I. Una antropología adulta
Desde el punto de vista etimológico, no
resulta difícil determinar en qué consiste la antropología.
El término castellano —que ha venido a
sustituir al clásico de psicología, dotado de otras connotaciones—
deriva de dos vocablos griegos: a) ánthropos, que significa hombre; y b)
lógos, que equivale más o menos a «razón o entendimiento» y a «palabra,
locución o expresión».
La antropología vendría a ser, entonces,
el estudio, la comprensión y la exposición de
Pero esta especie de descripción
universal y relativamente uniforme se modifica en cuanto la situamos en un
contexto histórico, geográfico o cultural concreto. Al menos por dos razones:
i) En primer término, porque los diversos seres humanos
—varones y mujeres—, en parte motivados por el desarrollo prioritario y la
importancia concedida a aspectos muy dispares de su humanidad, se han entendido
y se siguen comprendiendo a sí mismos de maneras muy distintas según las
diferentes épocas, lugares, culturas y demás circunstancias, incluidas las de
la propia biografía estrictamente individual: el «cómo le ha ido a uno en la
vida».
Los ejemplos son numerosos, y su
enumeración, inacabable. Baste, por eso, con apuntar dos o tres especialmente
relevadores o chocantes:
Los griegos no consideraban seres humanos, en su sentido más fuerte y cabal, a
los esclavos (y, en cierto modo, a las mujeres y a los niños).
Los romanos adoptaban una actitud similar, entre otros, con quienes no eran
ciudadanos del Imperio: los llamados «bárbaros».
Y a lo largo del siglo pasado, sin ir más lejos, muchas personas de color se
conceptuaban a sí mismas, por la simple diferencia de pigmentación de la piel,
distintas y en cierto modo inferiores a los «blancos».
ii) En clara relación con lo anterior, los textos y demás
expresiones culturales donde se recoge o manifiesta lo que es el ser humano —el
derecho, las distintas instituciones, la propia disposición de las aldeas o ciudades
y de sus enterramientos, la pintura, la escultura, la literatura, el arte en
general y, por lo que a nosotros se refiere, la filosofía y la ética— ofrecen
también diferencias notables y, por seguir en la línea de los párrafos
anteriores, muchas veces injustas.
Centrándonos en el ámbito del
pensamiento, no es raro encontrar tratados de autores de relieve donde quienes
desarrollan trabajos manuales o que requieren un respetable esfuerzo físico son
considerados esclavos y se les equipara a los animales, calificándolos como
simples «instrumentos vivos»; donde la mujer es declarada positiva y ostensiblemente inferior al varón e incluso como un varón defectuoso o mal engendrado;
donde se pregunta si los indios o las razas no europeas tienen alma y, en caso afirmativo,
si cada uno de esos individuos goza de una para sí solo o esta es común para un
conjunto de ellos….
Y si atendemos a pensadores concretos —ya
sean de épocas diversas, ya de la misma, ya de etapas heterogéneas dentro de la
evolución de idéntica persona—, las divergencias se tornan abismales.
Aunque en ocasiones nos subleve, nada de
esto debería extrañarnos, con solo considerar:
que el entendimiento humano no es perfecto;
que en él influyen otros muchos factores de la personalidad de quien conoce y
del ambiente y la cultura en que se inscribe;
que todo ello, y otros motivos en los que no puedo detenerme, pero que más
adelante mencionaré, hace que tal saber, además de encontrarse condicionado por
las perspectivas derivadas de cuanto acabo de referir, sea gradual y esté
sometido al tiempo.
Y esto, no sólo en el sentido de que
nunca llegará a agotar absolutamente en qué consiste una realidad establecida
—menos todavía si se trata de algo tan rico y complejo como el ser humano—,
sino también porque semejante conocer es progresivo… y tantas veces regresivo:
avanza y se hace más hondo y, en determinadas circunstancias históricas,
culturales o biográficas —pienso que el momento que vivimos entra de lleno en
este marco—, retrocede o incluso se esfuma. Y, como consecuencia, admite una
multiplicidad de percepciones, más o menos certeras, que es lo que da origen a
esa variedad de «antropologías», que ofrecen visiones del hombre muy dispares
entre sí.
En cualquier caso, lo que ahora casi
exclusivamente me interesa dejar claro es que la antropología alcanza su
mayoría de edad cuando entra en juego la categoría de persona. La
antropología adulta sería aquella que analiza y considera al hombre, varón y
mujer, precisamente como personas.
