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Elogio de la afectividad (6): La afectividad propiamente dicha
por
Tomás Melendo y Carmen Martínez Albarracín
Después de la sumaria aproximación a la vida sentimental realizada en los artículos que preceden, y en consonancia con lo allí afirmado, se inicia ahora un análisis más detallado y preciso —y esperamos que más fecundo— de la afectividad.
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I. Dimensiones humanas
desatendidas
Como apuntamos en su
momento, para entenderla a fondo, igual que para comprender muchas de las
afirmaciones que irán surgiendo en este y los ensayos sucesivos, es imprescindible
poseer un conocimiento ajustado de la persona humana y, muy en particular, de
su grandeza o dignidad incomparables.
Aunque algunos de esos
puntos ya han sido esbozados o saldrán de nuevo a colación, aconsejamos, para
quien lo necesite, la lectura o el estudio de algún tratado de conjunto sobre
la persona.
El hombre redivivo
Dentro de tal contexto, y
por los motivos que a continuación se esbozarán, concedemos una muy especial
relevancia a la afirmación y el análisis de los distintos niveles de sentimientos
que se dan de ordinario en el ser humano, frente a la pretensión casi generalizada,
al menos hasta hace cierto tiempo y en la mayoría de los autores, de que la
vida afectiva se desarrolla exclusiva o muy fundamentalmente en un solo plano
—el psíquico—, que serviría de enlace o bisagra entre las dimensiones
sensibles y las propiamente espirituales, en las que, por consiguiente, no
habría ni afectos, ni emociones o sentimientos, ni estados de ánimo…
Y lo estimamos de
importancia extrema porque el planteamiento más común —afectividad-psiquismo… y
para de contar—, no hace justicia a la condición ni a la grandeza de la
persona humana, por lo que, en fin de cuentas, resulta erróneo y plantea
aporías insolubles desde el punto de vista teórico y problemas vitales
difíciles o imposibles de superar.
Vale la pena leer esta
extensa cita de Pithod, que ayuda a comprender bastante bien, y de manera
intuitiva, todo lo que hemos perdido y en este artículo intentamos
recuperar:
1. La unidad del ser
humano, encarnada simbólicamente en el corazón
Con el corazón es con el
que se acaba de entender, porque en él se junta el saber y el sentir; el saber
y el sentir de los sentidos y el saber y el sentir del espíritu. El saber y el
sabor de la sabiduría. El corazón es, en efecto, sede de la
sabiduría por causa de este encuentro. Porque en él se junta la cogitativa y la
razón, la ratio particular y la ratio abstractiva, la afectividad sensible y la
afectividad espiritual. ¿A quién se le pudo ocurrir que el espíritu no sentía,
que no tenía afectos, que solo sentían los sentidos? ¿Acaso el amor es solo el
amor sensible? ¿Solo amor el concupiscible?
2. Espiritualidad,
universalidad y grandeza del amor
El amor es también y sobre
todo espiritual. Porque, al fin, todo es amor, el amor es como la energía
sustancial del universo, su energía primordial. Amor, el que mueve el sol y las
estrellas. Amor, la esencia divina. Por eso el que no ama, no entiende. Es a la
razón sin amor a la que Pascal achacaba ser ciega. Por carencia de esprit de
finesse. Pero la razón que ama entiende las razones del corazón y el
corazón unido a ella intelige lo que oscuramente vivencian los afectos.
3. De nuevo la unidad,
ahora enriquecida
Así, se comprende que
verdaderamente hay un conocimiento afectivo que abarca a todo el hombre,
conocimiento experiencial (vivencial), el más profundo al que nuestra humana
existencia llega. Conocimiento que nos hace uno con lo amado, porque el amor es
unitivum sui: “El amante se transforma en el amado y de algún modo se
convierte en él”. La unión del amor es como la de la materia y la forma, porque
el amor hace que el amado sea la forma del amante… Conocimiento
de amor que supera la antigua rencilla entre razón y corazón, entre el esprit
de finesse y el esprit géométrique, entre ciencia y sabiduría,
razón y poesía, meditación y contemplación, entre inteligencia que
conoce y voluntad que ama. En fin, entre espirituales e intelectuales [2] .
No es cierto, pues, que la
vida afectiva se desarrolle exclusiva o fundamentalmente en un solo plano —el
psíquico—, que serviría de enlace o gozne entre las dimensiones sensibles y las
propiamente espirituales.
El espíritu
redescubierto
Ni extraña, por eso, que
—tras asistir a las clases de Freud y de Adler, y convertirse en uno de sus más
destacados discípulos y colaboradores— Viktor Frankl reaccionara vivamente
contra semejante reducción del hombre, que elimina lo más exclusivo y elevado
de él, lo que propiamente lo caracteriza como persona.
Transcribimos algunas citas
al respecto, en espera de desarrollos ulteriores.
El primer testimonio es de
E. Lukas, probablemente la mejor discípula de Frankl. La afirmación no puede
ser más neta:
Tras su separación de
Adler, Frankl desarrolló una antropología propia cuya declaración
principal rezaba: la persona se caracteriza por una dimensión existencial (es
decir, específicamente humana) que la diferencia del resto de seres vivos y a
la que no se pueden trasladar los diagnósticos del ámbito biopsíquico. Frankl
la llamó dimensión «noética» (del griego nóus: «espíritu»,
«inteligencia»). A partir de entonces, sus investigaciones se centraron en
cómo fertilizar esta dimensión noética para aliviar y superar los trastornos
mentales [3] .
Siguen unas palabras del
propio Frankl, con las que se distancia de forma expresa de la visión de Freud,
tanto la común —que todo pretende reducirlo a sexo— como la de los
auténticos conocedores y expertos, que poseen una visión más certera y
matizada.
Según Frankl, y frente a lo
que sostiene la psicodinámica, el ser humano no es arrastrado solo por
instintos, sino que también se mueve a sí mismo por razones o motivos,
que apelan a su libertad:
Propiamente hablando, el
Psicoanálisis no ha sido nunca pansexualista. Y hoy lo es menos que nunca. De lo que en
realidad se trata es de que el Psicoanálisis, más en concreto el psicodinamismo,
describe al hombre como un ser accionado exclusivamente por instintos: y el que
sea el Yo puesto en acción por el Ello o por un Super-yo —en otros términos, el
que el hombre sea impulsado solo desde abajo o que lo sea desde abajo y
desde arriba— es una cuestión accesoria. Porque en ambos casos no
deja de ser el hombre un ser a quien solo mueven los instintos, un ser cuya
esencia consiste en satisfacer instintos [4] .
