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Feminizar el mundo
por
Tomás Melendo
El papel insustituible de la mujer
|
Presentación
Una antropología adulta…
Hoy prácticamente nadie duda
que la
aparición del concepto-realidad de persona supuso un radical salto de cualidad
para aquel saber que intenta explicarnos lo que es el hombre —la antropología adulta,
como la he llamado en ocasiones—, así como también para el conjunto de la vida
en la Tierra.
Pero esta afirmación y todo lo que implica resultaría coja si no
se subrayara con vigor un nuevo elemento, fundamental y decisivo: la
diferenciación de la persona humana en masculina y femenina. Sin semejante
descubrimiento, y cuanto de él se desprende, resulta imposible apreciar toda la
riqueza que corresponde a la «humanidad»: estaríamos ante un saber adulto, pero
no suficientemente maduro.
Y no se trata solo de que la mujer ostente de ordinario unos atributos
diferentes de los que caracterizan al varón, de manera que si excluimos a una u
otro lo propiamente humano resulta manco y disminuido.
Conviene advertir también, aunque solo de pasada, que la complementariedad
entre ambos es dinámica. La presencia de la mujer hace despertar en el varón cualidades
que sin ella quedarían como adormecidas, lo mismo que sin el amor masculino la
feminidad no lograría un pleno desarrollo.
Pero, además, entre las perfecciones que uno hace florecer en la
otra, y viceversa, se encuentran también las que, al no poder entrar en detalles,
calificaré como más propias de uno u otro sexo. Con la peculiaridad de que el
varón encarnará las propiedades de la mujer con un toque masculino, de forma
análoga a como la mujer incorporará lo masculino con un dejo de feminidad.
El resultado, que me limito a esbozar, es un auténtico
enriquecimiento de «lo personal-humano», en una espiral creciente que, en
principio, no tiene límites y sin cuya consideración cualquier análisis de la
persona y el mismo desarrollo de la Humanidad en cuanto tal quedarían
incompletos.
Y madura
Debe afirmarse, pues, que la plena mayoría de edad de los estudios
antropológicos no ha comenzado hasta que, muy en particular a lo largo del
siglo XX, se advirtió que la diversidad entre el varón y mujer afectan justo a
su condición personal, de modo que se hace necesario distinguir entre la
persona-masculina (o varón) y la persona-femenina (o mujer), precisamente como
complementarias y destinadas al apoyo y crecimiento recíproco.
A lo que, por desgracia, hay que añadir algo que debería resultar
obvio. A saber, que tal cúmulo de ganancias desaparecería en cuanto —como ha
ocurrido a menudo y en cierto modo era «históricamente inevitable»—, por una
suerte de igualdad igualitarista mal entendida, la mujer dejara de ser a fondo
lo que es: mujer-mujer, para adoptar aires o tonos o modales masculinos.
Como explico con frecuencia, la igualdad no es un atributo
aplicable a las personas, entre otros motivos, y no como el menos importante…
porque no la necesitan para nada. Cada persona es un absoluto, que vale
absolutamente, sin parangón posible, y cuya exclusiva misión es la de ser fondo
aquel alguien que —¡cada una, singular e irrepetible, única!— está destinada a
ser.
Lo que lleva consigo, para el varón, un desarrollo acabado de su
masculinidad, y para la mujer, el cumplimento más cabal de su feminidad
genuina… que son las maneras respectivas como uno y otra pueden alcanzar la
plenitud personal que les corresponde.
Por enésima vez, y porque resulta sumamente gráfico, recojo el
consejo de Unamuno a un escrito novel que «se consideraba»… poco «considerado»
por la crítica: «No te creas más, ni menos, ni igual que otro cualquiera, que no
somos los hombres cantidades. Cada cual es único e insustituible; en serlo a
conciencia pon todo tu empeño.»
Por eso me ha parecido
oportuno estructurar esta segunda intervención como un comentario somero, y por
eso insuficiente —además de inevitablemente masculino—, en torno a la función
de la mujer en la tarea vivificadora de la humanidad que desde hace lustros
propugno, porque la considero imprescindible.
El deterioro
Lo público y lo privado
Para lograrlo, me detendré un
momento en consideraciones relativamente conocidas. La despersonalización que
he ilustrado otras muchas veces como el gran mal de nuestra época, podría resumirse
como sigue.
En el desarrollo de la
civilización durante estas últimas centurias observamos una especie de
fractura, que va disponiendo progresivamente el despliegue perfeccionador del
ser humano en dos círculos estrictamente separados e incluso contrapuestos: el
privado y el público.
