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La persona… «sexuada»
por
Tomás Melendo
Se considera cómo y por qué la sexualidad expresa y da vida a la condición personal de todo ser humano.
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1. Persona, espíritu, amor
a)
La sexualidad, «configuración» del hombre en cuanto persona
En el instante en que intentaremos
comprender la sexualidad del modo más correcto posible: observándola desde lo
alto…, en cierto modo desde el propio Dios.
Aclaro de entrada, aun cuando me desvíe un tanto de nuestro tema, que el
referirse a Dios entra de lleno en las posibilidades, e incluso en las
«obligaciones», del filósofo como tal. Si la filosofía es un «saber de
ultimidades», como en ocasiones se la ha descrito; si pretende descubrir,
mediante el uso de la inteligencia, la respuesta más definitiva de cualquier
realidad o suceso, al término tendrá que encontrarse con Dios… a
no ser que su caminar haya errado el rumbo.
Y también resulta legítimo, en un escrito
concreto, dar por supuesto el conocimiento de Dios que en otros momentos
se ha alcanzado y considerado.
Ciertamente, la filosofía genuina parte
de la experiencia: y Dios, hablando con propiedad, no es objeto de experiencia
para ningún ser humano.
Pero, como en todos los demás saberes, no
es necesario —¡ni posible!— abordar el estudio de cada asunto
comenzando absolutamente desde el principio, como si nada se hubiera todavía
aprendido.
Ninguna ciencia actúa de este modo, sino
que se apoya en los conocimientos adquiridos con anterioridad.
De manera análoga, el filósofo tiene todo
el derecho —e incluso la obligación, pues de lo contrario resultaría muy
difícil seguir avanzando en el saber de la realidad— de indagar sobre una
cuestión tomando en cuenta adquisiciones anteriores propias (o de otros
filósofos, en la medida en que uno, al comprenderlas, se las ha apropiado).
En concreto, si ya ha obtenido una cierta
noticia de Dios —de su existencia y de su modo de Ser—, puesto que ese saber,
aunque mínimo, será lo que más ilumine cualquier realidad que pretenda
examinarse hasta sus últimas consecuencias, es perfectamente legítimo que
intente comprender su objeto de indagación con las luces que el conocimiento de
lo divino le aporta.
(De ahí que los clásicos sostuvieran que
la mejor de las filosofías es la que se realiza in via iudicii —en el camino en que se juzga algo con los criterios últimos
y de más calibre alcanzados hasta aquel momento—, complemento necesario de la via inventionis, o camino de hallazgo de esos principios
superiores.)
Y por lo mismo, estas palabras tajantes
de Cardona: «Podemos y debemos hablar clara y directamente de Dios, en un
ámbito de estricta teología natural, de metafísica del ser. Para esa metafísica
—que es la de Santo Tomás de Aquino, pero no ciertamente la de la Escolástica
decadente y del racionalismo subsiguiente—, Dios no es simplemente un Ser
supremo, una especie de primum inter pares dentro de una serie causal.
Para la metafísica del acto de ser, Dios es el mismo Ser Subsistente o Acto
Puro de Ser; personal, infinito, absoluto, esencialmente bueno y verdadero y
libre. Solo esta noción de Dios puede fundar una ética objetiva, universalmente
válida siempre… El cristiano debe tener el valor inteligente (sin arrière-pensées) de hablar de Dios. Y el metafísico debe saber del ser lo
suficiente para poder hablar también filosóficamente de Dios. El abstracto y
desvaído “Dios de los filósofos” es el Dios del racionalismo: y de ninguna
manera el Dios al que la inteligencia natural, bien conducida, puede llegar. Y
es Dios el único porqué definitivo de toda norma ética»).
Otra cosa muy distinta es partir de
los datos obtenidos y aceptados por la fe. En tal circunstancia, el conocimiento que se obtenga, si se actúa con corrección, será sin duda cierto, pero no
debería encuadrarse en los dominios de la filosofía.