Y añadimos otro texto,
todavía más explícito, donde Frankl se apoya en la autoridad de dos de los
psiquiatras de más renombre de su época:
Dentro del marco de la
antropología psicodinámica se
nos ha ofrecido el cuadro de un hombre accionado solo por instintos, el cuadro
del hombre como un ser aplacador de instintos y tendencias del Ello y del
Super-yo, como una esencia orientada al compromiso entre las instancias
conflictuales del Yo, Ello y Super-yo. Este bosquejo psicodinámico de una
imagen del hombre está, sin embargo, en directa oposición a la idea que la
humanidad tiene sobre el ser del hombre, y de un modo particular a su idea
sobre lo que constituye la característica primaria y fundamental del
hombre, que es su impronta espiritual y su orientación a un sentido. Esto
es una caricatura, un retrato que desfigura y deforma la verdadera imagen del
hombre, pues —volviendo por última vez y resumiendo la crítica a la
antropología implícita en el psicodinamismo— en lugar de la primaria orientación
del hombre a un sentido se ha puesto su pretendida determinación por los
instintos, y en lugar de su tendencia a los valores, que tan
característica es del hombre, se ha puesto una tendencia ciega al placer.
[…]
Mas ahora resulta que, en
realidad, todos los instintos están personalizados, asumidos en y por la persona. Pues los instintos del hombre —en oposición a los del animal— están siempre invadidos
y gobernados en su dinámica interna por el espíritu; todos los instintos del
hombre están siempre incorporados dentro de esta «espiritualidad», de suerte
que no solo cuando los instintos son frenados, sino también cuando se les ha
dado rienda suelta, ha tenido que actuar el espíritu; él ha tenido que decir
la última palabra, o por el contrario, se la ha callado. No
impulsan los impulsos a la persona; estos impulsos están siempre inundados en
su ser por la persona; a través de ellos oímos el eco de su voz. La
impulsividad humana está siempre «gobernada de un modo personal» (W. J.
Revers). Indudablemente hay «mecanismos apersonales» en el hombre (V.
Gebsattel), pero no nos está permitido situarlos donde en realidad no están; no
pretendamos buscarlos en el ámbito de lo psíquico, cuando los podemos encontrar
en el de lo somático [5] .
Más sintético, y tal vez
más claro, es el testimonio de Cardona Pescador:
Hoy se impone con urgencia
reinstaurar la concepción tridimensional (biológica, psicosocial y espiritual)
del hombre si se quiere evitar los reduccionismos unilaterales que pretenden
dar explicación de las diversas distorsiones psíquicas recurriendo a determinismos
biogenéticos, psicologistas o ambientalistas [6] .
II. Raíces de la
afectividad propiamente dicha
Y el surgir de la
«afectividad»
Recuperación, por tanto,
explícita y consciente, con pleno conocimiento de causa, de un dominio humano
—el noético-espiritual— olvidado y rechazado en aquel entonces por psiquiatras
muy reconocidos.
Y recuperación
absolutamente imprescindible para este trabajo, por dos motivos, a cual más significativo:
1. El primero, que solo en los dominios del
espíritu se da la distinción clave entre los dos tipos de amor que más de una
vez hemos mencionado: el amor como sentimiento o inclinación y el amor
como acto o elección, que es el específico y exclusivo de la persona
como tal.
2. El segundo, que esa reconquista de la
dimensión superior, junto con la unidad íntima del hombre —sustentada en el acto
personal de ser propio de cada sujeto humano—, respalda y justifica no solo
la orientación de estos escritos, sino hasta su mismo nombre: Elogio de la afectividad…
y no meramente de los sentimientos, de las emociones, etc., aunque hasta el
momento se hayan utilizado casi como sinónimos.
Lo específico de la
afectividad
Para esclarecer a qué
denominamos afectividad en su sentido más propio, traeremos a colación
una nueva cita de un experto en la materia.
Afirma Roqueñi, en
conformidad con lo que a nuestro modo hemos realizado hasta el presente:
Hasta ahora hemos venido
analizando [sobre todo] la noción de pasión como movimiento que procede de una
potencia sensible [7] .
Prosigue, de acuerdo con nuestra
propia intención:
Intentaremos, pues, avanzar
en su definición considerando la intervención que hacen las potencias superiores
sobre ella [8] .
Y añade:
Así, a partir de ahora no
hablamos ya únicamente de pasión, pues interesa ver tal fenómeno en conjunción
con las demás facultades, y en particular con la voluntad; por ello se habla
aquí de afectividad como aquella relación existente entre pasión y
razón —inteligencia y voluntad— que hace tender al sujeto a la acción [9] .
La afectividad es, por
tanto, para Roqueñi, un fenómeno más complejo y abarcador que las simples
emociones y sentimientos, al que dota de un carácter específico y propio al
menos por tres motivos de intensidad creciente:
2.1. Porque reconoce de manera expresa la
presencia del espíritu en toda la dinámica emotivo-sentimental del ser
humano.
2.2. Porque son los complejos resultados de
ese influjo los que llevan a hablar de afectividad, como algo global y
propia y estrictamente humano-personal, y no simplemente de emociones,
sentimientos, pasiones… o incluso afectos.
2.3. Y porque justo así, en cuanto penetrada
por la inteligencia y la voluntad, la afectividad da razón de buena
parte del dinamismo humano, con las características que le son propias.
La afectividad, en su
acepción más propia
Haciendo nuestro este
planteamiento, entendemos por afectividad el complejo fenómeno que deriva de la
fusión-tensión entre las emociones, del tipo que fueren, y las dos potencias
humanas superiores o estrictamente espirituales: el entendimiento y, sobre
todo, la voluntad.
O, si se prefiere, al resultado
de la modificación que introduce en los sentimientos humanos la presencia del
espíritu y, en concreto, de la inteligencia y, más aún, de la voluntad.
La cuestión puede
perfilarse, copiando y comentando las palabras de otros dos especialistas, que
también cita Roqueñi.
1. El primero afirma:
La afectividad es un
fenómeno que abarca la totalidad del hombre. En la vida humana "existen
factores aparte de la razón que influyen poderosamente en nuestra vida (...)
son los sentimientos, la vida afectiva, o si se prefiere,
emocional" [10]
De acuerdo, excepto que de
ningún modo preferimos llamarla emocional, sino justamente vida-afectiva
o, mejor, afectividad (¿qué habríamos ganado, de lo contrario?).