Y advertimos también que, de
manera imparable, este segundo ha acabado por ejercer un dominio avasallador
sobre el primero: que lo público ha ido fagocitando a lo privado, al introducir
incluso en el seno del hogar actitudes y modos propios más bien de la
relaciones comerciales o de negocios, en el sentido menos noble de estos términos,
a los que enseguida aludiré.
¿Cuáles son los elementos
constituyentes de lo que califico como esfera pública?
1. Por ejemplo, el mundo laboral,
cada vez más dominado por un economicismo materialista, cuyo ídolo es el dinero.
2. O el terreno de la política (o
del «partidismo» o del «politicismo»), cuyo crecimiento indiscriminado hace que
todo tienda a girar alrededor del poder, intercambiable con el dinero, y origen
también de una burocratización despersonalizante a gran escala.
3. O, por referirme al tercer
factor considerado de ordinario, el influjo de los llamados medios de
comunicación de masas —especialmente relevantes en el evento que nos reúne—, que
incrementan inadecuadamente su virtud persuasiva y su capacidad de sugestión en
la medida en que estimulan el carácter no diferenciado, impersonal y
simultáneamente individualista, de sus destinatarios.
En la exacta proporción en que
estos y otros vectores similares han ido configurando la sociedad actual, nos
encontramos con un universo público en el que, por lo general, al margen de
toda actitud de servicio, las relaciones humanas se van viendo pilotadas, de
manera creciente, por un punzante egoísmo hedonista, pragmatista e insolidario…
¡con honrosas y abundantes excepciones!, añado con sumo gozo.
De esta suerte, la lógica del
intercambio interesado, de «los equivalentes» —del do ut des ¡y solo ut des!,
¡y des más de lo que te doy!, propia de la sociedad mercantilista y
burocrática, tal como muchos la viven— ha ido imponiendo su ley sobre la lógica
de la gratuidad, del don, de la efusión altruista, cuyo reducto último va
siendo la familia, pero que también debería imperar en todas las relaciones
sociales, incluso en las propiamente económicas.
En este sentido, como afirma
Donati, «la civilización consiste en saber traducir en familiar lo no-familiar»;
lo que, para mí, significa aprender a impregnar todo lo humano, y muy en
particular los medios de comunicación —que ahora nos ocupan—, con el ineludible
e incomparable «toque» o «genio» de la mujer.
Los valores personales
En cualquier caso, más que el
mismo diagnóstico, por fuerza simplificador, me interesa explicitar lo que hace
unos momentos esbozaba: que un universo como el que he bosquejado va cerrando
el espacio para los genuinos valores de la persona entendida como tal.
Valores que giran íntegramente en
torno al amor y a todo aquello que lo hace posible y jugoso: el encanto de lo
pequeño, la flexibilidad, la imaginación creativa, la generosidad, la aptitud
para captar matices, el ocio compartido, el diálogo, la intimidad, la
diferenciación individualizadora, la relación entre tú y tú irreiterables, el
gozo conjunto de una vida cotidiana y sin aparente brillo, y un dilatado etcétera.
Podemos advertir, por
consiguiente, dos mundos o, como hoy suele decirse, dos culturas:
1. La de la eficacia y el éxito,
por una parte.
2. Y la de la vida, el cuidado y,
en definitiva, el amor, por otra.
Y son muchos los que,
fundadamente, calificarían el primer cosmos, el de la producción y la
eficiencia, de típicamente masculino, mientras que unirían la resurrección del
segundo al progresivo afirmarse de lo femenino.
Con lo que, simplificando
nuevamente, pero sin faltar por ello a la verdad, cabría sostener que el
problema más acentuado de la civilización presente es el predominio
indiscriminado y avasallador de lo masculino sobre lo femenino.
A la luz de esta afirmación debe
leerse cuanto sigue.
Lo femenino
Y, en primer lugar, la necesidad
imperiosa de la mujer. Pero vaya por delante, aunque estimo que no sería
necesario, que en ningún momento pretendo hacer demagogia. Para cualquier
hombre casado, y yo lo soy, deberían resultar más que manifiestas las riquezas
con que se adorna una esposa cabal. E incluso, por una especie de «defecto de
perspectiva», esas cualidades aparecerán ante sus ojos con más apabullante claridad
que las pertenecientes al varón.
