“Todo lo que place al piadoso emperador, todo lo que ordena
hacer, tiene poder para hacerlo. Que el príncipe se rija por lo que sabe, pero
que no intente implicarnos en la deposición de un obispo. Obedeceremos lo que
él haga, si es conforme a los cánones de la Iglesia; si no es canónico, lo
soportaremos con tal que no nos induzca al pecado… Porque ese poder sobre todos
los hombres se le ha dado para que el reino terrestre sirva al reino celestial”.
Gregorio
Magno, Epistolarum, libro VI
1.
Contexto
Tenemos ante nosotros un fragmento de una de las más
importantes obras escritas del papa San Gregorio I Magno, - sus epístolas -,
cuyo pontificado se desarrolla entre el año 590 y el 604.
Gregorio
era hijo del senador Gordiano, había sido Praefectus Urbis en el 573 y
embajador en Constantinopla1. Posteriormente se haría monje
benedictino, siguiendo, pues, la Regla de San Benito, basada en la máxima ora
et labora y mucho más abierta al mundo y a lo colectivo que el clásico
anacoretismo egipcio o irlandés2. Por tanto, Gregorio I Magno, a
pesar de sus quejas por tener que ser más gestor de cosas terrenas que Pastor
del pueblo cristiano, era un personaje muy consciente de la realidad que le
rodeaba y de la responsabilidad que, como pontífice, tenía.
El
siglo de San Gregorio, el S. VI, se abre con una gran victoria para el
catolicismo: La conversión del rey franco Clodoveo (en torno al 500). No en
vano, Avito, metropolitano de la provincia eclesiástica Viennense,
afirmará gozoso vestra fides, nostra victoria est. Efectivamente,
siguiendo el ejemplo franco, los burgundios, de manos de su rey Segismundo (en
517), los suevos (en torno a la década de los sesenta) y los visigodos, a raíz
del célebre III Concilio de Toledo en 589, irán haciendo de la religión católica
la religión oficial de los respectivos reinos.
Sin
embargo en las décadas centrales del siglo, se van a producir graves
acontecimientos para el pontificado: El reinado de Justiniano (527 – 565) y la
irrupción y establecimiento de los lombardos en Italia (568 ó 569) aprovechando
los efectos producidos por la Guerra Gótica (535 – 555) que asolará la
península italiana.
Justiniano
estaba profundamente comprometido con la causa de la Renovatio Imperii,
de la reconstitución del Imperio Romano. Cuando en 526 muere el ostrogodo
Teodorico el Grande, le sucede su nieto Atalarico, que era entonces menor de
edad, por lo cual, su madre Amalaswintha tuvo que encargarse de la regencia.
Ante las dificultades internas, Amalaswintha procuró mantener buenas relaciones
con el Imperio a fin de conservar el poder. Como no fuera suficiente, - de
hecho, con motivo del nombramiento del romano Liberio como comandante de las
tropas godas, se suscitará una virulenta reacción germanista -, hubo de casarse
con Teodato, el cual, deseando gobernar en solitario, resolvió asesinar a su
esposa: Justiniano ya tenía una excusa para intervenir en Italia.
No
debemos olvidar que los ostrogodos mantenían el sistema dualista, pues eran
todavía arrianos, por lo que no es extraño que el papa Juan II, que había sido
designado precisamente poco antes de la intervención bizantina, favoreciera
dicha intervención imperial3.
Siguiendo
a sus predecesores, especialmente a Constantino, - que se llegó a considerar a
sí mismo como obispo y decimotercer apóstol 4 -, Justiniano
consideraba que la unidad del Imperio pasaba por la unidad religiosa y, si
bien, Justiniano era ferviente partidario de la ortodoxia nicea, también es
cierto que consideraba que el emperador debía ser cabeza de la Iglesia, pues lo
mismo que había un único Dios que gobernaba en el Universo, debía existir un
único emperador que rigiera en la tierra; de hecho, a modo de ejemplo, cabe
señalar que el “complicado ceremonial cortesano, que la Iglesia ortodoxa griega
recogió en su liturgia, tendía a identificar al emperador con el propio Dios”5.
