asunto lleva consigo algunas repeticiones, que, aunque inevitables, pudieran provocar cierto cansancio o aburrimiento. Máxime cuando, por tratarse de cuestiones que pueden resultar ajenas a los planteamientos habituales, más de una vez volveremos sobre lo ya visto, con la intención de agregarle un único nuevo matiz, para más adelante estudiarlo de nuevo y reforzar lo ya sabido o añadir otra dimensión inédita o antes solo esbozada.

Como contrapartida, la comprensión de la afectividad, una vez adquirida o en la medida en que se va logrando, otorga al hombre de hoy un saber de sí mismo y de sus congéneres muy superior al que obtiene mediante el estudio de las restantes esferas del ser humano.

De hecho, y según nos enseña la experiencia, la vida sentimental implica de tal manera a la totalidad de la persona que su estudio constituye la mejor vía para llegar a comprender al varón y a la mujer, también en sus diferencias y complementariedad recíprocas, sin dejar de lado ningún elemento o aspecto significativo.

III. «Un» punto de partida

«Uno» entre muchos

 El entrecomillado del «un/uno» pretende sugerir que, en cierto modo, el análisis que se va a bosquejar podría ser sustituido por bastantes otros… y relativamente distintos.

¿Por qué?

Porque solo aspira a que el lector compare lo que aquí se expone con su propia experiencia y se haga una idea inicial de lo que entendemos por emociones y sentimientos. Para que después, una vez logrado ese acuerdo de base, profundicemos poco a poco, hasta entender mejor la vida sentimental.

La consecuencia es que nadie debería desanimarse por no alcanzar una plena comprensión de lo que estudia… o por estar en desacuerdo con ello. Basta con que el asunto le vaya resultando familiar y no del todo ajeno a su propia vida vivida.

De momento, tampoco nosotros pretendemos exponerlo de forma rigurosa y acabada.

Lo que dicen las autoridades

 Así planteada la cuestión, y puesto que podríamos comenzar por cualquier lado, veamos lo que sostienen un par de autores contemporáneos, especialistas en el uso del lenguaje.

  1. María Moliné, en su Diccionario del uso del español, escribe:

  Afecto. (Del lat. “affectus”, participio de “affícere”, poner en cierto estado, de “fácere”, HACER; v. “des­afecto”.)

® En sentido amplio, *sentimiento o *pasión. Cualquier estado de ánimo que consiste en alegrarse o entristecerse, amar u odiar: 'Los afectos que mue­ven el ánimo'. (“Sentir, Tener; Cobrar, Coger, To­mar”) [3] .

  2. A su vez, en una de las últimas ediciones de su Diccionario, Zingarelli define el afecto como:

 Cualquier modificación de la conciencia del yo debida a la acción de algo o de alguien fuera de mí [4] .

  3. Un tercer experto —Scola—, ahora en el ámbito de la filosofía, aporta algunos datos complementarios y un poco más complicados.

En concreto, comenta que la definición de Zingarelli

… conserva la sustancia del significado etimológico de la palabra latina afectio. Esta deriva de afficere y con ella se conecta affici aliqua re (ser afectado por algo). El signifi­cado más elemental es ser afectado por algo que está fuera del yo (ej.: affici aegritudine = ser afectado por una enfermedad). La expe­riencia afectiva aparece entonces en el plano feno­menológico como una modificación del sujeto de­pendiente de una provocación exterior [5] .

La verdad es que, si reflexionamos un poco, esto es lo que experimentamos cuando decimos que algo nos ha afectado, que nos turba, excita o conmociona. Advertimos que el conocimiento de una realidad provoca en nosotros una especie de trepidación interior, a la que normalmente siguen, como en cadena, otro cúmulo de experiencias y/o actividades… y nuevas sacudidas, actuaciones, vivencias, etc.

Una puntualización

 Adelantamos ya que la definición de Zingarelli tiene un límite muy claro. Y es que parece reducir el fenómeno completo de la emoción a la simple conciencia, al mero conocer.

