I.
El sentido de la crisis
1.
Diagnóstico y terapia
a) Dos anécdotas…
Me
gustaría comenzar este pequeño escrito relatando un par de anécdotas que han influido
poderosamente en mi modo de entender la realidad y de comportarme respecto a
ella.
Hace alrededor de tres años, el segundo de mis hijos, entonces de dieciocho,
estaba en terapia intensiva, y los médicos se temían una muerte inmediata. Tres
meses antes, se había trasladado a una ciudad distinta de la nuestra, para
estudiar allí su carrera. Hacia mediados de diciembre comenzó a sentir un
fuerte dolor en toda la región abdominal, y la temperatura le subió a 40 grados.
Tras
unos días de cama, el médico que lo visitó le diagnosticó una gastritis. Una
semana después, los dolores y la fiebre seguían, por lo que lo tuvieron en
observación, en la UVI, durante toda una tarde. Confirmaron el diagnóstico
—gastritis—, lo devolvieron a su residencia y le indicaron que, si cinco días
más tarde seguía con molestias, regresara al hospital.
Pasado
ese período, con aumento del malestar, volvió, lo observaron… y descubrieron
una peritonitis en estado muy avanzado. El apéndice había estallado y, al
operarlo de inmediato, extrajeron del aparato digestivo más de un litro de pus,
que había infectado todo el organismo.
Al
llegar a la clínica, después de un viaje que se nos hizo casi infinito, el
cirujano nos confirmó que la operación había ido bien, pero que, a causa de la
infección generalizada, lo más probable era que nuestro hijo muriera en pocos días.
Llamé
a algunos médicos amigos de total confianza y me aseguraron que la cosa no estaba
tan clara: que si mi hijo tuviera cuarenta años, era bastante probable que
ocurriera lo que el cirujano nos había explicado, pero que, a los 18, el
organismo tiene una capacidad de reacción que debería llevarnos a esperar que
Tomás se repondría completamente, y que el episodio no dejaría en él el más mínimo
rastro.
Después
de más de una semana entre la vida y la muerte, se advirtió una notable mejoría;
tras meses de tratamiento, recuperó la normalidad, y ahora mismo se encuentra
en perfectas condiciones de salud.
Cambiamos de tercio, para esbozar la segunda anécdota. Al final de la década de
los ochenta había completado la base de mi formación filosófica, que incluía,
en virtud de los maestros con los que tuve la suerte de toparme, una visión
bastante clara —y bastante dura— de lo que había ocurrido en los cuatro últimos
siglos de la historia de Occidente y, como consecuencia, del estado de la
civilización actual.
Mi
diagnóstico respecto a nuestra cultura era, según digo, bastante fuerte, pero
no me llevaba al desánimo, sino más bien al contrario: todo aquello tenía claro
remedio.
No
ocurría lo mismo con bastantes de mis colegas, quienes, al exponerles mi punto
de vista, me tachaban de pesimista, de que mis afirmaciones eran exageradas,
catastrofistas… y un largo etcétera.
Cuando
se acercaba el fin del milenio, una editorial me encargó, para su propia información,
que resumiera «las ganancias y las pérdidas» del siglo que estaba por terminar.
Curiosamente, mostró su asombro ante la cantidad de aspectos positivos que
incluía mi estudio.
¿Por
qué esa admiración? Porque, por aquel entonces, justo con el cambio de milenio, tuvo lugar un fenómeno relativamente curioso. Para quienes
tomaban el pulso a la cultura, también dentro de la Iglesia y excluyendo al
Magisterio, el panorama se presentaba desolador; y, lo que resulta más
significativo, muchos especialistas, los mismos que antes me acusaban de
pesimismo, llegaban a sostener que la situación no tenía remedio y que no había
nada que hacer.
Mi
opinión, sin embargo, era muy otra. El estado de Occidente seguía siendo
esencialmente idéntico al que había advertido años atrás, y sin ninguna duda
podía no solo mejorarse, sino instaurar sin excesivos problemas, aunque con
total dedicación y empeño, la civilización del amor.
b)… y una conclusión
He
relatado estas dos anécdotas con la intención de dejar clara la importancia de
no confundir el diagnóstico con la terapia, ni, en el momento de definir la dolencia,
dejarse llevar por un falso optimismo que disminuya su alcance o gravedad.