2. Leamos al segundo:
La afectividad es aquella
"zona intermedia en la que se unen lo sensible y lo intelectual, y en la
cual se comprueba la indiscernible unidad de cuerpo y alma que es el
hombre" [11]
Y ahora ya no tan de
acuerdo.
2.1. Porque, como se ha apuntado de manera
expresa, la afectividad no es en modo alguno una zona intermedia,
colocada no se sabe dónde: ¿qué es lo que habría entre el alma
espiritual y el cuerpo, capaz de hacernos comprobar la unidad entre una y otro?
2.2. Sino que —fundamentada, en fin de
cuentas, en un acto de ser único y en la elevación del cuerpo por el alma
espiritual que la informa— abarca en indisoluble unidad los «sentimientos» que
penetran los tres ámbitos a los que nos referiremos una y otra vez: el intermedio [12] , el
inferior ¡y el superior!, pero en cualquier caso teñidos por lo que es propio de
cada sujeto humano y que deriva, como acaba de recordarse, de la unicidad de su
acto personal de ser.
Pues, justo en virtud de
ese único acto de ser, cada sujeto humano es una persona indisolublemente
compuesta de cuerpo y alma espiritual, única e irrepetible, que deja su huella personal,
peculiar y exclusiva, en todo cuanto realiza o experimenta.
Hablamos, entonces, de
afectividad porque, en función del único actus essendi de cualquier
varón o mujer, todo cuanto en ellos se da o cuanto ejercen se encuentra teñido
y penetrado de un modo particular de ser, que es justo el de cada persona
humana, distinta no solo de los animales, sino de cualquier otro género de
personas… así como de cualquier otro varón o mujer
Asentado lo cual, y con
conciencia de repetirnos, por ser este uno de los momentos-clave de nuestros
ensayos, describimos lo que a partir de ahora entenderemos por afectividad.
La tensión hacia lo
infinito…
En primer término, conviene
dejar claro que la afectividad es una realidad estrictamente personal,
que, en su sentido más cabal y propio, corresponde a las personas creadas y,
más concretamente, a las personas humanas, varón o mujer.
Con otras palabras, dentro
de los dominios de los sentimientos, afectos, emociones, etc., tal como hasta
ahora los hemos considerado:
1. La afectividad se constituye allí donde
existen tendencias limitadas, pero que admiten un desarrollo o intensificación
sin límite.
2. Y su tarea específica es la de contribuir
a ese crecimiento, apoyando y reforzando tales tendencias.
… que impregna a toda la
persona
Como consecuencia, y
atendiendo a lo que iremos explicitando, existe propiamente afectividad:
1. En los espíritus
puros (que la tradición cristiana llama «ángeles»)…
Por cuanto su entendimiento
y su voluntad:
1.1. Están abiertos a toda la verdad y a todo
el bien, que, sin embargo, nunca alcanzan ni alcanzarán con una sola operación.
1.2. Lo que no excluye, sino al contrario,
que progresivamente se acerquen a la plenitud de lo verdadero y bueno, justo
con el recto ejercicio de tales facultades —el conocimiento y el amor—, que va
originando en ellas hábitos operativos buenos, cuyo papel es el de incrementar
su vigor y favorecer y hacer más gozoso el ejercicio de las mismas.
1.3. Dentro de semejante marco, los
sentimientos placenteros, que se derivan del recto uso de las potencias y
hábitos a los que venimos aludiendo, componen un estímulo o acicate para la
reiteración de actos cada vez más intensos y perfectos.
2. Y, de manera análoga,
en los seres humanos.
Análoga, por cuanto también
gozan de entendimiento y voluntad, pero inferiores a los de los puros espíritus
y necesitados del complemento de las facultades sensibles, intrínsecamente
ligadas a la materia, aunque potenciadas o elevadas por su continuidad con el
alma espiritual y sus respectivas facultades.
2.1. Hablando de nuevo de forma hipotética, en
la sensibilidad humana, considerada aisladamente, pueden darse pasiones,
afectos, sentimientos… o como prefiramos denominarlos, de manera similar a como
existen en los animales.
2.2. Pero tales supuestos afectos no
compondrían ninguna afectividad porque no servirían de refuerzo para el
incremento del vigor y alcance de sus facultades y, en fin de cuentas, de la
operatividad terminal y definitiva de cada varón o mujer, considerados como un
todo unitario.
2.3. Y no darían lugar a afectividad alguna
porque, igual que en el animal, el placer derivado del ejercicio aislado de las
facultades sensibles inclinaría a repetir las correspondientes
operaciones, de una manera cualitativamente idéntica a las anteriores y,
en cualquier caso, definitivamente limitada por las condiciones que
marca el sustrato orgánico y su también determinado y restringido despliegue
(orgánico).
2.4. Con otras palabras: por sí mismas, las
facultades sensibles no pueden trascender las fronteras que señalan las
condiciones originarias establecidas para cada una de ellas, aun cuando tales
condiciones admitan el desarrollo derivado de la maduración preestablecida
de los órganos de esas facultades… ¡y nada más!
En conclusión
Por eso, siguiendo a Tomás
de Aquino, Roqueñi distingue con claridad el simple afecto, sentimiento o
pasión de lo que, ajustadamente, debe calificarse como afectividad:
… en la identificación del
fenómeno pasional es fundamental distinguir a este de los actos propios de la
voluntad así como de las respuestas motoras. En sentido estricto, las pasiones
son movimientos elícitos del apetito sensitivo que se dan tanto independientes
al imperio de la voluntad, como sujetos a él; efectivamente, aunque se hallan
estrechamente relacionados, la pasión es un movimiento que "se halla más
propiamente en el acto del apetito sensitivo que en el acto del apetito
intelectivo" [13] .
Volviendo sobre lo antes
sugerido, a partir de ahora denominaremos afectividad al resultado de la
relación existente entre pasión y espíritu-nóus —inteligencia y
voluntad, abiertas a lo infinito—, que hace tender al sujeto a la acción y
hacia operaciones cada vez más nobles y perfectas.
Variedad en la infinitud
Tal vez convenga insistir
en el atributo más decisivo de la afectividad en cuanto tal, al menos, como
aquí se entiende, al margen de la mayor o menor idoneidad del término: el hecho
de que refuerza unas facultades virtualmente abiertas e inclinadas a actos cada
vez más intensos, vigorosos, enriquecedores y cercanos al infinito.