Repito con ocasión y sin ella que
el amor, lejos de ser ciego, se muestra asombrosamente clarividente: impulsa y
«obliga» a descubrir el fondo de maravilla oculto en el corazón ontológico del
ser querido. Y como cualquier persona medianamente honrada estima más a su
cónyuge que a sí mismo, los privilegios de la mujer deslumbran a su marido de
manera mucho más perentoria que los suyos propios o, en general, los de su
sexo. No porque los invente —eso también lo he explicado una buena porción de
veces, oponiéndome a Stendhal y Proust y, hasta cierto punto, a Ortega—, sino
porque los descubre sin apenas dificultad.
La persona femenina
Pero es que, con independencia de
esa fascinación, la mujer encarna de una forma muy particular, más propia y
acentuada, el peculiar carácter de la persona humana. Si no puede decirse que
es más persona, sí cabe afirmar que lo es de un modo más patentemente personal
y más exquisitamente humano.
Quiero ser objetivo. Me expresaré
por eso con palabras prestadas. Carlos Cardona escribió con rotundidad, a
propósito del tema que estoy esbozando, que «… la mujer es imagen más diáfana
de lo característico de la persona creada: hecha por amor y para el amor». La expresión
cumplida de la persona humana, «en su ser más radical, se manifiesta mejor y
con más propiedad en la mujer que en el varón. Y esto, a más de resultar
metafísicamente manifiesto, es un hecho de experiencia común: todos sabemos muy
bien que la mujer, precisamente como tal, y en la medida en que sabe y quiere
serlo, es lo más ‘amable’. Así se entienden bien muchas características de la
feminidad: como ese instinto que mueve a la mujer a procurar ser amable, atractiva
(y no me refiero aquí principalmente a lo físico, sino a lo psíquico y espiritual:
la simpatía, la ternura, la paciencia, la piedad, por ejemplo).»
Por todo ello, la mujer encarna de
forma privilegiada la condición de persona, en cuanto principio y término de
amor: resulta más «amable»… «precisamente porque ama y en el amor se da».
Puesto que, como recordaba ya hace algún tiempo José María Pemán —y agradecería
que no se tomaran estas expresiones en sentido despreciativo, al menos teniendo
en cuenta mi propia valoración del amor, muy superior a la de la inteligencia…
si es que tal disociación pudiera realizarse—, « el amor es en la mujer como la expresión total de su ser
y el ejercicio fundamental de su vida […]. La mujer es, por definición, una
‘criatura de amor’.»
(Maravillosamente inteligente,
añado por mi cuenta, tras haber expuesto en multitud de ocasiones —como acabo
de recordar— que el amor no es un atributo de segundo orden, una especie de
«compensación piadosa» para aquellos o aquellas que no logran triunfar en los
dominios del intelecto, sino que constituye la condición ineludible y la máxima
encarnación del conocimiento intelectual más noble, elevado y eficaz: la
sabiduría, donde se aúnan las más altas cimas de la contemplación y la atención
delicada y operativa a las menudas irisaciones de la vida vivida a diario).
Y, en otro lugar, recogiendo ideas
de Juan Pablo II, el propio Cardona recuerda que «los hombres todos —tanto
varones como mujeres— hemos sido ‘confiados por Dios a la mujer’: y no
principalmente en el orden biológico, sino fundamentalmente en el psíquico y en
el espiritual.»
El genio de la mujer
¿Sería muy difícil extraer las
conclusiones pertinentes para el enriquecimiento de la familia y la personalización
del mundo y, más en concreto, de los medios de comunicación?
Se pueden entrever a través de las
sugerentes afirmaciones de un texto de Jutta Burggraf. Acudiendo a una
expresión acuñada por Juan Pablo II, explica la autora que el “genio de la
mujer” «constituye una determinada actitud básica que corresponde a la
estructura física de la mujer y se ve fomentado por esta. En efecto, no parece
descabellado suponer que la intensa relación que la mujer guarda con la vida
pueda generar en ella unas disposiciones particulares. Así como durante el
embarazo la mujer experimenta una cercanía única hacia un nuevo ser humano, así
también su naturaleza favorece el encuentro interpersonal con quienes la rodean.
El “genio de la mujer” se puede
traducir en una delicada sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos
de los demás, en la capacidad de darse cuenta de sus posibles conflictos
interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar, cuidadosamente, con una
especial capacidad de mostrar el amor de un modo concreto. Consiste en el
talento de descubrir a cada uno dentro de la masa, en medio del ajetreo del trabajo
profesional; de no olvidar que las personas son más importantes que las cosas.
Significa romper el anonimato, escuchar a los demás, tomar en serio sus
preocupaciones, mostrarse solidaria y buscar caminos con ellos.»