  1. Da la impresión de que, al emocionarnos, se diera un único cambio: el de nuestra percepción o conocimiento. Y es cierto que toda emoción o estado de ánimo se forja sobre la base de una percepción, de una imaginación, de un recuerdo, de la anticipación de un futuro que nos atrae o repele… Pero esto es más bien algo previo al sentimiento en cuanto tal.

  2. Pues, en realidad, todos advertimos que, cuando me turbo o conmuevo, además del simple saber y como consecuencia de él, otra cosa ha variado en mí y que ahí radica propiamente la emoción: por ejemplo, tras conocerlos y recordarlos, descubro que soy atraído por alguien o que algo me produce repugnancia, que la carne se me ha puesto de gallina o el pulso se me ha acelerado, que el corazón late con más fuerza y rapidez o, al contrario, que me quedo sin voz o sin aliento…

Y, además —en este extremo fundamental acierta Zingarelli—, soy bastante consciente de todos o buena porción de esos cambios, aunque los perciba con cierta confusión.

Y dos modos de entender los sentimientos

 Por otro lado, solemos hablar de sentimientos, emociones o, más aún, de afectividad, de dos maneras:

  1. O para referirnos fundamental o exclusivamente a lo que aquí acabamos de llamar afecto y, todavía más en particular, al impacto y la conmoción inicial que uno experimenta y, en todo caso, a la re-acción inmediata que le sigue… y basta.

  2. O para aludir a eso y al cúmulo de fenómenos que una emoción, sentimiento o estado de ánimo suele llevar consigo: reacciones, actividades, nuevos sentimientos, más y más operaciones, etc. [6]

IV. Descripción inaugural: el afecto como pasión

Para empezar a describir ese conjunto, y aunque de entrada resulte extraño, acudiremos a un filósofo clásico, adaptando su lenguaje a un modo de expresarse más actual.

Tomás de Aquino define el afecto de manera muy similar a Zingarelli: como «una passio, una pasión».

¿Por qué? Pues porque considera las emociones «como el efecto particular de un agente sobre un paciente: passio est effectus agentis in patiente».

En este sentido el afecto sería, antes que nada, la modificación o impresión que algo deseable produce sobre el apetito.

Con otras palabras: el tipo básico de emoción es el que tiene lugar cuando una o más de nuestras tendencias o inclinaciones —a la comida o a la bebida, al conocimiento, al amor, a la entrega a otras personas o a cierto ideal, al rendimiento o al éxito profesional o social, al descanso o a la diversión…— son modificadas por algo que les resulta apetecible o, más en general, conveniente.

Immutatio… appetitus ab appetibili significa algo así como una variación, excitación o despertarse de nuestra capacidad de anhelar, producida por el conocimiento de un bien deseable en el ámbito estético, ético, cognoscitivo, vital… y un gran etcétera.

Por defecto… o por exceso

 Interesa dejar claro desde ahora dos extremos que no suelen considerarse correctamente y cuya importancia estimamos fundamental, por lo que volveremos a analizarlos más de una vez y, de forma ya definitiva, en la parte final del escrito: 

  1. En primer término, que el anhelo que está en la base de nuestras emociones o afectos:

   1.1. No deriva forzosa y exclusivamente de lo que solemos entender como necesidad o indigencia: de comida, de cariño, de triunfos…

   1.2. Sino también de la tendencia provocada por nuestra propia abundancia o grandeza como personas, que nos inclina a buscar bienes más altos para nosotros mismos o para los demás: una mejor distribución de las riquezas, la implantación universal de medios que favorezcan la salud o ayuden a superar las enfermedades, la alegría o la felicidad de nuestros amigos, el consuelo para quienes sufren, etcétera.

Dicho de otro modo. Nuestras inclinaciones no son siempre el resultado de una carencia, sino, en muchos casos, de una sobreabundancia, correlativa a nuestra condición de personas. Tendemos a buscar y procurarnos lo que nos falta, pero también —y resulta más propiamente humano y más característico de la persona, aunque no sea lo más habitual— a dar o compartir aquello de lo que gozamos.

