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El Reino de Tudmir y la dinámica expansionista musulmana
por
J. Martín Quintana
La batalla de Guadalete del año 711 marca el final del Reino visigodo de Toledo, así como el nacimieno de nuevas formaciones políticas y culturales en la Península Ibérica. Sin embargo, a pesar de la profunda crisis política, económica, social y moral que sacudía al Reino visigodo y del rápido derrumbamiento de las estructuras políticas y militares, resultado de una creciente disolución institucional y territorial del reino, no podemos hablar de una ruptura radical: La conservación durante siglos de diversos elementos culturales y jurídicos, desde Córdoba a León, y desde Toledo a Barcelona, puede servir de elocuente testimonio de ello. Pero uno de los casos más reveladores en este sentido, es la pervivencia durante casi medio siglo del llamado Reino de Tudmir.
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A fin de enmarcar un poco mejor el contexto en el que se
enmarca la constitución de tal formación política, no está de más recordar
aquí, siquiera sucintamente, los acontecimientos que condujeron a la batalla de
Guadalete y con ella, al final del Reino visigodo de Toledo.
A principios del año 710 fallecía el rey Witiza, reuniéndose
el concilio o asamblea de nobles laicos y eclesiásticos para proceder, conforme
a lo establecido en los concilios del S. VII, a la elección de un nuevo
monarca, siendo honrado con tal ministerio Rodrigo, quizás duque de la Bética.
Sin embargo, el clan witizano, liderado por Oppas y
Sisberto, hermanos del anterior monarca, esperaba que fuera uno de los hijos de
Witiza el que se sentara en el trono toledano, por lo que, contrariados,
recurrieron al legendario conde D. Julián de Ceuta, para que se pusiera en
contacto con los poderosos árabes de Kairwán, con cuya ayuda esperaban elevarse
al poder a cambio de cederles alguna cantidad de oro o quizás las propiedades
de sus adversarios.
Sea como fuere, aprovechando que el rey Rodrigo se
encontraba en campaña contra los díscolos vascones, Tarik, lugarteniente de
Muza, procedió a desembarcar sus tropas en la zona de Gibraltar, ante lo cual,
el ejército real emprendió la marcha hacia el sur, encontrándose a orillas del
Guadalete con las tropas musulmanas, momento en el que los witizanos
consumarían su traición, al huir y dejar expuestos los ejércitos leales al rey.
El inesperado y contundente éxito de las fuerzas musulmanas,
abría las puertas de Hispania a unos ejércitos que pasaron de ser aliados de
una facción rebelde, a ser invasores del reino, dado que es de suponer que los
witizanos esperaban entrar en Toledo para coronar como monarca a uno de los
suyos, si bien hubieron de conformarse con las tierras que formaban parte del
patrimonio regio y algunos cargos de importancia, aunque en la práctica
inoperativos, como la sede primada de Toledo, que fue para Oppas, o el de
«conde de los cristianos», cargos que sólo les daban cierta preeminencia sobre
la que no era sino una población romano–goda sometida y degradada a la
situación de dimmí.
Sorprendentemente, a diferencia de lo que ocurriera en
tiempos de Atanagildo y Suíntihla, cuando los godos cerraron filas frente a
unos amenazadores bizantinos y francos llamados por una facción rebelde, en 711
los witizanos colaboraron de manera activa con los musulmanes, lo que ha
llevado a algunos personajes a afirmar que nunca se produjo invasión ni
conquista musulmana alguna1.
Ciertamente, la debilidad
institucional, el grave deterioro de la situación económica, social y moral, la
división interna y el proceso de disolución territorial, contribuyeron
decisivamente a que el avance musulmán fuera más rápido y cómodo, pero no
podemos ignorar que los musulmanes estaban interesados en Hispania mucho antes
incluso de que Witiza muriera: Ya en 682, Uqba ben Nafi al–Fihri, fundador de
Kairwán, pregunta al conde Don Julián sobre las posibilidades de pasar a
Hispania, y poco antes de la definitiva invasión de 711 se contabilizan hasta
cinco importantes incursiones en la zona de Algeciras. Aunque Chalmeta
considera que la invasión del Reino visigodo de Toledo responde más bien a una
iniciativa personal de Tariq, lo cierto es que éste mismo autor señala: “Obsérvese
la absoluta coincidencia entre las campañas occidentales y orientales,
reveladoras de que estámos ante la aplicación local de una dirctriz general: la
política expansionista de Walid”2, tendencia que sólo se ve
paralizada cuando estallan luchas intestinas en el seno del Imperio islámico,
reactivándose con más fuerza cuando se alcanza de nuevo la estabilidad
política.