No obstante, en las páginas que siguen
haré uso de ambos tipos de procedimientos, por un motivo que considero
suficiente: el hecho de que resulte bastante difícil entender a fondo la
sexualidad personal del hombre sin hacer una mínima referencia a la Trinidad de
Personas divinas, donde la índole personal se da en toda su plenitud.
¿Motivos?
En la Trinidad, gracias al conocimiento
brindado por la fe, es donde mejor se advierte que toda persona es, por emplear
una expresión conocida, un-ser-para-el-amor… y para un amor que
consiste-culmina en la plena entrega de sí mismo.
Resumiendo lo que he comentado otras
veces, y según nuestra pobre comprensión de lo sobrenatural, el Padre es
Persona perfecta entregando todo su Ser al Hijo, que libremente lo recibe o
acoge; y el Espíritu Santo vendría a ser la síntesis Personal de esa Entrega-Aceptación, en la que el Amor (así correspondido) se cumple
plenamente.
Para iluminar desde esta concepción la
sexualidad humana, conviene recordar que todo hombre es una persona finita,
limitada, y que en buena medida esa limitación se concreta en el hecho de que
el alma espiritual que le da vida es un espíritu imperfecto (por
emplear una expresión aproximada, pero suficiente).
O, dicho con otras palabras, y según la
sugerencia de Tomás de Aquino, que el alma humana necesita del
cuerpo (para empezar a ser y, sobre todo,) para realizar incluso aquellas
operaciones que le son más propias: el conocimiento intelectual y el amor de
benevolencia, que es el que ahora principalmente nos interesa.
Consecuencia:
El cuerpo es el «elemento» imprescindible
a través del cual el ser humano expresa o da a conocer su condición de persona
y realiza (o, mejor, completa) su operación más propia: la del amor inteligente,
que culmina en la entrega.
- Lo cual, visto desde «el otro extremo», significa que ese mismo cuerpo está
constituido de modo que exponga la orientación del varón y de la mujer
al amor recíproco, y sea capaz de llevar a término, en continuidad con
el alma que lo informa y prosiguiendo su impulso, ese amor de donación total.
- Y todo ello cristaliza o toma forma en la sexualidad o, si se prefiere, en el
carácter sexuado del varón y de la mujer.
b)
El cuerpo, expresión de la persona humana
- Tradicionalmente, sin embargo, y
siguiendo en esto la orientación aristotélica, se ha puesto más el acento en
que el cuerpo está confeccionado de modo que facilite las operaciones
intelectuales del hombre, dejando un tanto en sordina su relación con el amor.
- No es este el tema que más nos interesa,
además de que lo hemos desarrollado en otro lugar. No obstante, la exposición
quedaría manca si no se hiciera referencia alguna a esa disponibilidad corpórea
para el conocimiento y cuanto a él se encuentra aparejado.
Y esto, por dos motivos coincidentes:
+ en primer lugar, es muy cierto que el
conocer intelectual, que permite saber lo que es cada realidad,
constituye una operación propia y exclusiva de las personas, que en el hombre
se configura de un cierto modo… que hace precisamente necesaria una disposición
también muy peculiar de su cuerpo;
+ además, y esto resulta todavía más
pertinente, por una de las ideas que deberían quedar más claras en cualquier
estudio sobre la persona humana; a saber:
- que quien realmente obra es la
persona entera, y no una u otra de sus facultades aisladas; aunque,
lógicamente, según la operación de que se trate, ponga sobre todo en juego unas
potencias determinadas;
- que en el caso que nos ocupa, amar,
en su acepción más cabal, resulta del todo imposible sin que
intervenga la actividad propiamente intelectual, el conocimiento del ser y del
bien con el que en cierto modo se identifica: quien no conoce lo bueno-en-sí (y
esto es propio del entendimiento), sino solo el bien-para-sí, no puede amar de
veras, querer el bien del otro en cuanto otro.