  2. Además, como explicaremos una y otra vez, lo que conmociona o mueve inicialmente nuestras tendencias es su propio bien, cosa que, de entrada, dota a la vida emocional con un signo afirmativo o bueno: es muy positivo experimentar emociones.

De complacencia…

 Conclusión inicial y muy relevante, que no debería perderse de vista a lo largo de todo el escrito: por sí misma, la afectividad es algo bueno, que ayuda —o debería ayudar— a un adecuado despliegue de la vida humana.

Su función, mientras hagamos un uso adecuado de ella, es la de reforzar y potenciar la energía y la constancia de los dinamismos gracias a los que obtenemos aquello que perseguimos y nos perfecciona como personas.

 1. Y, así, cuando después de un rato de estudio logramos resolver un problema que se nos atrancaba, el placer derivado de ese éxito nos anima a acometer la resolución de los siguientes. De manera análoga, la rabia que aviva en nosotros una situación injusta, activa las energías imprescindibles para acabar con esa iniquidad. O, por poner un último ejemplo, el recuerdo del gozo alcanzado cuando vencimos la pereza y nos lanzamos a escalar una montaña dura y escarpada, nos da fuerzas para intentarlo con otra de todavía mayor dificultad y riesgo.

 2. Como cualquiera puede advertir con solo examinar su propia vida, sin el refuerzo del placer, la ira o la memoria del gozo, es posible que no lográramos nuestros objetivos o no emprendiéramos otras empresas similares.

O de rechazo

 Eso no quita que puedan darse, y se den de hecho, sentimientos de tipo contrario: de repugnancia, temor, desdén, etc. Pero sí que apunta a algo muy interesante, que completa la idea de que la afectividad es buena.

A saber, que tales rechazos —o, en general, las emociones desagradables— no se producirían si no existiera en nosotros una aspiración global hacia lo bueno (a nuestra propia perfección, a la de las personas a quienes amamos y, hasta cierto punto, a la de todo el universo), que se concreta en multitud de inclinaciones a bienes más particulares y determinados.

Según sostiene Proust, en su En busca del tiempo perdido,

… si no hubiéramos sido felices, aunque no fuera más que gracias a la esperanza, las desventuras se verían privadas de crueldad.

V. La complejidad de nuestras emociones

 Con todo, si de momento hemos acudido a Tomás de Aquino es por el análisis que realiza del cúmulo de fenómenos que, normalmente, se desencadena cuando tiene lugar lo que él llama immutatio y nosotros podríamos traducir por impresión, excitación, impacto, choque o palabras similares.

Pensemos, por ejemplo, en lo que nos sucede al enamorarnos.

Tomás de Aquino distinguiría en este hecho —como en cualquier otro afecto, tomado ahora en la acepción más amplia— cinco o seis componentes o estadios, no necesariamente lineales ni sucesivos, sino, como casi todo lo que nos ocurre, mutuamente implicados unos en otros y con el conjunto de nuestra vida: mezclados, por decirlo de manera más sencilla.

 1. Impresión

  El primer elemento es justo el ya insinuado: la immutatio o impresión. Una alteración, cambio o excitación, que, en el caso del enamoramiento, puede ser muy densa, vehemente y notable, tanto por su intensidad y la diversidad de componentes como por las consecuencias que provoca en el resto de nuestra existencia.

El enamorado y la enamorada, impresionados por el encuentro con la otra persona, sufren un impacto y una transformación muy particular, que tal vez los amigos o conocidos puedan tomar a broma o convertir en objeto de burla, pero que él o ella advierten de manera irresistible como algo de gran trascendencia, capaz de imprimir un giro de 180º a todo lo que son, quieren, ambicionan y hacen.

Dos o tres puntualizaciones.

  1.1. En el ejemplo del enamoramiento, esta primera sacudida es seguida con frecuencia por una amplia serie de realidades distintas.

