Estaba próximo el fin del verano, cuando me di cuenta de que en el jardín de mi comunidad, algo escondida, había una acelga de dimensiones desconocidas para mí hasta entonces. La encontré alta como un niño de seis años, de un verde profundo y en todo su esplendor. Por un momento mi mente, entrenada a base de largas horas de dibujos animados, trató de identificar el lugar donde estaban los ojos o las orejas de aquel enorme vegetal. A pesar de no hallarlos, me emocioné pensando que la especulación evolucionista se demostraba en mi propia casa. Una acelga mutante había conseguido, como mínimo, la habilidad de desplazarse hasta nuestro jardín. El conserje, obviamente un aguafiestas, me informó de que mi hipótesis era sólo parcialmente cierta, pues la planta se había desplazado, pero de forma un poco más pedestre, en forma de semilla. El vegetal había sido cuidado con esmero por nuestro jardinero, quien había vigilado su crecimiento desde que era poco más que una hierbita, sin, por cierto, haber notado nada extraordinario durante el proceso. Podríamos decir que las plantas son “evolutivamente perezosas”, ya que no han evolucionado en la misma medida que lo han hecho los animales, algo que, por cierto, no ha podido explicar el darwinismo de forma satisfactoria. Lo cierto es que el evolucionismo es más una creencia que una teoría científica, quizás una especulación útil, pero sin duda limitada en su capacidad explicativa. Sería importante para su validez que se hubiesen encontrado registros fósiles que demuestren que la evolución ha sido gradual y por selección natural de mutaciones aleatorias, las dos hipótesis centrales del evolucionismo, pero hay una completa ausencia de evidencias. La existencia de sistemas de complejidad irreducible también es un escollo importante, insalvable, para los seguidores de Darwin. Para explicar la afirmación anterior me serviré del flagelo bacteriano, compuesto de un gran número de elementos, que podríamos asimilar a las piezas de un motor y que sirve a determinadas bacterias para “nadar”. Estos sistemas, como el del flagelo, no pueden haber evolucionado desde otros más rudimentarios, puesto que no pueden funcionar si les falta una pieza clave y como la evolución opera sobre sistemas que funcionen, no ha podido seleccionar entre distintas variantes. A pesar de todos estos problemas, el “gran maestre” del evolucionismo radical, Richard Dawkins sigue empeñado, con lo mayor que es ya el hombre, en que el hombre es fruto del azar y de la selección natural. El libro donde formuló hace ya largos años, su hipótesis del “gen egoísta”, por lo demás brillante, está plagado de referencias a monos, termitas, hormigas, osos, pingüinos, focas, aves, peces y otras especies y subespecies, pero más bien pocas al hombre. Justifica la aparición del cerebro, pero no la de la autoconciencia. Hace un uso inteligente de la teoría de juegos para explicar determinadas conductas animales, pero cuando debe explicar la conducta humana se ve obligado a introducir otro concepto: el de las memes, unidades de información cuya finalidad, igual que le de los genes, es perpetuarse en copias sucesivas. Así, el hombre se limita a servir de vehículo para perpetuar a los genes y las memes. Lo más notable que nos diferencia de los animales es entonces la cultura, que permite la “reproducción” de las memes. No voy a aburrir con más detalles sobre esta línea de pensamiento, pero por si alguien quiere emplear su valioso tiempo en la lectura de “El Gen Egoísta”, le recomiendo que lo pida prestado y que, después de haberle echado un vistazo rápido, vaya a la nota 15, muy interesante para valorar la calidad de las conclusiones que saca de sus especulaciones zoológicas. Para explicarme, primero debo presentar a Sir Fred Hoyle, quien recibió el título de Sir en 1972 y Fundó el Instituto de Astronomía Teórica de Cambridge a principios de los sesenta, siendo su primer director. Su predicción de la existencia de un isótopo desconocido del carbono 12 abrió camino para que William A. Fowler recibiese un Nóbel de física. De su pensamiento, daré dos muestras, creo que literales: "La generación espontánea de la vida en la Tierra sería tan poco probable como que un tornado que azotara un depósito de chatarra ensamblara un Boeing 747". "El universo es obviamente la elaboración de un diseño. Hay demasiadas cosas que parecen accidentales y no lo son" Pues bien, Sir Fred escribió junto con John Elliot, una novela de ciencia ficción titulada “A for Andrómeda”. En ella Dawkins encuentra diversas inconsistencias en lo que dicen los personajes en distintos momentos de la trama, referentes a la distancia que recorren y al tiempo que emplean en sus viajes; por ello la conclusión del darwinista es (sic): “Se aconseja a los lectores que concedan un margen de error similar a los escritos del profesor Hoyle sobre el darwinismo y su historia”. Es decir, como la novela de la que es coautor contiene un fallo en los diálogos, entonces todos los argumentos de Sir Fred son igual de inconsistentes. Esto es un truco muy utilizado, consistente en demostrar que una parte del conjunto es absurda o errónea como prueba de que el todo es absurdo. En