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Persona humana, moral y bioética

por Tomás Melendo Granados

Una síntesis aclaratoria

I. Una antropología adulta

Desde el punto de vista etimológico, no resulta difícil determinar en qué consiste la antropología.

El término castellano —que ha venido a sustituir al clásico de psicología, dotado de otras connotaciones— deriva de dos vocablos griegos: a) ánthropos, que significa hombre; y b) lógos, que equivale más o menos a «razón o entendimiento» y a «palabra, locución o expresión».

La antropología vendría a ser, entonces, el estudio, la comprensión y la exposición de

Pero esta especie de descripción universal y relativamente uniforme se modifica en cuanto la situamos en un contexto histórico, geográfico o cultural concreto. Al menos por dos razones:

i) En primer término, porque los diversos seres humanos —varones y mujeres—, en parte motivados por el desarrollo prioritario y la importancia concedida a aspectos muy dispares de su humanidad, se han entendido y se siguen comprendiendo a sí mismos de maneras muy distintas según las diferentes épocas, lugares, culturas y demás circunstancias, incluidas las de la propia biografía estrictamente individual: el «cómo le ha ido a uno en la vida».

Los ejemplos son numerosos, y su enumeración, inacabable. Baste, por eso, con apuntar dos o tres especialmente relevadores o chocantes:

Los griegos no consideraban seres humanos, en su sentido más fuerte y cabal, a los esclavos (y, en cierto modo, a las mujeres y a los niños).

Los romanos adoptaban una actitud similar, entre otros, con quienes no eran ciudadanos del Imperio: los llamados «bárbaros».

Y a lo largo del siglo pasado, sin ir más lejos, muchas personas de color se conceptuaban a sí mismas, por la simple diferencia de pigmentación de la piel, distintas y en cierto modo inferiores a los «blancos».

ii) En clara relación con lo anterior, los textos y demás expresiones culturales donde se recoge o manifiesta lo que es el ser humano —el derecho, las distintas instituciones, la propia disposición de las aldeas o ciudades y de sus enterramientos, la pintura, la escultura, la literatura, el arte en general y, por lo que a nosotros se refiere, la filosofía y la ética— ofrecen también diferencias notables y, por seguir en la línea de los párrafos anteriores, muchas veces injustas.

Centrándonos en el ámbito del pensamiento, no es raro encontrar tratados de autores de relieve donde quienes desarrollan trabajos manuales o que requieren un respetable esfuerzo físico son considerados esclavos y se les equipara a los animales, calificándolos como simples «instrumentos vivos»; donde la mujer es declarada positiva y ostensiblemente inferior al varón e incluso como un varón defectuoso o mal engendrado; donde se pregunta si los indios o las razas no europeas tienen alma y, en caso afirmativo, si cada uno de esos individuos goza de una para sí solo o esta es común para un conjunto de ellos….

Y si atendemos a pensadores concretos —ya sean de épocas diversas, ya de la misma, ya de etapas heterogéneas dentro de la evolución de idéntica persona—, las divergencias se tornan abismales.

Aunque en ocasiones nos subleve, nada de esto debería extrañarnos, con solo considerar:

que el entendimiento humano no es perfecto;
que en él influyen otros muchos factores de la personalidad de quien conoce y del ambiente y la cultura en que se inscribe;
que todo ello, y otros motivos en los que no puedo detenerme, pero que más adelante mencionaré, hace que tal saber, además de encontrarse condicionado por las perspectivas derivadas de cuanto acabo de referir, sea gradual y esté sometido al tiempo.

Y esto, no sólo en el sentido de que nunca llegará a agotar absolutamente en qué consiste una realidad establecida —menos todavía si se trata de algo tan rico y complejo como el ser humano—, sino también porque semejante conocer es progresivo… y tantas veces regresivo: avanza y se hace más hondo y, en determinadas circunstancias históricas, culturales o biográficas —pienso que el momento que vivimos entra de lleno en este marco—, retrocede o incluso se esfuma. Y, como consecuencia, admite una multiplicidad de percepciones, más o menos certeras, que es lo que da origen a esa variedad de «antropologías», que ofrecen visiones del hombre muy dispares entre sí.