Pero no siempre ocurre así. Hay casos en que lo único que sucede es justo que sentimos algo: tristeza, congoja, desgana, alegría, entusiasmo, aburrimiento, exaltación, etc.

Y, por lo mismo, tal vez sea a esta impresión percibida en nosotros a lo que corresponda con más propiedad el término «emoción», «afecto», «sentimiento»… utilizados de momento como sinónimos.

  1.2. Añadimos todavía que, al utilizar el vocablo «impresión» no apelamos tanto a una percepción, sino también y sobre todo a cierto cambio (advertido) que algo o alguien imprime en nosotros.

 De ahí que palabras como «emoción» o similares suelan emplearse cuando descubrimos un golpe y una mudanza en nosotros.

Por el contrario, si lo percibido es que «seguimos como estábamos» —lo cual no suele advertirse sin cierto desarrollo de la capacidad de autoobservación, precisamente porque no hay cambio ni, con él, desconcierto o sorpresa—, hablaremos más bien de estado de ánimo.

  1.3. Parece que el núcleo del asunto al que acabamos de aludir —a saber: que la emoción no se reduce a mero conocimiento— queda bien recogido en expresiones del tipo: «la noticia (simple saber) me produjo una impresión extraordinaria (conmoción o sentimiento)»; «sí, la verdad es que tiene un novia muy guapa» (mera constatación cognoscitiva»), frente a: «al ver que ella se fijaba en mí, me puse a temblar como un tonto» (obviamente: conocimiento + impacto-y-conmoción… ¡y qué conmoción!).

Volveremos sobre todo ello.

 2. Afinidad o adaptación recíproca

Normalmente, esa primera impresión va acompañada y/o seguida de un conjunto de reacciones, cuya suma constituye la totalidad del sentimiento en su significado más pleno.

Manteniéndonos en el mismo ejemplo, al estremecimiento o choque que tiene lugar en nosotros y percibimos al enamorarnos se encuentra aparejada lo que Tomás de Aquino denomina coaptatio y hoy calificaríamos tal vez como una densa y honda empatía… o incluso algo más amplio y profundo.

Es decir, experimentamos una adaptación o afinidad entre la realidad que nos afecta —en este supuesto, otro ser humano— y nosotros mismos.

Y esto, de dos maneras fundamentales:

  2.1. Bien porque cambiamos y nos adecuamos a aquello que nos ha impactado.

  2.2. Bien —y es lo más común en el ejemplo propuesto: el amor-enamoramiento a primera vista— porque nos sentimos ya conformes o adecuados a la persona o realidad en cuestión… ¡y por eso nos impresiona tan hondamente y reaccionamos con tanta intensidad!

Al enamorarnos, la mutua conformidad resulta tan patente y repentina que nos parece descubrir una especie de armonía preestablecida entre quien experimenta la passio o el afecto (quien se enamora «con pasión») y la persona de quien ha quedado prendado o prendada.

Con palabras distintas: al margen de lo que ocurra más adelante, quien de veras se siente enamorado percibe que la otra persona es justo aquella a la que desde siempre había estado esperando (su media naranja, solía decirse, aludiendo de forma indirecta al mito de Aristófanes narrado por Platón) y piensa asimismo, no sin algo de razón, que ese ser maravilloso ha venido a la existencia justo para ella o para él. 

No se trata, pues, de una correspondencia coyuntural o aleatoria, sino de una afinidad casi absoluta, que difícilmente se percibe ni supone como resultado del azar.

 3. Complacencia-deseo

Y, entonces, tiene lugar lo más importante y característico del afecto: lo que en latín se denomina complacentia (complacencia).

En castellano solemos traducir este término como deseo; un vocablo que, por desgracia, no reproduce los matices del original latino.

¿Por qué?

Porque la totalidad de la emoción que venimos analizando podría describirse como un «sentirse tan con-forme, tan co-adaptado y, por eso, tan a gusto y dichoso… que uno quiere ir a más».