Como
explica Benedicto XVI, concretándolo en un extremo particular, «sería erróneo
un optimismo simple y superficial, que no capte las grandes amenazas que se
ciernen sobre la juventud de hoy, sobre los niños y las familias. Debemos
percibir con gran realismo estas amenazas, que surgen donde Dios está ausente.
Debemos sentir cada vez más nuestra responsabilidad, para que Dios esté
presente, y así la esperanza y la capacidad de avanzar con confianza hacia el
futuro».
El
diagnóstico nunca es ni optimista ni pesimista, sino certero o equivocado. El
optimismo o su contrario vienen después. Solo una vez establecida con exactitud
la enfermedad, en función de muchas variables —como la edad, en el caso de mi
hijo—, deben calibrarse las posibilidades de reestablecimiento o declarar el
mal como incurable.
] Si no se actúa así, si, por los motivos que
fuere, el diagnóstico resulta erróneo y demasiado «favorable» —tendencia
bastante común para «no caer en el pesimismo»—, cuando se hagan patentes
síntomas inequívocos de gravedad, la situación se convertirá en desesperada…
pues no se tendrá la menor idea de cómo actuar para atajar un mal que no se ha
querido o sabido reconocer.
] Por el contrario, si el mal fue identificado
con exactitud desde un principio, el surgir de las manifestaciones propias de
la enfermedad —física o cultural— no provocan el más mínimo desconcierto, y la
confianza en la curación sigue siendo la misma que antes de que dieran la cara
esos nuevos signos preocupantes.
En lo
que a mí atañe, aunque estimo que la dolencia es grave, e incluso muy grave, la
confianza en la grandeza del ser humano y en su capacidad de reacción —a la que
se suma, o más bien precede, una fe absoluta en el poder de la
gracia y en el Amor de Dios— me llevan a seguir siendo tremendamente optimista
respecto a las posibilidad de hacer de esta nuestra civilización algo
grandioso, acorde con la naturaleza de la persona humana, elevada por la
gracia.
Con la
condición, insisto, de que el diagnóstico ponga de manifiesto la verdadera
causa del mal que nos envuelve, sin quedarse en la superficie ni cerrar los
ojos a la auténtica situación del «paciente»… y dando por supuesto que todos
—o, al menos, los «mejores»— vamos a comprometernos seriamente en esa paciente labor
de cura.
2.
Hacia el núcleo de la crisis
a) Con Juan Pablo II
Para establecer el diagnóstico pueden servirnos de orientación unas palabras de
Juan Pablo II: «Nuestra civilización […] debería darse cuenta de que, desde
diversos puntos de vista, es una civilización enferma, que produce
profundas alteraciones en el hombre. ¿Por qué sucede esto? La razón está en el
hecho de que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre,
de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas […]. El
ser humano no es el presentado por la publicidad y por los modernos medios de
comunicación social. Es mucho más, como unidad psicofísica, como unidad de alma
y cuerpo, como persona. Es mucho más por su vocación al amor, que lo
introduce como varón y mujer en la dimensión del “gran misterio”».
Me
quedo por ahora con tres indicadores: crisis de la persona, originada por una
falta de amor, y alejamiento de la verdad de lo que el hombre es
en realidad.
] Un segundo texto nos ayudará a dar un paso
adelante: «¿Quién puede negar —se preguntaba de nuevo el Sumo Pontífice— que
la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como
profunda “crisis de la verdad”? Crisis de la verdad significa, en primer
lugar, crisis de los conceptos. Los términos “amor”, “libertad”, “entrega
sincera” e incluso
“persona”, “derechos de la persona”, ¿significan realmente lo que por su
naturaleza contienen?».
Sin forzar en absoluto las dos citas, cabe concluir que la
crisis en que nos encontramos deriva en fin de cuentas de una desatención a lo
que la realidad es en sí misma: se desconoce la verdad del hombre
—lo que este es—, leemos en el primero de los textos; las palabras
que utilizamos y lo que pensamos del mundo no corresponde en absoluto a su realidad,
afirma el segundo.