Emilio Cabrera, por su parte, nos da una intersante clave
para conocer los auténticos proyectos de los musulmanes con respecto a Hispania:
“Las campañas de los musulmanes en el norte de África (con la conquista de
Cartago y, posteriormente, de la Península Ibérica) son, en gran parte, el resultado de una nueva orientación estratégica como consecuencia de su fracaso ante los muros de
Constantinopla”3. Es de nuevo Chalmeta el que asevera que “el
problema esencial que se plantea entonces, por todo el orbe musulmán, será una
cuestión de reajuste entre las tropas y el fluir contínuo de nuevos inmigrados
árabes”.
Efectivamente, y a tenor de la carrera expansionista cuyos
inicios, por qué no, podríamos ya situar en torno al año 624, – cuando los
partidarios de Mahoma atacaron una caravana de comerciantes en Najla4
– resulta, cuanto menos, fuera de lugar considerar que las actividades llevadas
a cabo desde 711 hasta 732 no constituyeron acciones de naturaleza
conquistadora. La necesidad de obtener botín, esclavos y tierras donde asentar
a las belicosas tribus y guerreros que se habían ido sumando a los
conquistadores desde Arabia a la Tingitana, precisaba de nuevas conquistas en
una dinámica que se retro–alimentaba de manera contínua, de manera que, cada
conquista exigía la invasión de nuevas tierras, y como los musulmanes no
pudieran progresar por Anatolia o Grecia, decidieron reorientar su eje de avance
hacia el Norte de África, en dirección a Ifriqya y Tingitana, y desde allí
hacia la Hispania visigoda y la Galia franca.
No obstante, aunque ciertamente los árabes contaron con la
activa colaboración de diversos elementos de la población o al menos con su
indiferencia, también se dieron numerosos casos de numantina resistencia,
siendo uno de los casos más destacados el de Mérida, que resistiría el asedio
musulmán hasta el año 713. Pero el caso más fascinante es, sin duda, el del dux
Tudmir o Teodomiro .
La primera referencia que tenemos relacionada con éste
personaje nos la ofrece la Crónica Mozárabe, que según algunos autores pudo estar escrita en Murcia, donde se señala5 que en 697 y 698
Teodomiro, como dux o gobernador militar de Murcia, habría rechazado
sendas incursiones bizantinas en el contexto de la lucha que mantenían con los
árabes por Cartago6. Lo cierto, es que no era la primera vez que
ésta zona se veía sacudida por ataques bizantinos, bereberes o musulmanes, por
lo que es de preveer que allí habría una importante concentración de tropas. De
hecho, Orlandís señala que algunas provincias tendrían un “peculiar carácter
castrense”7, de manera que al frente de las mismas estaría un dux
al mando de un fuerte contingente militar, lo que explicaría la capacidad de
resistencia del duque Teodomiro.
Efectivamente, Teodomiro habría logrado salir
victorioso en varios encuentros habidos con las huestes musulmanas, dirijidas
por los hijos de Muza, Abd–el–Aziz y Abd–Allah, pero dado que sus posibilidades
para reponer tropas o recursos estarían más bien limitadas en comparación con
la capacidad del Imperio musulmán, el duque visigodo se vio forzado a negociar
finalmente con los musulmanes, suscribiendo en 713 un pacto con Abd–el–Aziz,
pacto que se ha venido conociendo como Pacto de Teodomiro, cuyo texto ha sido
objeto de variadas traducciones y diversas interpretaciones.
Siguiendo la traducción de Simonet, el cual sigue la versión
del Diccioanrio biográfico de al–Dabbí, Teodomiro se habría sometido a capitular,
“aceptando el patronato y la clientela de Dios y la clientela de su Profeta
(...) con la condición de que no se impondrá dominio sobre él ni ninguno de los
suyos; que no podrá ser cogido ni despojado de su señorío (...)”.
