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Elogio de la afectividad (1): Introducción
por
Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles
El estudio de la afectividad lleva aparejados varios problemas, que se convierten en insuperables si no los sacamos a la luz e intentamos ponerles remedio
|
I. ¿Es
posible conocer la afectividad?
Los obstáculos
a la afectividad podrían resumirse en tres:
1.
Complejidad
La afectividad
se nos presenta como una realidad difusa, compleja y global, que empapa toda
nuestra persona.
No obstante,
tenemos que estudiarla de forma analítica, paso a paso, aislando elementos que
solo gozan de vida y ejercen su función en el conjunto de la vida de cada ser
humano.
Es como si
tomáramos la fibra de un tejido o de un órgano, la examináramos separadamente…
y pretendiéramos estar conociéndolos —la fibra, el tejido y el órgano— de manera
correcta y definitiva.
2.
Ignorancia de las causas o motivos
En relación
con los fenómenos emotivos o pasionales, y con sus síntomas o manifestaciones,
es fundamental distinguir entre la causa y/o el motivo de los mismos: pelar cebollas
puede ser la causa de que se me salten las lágrimas, a pesar de estar
muy contento; la muerte de una madre o de un amigo sería, con toda razón, un motivo
de tristeza, que también puede provocar el llanto.
Pero no solo
solemos ignorar esa diferencia clave, que más tarde explicaremos; sino que, con
demasiada frecuencia, la relación entre causa y efecto o motivo y
efecto —es decir, entre lo que ha originado un sentimiento o emoción y el
sentimiento en sí mismo— no se nos presenta lo bastante clara, o incluso la
desconocemos por completo.
Y como el ser
humano tiene una tendencia relativamente desarrollada a entender la realidad
explicando o descubriendo sus fundamentos, cuando esto resulta imposible o muy
arduo, el saber obtenido también es bastante pobre.
3.
Dificultades con el lenguaje…
Además, está el problema de
la terminología. No solo el general, que atañe a todo intento de expresión a
través del lenguaje articulado, y el específico de su uso en la vida sentimental,
de por sí más bien imprecisa; sino una dificultad añadida, muy propia de nuestra
época.
De momento, nos
limitamos a esbozar esta última, por una razón muy particular: porque algo de
lo que ocurre con el lenguaje sucede también con los sentimientos y con sus
causas y/o motivos. Se apuntará a medida que desarrollemos la cuestión.
3.1. En
relación con el lenguaje, los tiempos más recientes han visto cómo las palabras
adquirían una importancia y autonomía que no habían tenido durante siglos. En cierto
sentido, ya no son propiamente un vehículo que conduce nuestra inteligencia
hacia la realidad que pretende transmitirnos quien nos habla o escribe,
sino un punto de llegada, algo sustantivo o consistente, que vale por sí mismo,
con independencia del conocimiento y las realidades o fenómenos que lo
sustenten.
O, dicho de
otra forma: casi sin darnos cuenta, nos hemos acostumbrado a quedarnos en
las palabras. De un tiempo a esta parte, el lenguaje se ha absolutizado,
dando lugar a una especie de mundo cerrado y autónomo: cuando alguien nos habla
o cuando leemos un escrito, en vez de dirigir nuestra mirada y capacidad de
comprensión hacia las realidades que nuestro interlocutor piensa y
conoce efectivamente, nos detenemos —casi sin advertirlo— en las palabras
mismas… como si estas fueran la más auténtica realidad (efecto que se ve
incrementado también por la existencia de realidades virtuales).
Expuesto
todavía de otra manera: hoy día, los seres humanos pensamos que conocemos algo
cuando entendemos o podemos repetir más o menos de memoria un conjunto de afirmaciones
sobre ese determinado hecho o situación, cuando tenemos algo que decir acerca
de ellos. Pero no solemos prestar atención a la realidad misma de ese otro algo
que hay más allá de las palabras y al que estas deberían conducirnos.
Una de las más
graves derivaciones de este hecho, bastante fácil de comprobar, es que el
lenguaje se ha convertido tal vez en el instrumento de mayor alcance para
manipular el conocimiento y la conducta: para transformar una realidad en otra,
simplemente alterando los términos utilizados; para confundir a las personas;
para hacer pasar como de ley una mercancía averiada o viceversa…
¿Consecuencias?
El uso fraudulento de los vocablos y expresiones, la manipulación del lenguaje,
conduce a bastantes personas a dar por bueno lo que, si se expresara de la manera
adecuada y pudiera ser bien conocido, sin duda sería rechazado. O, al
contrario, hace que se convierta en desagradable o en tabú lo que por sí mismo
no lo es.
Las escaramuzas
decisivas entre lo políticamente correcto e incorrecto, por poner un solo caso,
se desarrollan muy a menudo en el campo de batalla del lenguaje.
3.2. De
modo análogo, y más relevante para los fines de este estudio, los sentimientos
y los estados de ánimo se han transformado en lo importante, sin tener
en cuenta lo que los ha inducido, que es lo que en realidad determinaría su
valor y su conveniencia o inconveniencia.
Componen
también una suerte de mundo separado y concluso. Hoy importa más si me siento
alegre o triste que la causa o el motivo de uno u otro sentimiento.
Pero, de hecho,
la simple emoción no dice mucho por sí misma: es correcto, e incluso un deber,
que llore cuando se ha muerto un ser querido y que me alegre por el triunfo
profesional de un amigo; mientras que no sería bueno ponerme contento, por
envidia, cuando el mismo amigo fracasa o cuando fallece una persona, incluso
aunque estuviera convencido de que ese individuo daña a la nación, a otros
ciudadanos, a mi familia, etc.
4. Y posible
solución
Todo lo cual
inclina a sostener que, en la actualidad, antes de comenzar cualquier estudio o
conversación, o conforme se va desarrollando, conviene llegar a un acuerdo
sobre el significado de los términos que se utilizan: de lo contrario, aquello
puede convertirse en un diálogo de sordos… o, lo que casi es peor, en un debate
televisivo.
Con otras
palabras: ponerse de acuerdo sobre el significado de los distintos vocablos y expresiones
es algo que debe cuidarse con gran esmero y, muchas veces, la clave para
entenderse mutuamente. Lo iremos haciendo a medida que avancemos en nuestros análisis;
y, sobre todo, intentaremos dejar claro lo que entendemos por afectividad.
