Cinco meses tras su detención, tres meses antes de ser
fusilado, José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia escribe un ensayo
sobre la historia de España: “Germánicos contra beréberes: quince siglos de
historia de España”. Lo acertado del mismo no radica sólo en su certero
análisis, sino en el premonitorio carácter de sus líneas. Nos situamos en el 13
de agosto de 1936, aún no se han lavado las manos aquellos jueces “Pilatos”
que dictarían la sentencia: Iglesias Portal, Griñán Guillén y Antón Carratalá. A
José Antonio apenas le quedaban tres meses para que estos tres “jueces” le
convirtieran definitivamente en “el ausente”. Y este póstumo ensayo, por
décadas inédito, nos revela uno de los más insignes zarpazos intelectuales de
José Antonio: ahí tenemos la impronta de Ortega, Giménez Caballero, Berdiaeff,
Spengler,… Tal es así, que los estudios sobre estas cuartillas superan a
aquellos otros, recopilatorios, dedicados a la obra doctrinal (las conocidas
“Obras Completas”, “Textos de Doctrina Política”,…). En el setenta aniversario
del asesinato de José Antonio, ante el amenazante escenario al que asistimos, el
mensaje de este ensayo recobra actualísima vigencia, con las puntuales críticas
que merece. Para su seguimiento reproducimos el texto en el único anexo.
Desde la prisión en Alicante retrotrae José Antonio la
mirada a Guadalete ,
a la noche del 27 al 28 de abril de 711, extendiéndola hasta 1492: la Reconquista. O bviamente, el fundador de la Falange escruta en nuestra historia, en sus
raciales raíces, en el supuesto crisol de alambiqueadas sangres, la causa y
explicación del conflicto encendido. José Antonio establece premisas claras. Se
debe hablar de moros y no de árabes: “es más exacto llamarles «los moros»
que «los árabes»; la mayor parte de los invasores fueron berberiscos del Norte
de África; los árabes, raza muy superior, formaban solamente la minoría
directora”. Certera observación en la diferenciación entre moros y árabes:
baste recordar el papel de los nestorianos en Gûndisapur
(sudeste de Persia), bajo el califato abbasí.
Y es que Hispania, la romanizada
Celtiberia, se tornó descuidera, dejando su honra al mejor postor, cuan
lisonjera doncella descuida su virtud. “Los que se replegaron hacia Asturias
fueron los supervivientes de entre los dignatarios y militares godos; es decir,
de los que tres siglos antes habían sido, a su vez, considerados como invasores.
El fondo popular indígena (celtibérico, semítico en gran parte, norteafricano
por afinidad en otra, más o menos romanizado todo él) era tan ajeno a los godos
como a los agarenos
recién llegados. Es más: sentía muchas más razones de simpatía étnica y consuetudinaria
con los vecinos del otro lado del estrecho que con los rubios danubianos
aparecidos tres siglos antes. Probablemente la masa popular española se sintió
mucho más a su gusto gobernada por los moros que dominada por los germanos”.
No José Antonio, no. Hacia el norte, hacia Asturias –por supuesto- pero
también a otras tierras, se replegarían miríadas de visigodos e hispano-romanos
huyendo de Tarik y los suyos, celosos de su fe, su Patria y su justicia. Pero
el dominio godo español, constatado desde el 406 en Veleia (Álava), no
se extendía sólo a la Península, sino que alcanzaba el norte de África .
Cuando desaparece el reino vándalo en el norte de África, bajo el Imperio
bizantino, las tribus moras del interior desencadenan una persecución hacia los
monjes africanos, particularmente dura durante el siglo VI.
Buscando el amparo de los reyes visigodos, aún arrianos, llegarían los abades
Donato y Nancto. Aquí hierra José Antonio: el pueblo no era tan ajeno, desde
hacía tres siglos, a los godos como lo habría de ser a los musulmanes. De forma
que -hay que decirlo- la masa popular no se sentía mayormente a gusto bajo “los
moros” que bajo los visigodos, pues la irrupción de aquellos suponía (cuando
menos) una brutal ruptura institucional (Iglesia, Estado, Derecho) de tres
siglos. De haberlo estado, no se habría prologado tanto la Reconquista :
fueraparte
otros factores. La invasión de Hispania que comenzó en abril del 711, venía
pues precedida por una presión persecutoria, en el norte de África, desde la segunda
mitad del VI: tres siglos antes de Guadalete. Que el pueblo estaba plenamente
romanizado es claro ,
a la postre la vieja Hispania llegaría a tomar el relevo del Sacro
Imperio desde la toma de Granada (1492), al poco de la caída de Constantinopla
a manos de los turcos (1453). E igualmente claro e irrefutable es que en
Hispania, antes del s. VIII, no existían significativos núcleos poblacionales
islámicos, por más que se empeñe algún carcunda rehabilitado bajo la
novedosísima doctrina de “la alianza de civilizaciones y la recuperación de la
memoria histórica” .
De forma que “el fondo popular indígena” no era, en
absoluto, “norteafricano”, sino “celtibérico”, romano y visigodo .
Sobre el fondo “semítico en gran parte”, se nos desvela un parco conocimiento
histórico por parte de José Antonio. Mucho se ha escrito sobre el tema, insistiendo
en ese componente racial hebreo de los hispanos, obedeciendo -por lo general- a
espurios intereses sefarditas. Lo que resulta irrebatible es que los
matrimonios mixtos, entre judíos y no judíos, estaban no sólo prohibidos, sino
penalizados ,
por ambas partes. Incluso el comercio entre ambas fue estrictamente regulado .
