«Al
rey la hacienda y la vida
se
ha de dar; pero el honor
es
patrimonio del alma,
y el
alma sólo es de Dios»
(Pedro
Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea)
Aún se pueden respirar con un deje de
añoranza aquellas palabras de la virgen griega: «No he nacido para compartir el
odio, sino el amor». ¡Qué bien suenan al oído del cristiano! Se confunden con
la sublimidad de aquellas otras de santa Cecilia: «Ninguna mano profana puede
tocarme, porque un ángel me protege. Si tú me respetas, él te amará, como me
ama a mí», o con el elogio que a santa Inés hizo san Ambrosio: «¿En un cuerpo
tan pequeño había lugar para más heridas? Las niñas de su edad no resisten la
mirada airada de sus padres, y las hace llorar el piquete de una aguja: pero
Inés ofrece todo su cuerpo al golpe de la espada que el verdugo descarga sobre
ella».
Antígona acoge en su personalidad
aquellos rastros, aquellos vestigios de verdad que precedieron a la llegada del
cristianismo. Su disposición al martirio, su sacrificio por unas realidades
invisibles, el acatamiento ante el bien que le dictaba su conciencia, el
respeto a las leyes atávicas de los dioses olímpicos; Antígona, hija fiel que
acompaña al padre hasta el ocaso, no conoció la superioridad, la excelsitud, la
alegría del martirio cristiano.
En los “Siete contra Tebas”, Esquilo
narra el origen del mito: tras la muerte de Edipo, Eteocles y Polinices
deberían turnarse en el trono tebano periódicamente. En un momento, Eteocles
decide permanecer indefinidamente. Polinices, ofendido, arma un ejército con la
ayuda de una ciudad vecina para retornar a hacer la guerra. Cada uno morirá a
manos del otro. Se entroniza entonces a Creonte como rey de Tebas. Su primer dictamen
será dejar sin sepultura, y a expensas de los perros y cuervos, el cuerpo de
Polinices por haber traicionado la patria.
En “Antígona”, Sófocles nos describe con
soltura el modo como la protagonista, la hermana de Eteocles y Polinices, la
hija huérfana, decide hacer los ritos correspondientes y enterrar al pariente
aunque esto suponga un acto rebelde. Creonte, su tío y suegro –pues estaba
comprometida con Hemón– la condena a ser enterrada viva mas ella evitará el
suplicio ahorcándose. Hemón, al encontrarla muerta, se atraviesa la espada y
Eurídices, su madre, se suicida al tener noticia de esto. Al final Creonte se
da cuenta del error al tratar de imponerse a los valores religiosos y
familiares.
Antígona, sus actitudes, la aparente
serenidad externa con que camina al Hades, son un grito desesperado de un hondo
existencialismo que no quiere resignarse: semejante acción, la nobleza de aquel
gesto audaz y pío por el hermano, ¿no pueden tener otro coronamiento? Esta
reafirmación del propio ser no puede desembocar en el «no ser» irreversible de
la muerte. Sin embargo, alrededor de la imagen de pureza y constancia,
permanece firme aquella afirmación del obispo de Hipona: «Donde quiera que haya
una virgen, allí hay un templo de Dios»; y como tal, aunque no fuese el templo
de verdad más acabado, de su fecundidad virginal emana el coraje, la confianza
y el arrojo para cantar la aceptación triunfal, para dar su sí no a una mera
legalidad externa sino a la coherencia de la religiosidad de la que forma
parte. Antígona conmueve a cualquier alma con un mínimo de sensibilidad. Su lamento
delicado y desquiciador es el último suspiro de anuencia resignada: «Mirad,
jefes tebanos, en qué manos y por qué sufre la última hija de vuestros reyes
sólo por haber practicado la piedad».
Si Antígona hubiese conocido el
cristianismo el recuerdo de expresiones tan altas bañaría la patrología y un
sin fin de escritos eclesiásticos; pero su figura queda restringida a las
alabanzas académicas a un Esquilo o a un Sófocles que supieron plasmar una
historia mítica con el plus de un excelente manejo psicológico de los
personajes. En el ámbito de la fe, sin embargo, Antígona no tuvo los dioses que
merecía, unos dioses que premiaran su acto de donación, su fidelidad, su amor,
su ser; jamás será venerada como ejemplo, jamás transmigrará la frontera de
virgen prudente y heroica, jamás será santa Antígona.·- ·-· -······-·
Jorge Enrique Mújica
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