En cualquier caso, lo que ahora casi exclusivamente me interesa dejar claro es que la antropología alcanza su mayoría de edad cuando entra en juego la categoría de persona. La antropología adulta sería aquella que analiza y considera al hombre, varón y mujer, precisamente como personas.

Semejante Antropología podría definirse como el estudio de y de las características que en cuanto tales les corresponden.

Para los oídos actuales del hombre corriente, esta afirmación tal vez carezca de relieve: hombre (varón y mujer) y persona resultan en la cultura de hoy prácticamente intercambiables, al menos en teoría: para el ciudadano de a pie, el que se orienta por un sano sentido común no viciado, cualquier ser humano es una persona. Sin embargo, ni esto es aceptado por algunos pretendidos «especialistas» contemporáneos, ni siempre ocurrió así a lo largo de los tiempos. Y el cambio de planteamiento, con la introducción explícita de la índole de «persona», supuso uno de los mayores logros en la historia de la humanidad y en la consideración teórica de lo que es el hombre.

Es este extremo, la importancia inigualable de la consideración de cada sujeto humano como lo que es, una persona, lo que pretendo subrayar en estas páginas.

Para comenzar a intuir esta revolución basta traer a la mente que el término «persona» lo empleamos muy a menudo de forma enfática y ponderativa: para realzar la grandeza o defender los derechos de aquel a quien nos referimos. Y, así, ante situaciones lesivas para algún ser humano o para un conjunto de ellos, no son infrecuentes consideraciones del tipo: «Que no son animales (o cosas), ¡que son personas!».

Por eso, y descendiendo a un detalle muy concreto, el hecho de que un determinado grupo cultural no disponga de un término equivalente al castellano «persona», con el que expresar la valía de los seres humanos, resulta tan sumamente significativo: indica que falta la conciencia colectiva de la distancia insalvable que existe entre los hombres (varones y mujeres) y los animales, las plantas, las realidades inertes o artificiales… La distinción entre los restantes seres enumerados y el hombre suele advertirse de un modo u otro también en estos casos; pero no es, sin embargo, lo bastante neta: no supone un auténtico salto cualitativo, una distancia tan abismal que Pascal llegó a definirla —sin duda, con un deje de hipérbole, pero sin falsear la realidad— como infinitamente infinita.

Desde este punto de vista, y simplificando pero de nuevo sin falsificar la cuestión, podríamos hablar de tres situaciones histórico-sociales claramente distintas y significativas:

i) Las culturas que no apreciaban o no aprecian al ser humano de forma rotunda y universal —al menos en teoría— suelen carecer de vocablos equivalentes al de «persona», o estos no se utilizan (o no en exclusiva) para designar y caracterizar al varón y a la mujer en cualquiera de sus edades y condiciones. Los griegos del período clásico, por ejemplo, empleaban el término prósopon, una de las fuentes del significado de persona, para referirse al rostro humano, pero también al aspecto que ofrecían la faz de algunos animales o la misma Luna.

ii) Según reconoce Hegel —nada sospechoso en este punto—, lo mismo que Kierkegaard y otro buen número de autores, la voz «persona» hace su entrada solemne en la historia con la llegada del cristianismo. Solo desde ese momento comienza a utilizarse profusamente y con una valencia decididamente positiva y ensalzadora: justo porque entonces se empieza a tomar conciencia del valor eminente de todos y cada uno de los seres humanos por el mero (o, más bien, ¡por el «sublime»!) hecho de serlo, con independencia de cualquier otra consideración.

Lo que no quita que solo después de muchos siglos esa adquisición haya ido impregnando, en la teoría más a veces que en la práctica, la casi totalidad de los países en los que, de forma más o menos directa e inmediata, el cristianismo ha dejado sentir su influjo.

iii) Dentro de este bosquejo estilizado, la tercera etapa resulta tremendamente reveladora… y es justo la que estamos viviendo y, en parte, la que motiva este pequeño escrito. Precisamente porque la mayoría más significativa de las civilizaciones presentes reconoce y afirma en teoría la dignidad de la persona y, por ende, su carácter intangible e inviolable, cuando se pretende «legitimar» cualquier tipo de atentado contra un ser humano no queda más remedio que negarle teórica o incluso jurídicamente su condición personal.