Pero ahora nos interesa descubrir, o al menos entrever, algunas propiedades de
la persona humana sexuada… en cuanto la sexualidad se orienta al amor.
También desde este punto de vista, la
condición sexuada es un requisito que la forma —el alma humana— «impone» a la
materia: al cuerpo. Y, por eso, en fin de cuentas:
El entero cuerpo humano está
dispuesto (más o menos directamente, según los elementos de que se trate) de la
manera más apta para hacer posible el amor inteligente.
O, con otras palabras, todos los
componentes de nuestro organismo reciben su explicación última
—con más o menos pasos intermedios— del hecho de que ese varón o mujer tienen
como fin en la vida el amar razonadamente a los demás seres humanos y, al
término, al propio Dios.
+ Esto se advierte ya, para quien
observa con ojos limpios, en la misma estructura externa de los cuerpos
masculino y femenino.
- Bien mirados, resulta bastante
evidente que el uno está hecho para el otro,
- para que entre ambos pueda
establecerse una íntima unión de amor fecundo (como veremos después).
Un pequeño apunte, obvio y tal vez no muy
delicado: «Observando, para comprender su significado, las diferencias que
existen entre el hombre y la mujer en la conformación de su cuerpo se advierte
la precisa complementariedad de sus aparatos genitales, que nos muestra en
primer lugar que la finalidad primordial y más evidente de este aparato es la
unión entre los dos sexos, mediante la penetración del órgano genital masculino
en el femenino, que está conformado para acogerlo».
Más simpática y sugerente, al respecto,
es esta breve descripción de Santamaría Garai: «Si un dibujante quisiera trazar en pocos
rasgos la imagen corporal de la mujer, le bastaría con esbozar el pecho y las
caderas. Una mujer tiene muchos más rasgos diferenciales, en el ámbito
afectivo, intelectual, o corporal. Pero al dibujante le bastaría con esos dos
rasgos típicos para expresar la imagen corporal de mujer.
¿Y por qué tiene la mujer
ese pecho? Hay una razón biológica: alimentar a los hijos. La mujer tiene
pechos porque es una posible madre. Si no lo fuera, no los tendría. Ese rasgo
característico de la imagen de mujer, que es también uno de los motivos que
atrae al hombre, tiene el sentido de ser madre.
Lo mismo podemos decir de
ese otro rasgo que son las caderas. La peculiar forma femenina, se debe a la
necesidad de llevar al crío dentro durante el embarazo, y a la necesidad de
darlo a luz. Volvemos a lo mismo. La imagen corporal típica de la mujer, por la
que se diferencia del hombre, corresponde biológicamente a lo que tiene de
posible madre»
+ Y se percibe también, de manera
asombrosa, al estudiar la conformación del inmenso conjunto de órganos —desde
el propio cerebro hasta los que intervienen de manera más directa en la unión
física— que hacen posible las relaciones conyugales, con el amor y la
fecundidad que llevan aparejadas.
(Es aquí, lo digo de pasada, donde
encontrarían su lugar «antropológico» las mil maravillas estudiadas al exponer
la fisiología y el funcionamiento del «organismo sexual humano», compuesto por
la conjunción imprescindible de lo que respectivamente aportan el varón y la
mujer.
Cuando todo ello se examina a la luz del
amor-fecundo que les da sentido, el asombro de una sensibilidad medianamente
dotada no puede sino crecer y crecer… sin encontrar nunca límite, como tampoco
lo tienen los descubrimientos científicos al respecto
Así lo expone Benedicto XVI, en relación
con una aspecto concreto del despliegue de la sexualidad: «Queridos estudiosos, sé bien
con cuáles sentimientos de admiración y de profundo respeto por el hombre
realizáis vuestro arduo y fructuoso trabajo de investigación precisamente
sobre el origen mismo de la vida humana: un misterio cuyo significado la
ciencia será capaz de iluminar cada vez más, aunque es difícil que logre
descifrarlo del todo. En efecto, en cuanto la razón logra superar un límite
considerado insalvable, se encuentra con el desafío de otros límites, hasta
entonces desconocidos. El hombre seguirá siendo siempre un enigma profundo e
impenetrable.
