1. ¿Solo las personas son singulares?
a) El hecho
No se trata de un
simple capricho o de una moda pasajera, sino de una doctrina contrastada
durante siglos, y de enorme relevancia para nuestro conocimiento y nuestra
vida.
Ya Tomás de Aquino
afirmaba tajante que, en sentido estricto, singularidad equivale a
personalidad:
«Con el nombre de
persona queremos significar formalmente [de manera clara y directa] la
incomunicabilidad o la individualidad» de determinadas substancias; el nombre
de persona designa «la condición por la que algo es distinto e incomunicable».
i)
Existe, pues, un nexo estrechísimo entre singularidad y personalidad. Lo cual
nos sitúa ante otra especie de tautología. Expresiones como «singularidad de la
persona», «persona individual», «persona única e irrepetible», constituyen
cierto pleonasmo o redundancia: con ellas no quiere afirmarse sino la
individualidad de lo (muy) individual, la singularidad de lo (en extremo)
singular o la unicidad de lo (absolutamente) único e irrepetible.
(Veremos enseguida
que los paréntesis son importantes, porque indican que la singularidad propia
de las personas es mucho mayor que la de las demás realidades.)
La de la persona
es, en efecto, una singularidad superior o incluso suprema > .
Igual que la elevada valía de lo que reposa en sí mismo —la
dignidad— diferencia a las personas de las realidades que no poseen tan alto
valor, también la individualidad sobresaliente distingue a las personas de aquello que,
por así decir, solo es singular de un modo secundario, derivado o empobrecido.
Un detalle
curioso. Si examinamos el testimonio de algunos expertos, parecería incluso que
la singularidad es la razón o causa de la dignidad personal, que esa
singularidad viene «antes», que resulta más determinante y propia de la persona
que la misma dignidad.
Al respecto,
Enrico Berti explica que el valor de la persona «resulta extraordinariamente
incrementado por el cristianismo, que subraya su singularidad, es
decir, su carácter insustituible en la economía de la salvación: y esto se
muestra con claridad en las parábolas evangélicas de la oveja perdida, del
dracma, del hijo pródigo, en afirmaciones como “incluso los cabellos de vuestra
cabeza están contados”, “vuestros nombres están escritos en el reino de los
cielos”, y de la personalización llevada a cabo por Cristo de la misma verdad,
cuando por ejemplo afirma: “Ego sum veritas”».
De manera análoga,
Ricardo de San
Víctor corrige la definición de Boecio acentuando precisamente la singularidad
de la persona, en cuanto la condición que este término indica «no conviene sino
a uno solo ( proprietas qui non convenit nisi uni soli)».
Y abundando en la
misma idea, en el siglo XIII, cuando Buenaventura de Bagnoreggio escribe que «la condición personal se encuentra
configurada por dos factores: singularidad y dignidad», está
anteponiendo, como elemento constitutivo de la persona, su radical singularidad
a su grandeza o eminencia. Y no solo desde el punto de vista
espacio-gramatical, por escribirla delante, sino real: según recuerda Gilson,
para Buenaventura, «la idea de persona implica la de individuo, más la
de cierta dignidad de ese individuo», que deriva justamente de su especial y
más aguda singularidad.
Es lo que sostiene
otro autor de nuestros días, Leopoldo Eulogio Palacios, con el valor añadido de
poner muy atinadamente en relación la singularidad pronunciada y el obrar
libre. Existen innumerables individuos —escribe— «que no son personas: este
diamante, este árbol, aquel rinoceronte». Pero entre tales realidades «hay algunas
cuya individualidad está todavía más acusada, menos dependiente del medio en
que habitan, con más capacidad de autarquía y suficiencia, y que, en virtud de
su naturaleza personal, son dueñas de sus propios actos. A estas sustancias […]
se reserva el nombre de personas».
Con esta cita
vislumbramos ya el fondo de la cuestión. Advertimos que toda singularidad —«ser intensamente lo que uno es», diferenciándose del resto— lleva consigo cierta
independencia respecto al medio. Y la singularidad extrema una independencia
también más fuerte, estrechamente relacionada con un modo de ser (y del
correspondiente obrar) autónomo y libre, tal como concluimos al hablar de la dignidad. No resulta absurdo sostener, entonces, que la singularidad así entendida, como
propiedad de quien es autosuficiente por gozar de autodominio, es «la causa» de
la dignidad.
(En el fondo, más
bien habría que decir que tanto la singularidad como la dignidad remiten a un
acto de ser de gran categoría, que por eso se destaca de todos
los restantes y goza de independencia, mayor o menor, respecto a cualquiera de
ellos.)
ii)
La relevancia de la singularidad y su relación con la persona quedan aún más
subrayadas al considerar el diferente modo como los términos «hombre» y
«persona» designan a los seres humanos.
La voz «hombre»
apuntaría de manera directa a la esencia o condición humana, de modo que,
aunque se refiera a los singulares, lo hace en cuanto poseen una naturaleza
común.
Por el contrario,
el vocablo «persona» designa a las singularidades como tales, hasta el punto de
que habría que considerarlo un nombre propio, similar a los que
utilizamos para diferenciar a los individuos concretos: Pedro, Antonio,
Santiago… Si cabe aplicarlo al conjunto de ellos, no es porque apele a un
atributo general, sino en cuanto se refiere a cada uno, subrayando su
distinción respecto a los demás, pero de una manera vaga o imprecisa (algo
análogo, no idéntico, a lo que se pretendía afirmar en otros tiempos con los
vocablos Tizio o Cayo, y hoy con Fulano o Mengano: un
individuo muy diferenciado, pero cuyo nombre nos es desconocido).
La palabra
«persona» realza, por tanto, (además y tal vez «antes» que su dignidad), la
individualidad del individuo, su autonomía y distinción respecto al resto de lo
existente, pero de forma no definida. En este sentido, «persona» indica a un
singular en cuanto muy singular, aunque indiscriminadamente. Es decir, a
cada una de las personas, resaltando su individualidad, pero de manera
inconcreta: individuum vagum , según la expresión latina.
Con fórmula un
tanto rebuscada, cabría sostener que el término «persona» designa a aquel
conjunto de realidades que tienen en
común … el ser cada
una < radicalmente
distinta de las
restantes: sin par, única.
iii)
Estos simples apuntes permiten anticipar una conclusión de enormes
repercusiones en la esfera educativa y, más en general, en toda la vida de
relación entre los hombres.
El vocablo
«persona» se encuentra en la misma vertiente significativa que la voz
«individuo»; pero va más lejos que esta, señalando y realzando el notable
incremento de individualidad.
Es el individuo por excelencia , extremadamente singular.
Y justo por eso,
porque los sujetos particulares de naturaleza intelectual o racional poseen la
singularidad en un grado destacado y eminentísimo se han hecho merecedores de
una designación especial: la de personas.
Por consiguiente,
si no se conoce y re-conoce y se lucha por ahondar en esa suprema
individualidad, dirigiendo toda nuestra atención a cada persona, nada
se sabe realmente de los seres humanos; y si no se los trata individualmente,
en realidad no es a la persona a quien estamos tratando: y no
existe, por tanto, ninguna posibilidad de contribuir eficazmente a su mejora o
perfeccionamiento.
(Suelo
ejemplificar con cierta frecuencia: igual que el diamante solo se pule con
diamantes, la persona únicamente crece y madura cuando entra en contacto íntimo
con otras personas, poniendo en juego lo que cada una de ellas tiene de más
estrictamente personal: el entendimiento y la voluntad y, en lo que nos atañe,
su radical singularidad, que afecta a esas y a las restantes potencias o
facultades.
Por el contrario,
para «des-hacer» a una persona, para incitarla a obrar mal, no es menester
tener en cuenta su exquisita singularidad: más aún, despersonalizarla, tratarla
como masa, es ya un inicio de ese posible influjo negativo e incrementa
enormemente la capacidad de obrar «contra la persona».
Desde semejante
perspectiva, los instrumentos o circunstancias que se relacionan
preponderantemente con los seres humanos en conjunto —medios de
comunicación de masas, mítines, etc.—, poseen mayor capacidad de
inducir a las personas hacia actuaciones incorrectas e incontroladas que hacia
hondas convicciones que les inclinen a la mejora.
No pretendo con
ello decir, pongo por caso, que la televisión no pueda en modo alguno
favorecer el perfeccionamiento de los hombres, sino simplemente que, para
lograrlo, es necesario un suplemento de personalidad —de grandeza humana— que
permita a quien habla «llegar» hasta las individualidades de quienes lo
escuchan, disolviendo la masa.
De manera análoga,
una arenga desemboca con relativa facilidad en algarada con daños materiales y
humanos, mientras que una conversación personal, de tú a tú,
resulta más adecuada para una conversión profunda.)
Tal vez cuanto
acabo de afirmar suene un tanto exagerado. Pero no lo es. La profunda verdad
que encierra explica que, a unos seiscientos años de distancia de Tomás de
Aquino y Buenaventura, Søren Kierkegaard hiciera de la categoría de persona el
eje de todas sus especulaciones y de sus intentos de salvar a la humanidad de
la degradación originada por el afán de homogeneizar tan propio de su tiempo… y
de los nuestros; y que, para designar a esa categoría privilegiada, utilizara
un término característico —den Enkelte —,
que acentúa precisamente la singularidad del individuo humano que se torna por
completo personal.