1. Y esto, en los dos ámbitos:
1.1. En el propiamente espiritual, de manera
directa. Pues el gozo que surge al conocer la verdad y amar el bien, junto con
las operaciones que lo provocan, modifican progresivamente el entendimiento y
la voluntad y los habilitan para llevar a cabo actos de conocimiento y amor más
perfectos, origen a su vez de nuevos o más intensos hábitos, derivados también
del reflujo gozoso —de los sentimientos— que generan esas operaciones
cada vez más nobles.
Con palabras más sencillas:
quien va conociendo más y mejor se capacita y anima, por ese mismo motivo, para
seguirlo haciendo, igual que quien experimenta el inefable deleite del amor se
siente impulsado, casi sin advertirlo, a entregarse más todavía al objeto de
sus amores.
1.2. En la esfera psíquica, de forma
indirecta, gracias a su participación en la infinitud virtual de las facultades
espirituales. Por cuanto la misma sensibilidad resulta en cierto modo tocada
por tal infinitud, como enseguida veremos. Y, de forma quizá más definitiva,
en la medida en que, en el hombre, incluso las operaciones formalmente espirituales
resultarían incompletas —cuando no imposibles— sin el apoyo de los dominios sensibles,
así como los sentimientos propios del espíritu son perfeccionados por los
afectos psíquico-sensibles.
2. Con lo que asimismo resaltan dos modos
principales de participación de lo psíquico en la afectividad personal:
2.1. Como complemento ineludible del ejercicio
de las facultades superiores.
2.2. Como impulso y aliento para tales
operaciones y, más propiamente, para las de todo el compuesto: impulso y
aliento que nacen, tal como ahora los contemplo, de los sentimientos
placenteros de la propia psique, que, según hemos comentado más de una vez,
suelen ser los más notorios para el hombre contemporáneo.
Con lo que cabría concluir
que tanto la afectividad psíquica como la estrictamente espiritual contribuyen
a impulsar al hombre hacia su destino final de amor inteligente.
III. Afectos espirituales
Asentado lo cual, retomamos
la calma de la exposición, afirmando sin reservas y en primer término…
… la afectividad del
espíritu…
No hemos encontrado en
Frankl un desarrollo explícito de la afectividad espiritual, que sin duda es
coherente con sus hallazgos y con su defensa de la integridad y plenitud
humana, e incluso exigido por ellos. Pero las bases, al menos, se encuentran
más que puestas, por lo que Lukas puede sostener:
El concepto de Frankl, del
ser humano como una unidad tridimensional, implica que el gozo y la emoción no
pertenecen exclusivamente a la dimensión de la psique. El gozo es también una parte del espíritu y afecta al organismo. Cualquier cosa que
influya en nosotros afecta las tres dimensiones humanas [14] .
La misma inspiración, e
incluso ampliada, la hallamos en otros autores.
Por ejemplo, en D. von
Hildebrand, para quien
… la esfera afectiva
comprende experiencias de nivel muy diferente, que van desde las sensaciones
corporales a las más altas experiencias de amor, alegría santa o contrición
profunda [emplazadas, como él mismo repetirá a menudo, en los dominios espirituales] [15] .
Por tanto, aun no
habiéndolo todavía mostrado, nos gustaría insistir en que el espíritu del
hombre goza de una muy rica e intensa vida afectiva… bastante difícil de denominar;
y que el desconocimiento o el desprecio de este hecho tergiversa enormemente en
la teoría lo que es la persona humana (en particular, su grandeza), y puede
llevar consigo errores prácticos tan graves como para arruinar toda una
existencia.
El primer extremo, el de la
existencia de una afectividad propia del espíritu, es afirmado de manera
tajante por Antonio Malo en su Antropología de la afectividad, atribuyéndolo
expresamente a Tomás de Aquino:
… existe un amor, una
esperanza y un gozo puramente espirituales. Estos afectos, sin embargo, no
deben ser considerados pasiones, pues nacen directamente de un acto de la voluntad. Por ese motivo, el Aquinate habla de amor y gozo no solo en el hombre, sino también
en los ángeles e, incluso, en Dios, pues el amor y el gozo “expresan un simple
acto de la voluntad por una semejanza de afectos, pero sin pasión” [16] .
… la necesidad de
tenerla en cuenta
Los errores
teorético-prácticos que lleva consigo la ignorancia de este estrato de la vida
afectiva constituyen un lugar común de la logoterapia. Veamos un par de textos:
El ser humano está
relacionado espiritualmente con el mundo (e incluso con el otro mundo) y
orientado al logos. Si, erróneamente, lo reducimos al nivel inmediatamente inferior,
se reflejará en el terreno psicológico-sociológico como un sistema cerrado en
sí mismo, compuesto de funciones y reacciones psicológicas. Entonces, la
autotrascendencia de la persona pierde su transparencia. No cabe duda de que,
en el terreno puramente psíquico, el placer y la ausencia de placer, el
instinto y la satisfacción del instinto son realmente los motores que impulsan
a un ser vivo, aunque sea dentro de una jerarquía de necesidades tan compleja
como la «pirámide de Maslow», que llega hasta la cima de la realización personal.
Pero ni siquiera la idea de la realización personal supera ideológicamente al
ego y permanece presa de los conceptos homeostáticos. Por ello, tal como hemos
dicho, la logoterapia se desvincula de la psicología humanista y aboga por una
«psicoterapia humana».
Solo desde un pensamiento
reduccionista se puede valorar la satisfacción de las necesidades propias como
el bien más preciado. Pero, de esta manera, el ser humano se degradaría a la
altura del hombre de las cavernas. Desposeerlo de su orientación existencial
hacia un sentido equivale a humillarlo, porque supone deshumanizarlo [17] .
Y otro, tanto o más claro:
Según el modelo
reduccionista, el amor de padres a hijos no es «nada más que» egoísmo: los
primeros satisfacen su instinto paterno en los segundos. La amistad entre dos
personas del mismo sexo no es «nada más que» una sublimación curiosa de las
tendencias homosexuales de ambas. Con su trabajo, los cooperantes en países del
Tercer Mundo sacian su placer de viajar; con sus acciones, los ecologistas
satisfacen su deseo de notoriedad; y así sucesivamente. Es, pues, inevitable
que en tales modelos de interpretación, que única y exclusivamente distinguen
—negando el sentido— motivos entre la obtención de placer y la evitación de la
ausencia de placer, se llegue a una desvalorización de todos los ideales espirituales.
Al final solo quedan momentos de placer que hay que coger al vuelo y momentos
de ausencia de placer martirizadores que controlarán el conjunto de la vida
humana a causa de la increíble sobrevaloración de su importancia.