Felipe Maíllo Salgado, por su parte, siguiendo a Ibn
Idarí, traduce “los suyos”, como «súbditos» de Teodomiro, lo cual implicaría
una noción de soberanía, y en consecuencia, que el dux murciano no
habría sido despojado de su dominio. No obstante, quizás el pacto se esté
refiriendo a las propiedades particulares del duque y los magnates de la zona,
y no tanto al territorio como entidad administrativa o jurisdiccional.
Lo cierto es que el texto parece hacer de Teodomiro un
protegido sujeto a chizya, la capitación pagada por los dimmíes.
Sin embargo, Alfonso Carmona González considera que este pacto constituye
un documento de sulh que
“según la legislación islámica significa «un pacto mediante el que se llega
a la eliminación del conflicto», y desde el punto de vista político, «supresión
de la guerra de acuerdo con unas condiciones estipuladas»8.
¿Estámos, por tanto, ante una capitulación o más bien ante
una especie de armisticio?. El caso de Ifriqiya, por cercanía en el tiempo y el
espacio, puede ser sumamente significativo: Tras ser derrotadas en el campo de
batalla las tropas bizantino–bereberes al mando del gobernador Gregorio, los
musulmanes someten a asedio a al–Djem que sólo es levantado al concluir “una
tregua o suhl con Ibn Abi Sarh, entregando una capitación anual de 300 quintales
de oro (...) a cambio de que (los musulmanes) se retirasen del país”9
lo que, efectivamente hicieron.
Tenemos, pues, que el establecimiento de un sulh y la
exigencia de tributos, no implica la imposición de la soberanía califal y ni
siquiera la ocupación del territorio, de manera que en el caso de Tudmir,
podríamos estar más ante una tregua que ante una capitulación y que, por lo
tanto, no estámos ante un transpaso de soberanía.
Además, la imposición de tributos es una práctica que vemos
desde los tiempos de las invasiones bárbaras del Imperio Romano: El emperador
bizantino Constantino IV, por ejemplo, se vio obligado a pagar tributo a los
búlgaros, pero no por eso dejaba de ser soberano. Los reyes leoneses de la
segunda mitad del S. X también se vieron obligados a pagar tributo al poder
califal, y después al amirí, quedando degradado León a la condición de protectorado, pero no dejaba de ser por ello una entidad política
soberana.
Por su parte, el hecho de que el pacto estipule que
Teodomiro no podrá ser despojado de su señorío, implica una profunda diferencia
con la figura del conde de los mozárabes que había en Córdoba: Éste no es más
que un intermediario entre el poder musulmán y los súbditos cristianos, no pasa
de ser un representante de la comunidad mozárabe y un perceptor de impuestos
para el gobernante musulmán, un funcionario cuyo cargo está a disposición del
valí, emir o califa. Su jurisdicción afecta exclusivamente a los cristianos, de
una manera personal, no territorial, y no podemos hablar de ejercicio de poder
soberano sobre los mismos, dado que el único soberano es el emir o el califa.
Sin embargo, Teodomiro no parece ejercer un poder delegado, su cargo no está a
disposición de las autoridades musulmanas, puesto que éstas no le pueden
despojar de su señorío a voluntad, de manera que no es un mero representante de
una comunidad sometida.
El pacto explicita que su señorío, ese que no puede ser
enajenado a voluntad por parte de las autoridades musulmanas, se extiende desde
Alicante hasta Lorca y de Orihuela a Mula, de manera que su jurisdicción no
parece limitarse a los individuos, sino que tiene un carácter territorial:
¿Podemos hablar entonces de un poder política y administrativamente autónomo
con jurisdicción de carácter territorial y soberana?.
Ciertamente, Teodomiro no puede ser despojado de su señorío,
siempre y cuando cumpla con una serie de cláusulas que condicionan sus
relaciones exteriores, de manera que su soberanía queda mermada en la práctica,
pero esto no implica que Teodomiro no ejerciera funciones soberanas, al menos
como duque de Orihuela, de la misma manera que, por ejemplo, los emperadores
romanos no dejaron de ser soberanos cuando los vándalos condicionaron
coactivamente su sistema de alianzas.
De ser esto así, tendríamos que durante el S. VIII no hubo
una única entidad política soberana libre del dominio musulmán y de cierta
relevancia, sino dos, la cántabro–astur y la murciana, a cuyo frente se habrían
puesto dos duques del que fuera Reino de Toledo, Alfonso y Teodomiro.