Algunos de los ejemplos más claros y actuales los hallamos en los dominios de la bioética. Y así, para legalizar el aborto voluntario o la instrumentación genética se afirma empecinadamente que el embrión no es sino un mero agregado de células, más o menos cualificado y peculiar, pero en ningún caso una persona. Y, en contextos análogos —no idénticos—, dejan de considerarse personas a quienes temporalmente o de por vida no pueden hacer uso de su inteligencia o voluntad, a quienes están dormidos o sin conciencia o en coma… o a quienes no pertenecen a determinada raza o resultan incapaces de ejercer función alguna productiva en la sociedad.

¡Tal es el poder evocador y las exigencias unidas al término-realidad de persona!

(Y aquí resulta oportuno introducir un paréntesis para aludir a algo cuya importancia resulta difícil exagerar, y que conviene esbozar ya, aunque supongo que será tratado, en estos mismos días, por otras personas más competentes. Si tenemos en cuenta los intereses económicos o ideológicos aparejados a las situaciones que acabo de enunciar, se advierte hasta qué punto realidades no teoréticas —las ingentes sumas de dinero unidas a la experimentación con embriones o con las mal llamadas «células-madre», por poner un par de casos— influyen o incluso determinan en ocasiones lo que se piensa sobre el ser humano. Con otras palabras: nunca debería asombrarnos que la concepción de las realidades más comprometedoras —la naturaleza de la familia o del matrimonio o de la educación, por aludir a ejemplo candentes en otras esferas— resulte modificada o incluso condicionada, a menudo sin conciencia y sin culpa, por factores no propiamente cognoscitivos, ajenos a la pura y simple consideración de la verdad.) 

Volviendo a nuestro tema, y a la luz de lo dicho, no es difícil entender que la aparición del concepto-realidad de persona haya supuesto un salto de cualidad para aquel saber que intenta explicarnos lo que es el hombre (la antropología madura o adulta, por retomar la metáfora recién aludida), así como también para el conjunto de la vida humana en la Tierra:

Y es que, según acabo de insinuar, antes o al margen del descubrimiento de que todo ser humano, con independencia de las circunstancias en que se halle, es persona, los atentados contra algunos de ellos no necesitaban justificación (como, por ejemplo, no la requiere normalmente el sacrificio de una res para alimentar a una familia o un pueblo).

Al contrario, una vez que la índole personal de todos los componentes de la humanidad se afirma teóricamente apenas sin discusión, las afrentas contra la persona (aunque se sigan cometiendo y, en ocasiones, de forma más cruel y violenta o más ladina y sofisticada que en otras circunstancias o momentos de la historia) provocan un rechazo que por fuerza ha de ser compensado con alegatos no siempre convincentes ni para aquellos mismos que los esgrimen, o con la ocultación de que tales violaciones están teniendo lugar.

Estimo que cuanto he esbozado ofrece motivos más que válidos para continuar este ensayo intentando esclarecer lo que significa ser «persona».

II. Aproximación al concepto-realidad de «persona»

1. A vueltas con las palabras

Es una costumbre generalizada comenzar el estudio de la persona mediante reflexiones de tipo lingüístico. Y, efectivamente, constituye un buen modo de introducirnos en el asunto, incluso aunque a veces las etimologías aducidas no sean del todo correctas.

a)Disquisiciones terminológicas

i) Según Boecio, buen conocedor del mundo clásico, la voz latina persona procedería de personare, que significa resonar, hacer eco, retumbar con fuerza. De esta forma, nos remite a un aspecto muy concreto del teatro antiguo: al hecho de que, a fin de hacerse oír por el público, los actores griegos y latinos utilizaban, a modo de megáfono o altavoz, una máscara hueca, cuya extremada concavidad fortalecía el volumen de la voz; esta carátula recibía en griego la denominación de prósopon, y en latín, justamente, la de persona. Por su parte, el adjetivo personus, de la misma familia semántica, quiere decir sonoro o resonante, y connota la intensidad de volumen necesaria para sobresalir o descollar.

Pero la careta tenía otro objetivo inmediato, en cierto modo paradójico. Al mismo tiempo que dirigía la atención de los asistentes hacia los variados actores y les permitía distinguirlos, ocultaba el rostro de estos y llevaba a los espectadores a centrar su interés en los «personajes» a quienes los artistas encarnaban. Y todo ello, con un motivo también claro: lo excelente, lo que importaba en la función teatral, no era la individualidad de los intérpretes, a menudo ignorada, sino la alcurnia de los héroes representados.