Cada vez que preguntamos
cómo se puede llegar a una simplificación de este calibre, es decir, a una
«reducción» de la imagen del ser humano aún vigente desde hace tiempo en la
psicología actual, nos vemos obligados a responder con nuestra declaración: a
través de la proyección de fenómenos noéticos en el plano subnoético, o dicho
de otro modo, a través de la proyección de fenómenos humanos en el plano
subhumano. El reduccionismo es un proyeccionismo, o aún más, un subhumanismo [18] .
Esclarecimientos
ineludibles
Con objeto de aclarar estos
puntos, y comprender mínimamente a qué nos referimos al aludir a afectos espirituales,
resulta oportuno recordar algunas distinciones antes esbozadas. En concreto,
las que se dan:
1. Entre el sentimiento
y aquello que lo origina
1.1. Por una parte, encontramos el
sentimiento, afecto o emoción, que consiste en la percepción de una
excitación o trepidación interna de más o menos calibre, de la calma que
le sucede o, en casos menos frecuentes, de la serenidad que reina
habitualmente en una persona… reposo al que, justo por ser habitual y no llevar
consigo nada de sorprendente, no solemos prestar atención o incluso nos pasa
inadvertido.
1.2. Por otra, la raíz de esas
sacudidas o quietudes del ánimo, origen que a veces nos resulta
desconocido y en cualquier caso, como sucede con cualquier afecto o emoción,
nunca se identifica con el sentimiento tal como se lo advierte.
2. Entre la causa y el
motivo de una emoción o sentimiento
A la anterior conviene sin
duda añadir una distinción que ya se ha hecho clásica: la que distingue entre causa
y (razón o) motivo de una emoción.
Quizás nada tan claro como
esta cita de Frankl, que, además, sitúa esa diferencia en el contexto más
pertinente para nuestros fines:
Tan pronto como proyectamos
al ser humano a la dimensión de una psicología que sea concebida en forma
estrictamente científica, lo recortamos, lo separamos del medio, de las
motivaciones potenciales. Lo que queda, en lugar de razones y motivaciones, son
causas [interpretadas en sentido eficiente-mecánico-determinista]. Las razones
me motivan para actuar en la forma que yo elijo. Las causas determinan mi
conducta inconscientemente, sin saberlo, tanto si las conozco como si no.
Cuando al cortar cebollas lloro, mis lágrimas tienen una causa, pero yo no
tengo una razón, un motivo para llorar. Cuando pierdo a un amigo, tengo una
razón para llorar [19] .
Diferenciemos, por tanto:
2.1. La causa orgánica o cuasi
eficiente, situada de ordinario en el origen de la percepción de un estado
fisiológico, como el cansancio, pero que también puede dar pié a un sentimiento
más rico y menos localizado, como el aburrimiento endémico o la apatía y a
otros, muchísimo más complejos, como los mencionados por el neurólogo Oliver
Sacks en varios de sus sugerentes estudios.
2.2. El motivo de una emoción o
sentimiento, con el que se alude por lo común a un suceso o actividad, cuyo conocimiento
(de ahí que a veces se califique como razón) provoca en nosotros una
determinada trepidación o genera un estado de ánimo, pero que asimismo produce
con frecuencia una excitación orgánica o fisiológica.
Se trata de un fenómeno
habitual, que cualquiera puede reconocer en sí mismo o en quienes lo rodean.
Por ejemplo, la noticia de la muerte de un ser querido, motivo más que fundado
de profunda tristeza, puede hacer que disminuya el riego sanguíneo o provocar
una pérdida de tono muscular e incluso un desvanecimiento; un acto de generosidad
de alguien que considerábamos egoísta, y que despierta nuestro asombro y
posterior alegría, lleva consigo a veces un incremento de la fuerza física o
«la sensación» de que ese vigor ha crecido, y algo relativamente parecido
sucede ante la presencia de un ídolo de la canción, del deporte, de la
televisión, etc.; el descubrimiento de que falla uno de los motores del avión
en que viajamos, origen del sentimiento de pánico, suele ir acompañado de
sudoración, palpitaciones, y un largo etcétera.
3. La interacción entre
los distintos ámbitos
Por fin, conviene señalar
la interacción mutua entre los tres planos recién resumidos. A este respecto, y
sin necesidad de ahondar más en el asunto, baste por ahora apuntar, acudiendo a
la experiencia propia o ajena, que:
3.1. A menudo un estado psíquico-espiritual de
abatimiento tiene un origen exclusivamente orgánico, como puede ser el
agotamiento físico o una anomalía en la transmisión neuronal; y uno de euforia
o de éxtasis, que incluye elementos psíquico-espirituales, es a veces el
fruto de la ingesta —consciente o no— de sustancias químicas, entre las que
ocupan un lugar destacado las conocidas habitualmente como drogas.
3.2. O, al contrario, que las fuerzas físicas
aumentan realmente como consecuencia de una alegría, de la asunción de un gran
ideal… o, de manera diferente aunque con efectos similares, de un arrebato de
ira o de indignación.
3.3. Como, también, que existen neurosis
noógenas (de origen psíquico-espiritual o estrictamente espiritual), así como
estados de buena salud o de enfermedad, incrementados o disminuidos por el
vigor del alma.
3.4. O, por acudir a muestras más sencillas y
cotidianas, que una mala digestión entorpece la capacidad intelectual y el gozo
que suele ir aparejado al buen funcionamiento del intelecto o a la conversación
con un amigo; que la correcta circulación de la sangre incrementa el bienestar
físico-psíquico… y mil ejemplos más de todos conocidos.
Con palabras de un
especialista contemporáneo:
La estructura vital de la
personalidad está integrada por diversas dimensiones configurativas (orgánica,
psíquica y espiritual) que establecen íntimas relaciones de interdependencia,
de tal forma que el daño o deterioro de una repercute necesariamente, en mayor
o menor grado, sobre las otras. Así, un dolor corporal predispone a la
tristeza, y la tristeza, a su vez, induce al hombre a la represión de sus
tendencias espirituales, a modo de replegamiento defensivo y de mecanismo de
autoprotección. En sentido inverso, a una mayor plenitud espiritual se sigue
una distensión física y psíquica que facilita superar el dolor y la tristeza [20] .
O con las de un filósofo
medieval:
Tomás de Aquino enseña que
aquellas "pasiones que implican un movimiento del apetito con cierta huída
o retraimiento, se oponen a la moción vital no solo en cuanto a la cantidad, sino
también en cuanto a la especie de movimiento, y, por lo mismo, son en absoluto
dañosas". De esta forma, el temor puede afectar al hombre tanto en su
naturaleza sensible como en la espiritual.