Cornelio Fabro
propone traducir ese vocablo por « il Singolo », cuya versión directa en castellano
sería «el Singular». Y lo mismo hacen otros autores, como Mesnard o Viallaneix,
cuya monografía más conocida sobre Kierkegaard lleva por subtítulo: El único
ante Dios. De esta suerte quieren poner de relieve cuanto de irrepetible y,
en cierto modo, de extraño y excepcional encierra cada persona (todos somos tan
«raros» —suelo explicar a mis hijos cuando califican de este modo a un amigo o
amiga algo excéntricos— que somos… únicos: no se olvide que uno de los
significados de «raro» en castellano es justo el de «escaso», y nada más escaso
que lo que solo es uno).
«El Singular»,
como equivalente de persona, indica hasta qué extremos la absoluta
individualidad de cada ser humano lo caracteriza o incluso lo constituye como
persona en su sentido más agudo y acendrado.
En efecto,
Kierkegaard atribuye tal importancia al individuo profundamente singular, a ese
ser cada uno el que efectivamente es, concreto y perfilado, que lo establece
como requisito ineludible y casi suficiente para que pueda relacionarse con
Dios y colmar así su calidad de persona:
«“El Singular”:
con esta categoría se mantiene en pie, o cae, la causa del cristianismo […].
Por cada hombre que yo pueda atraer a esta categoría de “el Singular”, me
comprometo a hacer que se convierta en cristiano; o mejor, puesto que nadie
puede hacer esto por otro, le garantizo que lo será».
Los testimonios en
la misma línea, antiguos y modernos, podrían multiplicarse. Con todo, en el
plano teórico, una duda se alza inevitable: ¿sirve de hecho la singularidad
para diferenciar a las personas de las realidades infrapersonales, que, en fin
de cuentas, también son concretas?
Retomamos ahora un
particular al que unos párrafos más arriba simplemente aludí.
b) El problema… y las claves para su
solución
i) «… que, en fin de
cuentas, también son concretas». Hace ya bastante tiempo, mientras impartía un
curso en torno a la persona humana, un catedrático de otra disciplina, con
muchos años de vuelo y en extremo inteligente, me objetó: «Considero que no
hacéis bien los filósofos cuando insistís tanto en la singularidad de la
persona, como si se tratara de algo extraordinario. En última instancia,
también los árboles o los perros son singulares».
¿Qué se escondía
tras esta afirmación?
Si no yerro, uno
de los defectos más frecuentes en el mundo de hoy: la consideración abstracta o
indiferenciada (al menos hasta cierto punto) de la realidad. El defecto especulativo-práctico de no considerar que en el universo real
—ese con el que nos topamos cada día y en el que se desenvuelve nuestra
existencia— no hay dos seres absolutamente iguales. Y, por consiguiente, que
cualquier atribución de una propiedad o de una carencia debe modularse
(configurarse de un modo u otro) y graduarse (según un más y un menos)
en función de aquel o aquello a quien está referida.
En relación con lo
que estamos analizando, si es verdad que todos los existentes son singulares
(lo abstracto se encuentra solo en nuestro entendimiento), no lo es menos, ni
tiene menor importancia, que cada uno lo es a su modo < , único y exclusivo: con una configuración
y una intensidad diversas, que impide que la
individualidad pueda serle atribuida con un significado y un vigor idénticos al
de cualquier otra realidad existente.
Cada uno de los
seres del universo es más
o menos singular y de un modo distinto que cualquier otro.
Considero que esta
es una de las claves más determinantes del conocimiento auténtico. Lo advertía
ya en páginas anteriores al referirme a los varios niveles de «personalidad»
(en ocasiones se habla de «personeidad», para dejar claro que se alude a las
dimensiones ontológicas —al ser de la persona— y no a las
meramente psicológicas), y a cómo todo lo que es propio y característico de la
persona —conocimiento, amor, libertad…— se da en cada uno de esos estratos de
manera peculiar y más o menos plena y aguda que en el resto. Y lo mismo sucede
con cualquier otra cualidad o atributo: más cuanto más relevante resulte, y más
cuanto mayor envergadura posea la realidad de que se trate.
ii) En
lo que atañe a nuestro tema, existen, por decirlo así: una singularidad menuda
o poco pronunciada, y, en el otro extremo, una individualidad acentuadísima,
mucho más vigorosa y discriminadora.
La primera
corresponde a las realidades de menos entidad o categoría, en particular a las
inertes y, de manera todavía más acusada, a las artificiales. Sobre todo en el
caso de estas últimas, y no digamos nada cuando están fabricadas en serie,
lo único que las diferencia es el concreto material con que están hechas: no el
que una sea de plástico y otra de madera, lo que supondría «demasiada
distinción», sino una de este trozo de plástico y la otra de ese otro, en
realidad prácticamente idéntico al primero.
Por eso cabe
sostener con rigor que un vaso vale lo que otro vaso y una silla lo que otra
(de hecho, muy a menudo ni siquiera advertimos que nos los han cambiado); que
no sucede exactamente lo mismo, pero sí algo análogo, con las plantas y los
animales, mientras que, en el extremo opuesto, Dios es el absolutamente Otro.
O, de manera más
genérica:
La singularidad de
las realidades infrapersonales —de los animales y las plantas— es muy leve, muy
poco discriminadora: en definitiva, cada una de ellas se limita a ser un puro
exponente de la perfección propia de su especie: como un fragmento, una porción
o un «número» dentro de ella. De ahí que se las pueda tratar genéricamente,
casi a bulto, sin atender a lo que las diferencia… justo porque semejante
desigualdad es tan tenue que apenas si cuenta ni puede advertirse.
Al contrario, la
diferencia entre los seres humanos, justo por ser personas, es radical y
absoluta. Resultan valiosos por sí mismos y por eso merecen una atención
particularizada, que comienza ya en el modo de conocerlas, como antes apunté.
Según explica
Forment, entre todas las realidades que pueblan el cosmos, «únicamente la
persona es “buscada por sí misma”. Sólo en el nivel de la naturaleza racional,
los individuos en cuanto tales tienen interés por sí. En la escala de los
seres, según los grados de perfección, por debajo de la persona humana los
individuos interesan en razón de la naturaleza que poseen, porque en ellos todo
se ordena a las operaciones específicas, de la naturaleza. Por más singulares que fueren», y precisamente porque no lo son en muy alto
grado, «interesan sus propiedades específicas. Por el contrario, en el nivel de
la dignidad personal, lo estimable, lo valioso para ser contemplado o para
entrar en diálogo o comunión de vida, es el individuo, el ser singular que
posee la naturaleza racional».
La cuestión ha
sido tratada de una manera muy correcta por Romano Guardini. En el libro
titulado Mundo y persona, el capítulo que dedica a la caracterización de
esta segunda —de la persona— está basado todo él en un solo principio: que la
categoría de cualquier existente crece en la proporción en que aumenta su
singularidad; y que, por tanto, la extremada individualidad del ser humano (y
de los superiores a él) lo distingue hasta tal punto de los animales… que
obliga a designarlo con un término propio y eminentemente enaltecedor: el de
«persona» (es un caso más en que los personalistas actuales coinciden con los
mejores metafísicos clásicos).
Citaré algunos
párrafos especialmente pertinentes del filósofo ítalo-germano:
«Cuanto un ser
vivo es de menor categoría, tanto más se sume [o diluye] en las exigencias de
la especie; cuanto más elevado, tanto más intenso es el instinto de imponerse
individualmente. Las propiedades caracterizadoras se hacen más numerosas, las
realizaciones peculiares se destacan más, la fecundidad desciende
numéricamente, las exigencias de cuidado de la prole se hacen mayores. De esta
suerte, el individuo reviste cada vez mayor importancia, tanto respecto a la
especie en su totalidad, como respecto a los otros individuos».
«”Persona”
significa que en mi ser mismo no puedo, en último término, ser poseído por
ninguna otra instancia, sino que me pertenezco a mí […]. Persona significa que
no puedo ser utilizado por nadie, sino que soy fin en mí mismo […]. Persona
significa que yo no puedo ser habitado por ningún otro, sino que en relación
conmigo estoy siempre solo conmigo mismo, que no puedo estar representado por
nadie [recuérdese el per se sonans romano], sino que yo mismo estoy por
mí; que no puedo ser sustituido por otro, sino que soy único».
Con palabras mías,
y acudiendo a ejemplos concretos:
Un perro de
guarda, de caza o de compañía interesa porque guarda, caza o proporciona
acompañamiento, igual que los restantes exponentes de su especie;
o, en todo caso, porque lo hace mejor que los demás: es
decir, porque encarna las propiedades específicas con mayor eficacia que
los otros integrantes del grupo. Pero siempre en comparación con el resto:
en ninguna circunstancia posee la consistencia o valía como para resultar
apreciable, amable y deseable por sí mismo.
(Tiene sentido,
por eso, que a la hora de adquirirlo busquemos el mejor entre ellos: es decir,
repitiendo lo que acabo de sostener, el que destaca sobre los otros al cumplir
de una manera eminente lo específico de ese tipo de
animales.
Como también lo
tiene la inmolación de uno o más animales o plantas —el número no cuenta— en
aras del bien de la propia especie y, al cabo, del conjunto el universo
corpóreo: no hay planta o animal que valga por sí mismo.)
Justo lo contrario
sucede con las personas, a las que se busca para instaurar con ellas un
intercambio comunicativo de conocimiento y de amor, sólo posible en la misma
medida en que cada una constituya una estricta y no repetible intimidad
individual: en el grado en que sea, con todas sus consecuencias, ella misma: ni
mejor ni peor que las restantes, porque, al ser «heterogénea», no admite tal
comparación.