Se advierte entonces cómo, desde una doble perspectiva —la del simple alcance de la voz y la de la re-presentación teatral—, el vocablo «persona» se halla emparentado ya en su origen con la noción de lo prominente o relevante, que es sin duda el significado o la evocación que prevalecerá a lo largo de toda la historia, y lo único que de momento pretendo subrayar, por el enorme interés que ostenta para cuanto se desarrollará en este Congreso.

ii) A su vez, en Roma, entre otros en el ámbito jurídico y político-social, se utilizó con frecuencia el término «persona» con un matiz particular, aunque no desligado de lo visto hasta ahora. Persona se relacionaría con per se sonans, para indicar a quienes, en el sentido más amplio de la expresión, pueden hablar por sí mismos, con voz propia. Por tanto, a los poseedores de determinados derechos, entre ellos la emisión del voto, sumamente significativo en aquel entonces porque implicaba la participación activa en la vida pública o en la gestión del bien común y, con ello, la plena condición de ciudadano u hombre libre (es decir, simplemente, de hombre).

La jurisprudencia romana de la época imperial ayuda bastante a entender lo expuesto. Por una parte, vemos en ella una clara contraposición entre cosas, por un lado, y personas, por otro; y, desde este punto de vista, todo hombre es persona. Por otra, muy reveladora, con frecuencia el término persona se reserva para designar a los ciudadanos en sentido estricto (que serían personas sui juris , por derecho propio); mientras que hombre (homo) se emplea para referirse a los esclavos: hombres en sentido más bien biológico, pero no personas por sí mismas, sino por su relación con los auténticos ciudadanos u hombres libres (personas, por tanto, alieno subjectae)

iii) No es necesario seguir avanzando para hacerse una idea nuclear y básica de aquello a lo que apunta primariamente la denominación de «persona»; es decir, a la
grandeza o majestad de determinados seres; o, si se prefiere, a lo que ya entonces y hoy denominamos , aunque no siempre seamos conscientes del alcance y de los fundamentos reales de semejante vocablo.

b)Dimensiones de la grandeza de la persona

Al respecto, me interesa anotar que esa eminencia se emplaza en tres esferas, íntimamente relacionadas.

i) Antes que nada, y de manera absolutamente prioritaria y decisiva, semejante nobleza hace referencia al ser: deben considerarse personas las realidades que poseen un grado de ser superior, una «consistencia» —por decirlo de algún modo— que las sitúa por encima de cierta cota en la escala de los existentes: en la cumbre de la jerarquía del universo.

Si esta afirmación no se entiende correctamente o no se admite con todas sus implicaciones, todo lo que se diga y haga en relación con los seres humanos estará viciado en su misma raíz… en especial en la amplísima esfera que engloba cuanto hoy llamamos bioética.

ii) En segundo término, y sobre tal base —esto es, de manera derivada—, la condición personal lleva aparejada una excelencia también en el obrar: ¡la libertad! Ya que, según la expresión inmemorial, «el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser».

¿Qué significa esa sublimidad en el obrar?

En primer lugar, que todas las personas, en mayor o menor medida, son libres, es decir, dueñas de su propio comportamiento o, al menos, de parte de él (¡todas: incluso aquellas que por razones varias, de manera habitual o en un momento o circunstancias particulares, no puedan ejercer esa capacidad!).

Además, que esa aptitud para obrar libremente, con dominio de buena porción de sus actividades, lleva consigo la posibilidad y la consiguiente obligación de auto-perfeccionarse hasta un nivel impensable para quienes no son personas.

Y de ahí, en la práctica, la capacidad (y el deber) de emprender grandes tareas, de plantearse y perseguir nobles ideales, de hacer girar la propia existencia en torno a «algo» que realmente merezca la pena, pues, de lo contrario, se corre el riesgo de la frustración y de la infelicidad.

iii) Por fin, la índole personal exige una actitud de respeto y, más todavía, de auténtico amor: de promoción de ese gran bien al que acabo de referirme y que cualquier persona está llamada a conseguir (es, en sustancia, el denominado principio personalista).

A lo que debo agregar que todo ello debe cumplirse en dos ámbitos primordiales.