Existía pues, una animadversión mutua entre hispanos y hebreos, ya desde
tiempos góticos. Y es que el padre de Witiza no herraba al desconfiar de los
judíos. Animadversión que obviamente se justificaría, más aún, por el
manifiesto colaboracionismo de los ladinos residentes con los musulmanes
invasores. En el XVII concilio toledano (694) Egica denunciaba la conspiración
judía sobre hechos fehacientemente corroborados: los hebreos peninsulares
entraron en contacto con la tribu magrebí de Yerawa; sólo quedaban diecisiete
años para que el valí de Tánger desembarcara con sus bereberes. Antes aún, en
el XII concilio toledano (680), Ervigio exhortaba: “extirpad de raíz la
peste judaica, que sin cesar rebrota con renovada locura”. Retrotrayéndonos
en el tiempo, el 1 de julio del 612 Sisebuto libera a los cristianos de la
esclavitud (Liber Iudiciorum): en adelante ningún cristiano se hallaría
sujeto a un judío por cualquier clase de relación (servidumbre, patrocinio,
trabajos,…); los judíos deberían vender sus siervos cristianos o emanciparlos
con manumisión plena .
El hecho, según señalan historiadores islámicos, es que la disposición de los
judíos peninsulares, más favorable a los árabes que a los godos ante la
invasión musulmana de Tarik y Muza, facilitaría la rápida ocupación de España.
Citemos tres ejemplos de esa cooperación hebreo-musulmana:
1.
En Toledo, Tarik organizó militarmente la comunidad sefardí para
confiarle la custodia de la ciudad.
2.
Lo mismo sucedería en Elvira, Mérida y Sevilla.
3.
Tarragona sería rebautizada como Medina-al-Yahud (“ciudad de los
judíos”) por los invasores.
En palabras de Orlandis (op cit): “La cuestión
judía constituyó un importante problema, tanto pastoral como político, que
perturbó la vida del reino visigodo-español y contribuyó en alguna medida a su
desintegración y ruina”. Y es que, tras la conversión del arrianismo de los
visigodos, los iudaei constituían una excepción en la unidad católica:
una ruptura en la unidad que, pronto, se revelaría eficacísima en la
desmembración de España. Por ende, el compromiso de los judíos conversos de
comportarse como buenos cristianos,
signados -por ejemplo- en Toledo bajo los reinados de Chíntila (637-639) y
Recesvinto (653-672), resultaron no ya dudosos, sino perversos en extrema
falsedad. En fin, la persistencia del elemento semita, desde el reino
visigodo-católico hasta la toma de Granada, queda acreditada por su estrecha
colaboración con los invasores musulmanes durante setecientos ochenta años o,
lo que es lo mismo, no menos de catorce generaciones .
Colaboración no sólo política y militar :
crediticia ante todo .
Las comunidades sefardíes
permanecerían aisladas, sanguínea y socialmente, desde entonces .
Así pues, nos resulta en extremo desacertada, por no decir
equívoca, la interpretación de José Antonio: “Es más [el fondo popular
indígena]: sentía muchas más razones de simpatía étnica y consuetudinaria
con los vecinos del otro lado del estrecho que con los rubios danubianos
aparecidos tres siglos antes. Probablemente la masa popular española se sintió
mucho más a su gusto gobernada por los moros que dominada por los germanos”. Nefasto
desconocimiento de lo sucedido, al menos, entre los reinados de Sisebuto e
Isabel y Ferenando. Resulta obvio que el pueblo español, tras tres siglos de
reinado visigótico y unido en la cristiandad, no se sintiera nada cómodo bajo
los invasores bereberes, ni tampoco bajo la esclavitud (sensu lato)
judía de la que ya habían liberados. Evidentemente, aunque no fueron los judíos
la única causa de la desintegración y ruina del reino visigodo-español ,
es claro que, una vez más, la historia manifiesta el afán patricida de la ley
mosaica.
Prosigue José Antonio exponiendo: “Desde Guadalete (año
711) hasta Covadonga (718) no habla la Historia de ninguna batalla entre forasteros e indígenas… Toda la inmensa España fue ocupada en paz.” En primer
lugar, deben ponderarse toda una serie de factores que precipitaron el final de
la España visigoda. Empezando por la peste bubónica durante la última década
del siglo VII, reinando Egica. No olvidando las terribles hambrunas que se
sucedieron, a causa de las malas cosechas, en el 641 y entre el 707 y 709 ,
por ejemplo. Paralelamente, una grave crisis económica provocó una
desmoralización generalizada, incrementándose el número de suicidios .
A la par que una aguda crisis eclesiástica, a raíz de la muerte del primado
Julián de Toledo, último gran representante de la “era isidoriana”, se
manifestó en un deterioro de la moralidad del clero .
Asimismo, siguieron sucediéndose las plagas de langosta durante los siglos VI y
VII (que podían durar hasta cinco años), afectando a unos 3.300.000 hectáreas .
El último factor, ya comentado, fue el papel de las “quintacolumnistas” comunidades
judaizantes
y judías: verdaderas enemigas del reino toledano y prestas a colaborar con los
musulmanes. Indudablemente, también influenció la rebelión de la Narbonense en la primavera del 673 y el sometimiento de los vascones: algo que desgastaría el
ejército de Wamba, desplazado desde Toledo. De forma que, para empezar, nos
encontramos con una población hispana seriamente flagelada por problemas varios
y demográficamente mermada. Para Ortega
la desgracia española se debió a que el ingrediente “germánico” (visigodo) nos
vino debilitado por su contacto con el “romano”.
En el final de la España visigoda, cuando “toda la
inmensa España fue ocupada en paz”, el detonante final resultaría ser el
papel desempeñado por el clan witiziano. Los primados Sisberto y Oppa ,
hermanos de Witiza (702-710), quisieron imponer como rey al hijo mayor de
aquel: Akhila. Sin embargo, el “senado” visigodo elegiría como tal a Roderico .
Despecho ante el que los witizianos no tardaron en reaccionar, enviando al
conde don Julián (gobernador de Ceuta y la región del Estrecho) a solicitar el
apoyo árabe a favor de sus pretensiones .
Es así como don Julián reclamó la ayuda de Tarik (“valí” de Tánger) y Musa
(“valí” de África) .
El momento de la invasión musulmana resultó cuidadosamente elegido. Hubo una
primera incursión en el verano del 710. Pero la definitiva, la del 27 al 28 de
abril del 711 ,
se desencadenaría cuando el rey Roderico se encontraba, precisamente, lejos de
su ducado (la Bética): guerreando en Pamplona contra los vascones o en la
cuenca del Ebro luchando contra Akhila. Hubo pues de bajar apresuradamente don
Rodrigo con sus fideles hasta orillas del Guadalete, donde perdería la
vida el 23 de julio tras -al menos- ocho batallas .