Pero tanto o
más importante es que, desde este mismo instante, te empeñes en ir más allá de
las palabras y frases. Más concretamente, que, en lugar de intentar aprender lo
que ellas dicen, te esfuerces por descubrir y conocer la realidad que
está por detrás y a la que remiten: los sentimientos; y que, de manera
análoga, pongas todo tu empeño en averiguar de dónde o de qué deriva
una determinada emoción o estado de ánimo.
O, si quieres
que lo exponga con términos más operativos y cercanos: que no plantees la tarea
que te dispones a afrontar como el estudio de una especie de asignatura,
sino como una incursión en un aspecto relevante de toda existencia humana y,
más en particular, de la tuya.
Estudiar una
nueva asignatura no tiene a veces demasiado interés; conocer los recovecos
de tu vida afectiva, y saber así un poco más de ti mismo y de cuantos te
rodean, puede resultar apasionante.
Más sobre el
lenguaje
Lo
negativo
A todo lo anterior se añade
un hecho comprobado desde antiguo, al que ya aludimos: la ambigüedad del
lenguaje.
Esto significa:
1. Que
el lenguaje nunca es unívoco: una palabra para designar una realidad.
2.
Sino análogo: una misma palabra indica dos o más realidades
relativamente similares, pero no idénticas.
3. O equívoco:
una palabra señala dos o más realidades… que no tienen nada que ver entre sí.
Es decir, que,
según el período histórico, la situación geográfica, las costumbres al uso y la
propia biografía, un mismo término adquiere matices y significados distintos e
incluso opuestos.
O, visto desde
el otro lado, que la misma realidad puede nombrarse de maneras muy diferentes.
Uno de los
ejemplos más claros de esto último —dos o más voces para indicar lo mismo— lo
ofrece el tema que ahora empezamos a estudiar.
3.1. Para
designar una emoción se utilizan términos tan distintos como «pasión»,
«afecto», «sentimiento» o, de forma más genérica y difusa, «vivencia».
3.2. Y,
según los autores y las escuelas, esos vocablos pueden significar exactamente
lo mismo o tener cada uno matices propios que lo diferencian de los otros.
Lo
positivo
A pesar de
todo, el lenguaje es el medio principal del que disponemos para comunicarnos. Y
no es tan malo como a veces pensamos o lo antes expuesto pueda haber llevado a
creer. Incluso las imprecisiones a que acabamos de aludir ayudan a menudo a captar
determinados aspectos de las realidades a que se refieren.
Al tratar de la
afectividad, sobre todo al compararla con otros fenómenos más localizados, el
uso del idioma debería servirnos de entrada para advertir su carácter global
y omniabarcante: el hecho de que, al margen de su causa o motivo, afecte
o impregne a toda la persona.
Y, así, cuando
digo que me duele la cabeza o el estómago, que me han dado una
buena noticia, que siento una especie de pinchazo en el corazón, que
he conocido a una persona amena o pesada, que la situación nacional es
desastrosa o que está mejorando, que la hipocresía gana terreno en el
mundo de hoy…, aquello a lo que me refiero es siempre algo particular y hasta
cierto punto localizado, en mí o en el mundo: la cabeza, el corazón, el
estado de la nación, un conocido, la sociedad actual, etc.
Por el
contrario, si afirmo que (yo) estoy eufórico; que me siento
desencantado o pletórico; que (yo) estoy hundido o deprimido; que el
balance económico de la empresa me descorazona, que el dolor de estómago
prolongado acabó por bajarme el tono vital, que esta acumulación
de ejemplos empieza a ponerme nervioso y a cansarme…, de un modo
u otro y con mayor o menor fuerza estoy indicando que lo implicado en lo que
expreso soy todo yo, mi entera persona.
Sensación ≠
sentimiento
Por tales
motivos, solemos hablar de una sensación de dolor o de placer, en
principio, localizados; mientras que a la depresión, la euforia, el desencanto,
la apatía, la felicidad… los llamamos sentimientos, estado de ánimo, y con
expresiones similares, justo para indicar que afectan difusamente a todo
nuestro ser: pues «ánimo» se encuentra etimológicamente emparentado con alma, y
con el alma, en el lenguaje habitual, se suele apuntar a toda la persona.
Así lo explica
Frankl en su famoso ensayo El hombre en busca de sentido, en relación
con el dolor:
El sufrimiento
humano actúa como un gas en una cámara vacía; el gas se expande por completo y
regularmente por todo el interior, con independencia de la capacidad del
recipiente. Análogamente, cualquier sufrimiento, fuerte o débil, ocupa la
conciencia y el alma entera del hombre. De donde se deduce que el “tamaño” del
sufrimiento humano es absolutamente relativo. Y a la inversa, la cosa más
menuda puede generar las mayores alegrías [2] .
¿Una causa
para cada sentimiento?
El análisis del lenguaje nos
ayuda también a advertir la falta de relación estricta entre lo que se supone
que tendría que ser el motivo de un sentimiento, emoción o estado de ánimo y el
efecto realmente producido. O, con palabras más sencillas: a veces sabemos por
qué nos sentimos de un modo u otro, pero es más corriente que lo ignoremos o no
lo tengamos del todo claro.
1. Por
ejemplo, a menudo somos conscientes de que unas buenas calificaciones, un éxito
profesional, el chico o la chica que acabamos de conocer, el aumento de sueldo
o la comprensión de un problema constituyen la razón de que estemos más
optimistas y veamos el mundo de color rosa.
2. Pero
con mayor frecuencia aún se escuchan afirmaciones del estilo:
2.1. «Hoy
todo me ha salido redondo en el trabajo y, sin embargo, estoy más desanimado
que ayer»; «a pesar del dolor de cabeza casi insoportable, me siento muy optimista»;
«el espectáculo era descorazonador, pero yo me iba creciendo ante los obstáculos»…
1.2. O,
en otro ámbito cercano: «no tengo ni la menor idea de por qué me encuentro tan
deprimido y con tantas ganas de llorar»; «no había cambiado nada en nuestra relación,
pero rebosaba felicidad por todos mis poros»; «anoche me invadió una alegría
desproporcionada, que no sé cómo explicar», «no consigo ni imaginar el motivo
de que aquella actuación, aparentemente normal, me conmoviera hasta lo más
íntimo»…
Todo lo cual es
síntoma y prueba de lo que por ahora pretendemos poner de relieve: que a menudo
ignoramos el origen de nuestros sentimientos, emociones, estados anímicos,
etc.; y, como consecuencia, que se nos hace muy difícil comprender a fondo en
qué consiste la afectividad.
