En su reciente reportaje sobre liberales y conservadores la revista Capital ha afirmado que en los temas morales y culturales “no hay un plan predeterminado; no hay un ladrillo o una escuela de Chicago, como ocurrió con las transformaciones económicas del régimen militar; por mucho que el gobierno quiera apropiarse de ella, la llamada agenda valórica no tiene dueño y se organiza en función de las demandas de la gente.” La afirmación no tiene de dónde agarrarse. Primero porque las políticas públicas liberales sí han sido impulsadas, una por una, desde el Gobierno –eso es lo que la periodista intuye con la expresión “se organiza”- y, segundo, simplemente porque no existe algo así como “las demandas de la gente.” La gente -la señora Juana que vive en Villa los Alerces, Mario que es electricista en Puerto Varas, Jennifer que está matriculada en el Instituto Prefop de Vallenar y don Rubén, ya jubilado en Peralillo- no tiene demandas en esta materia. Todas, todas le vienen sugeridas primero e impuestas después, desde los poderes. Sí, se las organizan y pautean. Quien mire el Chile del 2007 y lo compare con el del 97’ -para qué decir con el del 87’ en plena crisis - recordará la frase histórica del socialismo español al asumir el poder en 1982: “A España, en 10 años, no la va a reconocer ni la madre que la parió.” A nuestro Chile, en 10 años, en 15 quizás, le han venido cambiando el alma, delante de millones de ciudadanos que entienden poco el porqué de una vida hoy tan distinta a la de nuestras tradiciones y convicciones más queridas. La receta es simple, pero sutil: los partidarios de lo “liberal” escogen una institución (un conjunto de relaciones), la miran con atención y nos avisan que han descubierto en ella supuestas “desigualdades” y variados “atentados a la diversidad.” Y entonces nos comienzan a bombardear por todos los medios de comunicación y enseñanza, con lo grave que resulta que esa institución sea al mismo tiempo contraria a la igualdad y a la diversidad, conservadora, autoritaria, causante de trancas y taras, de traumas y tabúes. Y como la institución no tiene ni timbre, ni sede, ni directiva, ni patrimonio, porque es una compleja trama de relaciones exigidas por la naturaleza humana, y por eso misma, llena de defectos menores, la pobre institución… no sabe cómo protegerse. Quienes mejor la entienden y más la quieren, salen en su defensa, inician campañas, explican, se sacrifican y desgastan, piden plata (y poco les llega), a veces se desaniman, y a lo más, logran algunos éxitos: retrasar una ley falsamente correctora, avisar a padres y educadores algo ingenuos sobre los peligros que se ciernen, publicar una que otra obra menor. La buena gente se activa, pero llega el día de la derrota formal. Derrota, porque después de tanta lucha, se comprueba que la nueva ley efectivamente obliga a la desprestigiada institución a configurarse de un modo distinto, para que, se nos dice, se acaben las discriminaciones injustas, y haya por fin diversidad e igualdad con criterios liberales. Pero ¿qué se logra entonces? Lo que se consigue es una nueva configuración de relaciones, una institución deteriorada en la que la libertad ha sido gravemente distorsionada porque las personas quedan seriamente dañadas en sus capacidades actuales o potenciales de relacionarse. Ya no manda la naturaleza humana estable y permanente; manda la ley. El problema es entonces que en el día a día, naturaleza y ley chocan en cada persona y, en el nombre de lo que la ley “ahora permite,” se hace lo que cada uno quiere, no le a cada uno le corresponde o debe. ¿Resultado? Nuevos males, nuevas frustraciones en la vida diaria de millones de chilenos desorientados que creían haber encontrado un espacio de auténtica libertad. Caras tristes, agresividad y críticas. Pero en vez de dar marcha atrás y reconocer el error cometido mediante la ley liberal, se generan entonces nuevas miradas supuestamente correctoras de la institución. Se la acusa por segunda vez: ahora, lo que queda de digno en esa institución, ya desfigurada, es supuestamente culpable o de una resistencia ilegítima al progreso, o del intento por recuperar antiguos privilegios, o de ser el enclave de posiciones autoritarias y fundamentalistas; conservadoras, tú sabes. El tam-tam mediático vuelve a la carga: Rocinante, Le Monde Diplomatique, Plan B, Siete más Siete, El Periodista y…, por cierto, ellos desde su clínica obsesión, también. Y los columnistas de El Mercurio, casi todos, y desde Capital, La Tercera y el Qué Pasa, desde las Noticias últimas y desde los programas de casi todos los canales… o más bien, desde casi todos los programas de todos los canales, se vuelve a la carga. Las encuestas hablan de porcentajes de entusiasta adhesión a la apertura y las libertades. El 62.3% de los chilenos cree que… Y ya sabemos cómo sigue el cuento. Se vuelve a legislar en un sentido aún más deteriorante de la naturaleza humana, cada vez con mayor daño para las personas. Y así una y otra vez, porque siempre quedan resabios conservadores frente a la mirada de la inquisición liberal. ¿Un ejemplito por favor? Vuelve a Chile Claudia Burr, actriz, quien anuncia que su proximo personaje en Canal 13 “no encuentra que la relación sexual tenga que derivar en una relación sentimental y le da lo mismo lo que piensen las mujeres de su comportamiento.” La entrevistadora de La Tercera acota: “Pero este no es el modelo de mujer que impera en Chile…” a lo que la actriz contesta: “No, pero poco a poco se ven más; este es un personaje que me va a gustar mucho hacer, cercano al protagónico, pero con la libertad de salir y entrar en escena; mi desafío es acercar mi personaje de manera tal al público que al final terminen identificándose con él de alguna manera.” Así pautean los liberales, sutil y sistemáticamente. Lo triste es que algunos conservadores ya prefieren no dar la pelea: “no hay que pisar el palito”, dicen. •- •-• -••••••-• Gonzalo Rojas Sánchez
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