La derrota visigoda fue posible por otra perfidia witiziana: el rey había
otorgado el mando de las alas de su ejército a Olmundo y Ardabasto, los otros
hijos de Witiza, comandantes que abandonaron la lucha dejando al último rey
godo en franca minoría.
Así, no es extraño interpretar esa invasión “en paz”.
Mermadas las fuerzas hispanas, como comentábamos, resulta un verdadero milagro
que, tan sólo, siete años después fueran capaces de reorganizarse y responder.
Siete años para reclutar un nuevo ejército, para acoger a los que huían de la
barbarie islámica, para refugiarse en la Cornisa Cantábrica. Durante siete años habría de producirse un flujo migratorio desde Jerez
de la Frontera hasta la línea del Duero y, aun más, hacia el norte .
Que -en palabras de José Antonio- no hable “la Historia de ninguna batalla” entretanto, nada significa por cuanto no sería de extrañar
que batallas “menores”, durante esos siete años, no hayan quedado reflejadas en
la historiografía, más aún si -como es de suponer- terminaran en derrotas para
los hispanos.
Vuelve José Antonio a insistir en la idea de que los
hispanos no sólo se sentían cómodos con bereberes, sino que hubo una
compenetración (un cruce racial) que no se daría con los godos .
Esta tesis, fruto de una desquiciada idiocia, ha venido rodando y rodando:
tomándose por cierta por la communis opinio.
Ya hemos refutado la misma, especialmente en lo referido a los judíos y a los
musulmanes. Pero, ¿puede tener una mínima credibilidad afirmaciones como: “mientras
que la compenetración entre indígenas y godos, entorpecida durante 200 años por
la dualidad jurídica y en el fondo rehusada siempre por el sentido racial de
los germánicos, no pasó nunca de ser superficial”? Parece que para el
Marqués de Estella los invasores fueron los visigodos (colonizadores, en todo
caso), no los agarenos; es decir: el problema lo constituiría precisamente el
salvífico sustrato europeo. Los pueblos germánicos que, a partir del 406, se
establecieron en la Península Ibérica fueron los suevos (paganos) y los visigodos (arrianos), pues los alanos
desaparecerían pronto y los vándalos (arrianos, en principio) pasaron al norte
de África. Los suevos comenzarían a convertirse al catolicismo en el 448, bajo
el reinado de Rekhiario, para concluir, no sin ulteriores apostasías
arrianistas, en el II concilio Bracarense (572) gracias a san Martín de Braga. Por
lo que se refiere a los visigodos, sería Recaredo, ya convertido al
catolicismo, quien impuso, en el III concilio de Toledo (589) ,
la unidad católica como unidad religiosa de España. De forma que, transcurridos
ciento ochenta y tres años desde las “invasiones bárbaras”, la unidad católica
era un hecho, gracias -en parte- al influjo de la mayoritaria población
hispano-romana de confeso catolicismo.
Respecto a esos “200 años… [de]… dualidad
jurídica” entre hispano-romanos y godos, cabe asimismo puntualizar. Si bien
las primeras leyes visigodas son de temprana factura ,
habría de ser el Código de Eurico (466-484) el primer atisbo legislador de
relevancia. Ahora bien, ¿coexistieron ordenamientos jurídicos distintos, según
el origen de los súbditos? Desde que los visigodos pidieron licencia al
emperador Valente
para instalarse en territorios de Roma, se abrieron al Derecho romano “y
llenaron con sus formas vulgares el vacío que representaba su pobreza jurídica
para responder a las necesidades nuevas derivadas de la creación de un gran
reino en el occidente europeo” .
Es decir, los visigodos se comprometieron a vivir conforme a las leyes
romanas y, así, puede interpretarse el Código de Eurico como una fuente de
Derecho romano con ciertos rasgos germánicos. García Gallo
y Vismara
aportan otros argumentos rebatiendo esa supuesta dualidad jurídica. Lo que venimos
a encontrar, en fin, es una convergente complementariedad, de dos ordenamientos
jurídicos: no una dualidad.
¿Dualidad “en el fondo rehusada [la compenetración] siempre
por el sentido racial de los germánicos”? Bien, hemos visto que no existió
dualidad alguna, sino acomodación del Derecho visigodo al romano, tras
solicitar licencia al emperador. No es tampoco cierto que los germánicos
rehusaran casarse con la población indígena .
Ilustres ejemplos así lo demuestran. Recaredo, por ejemplo, contrajo matrimonio
católico con la plebeya Baddo en vísperas del III concilio de Toledo (589): su
hijo Liuva II apenas reinaría dos años. Bajo el reinado de Recaredo,
precisamente, destacó el hispano-romano duque de Lusitania, que por sofocar la
revuelta arriana de Mérida (587) recibiría el título de Claudio :
el mejor general visigodo. Claudio, además, fue instructor militar del arriano
Witérico: uno de los implicados en la revuelta. El abad godo-católico Juan de
Bíclaro es otro claro ejemplo, al igual que el prelado Másona. Y qué decir del
clemente Sisebuto (612-621), en sus cartas a su rival el patricio Cesario
(gobernador de la España imperial): “Si se producen guerras, si la cruenta
espada se ensaña por doquier, si los vicios de los hombres hacen que los tiempos
presentes sean tiempos belicosos, ¿qué cuentas, pensadlo, habrá que rendir a
Dios por tantos crímenes, por tantas calamidades, por tantas funestas heridas?”
Sisebuto fue un prolífico escritor ,
entre cuyas obras figuran “Vida y Pasión de san Desiderio” (un obispo mártir de
Borgoña), y un esforzado apologista católico .