II. ¿Cómo
abordar su estudio?
Siendo esta la
situación, bastantes de las orientaciones que suelen ofrecerse para indagar
adecuadamente en torno a cualquier realidad humana —la persona, la libertad, el
amor…— alcanzan aquí una resonancia muy particular, por lo que deben seguirse
con mayor atención e interés.
La visión de
conjunto y el «oído atento al ser de las cosas»
En concreto, nunca conviene
olvidar que aquello que se estudia posee un contexto determinado o forma parte
de un todo más amplio y complejo, que nunca lograremos conocer por completo,
pero debe ser muy tenido en cuenta, porque es lo que confiere el significado
definitivo a cada uno de los elementos que lo integran. Y en el caso de los
sentimientos esas precauciones han de llevarse al extremo; de lo contrario, nos
perderemos en divagaciones ajenas a la realidad.
Dicho con las
menos palabras posibles: al analizar cualquiera de los componentes del mundo
afectivo nunca deberíamos perder de vista la entera persona en la que esos fenómenos
tienen lugar.
Como ya
apuntamos, el estudio directo, pleno e inmediato de la afectividad en
su totalidad, como algo global que empapa y matiza cuanto somos y hacemos,
resulta imposible para un entendimiento limitado, como el nuestro:
necesariamente debemos avanzar por etapas, analizando unos factores que, al
aislarlos, impiden descubrir su auténtica naturaleza y el papel que les
corresponde en el conjunto de cada persona, sin la que nada son ni ejercen
función alguna.
Por eso, desde
el primer instante, hemos de procurar mantener bien visible el horizonte sobre
el que se recorta cada uno de los elementos considerados —la vida íntegra de la
persona—, pues solo de este modo nos acercaremos a su significado definitivo.
Y todo ello, de
una forma muy peculiar y acentuada, que no cabe identificar sin más con lo que
ocurre al reflexionar sobre otras realidades.
Algunos
casos diversos, para realzar el contraste
Y es la
afectividad es muy distinta de las restantes esferas del obrar humano. En los
demás casos, resulta más sencillo definir la actividad propia de determinados
órganos o facultades.
Esto es
facilísimo cuando se trata de miembros físicos, como los pies o las manos, o
incluso de órganos sensibles, como el oído, la vista, el tacto, etc.
En otras
circunstancias se torna algo más complicado, pero siempre menos que cuando
investigamos la afectividad. Señalamos un par de casos entre los que no
resultan tan simples ni tan complejos: la voluntad y la inteligencia.
1. Aunque
es cierto que la voluntad no puede ser plenamente comprendida si prescindimos
de su sujeto —la persona humana—, también lo es que cabe hacer afirmaciones
sobre ella con relativa independencia del resto de las potencias
o facultades de la persona.
1.1. Por
ejemplo, resulta legítimo sostener —aunque hoy suela olvidarse— que el acto más
propio y característico de la voluntad es amar: querer el bien para
otro, afirmarlo en su ser, decirle un sí sin condiciones.
1.2. O
que, en cierto modo, la voluntad lleva las riendas de toda la persona y la va
convirtiendo en buena o mala, honrada o deshonesta,
cruel o compasiva…, moviéndola a obrar de una u otra manera.
2. Y
algo análogo ocurre con nuestra inteligencia:
2.1.
Tampoco puede entenderse del todo sin apelar a los sentidos externos e
internos, como la memoria y la imaginación, a la propia voluntad y a los
afectos…
2.2.
Pero cabe señalar una actividad como la más específica de ella: entender,
conocer-comprendiendo; y también unos caracteres definidos e inconfundibles,
que la distinguen de los sentidos o, en otra esfera, de posibles entendimientos
más perfectos, como el de los ángeles o Dios, según sostiene la religión
cristiana, o el de otros seres también superiores, en el decir de distintas
tradiciones o de lo que hoy se encuadra en la expresión ambigua de ciencia
ficción o en la tampoco muy precisa de esoterismo.
Volver una y
otra vez sobre lo ya aprendido
Por el
contrario, la afectividad engloba un sinfín de potencias y facultades,
atracciones, desganas y repulsas, actos y reacciones o resonancias de esos
actos, aspectos físico-orgánicos, psíquicos y espirituales… que, por separado,
expresan algo de sí mismos, pero prácticamente nada de los sentimientos
o emociones, de los estados de ánimo, del tono vital característico, tal como
los experimentamos día a día.
De ahí la
necesidad de mantenerse en estado de espera a medida que vamos adquiriendo las
primeras nociones sobre este tema, de contrastarlas constantemente con lo que
cada uno vive y de que, tras cada adquisición de un conocimiento de cierta
envergadura, se repasen los anteriores, con el fin de integrarlos en la nueva
visión y de hacer que lo recién aprendido adquiera mayor precisión y relieve.
Pero no solo
parece conveniente realizar esa tarea de revisión continua, sino incluso
abordar el análisis de la afectividad en dos fases sucesivas:
1. Una
inicial, para conocer los elementos y mecanismos imprescindibles que nos
permitan indagar en las emociones y sentimientos y empezar a comprenderlos.
2. Y
otra, posterior, en la que se determine la naturaleza, el alcance y el papel de
cada una de esas piezas y se obtenga un panorama global y mínimamente adecuado
de la vida afectiva.
Sin duda, este
modo de enfocar el asunto lleva consigo algunas repeticiones, que, aunque
inevitables, pudieran provocar cierto cansancio o aburrimiento. Máxime cuando,
por tratarse de cuestiones que pueden resultar ajenas a los planteamientos habituales,
más de una vez volveremos sobre lo ya visto, con la intención de agregarle un único
nuevo matiz, para más adelante estudiarlo de nuevo y reforzar lo ya sabido o
añadir otra dimensión inédita o antes solo esbozada.
Como
contrapartida, la comprensión de la afectividad, una vez adquirida o en la
medida en que se va logrando, otorga al hombre de hoy un saber de sí mismo y de
sus congéneres muy superior al que obtiene mediante el estudio de las restantes
esferas del ser humano.