Pero, en ese complejo fenómeno, la complacentia latina subraya sobre todo «el placer de la mutua afinidad», la alegría de percibir que estamos hecho el uno para el otro o el haberse adaptado a lo que nos impresionó o, en su caso, nos turbó; mientras que el deseo castellano pasa como de puntillas por encima de este aspecto y acentúa sobre todo el anhelo de proseguir e intensificar esa afinidad, así como de aumentar el deleite que provoca: las ganas de unirnos más entre nosotros y hacer más prolongados y más hondos el gozo y la satisfacción que eso lleva consigo.

En cualquier caso, la complacencia o el deseo constituyen la característica más sobresaliente del afecto, hasta el punto de que los clásicos la utilizaron para definir el tipo más simple y elemental de respuesta afectiva: lo que, a partir de un determinado momento de la historia se llamó, dando a esta voz un sentido muy amplio, amor naturalis (amor natural, que hoy traduciríamos como inclinación acorde con la naturaleza de una realidad dada).

Tal vez, de momento, no haya que explicar más. Es tan obvia la presencia del deseo en cualquier amor… que muchos de nuestros contemporáneos reducen el amor, en la más alta de sus acepciones, al simple deseo de contacto físico.

Sí conviene repetir:

  3.1. Que el afecto que aquí ponemos como modelo es una emoción compleja y positiva.

Y no lo hacemos por mero gusto, sino que responde al hecho fundamental antes apuntado. A saber, que, considerada en sí misma, la afectividad es algo muy bueno.

Y, por consiguiente, que en la base de todo sentimiento —también de los más destructivos, aunque de manera indirecta—, se encuentra la atracción hacia un bien… que, en las circunstancias en que no se logre, origina precisamente esa sensación de tristeza o sinsentido y, en su caso, la ira que llevaría a eliminar lo que se opone a su conquista.

Pero si el ser humano no anhelara determinados bienes, tampoco podría sufrir y afligirse por el hecho de no alcanzarlos o de perderlos, como sucede, por poner un solo caso, con la salud.

  3.2. A lo que habría que agregar que en ese complacerse hay ya cierta modificación de la facultad y, por consiguiente, una emoción.

Con otras palabras: la confirmación de aquello que me ha impresionado o su rechazo constituye cierto movimiento o, mejor, la actualización o el desperezarse de la potencia o potencias que en cada caso se pongan en juego.

Normalmente, cuando se trate de personas, se actualiza la voluntad, que dice gozosa: «sí, es maravilloso que existas», así como un conjunto de apetitos sensibles, que disfrutan noble y notablemente con la belleza física de aquel o aquella que nos impresiona, con el timbre de su voz, su manera de andar o de sentarse o de mirar, de encender o coger un cigarrillo o llevarse una copa a los labios, etc.

 4. Tendencia

  Volviendo a la descripción que estamos realizando, si la complacentia es concebida básicamente como deseo, no extrañará que su consecuencia natural sea la intentio, también en su acepción etimológica de tender hacia (in-tendere).

Tras el impacto inicial, la advertencia de ese golpe y de la con-moción o movimiento interior que lleva consigo, florecen el conjunto de acciones que nos inducen a in-tentar unirnos de forma más plena con la realidad que nos afectó.

También ahora el lenguaje erótico —entendido en su sentido más noble— aporta un conocimiento suficiente de lo que acabamos de afirmar.

5. Placer-gozo

A continuación, si todo sucede como debería —que es una de las condiciones de un ejemplo no demasiado mal elegido—, la real posesión de lo deseado suscita en nosotros un nuevo sentimiento gratificante: un deleite o placer relativamente distintos y de ordinario más intensos que los experimentados hasta entonces, entre los que los clásicos incluían, como el más elevado de todos, el gozo o gaudium.