La tarea
Feminizar el universo
Afirmaciones que, lejos de
cualquier atisbo de enfrentamiento entre lo masculino y lo femenino, llamados a
complementarse dinámica y creativamente —como he esbozado y espero desarrollar
en otra ocasión—, nos devuelven en directo a la persona y la exigencia de
personalizar el universo humano, que es también devolverle su mordiente ético.
Pero asimismo nos informan de que
para lograrlo resulta imprescindible que todos aquellos valores que podríamos
calificar «como propios de lo femenino —lo que el psicólogo suizo C. J. Jung
llamaba el anima, el cuidado, la atención diligente por los demás— no los
consideremos en modo alguno privativos ni exclusivos de la mujer (aunque en
ella hayan podido tener una mayor presencia por razones históricas), sino que
los advirtamos como igualmente indispensables en el varón, para evitar que este
sea simplemente un energúmeno, tan solo preocupado por el poder y la competencia.»
Lo que se impone, pues, es un
trasvase. Una transfusión que ya se está llevando a término en el seno de muchísimas
familias y en otros ámbitos de la sociedad. Pero recuerden lo que acabo de
evocar: que el ser humano —varón y mujer— ha sido confiado al cuidado de esta
última. De ahí surge, comenzando por el ámbito del matrimonio, el reto primordial,
la exigencia más apremiante y de más calibre de lo que vengo calificando como
revolución pacífica que instaurará en nuestro mundo una auténtica civilización
el amor.
Es esta la tarea que la mujer no
puede aplazar y en la que los medios de comunicación «feminizados» desempeñarían
un papel de primer orden, también como elementos de difusión y de propuesta
anticipadora.
Se trata de devolver la vida
auténticamente humana, personal, cálida, jugosamente perspicaz, al conjunto de
la familia y, a través de ella, y también directamente, a todo el universo.
Porque, como recuerda de nuevo Pemán en clave un tanto humorística y sin ningún
afán de lastimar, «el varón puede hacer sin la mujer todo —arte, ciencia,
guerra, política—, todo menos un pequeño detalle: vivir…»
En resumen: con toda probabilidad,
la quintaesencia de lo femenino pueda definirse como una cercanía connatural
con cada persona y con la importancia de cada detalle de cada vida personal;
categoría que nunca podría ser exagerada porque deriva justamente de la condición
personal del sujeto de esos atributos.
Dos caminos no excluyentes
¿Cómo ejercer esa función? En lo
que me concierne, contemplo la incidencia de la mujer en el mundo encauzada a
través de dos vías complementarias:
1. Mediante su acción directa
en las instituciones sociales y en las personas que las integran, y muy en
particular en todos aquellos ámbitos que permitan comunicar de manera íntima y
universal la grandeza de cualquier persona: su carácter eminentemente personal.
2. Y en virtud del influjo, tremendamente
efectivo, que ejercen en el hogar.
Mujeres-mujeres
En medio de los vaivenes y las
turbulencias de los últimos años en relación con estos temas, siempre han
existido quienes han logrado mantener un sereno y lúcido equilibrio. Fueron muy
conscientes, como apuntaba, de que la mujer era del todo imprescindible para
humanizar el mundo en que nos movemos y, al mismo tiempo, de que esa elevación
y saneamiento irrenunciables solo podría ejercerla —como he repetido y ahora
pretendo subrayar— si no hacía dejación de su feminidad.
En este sentido, no puedo dejar de
recordar, con las palabras directas y certeras de una de las personas que más
ha influido en mi vida y en mis ideas a este respecto, que el desarrollo, la madurez, la
mayoría de edad, la emancipación de la mujer y cuanto quiera añadirse en la
misma línea —acertadísimo e indispensable—, nunca deberían convertirse en una
anhelo de igualdad igualitaria o de uniformidad con el varón: en una burda
imitación de la manera masculino-machista de comportarse.
Y la razón, tras lo que he
apuntado, no puede ser más neta. Semejante «avance» de ningún modo podría
considerarse un logro, sino más bien una pérdida para la mujer… y, lo que en
cierto modo es aún más doloroso, para el conjunto de la humanidad.
Y eso, no porque la mujer sea más
o menos que el varón —¿no dije que semejantes comparaciones están fuera de
lugar cuando se trata de personas?—, sino porque es distinta y solo podrá
cumplir en ella lo humano siendo hasta el fondo lo que por naturaleza está llamada
a ser: mujer-mujer, en el grandioso sentido que procuro otorgar siempre a esta
expresión.