De hecho, y
según nos enseña la experiencia, la vida sentimental implica de tal manera a la
totalidad de la persona que su estudio constituye la mejor vía para llegar a comprender
al varón y a la mujer, también en sus diferencias y complementariedad recíprocas,
sin dejar de lado ningún elemento o aspecto significativo.
III. «Un»
punto de partida
«Uno» entre
muchos
El
entrecomillado del «un/uno» pretende sugerir que, en cierto modo, el análisis
que se va a bosquejar podría ser sustituido por bastantes otros… y
relativamente distintos.
¿Por qué?
Porque solo
aspira a que el lector compare lo que aquí se expone con su propia experiencia
y se haga una idea inicial de lo que entendemos por emociones y
sentimientos. Para que después, una vez logrado ese acuerdo de base,
profundicemos poco a poco, hasta entender mejor la vida sentimental.
La consecuencia
es que nadie debería desanimarse por no alcanzar una plena comprensión de lo
que estudia… o por estar en desacuerdo con ello. Basta con que el asunto le vaya
resultando familiar y no del todo ajeno a su propia vida vivida.
De momento,
tampoco nosotros pretendemos exponerlo de forma rigurosa y acabada.
Lo que dicen
las autoridades
Así planteada
la cuestión, y puesto que podríamos comenzar por cualquier lado, veamos lo que
sostienen un par de autores contemporáneos, especialistas en el uso del lenguaje.
1. María
Moliné, en su Diccionario del uso del español, escribe:
Afecto. (Del lat. “affectus”,
participio de “affícere”, poner en cierto estado, de “fácere”, HACER; v. “desafecto”.)
® En sentido
amplio, *sentimiento o *pasión. Cualquier estado de ánimo que consiste en
alegrarse o entristecerse, amar u odiar: 'Los afectos que mueven el ánimo'.
(“Sentir, Tener; Cobrar, Coger, Tomar”) [3] .
2. A su vez, en una de las últimas ediciones de su Diccionario, Zingarelli define el afecto
como:
Cualquier
modificación de la conciencia del yo debida a la acción de algo o de alguien
fuera de mí [4] .
3. Un
tercer experto —Scola—, ahora en el ámbito de la filosofía, aporta algunos
datos complementarios y un poco más complicados.
En concreto,
comenta que la definición de Zingarelli
… conserva la
sustancia del significado etimológico de la palabra latina afectio. Esta
deriva de afficere y con ella se conecta affici aliqua re (ser
afectado por algo). El significado más elemental es ser afectado por algo que
está fuera del yo (ej.: affici aegritudine = ser afectado por una
enfermedad). La experiencia afectiva aparece entonces en el plano fenomenológico
como una modificación del sujeto dependiente de una provocación exterior [5] .
La verdad es
que, si reflexionamos un poco, esto es lo que experimentamos cuando decimos que
algo nos ha afectado, que nos turba, excita o conmociona. Advertimos que el conocimiento
de una realidad provoca en nosotros una especie de trepidación interior, a la
que normalmente siguen, como en cadena, otro cúmulo de experiencias y/o actividades…
y nuevas sacudidas, actuaciones, vivencias, etc.
Una
puntualización
Adelantamos ya
que la definición de Zingarelli tiene un límite muy claro. Y es que parece
reducir el fenómeno completo de la emoción a la simple
conciencia, al mero conocer.
1. Da
la impresión de que, al emocionarnos, se diera un único cambio: el de nuestra
percepción o conocimiento. Y es cierto que toda emoción o estado de ánimo se
forja sobre la base de una percepción, de una imaginación, de un recuerdo, de
la anticipación de un futuro que nos atrae o repele… Pero esto es más bien algo
previo al sentimiento en cuanto tal.
2. Pues,
en realidad, todos advertimos que, cuando me turbo o conmuevo, además del
simple saber y como consecuencia de él, otra cosa ha variado en mí y que
ahí radica propiamente la emoción: por ejemplo, tras conocerlos y
recordarlos, descubro que soy atraído por alguien o que algo me produce
repugnancia, que la carne se me ha puesto de gallina o el pulso se me ha
acelerado, que el corazón late con más fuerza y rapidez o, al contrario, que me
quedo sin voz o sin aliento…
Y, además —en
este extremo fundamental acierta Zingarelli—, soy bastante consciente de todos
o buena porción de esos cambios, aunque los perciba con cierta confusión.
Y dos modos
de entender los sentimientos
Por otro lado,
solemos hablar de sentimientos, emociones o, más aún, de afectividad, de dos
maneras:
1. O
para referirnos fundamental o exclusivamente a lo que aquí acabamos de llamar
afecto y, todavía más en particular, al impacto y la conmoción inicial
que uno experimenta y, en todo caso, a la re-acción inmediata que le sigue… y
basta.
2. O
para aludir a eso y al cúmulo de fenómenos que una emoción,
sentimiento o estado de ánimo suele llevar consigo: reacciones, actividades,
nuevos sentimientos, más y más operaciones, etc. [6]
IV.
Descripción inaugural: el afecto como pasión
Para empezar a
describir ese conjunto, y aunque de entrada resulte extraño, acudiremos a un
filósofo clásico, adaptando su lenguaje a un modo de expresarse más actual.
Tomás de Aquino
define el afecto de manera muy similar a Zingarelli: como «una passio,
una pasión».
¿Por qué? Pues
porque considera las emociones «como el efecto particular de un agente sobre un
paciente: passio est effectus agentis in patiente».
En este sentido
el afecto sería, antes que nada, la modificación o impresión que algo deseable
produce sobre el apetito.
Con otras
palabras: el tipo básico de emoción es el que tiene lugar cuando una o más de
nuestras tendencias o inclinaciones —a la comida o a la bebida, al
conocimiento, al amor, a la entrega a otras personas o a cierto ideal, al rendimiento
o al éxito profesional o social, al descanso o a la diversión…— son modificadas
por algo que les resulta apetecible o, más en general, conveniente.
Immutatio…
appetitus ab appetibili significa algo así como una variación, excitación o despertarse de
nuestra capacidad de anhelar, producida por el conocimiento de un bien deseable
en el ámbito estético, ético, cognoscitivo, vital… y un gran etcétera.