Un deleite que la tradición filosófica, lejos de rechazarlo, como a veces se sostiene, lo consideraba el culmen o complemento positivo indispensable de la afectividad. Según explica Roqueñi:

Tan importante considera Tomás de Aquino la energía y fuerza implícita en las emocio­nes que le lleva a afirmar que aquel anhelo o tendencia ya consumada —es decir, el deleite— perfecciona la operación humana como un fin comple­tivo, esto es, "en cuanto que a este bien que es la operación sobreviene otro bien, que es el deleite, que lleva consigo el sosiego del apetito en el bien presupuesto (… y, además) indirectamente, en cuanto el agente, al delei­tarse en su acción, atiende a ella con más vehemencia y con mayor soli­citud la ejecuta" [7] .

6. Quietud o reposo

Por fin, con la alegría del anhelo satisfecho se restablece la paz, reposo o quietud (la quies latina), que es la respuesta última a la inicial immutatio.

Algo que probablemente no habrá sucedido al lector que deseara una explicación acabada de lo que es una emoción o sentimiento, pues en estas líneas solo hemos pretendido esbozar algunos de sus rasgos más comunes… sin ni siquiera cuidar la pulcritud de los elementos considerados.

Poco, muy poco, es lo dicho; y muchísimo lo que resta por agregar e incluso por corregir.

VI. Cuando el amor no es un sentimiento

… en las antípodas del término de llegada

 Solo para dejar constancia de hasta qué punto la cuestión es compleja y en muchos casos se aleja del modelo que hemos bosquejado, copiaremos, y glosaremos con pocas palabras, algo de lo que Scola escribe inmediatamente después de examinar, a su manera, lo que aquí hemos expuesto con términos propios.

Tal vez de este modo comencemos a advertir algo cuya importancia no cabe exagerar y que se irá aclarando a lo largo del estudio.

A saber:

  1. Que el amor correctamente comprendido o en su acepción más propia —que la mayoría de nuestros contemporáneos calificaría como un sentimiento (más aún, como el sentimiento por antonomasia, el sentimiento supremo)—, se muestra como algo muy distinto: no como un sentimiento o afecto que nos sucede, sino como un acto o una acción de la voluntad que nosotros realizamos o ejercemos y manifiesta, incrementa y completa nuestra grandeza como personas.

  2. Y que, por eso mismo, goza de unos caracteres que, sin anular la legitimidad de lo visto hasta el momento, deben considerarse contrarios a lo hasta ahora apuntado.

  3. Repetimos: si los sentimientos son más bien una re-acción pasiva o re-activa, el amor es fundamentalmente una acción… bastante activa, por tanto, aunque vaya precedido y seguido, y en parte esté provocado por los atractivos de la persona amada, las emociones que despierta en nosotros y un cúmulo de otras realidades.

Al respecto, no puede ser más certero el juicio de Marías:

Cuando niego que el amor sea un sentimiento, lo que me parece un grave error, quizá el más difundido, no niego la importancia enorme de los sentimientos, incluso de los amorosos, que acompañan al amor y son algo así como el séquito de su realidad misma, que acontece en niveles más hondos [8] .

Para entendernos mejor

 Aquí es donde se manifiesta del modo más virulento el problema terminológico, que es también conceptual: de comprensión; y por eso pedimos un poco de atención extra… o de paciencia, si por ahora no se entiende del todo lo que estamos exponiendo.

Pero advertimos que, en cierto modo, el análisis que ahora comenzamos cumplirá su cometido si, al término, sabemos distinguir correctamente entre los dos significados del término amor (el amor-sentimiento-pasivo y el amor-acto o amor electivo o personal)… que normalmente se utilizan de manera indistinta, con el conjunto de problemas teóricos y vitales que ese error lleva consigo.

Resumimos de nuevo:

 1. Lo que durante siglos se ha conocido como pasión no corresponde a lo que hoy calificamos primariamente con ese vocablo. El termino pasión se reserva en la actualidad a un tipo particular de sentimiento o excitación: muy fuerte, intenso, vehemente y ardoroso (apasionado), aunque no necesariamente duradero, sino más bien al contrario.

