Hoy en día, millones de niños trabajan como esclavos en el mundo. Y cada día son más los menores que sufren interminables jornadas laborales a cambio de un ínfimo salario con el que contribuir a la precaria economía familiar. Las cifras son escalofriantes: en Asia se superan los 100 millones de niños explotados en África la situación no se diferencia demasiado.
La causa de esta vergonzosa realidad, la encontramos en la extrema pobreza, el analfabetismo y unos arraigados usos sociales que convierten el trabajo de la infancia en uno de los principales cánceres del siglo XXI. Tailandia, Indonesia, China, India, Haití, Filipinas y Egipto encabezan el ranking de los países con un índice mayor de explotación infantil.
Muchos menores se ven obligados a trabajar en sectores en los que algunos mayores no quieren o pueden hacerlo.
Lo que prima es producir, vender y exportar y esto sólo es posible con pagas míseras que condenan a la una infancia inhumana: liar más de 1.500 cigarrillos “beedies” en un día sólo es posible con diminutas y ágiles manos. Igual que tejer alfombras en los oscuros telares de Pakistán o Nepal. Moverse con la rapidez precisa entre los pasillos bajos y estrechos de las minas de carbón colombianas, es tarea sólo apta para los niños. El sector textil, que representa más de la mitad de las exportaciones de los países asiáticos, emplea a millones de chavales por sueldos equivalentes a un tercio del salario base de un adulto. Y hay muchísimos más ejemplos: la mayor parte del material deportivo del mundo –pelotas de fútbol, zapatillas…- se producen con el trabajo de los niños pakistaníes, las plantaciones de plátanos de Centroamérica o las de azúcar de Brasil emplean a menores para cortar o cavar y los glamourosos saris indios, los elaboran “artesanalmente” niños que trabajan desde los cinco años, ganan diez rupias como mucho y sufren riesgos laborales, amenazas y abusos.
Y esto por no mencionar escalofriantes casos de prostitución, pornografía infantil, venta de niñas y touroperadores que explícitamente preparan viajes con oferta sexual de menores incluida. Dramáticas también las condiciones de los cerca de ochenta millones de pequeños que trabajan en las ciudades, recogen basuras, hacen de “animales de carga” o empleados domésticos y por supuesto, la de los “meninos de rua”, gamines, polillas o canallitas que viven en la calle sujetos a la violencia, alcohol y drogas.
¿Es esta la infancia feliz de la que se habla en la Declaración de los Derechos del Niño?
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Cristina Barreiro
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