Semejante
Antropología
podría definirse como el estudio de
y de las características que en cuanto
tales les corresponden.
Para los oídos actuales del hombre
corriente, esta afirmación tal vez carezca de relieve: hombre (varón y mujer) y
persona resultan en la cultura de hoy prácticamente intercambiables, al menos
en teoría: para el ciudadano de a pie, el que se orienta por un sano sentido
común no viciado, cualquier ser humano es una persona. Sin embargo, ni esto es
aceptado por algunos pretendidos «especialistas» contemporáneos, ni siempre
ocurrió así a lo largo de los tiempos. Y el cambio de planteamiento, con la
introducción explícita de la índole de «persona», supuso uno de los mayores
logros en la historia de la humanidad y en la consideración teórica de lo que
es el hombre.
Es este extremo, la importancia
inigualable de la consideración de cada sujeto humano como lo que es, una persona,
lo que pretendo subrayar en estas páginas.
Para comenzar a intuir esta revolución basta
traer a la mente que el término «persona» lo empleamos muy a menudo de forma
enfática y ponderativa: para realzar la grandeza o defender los derechos de
aquel a quien nos referimos. Y, así, ante situaciones lesivas para algún ser
humano o para un conjunto de ellos, no son infrecuentes consideraciones del
tipo: «Que no son animales (o cosas), ¡que son personas!».
Por eso, y descendiendo a un detalle muy
concreto, el hecho de que un determinado grupo cultural no disponga de un
término equivalente al castellano «persona», con el que expresar la valía de
los seres humanos, resulta tan sumamente significativo: indica que falta la
conciencia colectiva de la distancia insalvable que existe entre los hombres
(varones y mujeres) y los animales, las plantas, las realidades inertes o
artificiales… La distinción entre los restantes seres enumerados y el hombre
suele advertirse de un modo u otro también en estos casos; pero no es, sin
embargo, lo bastante neta: no supone un auténtico salto cualitativo, una
distancia tan abismal que Pascal llegó a definirla —sin duda, con un deje de
hipérbole, pero sin falsear la realidad— como infinitamente infinita.
Desde este punto de vista, y
simplificando pero de nuevo sin falsificar la cuestión, podríamos hablar de
tres situaciones histórico-sociales claramente distintas y significativas:
i) Las culturas que no apreciaban o no aprecian al ser humano
de forma rotunda y universal —al menos en teoría— suelen carecer de vocablos
equivalentes al de «persona», o estos no se utilizan (o no en exclusiva) para
designar y caracterizar al varón y a la mujer en cualquiera de sus edades y
condiciones. Los griegos del período clásico, por ejemplo, empleaban el término
prósopon, una de las fuentes del significado de persona, para referirse
al rostro humano, pero también al aspecto que ofrecían la faz de algunos
animales o la misma Luna.
ii) Según reconoce Hegel —nada sospechoso en este punto—, lo
mismo que Kierkegaard y otro buen número de autores, la voz «persona» hace su
entrada solemne en la historia con la llegada del cristianismo. Solo desde ese
momento comienza a utilizarse profusamente y con una valencia decididamente
positiva y ensalzadora: justo porque entonces se empieza a tomar conciencia del
valor eminente de todos y cada uno de los seres humanos por el mero (o, más
bien, ¡por el «sublime»!) hecho de serlo, con independencia de cualquier otra
consideración.
Lo que no quita que solo después de
muchos siglos esa adquisición haya ido impregnando, en la teoría más a veces que
en la práctica, la casi totalidad de los países en los que, de forma más o
menos directa e inmediata, el cristianismo ha dejado sentir su influjo.
iii)
Dentro de este bosquejo estilizado, la
tercera etapa resulta tremendamente reveladora… y es justo la que estamos viviendo
y, en parte, la que motiva este pequeño escrito. Precisamente porque la mayoría
más significativa de las civilizaciones presentes reconoce y afirma en
teoría la dignidad de la persona y, por ende, su carácter intangible e
inviolable, cuando se pretende «legitimar» cualquier tipo de atentado contra un
ser humano no queda más remedio que negarle teórica o incluso jurídicamente su
condición personal.