Ascetas memorables de obligada referencia son: el ítalo-hispano Victorián, abad
del monasterio pirenaico de Asán ;
el riojano Emiliano (san Millán de la Cogolla) (474-574). La historia del obispo Marciano de Écija, condenado a perder el cargo en el II concilio de
Sevilla (619) y rehabilitado en el VI de Toledo (638), demuestra -además- cuan
eficaz era la justicia en la Iglesia visigoda. Por citar un último ejemplo,
cabe referenciar el de la noble virgen Benedicta, perteneciente a la
aristocracia senatorial de la Bética, prometida de un gardingo
que optó, ante la llamada vocacional, por huir a la vida cenobítica .
Los únicos indígenas con los que existió cierta
confrontación por parte de los visigodos fueron, como ya hemos citado, los
vascones, fueraparte de los judíos. Sus continuas revueltas les harían
merecedores del término “bárbaros”, mucho antes
de la urgente expedición de Roderico a Pamplona, en vísperas del desastre de
Guadalete.
Pero, bajo la óptica joseantoniana “la Reconquista no es, pues, una empresa popular española contra una invasión
extranjera; es, en realidad, una nueva conquista germánica; una pugna
multisecular por el poder militar y político entre una minoría semítica de gran
raza -los árabes- y una minoría aria de gran raza -los godos-.” No extraña
tal interpretación analizando, como hemos ido planteando, este ensayo. Pugna
sí, pero no en base a criterios raciales nada claros para José Antonio.
Volvemos a reiterar: existía una mayoría indígena hispano-romana, con la que
confraternizó y se cruzó la minoría goda durante tres siglos. Y ya, como hemos
visto, en el 711 resulta difícil discernir entre hispano-romanos y godos: al
cabo de, no menos, de cinco/seis generaciones.
La Reconquista, por más que se niegue la mayor, si fue una empresa popular
española (de hispano-romanos y visigodos, de estirpes ambas ya fundidas). El
fuero de Brañosera (Palencia)
es el primero del que se tiene noticia: el primer repoblamiento datado del 3 de
octubre del 814 (noventa y cinco años después de la batalla de Covadonga): “Exierunt
foras montani de Malacoria et venerunt ad Castella”.
Se conocen los nombres, hispano-romanos por cierto, de aquellos
repobladores: Vabro, Feliz, Cristuébalo, Zonio y Cervello. Del citado pasaje,
recogido en los “Anales Castellanos”, derivó el término “foramontano”
para referirse a los repobladores .
Término que, aunque no recogido por el diccionario de la Real Academia, salpica la toponimia nacional: Faramontanos de la Sierra y Faramontanos de Tábara (en Zamora), Faramontaos y dos Foramontaos (Orense), por
ejemplo .
Esta empresa popular española, a pesar de sus detractores ,
tendría un enorme éxito, pronto se repoblaría hasta la línea del Ebro,
alcanzándose la del Duero a finales del reinado de Alfonso II (866-910) :
las antiguas Vardulias (Castilla). En fin, la Reconquista no supone “una nueva conquista germánica”, sino -obviamente- una
recuperación de la lo ya conquistado, de lo ya propio de visigodos e hispano-romanos.
Que “a nadie se ha ocurrido llamar los «españoles» a los que combatían
contra los agarenos, sino «los cristianos» por oposición a «los moros»,
aunque no es extensible a todos los autores, si manifiesta esa pugna religiosa
de la que habla José Antonio. Ahora bien, cabe reseñar que España se cimienta,
precisamente, en su concepto y unidad sobre la unidad católica; por tanto,
antes, durante y después de la Reconquista: “español” es sinónimo de
“cristiano”. Hasta que torvas y aviesas interpretaciones ilustracionistas
vinieran a desacreditar la identidad occidental.
Y si, como hemos visto, la Reconquista es una empresa popular española, no cabe caracterizarla como “una empresa
europea”, por muchos caballeros de Francia o Alemania que acudieran a
España a luchar contra los musulmanes .
Por más que los reconquistadores compartieran el carácter católico-germánico
europeo, fruto en parte -no lo olvidemos- del sustrato católico-romano. Así,
bien es cierto que “La unidad nacional bajo los Reyes Católicos es, pues, la
edificación del Estado unitario español con el sentido europeo, católico,
germánico de toda la Reconquista. Y la culminación de la obra de germanización
social y económica de España”.
Sobre la colonización y evangelización de América, cabe
hacer algunas puntualizaciones a lo escrito por José Antonio. Cierto que “en
nuestros días [situémonos en la década de los treinta], las regiones de
donde sale mayor número de emigrantes… son las del norte, las más germanizadas,
las más europeas,…”. No siempre fue así, piénsese en el gran número de
extremeños y andaluces que participaron en la conquista. Que avanzando la
historia, los habitantes del norte se dirigieran preferentemente hacia el
oeste, cruzando el Atlántico, en tanto que los del sur lo hicieran hacia
África, cruzando el Estrecho, no es sino una lógica cuestión de “salidas
naturales”. Lo que resulta irrefutable es que “sólo Roma y la Cristiandad germánica pudieron transmitir a España la vocación expansiva, católica, de la
conquista de América”. En esta frase reconoce José Antonio, finalmente, el
resultado de la fusión hispano-romana-germánica.
Muy certero es el análisis joseantoniano referido a la
pérdida de la hegemonía española con los Habsburgo. España se enfrentará en
Europa por la defensa de la unidad católica: perdiendo la partida.
Progresivamente se irá perdiendo el dominio sobre América. Es la pérdida de “la
unidad de destino en lo universal” .