Por defecto…
o por exceso
Interesa dejar
claro desde ahora dos extremos que no suelen considerarse correctamente y cuya
importancia estimamos fundamental, por lo que volveremos a analizarlos más de
una vez y, de forma ya definitiva, en la parte final del escrito:
1. En
primer término, que el anhelo que está en la base de nuestras emociones
o afectos:
1.1. No
deriva forzosa y exclusivamente de lo que solemos entender como necesidad
o indigencia: de comida, de cariño, de triunfos…
1.2. Sino
también de la tendencia provocada por nuestra propia abundancia o grandeza
como personas, que nos inclina a buscar bienes más altos para nosotros mismos o
para los demás: una mejor distribución de las riquezas, la implantación
universal de medios que favorezcan la salud o ayuden a superar las
enfermedades, la alegría o la felicidad de nuestros amigos, el consuelo para
quienes sufren, etcétera.
Dicho de otro
modo. Nuestras inclinaciones no son siempre el resultado de una carencia,
sino, en muchos casos, de una sobreabundancia, correlativa a nuestra
condición de personas. Tendemos a buscar y procurarnos lo que nos falta,
pero también —y resulta más propiamente humano y más característico de la
persona, aunque no sea lo más habitual— a dar o compartir aquello de lo que
gozamos.
2. Además, como explicaremos una
y otra vez, lo que conmociona o mueve inicialmente nuestras tendencias es su propio
bien, cosa que, de entrada, dota a la vida emocional con un signo
afirmativo o bueno: es muy positivo experimentar emociones.
De
complacencia…
Conclusión
inicial y muy relevante, que no debería perderse de vista a lo largo de todo el
escrito: por sí misma, la afectividad es algo bueno, que ayuda —o
debería ayudar— a un adecuado despliegue de la vida humana.
Su función,
mientras hagamos un uso adecuado de ella, es la de reforzar y potenciar la
energía y la constancia de los dinamismos gracias a los que obtenemos aquello
que perseguimos y nos perfecciona como personas.
1. Y,
así, cuando después de un rato de estudio logramos resolver un problema que se
nos atrancaba, el placer derivado de ese éxito nos anima a acometer la
resolución de los siguientes. De manera análoga, la rabia que aviva en
nosotros una situación injusta, activa las energías imprescindibles para acabar
con esa iniquidad. O, por poner un último ejemplo, el recuerdo del gozo
alcanzado cuando vencimos la pereza y nos lanzamos a escalar una montaña dura y
escarpada, nos da fuerzas para intentarlo con otra de todavía mayor dificultad
y riesgo.
2. Como
cualquiera puede advertir con solo examinar su propia vida, sin el refuerzo del
placer, la ira o la memoria del gozo, es posible que no lográramos nuestros
objetivos o no emprendiéramos otras empresas similares.
O de rechazo
Eso no quita
que puedan darse, y se den de hecho, sentimientos de tipo contrario: de
repugnancia, temor, desdén, etc. Pero sí que apunta a algo muy interesante, que
completa la idea de que la afectividad es buena.
A saber, que
tales rechazos —o, en general, las emociones desagradables— no se producirían
si no existiera en nosotros una aspiración global hacia lo bueno (a nuestra propia
perfección, a la de las personas a quienes amamos y, hasta cierto punto, a la
de todo el universo), que se concreta en multitud de inclinaciones a bienes más
particulares y determinados.
Según sostiene
Proust, en su En busca del tiempo perdido,
… si no
hubiéramos sido felices, aunque no fuera más que gracias a la esperanza, las
desventuras se verían privadas de crueldad.
V. La
complejidad de nuestras emociones
Con todo, si
de momento hemos acudido a Tomás de Aquino es por el análisis que realiza del
cúmulo de fenómenos que, normalmente, se desencadena cuando tiene lugar lo que
él llama immutatio y nosotros podríamos traducir por impresión,
excitación, impacto, choque o palabras similares.
Pensemos, por
ejemplo, en lo que nos sucede al enamorarnos.
Tomás de Aquino
distinguiría en este hecho —como en cualquier otro afecto, tomado ahora
en la acepción más amplia— cinco o seis componentes o estadios, no necesariamente
lineales ni sucesivos, sino, como casi todo lo que nos ocurre, mutuamente implicados
unos en otros y con el conjunto de nuestra vida: mezclados, por decirlo
de manera más sencilla.
1.
Impresión
El primer
elemento es justo el ya insinuado: la immutatio o impresión.
Una alteración, cambio o excitación, que, en el caso del enamoramiento,
puede ser muy densa, vehemente y notable, tanto por su intensidad y la
diversidad de componentes como por las consecuencias que provoca en el resto de
nuestra existencia.
El enamorado y
la enamorada, impresionados por el encuentro con la otra persona, sufren
un impacto y una transformación muy particular, que tal vez los amigos o conocidos
puedan tomar a broma o convertir en objeto de burla, pero que él o ella
advierten de manera irresistible como algo de gran trascendencia, capaz de
imprimir un giro de 180º a todo lo que son, quieren, ambicionan y hacen.
Dos o tres
puntualizaciones.
1.1. En
el ejemplo del enamoramiento, esta primera sacudida es seguida con frecuencia
por una amplia serie de realidades distintas.
Pero no siempre
ocurre así. Hay casos en que lo único que sucede es justo que sentimos
algo: tristeza, congoja, desgana, alegría, entusiasmo, aburrimiento,
exaltación, etc.
Y, por lo
mismo, tal vez sea a esta impresión percibida en nosotros a lo que corresponda
con más propiedad el término «emoción», «afecto», «sentimiento»… utilizados de
momento como sinónimos.
1.2. Añadimos
todavía que, al utilizar el vocablo «impresión» no apelamos tanto a una
percepción, sino también y sobre todo a cierto cambio (advertido) que algo o
alguien imprime en nosotros.
De ahí que
palabras como «emoción» o similares suelan emplearse cuando descubrimos un
golpe y una mudanza en nosotros.
Por el
contrario, si lo percibido es que «seguimos como estábamos» —lo cual no suele
advertirse sin cierto desarrollo de la capacidad de autoobservación,
precisamente porque no hay cambio ni, con él, desconcierto o sorpresa—,
hablaremos más bien de estado de ánimo.