Algunos de los ejemplos más claros y
actuales los hallamos en los dominios de la bioética. Y así, para legalizar el aborto voluntario o la instrumentación genética se afirma
empecinadamente que el embrión no es sino un mero agregado de células, más o
menos cualificado y peculiar, pero en ningún caso una persona. Y, en contextos
análogos —no idénticos—, dejan de considerarse personas a quienes temporalmente
o de por vida no pueden hacer uso de su inteligencia o voluntad, a quienes
están dormidos o sin conciencia o en coma… o a quienes no pertenecen a
determinada raza o resultan incapaces de ejercer función alguna productiva en
la sociedad.
¡Tal es el poder evocador y las
exigencias unidas al término-realidad de persona!
(Y aquí resulta oportuno introducir un
paréntesis para aludir a algo cuya importancia resulta difícil exagerar, y que
conviene esbozar ya, aunque supongo que será tratado, en estos mismos días, por
otras personas más competentes. Si tenemos en cuenta los intereses económicos o
ideológicos aparejados a las situaciones que acabo de enunciar, se advierte
hasta qué punto realidades no teoréticas —las ingentes sumas de dinero unidas a
la experimentación con embriones o con las mal llamadas «células-madre», por
poner un par de casos— influyen o incluso determinan en ocasiones lo que se
piensa sobre el ser humano. Con otras palabras: nunca debería asombrarnos que
la concepción de las realidades más comprometedoras —la naturaleza de la
familia o del matrimonio o de la educación, por aludir a ejemplo candentes en
otras esferas— resulte modificada o incluso condicionada, a menudo sin
conciencia y sin culpa, por factores no propiamente cognoscitivos, ajenos a
la pura y simple consideración de la verdad.)
Volviendo a nuestro tema, y a la luz de
lo dicho, no es difícil entender que la aparición del concepto-realidad de
persona haya supuesto un salto de cualidad para aquel saber que intenta
explicarnos lo que es el hombre (la antropología madura o adulta,
por retomar la metáfora recién aludida), así como también para el conjunto de
la vida humana en la Tierra:
Y es que, según acabo de insinuar, antes
o al margen del descubrimiento de que todo ser humano, con independencia de
las circunstancias en que se halle, es persona, los atentados contra
algunos de ellos no necesitaban justificación (como, por ejemplo, no la
requiere normalmente el sacrificio de una res para alimentar a una familia o un
pueblo).
Al contrario, una vez que la índole
personal de todos los componentes de la humanidad se afirma teóricamente apenas
sin discusión, las afrentas contra la persona (aunque se sigan
cometiendo y, en ocasiones, de forma más cruel y violenta o más ladina y
sofisticada que en otras circunstancias o momentos de la historia) provocan un
rechazo que por fuerza ha de ser compensado con alegatos no siempre
convincentes ni para aquellos mismos que los esgrimen, o con la ocultación de
que tales violaciones están teniendo lugar.
Estimo que cuanto he esbozado ofrece
motivos más que válidos para continuar este ensayo intentando esclarecer lo que
significa ser «persona».
II. Aproximación al concepto-realidad de
«persona»
1. A
vueltas con las palabras
Es una costumbre generalizada comenzar el
estudio de la persona mediante reflexiones de tipo lingüístico. Y,
efectivamente, constituye un buen modo de introducirnos en el asunto, incluso
aunque a veces las etimologías aducidas no sean del todo correctas.
a)Disquisiciones terminológicas
i) Según Boecio, buen conocedor del mundo clásico, la voz
latina persona procedería de personare, que significa resonar,
hacer eco, retumbar con fuerza. De esta forma, nos remite a un aspecto muy
concreto del teatro antiguo: al hecho de que, a fin de hacerse oír por el
público, los actores griegos y latinos utilizaban, a modo de megáfono o
altavoz, una máscara hueca, cuya extremada concavidad fortalecía el volumen de
la voz; esta carátula recibía en griego la denominación de prósopon, y
en latín, justamente, la de persona. Por su parte, el adjetivo personus,
de la misma familia semántica, quiere decir sonoro o resonante, y connota la
intensidad de volumen necesaria para sobresalir o descollar.
Pero la careta tenía otro objetivo
inmediato, en cierto modo paradójico. Al mismo tiempo que dirigía la atención
de los asistentes hacia los variados actores y les permitía distinguirlos,
ocultaba el rostro de estos y llevaba a los espectadores a centrar su interés
en los «personajes» a quienes los artistas encarnaban. Y todo ello, con un
motivo también claro: lo excelente, lo que importaba en la función teatral, no
era la individualidad de los intérpretes, a menudo ignorada, sino la alcurnia
de los héroes representados.