Para
la teoría imperial, el emperador era concebido como mediador entre Dios y los
hombres, cuyo deber era asegurar la salud espiritual de sus súbditos y velar
por el cumplimiento de la voluntad de Dios, de manera que “el emperador se
arrogaba así el derecho de decidir en todos los ámbitos, tanto en los seculares
como en los espirituales”6. Puesto que de la unidad religiosa
dependía la unidad del Imperio, y puesto que el monofisismo era fuerte,
especialmente en Egipto y Siria, Justiniano, - muy influido además por su
mujer, Teodora, de simpatías monofisitas -, creyó necesario buscar vías de
conciliación a fin de evitar tensiones internas y conseguir una unidad sin
fisuras. Para ello, propuso la llamada fórmula teopasquita. Pero esto
implicaba la intervención directa del emperador en cuestiones de doctrina
cristiana. Frente a estos intentos de usurpación de funciones, el papa Agapito
I (535 – 536) resolvió convocar, por su iniciativa, un Concilio que habría de
celebrarse en Constantinopla (en 536), en el que se reiterarían las condenas al
monofisismo. Medio siglo antes, Félix II (483 – 492) había excomulgado a los
patriarcas de Constantinopla (Acacio) y Alejandría por aceptar el Henotikón,
decreto firmado por el emperador Zenón y que, como la fórmula, contemplaba
cesiones al monofisismo, en lo que supuso el primer cisma oficial con Oriente
(Cisma de Aecio), que se prolongaría hasta 518 a causa de la postura del nuevo
emperador Anastasio (491 – 518), que simpatizaba con el monofisismo.
Pero
Justiniano dio un grave paso: El Concilio de Calcedonia de 451 había
rehabilitado a tres autores que en un principio habían simpatizado con el
nestorianismo (precisamente la doctrina que había suscitado, como respuesta, el
monofisismo). Justiniano, para atraer a los monofisitas, propuso que se
condenaran algunos de los escritos de estos autores (cuestión conocida como de
los Tres Capítulos), pero como el papa, Vigilio, a la sazón, se negara a
tal condena, el emperador resolvió llevarle a la fuerza a Constantinopla para,
convocado un concilio (548), obligarle a condenar dichos escritos. La
intervención del emperador en asuntos eclesiásticos y de fe no podía llegar a
mayor extremo.
En
este contexto, se va a plantear la cuestión de los dos poderes.
2.
Comentario
La
Historia de Occidente no podría entenderse sin atender a dicha doctrina:
Querella de las Investiduras, guelfos y gibelinos, regalismo, despotismo
ilustrado, cuestión de la separación Iglesia-Estado, etc. son capítulos de una
misma historia. A diferencia de otras religiones, especialmente de otras
religiones monoteístas, como por ejemplo la musulmana, - en las que la
identificación entre religión y Estado es mucho más íntima, de hecho,
prácticamente inseparable, -, la religión cristiana, por doctrina y por
circunstancias históricas, siempre fue consciente de la existencia de dos
poderes: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” 7.
Ya
desde los primeros tiempos, la literatura cristiana contemplaba la existencia
de dos poderes distintos, uno terreno, el emperador, y otro supraterreno, el de
Dios. Así, en una oración por el poder civil del año 96, atribuida al Papa
Clemente I, se afirma que es Dios el que ha dado a los emperadores la potestad
del gobierno, que es el Señor quien otorga la «dignidad, gloria y virtud
sobre todas las cosas de la tierra» y ruega dé a los cristianos «docilidad
para obedecer en tu Nombre, que es Santo y Todopoderoso, a nuestros gobernantes
y jefes sobre la tierra»8 Efectivamente, los autores
cristianos, basándose en la respuesta que da Jesucristo a Pilatos, «No
tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto» 9,
van a concluir que el poder es concedido por Dios; al fin y al cabo, si Dios es
el máximo poder, la Omnipotencia, resulta lógico pensar que el poder que tiene
el emperador no lo ha conseguido por sus exclusivos méritos, sino por la
voluntad de Dios, pues «no hay autoridad sino bajo Dios; y las que hay, por
Dios han sido establecidas»10, por eso, «adoro solamente al
Dios verdadero y real, sabiendo que el emperador ha sido constituido por Él»
(Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, II, 11)
Dado
que es Dios el que concede el poder, cualquier resistencia al mismo es, en
realidad, resistencia a la voluntad de Dios y por eso, «todos han de estar
sometidos a las autoridades superiores»11 y aunque, «adoramos
sólo a Dios», «os servimos a vosotros alegres en todo lo demás,
reconociendo que sois reyes y príncipes de los hombres y rogando al mismo
tiempo que, juntamente con el poder regio, recibáis inteligencia prudente»12.