Ya en el siglo IV, San
Cirilo de Jerusalén hacía la siguiente reflexión a los catecúmenos que se
preparaban para recibir el bautismo: “¿Quién es el que ha preparado la cavidad
del útero para la procreación de los hijos?, ¿quién ha animado en él al feto
inanimado? ¿Quién nos ha provisto de nervios y huesos, rodeándonos luego de
piel y de carne (cf. Job 10,11) y, en cuanto el niño ha nacido, hace salir del
seno leche en abundancia? ¿De qué modo el niño, al crecer, se hace adolescente,
se convierte en joven, luego en hombre y, por último, en anciano, sin que nadie
logre descubrir el día preciso en el que se realiza el cambio?”. Y concluía:
“estás viendo, ¡oh hombre!, al artífice; estás viendo al sabio Creador” (Catequesis
bautismal, 9,15-16)».
2. La unidad intimísima de la persona
humana
a)
Unidad «en el ser»
Para advertir con mayor profundidad la
verdad de lo expuesto hasta
ahora y poder extraer algunas consecuencias ulteriores, resulta conveniente
ahondar en el fundamento de la íntima unidad constitutiva del sujeto humano,
que hace que en cierto modo, en el hombre —mujer y varón—, «todo se encuentre e
influya en todo»: y este fundamento no es solo lo que suele llamarse unión
sustancial, aunque la incluya, sino algo de mucho más calado, que podríamos
denominar unidad en el ser.
Estamos ante una cuestión delicada y no
fácil de entender. La expondré, no obstante, del modo más inteligible que
pueda, dejando muy claro, como he hecho otras veces, que su plena comprensión no
es imprescindible para seguir el hilo del escrito; y que, por tanto, quien no
la alcanzara no debe preocuparse ni por considerar que su preparación es
insuficiente… ni, mucho menos, porque ello le impida entender lo que se
desarrolla más adelante.
Superando, aunque sin negar, lo que afirmara Aristóteles, la
estrecha unidad de la persona humana y el influjo recíproco de «todo en todo»
no acaban de explicarse con las simples categorías de forma y materia y con su
unión mutua. No se trata tan solo de que el alma humana sea forma del cuerpo,
de modo que el cuerpo resulte «animado» o «vitalizado», y el alma «materiada»
(expresión que recoge el espíritu de Aristóteles y que, aplicada al hombre,
resulta incorrecta no solo desde el punto de vista del idioma, sino también en
su significado más de fondo).
Ocurre más bien lo que sigue:
Alma [espíritu imperfecto] y cuerpo
[materia], así como el entero conjunto del obrar que la persona humana ejerce,
participan y manifiestan el único y personal acto de ser que constituye
radicalmente a cada individuo humano; un acto de ser que es otorgado por Dios y
recibido propiamente en el alma, y tiene por ello la categoría de un
espíritu, aunque imperfecto, y que el alma a su vez comunica al cuerpo,
elevándolo hasta ese mismo rango de lo personal (el cuerpo del hombre puede
considerarse —¡porque lo es!— un cuerpo dotado de toda la nobleza de la
persona).
b)
La posibilidad de amar con el cuerpo
Con un poco más de detalle y sin
pretender que se me comprenda a la perfección… o siquiera que se me comprenda:
La clave para llegar a entender la
grandeza del cuerpo humano y de cuanto lleva aparejado —como la posibilidad de
expresar y dar vida al amor en las relaciones conyugales—, la ofrece el
descubrimiento tomista del acto de ser (también llamado, en latín, esse).