Es lo que un metafísico de profesión podría
llamar, robando la expresión a Heidegger y modificando su significado, «olvido
del ser». En mi caso, con ello quiero aludir a una actitud profundamente
arraigada en Occidente y transmitida ya a través de varias generaciones, cuyo
núcleo esencial estriba en
] prescindir
de las exigencias que las realidades, y particularmente las personas, plantean
por su misma naturaleza —por ser lo que son—,
] para atender en exclusiva a lo que cada uno
de nosotros «sienta», «piense», «desee» o «ambicione» respecto a ellas.
Los ejemplos de desatención al ser en el
momento actual son innumerables y muy claros.
] En
el ámbito del conocimiento, las evidencias más netas, las argumentaciones
más irreprochables, las verdades menos susceptibles de ser puestas en duda (los
artículos de fe, por ejemplo), se quedan sin defensas ante el recurso
rabiosamente subjetivista: «eso será lo que tú piensas (lo que cree el
Papa); yo opino, por el contrario...».
] ¿Y
en los dominios del actuar cotidiano? Hace ya algunos años conmovió la
opinión pública la «tragedia» de dos o tres cetáceos abocados a morir por
estarse indisponiendo de forma irreversible el medio acuoso en que se
encontraban. Se inició la operación rescate. Y me llamó poderosamente la
atención el desesperado grito de socorro de un periodista, que —desde las
pantallas de los televisores— urgía a la Humanidad entera a movilizar todos los
recursos disponibles para salvar… ¡a nuestros semejantes!
Así, a nuestros semejantes. De un plumazo,
en aras de un sentimentalismo más o menos lacrimógeno, se borraba, como diría
Pascal, la distancia «infinitamente infinita» que separa a los seres humanos,
llamados a mantener eternamente un diálogo amoroso con el Absoluto, de
lo que, en fin de cuentas, no es sino un simple y perecedero disponerse
de la materia.
Desde entonces, ¡cuántas veces no habré
tenido que soportar la afrenta ontológica consistente en afirmar que
alguien se encuentra más a gusto con su animal de compañía que con su suegra, o
que quiere más entrañablemente a su gato que a su marido o a su mujer…!
Resumo otro suceso revelador. Allá por los
noventa, una amiga muy cercana, madre de cinco hijos, nos contaba a mi mujer y
a mí que de un tiempo a esa parte estaban proliferando asombrosamente los
perros en la urbanización donde vivía. Los comentarios de algunas de las dueñas
respecto a los «sentimientos» e incluso los «complejos psicológicos» de los
animalitos resultaban, más incluso que originales, excéntricos, estrafalarios:
y así, según una de aquellas buenas señoras, el problema de su chucho es que se
creía... ¡un niño! (así lo afirma el psiquiatra —añadió— ignoro si el de ella o
el del perro).
Pero, a mi entender, lo más significativo de
todo fue la respuesta de una de esas personas ante la observación de mi amiga
de que tal abundancia de perros comenzaba a resultar molesta y sucia. «¡Pues a
mí tampoco me gustan los niños, y no protesto!», contestó airada. Según parece,
todo se resolvía en una simple cuestión de preferencias individuales y
subjetivas, mudables e inconsistentes: la realidad, el ser —que se tratara de
personas o de animales—, no contaba para nada.
Para apuntar un dato más actual, como
probablemente saben, algunos políticos españoles han propuesto recientemente
que se establezca una sustancial igualdad entre los orangutanes y otros simios
análogos y el ser humano, concediendo a tales animales, con cuanto eso lleva
consigo, la condición de ¡personas!
b) Una opción equivocada
●
Si no yerro, estamos cerca del núcleo de todo el asunto. En fin de cuentas, en
las relaciones entre el ser humano y el mundo caben dos alternativas radicales:
] o bien otorgo la primacía a la realidad tal
como es, y muy en particular a las personas, precisamente porque
su ser posee un rango más elevado;
] o bien me constituyo a mí mismo —¡en cuanto yo!—
en una suerte de absoluto, en el centro del universo o «el ombligo del mundo»,
y todo lo demás, incluidas las restantes personas!, adquirirán su valor, su realidad,
en virtud exclusiva de lo que representen para mí: si me favorecen, serán
buenas; si me perjudican, serán malas; si no tienen relación
alguna conmigo, sencillamente no serán. (Que es, lo digo entre
paréntesis, lo propio de los animales: ni siquiera advertir lo que no les
resulta beneficioso o dañino).