Efectivamente, como
inminente efecto el temor produce en primer lugar una paralización de la
actividad corporal: temblor y contracción hacia el interior en la propia disposición
por medio de la cual el sujeto rehúye de la actividad. Así "por parte de los instrumentos corporales, el temor, cuanto es de suyo,
tiende siempre a impedir la operación exterior". Sin embargo, en segundo
término —y es su efecto más grave— el temor realmente "impide la operación
aun por parte del alma", de modo que trasciende a la totalidad del ser
personal, pues "la falta de valor para hacer frente a las injurias y para
consumar la entrega de sí debe ser contada entre las más profundas causas de
enfermedad psíquica" [ Pieper,
Josef, p. 208]. Tal fenómeno se da especialmente cuando el apetito sensitivo
—de manera incidental— no obedece a la voluntad de forma que el sujeto huye de
sí mismo, temiendo su propio temor sin poseer capacidad real para rechazarlo [21] .
IV. Confirmación
autorizada… y sumamente relajante
Para ilustrar lo recién
afirmado, transcribimos algunos párrafos de un simpático e interesante libro
sobre relajación, cuyo autor es el ya fallecido Dr. Eugenio Herrero Lozano.
En primer término, una
introducción sencilla a lo que pretende exponer:
Quiero comentaros ahora un
concepto que estableció, a principios de este siglo, un farmacéutico francés
llamado Dr. Coué. Él hablaba de «psicoplasia» y la definía como el fenómeno por
el cual todo pensamiento tiende a transformarse en acto. Hay experiencias interesantes
de cómo aquello que uno está pensando, involuntariamente tiende a transformarse
en acto. Y de hecho esto tiene que ver con lo que hemos estado haciendo hasta
ahora. Habéis pensado que los músculos se iban a relajar y lo han hecho,
habéis pensado que las arterias se iban a relajar y lo han hecho.
En eso consistiría la
«psicoplasia»: en que el pensamiento tiende a convertirse en acción, aunque
algunas veces llega a ser acto y otras no [22] .
De inmediato, la primera
aplicación, en perfecta consonancia con el núcleo de este escrito, a saber, la
importancia y la capacidad de modular los propios sentimientos:
Si esto es así, y parece
que lo es, fijaos en la importancia que tiene el cómo utilicemos nuestro pensamiento.
Será completamente diferente que seamos personas que habitualmente pensemos de
una manera positiva, agradable y constructiva, o que vayamos siempre buscando
el aspecto negativo de cada situación. Quizás todo esto tenga que ver con la
buena suerte de mucha gente optimista y la mala suerte de algunas personas pesimistas.
La persona pesimista puede estar pensando en cosas negativas que le han sucedido
o le van a suceder, y de alguna manera puede que determine el que este tipo de
cosas le ocurran. Lo contrario podría ser cierto en el caso de personas
optimistas y positivas… [23]
Por fin, aquello que se
acaba de apuntar, es decir, la incidencia del pensamiento en nuestro equilibrio
psíquico y biológico.
Otro punto es si lo que
llevo dicho hasta ahora con respecto a los efectos de la relajación, es decir,
que esta puede ser una forma de autopsicoterapia, es verdad. Desde el momento
en que la relajación sirve para combatir la angustia y la depresión, es una forma
de psicoterapia que uno se hace a sí mismo. Y yo diría que no solo de
autopsicoterapia, sino también de autofarmacoterapia, puesto que hace un
momento he dicho que el hipotálamo produce substancias parecidas a las
medicinas que compramos en las farmacias para combatir la angustia o la
depresión.
¿Qué beneficios pensáis
pueden derivarse del ejercicio de relajación vascular?
Si con él se consigue
producir una dilatación del sistema vascular ocurrirá que llegará más sangre a
los tejidos y con esa sangre más oxígeno y más alimentos, limpiándose además
con más facilidad del CO y de los productos de desecho que van soltando las
células. De esa manera, las células y los tejidos podrán trabajar mejor.
Si ahora pensáis en las
arterias coronarias (las que riegan el propio corazón), dilatándolas, estaremos
consiguiendo lo contrario de lo que ocurre en la isquemia coronaria, que es la
enfermedad que origina la angina de pecho y el infarto por disminución del
calibre de las mismas. Es decir, estaremos haciendo prevención de estos
problemas; y también de los problemas vasculares cerebrales: por ejemplo, hay
personas que tienen dolores de cabeza de origen vascular (jaquecas) producidos
por el espasmo de los vasos cerebrales. Este ejercicio es una forma de
mejorarlos y curarlos.
La hipertensión arterial se
puede considerar, de forma esquemática, como el resultado de una contracción
excesiva de las arterias. Las arterias están más contraídas de lo necesario y,
por lo tanto, la presión dentro de ellas aumenta. Pues bien, si relajamos y
dilatamos las arterias, la tensión arterial disminuirá. Y efectivamente se ha
comprobado que la tensión arterial, cuando uno hace relajación, disminuye (por
ejemplo de 20 a 16). Al salir de la relajación de nuevo aumenta, pero puede que
se mantenga algo más baja (digamos en 19). Al cabo del tiempo volverá a la
cifra inicial (20), pero si se hace la relajación regularmente varias veces al
día, poco a poco, a lo largo de unas semanas, se consigue que la tensión
arterial disminuya permanentemente.
Generalmente se necesitan
varias semanas, a veces meses, de ejercicio para conseguir resultados, ¡pero no
hay que olvidar que la tensión arterial ha estado subiendo poco a poco durante
años!
También se ha visto, en los
laboratorios de investigación, que si se mide la cantidad de colesterol en la
sangre de personas voluntarias antes y después de la relajación, el colesterol
disminuye al relajarse.
Si con la relajación conseguimos
disminuir la tensión arterial y la cantidad de colesterol en la sangre,
estaremos previniendo la arteriosclerosis, que no es sino un endurecimiento y
envejecimiento prematuro de las arterias que se favorece si están elevados la
tensión arterial y el colesterol. En resumen, con la relajación estaremos
favoreciendo el funcionamiento de nuestro corazón y, en general, de todos
nuestros órganos y tejidos.
Además se ha visto que con
la relajación aumenta el número de leucocitos que circulan en la sangre. Los leucocitos (glóbulos blancos) son las células encargadas de defendernos contra
las infecciones. Esta sería, pues, una razón más que explicaría por qué con la
relajación pueden disminuir las enfermedades infecciosas (resfriados, gripe,
etc.). En realidad el stress y la tensión continuada alteran el funcionamiento
de todo el sistema inmunitario encargado de protegernos de las infecciones. La
relajación contribuirá a mejorar su funcionamiento [24] .