Vayamos al final del texto, a la conclusión. “Acaso
España se parta en pedazos, desde una frontera que dibuje, dentro de la Península el verdadero límite de África. Acaso toda España se africanice. Lo indudable es
que, para mucho tiempo, España dejará de contar en Europa. Y entonces, los que
por solidaridad de cultura y aún por misteriosa voz de sangre nos sentimos
ligados al destino europeo, ¿podremos transmutar nuestro patriotismo de
estirpe, que ama a esta tierra porque nuestros antepasados la ganaron para
darle forma, en un patriotismo telúrico, que ame a esta tierra por ser ella, a
pesar de que en su anchura haya enmudecido hasta el último eco de nuestro
destino familiar?” Bien, puede argumentarse que España, efectivamente,
dejaría de contar en Europa por no alinearse con el Eje. Pero también que, de
haberlo hecho y perder la guerra, habría quedado apartada. Sea como fuere, ¿nos
interesaba esa Europa? O más bien, ¿España se convertiría en la salvaguarda, al
menos durante unas décadas, de los valores católicos y humanísticos (europeos,
en su vieja esencia, en fin)? El vaticinio de José Antonio parece cumplirse no
entonces, sino ahora: en esta Europa laica que se africaniza por momentos. El
límite de África ya no se sitúa en la Península, sino que alcanza París, Berlín, Roma, Londres,… La pérdida de la identidad católica europea ha traído, con el paso
de los siglos, una nueva invasión de Europa, doce siglos después: y esta vez no
por la fuerza del agareno, sino por la relajación (laicista y anticatólica) del
viejo continente.
A modo de reflexión y concluyendo. El ensayo de José Antonio
adolece, bajo un discurso equívoco, de ciertas inexactitudes, contradicciones y
errores. A pesar de todo, el mensaje de fondo parece acertado en la conclusión
analítica. Podríamos preguntarnos si el título correcto, leídos los primeros
párrafos, acaso no debería ser “¿Germánicos contra bereberes?” Pues la
interpretación del original (“Germánicos contra bereberes”) resulta más
identificable según se avanza en la lectura. El interrogante, el elemento de
disociación entre ambos lo encontrará el lector en la detenida lectura del
adjunto anexo: el ensayo original de José Antonio. Y es ese un elemento clave
al que, invitamos, desde la lectura de este estudio a participar en
discernirlo.
____________________________________
Anexo: El ensayo de José
Antonio. “Germánicos contra
bereberes; quince siglos de historia de España”.
¿Qué fue la Reconquista? Un criterio superficial de la Historia tiende a considerar España como una
especie de fondo o substratum permanente sobre el cual desfilan diversas
invasiones, a las que nos hace asistir como solidarios con aquel elemento
aborigen. Dominación fenicia, cartaginesa, romana, goda, africana... De niños
hemos presenciado mentalmente todas esas dominaciones en calidad de sujetos
pacientes; es decir, como miembros del pueblo invadido. Ninguno de
nosotros, en su infancia romancesca, ha dejado de sentirse sucesor de Viriato,
de Sertorio, de los Numantinos [sic]. El invasor era siempre nuestro enemigo;
el invadido nuestro compatriota.
Cuando la cosa se considera más
despacio, ya al apuntar la madurez, cae uno en esta perplejidad: después de
todo -se pregunta- no sólo mi cultura sino aún mi sangre y mis entrañas ¿tienen
más de común con el celtíbero aborigen que con el romano civilizado? Es decir,
¿no tendré un perfecto derecho, aún por fuero de la sangre, a mirar la tierra
española con ojos de invasor romano; a considerar con orgullo esta tierra no
como remota cuna de los míos sino como incorporada por los míos a una nueva
forma de cultura y de existencia? ¿Quién me dice que, en el sitio de Numancia,
haya dentro de las murallas más sangre mía, más valores de cultura míos, que en
los campamentos sitiadores?
Quizá podamos entender esto
señaladamente bien los que procedemos de familias que han visto nacer muchas de
sus generaciones en la América hispana. Nuestros antepasados transatlánticos,
como nuestros actuales parientes de allá, se sienten tan americanos como
nosotros españoles; pero saben que su calidad americana les viene como
descendientes de los que dieron a América su forma presente. Sienten a América
como entrañablemente suya porque sus antepasados la ganaron. Aquellos
antepasados procedían de otro solar, que ya es, para sus descendientes, más o
menos extranjero. En cambio la tierra en que actualmente viven, siglos atrás
extranjera, es ahora la suya, la definitivamente incorporada por unos remotos
abuelos al destino vital de su estirpe.
Estos dos puntos de vista descansan
sobre dos maneras de entender la patria: o como razón de tierra o como razón de
destino. Para unos la patria es el asiento físico de la cuna; toda tradición es
una tradición espacial, geográfica. Para otros la patria es la tradición física
de un destino; la tradición, así entendida, es predominantemente temporal,
histórica.
Con esta previa delimitación de
conceptos cabe reasumir la cuestión inicial: ¿qué fue la Reconquista? Ya se sabe: desde el punto de vista infantil, el lento recobro de la tierra
española por los españoles contra los moros que la habían invadido. Pero
la cosa no fue así. En primer lugar los moros (es más exacto llamarles
"los moros" que "los árabes"; la mayor parte de los
invasores fueron berberiscos del Norte de África; los árabes, raza muy
superior, formaban solamente la minoría directora) ocuparon la casi totalidad
de la Península en poco tiempo más del necesario para una toma de posesión
material, sin lucha. Desde Guadalete (año 711) hasta Covadonga (718) no habla la Historia de ninguna batalla entre forasteros e indígenas. Hasta el reino de Todomir, en
Murcia, se constituyó por buenas componendas con los moros. Toda la inmensa
España fue ocupada en paz. España, naturalmente, con los españoles que
habitaban en ella. Los que se replegaron hacia Asturias fueron los
supervivientes de entre los dignatarios y militares godos; es decir, de
los que tres siglos antes habían sido, a su vez, considerados como invasores.
El fondo popular indígena (celtibérico, semítico en gran parte, norteafricano
por afinidad en otra, más o menos romanizado todo él) era tan ajeno a los godos
como a los agarenos recién llegados. Es más: sentía muchas más razones de
simpatía étnica y consuetudinaria con los vecinos del otro lado
del estrecho que con los rubios danubianos aparecidos tres siglos antes.
Probablemente la masa popular española se sintió mucho más a su gusto gobernada
por los moros que dominada por los germanos. Esto al principio de la Reconquista; al final no hay ni que hablar. Después de 600, de 700, de casi (en algunos
sitios) 800 años de convivencia, la fusión de sangre y usos entre aborígenes y
bereberes era indestructible; mientras que la compenetración entre indígenas y
godos, entorpecida durante 200 años por la dualidad jurídica y en el fondo
rehusada siempre por el sentido racial de los germánicos, no pasó nunca de ser
superficial.