● ¿Por qué califico esto segundo como
desatención al ser? Porque olvida que la realidad es
como es, con independencia de lo que el hombre opine o desee y,
sobre todo, que reclama de él una respuesta proporcionada a ese
modo de ser. Con otras palabras, lo real,
] en
cuanto verdadero, pide que se lo conozca, en proporción al grado de ser que en
cada caso le corresponda (más Dios, después todas las personas, a continuación
las realidades infrahumanas, acabando por lo meramente instrumental);
] como
bueno, exige —¡y no como un «añadido moral», sino en virtud de su propia
realidad!— que se lo confirme con la palabra y con los hechos, apoyando y promoviendo,
en la medida de nuestras posibilidades, su respectivo desarrollo y
cumplimiento, máxime cuando se trate de personas;
] por su
belleza, actual o virtual, postula del sujeto humano el aprecio de su prestancia
y el esfuerzo por no afear su rostro y, más todavía, por sacar a la luz,
engalanándolo, todo el esplendor con que está llamado a centellear.
● Todo lo cual permite concluir que la
rectitud de la vida humana —en la que se condensan la metafísica, la
antropología y la ética— se establece cuando cada uno de nosotros:
]
conocemos la realidad tal como es, aunque siempre de modo imperfecto;
] y respondemos
a lo que los distintos seres y situaciones nos reclaman… precisamente por
ser lo que son en cada circunstancia concreta.
Por ejemplo, si yo paso por la calle y veo a
alguien tumbado en la acera, con pinta de estar herido o enfermo, la
realidad me impone que detenga mi andadura, con independencia de lo que
tuviera que hacer, y acuda en auxilio de la persona en mal estado, haciendo lo
que por mí mismo pueda realizar y avisando a quienes sean competentes para que la
tomen a su cargo. Muy al contrario, si lo que encuentro en mi camino es un
perro o un gato, podré ciertamente pararme para atenderlo, pero eso
no será ya algo que la realidad exige, sino una acción motivada por razones
distintas; y si no puedo o no quiero prestarle atención, no cometo ningún tipo de
afrenta.
En el
extremo contrario, como ya apunté, hay que encuadrar la actitud y el comportamiento
de quienes no responden al reclamo de la realidad, sino que hacen
girar a toda ella en torno a un yo magnificado y egolátrico… que
es el que, en fin de cuentas otorga su realidad a todo cuanto existe.
Según vengo
sugiriendo, estimo que es esta la opción elegida mayoritariamente por nuestros
conciudadanos y la que «alimenta» nuestra (in)cultura, con la enorme diferencia
—respecto a etapas anteriores de la historia— de que esto no sucede hoy de
forma coyuntural, sino constitutiva, como consecuencia de esa inversión de las
relaciones entre el yo y el ser a la que antes aludí, y cuya explicación
detenida supera con mucho los límites de estas líneas.
II.
Superación de la crisis
1.
Una solución de fondo
a) Hambre de realidad
text-indent:0cm'> Supuesto que el diagnóstico haya sido correcto, y honradamente
considero que lo es, la respuesta a la crisis en que estamos inmersos,
consistiría esencialmente en sanar los principios en los que, con
más o menos conciencia se apoya la civilización actual, devolviendo al ser —y a
la persona, en virtud de su eminencia ontológica— su primacía sobre un «mero yo
subjetivo»… egocentrado, caprichoso y arbitrario.
● Semejante terapia debe ejercitarse en dos ámbitos muy
distintos, aunque íntimamente conectados.
En el primero se coloca la labor de los que, por acudir a un
término que no me agrada del todo, cabría denominar «intelectuales». A ellos
les corresponde:
] por una parte, ser plenamente conscientes de nuestra situación y
darla a conocer de forma asequible al resto de los ciudadanos, en particular a
los que tienen la capacidad de tomar medidas de gran alcance (legisladores,
políticos, empresarios de envergadura, etc.);
] además, y como consecuencia inmediata, estudiar de qué manera
puede hacerse frente a esta crisis y sugerir las medidas que estimen oportunas
a las personas indicadas en el párrafo precedente… y a todos y cada uno de los
que componemos la humanidad actual.