Doctrina que, en lo que nos atañe, podría
resumirse con estas brevísimas palabras del Santo Doctor: «ipsa anima habet esse subsistens […], et corpus trahitur ad esse eius»: entre todas las formas substanciales que comunican con la
materia, solo el alma humana posee un ser subsistente, y el cuerpo es elevado
hasta el interior de semejante acto de ser.
O, con expresión todavía más sencilla: la
nobleza del (ser del) alma es comunicada íntegramente al cuerpo.
Nobleza del alma humana. En efecto, el hecho de que, una vez
creada en el cuerpo, semejante alma posea un ser que nunca ya
podrá perder, el hecho de que sea un espíritu —aunque imperfecto—… la
sitúa a años luz por encima de las restantes «almas» (las de los animales
brutos y las plantas, por ejemplo)… que tienen el ser no en sí mismas sino, por
decirlo de alguna manera, «en su conjunción» con la materia.
De ahí deriva el que cualquier realidad
infrapersonal (animales, plantas, etc.) se encuentre intrínsecamente sometida a
la acción empobrecedora de la materia: generación y corrupción, cambio
constante, indigencia en el ser con tendencia a utilizar a los otros en su
propio beneficio, sometimiento a la especie y al conjunto del cosmos, de los
que no es sino una simple «fracción», etc.
Por el contrario, y como también sabemos,
en su calidad de persona, el hombre trasciende y supera esas condiciones
depauperantes. En cuanto no depende de manera intrínseca y radical de la materia,
su alma es inmortal y constituye un cierto absoluto: vale por sí misma y no se
halla ontológicamente subordinada a nada ni a nadie, con excepción del
Dios-Absoluto… que es precisamente quien ha hecho de ella un «absoluto», la ha
querido como un fin en sí, y la ha destinado a una felicidad
imperecedera.
Lo importante, ahora, es al menos intuir que todas estas excelencias del
alma humana, y bastantes otras que cabría enumerar, se encuentran como
«condensadas» en y derivan del acto de ser por y en el que Dios crea a
cada una.
Pues el esse es el acto
primordial, la energía primigenia en la que se contiene y de la que nace toda
la realidad, la riqueza entitativa y operativa (del ser y del obrar), de
cada existente.
+ En nuestro caso, por encontrarse
recibido en una forma espiritual y subsistente, el acto personal de ser
constituye el origen y fundamento de la dignidad del alma humana, con la
sublimidad que le corresponde.
+ Y el alma da a participar ese
mismo e inefable acto de ser al cuerpo: el mismo ser, exactamente el mismo, que
ella posee.
+ Luego el cuerpo humano es
del mismo rango o calidad (la de la persona) que el alma.
Con el añadido de que semejante acto de
ser, por el hecho de comunicarse «posteriormente» a la materia, no solo no
decae de su nivel ontológico, sino que en cierto modo lo ve reforzado:
pues, según ya vimos, el cuerpo viene a colmar las deficiencias, sobre todo
operativas, que para el alma derivan de su ínfima situación —por debajo de los
ángeles— en la escala de los espíritus.
Por eso afirma Tomás de Aquino que el
cuerpo «trahitur» hasta el acto de ser del alma: que
resulta sublimado y encumbrado, hasta verse introducido en idéntico grado de
realidad, en la misma excelsitud o dignidad, que corresponde al alma humana.
Se intuye, entonces, que ese grandioso
organismo físico, vivificado en último término por el mismo y dignísimo
acto de ser del que participa «primero» el alma, sea capaz de repercutir con
extraordinaria pujanza en la consolidación y en la fecundidad del amor básicamente
espiritual de las personas: que el cuerpo pueda colaborar en el
amor fecundo y unitivo, y en la felicidad, radicalmente espirituales.