Ahora bien, los magistrados, los emperadores, son ministros de Dios para el
bien13, de manera que «el emperador no es Dios, sino un hombre
constituido por Dios en su lugar», no para ser reverenciado, sino para que «ejerza
juicio justo»14, « para que el Poder que de Ti les vino lo
ejerzan en paz y con mansedumbre y penetrados de tu santo temor» (Clemente
Romano a los Corintios, 60, 4; 61, 1-3). Por tanto, la dignidad imperial es
un oficio, un ministerio que se ejerce al servicio de la justicia de Dios.
Como
señalan Henri Marrou o Ramón Teja, las tendencias religiosas en el Bajo Imperio
estaban impregnadas de monoteísmo15, e incluso, en filosofía, de la
mano de los neoplatónicos Plotino y Porfirio, de monismo: Así, “el Uno, Dios
transcendente, se manifiesta y actúa a través del Demiurgo para crear y
gobernar el mundo [...]”16. Lo mismo que hay un único Dios a la
cabeza del Universo, (fuera Júpiter, el Sol Invicto o el Dios cristiano), así
en la tierra, el emperador es cabeza suprema: el emperador, «investido de la
imagen de la monarquía celeste, levanta su mirada hacia lo alto y gobierna
regulando los asuntos del mundo (imitando) la soberanía del soberano
celeste. Al rey único sobre la tierra, corresponde el Dios único en el Cielo”17.
Dado que Dios le había dado el poder, era Dios quien actuaba a través del
emperador, por lo cual, el origen de las actuaciones del emperador estaba en
Dios, de manera que el emperador podía incluso intervenir en el gobierno de la
Iglesia. El emperador era el vicario de Dios, mediador entre Dios y los
hombres, según la doctrina imperial.
Sin
embargo, la Iglesia había sido fundada, no por la voluntad humana, sino por la
divina. Si la Iglesia era un cuerpo corporativo y con personalidad jurídica que
debía ser orientado y gobernado, se precisaba de una cabeza. ¿Cuál sería esa
cabeza?: Según el Evangelio de San Mateo (16, 18 –19), Cristo le dice a Pedro, “Y
yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia”
y “Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la
tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado
en los cielos”. Pedro, así, habría recibido poderes directamente de Cristo,
convirtiéndose en pastor y cabeza de la Iglesia (Pedro, apacienta a mis
ovejas, San Juan, 21, 17-18). Según la Carta a los Corintios escrita por
Clemente I, éste habría recibido, en Roma, del propio Pedro, la consagración
como papa18. Siguiendo el principio romano de sucesión universal,
todo papa recibe del anterior la potestas ordinis, - que comprende el
cargo eclesiástico -, pero los poderes, las funciones gubernamentales, la potestas
jurisdictionis, la reciben directamente de San Pedro, de manera que el Papa
es un vices Christi. En su función de pontífice y en virtud del
principio jurídico romano del derecho de sucesión, el Papa se equipara a Pedro
al tener la consortium potentiae, es decir, al existir una asociación de
poder entre Cristo y Pedro-papa: Es Cristo quien ha dado a Pedro, y a sus
sucesores, el poder de atar y desatar en el Cielo y la Tierra, por lo cual es
él el auténtico pontífice, el intermediario entre Dios y los hombres. Dios
distribuye el poder, dándoselo a Pedro que es piedra sobre la que se apoya la
Iglesia, de manera que la comunidad de creyentes no es la que da el poder al
Papa, sino que el Papa la recibe de Dios, siendo la comunidad la que depende de
él. Además, como los poderes recibidos eran una herencia, no podían alterarlos,
disminuirlos o modificarlos. Puesto que el emperador, aunque en posición
preeminente, es hijo de la Iglesia, está sometido al papa, como demuestra la
excomunión de Teodosio por parte del obispo de Milán, San Ambrosio 19.