Sin embargo, el pacto sulh parece poseer un carácter
provisional, estableciéndose por parte de los musulmanes cuando resulta
imposible someter un territorio y hacerlo parte de Dar–al–Islam, en una
concepción de relaciones intenacionales que nos recuerda a la taqiya en
las relaciones personales: Cuando el equilibrio de fuerzas se decanta a favor
del Islam, se considera lícito arremeter de nuevo contra el territorio
protegido por el pacto, dado que dicho territorio no deja de ser Dar–al–hurb,
territorio de guerra, un espacio que ha de ser incorporado al dominio islámico.
Además, el estallido de profundas tensiones internas y
fuertes convulsiones políticas, étnicas, religiosas, sociales, etc. que
sacudirán la recién conquistada al–Andalus a lo largo del S. VIII no
contribuiría demasiado a salvaguardar la integridad de un pequeño y rico
enclave cristiano pegado a los dominios musulmanes.
Efectivamente, a fin de sofocar la revuelta jarichí
protagonizada por los berberiscos que se había extendido por el Magreb y
al–Andalus, el Califa Hisham enviaría sus últimas reservas, las tropas del chund
o distrito militar sirio, las cuales, tras la batalla del río Sebú (741), se
vieron obligadas a refugiarse en Ceuta. En al–Andalus, mientras tanto, la
situación era confusa: Tras la derrota de Poitiers y la muerte del virrey
al–Gafiqí, Abd–el–Malik se había puesto al frente de las tropas, pero el califa
de Damasco no le confirmó en el cargo, encargando a Uqba tomar posesión del
valiato. Abd–el–Malik entonces aprovechó la presencia de las tropas sirias en
Ceuta, que necesitaban víveres desesperadamente, para pactar con ellas:
Abd–el–Malik les proporcionaría los anhelados víveres a cambio de ayuda para
sofocar la revuelta y consolidar su poder, y la promesa de regresar al norte de
África para terminar de sofocar la revuelta jarichí, a lo que los sirios
accedieron encantados.
Sin embargo, una vez aplastada la revuelta berberisca en la
Península, los sirios asaltaron Córdoba y proclamaron valí a su jefe, Balch,
desatando una sangrienta represión e imponiendo un abusivo régimen. La
oposición andalusí, formada fundamentalmente por yemeníes y muladíes, se vió
obligada a pedir ayuda al gobernador de Kairwán, por cuya intermediación fue
enviado Abu–l–Jattar, el cual, dotado de plenos poderes, se dispuso a organizar
la que todavía era provincia de al–Andalus, empezando por aplacar a las
díscolas tropas sirio–egipcias con el reparto de tierras y rentas entre las
mismas, pero no con las tierras de los clanes y grupos de interés musulmanes
cuyas luchas habían ensangrentado el suelo andalusí, sino proyectando las
energías de todos ellos hacia fuera, hacia un enclave cada vez más débil, pero
a la vez rico y fértil, y cuya condición de enclave cristiano neutralizaría
todo recelo y agravio entre musulmanes.
Corría el año 743 y reinaba en Murcia Atanagildo, hijo de
Teodomiro. Según Simonet, Teodomiro habría acedido a que una guarnición
musulmana se estableciera en el castillo de Orihuela10, que servía
de capital y residencia del duque, lo que indicaría una clara sumisión por
parte de éste al poder musulmán. Sin embargo, más adelante afirma que el
“egregio Príncipe Atanagildo [...] había ascendido con universal aprobación de
patricios y plebeyos al trono fundado por su padre Teodomiro, muerto en 743”, de manera que su posición no parece depender de poder alguno, sino del apoyo de sus súbditos –
especialmente de los magnates laicos y eclesiásticos, tal y como se había
estilado en Toledo, así como del derecho sucesorio basado en el parentesco, tal
y como se había intentado con desigual éxito durante el período visigodo –.
Que Atanagildo también administrara a placer las rentas
propias, y lo que es más importante, las del Estado, refuerza la idea de que el
rey de Orihuela era soberano, al menos si tenemos en cuenta que el conde de los
mozárabes de Córdoba podía administrar algunas rentas pagadas por los miembros
de su comunidad, pero no las del Estado.