(Como suelo
explicar en metafísica, cada persona, «cada una de todas»: merece ser conocida
por sí misma, justo porque posee —puede y debe poseer— una notable riqueza
interior, una intimidad del todo distinta a la de cualquier otra; reclama
también ser apoyada en concreto, buscando el bien que le es
propio (y en tal sentido, frente a cuanto acabo de apuntar respecto a los
animales o plantas, ningún ser humano puede ser sacrificado, y ni
siquiera lesionado, con vistas a mejorar la situación o la «calidad» de otro, o
de cientos, miles o millones a lo largo de toda la historia: ¡también ahora el
número es irrelevante, pero en sentido inverso!); como asimismo postula que se
la admire por las cualidades externas o internas, por la belleza
que siempre posee y que manifiesta… a quien la contempla con mirada amorosa.)
iii) Desde
este punto de vista, y expresándolo técnicamente, ninguna persona se configura
como un mero ejemplar de la especie a que pertenece, como un simple guarismo,
como una re-edición de las perfecciones comunes. Muy al contrario, cada ser
humano trasciende la especie en que se engloba y aporta al universo una novedad
absoluta, que constituye uno de los más insignes y decididos títulos —acaso el
título, si se lo interpreta con hondura— de su excelsa condición.
(De ahí que no sea
correcto hablar de «re-producción» humana, sino más bien de pro-creación, con
lo que este vocablo sugiere de radical novedad: ex nihilo).
Todo lo cual trae
consigo una consecuencia cuya importancia no es fácil exagerar.
Si nos
expresáramos y obráramos con coherencia, vocablos como los de «normal» o «anormal» , y todos los similares, carecerían por completo de sentido cuando se aplicaran a los seres humanos, y nunca podrían ser motivo de
discriminación entre unos y otros.
¿Razones?
Entre los animales
existe una «norma», que es la perfección de la especie. Pero cada ser humano es único, impar, valioso por sí mismo, y no permite el
cotejo con modelo alguno distinto que su propia individualidad… en un grado
superior de desarrollo.
De ahí que, frente
a lo que acabamos de ver respecto a los animales, y a pesar de tantos esfuerzos
por hacer que pase como algo corriente y perfectamente legítimo, resulta
absurdo y tremendamente lesivo el intento de «seleccionar» a una persona,
incluso antes de haber nacido, en función del sexo, el color de la piel, o de
presuntas —¡o reales, tanto da!— carencias o disfunciones genéticas (entre
otros motivos, porque no existe criterio alguno para realizar la selección:
cada persona es única, irrepetible y valiosa en sí misma).
Y de ahí que el
ideal de cualquier niño o adolescente, como el de las personas adultas, no deba
ser una figura externa (aunque tales modelos puedan ejercer en determinadas
etapas un efecto psicológico muy positivo… o muy negativo), sino él mismo a
medida que advierta todo lo que puede dar de sí y los caminos propios y
exclusivos para lograrlo.
Olvidar este
principio, alentar o aspirar a ser el que más destaque, o, si se prefiere, pues
así suele vivenciarse, mejor que los demás, se opone a la misma
condición personal y, como consecuencia, es origen de muchas inquietudes y
frustraciones, que podrían y deberían haberse evitado.
Desde semejante
perspectiva, la vida propia del hombre, en su condición de persona, es la vida
radicalmente singular, no asimilable y ni siquiera comparable a ninguna otra;
por eso nunca debe ser tratado en masa, de forma
genérica, ni tampoco contrastarlo con el resto.
Corolario:
respecto a cualquier ser humano, y sólo respecto a ellos, son pertinentes e
imprescindibles los análisis individuales y las biografías.
«Las personas
—escribe de nuevo Forment—, a diferencia de los otros vivientes, tienen una
vida biográficamente descriptiva de la cual merece la pena ocuparse y
comprenderla». Y añade: «En las biografías no se determinan las características
o propiedades universales de los hombres, sino que se intenta exponer la vida
de un hombre individual, de una persona. Con una biografía no se pretende
elaborar una antropología, ni tampoco un estudio metafísico sobre el ente
personal, sino explicar la vida de una persona, en cuanto ésta es algo
individual y propio, es decir, narrar su vida o vida personal».
¿Extrañará,
entonces, que la más conocida de las obras de San Agustín — la primera que
refleja de forma plena el valor de cada persona— adopte el estilo
autobiográfico, con una maestría y una penetración que probablemente todavía no
han sido superadas? En las Confesiones, lo que atrae la capacidad de reflexión
de Agustín de Hipona son este y aquel hombre concreto, cada uno en su
propia singularidad irrepetible y con sus particulares problemas. En
definitiva, y si quisiéramos resumir, es el hombre en cuanto persona,
única e inconfundible.
Por todo ello, su
filosofía se muestra tremenda y decididamente enaltecedora de la persona, justo
como persona. No es el hombre genérico lo que le fascina, sino
cada persona y, más en particular —parece decir—, mi persona, en toda la
riqueza de sus matices y sus luchas y vicisitudes interiores. O, si se
prefiere, el gran problema del yo: «… Yo mismo —dejará escrito— me había
convertido en un gran problema (magna quaestio ) para mí». Y también: «no comprendo todo
lo que soy».
La persona
concreta de Agustín de Hipona (no hay más persona que la concreta) se
transforma en protagonista de su propia filosofía. Como se ha recordado a
menudo, es ella el observador y el observado.
(Todo lo cual
confirma una idea relativamente conocida:
El que Agustín, en
las Confesiones, hable constantemente de sí mismo, de sus padres, de su
patria, de las personas a las que ama; el que saque a la luz hasta los rincones
más recónditos de su alma y las tensiones más íntimas de su voluntad, es signo
elocuente del giro experimentado por la especulación sobre el hombre, como
consecuencia del cristianismo, a raíz del descubrimiento de su exquisita
condición personal.
Si comparamos su
actitud con la de su maestro Plotino —que se refiere de continuo al hombre en
abstracto o en general, despoja al alma de su individualidad característica
e ignora por completo el problema de la condición personal—, advertiremos hasta
qué punto San Agustín ha percibido la índole propia, exquisitamente original,
de la persona y el modo en que ésta trasciende la categoría de mero eco o
reposición de la especie.)
Las repercusiones
de estos hechos para nuestra vida son abundantes. Por el momento, cabría
condensarlas en una sola máxima: ¡ojo con las generalizaciones, en el
conocimiento y en el modo de obrar!; intentemos dar a cada gesto, a cada
actuación, a cada desplante, ¡a cada expresión de cariño!, el concreto valor
que esa realidad tiene en atención a las circunstancias de la persona —¡única!—
que lo está llevando a cabo o a quienes los enderezamos.
2. La singularidad como irrepetibilidad:
el único
a) El sentido de esta expresión
En perfecto acuerdo y continuidad con
cuanto antecede, aunque con palabras quizás más complejas, se ha dicho con toda
razón que no resulta legítimo «definir al hombre como individuo de la especie homo
(ni siquiera homo sapiens )». Muy al contrario, «el término
“persona” se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la
noción “individuo de la especie”, que hay en él algo más, una plenitud y una
perfección de ser particulares, que no se pueden expresar más que empleando la
palabra “persona”».
Son ese apogeo y
excelencia peculiares los que, según vengo apuntando, invierten entre
los hombres las relaciones individuo-especie que tienen vigencia en el caso de
las realidades infrapersonales.
Me explico:
En el reino de lo
infrahumano (animales, plantas…), cada individuo no es más que un momento
pasajero del persistir de su especie y, más allá todavía, un resultado efímero
del disponerse de la materia: una fracción dentro del todo o, si se me permite
la expresión, una suerte de «préstamo ecológico», que surge del conjunto de la
naturaleza corpórea, persiste durante algún tiempo… y vuelve a sumergirse en
ella sin dejar ningún rastro propiamente individual.
Como consecuencia,
adquiere su significado gracias a la especie de la que forma parte y, a través
de ella, se encuentra sometido y subordinado al bien del universo en su
conjunto (el llamado equilibrio ecológico). No sólo la especie importa más que
cada uno de sus ejemplares, sino que éste obtiene toda su valía por servir a la
totalidad en que se integra. Cosa que consigue, según vengo insistiendo, en la
medida en que mejor encarna los atributos propios de su especie o raza, en que
es más igual a todos los demás, en que los repite.
En tal sentido,
sostiene Kierkegaard, con el lenguaje paradójico que le caracteriza: «Tienen
razón los pájaros cuando atacan a picotazos, hasta la sangre, al pájaro que no
es como los otros, porque aquí la especie es superior a los individuos
singulares. Los pájaros son todos pájaros, ni más ni menos».
Pero todavía
resultan más significativas las palabras que añade de inmediato: «En cambio, el
destino de los hombres no es ser “como los otros”, sino tener cada
uno su propia particularidad».
La cuestión podría
comentarse así:
Por su tenue
consistencia en el ser y en el obrar, los animales, las plantas, las realidades
inertes, no tienen ni aptitud ni «derecho» para destacar su individualidad,
recortándola sobre el horizonte del cosmos y de la peculiaridad de la familia
biológica a la que pertenecen; son propiamente parte de su especie: fracción.
Al contrario, el
hombre se despega hasta tal punto de la suya propia, como algo dotado de valor
por sí mismo —como persona—, que, en un tono un tanto
hiperbólico, casi podría afirmarse que:
No existe especie humana (cuando lo que se considera en cada varón o mujer es su índole personal).
O, tal vez, que entre los hombres la especie reviste un significado totalmente
distinto —casi opuesto— al que posee entre los animales y las plantas.