Como vengo diciendo, solo la mujer
puede aportar a la familia, al lugar de trabajo, al conjunto de la sociedad
civil, ¡a los medios de comunicación, en particular!, lo que le pertenece
nativamente y, no obstante, está llamado a ser patrimonio de todos: su delicada
ternura, su generosidad sin límites, su amorosa y perspicaz atención a lo
concreto, su creatividad y agudeza de ingenio, su intuición clarividente, su
piedad profunda y sencilla, su tenacidad… Ninguna mujer lo será en plenitud
hasta que advierta la hermosura —para nada alienante en un universo previamente
feminizado, preñado de amor— de su aportación insustituible… y haga de todo
ello vida de su propia vida.
En semejante sentido, Janne
Haaland Matláry, que ha desempeñado cargos políticos de primer rango en el
Gobierno noruego, escribe: «La colaboración femenina siempre es diferente, su
atención a los demás también es distinta. Ellas tienen una inclinación natural
hacia las relaciones interpersonales y hacia los otros seres humanos que muy pocos
hombres tienen; y siempre serán las que se ocupen de esas “políticas menores”
[es decir, las auténticamente relevantes, decisivas] que son las de la familia
y los asuntos sociales por haber tenido la experiencia previa de la
maternidad; o serán también las que se ocupen del cuidado de otras personas o
de sacar adelante una casa, tal y como hace la mayoría de las mujeres.»
Y añade, para aclarar hasta qué
extremo todo ello se encuentra ligado con lo que he resaltado en cursiva (es
decir, con la experiencia de la maternidad, que no necesariamente consiste ni
«pasa» por la maternidad biológica): «… hoy las mujeres tienen necesidad de
reafirmar la importancia de la maternidad, tanto en sus propias vidas como en
el conjunto de la sociedad. Deben asimismo plantear reivindicaciones en otros
ámbitos —en la actividad profesional y en la política— para que sea posible y
compatible ser madre y trabajar fuera de casa. Y esto debería hacerse extensivo
a los padres.
Pero la cuestión esencial no es
solo de orden práctico sino también antropológico: las mujeres nunca se
sentirán felices si no toman conciencia de hasta qué punto la maternidad define
el ser femenino, tanto en el plano físico como el espiritual, y expresan esta
realidad con la reivindicación del reconocimiento social.
Ser madre es mucho más que la
intensa y vivida experiencia de dar a luz y criar a un hijo: es la clave para
una toma de conciencia existencial de quienes somos.»
También lo expresa, con la fuerza
y el vigor que la caracterizan, Marta Brancatisano: «Desempeñar nuevas
profesiones (desde ministro a astronauta, pasando por todo el género de tareas
inventadas por la sociedad multifuncional) ha sido un simple juego para quien
poseía la clave de todas ellas inscrita en su código sexual. Enumero algunas a
título de ejemplo: el conocimiento del ser humano, que le permite gobernarse a
sí misma y relacionarse con los demás con la apertura y la serenidad que se
experimentan ante lo que nos resulta conocido y amado; la flexibilidad para
pasar de una tarea a otra —que deriva de su habitual competencia para afrontar
las imprevisibles necesidades cotidianas; la amplitud de intereses y la
versatilidad de ingenio, fruto de la pluriforme preparación imprescindible para
hacer vivir un hogar (economía, ingeniería, arquitectura, derecho privado e
internacional, medicina, dietética, arte, estética, literatura, psicología,
pedagogía e incluso moral y teología); su inimitable sentido de la realidad y
del valor del tiempo, resultado del carácter impelente y de urgencia propios
del trabajo del hogar, que, por estar directa y ordinariamente unido a la
supervivencia del ser humano, no admite incumplimientos, retrasos ni tramposas
simulaciones.»
Con los mismos derechos y
oportunidades
Personalmente, tengo la férrea convicción,
difícilmente inamovible, de que las mujeres se encuentran destinadas a
vivificar desde dentro todas las profesiones dignas —y, muy en concreto, los
medios de comunicación—, en absoluta paridad con los varones: con las mismas
perspectivas, posibilidades y oportunidades, y con idéntica formación humana,
profesional, etc.
Más todavía, siguiendo de nuevo sugerencias
de Brancatisano, afirmo con toda sinceridad que la mujer se encuentra mucho más
preparada que el varón para desempeñar la mayor parte de ellas… y que en parte
por este motivo los varones tendemos a discriminarlas e impedir que desplieguen
su inigualable potencia.