1) En relación a sí mismo: no es verdad que uno tenga derecho a hacer consigo —o con su cuerpo— lo que le dé la gana; sino que, al contrario, como claramente expuso Kant, existe la obligación estricta de salvaguardar y hacer crecer la propia dignidad personal (si no es así, nos defraudamos a nosotros mismos y, en función de la solidaridad que liga a todos los hombres…, ¡a la humanidad entera!). Y

2) en lo que atañe al resto de las personas.

Y, además, en un doble sentido. A saber:

1) respeto o incluso veneración al ser propio y ajeno, con todas sus dimensiones, incluidas las corpóreas, puesto que el cuerpo humano es también personal (en las antípodas de este respeto se sitúa cualquier atentado contra la vida: homicidios o suicidio, mutilaciones, venta de órganos, comercio de la intimidad…);

2) respeto y reverencia también al obrar correspondiente a la condición de persona, en uno mismo y en los demás: si es cierto que, en virtud del ser personal que detento y del que no puedo prescindir, tengo la obligación de desarrollar mis capacidades hasta dar de mí cuanto esté en mis manos, ni yo ni ningún otro podría jamás impedirme o poner trabas para que realice todo aquello que me permita cumplir con ese deber.

III.  Respeto y veneración, respuestas a la grandeza de la persona

De manera explícita a partir de Kant, y de forma menos expresa en la filosofía y en la vida de los siglos precedentes, el respeto ha venido considerándose como la única actitud adecuada a la dignidad de la persona.

1. Dignidad, respeto y reverencia

Interesa, antes que nada, relacionar-distinguir las tres nociones que enuncia el título de este epígrafe.

 El respeto es una actitud que debe adoptarse, de manera proporcional, tanto con las personas como con las cosas: en principio, nada de lo que existe debe ser lesionado por el hombre si no existe un motivo proporcionado para hacerlo (la gran diferencia —que interesa muchísimo poner de relieve— es que, tratándose de personas, nunca puede darse un motivo de tal calibre).

Por el contrario, la veneración y la reverencia se dirigen de modo más propio a las personas. En esta línea, los diccionarios más corrientes afirman que venerar equivale a «respetar en sumo grado a una persona por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a una cosa por lo que representa o recuerda»; consideran sinónimos «venerar» y «reverenciar», y los definen como «sentir y mostrar respeto y devoción por una persona o por algo que es suyo y la recuerda».

Podría extraerse como conclusión que el respeto constituye una suerte de género o significado base, mientras que reverenciar y venerar representan sus especificaciones e intensificaciones. Y que al reservar estos dos últimos términos de forma prioritaria a las personas, se pone implícitamente de manifiesto el carácter cuasi-sagrado de éstas (sobre todo, en la tradición cristiana o, más en general, en la clásica).

Por eso me gusta insistir en que hablar de respeto al ser humano, aunque correcto y aceptable, resulta bastante pobre, se queda corto. Respeto lo merece todo lo que es en el grado o proporción en que es: según su rango.

Pero la dignidad de la persona reclama ese nivel supremo o magnificación del respeto que calificamos como veneración o reverencia.

De hecho, Agustín de Hipona y Séneca fundamentaban la veneración debida al enfermo calificando a éste como «res sacra miser » (algo sagrado en un estado miserable). La índole «sagrada» del paciente está clara, y constituye el trasunto de su nobleza personal. La condición lamentable, por su parte, no añade un incremento de excelencia respecto al individuo sano, pero parece exigir mayor veneración y miramiento en el trato con él, justo por su extrema vulnerabilidad. Puesto que la dignidad del enfermo se encuentra momentánea y más o menos gravemente amenazada, reclama un suplemento de consideración.

Como podemos comprobar por contraste en el mundo actual, la reverencia o el respeto a los más débiles constituye la piedra de toque —el test— para medir hasta qué punto una concreta cultura ha profundizado y se toma en serio las exigencias de la dignidad personal.

2. Respeto

Según su etimología, el sustantivo «respeto» remite al verbo castellano « respectar» , hoy en desuso, derivado del latín « respectare > . Este es un intensivo de «respicere» atender, que proviene a su vez de « specere » , mirar.