O, mejor todavía, porque aquí no queda ya rastro de metáfora, que esa especie
—que realmente sí existe— no se configura de tal modo que el ser humano quede
plenamente definido por su mera pertenencia a ella, de modo que tanto diera
uno como otro.
Muy lejos de todo
esto, en un sentido nada figurado: cada
persona humana —cada uno
de nuestros interlocutores— trasciende su propio género y ostenta un significado particular,
propio y nobilísimo , al
margen o con independencia de los demás exponentes de la humanidad (o, en casos
más precisos, del grupo o clase a que pertenece, de los intereses del colegio o
de la empresa, etc.).
Algo muy similar sostiene Pareyson cuando
afirma que «en el hombre, por decirlo de algún modo, todo individuo es único en
su especie».
b) Algunas de sus consecuencias
De aquí, sea dicho sólo de pasada, la
conveniencia de esforzarnos por llamar a cada uno de nuestros conocidos, de
nuestros amigos y familiares, por su nombre de pila, propio e irrepetible, y de
ser consecuentes con esta denominación.
Como explica una
vez más Forment, «cada persona o individuo humano es único e insustituible.
Merece, por ello, ser nombrado no con un nombre que diga relación a algo
genérico o específico, sino con un nombre propio, que se refiera a él mismo. Un
nombre que indica su carácter individual y valioso por sí mismo. Sólo las
personas tienen nombre propio. Si se da también a otras realidades es por su
relación directa con personas. El nombre propio se puede extender de la
persona, su objeto directo, a su entorno, que tiene un nombre propio no por sí
mismo, sino por estar referido a las personas», que son lo más perfecto de toda
la naturaleza, lo supereminente y valioso en sí y por sí.
Con todo, siendo
este un corolario no despreciable y de aplicación cotidiana, existen
consecuencias de mucho mayor calado, especialmente relevantes en la sociedad
actual, que, de manera no siempre explícita pero muy a menudo efectiva, tiende
a homogeneizar, masificar… o como prefiramos denominarlo, con tal de que seamos
conscientes de que todo ello lesiona y disminuye la categoría de las personas,
las «des-personaliza».
De lo que deriva
la necesidad de «singularizarse» si se quiere alcanzar la plena
condición personal.
(Para prevenir
confusiones en torno a este singularizarse, transcribo unas palabras de
Carlos Cardona, que muy bien podrían reemplazar, y con ventaja, a cuanto me
dispongo a exponer, y que ahora utilizo para dotar a ese desarrollo de su más
pleno significado.
Tras afirmar que
«la verdadera singularidad de la persona humana […] nada tiene que ver con las
extravagancias y las rarezas, que no son más que disfraces que encubren un
vacío de personalidad», Cardona agrega que se trata más bien de «ser un hombre
común, pero personalmente y a fondo, hasta el heroísmo, dando la
vida a Dios, por los otros. […] La verdadera singularidad humana es esta, que
tiene su origen en un singular acto creador divino para cada alma, y que tiene
su posibilidad en la libertad que Dios nos ha dado, precisamente como facultad
de amar generosa y liberalmente: a Él mismo de modo absoluto —y como
correspondencia, para la unión de amistad eterna—, y a los otros porque Dios
los ama».
Y concluye: «Esta
es la auténtica singularidad del hombre común, precisamente para la comunión. Esto es ser realmente persona y poner la base esencial para que pueda haber una
comunidad verdaderamente humana».)
i) La
obligación de ser uno mismo. Más de una vez he comentado que, como las
restantes, semejante obligación deriva del deber primordial de todo ser humano
de dar de sí cuanto le sea posible: de alcanzar su plenitud o cumplimiento.
Lo que me gustaría
mostrar es que tal perfeccionamiento es paralelo al incremento de
singularización de cualquier persona. O, con palabras más sencillas, que nadie
puede mejorar sino siendo cada vez más quien es y está llamado a ser,
radicalmente diverso de cualquier otro.
En cierto modo, se
trata de una doctrina reconocida al menos desde Platón. Ya este filósofo vio
muy claro que para ser aquel que somos hemos de no-ser (de dejar-de-ser)
absolutamente todo lo demás: para ser este varón concreto que soy, no puedo ser
ni mujer, ni animal, ni planta… ni cualquier otro varón de los que pueblan el
universo.
Y si esto es ya
así en el inicio de nuestra vida —y tiene una manifestación muy clara en la
dotación genética propia y exclusiva—, se va agudizando con el avanzar de la
misma.
Entre otros
motivos porque:
a partir de lo que nos ofrece la naturaleza y la educación que vamos
recibiendo, y en estrecha y recíproca interconexión con todo ello, nuestro
particular modo de ser (conocido a menudo como «personalidad») lo vamos
forjando principalmente a través de elecciones, que nos marcan o conforman con
más o menos intensidad;
tales elecciones suelen realizarse por lo común optando por alguno de los
componentes de una alternativa, y dejando fuera los restantes;
por consiguiente, esa cadena de opciones configura una manera de ser
progresivamente más perfilada y única, puesto que el abanico de posibilidades
decrece en cierto modo y se particulariza con cada nueva decisión;
y todo ello nos perfecciona en la medida en que más se adecue a las aptitudes,
cualidades, etc. con que en cada instante vamos contando: siempre dando lo
mejor de nosotros mismos y no intentando imitar a ningún otro.
Desde tal
perspectiva, vienen muy a cuento las palabras que Unamuno dirigía a un escritor
novel, que le había escrito en son de queja porque el éxito de sus obras le
parecía muy escaso en comparación con el que cosechaban otros en su opinión
peor dotados. Don Miguel le contestó: «No te creas más, ni menos, ni igual que
otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es único e
insustituible; en serlo a conciencia pon todo tu empeño».
«Ni igual… ». Se
trata de una puntualización de enorme relevancia, tomada con toda probabilidad
de su principal inspirador, Søren Kierkegaard, que afirmaba de modo aún más
tajante: «Ser completamente “como los otros” parece una forma de confianza
hacia los otros, y como tal se proclama y se alaba naturalmente también en el
mundo [...]. No, querer ser del todo como los otros es una vileza deshonesta,
grandiosa, precisamente hacia los otros. Por eso la pena ha venido también
sobre el género humano: que estos millones viven todos, hasta el último,
hacinados en una barraca, porque cada uno es la copia perfecta del otro. De ahí
su angustia e indecisión y desconfianza, cuando se trata de comprometer la
vida».
ii)
La razón de ese deber. Lo que acabamos de leer no tiene desperdicio y
reclama, al menos, un breve comentario. ¿Por qué, en el decir de Kierkegaard,
estamos ante «una vileza deshonesta, grandiosa… precisamente hacia los otros»?
Se entenderá sin
excesiva dificultad a la luz de lo que sigue:
Si el destino de
cualquier persona —«principio y término de amor», la califico a menudo— es
justo el de darse a los demás, para ennoblecerlos y hacerlos felices; si la
aptitud para lograr ese objetivo resulta directamente proporcional a la riqueza
que cada cual aporte con su entrega; si semejante patrimonio se consigue
mediante un proceso de mejora que por fuerza conduce a ser cada vez más uno
mismo, distinto e irreemplazable, señero…; si todo ello es cierto, parece claro
que el no buscar esa singularidad (no por el prurito de ser
originales, sino por auténtico afán de servicio, por amor) incapacita de raíz
para cumplir la propia misión como persona, en los múltiples campos en que cada
quien está llamado a hacerlo.
1) Por
ejemplo, en lo que atañe al conocimiento. Aunque no es el momento de desarrollarlo,
conviene al menos señalar que el fin de todo conocer es la verdad (la realidad
tal como es), hasta el punto de que un conocimiento no verdadero no es un
verdadero conocimiento: no es conocimiento, sin más.
Pero la búsqueda
de la verdad, sobre todo de aquellas que afectan más directamente a la «vida
vivida» —propia o ajena, individual o social— supone un esfuerzo de penetración
y de interiorización estrictamente personales.
Conforme vamos
madurando, no basta con repetir lo que se nos dice… ni en la familia, ni en los
centros educativos de uno u otro nivel, ni en la pandilla de amigos, ni en los
libros ni —mucho menos, tal vez— en los medios de comunicación.
Si uno no se
esfuerza por contrastar todo ello con el universo que lo circunda, si no se
empeña en «mantener el oído atento al ser de las cosas», como repetía
Heráclito, en poner en juego sus más hondas capacidades cognoscitivas, jamás
logrará descubrir lo que la realidad es, comportarse de acuerdo con las
verdades así adquiridas, y ponerlas al servicio de los otros. En semejante
quehacer somos insustituibles.
Ahora bien,
nuestra sociedad, tan pretendidamente crítica, no parece que favorezca esa
labor de apropiación de la verdad, esa reflexión serena y reposada que
—provisionalmente y no por desconfianza, sino por prudencia y auténtico anhelo
de saber— pone entre paréntesis lo que ha oído o leído, con el único fin de
recuperarlo como propio… o rechazarlo por falso.
Muy al contrario,
me atrevo a afirmar que, por diversos motivos, la civilización actual más bien
dificulta esa tarea: no solo en cuanto que el ritmo que a menudo impone torna
casi imposible el «pararse» a pensar, imprescindible para encontrar el sentido
de lo que hacemos; sino, sobre todo, porque estigmatiza y silencia («no
existen», se suele decir) a quienes no opinen como los otros, a quienes se
sitúen al margen de lo «políticamente correcto».