 2. A su vez, tal como vamos a exponerlos a partir de ahora, por estimar que es lo más pertinente:

  2.1. Los afectos, emociones o sentimientos deben concebirse como una pasión (en el sentido clásico y pasivo de ser-afectado) y una re-acción o conjunto de re-acciones también pasivas o, al menos, in-voluntarias.

  2.2. Mientras que el amor, en su acepción más propia y noble, es el acto por antonomasia de libertad inter-personal y, como consecuencia, resulta siempre mucho más activo que pasivo o re-activo.

(Insistimos en que no hay que preocuparse por no entender o no estar de acuerdo con nuestras afirmaciones. Más adelante expondremos con calma lo ahora solo apuntado).

«Amor» re-activo (o pasivo) y amor activo

 Reiteramos, para evitar confusiones y no empobrecer la riqueza de la afectividad —y porque con bastante frecuencia ni se alude a ello—, que existen dos tipos de amor muy diferentes, que a menudo se mezclan y con-funden en el pensamiento y en la vida de cualquier persona.

A uno de ellos —el amor como pasión, afecto o sentimiento, conocido también como amor de deseo o inclinación— nos hemos referido principalmente hasta ahora.

En los párrafos que siguen queremos dejar claro, por el contrario, que en los dominios de la voluntad existe, además, otro género de amor, llamado normalmente amor electivo o propiamente personal, y apuntar algunos de los caracteres que lo diferencian del de deseo.

Y más adelante profundizaremos en la naturaleza de ambos y en lo que los distingue entre sí.

El «otro» amor

 1. Un amor distinto

  Así presenta Scola esta dualidad:

Sobre esta base elemental [lo que hemos considerado en párrafos anteriores] se inserta […] un segundo nivel del afecto que genera una respuesta libre y querida de amor [9] .

Esa respuesta no es, por tanto, algo que el sujeto padece o ante lo que re-acciona sin apenas poner nada de su parte. Sino que, según veremos, constituye el mayor y más autónomo acto de libertad que un varón o una mujer pueden llevar a cabo y, en consecuencia, el modo de obrar más pleno y activo y el que más los perfecciona y, derivadamente, el que engendra mayor felicidad.

Esto, que tiene lugar en cualquier acto de auténtico amor, se manifiesta con más claridad en los casos en que, por los motivos que fuere, se ama y busca eficaz y efectivamente el bien para una o más personas que nos producen repugnancia, nos son antipáticas o, incluso, nos han hecho algún daño real de más o menos calibre… que nos inclinaría a no amarlas ni buscar su bien.

 2. Ejercicio supremo de libertad

Prosigue Scola, y no importa que se entienda bastante poco, ya que será estudiado de nuevo más adelante:

Es el nivel de la voluntas ut ratio [del ejercicio de la voluntad una vez que ya ha intervenido y deliberado el entendimiento o razón], en que el amor se convierte en una elección [activa] libre y consciente [10] .

Y añade:

Tomás lo llama amor de dilectio o de benevolencia precisamente porque sigue a una electio [11] .

Es decir, a una elección, considerada por algunos como la máxima manifestación del obrar libre. Cuestión que, de nuevo, se muestra más patentemente cuando —¡porque queremos, poniendo en juego nuestra libertad!— decidimos hacer un bien a alguien por quien no sentimos una particular inclinación o que incluso nos repele: ayudar a levantarse al jugador que durante un partido nos ha puesto intencionadamente una zancadilla, a consecuencia de la cual también él ha caído al suelo; prestar unos apuntes a un compañero o compañera que, tiempo atrás, no quiso dejarnos los suyos; apoyar a un colega que nos hizo una jugarreta, etc.

3. Acto por excelencia

  Aquí se marca la contraposición a la que desde hace un rato pretendemos referirnos y que estimamos muy importante tener en cuenta, entre otros motivos, porque —como dijimos— la distinción entre los dos significados del amor se ignora habitualmente en nuestra cultura, con consecuencias vitales a veces muy graves y dolorosas:

Si el amor de deseo es una passio afectiva [algo que se padece sin poderlo eludir: un sentimiento], el amor electivo es elección efectiva [un acto].

