A la par que cada día somos testigos de proyecciones más y más catastrofistas respecto de nuestro futuro ecológico, sería bueno que prestáramos más atención al desequilibrio ecológico que está sufriendo la propia raza humana en varios lugares, fruto del envejecimiento de la población. Ya no sólo Europa, sino que Japón, Rusia y también China e India están en la lista, en estos dos últimos casos, por la drástica disminución de su población femenina en los últimos años, fruto del aborto o del infanticidio más descarado.
Y la razón fundamental que se percibe es una profunda crisis de la familia como institución natural, sea porque existe una legislación totalitaria que pretende dominarla (regulando los nacimientos o deformando el matrimonio), o porque el modo de vida, los intereses y expectativas de muchos ven en ella un estorbo para su autorrealización. De esta manera, la familia está siendo virulenta o solapadamente atacada por varios medios y sin piedad, al punto que se ha convertido en una ciudadela bajo permanente asedio.
Las razones que pretenden justificar tamaña monstruosidad o, en otros casos, franca estupidez, son muchas, desde las ideológicas a las económicas; y el Derecho, sin una clara guía moral y antropológica que oriente su contenido, se ha convertido, por desgracia, en un servil instrumento para estos fines.
Sin embargo, de lo que muchos parecen no darse o querer darse cuenta, es que la familia es la mejor inversión que podemos hacer para asegurar nuestro futuro como individuos y como sociedad. Dicho de otra manera: en varios sectores hoy tiende a recalcarse la importancia del “capital humano”. Mas lo que se olvida es que –por decirlo de algún modo– los hombres no surgimos “espontáneamente”, como los unicelulares, sino que venimos a partir de otros (regla universal de todos los seres vivientes), y requerimos de otros –nuestra familia– para sobrevivir y formarnos en nuestras primeras décadas de existencia. Por tanto, de poco o nada vale hablar de “capital humano” si éste no se encuentra incardinado en un núcleo familiar fuerte, protegido y en que prime el amor.
Es por eso que debiera considerarse a la familia como el mejor y más seguro capital social, como la mejor inversión que puede hacer un país para asegurar, dentro de lo posible, su futuro. A fin de cuentas, nada es gratis en esta vida, y si no invertimos parte de nuestros recursos, terminaremos agotando nuestro capital. En este caso, si todo se reduce a resultados económicos inmediatos, a un desarrollo personal que excluye al resto, a una vida que no quiere experimentar la entrega y sacrificio por otros y agotarse en el puro placer, no nos quejemos de los resultados, que si bien son más lentos en producirse, no por ello dejarán de llegar. En realidad esto agrava las cosas más aún, porque tal como ellos se demoran en hacerse completamente visibles y evidentes (pues es sólo al cabo de unas décadas que nos damos cuenta de los efectos: una población envejecida, inmigración y finalmente, una disminución demográfica neta), otro tanto demorará esta situación en revertirse. Además, el período para enmendar el rumbo no es mucho, porque podría llegar un momento en el que ya sea demasiado tarde. En este sentido, por ejemplo, no quedan muchas décadas para que Europa, tal como la conocemos, siga existiendo.
Pero en fin, parece que muchos se encandilan con espejismos, o su ambición de gloria y poder puede más que la razón y el sentido común. Un motivo más para estar atentos e indagar qué estamos haciendo cada uno, en lo personal, por la familia.
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Max Silva Abbott
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