Pero este reconocimiento no me
inclina a «sacarlas» del hogar, como tampoco lo pretendo de los varones. Muy al
contrario, aspiro a conservarlas o devolverlas (¡a ellas!) y, sobre todo, a introducirlos
(¡a ellos!) en lo más íntimo y configurador del núcleo familiar. Pues, si algo
he pretendido dejar claro desde que, hace ya veinte años largos, dedico mi
atención primordial a estos asuntos, es la absoluta necesidad que todo ser
humano —varón y mujer— tiene de la familia.
Y es que la familia constituye el
ámbito imprescindible del pleno desarrollo tanto del varón como de la mujer,
así como la condición de posibilidad para personalizar los restantes dominios
en que se desenvuelve la existencia humana y, si me apuran, muy particularmente
los medios de comunicación, proclives con frecuencia —aun cuando no debe ni
tiene por qué ser así— a deshumanizar y trivializar lo más grandiosamente
humano; y entre todo ello, el amor y, más en concreto, el amor entre varón y mujer.
Una falsa oposición
Ejercicio profesional fuera de
casa y quehacer también profesional dentro de ella son dos esferas que de
ningún modo deberían enfrentarse ni, por consiguiente —en contra de lo que hoy
está tan de moda—, tienen necesidad de ser conciliadas. Pues tanto una tarea
como otra son, en el fondo —y es oportuno llegar hasta el fondo, al menos de
vez en cuando—, ejercicio del amor, de la búsqueda sincera del bien para los
demás.
Repito, por eso, trayendo de nuevo
a la mente recuerdos imborrables de mi juventud, que el hogar y la familia han
de ocupar un puesto central en la vida de la mujer… como también en la del
varón, por una razón poderosísima que, día a día, voy advirtiendo con mayor
claridad: que la dedicación a los menesteres familiares —en el sentido más
amplio y noble de estos términos— componen sin duda el más grande quehacer que
cualquier ser humano puede realizar en la tierra.
A estas alturas, ¿podría alguien
imaginar que ese ejercicio sublime elimine por principio y de por vida la
posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales?; o, yendo más el fondo,
¿que la atención prioritaria a las inigualables exigencias de la familia
impidan atender a cualquiera de los oficios que conforman la urdimbre de la
sociedad contemporánea…?
¿No será más bien la actividad
desplegada en el seno de la familia la condición de posibilidad —masculina y
femenina— de desempeñar cualquier otro quehacer, incluida la profesión, con
eficacia propiamente humana? ¿No habría que hablar de sinergia, en lugar de
conciliación?
Por eso, el empeño por oponer los
ámbitos de la familia y del trabajo profesional, y por abandonar el primero, ha
conducido a un error más grave que el que se trataba de corregir: pues nadie
puede «personalizar» a las personas —varones y mujeres— sino con la fuerza ganada
día a día en el seno del propio hogar.
Dignidad suma del trabajo en el
hogar
La gravedad de ese abandono por
parte de la mujer me parece muy clara, igual que me lo parece, por razones muy
similares, aunque no del todo idénticas, la ya multisecular y aún no corregida deserción
del varón.
Y es que, como acabo de sugerir, sin
la presencia de una tan discreta como eficaz mano femenina resulta bastante
arduo lograr el ambiente de familia en que deben desenvolverse y crecer
personalmente la gran mayoría de los seres humanos.
Espero que nadie me malinterprete.
No intento pasar de contrabando una especie de coartada para que los varones se
desentiendan de contribuir —en primera persona, por derecho-deber propio, y no
como función subsidiaria— a la edificación de auténticas familias, en todos los
sentidos de este vocablo.
Más bien pretendo subrayar la
grandeza de quienes —en su mayoría, mujeres—, renunciando a veces a éxitos más
fácilmente alcanzables en otros ámbitos, dedican sus energías y su competencia
a levantar y gestionar, con auténtico sentido profesional repleto de calidez e
inteligencia, los hogares propios o los de otras personas, que se amparan en su
buen hacer.
Se trata, pues, de un sendero que asegura, y de una manera
insoslayable, la presencia femenina en el mundo. Hoy son muchos los que apuntan
que el estado de «masculinización» de la mujer provocado por cierto feminismo
mal entendido ha hecho de nuestro entorno vital un paraje todavía más inhóspito
que en tiempos pretéritos. Se trata de una atmósfera densa, dura, hostil,
irrespirable, masculinizada en exceso…: en fin de cuentas, «machista».
Y hay que buscarle solución, pero una solución adecuada.