Por
su parte, San Agustín, en su obra La Ciudad de Dios, planteará de manera
más clara la idea de la existencia de dos ciudades: La terrena, es decir,
aquella en la que los hombres tienden al amor propio, y la celestial, en la que
los hombres tienden al amor a Dios. Así, el pecado del mundo haría necesario el
gobierno, la autoridad política, pero no habrá paz ni justicia, mientras el
gobierno no se base en los principios morales del cristianismo, es decir, que
la ciudad terrena ha de supeditarse a lo dispuesto por la celestial.
Otros
autores son aún más contundentes: Osio (257-356), obispo de Córdoba espetará al
emperador Constancio II: «No os mezcléis en los negocios eclesiásticos ni
nos ordenéis nada acerca de ellos, pues es de nosotros de quienes debéis
aprender en las cosas tocantes a ellos [...]. Dios os dio el gobierno del
Imperio y a nosotros el de la Iglesia [..]. No es lícito que nos arroguemos la
autoridad imperial: pero vos tampoco tenéis poder en el ministerio de las cosas
sagradas» 20. Lo cierto es que, ya desde el pontificado de San
Víctor (189 – 198) parece que queda sentado el principio de que, en cuestión de
fe y costumbres, a Roma corresponde decidir. Dado que Roma fue la sede fundada
por San Pedro, para Inocencio I (401 – 417) a los pontífices corresponde
sentenciar como árbitros en las disputas entre obispos.
Sin
embargo, tres son las figuras esenciales en la configuración de la doctrina
pontificia sobre el poder político: los papas León I Magno, San Gelasio I y
Gregorio I Magno.
León
I fortaleció la doctrina de la primacía del obispo de Roma, pero su importancia
radica en que fue él quien negoció con Atila y le disuadió de llevar a cabo el
saqueo de Roma, con el consiguiente aumento del prestigio de la figura del
pontífice, en el mismo año, además, en el que se celebra el Concilio de Calcedonia
(451). Por diversas razones, - entre otras la presión fiscal y otras
obligaciones a las que estaban sometidos los magistrados de las ciudades -, los
obispos, ante la deserción de los funcionarios civiles, fueron quedando al
frente de las ciudades no siendo Roma una excepción: Cuando la autoridad
imperial en Occidente desapareció con la deposición de Rómulo Augústulo, se
entendió que “si la Roma imperial había sido la sede de todo poder, la
autoridad que no la había abandonado debía ser la beneficiaría de su legado de
primacía”21.
Gelasio
I (492 – 492), será el que dé a la doctrina de la primacía pontificia respecto
del poder civil, un impulso fundamental al afirmar que la obligación de todo
poder político es alcanzar los objetivos morales que la propia Iglesia le
proponga. No sólo se trataba ya de defender la independencia de los
eclesiásticos frente a los emperadores, sino de poner de relieve la
superioridad de la auctoritas pontificia sobre la potestas regia22
.
Así
lo pone de manifiesto en su carta al emperador Anastasio: «Hay dos poderes que
gobiernan el mundo: la autoridad sagrada de los pontífices y la potestad regia.
[..] Tú sabes, mi muy clemente hijo, que si gobiernas al género humano
por tu dignidad, inclinas sin embargo la cabeza ante los prelados en las cosas
divinas [...], (has de) estar sometido al orden religioso más que
dirigirlo, [...] y si en todo lo que concierne al orden público los prelados
reconocen la autoridad del imperio, - que, (no obstante), ha sido
conferido por una disposición sobrenatural, (es decir, por Dios) -, y
han de obedecer sus leyes [...], con más razón debe(s) obedecer al
prelado de esta sede (Roma) que la divinidad suprema ha querido poner a
la cabeza de todos los padres»23 .
Precisamente
a finales del s. V se elaboraría la llamada Leyenda de San Silvestre, la cual
contaría cómo el emperador Constantino, arrepentido de sus pecados y arrojado a
los pies del papa, se habría despojado de las insignias imperiales, las cuales
habrían sido recogidas precisamente por el pontífice. Aunque, en principio, las
insignias imperiales fueron enviadas a Constantinopla en el 476 por Odoacro.
