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Ecología humana
por
Max Silva Abbott
Resulta curioso que mientras asistimos a un despertar ecológico que incluso reduce al hombre a un animal más, él mismo se encuentre al margen de dicha ecología, al menos respecto de algunas de sus conductas.
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Me explico: durante el siglo XX ha existido una verdadera revolución en cuanto al modo de mirar la naturaleza. Ésta ya no es un simple objeto a manipular libre e impunemente, una mera “res extensa”, en la terminología de Descartes. No sólo porque es limitada, sino además, porque posee un orden, una manera de ser que explica su estructura; un sentido que la hace tener tal o cual organización. A tal punto es importante este redescubrimiento (ya los griegos aludían a esto con la noción de “Kosmos”), que dicho orden obliga, o si se prefiere, tiene fuerza normativa. Esto significa que el hombre no debe –pero puede– comportarse a su respecto de cualquier manera, puesto que ello produce un daño, un desequilibrio ecológico, que a la postre lo perjudica a él mismo.
Por otro lado, algunos movimientos ecologistas extremos, han pretendido ignorar las diferencias entre el hombre y el resto de la naturaleza. Esto se ha intentado por dos vías, principalmente: o rebajar la condición humana a la de un mero animal, o mediante una “antropomorfización” de la naturaleza, esto es, aplicándole criterios humanos (de donde surgen los “derechos” de los animales, por ejemplo). De este modo, el hombre es considerado sólo una parte más de la naturaleza, al mismo nivel de animales, plantas o incluso seres inertes.
Pues bien, la paradoja (y en realidad, abierta contradicción) es que mientras se pone el grito en el cielo por el desorden ecológico del cual el hombre es responsable, sosteniendo que este orden es un límite a la libertad humana en razón de una especie de “bien común ecológico”, y además, considerando al hombre sólo como una especie más entre tantas, él mismo no tenga límites a su comportamiento, o si se prefiere, que pueda hacer lo que le plazca a su respecto, y no se vea afectado por ello.
Dicho de otro modo: se da la paradoja que todo tiene un orden ecológico, una cierta manera de ser, que hace que sufra tales o cuales efectos dependiendo de qué se haga a su respecto, salvo el hombre mismo, quien pareciera gozar de una curiosa invulnerabilidad, pudiendo por ello, hacer lo que quiera consigo mismo o con los demás. En el fondo, que no existe una “ecología humana”, lo que desde antiguo ha sido llamado “ley natural”. La ley natural apunta precisamente a esto: a que somos limitados, que tenemos una cierta estructura, una forma de ser tal, que no cualquier uso de la libertad es indiferente, tanto para otros como para nosotros mismos.
Ahora bien, llevado esto a los debates actuales, ¿es posible creer que una materia tan importante y delicada en el hombre como su sexualidad, no se verá trastocada de muchas maneras por una práctica tan poco “natural” como la introducción de la anticoncepción? Precisamente, la anticoncepción, que separa la sexualidad de la procreación (su fin natural) es la conducta más antiecológica que pudiera pensarse. Por eso la anticoncepción genera una serie de problemas (como el aborto o las enfermedades de transmisión sexual, por ejemplo), que no son otra cosa que una respuesta de la naturaleza ante este “desorden ecológico”, fruto de la manipulación de la sexualidad.
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Max Silva Abbott
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