La Reconquista no es, pues, una empresa popular española contra una invasión extranjera; es, en
realidad, una nueva conquista germánica; una pugna multisecular por el poder
militar y político entre una minoría semítica de gran raza -los árabes- y una
minoría aria de gran raza -los godos-. En esa pugna toman parte bereberes y
aborígenes en calidad de gente de tropa unas veces y otras veces en actitud de
súbditos resignados de unos u otros dominadores, quizá con marcada preferencia,
al menos en gran parte del territorio, por los sarracenos.
Hasta tal punto es la Reconquista una guerra entre partidos y no una guerra de la independencia que a nadie se le
ha ocurrido nunca llamar los "españoles" a los que combatían contra
los agarenos, sino "los cristianos" por oposición a "los
moros". La Reconquista fue una disputa bélica por el poder político y
militar entre dos pueblos dominadores, polarizada en torno de una pugna
religiosa.
Del lado cristiano los jefes
preeminentes son todos de sangre goda. A Pelayo se le alza en Covadonga sobre
el pavés como continuador de la Monarquía sepultada junto al Guadalete. Los capitanes de los primeros núcleos cristianos tienen un aire inequívoco de
príncipes de sangre y mentalidad germánica. Más: se sienten ligados desde el
principio a la gran comunidad catolicogermánica europea. Cuando Alfonso el
Sabio aspira al trono imperial no adopta una actitud extravagante: pleitea, con
el alegato de la madurez política de su reino, por lo que podía alentar desde
siglos antes en la conciencia de príncipe cristianogermánico de cada
jefe de los Estados reconquistadores. La Reconquista es una empresa europea -es decir, en aquella sazón, germánica-. Muchas veces acuden de hecho para guerrear
contra los moros señores libres de Francia y de Alemania. Los reinos que se
forman tienen una planta germánica innegable. Acaso no haya Estados en Europa
que tengan mejor impreso el sello europeo de la germanidad que el condado de
Barcelona y el reino de León.
En esquema -abstracción hecha de
los mil acarreos e influencias recíprocas de todos los elementos étnicos
removidos durante ochocientos años- la Monarquía triunfante de los Reyes Católicos es la restauración de la Monarquía góticoespañola, católicoeuropea, destronada en
el siglo VIII. La mentalidad popular distinguía entonces difícilmente entre
nación y rey. Por otra parte, considerables extensiones de España,
singularmente Asturias, León y el Norte de Castilla habían sido germanizadas,
casi sin solución de continuidad, durante mil años (desde principios del siglo
V hasta fines del XV, sin más interrupción que los años que van desde el
Guadalete hasta el recobro de las tierras del Norte por los jefes
godocristianos) sin contar con que su afinidad étnica con el Norte de África
era mucho menor que la de las gentes del Sur y Levante. La unidad nacional bajo
los Reyes Católicos es, pues, la edificación del Estado unitario español con el
sentido europeo, católico, germánico, de toda la Reconquista. Y la culminación de la obra de germanización social y económica de
España, no se olvide esto, porque quizá por ahí va a encontrar la constante
berebere su primera rendija para la rebelión.
En efecto: el tipo de dominación
árabe era preponderantemente político y militar. Los árabes tenían vagamente el
sentido de la territorialidad. No se adueñaban de las tierras, en el
estricto sentido jurídicoprivado. Así pues la población campesina de las
comarcas más largamente dominadas por los árabes (Andalucía, Levante)
permanecía en una situación de libre disfrute de la tierra, en forma de pequeña
propiedad y, acaso, de propiedades colectivas. El andaluz aborigen,
semiberebere, y la población berebere que nutrió más copiosamente las filas
árabes, gozaba, pues, una paz elemental y libre, inepta para grandes empresas
de cultura, pero deliciosa para un pueblo indolente, imaginativo y melancólico
como el andaluz. En cambio los cristianos, germánicos, traían en la sangre el
sentido feudal de la propiedad. Cuando conquistaban las tierras erigían sobre
ellas señoríos, no ya puramente políticomilitares como los de los árabes, sino
patrimoniales al mismo tiempo que políticos. El campesino pasaba, en el caso
mejor, a ser vasallo; tiempo adelante, cuando por la atenuación del
aspecto jurisdiccional, político, los señoríos van subrayando su carácter
patrimonial, los vasallos, completamente desarraigados, caen en la condición
terrible de jornaleros.
La organización germánica, de tipo
aristocrático, jerárquico, era, en su base, mucho más dura. Para justificar tal
dureza su comprometía a realizar alguna gran tarea histórica. Era, en realidad,
la dominación política y económica sobre un pueblo casi primitivo. Toda aquella
enorme armadura: Monarquía, Iglesia, aristocracia, podía intentar la
justificación de sus pesados privilegios a título de cumplidora de un gran
destino en la Historia. Y lo intentó por doble camino: la conquista de América
y la Contrarreforma.
Es un tópico (puesto en circulación
por la literatura berebere de que se hablará más tarde) el decir que la
conquista de América es obra de la espontaneidad popular española, realizada
casi a despecho de la España oficial. No se puede sostener esa tesis en serio.
Muchas de las expediciones se organizaron, ciertamente, como empresa privada;
pero el sentido de la cristianización y colonización de América está contenido
en el monumento de las Leyes de Indias, obra que encierra un pensamiento
constante del Estado español al través [sic] de vicisitudes seculares. Y la
conquista de América es también una tesis catolicogermánica. Tiene un sentido
de universalidad sin la menor raíz celtibérica y berebere. Sólo Roma y la Cristiandad germánica pudieron transmitir a España la vocación expansiva, católica, de la
conquista de América. Lo que se llama el espíritu aventurero español ¿será
español de veras en el sentido aborigen o berebere o será una de las señales de
la sangre germánica? No se desdeñe el dato de que, aún en nuestros días, las
regiones de donde sale mayor número de emigrantes, es decir, de aventureros,
son las del norte, las más germanizadas, las más europeas, las que, desde un
punto de vista castizo y pintoresco, podrían llamarse menos españolas. En
cambio es todavía abundantísimo el número de andaluces y levantinos que se
trasplanta a Marruecos, a Orán, a Argelia y que vive allí absolutamente como en
su casa, como una cepa que reconoce la tierra lejana de donde arrancaron a su
ascendiente. Esta derivación meridional y levantina hacia África no tiene la
menor homogeneidad con las expediciones colonizadoras hacia América. Incluso
África y América han sido constantemente como las consignas de dos partidos
políticos y literarios españoles. De dos partidos que coinciden exactamente en
casi todos los instantes con el liberal y el conservador; el popular y el
aristocrático; el berebere y el germánico. Era cosa casi obligada que un escritor
antiaristocrático, antieclesiástico, antimonárquico, incorporase a su
repertorio frases como ésta: "Más valía que la Monarquía española, en vez de extenuar a España en la empresa de América, hubiera buscado
nuestra expansión natural, que es África".