En
cualquier caso, se trataba de dejar bien clara la diferenciación entre poderes,
incidiendo en la autonomía de los mismos, si bien el orden civil es
configurado, por el orden religioso que es el que determina los objetivos del
primero. Al poder civil sólo le correspondería la potestad para hacer cumplir
lo dispuesto por el orden religioso, y a cambio, éste cumpliría con las leyes y
respetaría la autoridad del poder civil, pero la autoridad no entendida como auctoritas,
dado que, como hemos dejado dicho, esta no corresponde al Regnum, sino
al Sacerdotium -.
Tenemos,
pues, que la obra de Gregorio Magno no se entendería si no atendemos a este
legado, pero sin duda su contribución a la cristalización y definición de la
doctrina pontificia sobre el poder político fue decisiva.
Vimos
cómo durante el S. VI los bizantinos se habían instalado en diversos
territorios de Italia y cómo, aprovechando el caos provocado por las Guerras
Góticas, los lombardos también se habían instalado en Italia fundando diversos,
fragmentarios y dispersos ducados. Gregorio I se quejará amargamente a la
emperatriz de Constantinopla sobre cómo los lombardos les someten a gravosas
exacciones y cómo el pontífice ha de llevar a cabo las funciones que los
funcionarios imperiales (sacellarius) no hacen 24. Por tanto,
el papa se veía desamparado por el poder imperial. Pero más aún, el poder
imperial no sólo se desinhibiría de los apuros que padecía el papado, sino que,
según se deduce de la presente carta, sería causa de algunos de ellos. Y es que
se pretendía hacer del pontífice, de los obispos y de la Iglesia, en general,
una estructura del aparato del Estado y por ello, los obispos, como meros
funcionarios, eran puestos y depuestos a discreción por el emperador: «Pero
que no intente implicarnos en la deposición de un obispo [...], obedeceremos lo
que él haga, [...], lo soportaremos», son palabras y expresiones que nos
llevan a deducir que los obispos y el papado se veían como sometidos a duras
presiones por parte del poder civil.
Gregorio
I afirma que «todo lo que place al piadoso emperador, todo lo que ordena hacer,
tiene poder (potestas) para hacerlo», y no sólo eso sino que,
precisamente por ello, le obedecerán, siempre que sea conforme a los cánones de
la Iglesia, pero incluso aunque no sea canónico, lo soportarán, ahora bien, con
tal de que no induzca al pecado, y aquí viene una de las claves esenciales de
la doctrina gregoriana, pues Dios ha dado poder al príncipe «para que el
reino terrestre sirva al reino celestial». No en vano, Gregorio consagra el
pensamiento político agustiniano en el seno de la doctrina pontificia sobre el
poder político. Efectivamente, en la Epístola a Mauricio y a su hijo, afirmará
que «el poder ha sido dado de lo alto a mis señores sobre todos los hombres,
para ayudar a esos que desean hacer el bien, [...] para que el reino
terrestre esté al servicio del reino de los cielos», y en una carta al rey
Childerico dirá, «ser rey no tiene nada en sí de maravilloso, puesto que otros
lo son, lo que importa es ser un rey católico».
Debemos
atender a que el emperador es “piadoso”, es decir, es fiel creyente y
observante de la fe cristiana. Como hijo de la Iglesia, el emperador está
sujeto a sus mandamientos y preceptos. Si Dios le ha dado el poder es para que
sirva a la fe y a la Iglesia. Precisamente como cristiano puede participar en
todo lo que atañe a la fe y a la Iglesia, pero la auctoritas la tienen los
doctos y pastores en la fe, los obispos, y por encima de todos ellos el que ha
recibido directamente de Cristo el poder de atar y desatar tanto en la tierra
como en el cielo, esto es, el obispo de Roma, sucesor de Pedro. Así, ante las
intromisiones del emperador, Gregorio I resolverá llevar a cabo diversas
acciones cuyo objetivo final era fortalecer la posición del papado: por un
lado, procurará fortalecer su base material, y por otro su prestigio e
influencia política y espiritual.
En
cuanto a la base material, no debemos olvidar que en virtud a un edicto de 321,
Constantino habría «reconocido la facultad de la iglesia para poseer, heredar y
recibir donaciones y legados»25, recibiendo además de este emperador
rentas e inmunidades, a las que posteriormente se habrían añadido donaciones de
particulares. Sea como fuere, el patrimonium petri en tiempos de
Gregorio Magno rondaba los 4600 kilómetros cuadrados de tierra, que se
repartían por toda Italia.