el caso que nos ocupa, el libro ni siquiera hace referencia al darwinismo. ¿Es esta toda la contra - argumentación de Dawkins?. Esperaba algo más. La especulación evolucionista no pasaría de ser un intento de explicar una parte del mundo real, si no fuese porque con ella se intenta demostrar lo absurdo de la idea de la existencia de Dios, ya sea el cristiano, el judío, el musulmán o cualquier otro. Hay gente que nos quita las pertenencias, la paciencia, la vida, la estabilidad psicológica, hasta parte de nuestra dignidad. Esta nueva secta pretende perpetrar el último robo, el del espíritu humano. Dawkins y un grupo creciente de personas están empeñados en imponernos el ateismo a nosotros y, peor aún, a nuestros hijos. Conscientes de que el combate dialéctico sobre el ateísmo está más allá de la preparación y el tiempo disponible de la mayoría de los hombres, el contubernio ateísta tiene también su profeta, Sam Harris, quien nos da una idea simple y dramática para recordar: que la violencia religiosa conducirá inevitablemente y sin tardanza al fin de la civilización. El Apocalipsis será causado por la creencia en Dios, por tanto, aquellos que creen en Él deben ser socialmente penalizados, con el fin de que abandonen las manifestaciones públicas de su creencia, si es que no son capaces de darse cuenta de lo absurdo de ésta. La salvación del mundo depende de la marginación y el silenciamiento de los creyentes. Harris no tiene en cuenta el gran número de ocasiones en que ello se ha intentado. Infructuosamente. Pero supongamos que se consigue el objetivo. ¿Qué ocurriría con la ética, si todos fuésemos ateos?. Dicho de otra manera, ¿cómo definiríamos el bien que ha de ser el norte de nuestros actos y el mal que debemos evitar?. Daniel Dennet es el moralista de la secta y analiza esta cuestión, para cuya solución sólo se le ocurre recurrir ¡a la fe!. La gente debe confiar en que sus convicciones éticas merecen la pena, es decir, que son compartidas por todos y además correctas, ¿o debería decir “y por lo tanto correctas”?. Sin esta fe, todo iría mal. Necesitamos un pacto social por el que determinadas cuestiones clave de esta nueva ética no sean discutidas y someternos a los dictados de aquellos que se dedican a la filosofía, que nos irían informando puntualmente de sus hallazgos referentes a estas cuestiones, fuera del alcance de la inteligencia de los vulgares mortales. El problema es que si con mi vecino no tengo más vínculo que compartir la especie humana, él es un competidor en el sentido que le dan los evolucionistas. Como mi conducta es buscar, ante todo, mi propio interés, y mi competidor hará lo propio, el conflicto está servido. Sólo la valoración, subjetiva, que yo haga del riesgo de verme castigado por la ley o de sufrir alguna clase de rechazo social, pueden modificar mi conducta. Entonces la cuestión moral se convierte en un juego de decisión, en el que cada jugador maximiza sus ganancias. Una situación que, por cierto, recuerda mucho a la que encontramos en la política y los negocios hoy. Mi autor favorito de la secta es Peter Singer, vegetariano de desbordante imaginación y a juzgar por lo que dice, muy influenciado por los dibujos animados. Estoy seguro que coincidimos en nuestra escena favorita de El Libro de la Selva: esa en la que el protagonista se encuentra con el rey de los monos y organizan una suerte de fiesta. Su tesis es que, puesto que compartimos con determinados simios el 99% de nuestros genes, estos bichos son sujetos de los mismos derechos que nosotros. Incluso se permite el lujo de afirmar que por ser conscientes (una afirmación gratuita, ciertamente) tienen más derechos que un embrión, que como no lo es, carece de ellos. No tengo claro cuáles son las características que hacen al hombre merecedor de derechos según él, pero probablemente podamos esforrocinar la especie y deshacernos de aquellos individuos que no cumplan los mínimos exigibles, sea cual sea su edad y sin que nuestra conciencia sufra lo más mínimo. Es más, digo yo que puesto que se deben conceder derechos en concordancia con la capacidad cognitiva, hay que cambiar el sistema político y permitir que las mentes privilegiadas gobiernen a los demás. Esta última conclusión recuerda bastante a lo que sugiere el señor Dennet con su élite filosófica. Como se puede apreciar, la ofensiva de los ladrones del espíritu abarca una multitud de frentes, pero el eje de sus argumentos es que la Ciencia es el árbitro de lo real: lo que no se puede demostrar, medir, no existe. Pero, ¿es real el amor, la libertad, la magnanimidad?, ¿son reales los colores de los objetos?, ¿de dónde obtiene la energía necesaria un imán para pegarse a la puerta de un frigorífico?. El razonamiento científico tiene sus límites y no reconocerlo es hacer de él una nueva superstición. Los razonamientos de toda esta gente no son nuevos, ni mucho menos. Terminaré con las primeras líneas de “Autobiografía” de Chesterton, quien aplica su fino humor a la crítica de la postura cientifista: “Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, ...”. Chesterton, •- •-• -••••••-• Bienvenido Subero
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