Pero, como dijimos más arriba, ésta situación dependía del
equilibrio de fuerzas y la llegada de miles de sodados sirios y egipcios a la
Península inclinaba decisivamente la balanza del lado musulmán: Es por esto que
Abu–l–Jattar, ante la falta de buenas tierras donde instalar a las amenazadoras
tropas orientales, resolvió unilateralmente asentarlas en la cuenca del Segura,
es decir, en las tierras que formaban parte del reino de Orihuela. Aunque
dichas tropas quedaban como aparceros de los cristianos, Atanagildo protestó
ante lo que consideraba una violación del pacto de 713, pero en esos treinta
años las cosas habían cambiado y ahora los musulmanes habían reforzado su
poder, de manera que, aunque el califa Suleymán confirmó el pacto,11
el valí impuso a Atanagildo una cuantiosa multa que dejaba a las claras la
expuesta posición del reino cristiano12; Y es que, como señala Dozy13,
“cuando los árabes vieron asegurada su dominación, observaron los tratados
con menos rigor que en la época en que su poderío estaba aún vacilante”14.
Sería, no obstante, una nueva conmoción en el seno del
Islam, lo que habría de dar la puntilla final al Reino de Orihuela: En 750
triunfaba la sublevación de los abbasidas y Abu-l-´Abbas al–Safar fundaba un
nuevo Califato, lo que produjo la huída del último Omeya, Abd–el–Rahman, a la
que no había sido sino una alejada y semi–independiente provincia del Imperio,
esto es, al–Andalus, donde el jóven Omeya fue proclamado emir a princpios de
756.
Sin embargo, las tensiones y conflictos entre distintos
grupos de interés sacudían el país, situación que se vino a complicar con los intentos
abbasidas de someter a la que había sido una provincia del Imperio y con la
necesidad de Abd–el–Rahman de asegurar su posición: El Reino de Orihuela,
todavía extenso, fértil y situado en una zona muy expuesta, iba a jugar un
papel fundamental en el drama.
No es, seguramente, casualidad que en torno al año 778,
Abd–el–Rahman ben Habib Al–Fihri, gobernador de Ifriqiya, escogiera las costas
de Murcia para desembarcar sus tropas para, en nombre de los Abbasidas y
coordinadas con las de Carlomagno, acabar con el último reducto omeya.
Necesitado de aliados, es probable que Al–Fihri desembarcara en Murcia en
calidad de tal, tratando con una entidad política más o menos soberana y
autónoma y todavía lo suficientemente poderosa como para suponer un sensible debilitamiento
de las fuerzas omeyas. A diferencia de otros líderes andalusíes que sólo
representaban a grupos de interés clánicos, étnicos o religiosos, Atanagildo
sería soberano de un territorio y por eso al–Fihri podía contar con una base
territorial y de poder considerable y estable, a diferencia de la mayor parte
de los líderes andalusíes cuyo poder se encontraba allí donde tenían a sus
tropas y que dependía de fluctuantes alianzas e intereses.
Pero el fracaso de al–Fihri, supuso la ruina de Atanagildo,
puesto que Add–el–Rahmán I consideró que el príncipe cristiano había
transgredido el pacto de 715, al acoger a los enemigos de los Omeyas, por lo
cual, “ocupó ciudades y fortalezas, desarraigó de allí las prepotentes
familias cristians, y amarró a perpetuo y duro yugo las fértiles y un tiempo
libres y venturosas comarcas del Segura, el año de 779”15, si
bien todavía ciudades como Bigastro o Ello se resistieron durante largo tiempo
a la dominación musulmana.
No obstante, la ocupación del Reino de Orihuela parece
responder, no tanto a la denuncia del pacto, como a la nueva situación creada
en al–Andalus con la llegada y proclamación como emir de Abd–el–Rahmán I, hecho
que atrajo a gran cantidad de exiliados y clientes (maulas) orientales a la
Península a los que había que instalar sin provocar conflictos con los grupos
de interés musulmanes ya asentados: “Esa «sed de tierras», provocada por la
necesidad de proveer al sustento de omeyas y mawali recién llegados de Oriente,
implica un intento de recuperar todas las propiedades estatales [...] y no
podía por menos que afectar a los protegidos (lo que supuso) la supresión del
enclave de Tudmir/Atanagildo” 16.