Por
su parte, para reforzar su posición desde un punto de vista político, llevó a
cabo una intensa labor diplomática y pastoral entre los distintos monarcas
germánicos, tal y como demuestran sus cartas. Las misiones por él impulsadas,
además de una empresa de fe, servían para que los pueblos germánicos reforzaran
los lazos con Roma: al fin y al cabo, «de quiénes fueran los agentes de la
evangelización dependía en gran medida [...] que (los pueblos convertidos),
cayeran en el ámbito jurisdiccional de la Sede romana o de la de
Constantinopla» 26 .
Se
trataba, en fin, de sustraerse a la dependencia y control bizantinos, del poder
imperial, que pretendía controlar a la Iglesia basándose en las concepciones
cesaro-papistas imperantes en Oriente.
3.
Conclusión
El
papado apostó por el pujante mundo germánico, - especialmente por el poder
franco, que se erigía como único poder que podía contrapesar el poder bizantino
-. En un principio las circunstancias en Oriente y en Occidente jugaron a favor
de francos y papado en orden a consolidar sus respectivas posiciones, - véase
el contexto de la Querella Iconoclasta y el reconocimiento de Pipino como rey
de los francos -, y si ya el Imperio carolingio tomó la forma de una suerte de
teocracia, la Querella de las Investiduras mostró al papado que el Sacro
Imperio Romano Germánico no iba a actuar de manera muy diferente al Imperio
Romano de Oriente.
Por
otro lado, la doctrina gregoriana, sin dejar de responder a las circunstancias,
no dejaba de seguir la doctrina cristiana tradicional. Ya vimos que desde los
primeros tiempos se reconocía que el poder era concedido por Dios al emperador
y que por eso, los cristianos obedecían, pero que, al convertir el cristianismo
en religión oficial, y al ser el emperador cristiano, éste, como hijo de la
Iglesia, estaba sometido a sus mandamientos y preceptos e incluso, como
demostrara San Ambrosio, a su jurisdicción. Dado que el poder era en realidad
un ministerium, un servicio, el emperador debía usarlo para lo que se le
había dado, esto es, servir a la fe y a la Iglesia.
Por
su parte, en Oriente, la doctrina eclesiástica sobre el poder político no
difería en esencia de la doctrina pontificia: Agapetus, diácono de Santa Sofía,
exponía en una carta dirigida a Justiniano, en torno al 530, que «vos rendís
honores sobretodo a Dios, quien os otorgó tal dignidad», «a fin de que
ordenéis a los hombres mantener firme la causa de la justicia», «estando
vos mismo bajo el reino de la ley de la justicia», puesto que «el rey es
soberano de todos; pero es también, junto con todos, el siervo de Dios»; ya
en el S. IX, el célebre Teodoro Stoudita escribirá: «A los reyes y
gobernantes les corresponde (sólo) prestar su ayuda, para unificar y dar
testimonio de las doctrinas, y reconciliar las diferencias respecto a los
asuntos seculares. Nada más les ha sido dado por Dios, en materia de doctrina
divina», «y esta es una materia confiada sólo a aquellos a quienes la
Palabra de Dios ha hablado por Sí misma, diciendo, ‘Todo aquello que atéis en
la tierra será atado en el cielo, y todo aquello que desatéis en la tierra,
será desatado en el cielo’. ¿Quiénes son los que han sido de este modo
facultados? Los Apóstoles y sus sucesores. ¿Quiénes son sus sucesores? Lo son,
el poseedor de la primera sede (protothronos) en Roma: el poseedor de la
segunda en Constantinopla: los poseedores de las sedes de Alejandría,
Antioquía, y Jerusalén», «Ésta es la pentárquica autoridad de la Iglesia; éstos
aquellos que son el tribunal de juicio en materia de doctrinas divinas».