Lo cual repercute
tremendamente en cada uno de sus miembros. El propio Kierkegaard afirmaba que
lo más difícil de soportar por un ser humano es la soledad, y que no existe
soledad mayor y más dura que la de aislarse conscientemente del resto (de todo
el mundo, si fuere necesario) para defender una verdad que los demás repudian.
Por eso hoy son
pocos quienes tienen el suficiente valor para actuar contracorriente y mantener
la verdad con riesgo incluso de la propia existencia: la audacia de ser
ellos mismos, de singularizarse en los dominios del conocimiento.
Y por idéntica
razón resultan tan escasos los que realmente aportan a nuestro mundo unos
criterios propios, que en efecto enriquezcan a quienes los rodean y, en fin de
cuentas, ayuden a orientarse al conjunto de la humanidad.
Todo esto queda de
manifiesto en unas palabras de Caldera que no me resisto a citar, también
porque enlazan lo que acabo de sugerir con el núcleo de nuestro entero estudio
—la persona y su insigne valía—, al tiempo que lo completan:
«Aquí radica […]
la dignidad de la persona […]. Abierto a la consideración de la verdad,
conforme a la cual decide, su actuar trasciende las determinaciones de la
materia: no se rige por determinismos [es libre]. Más aún, trasciende la
sociedad, en el sentido de no tomar como regla última la presión del grupo o la
convención social, sino la voz de la conciencia [es más libre]. Sócrates
mostró en Atenas que el consenso de la multitud no podía decidir de la verdad
del hombre. Al contrario, que esa verdad era una suerte de regla trascendente a
la cual debía sujetarse toda decisión personal o de la ciudad. De ese modo, atestiguó con su muerte por la verdad de la conciencia la irreducible
grandeza del ser humano, ante la cual toda fuerza queda en definitiva impotente».
(Se trata de uno
de los muchos posibles sentidos del conocido adagio: «la verdad os hará
libres». En este caso, cuando una persona tiene como aspiración y guía el
conocimiento de la verdad, de la realidad como es en sí, se libera
de sus propios prejuicios, de las opiniones mayoritarias e infundadas, de la
presión social, de lo políticamente correcto…)
Y añade, todavía
con referencia a Sócrates:
«Al
propio tiempo, mostró los extremos a los que puede llegarse si no se reconoce
una verdad de lo humano y de su bien, como ha venido ocurriendo en este siglo
nuestro [el XX], siglo de totalitarismos y de irrespeto al valor de la vida. Al margen de la verdad del bien, puede hacerse lo que se quiera con un ser
humano».
(Con
otras palabras, la exclusión de la verdad anula la libertad de las personas,
las deja indefensas ante quienes detentan el poder de una manera que por fuerza
resulta arbitraria… puesto que no tiene una referencia clara, un punto de
sustentación, en el ser de cada realidad y en el comportamiento que ese ser
reclama.)
Pienso que la
conclusión está clara: El no singularizarse
a la hora de encontrar, comunicar y defender la verdad puede considerarse, muy
particularmente en nuestra civilización, una vileza deshonesta … justo hacia los otros.
2) Y también
en los dominios del amor. Tal
vez en esta esfera resulte aún más patente que si no pongo ahínco en crecer y
en ser a fondo el que soy, que si me dejo llevar por el impulso gregario de
asimilarme a los demás, de no distinguirme en lo que en mí existe de más hondo
e inestimable, no dispondré de nada de valor —¡de nada!, cabría decir, sin más
calificativos— con lo que enriquecerlos. Todo lo que pudiera ofrecerles… ellos
ya lo poseen.
Existe,
por tanto, la estricta obligación de desplegar todas mis virtualidades,
aquellas perfecciones que me caracterizan (es evidente que los defectos de más
o menos calado deben considerarse más bien como lagunas o carencias, como
no-ser, y que, en relación con ellos lo justo es irlos haciendo desaparecer y
no promoverlos).
La consecuencia no
podría ser más clara entre los componentes de un matrimonio: tengo obligación,
por amor al otro, de mantener e incrementar mi propia individualidad positiva…
lo mismo que de fomentar la de mi cónyuge.
Esta vez es un
sociólogo quien lo expone adecuadamente: «El enamoramiento tiende a la fusión de
dos personas distintas, que conservan la propia libertad y la propia
inconfundible especificidad. Queremos ser amados en cuanto seres únicos,
extraordinarios e insustituibles. En el amor no debemos limitarnos, sino
expandirnos, no debemos renunciar a nuestra esencia, sino realizarla; no
debemos mutilar nuestras posibilidades, sino llevarlas a término. También la
persona amada nos interesa porque es absolutamente distinta, incomparable. Y
así debe permanecer, resplandeciente y soberanamente libre. Nosotros estamos
fascinados por lo que ella es, por todo lo que ella nos revela de sí».
Pero la cuestión
reviste una relevancia suma también cuando se atiende a otro punto, al que
alude Kierkegaard hacia el final de la cita: el compromiso.
Se afirma a menudo
que, hoy en día, bastantes personas han perdido la capacidad de comprometerse,
con todas las consecuencias que eso lleva consigo. Y pienso que se trata de una
opinión fundamentada, que responde a causas muy diversas. Pero ahora me
gustaría esbozar tan solo hasta qué extremo semejante carencia enlaza
estrechamente con el afán de ser «como los demás».
He explicado más
de una vez que el núcleo del amor estriba en confirmar en el ser a la persona
amada, en decirle con la vida entera: «¡es maravilloso que tú
existas!».
Y con frecuencia
añado que semejante corroboración se continúa en otros dos momentos: la
búsqueda de la plenitud de la persona querida y la entrega de uno mismo.
Quien ama no sólo anhela que el ser querido viva, sino también que alcance su
perfección; y se pone sin reservas a su servicio para que crezca y mejore de
continuo.
La inicial aprobación
no basta: no hay verdadero amor si no se procura eficazmente la plenitud de la
persona querida mediante la ofrenda del propio ser. Pero, como
vengo insinuando, esa donación personal resulta imposible (o inútil) cuando
triunfa el ideal igualitario del «como los otros»; se desvanece entonces la
posibilidad de llegar a ser «uno mismo»: un sujeto dotado de caracteres
exclusivos y apto por eso para ofrecer a los demás algo efectivamente distinto
de lo que ellos ya poseen.
Y aquí es donde
surge o se refuerza la incapacidad para el compromiso, que se presenta como
absurdo. Pues, en efecto, si todos somos iguales, ¿qué es lo que podría aportar
yo al enriquecimiento ajeno?; y, entonces, ¿para qué comprometerme… si lo que
yo puedo dar también puede hacerlo, con idéntica eficacia, cualquier otra
persona?
Sin singularidad,
la entrega —culminación del amor— pierde todo su contenido y significado. Sólo siendo a fondo yo mismo podré (advertir la necesidad de)
contribuir con algo decisivamente real, y realmente valioso, a la convivencia
humana: con algo que, aun cuando no gozara de mucho valor, ningún otro podría
ofrecer en mi lugar.
(No es difícil
entrever, entonces, que la clave y razón de la singularidad es el amor. Desde
nuestra concepción somos irrepetibles, y cada uno ha de proseguir esa tarea de
perfeccionamiento singularizador, para que nos transformemos en don, en dádiva:
para que amemos y, al hacerlo, ennoblezcamos de veras a aquellos a quienes
queremos.)
De todo lo cual se
infiere hasta qué punto la singularidad es constitutiva de la
persona y reafirma, e incluso constituye, su dignidad o grandeza.
3. Atentados contra la singularidad de la
persona
Tal vez en otras circunstancias lo que
me apresto a comentar estaría un tanto de sobra. Sin embargo, la civilización
actual propende de tal modo hacia la homogenización despersonalizante, y
semejante masificación es tan contraria a la excelencia y el desarrollo de la
persona, la sitúa tan cerca del obrar éticamente inadecuado…, que si omitiera
una mínima referencia a los atentados más comunes contra la singularidad
merecería que se me calificara de irresponsable.
a) La reducción de la persona a simple
función.
Como norma general, podría afirmarse
que uno de los modos hoy más frecuentes de lesionar la singularidad de la persona consiste en considerarla y tratarla como
simple función .
O, con palabras
relativamente análogas, en no apreciarla por lo que es , sino solo por su utilidad :
por la capacidad de desempeñar ciertas tareas o generar determinados
beneficios, del tipo que fueren. Que es a lo que nos referimos de ordinario
cuando hablamos de utilización
o instrumentalización de las personas.
No obstante,
situaciones de este tipo se repiten con frecuencia ante nuestra vista, y tantas
veces ni siquiera las vislumbramos.
Con plena
conciencia de acercarme un tanto a la caricatura, y sin ninguna pretensión de
agotar el tema, sino refiriéndome tan solo a dos de los ámbitos más
significativos y en los que menos cabría esperar esta des-personalización, me
atrevería a preguntar:
En el modo como de
hecho se concibe y vive hoy la educación, y en las instituciones y
procedimientos en que esa concepción fragua, ¿se persigue de veras el
desarrollo de la persona, de alguien cuya riqueza deriva de (la grandeza
originada por) su carácter único e irrepetible? Al término del proceso
educativo, ¿nos encontramos con un sujeto más singular, que ha desplegado el
entero conjunto de virtualidades incluidas en su ser desde el momento mismo en
que fue engendrado? ¿Estamos ante alguien consciente de su nobleza casi
infinita y del papel irrepetible y fascinante que, justo en virtud de su
desarrollo particular como persona, le corresponde desempeñar entre los demás
hombres? ¿O nos topamos más bien con el experto (aunque sea en humanidades), definido
exhaustivamente por la tarea que va a ejercer en el futuro y
formado casi tan solo para poder realizarla igual o mejor
que los demás?