Se advierte entonces cómo, desde una
doble perspectiva —la del simple alcance de la voz y la de la re-presentación
teatral—, el vocablo «persona» se halla emparentado ya en su origen con la
noción de lo prominente o relevante, que es sin duda el significado o la
evocación que prevalecerá a lo largo de toda la historia, y lo único que de
momento pretendo subrayar, por el enorme interés que ostenta para cuanto se
desarrollará en este Congreso.
ii)
A su vez, en Roma, entre otros en el
ámbito jurídico y político-social, se utilizó con frecuencia el término
«persona» con un matiz particular, aunque no desligado de lo visto hasta ahora.
Persona se relacionaría con per se sonans, para indicar a quienes, en el
sentido más amplio de la expresión, pueden hablar por sí mismos, con voz
propia. Por tanto, a los poseedores de determinados derechos, entre ellos la
emisión del voto, sumamente significativo en aquel entonces porque implicaba la
participación activa en la vida pública o en la gestión del bien común y, con
ello, la plena condición de ciudadano u hombre libre (es decir,
simplemente, de hombre).
La jurisprudencia romana de la época
imperial ayuda bastante a entender lo expuesto. Por una parte, vemos en ella
una clara contraposición entre cosas, por un lado, y personas, por otro; y,
desde este punto de vista, todo hombre es persona. Por otra, muy reveladora,
con frecuencia el término persona se reserva para designar a los
ciudadanos en sentido estricto (que serían personas sui juris
, por derecho propio); mientras que hombre
(homo) se emplea para referirse a los esclavos: hombres en
sentido más bien biológico, pero no personas por sí mismas, sino por su
relación con los auténticos ciudadanos u hombres libres (personas, por tanto, alieno
subjectae)
iii)
No es necesario seguir avanzando para
hacerse una idea nuclear y básica de aquello a lo que apunta primariamente la
denominación de «persona»; es decir, a la grandeza o
majestad
de determinados seres; o, si se
prefiere, a lo que ya entonces y hoy denominamos
, aunque no siempre seamos conscientes
del alcance y de los fundamentos reales de semejante vocablo.
b)Dimensiones de la grandeza de la
persona
Al respecto, me interesa anotar que esa
eminencia se emplaza en tres esferas, íntimamente relacionadas.
i) Antes que nada, y de manera absolutamente prioritaria y
decisiva, semejante nobleza hace referencia al ser: deben
considerarse personas las realidades que poseen un grado de ser superior, una
«consistencia» —por decirlo de algún modo— que las sitúa por encima de cierta
cota en la escala de los existentes: en la cumbre de la jerarquía del universo.
Si esta afirmación no se entiende
correctamente o no se admite con todas sus implicaciones, todo lo que se diga y
haga en relación con los seres humanos estará viciado en su misma raíz… en
especial en la amplísima esfera que engloba cuanto hoy llamamos bioética.
ii) En segundo término, y sobre tal base —esto es, de manera
derivada—, la condición personal lleva aparejada una excelencia también en el obrar:
¡la libertad! Ya que, según la expresión inmemorial, «el obrar sigue al ser y
el modo de obrar al modo de ser».
¿Qué significa esa sublimidad en el obrar?
En primer lugar, que todas las personas, en mayor o menor medida, son libres,
es decir, dueñas de su propio comportamiento o, al menos, de parte de él
(¡todas: incluso aquellas que por razones varias, de manera habitual o en un
momento o circunstancias particulares, no puedan ejercer esa capacidad!).
Además, que esa aptitud para obrar libremente, con dominio de buena porción de
sus actividades, lleva consigo la posibilidad y la consiguiente obligación de
auto-perfeccionarse hasta un nivel impensable para quienes no son personas.
Y de ahí, en la práctica, la capacidad (y el deber) de emprender grandes tareas,
de plantearse y perseguir nobles ideales, de hacer girar la propia existencia
en torno a «algo» que realmente merezca la pena, pues, de lo contrario, se
corre el riesgo de la frustración y de la infelicidad.
iii)
Por fin, la índole personal exige una actitud
de respeto y, más todavía, de auténtico amor: de promoción de ese
gran bien al que acabo de referirme y que cualquier persona está llamada a
conseguir (es, en sustancia, el denominado principio personalista).
A lo que debo agregar que todo ello debe
cumplirse en dos ámbitos primordiales.