En resumen, cuanto he esbozado:
+ hace posible concebir que el cuerpo
del hombre participa de la mismísima dignidad que su alma;
+ explica también cómo la condición
personal sexuada puede comunicarse hasta los extremos más «lejanos» de
la propia materia y hasta el acto en apariencia más insignificante realizado «a
través de» o «con» el cuerpo;
+ y, lo que todavía goza de mayor
relevancia, según veremos, permite discernir por qué las actividades y los
gestos corporales poseen la capacidad de revertir sobre los dominios del
espíritu, incrementando, por ejemplo, la intensidad y el temple del amor
voluntario y de la felicidad propiamente humana.
O, dicho de otra manera: precisamente
porque el ser es unitario y da vida a todos los elementos constitutivos y a
todas las acciones de cada hombre, la voluntad, la afectividad y la actividad
estrictamente física actúan en perfecta continuidad e interdependencia: de
manera que el ejercicio de cada una de esas funciones se ve favorecido por el
desarrollo equilibrado de las restantes y, cuando existe esa armonía, revierte
sobre ellas, perfeccionándolas.
c)
La necesidad de amar con el cuerpo
Si hasta el momento he intentado
fundamentar que el cuerpo humano es capaz de amar, empleando
dicho verbo en su sentido más propio y elevado, en este nuevo parágrafo
explicaré el complemento necesario de semejante afirmación: que el alma humana
resulta incapaz de amar plenamente sin el auxilio del cuerpo.
Según explica Ruiz Retegui, «la donación
personal se hace fecunda a través de la mediación de la corporalidad, que es
condición de posibilidad, de modo análogo a como la alegría del alma se expresa
en el rostro personal a través de la mediación material del músculo adecuado».
La razón más de fondo, de estricta índole
ontológica, es que el amor humano resulta doblemente participado y, por ello,
para «cumplirse» como amor, requiere de la cooperación o ayuda de realidades y
funciones… inferiores y en cierto modo derivadas de él.
Estamos ante una consecuencia de lo que afirmaba páginas atrás, y que ahora
prosigo brevemente.
+ El alma humana es, entre todas las
realidades espirituales, la que ocupa un rango más bajo en la escala de los
seres, la que posee menor densidad o categoría ontológica.
+ Por tanto, el cuerpo, lejos de
añadirse como un apéndice que adviniera de forma extrínseca, se encuentra
exigido por el alma —es propter
eam: para ella—, y la sirve con el fin de que
esta supere su relativa debilidad y pueda ejercer todas aquellas acciones que
le son propias, pero que no lograría ejecutar sin ayuda de la materia.
El cuerpo no solo constituye la manifestación
visible del alma que lo anima, sino también el complemento requerido por
ese espíritu «menos perfecto» para poder desplegar toda su actividad y componer
así una persona (esencialmente) «completa».
Resulta lógico, entonces, que coopere en
todas las actividades propias de las personas y, de manera muy especial, en
aquellas por las que expresan y consolidan ese amor recíproco en el que
consiste su propia sustancia. Aun dotada de más categoría que el cuerpo, el
alma requiere ineludiblemente del apoyo que este le proporciona.
Para entender esta que suelo llamar «ley
primordial de la participación», y que ya nos es conocida, la relación entre
sensibilidad e inteligencia resulta esclarecedora.
+ También en este ámbito lo inferior se
pone al servicio de lo superior, pero ofreciéndole un auxilio tan indispensable
que, sin él, el elemento más noble sería incapaz de ejercer su propia
operación.
+ En efecto, a pesar de su indiscutida
superioridad, ni en su adquisición ni en su ejercicio posterior puede el entendimiento
humano pasar al acto de conocer sin el auxilio de la sensibilidad (al menos, de
la interna): es decir, de algo que, siendo claramente de menor categoría que él
desde el punto de vista ontológico y operativo, completa sin embargo su
relativa indigencia.
Pues una cosa muy parecida sucede con la voluntad humana.