Mucho me temo que
esto último resulte demasiado frecuente. Que, en lugar de abrir al niño y al
joven —de la manera que ¡a cada cual! le es propia— a la verdad, a la bondad y
a la belleza, durante diez, quince o veinte años hayamos contribuido a
agostarlo como persona; a sacar a la luz tan solo al
especialista, sustituyendo la riqueza virtualmente ilimitada de su singularidad
personal por la estrecha capacidad de ejercer una mera función;
que el resultado de nuestra «labor educativa» sea un mero faber o laborans, un «trabajador», sin alma ni peso
específico individuales: casi, casi, sin humanidad.
Y es que a menudo,
de manera inconsciente, andamos tras la pieza que encaje con menos fricciones
en el interior de un sistema laboral y económico, capaz de asegurar al conjunto
el máximo de comodidades, de un bienestar a veces infrahumano, que se tiene
como fin a sí mismo.
Pero lo peor llega
—¡si llega!— cuando el ejercicio de la profesión consolida la labor
despersonalizadora a que acabo de aludir; cuando el joven pasa a formar parte
del engranaje de una maquinaria supeditada, no al crecimiento personal de cada
ser humano a través de su profesión, sino simple y llanamente a la economía: a
una economía cuyo gran ausente es justo la persona.
Veamos si ocurre
así.
Un sistema de
producción donde los valores personales fueran prioritarios desembocaría en la
creación de bienes auténticos, capaces de colmar una necesidad real o
incrementar la categoría personal y única de quienes los disfrutan.
Mas en buena
medida el economicismo occidental contemporáneo —a través de mecanismos que
obligan precisamente a ser o tener lo mismo que los demás o de lo
contrario sentirse frustrados— se fundamenta en la homogénea creación de
necesidades superfluas, casi siempre materiales, que convierten a los
individuos en meros consumidores e inducen a realizar un trabajo sin sentido,
que no arroja como saldo más beneficio que el financiero.
Y de esta suerte
el círculo se cierra. Porque un trabajo cuya única justificación sean las
ganancias, y no un bien real que perfeccione a sus destinatarios, es, en fin de
cuentas, un trabajo sin justificar, incapaz de engrandecer la fibra
personal de quien lo lleva a término.
Una labor de este
tipo, en lugar de contribuir al desarrollo personal y a la singularidad
del trabajador, lo subordina a un impersonal imperio del
dinero, en el que también quedan subsumidos quienes consumen los productos de
semejantes tareas. Como consecuencia, la persona enriquecidamente individual se
esfuma, sumergida sin reservas en una realidad uniforme e infrahumana: en el
monstruo anónimo de un mercantilismo desquiciado.
b) El totalitarismo de «la moda».
Se trata de una cuestión tan obvia que
voy a limitarme a hacer una observación y poner un ejemplo.
En primer lugar,
en el mundo de hoy y con fuerza inusitada, la moda no se limita a determinar
los hábitos exteriores —el modo de vestir, de peinarse, los lugares de recreo,
los férreos e inalterables itinerarios de «la movida»…—, sino que influye
poderosamente en lo que más caracteriza a la persona: la manera de pensar
(o de no hacerlo), el modo como concibe y vive el amor… y, en fin
de cuentas, por la universalidad de su influjo, hasta la misma identidad
«personal».
Después, en
correspondencia con lo anterior, transcribo algunos párrafos de un artículo sin
desperdicio, que leí no hace demasiado tiempo en una revista mexicana.
Escribe María del
Carmen Cárdenas:
«Ahora tenemos en
todos los estratos sociales el gravísimo problema de jóvenes
anoréxico-bulímicos. Incluso hay muertes por estas enfermedades y, por
desgracia, la sociedad, padres de familia y maestros no estamos lo
suficientemente informados sobre el tema.
»¿Nos hemos
preguntado quién o qué está detrás de esas figuras “perfectas”? ¿Hemos
observado bien a las modelos de los grandes diseñadores? ¿Quiénes son estas
personas, mujeres diseñando para mujeres u hombres vistiendo mujeres?
»Las modelos, a
fuerza de ejercicio y control estricto de alimentación, han perdido los
“encantos” característicos del “bello sexo”. Hoy día, ser aceptada socialmente
y cumplir los cánones del éxito implica someterse a la imagen
anoréxico-bulímica, en vez de dejar que la naturaleza muestre el esplendor y
diversidad de la belleza de cada mujer.
»Si Dios nos hizo
únicos e irreemplazables, y en ello radica la dignidad del ser humano, ¿por qué
renunciar a la divina creatividad tratando de hacernos todos iguales?».
Cualquier
comentario estaría de más. La cadena de evocaciones surge por sí sola.
c) La competitividad extrema
Si no me equivoco, es solo la punta del
iceberg de algo que ha adquirido proporciones inadmisibles en los últimos
tiempos: medir la propia valía en función de los demás, comparándonos con
ellos.
¿Resulta en
realidad tan grave? Estimo que sí, e intentaré apuntar los motivos.
Si en páginas
anteriores hemos fundamentado la dignidad de la persona en la eminencia de su
ser, que le permite reposar en
sí, sin depender del
resto, ¿no lesionamos esa grandeza en la medida en que nuestra valía resulte
definida por lo que son o hacen los
demás?
Y esto sucede de
dos modos, aparentemente contrapuestos, pero que responden, en fin de cuentas,
a una exigencia única:
Al primero me he
referido abundantemente en el apartado anterior. Se trata de la tendencia a no
distinguirse, a equipararse a los otros. Inclinación perfectamente tolerable si
se mantiene dentro de ciertos límites, pero en extremo dañina, según apunté,
cuando se desorbita.
Según expone
Kierkegaard, resaltando él mismo las palabras en cursiva, «Vivir
comparativamente es la ley para la existencia del “número”. Por ahí se ve
también que el número es el principio sofístico [engañoso], algo que inunda y
que, visto de cerca, se disuelve en nada. No pasarlo menos bien que los otros:
es la fórmula para ser felices. Si esta existencia de todos no es más que
miseria o si es realmente una existencia preciosa, es un problema que no
interesa nada al número: ¡basta vivir “como los otros”!».
El segundo es el
objeto de este breve parágrafo. El intento de ser mejor que los demás (y de
serlo absolutamente, en todos los ámbitos) resulta al menos tan peligroso como
el de asimilarse por completo a ellos… o a distinguirse de ellos. En
ninguno de los casos demuestro la categoría necesaria para descansar en
mí, sino que me subordino a los otros, aunque fuere para
superarlos o marcar las diferencias con respecto a ellos.
Está bastante
comprobado que las dos manifestaciones de este mismo estímulo son fuente
generalizada de malestar, frustraciones, infelicidad, e incluso desesperaciones
con consecuencias trágicas. Y no es difícil de comprender. Un atentado tan
directo contra el núcleo mismo de nuestra condición personal, que no es otro
que la autonomía rectamente entendida, ¿no tendrá efectos devastadores también
en el plano psíquico?
La clave de todo
el asunto podrían darla estas palabras de Kierkegaard: «¿En qué radica la
pequeñez? En la relación a “los demás”. Y ¿en qué consiste la preocupación de
la pequeñez? En existir exclusivamente para los demás, en no saber nada fuera
de la relación a los demás».
A lo mismo apunta
la cita que sigue, ahora de un autor contemporáneo: «En nuestra vida social
sufrimos frecuentemente la tensión constante de responder a lo que los demás
esperan de nosotros (o a lo que nos imaginamos que esperan de nosotros), lo
cual puede acabar resultando agotador. […] nunca hemos estado más
culpabilizados que hoy en día: todas las jovencitas se sienten más o menos
culpables de no ser tan atractivas como la última “top-model” del momento, y
los hombres de no tener tanto éxito como el dueño de Microsoft...».
Y añade,
elevándolo a un plano sobrenatural fácilmente traducible también en términos
humanos: «Bajo la mirada de Dios [o de una persona que verdaderamente nos ame,
como nuestro marido o mujer] nos sentimos liberados del apremio de ser “los
mejores”, los perpetuos “ganadores”; y podemos vivir con el ánimo tranquilo, sin
hacer continuos esfuerzos por mostrarnos como en nuestro mejor día, ni gastar
increíbles energías en aparentar lo que no somos; podemos —sencillamente— ser
como somos. No existe mejor técnica de relajación que ésta: apoyarnos como
niños pequeños en la ternura de un Padre que nos quiere como somos».
Lo cual nos
permite fácilmente proseguir con las consideraciones positivas.
4. Otras manifestaciones de la
singularidad
a) El incomparable
Sostenía antes que la singularidad de la
persona encuentra su razón última de ser en la entrega; que hemos sido creados
irrepetibles y debemos cultivar e incrementar esa individualidad con el
único fin de ofrecer a quienes amamos algo que ningún otro podría dar en
lugar nuestro.
Añado ahora que el
amor es también el que permite descubrir y fomentar
la singularidad de quienes nos circundan, y confirmar de esta suerte su
condición personal.
i)
Descubrir, porque, como es sabido y más tarde explicaré, el amor, más
que ciego, resulta clarividente: nos torna capaces de «ver» la maravilla que
cualquier persona encierra en lo más hondo de su ser; y,
advirtiendo la riqueza inigualable de aquellos a quienes queremos (pienso, por
ejemplo, en nuestros hijos, pero también en nuestro cónyuge, amigos, etc.), nos
sitúa asimismo en condiciones de valorar hasta el fondo su radical
singularidad… sin la que esa grandeza nunca podría ni consolidarse ni, mucho
menos, crecer.