El despojo sufrido por
Ardabasto, descendiente de Witiza que, precisamente en virtud a un pacto de capitulación
habría recibido numerosas propiedades, es una muestra de que Abd–el–Rahman no
despojó a Atanagildo tanto por prurito legalista, como por necesidad de asentar
a sus fieles y las bases de su poder a costa de unos cristianos que conservaban
aún considerables propiedades, pero que no podían oponer resistencia a las
decisiones del nuevo emir, tal y como se manifiesta en la forzosa conversión de
la catedral de Córdoba en mezquita.
Es así como, el Reino de Orihuela, el último vestigio del
Reino visigodo de Toledo, se incorporaba a Dar–al–Islam: «Permamsit regnum
Gothorum annis CCCLXX; destructum est a Sarracenis»17
Ciertamente, la cuestión del reino de Teodomiro ha sido
objeto de una antigua y profunda discusión por parte de los especialistas pero,
sea como fuere, parece evidente que fue la propia dinámica expansionista y
predatoria musulmana, las tensiones y divisiones internas que desgarraban al
Islam andalusí y la necesidad de los dirigentes de al–Andalus de consolidar su
poder mediante la proyección de las energías sobre la minoría débil, sobre “el
otro”, es decir, sobre los mozárabes y las formaciones políticas cristianas, lo
que condujo a la ruina de la última entidad política directamente ligada al
Reino visigodo de Toledo, en una acción equiparable a la conquista del Reino
musulmán de Granada de 149218, de manera que los “nuevos” witizanos
deberían ser más prudentes a la hora de ensalzar a los “tolerantes” andalusíes
y de cargar con las más negras tintas a los “oscurantistas conquistadores del
Norte”, puesto que una y otra visión son, cuanto menos, matizbles.
·- ·-· -······-·
J. Martín Quintana
Notas
[1]
Aunque la siguiente consideración pueda ser juzgada como anacrónica, lo cierto
es que, durante la II Guerra Mundial, la actitud witizana hubiera sido
calificada como de colaboracionista y, como ocurriera con los partidarios de
los alemanes en países como Francia, Bélgica o Noruega, habrían sido
encarcelados y ahorcados por traición y colaboración con el invasor. No
obstante, para los defensores de la penetración pacífica de los musulmanes en
Hispania, resulta que la existencia, por ejemplo de un Vidkum Quisling
implicaría que los alemanes jamás invadieron Noruega, y no digamos el caso de
Petáin en Francia, que además había sido investido con todos los poderes por
parte de un Parlamento legítimo y democráticamente elegido .
[2] Pág. 94, Chalmeta
[3] Pág. 86, Cabrera
[4] Pág. 65, Vernet
[5] infra. Orlandís
[6] Pág. 264, Orlandís.
[7] Pág. 202, Orlandis
[8] Pág. 5, Molina
Rueda.
[9] Pág. 80, Chalmeta
[10] Pág. 27, Simonet
[11]cifr. pág 200, Simonet
[12] Para Chalmeta, la posibilidad de hacer frente a tal
pago indicaría que Atanagildo era un poderoso propietario, dando así por hecho
que ese dinero provendría de ssu rentas particulares y no de la Hacienda
estatal o ducal.
[13] cit. por Simonet
[14] Pág. 201, Simonet.
[15] Fernández–Guerra, citado por Simonet en pág.
244
[16]Pág. 362 – 363, Chalmeta
[17] Pág. 245, Simonet
[18] No entro a valorar aquí la existencia de las construcciones
ideológicas astur–leonesa y castellana relacionadas con la restauración del ordo
gothico y la «recuperación de España», por las que se justificaría el
concepto de Reconquista.
Bibliografía
Álvarez Palenzuela, V.A. y Suárez Fernández, L. La España
musulmana y los inicios de los reinos cristianos (711 – 1157) en Historia
de España Madrid 1991
Cabrera, E. Historia de Bizancio Barcelona
1998
Chalmeta, P. Invasión
e islamización. La sumisión de Hispania y la formación de al–Andalus Madrid
1994
Molina Rueda, B. Aproximación al
concepto de paz en los inicios del islam
Instituto de la Paz y los
Conflictos Universidad de Granada (en internet)
Orlandis, J. Época visigoda (409 – 711) en
Historia de España Madrid 1999
Simonet, F.J. Historia de los mozárabes de España Madrid 1983
Vernet, J. Los Orígenes del Islam Madrid 1990
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