Lo cual se traduce, en definitiva, en establecer las grandes
instituciones y la legislación y el derecho sobre los que se basan, en función
de la realidad del mundo y, sobre todo, del ser humano. Cosa que
a su vez lleva consigo un esfuerzo por comprender lo que en verdad es el hombre
—¡la persona humana, masculina o femenina!—, evitando en ese estudio y en las
medidas concretas que de él deriven, cualquier interferencia distorsionadora
del propio yo: intereses económicos, ideológicos, de partido político, y un
dilatado etcétera.
b) Descubrir la
belleza…
Con
términos filosóficos estrictos, semejante tarea equivale a lo que antes
apuntaba: descubrir la verdad, responder a la bondad, apreciar y fomentar la belleza.
Ante
la imposibilidad de desarrollar cada uno de estos aspectos, me centraré en el
que considero más descuidado y, simultáneamente, más necesario de recuperar y
engrandecer en las circunstancias actuales: la belleza.
cuando
lo hermoso se entiende como es debido, la educación para captarlo resume y
eleva todas las potencias humanas y las lleva hasta su cumbre,
conduciendo el alma hacia Dios. De que no debe despreciarse, sino muy al
contrario, el contacto con lo bello, siempre que este se conciba del modo
adecuado, con todos los armónicos que encierra.
en nuestra civilización en
crisis. Si queremos animar a quienes nos rodean a enderezarse por el camino del
bien, de la propia plenitud y de la consiguiente dicha, hemos de empeñarnos muy
a fondo, en la teoría y en la práctica —¡en la vida vivida de cada uno!— en descubrir
la profunda e inigualable belleza y atractivo de la verdad y del bien.
todo lo
bueno… «o engorda o es pecado»: afirmación normalmente sostenida a modo de
broma, pero que, por desgracia, manifiesta una convicción de fondo que
bastantes cristianos han trasmitido verbalmente o, más a menudo, con el modo de
encarar su propia existencia.
la gran aventura de
una existencia lograda, y hacerla brillar ante los ojos de nuestros contemporáneos
como un magnífico ideal que encandile… la mayor parte de nuestras energías se
«desperdiciarán» en el intento de poner remedio —post factum y presentándonos como
reaccionarios… y muy probablemente como «perdedores»— a desviaciones vitales y
teoréticas que ni siquiera se hubieran planteado si, antes,
hubiéramos hecho resplandecer —¡cada uno de todos: usted y yo, con un empeño
sincero, constante y renovadamente comprometido!— todo el fulgor y la hermosura
del bien y la verdad.
2.
Medios concretos
a) En la familia y
desde la familia
●
Junto a esa tarea de recuperación del ser y de todos sus atributos, encomendada
particularmente a los «intelectuales»… para hacerla llegar a todo ser humano, habría
que definir los medios concretos más relevantes para llevar a cabo esa suerte
de «revolución».
Y,
en este aspecto, el de la práctica diaria, la primera realidad que me viene a
la mente (también porque la llevo hondamente arraigada en mi corazón) se
expresa con un solo término: «familia».
De
nuevo podríamos acudir a una de esas afirmaciones definitivas de Juan Pablo II:
«Cual es la familia, tal es la nación, porque tal es el hombre», exclamó ya en
el segundo año de su pontificado. «El futuro de la humanidad se fragua en la
familia», repitió insistentemente oportune et importune . Y es que cada uno de los seres humanos recibe
su definitiva cualificación como persona en el seno de su hogar: en él es donde
forja inicialmente su condición personal, y donde se «rehace» como persona a lo
largo de toda su existencia, para así, «humanizado» y «re-humanizado» trasmitir
a su vez humanidad y calidez en todas las esferas donde desarrolla su
existencia: trabajo, relaciones sociales, economía, vida pública…
Según
Benedicto XVI, es preciso «superar una concepción encerrada en el amor meramente
privado, que hoy está tan difundida. El auténtico amor se transforma en una luz
que guía toda la vida hacia la plenitud, generando una sociedad humanizada para
el hombre. La comunión de vida y de amor, que es el matrimonio, se conforma de
este modo como un auténtico bien para la sociedad. Evitar la confusión con los demás tipos de uniones basadas en el amor débil
constituye hoy algo especialmente urgente. Solo la roca del amor total e irrevocable
entre el hombre y la mujer es capaz de fundamentar la construcción de una
sociedad que se convierta en una casa para todos los hombres»
Tratemos,
pues, de mejorar nuestro hogar, empezando por nosotros mismos, para así elevar
la categoría del propio matrimonio y hacer que esa grandeza se desborde en cada
uno de nuestros hijos y en las familias de nuestro entorno, en una suerte de
círculos concéntricos que no tienen límite: de este modo salvaremos la nación,
el mundo entero, habiendo perfeccionado a cada una de las personas que lo
componen.