5. Niveles de la
afectividad «humano-personal»
Afectividad espiritual…
Esbozadas e ilustradas las
distinciones pertinentes, retomamos el hilo del discurso y advertimos que, al
hablar de afectos del espíritu no pretendemos referirnos a aquello que
origina o motiva un sentimiento, sino al sentimiento mismo.
Es decir, a la conmoción-o/y-reposo-percibidos,
de forma más o menos clara y fuerte, pasajera o estable, que experimentamos
en el ámbito propiamente espiritual…
En tales circunstancias, no
tiene por qué darse una alteración orgánica; basta con el cambio que
experimenta una facultad finita (es decir, todas las del hombre y, en este caso
concreto, el entendimiento o la voluntad) cuando se actualiza o incrementa su
operatividad o cuando, por el contrario, la disminuye o pasa de la actividad al
reposo.
Y no es precisa ni posible
una modificación física constitutiva del sentimiento espiritual, justo
porque ni la inteligencia ni la voluntad tienen órgano. De ahí que, como vimos
en una cita precedente, los clásicos no les aplicaran el término pasión [25] .
… que debemos aprender a
desarrollar
Y de ahí —estamos ante una
cuestión relevante— que haya que aprender a percibir estos sentimientos, sobre
todo cuando la costumbre y el influjo cultural nos han conducido a tomar como
modelo prácticamente exclusivo de emociones las de tipo psíquico, que son las
más frecuentes hoy día y las que sabemos experimentar.
Pero, por su misma
naturaleza, los afectos espirituales no son ni se sienten del
mismo modo que los restantes. De donde deriva la necesidad de un entrenamiento
para advertir este tipo de emociones, desarrolladas formalmente en el
ámbito del espíritu.
Aunque eso no elimina, en
virtud de la estrecha e íntima unidad de la persona, que incluso tales
emociones o sentimientos —los espirituales— por lo común rebosen, reverberen
y se aprecien asimismo en los dominios psíquicos y físicos… en los que sí provocan
cambios experimentables, similares y similarmente perceptibles a los que se generan
y producen en estas esferas.
Al primer aspecto se
refiere, de nuevo con gran acierto, Pithod:
La afectividad sensible es,
en sí, el movimiento del apetito en el nivel mismo de los órganos corporales.
Se trata de un acto psicofisiológico. En el caso del apetito
intelectual, es un acto de la potencia racional cuyas características lo
diferencian de la actividad psicofisiológica por su índole anorgánica (es
decir, solo indirectamente dependiente del cerebro) [26] .
Espiritual, sí, pero…
¿afectividad?
¿Sentimientos espirituales,
entonces? Sí, sentimientos ¡espirituales!… aunque tal vez mejor no llamarlos sentimientos,
al menos así, de entrada, precisamente por las connotaciones psicofísicas que
hoy acompañan a este término y porque, al ser espirituales, según acabo de
apuntar, no se perciben del mismo modo que los psíquicos.
Es lo que afirma von
Hildebrand:
De todos modos, aunque
estados como el buen humor o la depresión no son sensaciones corporales,
difieren incomparablemente más de sentimientos espirituales como la alegría
por la conversión de un pecador, la recuperación de un amigo enfermo, la compasión
o el amor. Precisamente ahora es cuando podemos caer en una desastrosa equivocación
al usar el mismo término “sentimiento”, como si fueran dos especies del mismo
género, tanto para los estados psíquicos como para las respuestas espirituales
afectivas [27] .
¡Pero sentimientos
espirituales, porque se generan-y-experimentan en el ámbito espiritual!
Personalmente, para
descubrir esta esfera de la vida afectiva —en el sentido amplio, pero propio,
del término— no necesitamos ningún testimonio externo. Y esperamos que el
lector, si inspecciona con calma y sin prejuicios su existencia cotidiana,
tampoco los eche en falta.
Le bastará recordar, por
ejemplo:
1. El gozo sublime de la comprensión
intelectual de un asunto, sobre todo cuando lleva largo tiempo intentando
entenderlo. Un deleite de enorme calibre, que nunca suele darse en estado puro
y que a menudo empapa también otras dimensiones no estrictamente espirituales,
con repercusiones a menudo incluso físicas.
2. O la todavía más elevada fruición del
amor radicado en la voluntad… que, por lo común, se mezcla —y enriquece o empobrece (lo oportuno es
que se enriquezca)— con
sentimientos y sensaciones de orden psíquico-físico.
La gran dificultad
Pero aquí nos encontramos
de nuevo con un problema, tremendamente delicado y de sumo relieve, sobre el
que ya llamamos la atención y más tarde volveremos… porque existe una
inclinación casi instintiva a negarlo o no tomarlo en cuenta.
Y es que en nuestra
cultura:
1. No son demasiados los que han realizado
la experiencia de la comprensión intelectual estricta; es decir, son
relativamente escasas las personas que de veras han comprendido algo de cierta
envergadura como fruto de una captación de su entendimiento; con palabras más
claras: somos muy pocos (o ¡son muy pocos!) los que pensamos (o los que
piensan) y, por consiguiente, quienes están acostumbrados a las percepciones espirituales,
en la acepción estricta de esta palabra.
Mucho más frecuentes son
las afirmaciones presuntamente intelectuales, derivadas sin embargo de la aceptación
acrítica —sin discernimiento— de la costumbre, de la moda, de prejuicios de muy
diverso tipo, de la fe natural o sobrenatural, de la superstición…
2. Paralelamente, tampoco son excesivos los
que han elevado el amor a ese grado en que el factor claramente dominante
—¡nunca el único!— es una decidida determinación de la voluntad, que
persigue el bien para otro… y que llena de dicha el propio espíritu y redunda
desde él a las restantes esferas que componen la persona humana en su totalidad.
2.1. No pretendemos negar —y la distinción es
importante— que la voluntad de prácticamente todos los seres humanos deje de
sentirse atraída por multitud de bienes del más diverso rango: desde el conocimiento
de la verdad, al que se acaba de aludir, hasta el atractivo de otras personas,
la belleza de un paisaje, una familia y un hogar, las posesiones
imprescindibles para llevar una vida digna, el deporte, la música, los alimentos,
las bebidas y un larguísimo etcétera.