1.3. Parece
que el núcleo del asunto al que acabamos de aludir —a saber: que la emoción no
se reduce a mero conocimiento— queda bien recogido en expresiones del tipo: «la
noticia (simple saber) me produjo una impresión extraordinaria (conmoción o sentimiento)»;
«sí, la verdad es que tiene un novia muy guapa» (mera constatación cognoscitiva»),
frente a: «al ver que ella se fijaba en mí, me puse a temblar como un tonto»
(obviamente: conocimiento + impacto-y-conmoción… ¡y qué conmoción!).
Volveremos
sobre todo ello.
2. Afinidad
o adaptación recíproca
Normalmente, esa primera
impresión va acompañada y/o seguida de un conjunto de reacciones, cuya suma
constituye la totalidad del sentimiento en su significado más pleno.
Manteniéndonos
en el mismo ejemplo, al estremecimiento o choque que tiene lugar en nosotros y
percibimos al enamorarnos se encuentra aparejada lo que Tomás de Aquino denomina
coaptatio y hoy calificaríamos tal vez como una densa y honda empatía…
o incluso algo más amplio y profundo.
Es decir,
experimentamos una adaptación o afinidad entre la realidad que nos afecta —en
este supuesto, otro ser humano— y nosotros mismos.
Y esto, de dos
maneras fundamentales:
2.1. Bien
porque cambiamos y nos adecuamos a aquello que nos ha impactado.
2.2.
Bien —y es lo más común en el ejemplo propuesto: el amor-enamoramiento a
primera vista— porque nos sentimos ya conformes o adecuados a
la persona o realidad en cuestión… ¡y por eso nos impresiona tan hondamente y
reaccionamos con tanta intensidad!
Al enamorarnos,
la mutua conformidad resulta tan patente y repentina que nos parece descubrir
una especie de armonía preestablecida entre quien experimenta la passio o
el afecto (quien se enamora «con pasión») y la persona de quien ha quedado
prendado o prendada.
Con palabras
distintas: al margen de lo que ocurra más adelante, quien de veras se siente
enamorado percibe que la otra persona es justo aquella a la que desde siempre
había estado esperando (su media naranja, solía decirse, aludiendo de
forma indirecta al mito de Aristófanes narrado por Platón) y piensa asimismo,
no sin algo de razón, que ese ser maravilloso ha venido a la existencia justo
para ella o para él.
No se trata,
pues, de una correspondencia coyuntural o aleatoria, sino de una afinidad casi
absoluta, que difícilmente se percibe ni supone como resultado del azar.
3.
Complacencia-deseo
Y, entonces, tiene lugar lo
más importante y característico del afecto: lo que en latín se denomina complacentia
(complacencia).
En castellano
solemos traducir este término como deseo; un vocablo que, por
desgracia, no reproduce los matices del original latino.
¿Por qué?
Porque la
totalidad de la emoción que venimos analizando podría describirse como un
«sentirse tan con-forme, tan co-adaptado y, por eso, tan a gusto y dichoso… que
uno quiere ir a más».
Pero, en ese
complejo fenómeno, la complacentia latina subraya sobre todo «el placer
de la mutua afinidad», la alegría de percibir que estamos hecho el uno para el
otro o el haberse adaptado a lo que nos impresionó o, en su caso, nos turbó;
mientras que el deseo castellano pasa como de puntillas por encima de
este aspecto y acentúa sobre todo el anhelo de proseguir e intensificar esa
afinidad, así como de aumentar el deleite que provoca: las ganas de unirnos más
entre nosotros y hacer más prolongados y más hondos el gozo y la satisfacción
que eso lleva consigo.
En cualquier
caso, la complacencia o el deseo constituyen la característica más sobresaliente
del afecto, hasta el punto de que los clásicos la utilizaron para definir el
tipo más simple y elemental de respuesta afectiva: lo que, a partir de un
determinado momento de la historia se llamó, dando a esta voz un sentido muy
amplio, amor naturalis (amor natural, que hoy
traduciríamos como inclinación acorde con la naturaleza de una
realidad dada).
Tal vez, de
momento, no haya que explicar más. Es tan obvia la presencia del deseo en
cualquier amor… que muchos de nuestros contemporáneos reducen el amor, en la
más alta de sus acepciones, al simple deseo de contacto físico.
Sí conviene
repetir:
3.1. Que
el afecto que aquí ponemos como modelo es una emoción compleja y positiva.
Y no lo hacemos
por mero gusto, sino que responde al hecho fundamental antes apuntado. A saber,
que, considerada en sí misma, la afectividad es algo muy bueno.
Y, por
consiguiente, que en la base de todo sentimiento —también de los más destructivos,
aunque de manera indirecta—, se encuentra la atracción hacia un bien… que, en
las circunstancias en que no se logre, origina precisamente esa sensación de
tristeza o sinsentido y, en su caso, la ira que llevaría a eliminar lo que se
opone a su conquista.
Pero si el ser
humano no anhelara determinados bienes, tampoco podría sufrir y afligirse por
el hecho de no alcanzarlos o de perderlos, como sucede, por poner un solo caso,
con la salud.
3.2. A
lo que habría que agregar que en ese complacerse hay ya cierta modificación de
la facultad y, por consiguiente, una emoción.
Con otras
palabras: la confirmación de aquello que me ha impresionado o su rechazo constituye
cierto movimiento o, mejor, la actualización o el desperezarse
de la potencia o potencias que en cada caso se pongan en juego.
Normalmente,
cuando se trate de personas, se actualiza la voluntad, que dice gozosa: «sí, es
maravilloso que existas», así como un conjunto de apetitos sensibles, que disfrutan
noble y notablemente con la belleza física de aquel o aquella que nos
impresiona, con el timbre de su voz, su manera de andar o de sentarse o de
mirar, de encender o coger un cigarrillo o llevarse una copa a los labios, etc.
4.
Tendencia
Volviendo a
la descripción que estamos realizando, si la complacentia es concebida
básicamente como deseo, no extrañará que su consecuencia natural sea la intentio,
también en su acepción etimológica de tender hacia (in-tendere).
Tras el impacto
inicial, la advertencia de ese golpe y de la con-moción o movimiento
interior que lleva consigo, florecen el conjunto de acciones que nos
inducen a in-tentar unirnos de forma más plena con la realidad que nos
afectó.
También ahora
el lenguaje erótico —entendido en su sentido más noble— aporta un conocimiento
suficiente de lo que acabamos de afirmar.