¿Solución?: la mujer
Sin duda, la mujer ha sufrido durante siglos una clara discriminación,
modulada de maneras y con intensidades distintas en las diversas esferas, que pedía
y sigue pidiendo a gritos ser subsanada… ¡y hasta sus últimas consecuencias!
Pero cuando el «remedio» ha consistido en adoptar en la actividad
pública los modos de obrar propios del varón, y cuando a eso se ha unido la defección
del hogar por parte de bastantes mujeres, el saldo ha sido —como ya he dicho y
contra todos los propósitos y previsiones— un recrudecimiento de lo que podrían
calificarse como «vicios» típicamente masculinos… ni contrapesados ni
dulcificados por la presencia efectivamente femenina de la mujer.
Cuestión todavía más peliaguda por cuanto, en determinados momentos
y lugares, esta ha dejado de ejercer también el influjo que durante siglos
irradiaba desde el seno de su casa… ¡y que asimismo debería y debe irradiar el
varón, con sus características particulares!
Todo lo anterior, con palabras de Mercedes Eguíbar que no dudo en
hacer mías, conduce a afirmar sin paliativos, guste o no —¡y a mí me gusta!—, «…
la primacía femenina en el orden del mundo. Mientras permanece como guardiana
de lo particular e íntimo, no sucede nada. Cuando desea realizarse [de manera
exclusiva] en cualquier profesión, aparecen los inconvenientes. Y al mismo
tiempo, cuando no se encuentra en el quehacer externo se advierte su ausencia,
reina la agresividad y la paz es un ente que no se sabe cómo llegar a poseer.»
O, desde la perspectiva complementaria: «Al ausentarse del hogar
para trabajar [exclusivamente] en otra profesión fuera de su casa, [la mujer]
ha contribuido, sin desearlo, a crear un vacío que nadie ha ocupado y que
origina una fuerte inestabilidad en la familia. El hogar queda huérfano y el
matrimonio se debilita. Y al decidirse a no tener hijos, porque no tiene
tiempo, invierte la pirámide: el mundo necesita ciudadanos jóvenes y se encuentra
con un crecimiento desmesurado de personas mayores.»
¿En su mayoría mujeres?
«Al ausentarse del hogar…»
Precisamente porque se trata de una cuestión muy delicada, no hago
sino rozar este extremo. Y lo realizo trayendo a colación las convicciones de
un sociólogo italiano, Alberoni, cuya obra lo libera por completo de cualquier
acusación de machismo… y de adhesión a credo alguno que no sean los datos que
aportan sus investigaciones.
No obstante, sostiene, con acentos en parte un tanto superados:
«Para una mujer enamorada construir y decorar la casa es un acto
de amor. Muy a menudo es ella la que elige los distintos muebles y todos los innumerables
objetos que necesitarán en su vida futura. Los elige de modo que la casa le
guste a su marido, para que él se encuentre a gusto en ella, para que se sienta
bien en todo momento de su vida. En su mente ya ve dónde estarán sentados para
ver juntos la televisión. Imagina la habitación con el mantel bordado donde
recibirán a los amigos, cuál será el sitio del marido, cuál el suyo. Y luego el
dormitorio, con las sábanas floreadas como los campos de primavera, las
preciosas colchas, las cálidas mantas y los edredones para el gran frío. Y el
cuarto para los niños que vendrán, del que ya imagina los empapelados de colores,
la suave moqueta para que no se hagan daño. Luego el baño en el que se recorta
un poco de espacio para sí, para maquillarse, para estar hermosa. Y el espacio
para él, para la navaja de afeitar y su loción para después del afeitado. Luego
hay ambientes, como la cocina, en los que deberá trabajar sobre todo ella,
cómoda, espaciosa con todo lo que piensa que le podrá prestar servicio. Y
pensará en las comidas que podrá cocinar. Si luego el marido tiene una
actividad intelectual, hará de modo que tenga su estudio, mientras que, si es
un deportista, encontrará espacios en el guardarropa o en armarios especiales
para sus objetos.