O, con términos equivalentes y ya utilizados:

  3.1. Los afectos, emociones o sentimientos son, en su núcleo más íntimo y primordial, pasivos o/y re-activos.

  3.2. Por el contrario, el amor en su acepción más rigurosa —que esbozaremos poco a poco y hemos tratado con detenimiento en otros escritos [12] —, es eminentemente activo: la operación suprema y supremamente autónoma, eficiente… y libre; y de ahí que el amor, en este segundo sentido más propio y elevado, jamás puede coaccionarse.

Todo lo anterior se manifiesta con claridad también en otras situaciones, en que la mujer o el varón hacen que su libertad —la elección de un modo particular de obrar— prevalezca sobre sus inclinaciones espontáneas, entre las que figuran los sentimientos. Las palabras que siguen, referentes al perdón —máxima expresión de amor, por otra parte—, tal vez nos ayuden a entenderlo:

Las heridas no curadas pueden reducir enor­memente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprenden a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede pa­recer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Solo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas ex­periencias.

Hace falta descubrir las llagas para poder lim­piarlas y curarlas. Poner orden en el propio inte­rior, puede ser un paso para hacer posible el per­dón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos re­nunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estre­chamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico. Se puede per­donar llorando.

Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordi­nariamente su amargura, y puede ser que desapa­rezca con el tiempo. “Las heridas se cambian en perlas” [13] .

 4. Y estrictamente personal

  Sin esta doble consideración, viene a concluir Scola, toda doctrina sobre la afectividad quedaría coja, incapaz de explicar lo que es el ser humano en una de sus dimensiones esenciales —la emotividad, los sentimientos o afectos, entre los que hoy se engloba el amor— y de enseñarle a utilizarla para su propio bien y, sobre todo, para el bien de quienes lo rodean… esencial asimismo para su propia felicidad.

¿Por qué motivos?

En esencia, porque el amor auténticamente humano y personal no pertenece a la esfera de lo que esbozamos antes (la pasión, el sentimiento… que uno padece sin poder resistirse), sino que, como estamos insinuando, se coloca en sus antípodas: es el acto más libre y activamente activo que puede ponerse en acto —algo parecido al perdón que ha servido de ejemplo—… aunque a menudo, como apuntamos, vaya también precedido de una atracción ejercida sobre la voluntad y sobre los apetitos sensibles.

De todos modos, ahora nos interesa seguir esclareciendo en qué consisten los afectos o sentimientos propiamente dichos.

 ·- ·-·-······-·
Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles



[1] Como puente entre esta afirmación y el apartado que sigue sirvan estas palabras de Lukas: «Pero al espíritu investigador del hombre no le gusta lo desconocido. Cuando no puede explicar una cosa, procura al menos ponerle un nombre; y cuando algo recibe un nombre empieza a tomar forma» (Lukas, Elisabeth, Tu familia necesita sentido, Ed. S.M., Madrid 1983, p. 12).

[2] Frankl, Viktor, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 2004, p. 71.

[3] Moliné, María, Diccionario del uso del español, Gredos, Madrid 1982.

[4] Cit. por Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro, Madrid 1989, p. 14.

[5] Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro, Madrid 1989, p. 14.

[6] Que es lo que esbozaré dentro de unos momentos, en el apartado: 5. La complejidad de nuestras emociones.

[7] Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 44.

[8] Marías, Julián, La educación sentimental, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 26.

[9] Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro, Madrid 1989, p. 22.

[10] Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro, Madrid 1989, p. 22.

[11] Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro, Madrid 1989, p. 23.

[12] Cfr. por ejemplo, Melendo, Tomás, El verdadero rostro del amor, Eiunsa, Pamplona 2006; Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed. 2002.

[13] Burggraf, Jutta, «Aprender a perdonar», en Otero<, Oliveros (Coord.), Retos de futuro en educación. Aprender a perdonar, EIUNSA, Madrid 2004, pp. 164-5.



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