El respeto incluiría, entonces, una clara alusión al conocimiento, por cuanto «respectare» viene a significar «mirar con atención o considerar». Algo muy relacionado con la teoría o contemplación de los clásicos: ese dirigirse a la realidad para conocerla tal como es, sin permitir que ningún tipo de prejuicio o interés personal (político, ideológico, económico, de prestigio, etc.) la desfigure o violente en lo más mínimo.

De ahí que algunos sinónimos castellanos de «respeto» subrayen su relación con el ámbito cognoscitivo: «miramiento», de mirar; «atención», de atender; «consideración», de considerar; y, en un nivel superior y más familiar, «andarse con contemplaciones».

Otros vocablos emparentados con «respeto» aluden más bien al obrar y enfatizan el rechazo de cualquier «intervención» contraria al valor y al desarrollo de un determinado ser.

Tal vez sea esto lo que inicialmente nos viene a la cabeza al hablar de respeto. No obstante, considero vital insistir en que semejante «no-intervencionismo» supone el «re-conocimiento» antes aludido. Por tanto, el respeto no se limita al obrar, sino que empieza en aquella actitud general por la que uno observa cuanto le rodea intentando advertirlo como en efecto es, para comportarse en consecuencia.

No se respeta una realidad si previamente no se conoce y re-conoce que posee un valor por sí misma, una especie de consistencia interna que la hace ser buena. Y viceversa: como una de las aplicaciones de la estrecha relación entre pensamiento y vida que sirve de telón de fondo a todo lo referente a la ética, ninguna persona reconocerá la valía de algo o alguien cuando no esté dispuesta a respetarlos.

Por fin, el tercer grupo de sinónimos asociados al término «respeto» alude más bien a una actitud personal de fondo, y podría englobarse en la línea que señalan términos que «subordinación», «acatamiento», u «obsequio», y expresiones como «someterse a lo establecido por la ley» y, «también, a las conveniencias o prejuicios sociales» (y en definitiva, como vengo insistiendo, al ser o la consistencia real de algo o, sobre todo, de alguien.)

IV. Conclusiones

Tras este breve repaso a algunas de las cuestiones relacionadas con la dignidad personal, cabría establecer dos conclusiones muy netas.

i) En primer término, que la condición de persona y la grandeza y el respeto correspondientes no dependen en absoluto de operación alguna, del hecho de poseer o dejar de poseer determinadas cualidades, atributos, pertenencias, prestigio, etc., sino, de manera exclusiva, de la eminencia de su ser.

Y, aunque es cierto que semejante elevación se manifiesta de forma prioritaria a través, sobre todo, del ejercicio de determinadas actividades —como el conocimiento intelectual o el obrar libre—, eso no quita que la presencia de cualquiera de las propiedades que pertenezca en exclusiva al ser humano —como la dotación genética o la disposición de los órganos en cualquiera de los momentos del desarrollo vital o la forma y figura de alguna de las distintas razas humanas…— baste para conocer con plena certeza que nos hallamos ante una persona y obligue a actuar en consecuencia.

En segundo lugar, algo todavía mucho más relevante para el momento actual, y que enunciaré de entrada de forma un tanto paradójica: «para conocer y re-conocer en alguien a una persona resulta imprescindible la actitud, básica y previa, de estar dispuesto a hacerlo, con todas las consecuencias prácticas que eso lleve consigo».

O, expresado con otras palabras: quien, por las razones que fuere, no desea considerar a «alguien» como persona, se incapacitará por ese mismo hecho para advertirla como tal, la reducirá a la condición de «objeto o cosa» y se encontrará legitimada para actuar respecto ese «algo» según le dicten su capricho o sus intereses… incluso cargados de las mejores intenciones.

Más allá de la presunta distinción entre moral y ética, carente de todo fundamento histórico y de cualquier apoyatura teorética, e «inventada» para enmarañar todo  el asunto y descalificar a priori determinadas posturas, vienen aquí muy a cuento las vigorosas palabras de Nietzsche: «Poco a poco se me ha ido poniendo de manifiesto qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía: a saber, la autoconfesión de su autor, y una especie de no queridas y no advertidas; e igualmente que las intenciones morales (o inmorales) han constituido en toda filosofía el auténtico germen vital del que ha brotado siempre la planta entera. De hecho, para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente las afirmaciones metafísicas más remotas de un filósofo, es bueno (e inteligente) comenzar siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él) llegar?».

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Tomás Melendo Granados



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