Al respecto,
existe un sencillo verso de Pablo Neruda que justifica por sí solo la
entusiasta acogida que tuvieron en su momento sus Veinte poemas de amor y
una canción desesperada: «A nadie te pareces desde que yo te amo».
«Desde que yo te
amo»: el amor, que hace surgir en toda su pujanza el ser del amado, tornándolo
realmente real para quien lo quiere, dibuja también, y por lo mismo, los
perfiles consistentes de su singularidad inconfundible. Pronuncia,
indisolublemente, el sí y el tú. Sin amor no hay individualidad, ni
personalidad, ni ser. Ni familias compuestas por individualidades irrepetibles.
(Introducido ya en
los dominios de la poesía, me animo a citar y comentar brevemente estos otros
versos de Pedro Salinas: «Cuando tú me elegiste / el amor eligió / salí del
gran anónimo / de todos, de la nada».
Del anónimo de
la nada nos sacó Dios, sin nuestra colaboración, creándonos y
conservándonos en el ser. Del anónimo de todos tenemos que
sacarnos nosotros mismos, con ayuda y con esfuerzo, como respuesta al amor,
siempre personalizante y singularizador, de aquellos que nos quieren.)
ii)
Y fomentar. Cuando el amor hacia el ser querido aumenta y se purifica
hasta «derrotar» y superar al que tendemos a tenernos a nosotros mismos,
engendra la aptitud no sólo de percibir, sino también de valorar y fomentar —de
apreciar y alentar— la irrepetibilidad de los otros (sigo pensando sobre todo,
pero no exclusivamente, en los hijos).
O, lo que viene a
ser análogo, pero en su versión más práctica, de vencer la tendencia a
«desearlos» y «construirlos» a nuestra imagen y semejanza… que es un
modo muy natural de querernos en y a través de ellos,
convirtiéndolos —como escribió Delibes— en un «apéndice de nuestro egoísmo», en
una prótesis de nuestro «yo».
Entonces somos ya
capaces de «soportar» que sean lo que están llamados a ser, y no un remedo de
nuestras cualidades o de nuestros anhelos y nostalgias insatisfechas…, a pesar
del desgarro íntimo que pudiera suponer la separación —no solo ni tanto física,
sino estrictamente personal— que implica inevitablemente la diferencia:
los proyectos que se vienen abajo, las ilusiones que cambian de rostro, los
criterios de siempre que son reemplazados por inéditas convicciones
personales, el que acaben por ser más «de otro o de otra» y de su nueva familia
que nuestros…
Y, aumentando los
quilates de nuestro cariño, ya sin apenas esfuerzo, buscamos y promovemos esa
irrepetibilidad, que el entendimiento agudizado por el amor valora ahora de
forma habitual y serena. Entonces, por más que se aleje del que nosotros
habíamos planeado para nuestros hijos (por proseguir el ejemplo), nos gozamos
en que cada uno tenga su camino, les ayudamos a descubrirlo y
ponemos cuanto está de nuestra parte para que lo sigan… sin inventarnos
absurdas injusticias ni crearnos falsos cargos de conciencia por negar a uno lo
que hemos facilitado al otro… o viceversa.
Con otras palabras:
vivimos y fomentamos su unicidad . Pues ya decía Aristóteles que tan
injusto resulta discriminar a los iguales como comportarse del mismo modo con
quienes son distintos. Y cada persona lo es de una manera sublime.
¿Descubro con todo
esto algo desconocido? Por fortuna, no. Las madres, también las que no han
leído ni a Unamuno ni a Kierkegaard ni a Aristóteles, ni tan siquiera a Neruda,
lo saben perfectamente. No necesitan muchos estudios para advertir que lo
correcto, lo justo, es tratar «de manera desigual a los hijos desiguales»…
porque solo obrando así permitimos su perfeccionamiento
progresivo; y, por ende, que dar a todos lo mismo, sin atender a lo que
necesitan o en su caso merecen, constituye una tremenda barbaridad.
Saben también,
sobre todo las que han criado una familia numerosa, hasta qué punto es radical
y enriquecedora la desigualdad constitutiva de cada retoño; han experimentado
con gozo, y casi palpado, que el ser de cada hijo es fruto de un acto original
e irrepetible del Absoluto, que —como ya apunté— los extrae amorosamente de la
nada y, por eso, «nada» tiene en común con los restantes.
De
ahí que no los comparen. Cada
uno no sólo es «el único», «el irrepetible», sino también «el incomparable » (en los dos jugosos sentidos de este
vocablo castellano). Establecer confrontaciones entre ellos, incluso para confirmar una
hipotética «igualdad», equivaldría a mancillar su condición exquisita de
personas o, con términos un poco más difíciles, de absolutos. A olvidar
que cada uno es amado absolutamente por el mismísimo Absoluto y
que ese Amor es la Causa radical e indefectible de que «valgan» por sí mismos
(el fundamento inconcuso de la auténtica autoestima).
iii)
La concepción de la persona como un «absoluto» resulta tremendamente fecunda, aunque
el contexto y tono de este escrito solo permita aludir a ella. Entre las muchas
consecuencias que pueden extraerse de ese enfoque, y además de la apuntada en
un capítulo anterior, esbozo únicamente la que se apoya en la individualidad y
la subraya, acentuando así la dignidad o grandeza personal.
Etimológicamente,
absoluto equivale a «ab-suelto», «des-ligado»… autónomo. Y aquí y ahora
pretende señalar que, en fin de cuentas, la valía radical y originaria de la
persona no depende más que de su propio ser: ni de lo que realiza, ni de lo que
posee, ni de la raza o especie a la que pertenece, ni de lo que hagan o digan
los otros.
De ahí, repito, la
imposibilidad real —y el absurdo— de compararlos. Porque cabe,
sí, calibrar las aptitudes y cualidades, los comportamientos, los éxitos y
fracasos…; pero no, en modo alguno, el ser propio de cada
persona, donde en fin de cuentas radica, de forma primordial y decisiva, su
constitutivo valor o dignidad y su singularidad irrepetible.
Es lo
que expresan, con un ritmo y unos matices parcialmente distintos, estas
palabras de un psiquiatra afincado en la Europa central:
«El
amor no se dirige a los atributos psicológicos o físicos del ser amado, sino
hacia el exclusivo e irrepetible “ser-así” de la persona que se ama. El amor no
es atraído por esta o aquella cualidad que “el otro” tiene, sino por la
unicidad irreducible que el otro es (Frankl). Puesto que las
cualidades espirituales o corporales no son nunca absolutamente únicas e
irrepetibles, siempre se pueden encontrar otras mejores, el abrazarse a ellas
da lugar a un amor equívoco y caduco, irremediablemente condenado a la
desilusión y al prurito del cambio sin fin. De ahí que la actitud de no pocas
muchachas, que echan a perder o al menos ocultan la unicidad exclusiva de su
persona mediante la supina imitación de “modelos” completamente impersonales,
tenga por resultado el ser literalmente canjeadas por hombres tan sólo
sexualmente excitados o emotivamente enamorados: “Nosotros no somos infieles a
las chicas: simplemente las confundimos”, dice el protagonista de una novela
italiana reciente. “El amor verdadero es una relación espiritual con el
espíritu del otro, como aparición de un Tú en su ‘ser así’ y no de otra manera,
inmunizada contra la caducidad que inevitablemente conlleva la mera
circunstancialidad de la sexualidad corporal y del erotismo psicológico”
(Frankl). Ese tú es intocable e insustituible, y la relación con él indisoluble
y “más fuerte que la muerte”».
Por su parte, las dos citas que siguen —aunque situadas en los
confines de la religión natural, pues conjugan lo humano con lo divino—
confirman de manera adecuada las últimas ideas expuestas y resumen y recuerdan
buena parte de lo visto hasta el momento.
Dignidad y ser: «Nuestra verdadera identidad [nuestra
única e irreiterable condición personal], mucho más profunda que el tener o que
el hacer, e incluso que las virtudes morales y las cualidades espirituales […],
no depende de las circunstancias, ni de lo que tenemos o dejamos de tener, ni
—en cierto modo— tampoco de lo que hagamos o no, de nuestros éxitos y nuestros
fracasos […]. Nuestra identidad, nuestro “ser” tiene otro origen distinto de
nuestros actos, y mucho más profundo: el amor creador de Dios que nos ha hecho
a su imagen y nos ha destinado a vivir siempre con Él, que es el amor que no
puede volverse atrás».
Dignidad y
libertad: «Nuestro mundo
busca la libertad, pero lo hace en la acumulación del tener y el poder, y
olvidando esta verdad esencial: sólo es verdaderamente libre aquel al que no le
queda nada que perder porque ya ha sido despojado, desprendido de todo; porque
es libre de todos y de todo, y de él se puede decir en verdad que “ha dejado la
muerte atrás”, pues todo su “bien” está en Dios y únicamente en Él.
Soberanamente libre es el que no ambiciona ni teme nada: no ambiciona nada
porque cualquier bien realmente importante lo obtiene de Dios; y no teme nada
porque nada tiene que perder o defender, ya que no posee enemigos ni se siente
amenazado por nadie».
Con lo que empieza
a hacer presencia otra actitud definitiva en el trato entre personas —la gratuidad—,
en la que ahora no puedo detenerme.
b) El insustituible
i) Pero sí querría sacar una conclusión
que, en cierto modo, culmina cuanto llevamos visto y pone claramente de
manifiesto la valía personal.