5. Placer-gozo
A continuación, si todo
sucede como debería —que es una de las condiciones de un ejemplo no demasiado
mal elegido—, la real posesión de lo deseado suscita en nosotros un nuevo
sentimiento gratificante: un deleite o placer relativamente distintos y de ordinario
más intensos que los experimentados hasta entonces, entre los que los clásicos
incluían, como el más elevado de todos, el gozo o gaudium.
Un deleite que
la tradición filosófica, lejos de rechazarlo, como a veces se sostiene, lo
consideraba el culmen o complemento positivo indispensable de la
afectividad. Según explica Roqueñi:
Tan importante
considera Tomás de Aquino la energía y fuerza implícita en las emociones que
le lleva a afirmar que aquel anhelo o tendencia ya consumada —es decir, el
deleite— perfecciona la operación humana como un fin completivo, esto es,
"en cuanto que a este bien que es la operación sobreviene otro bien, que
es el deleite, que lleva consigo el sosiego del apetito en el bien presupuesto
(… y, además) indirectamente, en cuanto el agente, al deleitarse en su acción,
atiende a ella con más vehemencia y con mayor solicitud la ejecuta" [7] .
6. Quietud o reposo
Por fin, con la alegría del
anhelo satisfecho se restablece la paz, reposo o quietud (la quies latina),
que es la respuesta última a la inicial immutatio.
Algo que
probablemente no habrá sucedido al lector que deseara una explicación acabada
de lo que es una emoción o sentimiento, pues en estas líneas solo hemos pretendido
esbozar algunos de sus rasgos más comunes… sin ni siquiera cuidar la pulcritud
de los elementos considerados.
Poco, muy poco,
es lo dicho; y muchísimo lo que resta por agregar e incluso por corregir.
VI. Cuando
el amor no es un sentimiento
… en las
antípodas del término de llegada
Solo para
dejar constancia de hasta qué punto la cuestión es compleja y en muchos casos
se aleja del modelo que hemos bosquejado, copiaremos, y glosaremos con
pocas palabras, algo de lo que Scola escribe inmediatamente después de
examinar, a su manera, lo que aquí hemos expuesto con términos propios.
Tal vez de este
modo comencemos a advertir algo cuya importancia no cabe exagerar y que se irá aclarando a lo largo del estudio.
A saber:
1. Que
el amor correctamente comprendido o en su acepción más propia —que la mayoría
de nuestros contemporáneos calificaría como un sentimiento (más aún, como el
sentimiento por antonomasia, el sentimiento supremo)—, se muestra como
algo muy distinto: no como un sentimiento o afecto que nos sucede, sino
como un acto o una acción de la voluntad que nosotros realizamos o ejercemos
y manifiesta, incrementa y completa nuestra grandeza como personas.
2. Y
que, por eso mismo, goza de unos caracteres que, sin anular la legitimidad de
lo visto hasta el momento, deben considerarse contrarios a lo hasta ahora apuntado.
3. Repetimos:
si los sentimientos son más bien una re-acción pasiva o re-activa,
el amor es fundamentalmente una acción… bastante activa, por
tanto, aunque vaya precedido y seguido, y en parte esté provocado por los
atractivos de la persona amada, las emociones que despierta en nosotros y un
cúmulo de otras realidades.
Al respecto, no
puede ser más certero el juicio de Marías:
Cuando niego
que el amor sea un sentimiento, lo que me parece un grave error, quizá el más
difundido, no niego la importancia enorme de los sentimientos, incluso de los
amorosos, que acompañan al amor y son algo así como el séquito de su realidad
misma, que acontece en niveles más hondos.
Para
entendernos mejor
Aquí es donde
se manifiesta del modo más virulento el problema terminológico, que es
también conceptual: de comprensión; y por eso pedimos un poco de atención
extra… o de paciencia, si por ahora no se entiende del todo lo que estamos
exponiendo.
Pero advertimos
que, en cierto modo, el análisis que ahora comenzamos cumplirá su cometido si,
al término, sabemos distinguir correctamente entre los dos significados del
término amor (el amor-sentimiento-pasivo y el amor-acto o amor electivo
o personal)… que normalmente se utilizan de manera indistinta, con el
conjunto de problemas teóricos y vitales que ese error lleva consigo.
Resumimos de
nuevo:
1. Lo
que durante siglos se ha conocido como pasión no corresponde a lo que
hoy calificamos primariamente con ese vocablo. El termino pasión se
reserva en la actualidad a un tipo particular de sentimiento o excitación: muy
fuerte, intenso, vehemente y ardoroso (apasionado), aunque no
necesariamente duradero, sino más bien al contrario.
2. A su vez, tal como vamos a exponerlos a partir de ahora, por estimar que es lo más pertinente:
2.1.
Los afectos, emociones o sentimientos deben concebirse como una pasión
(en el sentido clásico y pasivo de ser-afectado) y una re-acción
o conjunto de re-acciones también pasivas o, al menos,
in-voluntarias.
2.2. Mientras
que el amor, en su acepción más propia y noble, es el acto por antonomasia
de libertad inter-personal y, como consecuencia, resulta siempre mucho más activo
que pasivo o re-activo.
(Insistimos en
que no hay que preocuparse por no entender o no estar de acuerdo con nuestras
afirmaciones. Más adelante expondremos con calma lo ahora solo apuntado).
«Amor»
re-activo (o pasivo) y amor activo
Reiteramos,
para evitar confusiones y no empobrecer la riqueza de la afectividad —y porque
con bastante frecuencia ni se alude a ello—, que existen dos tipos de amor muy diferentes, que a menudo se
mezclan y con-funden en el pensamiento y en la vida de cualquier persona.
A uno de ellos
—el amor como pasión, afecto o sentimiento, conocido también como amor de
deseo o inclinación— nos hemos referido principalmente hasta ahora.
En los párrafos
que siguen queremos dejar claro, por el contrario, que en los dominios de la
voluntad existe, además, otro género de amor, llamado normalmente amor electivo
o propiamente personal, y apuntar algunos de los caracteres que lo
diferencian del de deseo.
Y más adelante
profundizaremos en la naturaleza de ambos y en lo que los distingue entre sí.
El «otro»
amor
1. Un amor
distinto
Así presenta
Scola esta dualidad:
Sobre esta base
elemental [lo que hemos considerado en párrafos anteriores] se inserta […] un
segundo nivel del afecto que genera una respuesta libre y querida de amor [9] .