1) En relación a sí mismo: no es verdad que uno tenga derecho a
hacer consigo —o con su cuerpo— lo que le dé la gana; sino que, al contrario,
como claramente expuso Kant, existe la obligación estricta de salvaguardar y
hacer crecer la propia dignidad personal (si no es así, nos defraudamos a
nosotros mismos y, en función de la solidaridad que liga a todos los hombres…,
¡a la humanidad entera!). Y
2) en lo que atañe al resto de las personas.
Y, además, en un doble sentido. A saber:
1) respeto o incluso veneración al ser propio y
ajeno, con todas sus dimensiones, incluidas las corpóreas, puesto que el
cuerpo humano es también personal (en las antípodas de este respeto
se sitúa cualquier atentado contra la vida: homicidios o suicidio,
mutilaciones, venta de órganos, comercio de la intimidad…);
2) respeto y reverencia también al obrar
correspondiente a la condición de persona, en uno mismo y en los demás: si es
cierto que, en virtud del ser personal que detento y del que no puedo
prescindir, tengo la obligación de desarrollar mis capacidades hasta dar de mí
cuanto esté en mis manos, ni yo ni ningún otro podría jamás impedirme o poner
trabas para que realice todo aquello que me permita cumplir con ese deber.
III. Respeto y veneración, respuestas a
la grandeza de la persona
De manera explícita a partir de Kant, y
de forma menos expresa en la filosofía y en la vida de los siglos precedentes,
el respeto ha venido considerándose como la única actitud adecuada a la
dignidad de la persona.
1. Dignidad, respeto y reverencia
Interesa, antes que nada,
relacionar-distinguir las tres nociones que enuncia el título de este epígrafe.
El respeto es una actitud que debe
adoptarse, de manera proporcional, tanto con las personas como con las cosas:
en principio, nada de lo que existe debe ser lesionado por el hombre si no
existe un motivo proporcionado para hacerlo (la gran diferencia
—que interesa muchísimo poner de relieve— es que, tratándose de personas, nunca
puede darse un motivo de tal calibre).
Por el contrario, la veneración y la
reverencia se dirigen de modo más propio a las personas. En esta línea, los
diccionarios más corrientes afirman que venerar equivale a «respetar en sumo
grado a una persona por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a una cosa
por lo que representa o recuerda»; consideran sinónimos «venerar» y
«reverenciar», y los definen como «sentir y mostrar respeto y devoción por una
persona o por algo que es suyo y la recuerda».
Podría extraerse como conclusión que el respeto
constituye una suerte de género o significado base, mientras que reverenciar
y venerar representan sus especificaciones e intensificaciones.
Y que al reservar estos dos últimos términos de forma prioritaria a las
personas, se pone implícitamente de manifiesto el carácter cuasi-sagrado de
éstas (sobre todo, en la tradición cristiana o, más en general, en la clásica).
Por eso me gusta insistir en que hablar
de respeto al ser humano, aunque correcto y aceptable, resulta bastante pobre,
se queda corto. Respeto lo merece todo lo que es en el grado o proporción en
que es: según su rango.
Pero la dignidad de la persona
reclama ese nivel supremo o magnificación del respeto que calificamos
como veneración o reverencia.
De hecho, Agustín de Hipona y Séneca
fundamentaban la veneración debida al enfermo calificando a éste como «res sacra
miser
» (algo sagrado en un estado miserable).
La índole «sagrada» del paciente está clara, y constituye el trasunto de su
nobleza personal. La condición lamentable, por su parte, no añade un incremento
de excelencia respecto al individuo sano, pero parece exigir mayor veneración y
miramiento en el trato con él, justo por su extrema vulnerabilidad. Puesto que
la dignidad del enfermo se encuentra momentánea y más o menos gravemente
amenazada, reclama un suplemento de consideración.
Como podemos comprobar por contraste en
el mundo actual, la reverencia o el respeto a los más débiles constituye la
piedra de toque —el test— para medir hasta qué punto una concreta cultura ha
profundizado y se toma en serio las exigencias de la dignidad personal.
2. Respeto
Según su etimología, el sustantivo
«respeto»
remite al verbo castellano «
respectar» ,
hoy en desuso, derivado del latín « respectare >
. Este es un intensivo de
«respicere»
atender, que proviene a su vez de « specere »
, mirar.
El respeto incluiría, entonces, una clara
alusión al conocimiento, por cuanto «respectare» viene a
significar «mirar con atención o considerar». Algo muy relacionado con la teoría
o contemplación de los clásicos: ese dirigirse a la realidad para
conocerla tal como es, sin permitir que ningún tipo de prejuicio o interés
personal (político, ideológico, económico, de prestigio, etc.) la desfigure o
violente en lo más mínimo.