Lo
expresa adecuadamente Carlos Llano, apuntando también un extremo de capital importancia,
en el que hace muchos años que no dejo de insistir: el influjo de los «poderes»
externos al hogar resulta inversamente proporcional a la riqueza que los
padres logremos suscitar o crear en su interior.
Según
Llano, «la familia no debe adoptar solo una posición de parapeto a fin de defenderse
de los acosos e infiltraciones» que provienen de fuera. «Ha de adquirir
conciencia, primero, de que tales acosos son inocuos,
epidérmicos, si no hay complicidad libre de nuestra parte, porque el compromiso, la
renuncia y la capacidad de entrega están en nuestras manos y no en las de los
reglamentos estatales, de las instancias mercantiles ni de los oropeles televisivos:
ninguno de ellos tiene fuerza sin nuestra libre complicidad. Segundo, que la familia es la
alternativa del futuro, la única alternativa del futuro, si sabe ejercer la
libertad de la que es maestra. El hogar tiene su origen etimológico en el fogón,
en la hoguera; no
debe verse solo en su sentido de resguardo, guarida o refugio, sino también de
irradiación, expansión e incendio. Tengamos, por lo menos, el ansia […] de incendiar el mundo con
[…] los valores potenciales y explosivos de nuestros hijos. No se trata de
salvarlos de la quema, sino de incendiar el mundo con ellos».
Con
frecuencia expreso la misma idea de forma más coloquial. Por ejemplo, cuando alguno
de mis amigos comenta que no vale la pena, o incluso es un error o una
crueldad, tener más hijos… a la vista del panorama con que se van a encontrar,
sistemáticamente les respondo con palabras de este corte: «lo importante no es
el mundo que vamos a legar a nuestros hijos, sino la calidad de los hijos que
vamos a entregar al mundo… justamente para que lo mejoren, porque les habremos
enseñado a amarlo con ardor».
b) Con el instrumento
del trabajo
Lo cual plantea un último interrogante. Ya en el seno de la familia, ¿cómo
enseñar a amar bien, con auténtica pasión desprendida?
●
Y también ahora, la respuesta me resulta evidente: a través del trabajo.
¿Por
qué motivos?
Por
una parte, existe una muy estrecha conexión entre amor y trabajo; el trabajo
está más cerca del amor que probablemente ninguna otra realidad humana.
Si
amar es querer el bien para otro, para que el amor sea pleno, ese querer debe
resultar eficaz, esto es, ha de dispensar efectivamente a la persona amada lo
que constituye el bien para ella. No bastan las buenas intenciones, ni siquiera
una más o menos determinada determinación de la voluntad que no culmina en
obras. ¡Hay que lograr ese provecho!… o, al menos, poner todos los medios a nuestro alcance
para conseguirlo.
Pero
la gran mayoría de los bienes reales, objetivos y a menudo indispensables que podemos
ofrecer a nuestros conciudadanos se obtienen gracias al trabajo profesional, entendiendo
estas dos palabras en su acepción más dilatada.
] Por eso, de quien pudiendo hacerlo no trabaja,
no cabe decir que de veras ame o, al menos, que su amor sea cumplido, cabal;
] y por lo mismo, porque en verdad logra el bien
para la persona querida, suelo añadir que trabajar por amor es amar en plenitud,
amar dos veces.
En
semejante ámbito, la tarea de la familia se muestra indispensable. Y no
consiste solo en fortalecer la voluntad, creando auténticos hábitos de trabajo.