Esa respuesta no
es, por tanto, algo que el sujeto padece o ante lo que re-acciona sin
apenas poner nada de su parte. Sino que, según veremos, constituye el mayor y
más autónomo acto de libertad que un varón o una mujer pueden llevar a cabo y,
en consecuencia, el modo de obrar más pleno y activo y el que más los
perfecciona y, derivadamente, el que engendra mayor felicidad.
Esto, que tiene
lugar en cualquier acto de auténtico amor, se manifiesta con más claridad en
los casos en que, por los motivos que fuere, se ama y busca eficaz y efectivamente
el bien para una o más personas que nos producen repugnancia, nos son antipáticas
o, incluso, nos han hecho algún daño real de más o menos calibre… que nos
inclinaría a no amarlas ni buscar su bien.
2.
Ejercicio supremo de libertad
Prosigue
Scola, y no importa que se entienda bastante poco, ya que será estudiado de nuevo
más adelante:
Es el nivel de
la voluntas ut ratio [del ejercicio de la voluntad una vez que ya ha
intervenido y deliberado el entendimiento o razón], en que el amor se
convierte en una elección [activa] libre y consciente [10] .
Y añade:
Tomás lo llama
amor de dilectio o de benevolencia precisamente porque sigue a una electio [11] .
Es decir, a una
elección, considerada por algunos como la máxima manifestación del obrar libre.
Cuestión que, de nuevo, se muestra más patentemente cuando —¡porque queremos,
poniendo en juego nuestra libertad!— decidimos hacer un bien a alguien por
quien no sentimos una particular inclinación o que incluso nos repele: ayudar a levantarse al jugador
que durante un partido nos ha puesto intencionadamente una zancadilla, a
consecuencia de la cual también él ha caído al suelo; prestar unos apuntes a un
compañero o compañera que, tiempo atrás, no quiso dejarnos los suyos; apoyar a
un colega que nos hizo una jugarreta, etc.
3. Acto por excelencia
Aquí se marca
la contraposición a la que desde hace un rato pretendemos referirnos y que
estimamos muy importante tener en cuenta, entre otros motivos, porque —como
dijimos— la distinción entre los dos significados del amor se ignora
habitualmente en nuestra cultura, con consecuencias vitales a veces muy graves
y dolorosas:
Si el amor de
deseo es una passio afectiva [algo que se padece sin poderlo
eludir: un sentimiento], el amor electivo es elección efectiva [un acto].
O, con términos
equivalentes y ya utilizados:
3.1.
Los afectos, emociones o sentimientos son, en su núcleo más íntimo y primordial,
pasivos o/y re-activos.
3.2. Por
el contrario, el amor en su acepción más rigurosa —que esbozaremos poco a poco
y hemos tratado con detenimiento en otros escritos [12] —,
es eminentemente activo: la operación suprema y supremamente autónoma,
eficiente… y libre; y de ahí que el amor, en este segundo sentido más propio y
elevado, jamás puede coaccionarse.
Todo lo
anterior se manifiesta con claridad también en otras situaciones, en que la
mujer o el varón hacen que su libertad —la elección de un modo particular de
obrar— prevalezca sobre sus inclinaciones espontáneas, entre las que figuran
los sentimientos. Las palabras que siguen, referentes al perdón —máxima
expresión de amor, por otra parte—, tal vez nos ayuden a entenderlo:
Las heridas no
curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a
reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprenden a nosotros mismos.
Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón
detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En
realidad, no es así. Solo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura;
está atormentada por malas experiencias.
Hace falta
descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el
propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este
paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar
a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque
está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un
acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico. Se puede perdonar
llorando.
Cuando una
persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente
su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo. “Las heridas se
cambian en perlas” [13] .
4. Y
estrictamente personal
Sin esta
doble consideración, viene a concluir Scola, toda doctrina sobre la afectividad
quedaría coja, incapaz de explicar lo que es el ser humano en una de sus
dimensiones esenciales —la emotividad, los sentimientos o afectos, entre los
que hoy se engloba el amor— y de enseñarle a utilizarla para su propio bien y,
sobre todo, para el bien de quienes lo rodean… esencial asimismo para su propia
felicidad.
¿Por qué
motivos?
En esencia,
porque el amor auténticamente humano y personal no pertenece a la esfera de lo
que esbozamos antes (la pasión, el sentimiento… que uno padece sin poder
resistirse), sino que, como estamos insinuando, se coloca en sus antípodas: es
el acto más libre y activamente activo que puede ponerse
en acto —algo parecido al perdón que ha servido de ejemplo—… aunque a
menudo, como apuntamos, vaya también precedido de una atracción ejercida sobre
la voluntad y sobre los apetitos sensibles.
De todos modos,
ahora nos interesa seguir esclareciendo en qué consisten los afectos o sentimientos
propiamente dichos.
·- ·-·-······-·
Tomás Melendo y
Lourdes Millán-Puelles
Como puente entre esta
afirmación y el apartado que sigue sirvan estas palabras de Lukas: «Pero al
espíritu investigador del hombre no le gusta lo desconocido. Cuando no puede
explicar una cosa, procura al menos ponerle un nombre; y cuando algo recibe un
nombre empieza a tomar forma» (Lukas,
Elisabeth, Tu familia necesita sentido, Ed. S.M., Madrid 1983, p. 12).
Frankl, Viktor, El hombre en busca de sentido, Herder,
Barcelona, 2004, p. 71.
Moliné, María, Diccionario del uso del español,
Gredos, Madrid 1982.
Cit. por Scola, Angelo, Identidad y diferencia,
Ed. Encuentro, Madrid 1989, p. 14.
Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro,
Madrid 1989, p. 14.
Que es lo que esbozaré
dentro de unos momentos, en el apartado: 5. La complejidad de nuestras
emociones.
Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 44.
Marías,
Julián, La educación sentimental, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p.
26.
Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro,
Madrid 1989, p. 22.
Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro,
Madrid 1989, p. 22.
Scola, Angelo, Identidad y diferencia, Ed. Encuentro,
Madrid 1989, p. 23.
Cfr. por ejemplo, Melendo, Tomás, El verdadero rostro
del amor, Eiunsa, Pamplona
2006; Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed. 2002.
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