De ahí que algunos sinónimos castellanos
de «respeto» subrayen su relación con el ámbito cognoscitivo: «miramiento», de
mirar; «atención», de atender; «consideración», de considerar; y, en un nivel
superior y más familiar, «andarse con contemplaciones».
Otros vocablos emparentados con «respeto»
aluden más bien al obrar y enfatizan el rechazo de cualquier
«intervención» contraria al valor y al desarrollo de un determinado ser.
Tal vez sea esto lo que inicialmente nos
viene a la cabeza al hablar de respeto. No obstante, considero vital insistir en
que semejante «no-intervencionismo» supone el «re-conocimiento» antes aludido.
Por tanto, el respeto no se limita al obrar, sino que empieza en aquella
actitud general por la que uno observa cuanto le rodea intentando advertirlo como
en efecto es, para comportarse en consecuencia.
No se respeta una realidad si previamente
no se conoce y re-conoce que posee un valor por sí misma, una especie de
consistencia interna que la hace ser buena. Y viceversa: como una
de las aplicaciones de la estrecha relación entre pensamiento y vida que sirve
de telón de fondo a todo lo referente a la ética, ninguna persona reconocerá la
valía de algo o alguien cuando no esté dispuesta a respetarlos.
Por fin, el tercer grupo de sinónimos
asociados al término «respeto» alude más bien a una actitud personal de
fondo, y podría englobarse en la línea que señalan términos que
«subordinación», «acatamiento», u «obsequio», y expresiones como «someterse a
lo establecido por la ley» y, «también, a las conveniencias o prejuicios
sociales» (y en definitiva, como vengo insistiendo, al ser o la
consistencia real de algo o, sobre todo, de alguien.)
IV. Conclusiones
Tras este breve repaso a algunas de las
cuestiones relacionadas con la dignidad personal, cabría establecer dos
conclusiones muy netas.
i) En primer término, que la condición de persona y la grandeza
y el respeto correspondientes no dependen en absoluto de
operación alguna, del hecho de poseer o dejar de poseer determinadas
cualidades, atributos, pertenencias, prestigio, etc., sino, de manera
exclusiva, de la eminencia de su ser.
Y, aunque es cierto que semejante
elevación se manifiesta de forma prioritaria a través, sobre
todo, del ejercicio de determinadas actividades —como el conocimiento
intelectual o el obrar libre—, eso no quita que la presencia de cualquiera
de las propiedades que pertenezca en exclusiva al ser humano —como la
dotación genética o la disposición de los órganos en cualquiera de los momentos
del desarrollo vital o la forma y figura de alguna de las distintas razas humanas…—
baste para conocer con plena certeza que nos hallamos ante una persona y
obligue a actuar en consecuencia.
En segundo lugar, algo todavía mucho más
relevante para el momento actual, y que enunciaré de entrada de forma un tanto
paradójica: «para conocer y re-conocer en alguien a una persona resulta
imprescindible la actitud, básica y previa, de estar dispuesto a
hacerlo, con todas las consecuencias prácticas que eso lleve consigo».
O, expresado con otras palabras: quien,
por las razones que fuere, no desea considerar a «alguien» como persona, se
incapacitará por ese mismo hecho para advertirla como tal, la reducirá a la
condición de «objeto o cosa» y se encontrará legitimada para actuar respecto
ese «algo» según le dicten su capricho o sus intereses… incluso cargados de las
mejores intenciones.
Más allá de la presunta distinción entre
moral y ética, carente de todo fundamento histórico y de cualquier apoyatura
teorética, e «inventada» para enmarañar todo el asunto y descalificar a priori
determinadas posturas, vienen aquí muy a cuento las vigorosas palabras de
Nietzsche: «Poco
a poco se me ha ido poniendo de manifiesto qué es lo que ha sido hasta ahora
toda gran filosofía: a saber, la autoconfesión de su autor, y una especie de
no queridas y no advertidas; e
igualmente que las intenciones morales (o inmorales) han constituido en toda
filosofía el auténtico germen vital del que ha brotado siempre la planta
entera. De hecho, para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente las
afirmaciones metafísicas más remotas de un filósofo, es bueno (e inteligente)
comenzar siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él) llegar?».·- ·-· -······-·
Tomás Melendo Granados
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