Requiere sobre todo robustecerla con eficacia, enseñando a vivir la propia
tarea y la formación que prepara para realizarla, no como medio de afirmación
personal ni de adquisición egoísta de beneficios, sino como herramienta de
servicio, como búsqueda real del bien para otro en cuanto otro, como el más
cualificado vehículo del amor personal.
●
¿Por qué el más cualificado? Porque, en condiciones normales, el
fruto de nuestro quehacer constituye una excelsa encarnación de la propia
persona. Cuando el hombre termina bien su tarea, cumplidamente y hasta el
fondo, poniendo en juego lo mejor de sí, hace reposar todo su ser en el
resultado de esa labor profesional, se expresa íntimamente a través de ella. El
trabajo se configura, entonces, como exquisita cristalización de nuestro yo: en
él hacemos descansar lo más noble de nosotros mismos. Pero, entonces, esa
actividad representa una clarísima posibilidad de donación universal de uno
mismo. Y gracias a ella podemos alcanzar la plenitud de la vocación a la
entrega que nos compete como personas.
Con palabras más sencillas: cuando el trabajo y sus frutos proceden
de un auténtico amor, que procura el bien real de los otros; y cuando, además,
se encuentra realizado con toda la perfección técnica y humana de que uno es
capaz… arroja como saldo una realidad —materia transformada, idea, servicio—
profundamente expresiva de nuestra persona: «algo» que manifiesta y transporta lo
mejor de nuestro ser. Nos damos —¡cada uno, íntegramente!— merced a nuestra labor.
Por otra parte, al recibirlos con agradecimiento, en los productos
que hemos elaborado sus destinatarios acogen nuestro propio ser… al tiempo que
se instaura la comunión de bienes en que consiste terminal y definitivamente el
amor y la amistad. Y eso, hoy, con dimensiones universales.
¡Gracias al trabajo enamorado —el «incógnito del amor», como lo
califica un buen amigo, Catedrático de la Sorbona— se hace realidad, en la
medida en que es posible, una auténtica civilización del amor!
* * *
Por eso, y como resumen de estos últimos párrafos, me atrevería a
afirmar que el camino de la revitalización de este Occidente un tanto
despersonalizador, cansino y desamorado, tiene su inicio en la familia, ámbito
primordial donde la persona es siempre advertida, tratada y reforzada como
persona, como principio y término de amor.
A lo que habría que añadir que la herramienta más adecuada para
llevar a término esa convulsión es, justo, la amorosa dádiva de sí a través del
trabajo.
Familia y trabajo, por tanto (familia y empresa, si se aspira a
concretar más), constituyen los dos instrumentos primordiales, en la esfera natural,
del necesario y ya inmediato —¡si nos empeñamos!— resurgimiento de nuestro
mundo. Pero un trabajo cuyo sentido más hondo se aprende, antes y más que en
cualquier otra institución, en el hogar, y desde él dimana, confiriendo
auténtico vigor humanizador, a toda la sociedad.
Que es uno de los varios sentidos de estas expresiones de Juan
Pablo II: «En un mundo en el que parece despreciarse la función de tantas
instituciones y en el cual se deteriora impresionantemente la calidad de vida,
sobre todo urbana, la familia puede y debe llegar a ser un lugar de auténtica
serenidad y de armonioso crecimiento. Y esto, no para aislarse de modo
orgulloso y autosuficiente, sino para ofrecer al mundo un testimonio luminoso
de hasta qué punto es posible la recuperación y la promoción integral del
hombre, cuando esta promoción parte y tiene como punto de referencia la
sana vitalidad de esa célula primaria del tejido civil y eclesial que es la familia».
Y que confirma Benedicto XVI, cuando se pregunta: «¿Cómo no
recordar, en este sentido, la visión de amplias miras de mis predecesores, en
particular de Juan Pablo ii, que promovieron con valentía la causa de la
familia, considerándola como la realidad decisiva e insustituible para el bien
común de los pueblos?»·- ·-· -······-·
Tomás Melendo Granados
25 aniversario ¡Malvinas argentinas!
La revindicación de la Malvinas es un asunto que incumbe a todos los miembros de la comunidad hispana
***
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