Esta sugestión responde a
la misma naturaleza de la voluntad y es casi imposible de evitar… además de que
no existen motivos para evitarla. Por idéntica razón, también se experimentan
los afectos aparejados a ella… entre los que se cuenta muy a menudo el amor
como sentimiento. Pero este tipo de amor es un sentimiento antecedente
y más bien pasivo, según ya estudiamos: pues en el momento en que
surge, y por decirlo de algún modo, la voluntad humana todavía no ha actuado,
al menos activa o libremente (es lo que los clásicos denominan voluntas
ut natura).
2.2. Por el contrario, lo que pretendemos
resaltar al hablar de algo no muy practicado en nuestros días es el acto
que puede seguir o no a la atracción inicial o que la voluntad ejerce incluso
venciendo una repulsa, porque advierte que aquello o aquella persona es bueno y
decide libremente quererlo.
Este es, como sabemos, el
amor de elección o personal, el amor en su sentido más propio, y a él se
encuentran ligados otra serie de sentimientos (llamados subsiguientes),
entre los que destaca lo que hoy conocemos como felicidad o dicha.
3. Ahora bien, si no se llevan a término las
operaciones de comprensión intelectual y amor voluntario… resulta imposible que
se produzcan los sentimientos que de ellas derivan.
De ahí que, en bastantes
ocasiones, al no haberlas experimentado o solo de forma muy elemental, resulte
arduo aceptar la existencia de emociones estricta aunque no exclusivamente
espirituales; y que las doctrinas más comunes al uso, con excepciones muy valiosas
a las que después apelaremos, hagan caso omiso de este tipo de sentimientos… y
falsifiquen gravemente el conjunto de la vida afectiva y de la existencia
humana.
Comentando unas palabras de
Wittgenstein sobre la ascesis, sostiene Natoli:
Para la mayoría, las
explicaciones [de Wittgenstein] sobre este tipo de conducta no solo resultan
decepcionantes, sino incluso inconcebibles. Y no es difícil explicar esta incomprensión:
basta pensar que solo quien practica la ascesis puede entenderla, porque solo
él conoce sus efectos. Los lugares comunes que se han formado en torno a la
ascesis no derivan únicamente de prejuicios, sino que dependen sencillamente de
una falta de habilidad en relación consigo mismo. Lo grave de esta
situación es asumir la propia falta de habilidad como un mérito o, de forma
todavía más torpe, como algo obvio [28] .
¿Caben afirmaciones más
netas y directas?
·- ·-· -······-·
Tomás Melendo y Carmen Martínez Albarracín
Nos permitimos remitir,
más en concreto, a Melendo, Tomás,
Las dimensiones de la persona, Palabra, Madrid, 2ª ed., 2002; y, del
mismo autor, Invitación al conocimiento del hombre, Eiunsa, Madrid, 2008.
Pithod, Abelardo, El alma y
su cuerpo, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires 1994, pp. 221-222.
Lukas , Elisabeth, Equilibrio y curación a través de la
logoterapia, Ed. Paidós, Barcelona, 2004, p. 14.
Frankl , Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp,
Madrid, 6ª ed., pp. 150-151.
Frankl , Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp,
Madrid, 6ª ed., pp. 153-156.
Cardona
Pescador, Juan, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid 1998, pp.
172-173.
Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 39.
Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 39.
[9] Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, pp.
39-40.
Pero-Sanz Elorz, José Miguel, El conocimiento por connaturalidad, Eunsa, Pamplona 1964, p.
10, cit. por Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa,
Pamplona, 2005, p. 40.
Yepes Stork, R. Fundamentos de Antropología, Eunsa, Pamplona, 1997, p. 56, cit. por Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa,
Pamplona, 2005, p. 40.
En realidad, ese
presunto estrato intermedio corresponde a la configuración que en el hombre, en
virtud del alma espiritual, adquieren la sensibilidad externa e interna
y los correspondientes apetitos; un modo de ser estrictamente personal, que
difiere abismalmente de las facultades análogas de los animales brutos.
>Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 31.
También tu sufrimiento tiene sentido,
Ediciones LAG, México D.F., 2ª reimp., 2006, p. 143.
Hildebrand, Dietrich von,
El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 34.
Malo Pé, Antonio, Antropologia
dell’afettività, Armando Editore, Roma 1999, p. 167.
Lukas, Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda del sentido,
Paidós, Barcelona, 2003, pp. 55-56.
Lukas, Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda del sentido,
Paidós, Barcelona, 2003, pp. 53-55.
Frankl, Viktor, La idea psicológica del hombre, Rialp,
Madrid, 6ª ed., pp. 28-29.
Cardona Pescador, Juan, Los miedos del hombre, Rialp,
Madrid 1998, p. 124.
Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa, Pamplona, 2005, pp.
79-80.
Herrero Lozano, Eugenio, Entrenamiento
en relajación creativa, Barrero y Azedo, Madrid, 10ª ed. 1998, p. 53.
Herrero Lozano, Eugenio, Entrenamiento
en relajación creativa, Barrero y Azedo, Madrid, 10ª ed. 1998, p. 53.
Herrero Lozano, Eugenio, Entrenamiento
en relajación creativa, Barrero y Azedo, Madrid, 10ª ed. 1998, pp. 54-56.
Ni, propiamente, el de afecto
ni el de emoción, en cuanto que todos ellos implican movimiento, en la
acepción más rigurosa de este vocablo, y el movimiento, en sentido estricto,
solo se da cuando interviene la materia:
«Conforme
a lo dicho hasta ahora, al ser el objeto quien determina al apetito la emoción
es un movimiento eminentemente pasivo. Efectivamente "a la naturaleza de
la pasión pertenece, en primer lugar, el ser un movimiento de una virtud
pasiva, a la cual se compara su objeto a manera de motor activo, por lo mismo
que la pasión es efecto del agente […] En segundo lugar, y más propiamente, se
llama pasión al movimiento de una potencia apetitiva que tiene un órgano
corporal y que se realiza con alguna alteración corporal. Y todavía con mucha
más propiedad se llaman pasiones aquellos movimientos que implican algún
daño" [Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 41, a. 2 ad 2]» ( Roqueñi, José Manuel, Educación de la afectividad, Eunsa,
Pamplona, 2005, p. 34).
Pithod, Abelardo, El alma y su cuerpo, Grupo Editor
Latinoamericano, Buenos Aires 1994, p. 163.
Hildebrand, Dietrich von,
El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 65.
< Natoli , Salvatore, La felicità. Saggio di teoria degli affetti, Feltrinelli, Milano 2003, p.
31.
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