Y es que cualquier
persona, en virtud de su singularidad y los atributos que de ella derivan,
precisamente en cuanto persona, resulta del todo insustituible:
como vengo apuntando, aporta al universo algo que ningún otro puede ofrecer en
su lugar.
Estimo que, justo
cuando enfocamos la singularidad desde esta perspectiva, se nos torna patente
toda la grandeza de la persona, de cualquiera de ellas, con plena independencia
de sus dotes o cualidades, de sus méritos, de su mejor o peor comportamiento…
Pues, por muy poco
que «valga», cada persona «vale» tanto que, justo en cuanto persona, ninguna
otra puede suplirla.
O, si se prefiere:
en lo que atañe a su índole personal, ningún ser humano, incluso el más
autoenvilecido, puede ser reemplazado por otro de los que ahora existen, han
existido o existirán, ni por la suma de todos ellos.
Más aún: nadie es
sustituible ni por el íntegro conjunto de las personas creadas, pasadas,
presentes y futuras… más el propio Dios, precisamente porque Él así lo ha querido.
(Para quienes les
sirva, estamos ante una prueba más, y no poco significativa, de la seriedad con
que Dios se toma su propia creación y, de manera muy particular, a las
personas.
Aunque no siempre
de forma consciente, existe entre algunos una tendencia a sobrevalorar de modo
tan equívoco y falso la omnipotencia divina que se acaba por desproveer al
universo de auténtica consistencia: como si se tratara de una suerte de
fantasmagoría o de castillo de fuegos artificiales, que son… pero más bien y al
cabo no son; o como un simple juguete con el que Dios se distrae —en el sentido
más banal y no comprometido del término— y con el que puede hacer lo que le
apetezca.
En absoluto.
Diciéndolo a nuestro modo, Dios asume todas las consecuencias de la obras que realiza.
Y, por acudir al
caso que se plantea más a menudo, cuando crea al hombre libre, corre con todos los
riesgos que esa libertad lleva consigo.
Riesgos para el
ser humano, para quien el privilegio del obrar libre presenta un carácter
ambivalente: por cuanto sin libertad es del todo imposible el amor y, con él,
la plenitud y la felicidad consiguiente; pero cuyo carácter por fuerza
imperfecto, pues es una libertad limitada, lo sitúa en la coyuntura de
deshacerse como persona y tornarse tremendamente desdichado.
Y riesgos para el
propio Dios, que, justo porque nos ama (y por eso nos dota de libertad), se
torna vulnerable: se arriesga realmente a que frustremos sus planes, y sufre
muy de veras —solo y exclusivamente por el daño que eso supone para nosotros—
cuando, al obrar de forma incorrecta, en efecto los malogramos.
De manera análoga,
y esto es lo que ahora más nos interesa, cada persona creada tiene un cometido
que, en sentido propio, ninguna otra —ni el propio Dios, porque así lo ha
querido— puede realizar en su lugar. De lo contrario, no habría sido creada.
Cuestión que, como vemos, enlaza de forma clara con lo antes apuntado acerca
del compromiso.)
ii) Tras
estas observaciones tal vez se advierta con mayor hondura el daño que se
inflige a un ser humano cuando lo único que se busca, y aquello para lo que se
le prepara y por lo que se le valora, es la función que puede
desempeñar. Porque justo en esa medida hacemos de él alguien radicalmente sustituible
y, en consecuencia, no-valioso desde el punto de vista personal.
(Semejante
«funcionalismo» alcanza cotas que hacen temblar cuando a un ser humano en
estado embrionario se le permite proseguir en la existencia o, al contrario, se
trunca su vida en los mismos inicios, en función de su utilidad para la salud
de otros individuos, del progreso de la ciencia… ¡del coste económico que
supone su conservación!)
Y es que el mismo
concepto de función incluye, como nota constitutiva, que pueda ser realizada, indiferentemente,
por quien posea la aptitud correspondiente, al margen del resto de caracteres
que integran a esa persona… ¡y de su misma condición personal!
Más aún, como
demostraron ciertos sistemas laborales hoy en parte superados, la organización
«funcional», en la acepción que damos ahora a este vocablo, sitúa en la raíz de
su eficacia el que quien realice una tarea pueda ser suplido por cualquier otro
igualmente capacitado (¡para esa labor… y punto!), sin que ello implique la más
mínima merma en el producto final.
Ahora bien,
incluso suponiendo que efectivamente de este modo se aumentara la eficacia
—cosa que dista mucho de estar clara—, el precio que tiene que pagarse, en
términos antropológicos, es tremendo: la des-personalización, la imposibilidad
de poner en juego la propia creatividad, el ingenio o las habilidades que nos
caracterizan, el espíritu de iniciativa…, es decir, justo aquellos rasgos que
mejor definen a la persona en cuanto persona.
Y todo ello
desemboca, más tarde o más temprano, en frustración y desencanto personales
profundos y difícilmente reparables, y en absoluto paliados incluso con el
éxito más apabullante en la propia profesión. Las estadísticas, en especial las
realizadas entre los yuppies , muestran cómo los «grandes
triunfadores» son a menudo tremendamente infelices en lo que suele denominarse
«vida sentimental», que es lo que marca el tono de su entera existencia.
(Se explica,
también por este motivo, que bastantes personas «aguanten» los días laborables
pensando tan solo en el fin de semana; o, que, cuando —como en este caso— el
trabajo es la simple, no deseada e ineludible contrapartida del dinero que
proporciona, y no una realidad que —aunque esforzada— satisface y hace crecer a
la persona en cuanto tal, con palabras de Schumacher, «el mejor trabajo sea el
menor trabajo».)
Cabría, pues,
establecer una ley no desprovista de excepciones, pero sumamente indicativa:
Cuando se busca el
crecimiento íntegro de la persona, su «singularización» no solo
afianza y acrisola su categoría constitutiva, sino que la pone en condiciones
de capacitarse para ejercer de la manera más adecuada —¡humana y personal!— una
multitud de tareas.
Al contrario, si
lo que se persigue es el adiestramiento para ejercer una simple función,
con lo que implica de igualación homogeneizante, al cabo no solo mengua la valía
de la persona en cuanto tal, sino que ni siquiera se la hace capaz de realizar
convenientemente la labor que se ha transformado en objetivo supremo de
semejante «educación».
Un paso más.
Cuanto vengo
apuntando resulta relevante en los dominios en que lo he emplazado, en los que
ciertamente existe un aspecto de cualificación funcional-profesional… que nunca
debería, sin embargo, ni ahogar ni pretender suplir (sino, al contrario,
fomentar) las dimensiones personales estrictas, claves incluso del éxito
específico de tales esferas.
(De acuerdo con lo
que acabamos de sugerir, en el plano estrictamente laboral cada vez va siendo
más obvio que los mejores empresarios no buscan tanto al individuo técnicamente
preparado —¿quién podría serlo hoy, cuando bastantes de las Universidades han
disminuido notablemente el nivel y la calidad de enseñanza y, sobre todo,
cuando los conocimientos cambian con tal rapidez que al término de buena parte
de las carreras, en particular las más técnicas, ha quedado obsoleto lo que se
estudió los primeros años?—, sino a quien posee la suficiente calidad personal
para desenvolverse correctamente en las distintas situaciones… y, en parte por
esa misma razón, asimilar en pocos meses la capacitación específica que solo la
empresa puede darle.)
Pero semejante funcionalismo
se torna devastador cuando invade las esferas en las que el nexo
persona-persona debe ser dominante o incluso exclusivo, al tiempo que soporta y
fundamenta, en su caso, lo que en ellas pueda haber de función.
Me refiero sobre
todo a cuanto constituye o guarda parentesco, más o menos estrecho, con la
familia y realidades similares: amistad, noviazgo, matrimonio, paternidad,
filiación, servicio doméstico…
Sin embargo, por
desgracia, también en estas comunidades más entrañables, la persona en cuanto
tal pierde a veces terreno frente a otros factores de muy diverso tipo:
bien porque, aun buscándolo al menos de forma implícita, no se alcanza a
penetrar hasta el núcleo de la persona, y las relaciones se sustentan sobre caracteres
extrínsecos (posición social, económica, éxito, influencias, fama…), o
intrínsecos, pero superficialmente desprovistos de la radicación y connotación
personales que por naturaleza les corresponde (concordancia emotiva, atractivo
físico, presunta compenetración sexual…);
bien porque positivamente —por ignorancia o convencimiento acrítico, derivado
de las ideas ambientales dominantes— se estima que son solo esos otros factores
impersonales los (que realmente existen o los) que cuentan a la hora de
establecer con provecho hasta las relaciones por naturaleza más íntimas: las de
novio y novia, marido y mujer, padres e hijos, hermanos, etc.
En los dos casos,
pero particularmente en este segundo, la prueba más patente de la
des-personalización y rebajamiento infligidos consiste en que los componentes
del conjunto se consideran sustituibles (de «usar y tirar», como dicen
algunos)… y, de hecho, se los re-cambia cuando en efecto no funcionan
o dejan de funcionar, a tenor del rendimiento previsto.
Parece bastante
claro que en todas estas situaciones se atenta contra la dignidad de la
persona, al medir su valor no por lo que es, sino por lo que hace.·- ·-· -······-·
Tomás Melendo Granados
IV Congreso Mundial de las Familia
La Familia es célula de resistencia a la opresión del Sistema. Por ello se le persigue
***
Visualiza la realidad del aborto: Baja el video Rompe la conspiración de silencio. Difúndelo.
|