Al lado de la conquista de América la España germánica (doblemente germánica ahora bajo la dinastía de los Habsburgo) riñe en
Europa el combate católico por la unidad. Lo riñe y, a la larga, lo pierde. Y,
como consecuencia, pierde América. La justificación moral e histórica de la
dominación sobre América se hallaba en la idea de la unidad religiosa del
mundo. El catolicismo era la justificación del poder de España. Pero el
catolicismo había perdido la partida. Vencido el catolicismo, España se
quedaba sin título que alegar para el imperio de Occidente. Su credencial
estaba caducada. Ya lo vio el astuto [sic] Richelieu que, para hundir a la casa
de Austria, no vaciló en auxiliar a los paladines de la Reforma. Sabía muy bien que la piedra angular de los Habsburgo era la unidad católica de la Cristiandad.
Y así, perdida la partida en Europa
primero, en América después ¿qué tarea de valor universal alegaría la España dominadora -Monarquía, Iglesia, aristocracia- para conservar su situación de
privilegio? Falta de justificación histórica, dimitida toda función directiva,
sus ventajas económicas y políticas quedaban en puro abuso. Por otra
parte, con la falta de empleo, las clases directoras habían perdido el brío,
incluso para la propia defensa. Se observa una colección de fenómenos
semejantes en extremo a la decadencia de la monarquía visigótica. Y la fuerza
latente, nunca extinguida, del pueblo berebere sometido, inicia abiertamente su
desquite.
Porque, aún en las horas cenitales
de la dominación, la "constante berebere" no había dejado de existir
y de obrar nunca. Los pueblos superpuestos, dominador y dominado, germánico y
aborigen berebere, no se habían fundido. Ni siquiera se entendían. El pueblo
dominador vigilaba el no mezclarse con el dominado (hasta 1756 no se deroga una
pragmática de Isabel la Católica que exigía probar pureza de sangre, es decir,
condición de cristiano viejo, sin mezcla de judío o moro, aún para desempeñar
modestísimas funciones de autoridad). El pueblo dominado, entre tanto, detesta al
dominador. Con un giro muy típico, adopta respecto de los dominadores
apariencia de sumisión irónica. En Andalucía se llega a los más exagerados
extremos de adulación; pero bajo esa adulación aparente se venga la más
desdeñosa zumba hacia el adulado. Esta actitud, la burla, es la más dulcemente
resignada que adopta el pueblo desposeído. Más arriba aparece ya el odio y,
sobre todo, la afirmación permanente de la separación. En España la expresión
"el pueblo" guarda siempre un tono particularista y hostil. El
"pueblo hebreo" comprendía, naturalmente, a los profetas. El
"pueblo inglés" incluye a los lores; ¡a buena hora permitiría
un inglés corriente que no le considerasen solidarizado, bajo la denominación
popular de inglés, con los primeros jerarcas del país! Aquí no: cuando se dice
"el pueblo" se quiere decir lo indiferenciado, lo incalificado; lo
que no es aristocracia, ni iglesia, ni milicia, ni jerarquía de ninguna
especie. El mismo Don Manuel Azaña ha dicho: "no creo en los
intelectuales, ni en los militares, ni en los políticos; no creo más que en el
pueblo". Pero entonces los intelectuales, los militares, los políticos,
como los eclesiásticos y los aristócratas ¿no forman parte del pueblo? En
España no, porque hay dos pueblos, y cuando se habla del "pueblo",
sin especificar, se alude al sojuzgado, al sustraído a su siempre añorada
existencia primitiva, indiferenciada, antijerárquica y que, por lo mismo,
detesta rencorosamente toda jerarquía, característica del pueblo dominador.
Tal dualidad ha penetrado todas las
manifestaciones de la vida española, incluso las de apariencia menos popular.
Por ejemplo, el fenómeno europeo de la Reforma tuvo en España una versión reducida, pero absolutamente impregnada de la pugna entre germánicos y bereberes,
entre dominadores y dominados. En España no se dio un solo caso de hereje príncipe,
como en Francia o en Alemania. Los grandes señores se mantuvieron aferrados a
su religión de casta. Todo hereje, pequeño burgués o letrado, era como un
vengador de los oprimidos. En su disidencia alentaba más que un tema teológico
una incurable inquina contra el aparato oficial, formidable, de
Monarquía, Iglesia, aristocracia...
Y así hasta las fechas más
recientes. La línea berebere, más aparente cada vez según ve declinar la
fuerza contraria, asoma en toda la intelectualidad de izquierda, de Larra
hacia acá. Ni la fidelidad a las modas extranjeras logra ocultar un tonillo de
resentimiento de vencidos en toda la producción literaria española de los cien
últimos años. En cualquier escritor de izquierdas hay un gusto morboso por
demoler, tan persistente y tan desazonante que no se puede alimentar sino de
una animosidad personal, de casta humillada. Monarquía, Iglesia, aristocracia,
milicia, ponen nerviosos a los intelectuales de izquierda, de una izquierda que
para estos efectos empieza bastante a la derecha. No es que sometan aquellas
instituciones a crítica; es que, en presencia de ellas, les acomete un
desasosiego ancestral como el que acomete a los gitanos cuando se les nombra a la
bicha. En el fondo los dos efectos son manifestaciones del mismo viejo
llamamiento de la sangre berebere. Lo que odian, sin saberlo, no es el
fracaso de las instituciones que denigran, sino su remoto triunfo; su
triunfo sobre ellos, sobre los que las odian. Son los bereberes vencidos
que no perdonan a los vencedores -católicos, germánicos- haber sido los
portadores del mensaje de Europa.