Para
terminar, y aunque las siguientes reflexiones exceden en mucho el marco y
objeto de este comentario, decir que sin ésta dialéctica poder civil-poder
religioso, no podría entenderse la estructura conceptual que define la teoría y
la práctica política que se ha venido desarrollando en Europa Occidental a lo
largo de los siglos. Por ejemplo, considero que la diferenciación entre
sociedad civil y Estado, entre ideología y poder político, la división de
poderes o la misma diferenciación de jurisdicciones, incluyendo la existencia
de un ámbito privado frente a uno público, no podrían haberse dado de no
haberse producido dicha dialéctica. Así, de haber absorbido el poder civil al
religioso o viceversa, Occidente se acercaría hoy más a modelos orientales,
especialmente a las teocracias musulmanas al estilo iraní. Incluso cuando en
Occidente el poder civil se ha informado profundamente de concepciones
religiosas, - siendo su máxima expresión el estado confesional -, tanto el
poder político como el religioso han sido, en general, conscientes de sus
esferas y ámbitos de actuación propios y respectivos. Quizá pueda chirriar la
siguiente afirmación, basada más en una intuición que en un análisis
concienzudo, no obstante, pero me atrevería a afirmar que la generación de las
concepciones totalitarias se produce en el momento en el que se pierde de vista
ésta diferenciación entre esferas y se pretende anular la respectiva autonomía,
poniéndose las bases en los tiempos de la Reforma y la Contrarreforma, tomando
cuerpo con las teorías de Bossuet y de Hobbes sobre el poder absoluto, y
llegando al extremo con algunas corrientes del pensamiento liberal-ilustrado.
·- ·-· -······-·
Jorge Martín
Notas
[1]
Moxó
[2]
Cortázar y Sesma
[3]
Cabrera
[4]
Teja
[5]
Cortázar y Sesma
[6]
Cortázar y Sesma
[7]
Cf. Mc. XII,
13-17; Lc. XX,
20-26. Tomado
de la Sociedad Chilena de Estudios Medievales
[8]
Clemente Romano a los Corintios, 60, 4; 61, 1-3 Tomado de la Sociedad
Chilena de Estudios Medievales
[9]
Jn. XIX, 10-11 Tomado de la Sociedad Chilena de Estudios Medievales
[10]
Rom. XIII, 1-7 Tomado de la Sociedad Chilena de Estudios Medievales
[11]
Rom. XIII, 17: Tomado de la Sociedad Chilena de Estudios Medievales
[12]
Justino, Primera Apología, XVII (s. II). Tomado de la Sociedad
Chilena de Estudios Medievales
[13]
cifr. Rom. XIII, 1-7: Tomado de la Sociedad Chilena de Estudios
Medievales
[14]
Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, II, 11 Tomado de la Sociedad
Chilena de Estudios Medievales
[15]
véase al pagano Símaco
[16]
Ramón Teja
[17]
Eusebio de Cesarea, cit. por Ramón Teja
[18]
San Lino (67 – 79) y San Anacleto o Cleto (79 – 91) serían obispos de Roma pero
no papas (ver Ullmann y Paredes).
[19]
Para todo este párrafo, ver Ullman
[20]
Dawson
[21]
Cortázar
[22]
Cortázar
[23]
Migne (ed.), Patrología Latina. Tomado de la Sociedad Chilena de Estudios
Medievales
[24]
Moxó
[25]
Moxó
[26]
Orlandís
BIBLIOGRAFÍA
Cabrera,
E. Historia de Bizancio Ariel Madrid 1998
Dawson,
C. Los orígenes de Europa Rialp Madrid 1991
García
de Cortázar, J.A., y Sesma Muñoz, J.A. Historia de la Edad Media
Alianza Madrid 2002
Moxó,
F. Los Estados Pontificios (1) Cuadernos de Historia 16, nº 272
Madrid 1985
Orlandis,
J. La conversión de Europa al cristianismo Rialp Madrid
1988
Paredes,
J. (coord.) Historia de los Papas y Concilios Ariel Madrid
1997
Teja
Casuso, R. El cristianismo en Roma Cuadernos de Historia 16 nº 121
Madrid 1985
Ullmann,
W. Principios de gobierno y política en la Edad Media, Madrid 1971
Internet:
Nota sobre los textos empleados: Los fragmentos de fuentes de la época
utilizados, han sido tomados de la página web de la SOCIEDAD CHILENA DE
ESTUDIOS MEDIEVALES, cuya sección de fuentes se encuentra a cargo del profesor
de la Universidad Católica de Valparaíso José Marín R.
(www.geocities.com/CollegePark/Square)
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