+ El acto de querer, como afirmación del
ser y búsqueda de la plenitud del otro, constituye el núcleo del amor humano, y
el fin de la persona toda, puesto que sin ese «querer» las obras externas se
tornan vanas.
+ Pero, a su vez, el «amor» solo
voluntario o espiritual, se revela insuficiente. El simple querer de la
voluntad, aun cuando no fuere veleidoso, resulta en la mayor parte de los casos
ineficaz: tiene que «continuarse» a través del imperio que la voluntad instaura
sobre las demás potencias, incluido el entendimiento, y con las que
efectivamente «construye» y «confiere el ser» a los bienes que pretende ofrecer
a la persona amada.
Toda la grandeza del trabajo, por
ejemplo, deriva de este configurarse como una prolongación operativa del querer
amoroso —el trabajo es «amor participado»— y de contribuir a la vez a hacer más
pleno, más acabado y más total el querer voluntario: sin esa eficaz
operatividad que «elabora» el bien para los demás y amorosamente se lo brinda,
el «querer» de la voluntad humana no alcanzaría la eminencia e
integridad propias de los amores plenos y auténticos.
Y algo análogo, aunque todavía más hondo,
habría que decir del amor conyugal —del que enseguida nos ocuparemos— al
comparar ese amor, como querer de la voluntad que busca el bien para el
cónyuge, y el uso amoroso de la sexualidad humana, con el que ese amor «da
vida» a uno de los bienes más preciados del matrimonio —los hijos—, a la par
que trasciende su índole de amor meramente voluntario y se «completa»,
originando un amor personal —de la persona toda—, un amor íntegro y
cumplido.
En condiciones normales, si no se expresa
y consuma físicamente mediante las relaciones íntimas, el amor conyugal —que
confiere a ese trato todo su sentido— no alcanza a conquistar la plenitud
unitiva, ni la fecundidad, a que se encuentra llamado.
Pienso que no es difícil de entender: igual que el alma —por su particular
finitud— necesita del cuerpo para desplegar el conjunto de operaciones que
virtualmente contiene, el amor matrimonial, anclado en la voluntad, requiere
del concurso del cuerpo para madurar precisamente como amor (conyugal)… y
para hacer efectiva la fecundidad virtual que lo caracteriza en cuanto «tal
tipo de» amor.
Gracias al concurso del cuerpo, el amor
conyugal incrementa su poder de unificación y la felicidad con él emparejada:
se torna más completo, y contribuye al incremento de la felicidad de los
esposos.
Lo confirman, con ciertos tecnicismos,
los siguientes juicios de Caffarra:
«Ya se ha visto que una de
las diferencias fundamentales entre el espíritu y la materia es que el primero
“puede de alguna manera llegar a ser todo”, o sea, puede entrar en comunicación
con algo distinto de sí sin destruir la alteridad. Por el contrario, la materia
puede ser solo lo que es y es incapaz de instituir una relación con lo otro en
cuanto otro. En otras palabras, solo el espíritu es capaz de entrar en una
relación de comunión, mientras que la materia está inseparablemente constreñida
dentro de sí misma. Se podría decir que el espíritu es universal: unum versus alii; que la materia es solo
individual: dividida de cualquier otro.
La “paradoja ontológica” de
la persona humana es que es unidad sustancial de materia y espíritu. […]
La unidad sustancial hace que si, por una parte, el cuerpo llega a ser capaz de
expresar el don de la persona en su subjetividad espiritual (el cuerpo
“lenguaje de la persona”), por otra, el espíritu (humano) encuentra exclusivamente
en el cuerpo la posibilidad de expresar el don de la persona. Reflexionemos atentamente sobre este segundo aspecto de la comunión entre las
personas humanas: el cuerpo base
imprescindible
del don».·- ·-· -······-·
Tomás Melendo
IV Congreso Mundial de las Familia
La Familia es célula de resistencia a la opresión del Sistema. Por ello se le persigue
***
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