El resentimiento ha esterilizado en
España toda posibilidad de cultura. Las clases directoras no han dado nada a la
cultura, que en ninguna parte suele ser su misión específica. Las clases
sometidas, para producir algo considerable desde el punto de vista de la
cultura, tenían que haber aceptado el cuadro de valores europeo, germánico, que
es el vigente; y eso les suscitaba una repugnancia infinita por ser, en el
fondo, el de los odiados dominadores.
Así, grosso modo, puede
decirse que la aportación de España a la cultura moderna es igual a cero.
Salvo algún ingente esfuerzo individual, desligado de toda escuela, y algún pequeño
cenáculo inevitablemente envuelto en un halo de extranjería.
Tras de las escaramuzas tenía que
llegar la batalla. Y ha llegado: es la República de 1931; va a ser, sobre todo, la República de 1936. Estas fechas, singularmente la segunda, representan la
demolición de todo el aparato monárquico, religioso, aristocrático y militar
que aún afirmaba, aunque en ruinas, la europeidad de España. Desde luego la
máquina estaba inoperante; pero lo grave es que su destrucción representa el
desquite de la Reconquista, es decir, la nueva invasión berebere.
Volveremos a lo indiferenciado. Probablemente se ganará en placidez elemental
en las condiciones populares de vida. Acaso el campesino andaluz, infinitamente
triste y nostálgico, reanude el silencioso coloquio con la tierra de que fue
desposeído. Casi media España se sentirá expresada inmejorablemente si esto
ocurre. Desde luego se habrá conseguido un perfecto ajuste en lo natural. Pero
lo malo es que entonces será pueblo único, ya dominador y dominado en una sola pieza,
un pueblo sin la más mínima aptitud para la cultura universal. La
tuvieron los árabes; pero los árabes eran una pequeña casta directora, ya mil
veces diluida en el fondo humano superviviente. La masa, que es la que va a
triunfar ahora, no es árabe sino berebere. Lo que va a ser vencido es el resto
germánico que aún nos ligaba con Europa.
Acaso España se parta en pedazos,
desde una frontera que dibuje, dentro de la Península el verdadero límite de África. Acaso toda España se africanice. Lo indudable es
que, para mucho tiempo, España dejará de contar en Europa. Y entonces, los que
por solidaridad de cultura y aún por misteriosa voz de sangre nos sentimos
ligados al destino europeo, ¿podremos transmutar nuestro patriotismo de
estirpe, que ama a esta tierra porque nuestros antepasados la ganaron para
darle forma, en un patriotismo telúrico, que ame a esta tierra por ser ella, a
pesar de que en su anchura haya enmudecido hasta el último eco de nuestro
destino familiar?
·- ·-· -······-·
Jesús Romero-Samper
García Gallo, A. -1936-1941. Nacionalidad y
territorialidad del Derecho en la época visigoda. Anuario de Historia del
Derecho Español, 13: 168-264.
Así reza el Fuero o Carta-puebla de Brañosera: "Sea en el nombre de Dios. Amén. Yo Munio Núñez y
mi mujer Argilo, buscando el Paraíso y recibir merced, hacemos una puebla en el
lugar de osos y caza y traemos para poblar a Valerio y Félix, a Zonio,
Cristuévalo y Cervello con toda su progenie y os damos para población el lugar
que se llama Braña Osaría, con sus montes, cauces de agua, fuentes, con los
huertos de los valles y todos sus frutos y os marcamos los términos por los
puntos que se llaman de la Pedrosa y por el Villar y los Llanos y por Zorita y
por Panporquero y por Cuébanes y Peña Rubia y por la Hoz por la que discurre el camino de los de Asturias y Cabuérniga y por aquel Petrizo que
está enclavado en el Valle Verzoso y por el Collado Mediano y os daremos, yo el
conde Munio Núñez y mi mujer Argilo a ti Valerio y Félix y Zonio y Cristuévalo
y Cervello esos mismos límites a vosotros y a aquellos que llegaren a poblar
Braña Osaría. Ya todos los que de otras villas vinieren con sus ganados o por
interés de pastar los prados de los pagos que se mencionan en los términos de
esta escritura, los hombres de Braña Osaría les cobren el monttático; y tengan
derecho sobre aquellas cosas que se encuentren dentro de esos términos: la
mitad para el conde y la otra mitad para el Concejo de Braña Osaría. Y todos
los que llegaren a poblar la villa de Braña Osaría no paguen abnuda, ni
castellanía, sino que tributen, en cuanto pudieren, por infurción al conde de
esta parte del reino. Y levantamos dentro del espeso bosque de Braña Osaría, la
iglesia de San Miguel Arcángel y yo Munio Núñez y mi mujer Argilo para sufragio
de nuestras almas, donamos tierras de labor a los lados de dicha iglesia y para
la misma. Y si algún hombre después de mi muerte o la de mi mujer Argilo
contradijere al concejo de la villa de Braña Osaría por los montes o límites o
contenido que en esta escritura se señalan, de sus bienes pagará antes de
litigar, tres libras de oro al fisco del conde y que esta escritura permanezca
firme. Se sepa que esta escritura se hizo e1 jueves, feria tercera de los idus
de octubre, corriendo la era ochocientos sesenta y dos, reinando como rey, el
príncipe Alfonso y siendo conde Munio Núñez. Yo Munio Núñez y mí mujer Argilo
rubricamos esta escritura. Palafrenero rubrica; Armonio presbítero, Munito,
Ardega Zamna, Vícente, Tello Abecza, Valerio, rubricamos como testigos”
25 aniversario ¡Malvinas argentinas!
La revindicación de la Malvinas es un asunto que incumbe a todos los miembros de la comunidad hispana
***
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