Al decorar la casa la mujer expresa su visión del mundo, su ideal
de vida privada y el tipo de relaciones sociales que quiere instaurar. Pero
sobre todo despliega su cuerpo. Cada objeto es una parte de sí misma. Su piel
termina con el empapelado de las paredes, con las cortinas. Por esto es ella la
que, normalmente, se cuida de la casa, de su mantenimiento. Lo hace como si
fuera su cuerpo. Por esto no quiere que entren extraños si no está en orden,
presentable. Como no se mostraría ante extraños en chancletas, despeinada. Y
como perfuma su cuerpo para sí, para el marido, así tiene horror de los malos
olores que puedan impregnar las cortinas, los divanes o la cocina. Y vigila que no los haya. Vigila sobre la suciedad. Teme a los malos olores y a la suciedad como si fueran enfermedades infecciosas. Por eso se pone de mal humor si
la limpieza hecha por la asistenta es superficial, si le cambia los objetos de
lugar, si estropea un tapiz o rompe algo a lo que ella atribuye un significado
simbólico particular. Siente el gesto indiferente, despreciativo de la otra
mujer como una ofensa personal que le cuesta olvidar. Como no olvida a un
huésped torpe que le ensucia la alfombra. Cada acto que afea su casa lo vive como una violencia personal. Si en la casa entran ladrones lo vive como una
violación, una profanación. Muchas mujeres, después de un robo, ya no quieren
vivir en aquellos ambientes, los desinfectan, cambian la decoración.
Para la mujer la construcción y la gestión de la casa es también
una forma de erotismo. Porque comunica su amor no solo cambiando de peinado, el
maquillaje de los ojos o poniéndose una blusa recién planchada, sino también
haciendo la cama con sábanas nuevas, poniendo flores frescas o esparciendo
esencias perfumadas por la casa. O bien preparando un plato que agrada a su marido.
A menudo el hombre no comprende el refinado trabajo que la mujer
lleva a cabo para hacer la casa armoniosa y acogedora. No comprende que esa es
una obra de arte continuamente renovada, y que compromete su mente y su
corazón. Y si entra en la casa distraído, si tira su ropa sucia por ahí, ella
lo percibe como desinterés hacia su persona, como desprecio de su trabajo creativo, y se queda amargada y ofendida.»
Matizaría algún punto, pero estoy sustancialmente de acuerdo; y no
pienso que todo sea fruto del influjo de la cultura.
«Pasando por» la familia
Mujer-familia-mundo
Como ya apunté, soy partidario
convencido y firmísimo de la necesidad de que la mujer aporte aquella riqueza
de virtudes, enfoques y claridades que le pertenecen en exclusiva, actuando
directamente en todas las esferas de la actividad humana: en todas.
Y es que, gracias a las dotes
naturales que le son propias, puede enriquecer enormemente el conjunto de la
vida civil, pero muy particularmente las esferas que más afectan al desarrollo
o la contrahechura de la persona en cuanto tal: la legislación familiar o educativa,
el creciente ámbito de las relaciones humanas y, muy en concreto, cuanto se
relaciona con la comunicación hondamente concebida.
Con otras palabras, y como los
hechos demuestran, solo la presencia activo-femenina de la mujer puede
asegurarnos que se respetarán los valores genuinos de la persona a la hora de
tomar aquellas medidas que incidan con mayor vigor en la vida de las familias,
en la constitución de un ambiente realmente educativo y, con todo ello, en el
porvenir de la juventud y de la humanidad.
Todo lo anterior, como decía, es
una persuasión firmemente arraigada en mi entendimiento y en mi labor cotidiana.
Pero también tengo muy claro que la función femenina en la vida pública, ¡como
la de los varones!, solo será eficaz en la medida en que cada mujer forje y refuerce
su personalidad en el seno de una familia, donde asimismo ha de reponer día a
día las energías gastadas.
Con el añadido de que en el hogar
la mujer ejerce muy particularmente ese papel de motor y estímulo que hasta
ahora he atribuido casi indistintamente a los dos cónyuges: de ahí mi convicción
—fraguada tanto en los estudios como en la vida vivida— de que la buena marcha
de una familia depende, al término y decisivamente, de la calidad y entrega de
las mujeres que de ella forman parte.
Soltera o casada, según las
circunstancias, pero siempre miembro eminente de un hogar, es la mujer, en fin
de cuentas, la clave y el arranque de la alentadora humanidad que cada ser
humano está destinado a transmitir a los otros.
Y a los varones nos corresponde
hoy día, en contra de lo que habitualmente se afirma y con frecuencia se vive,
hacer posible y amable el pleno desarrollo de la mujer… para con ello impulsar
el progreso genuinamente humano de la sociedad en su conjunto, sin discriminaciones.
¡Una función en cierto modo
secundaria… de la que me siento plenamente orgulloso y satisfecho y que lucho
denodadamente por cumplir lo mejor que sé!
En todo el mundo a través del
hogar
Por eso, sin disminuir para nada
la urgencia de personalizar el universo, «feminizándolo» mediante la presencia
inmediata de la mujer en el conjunto íntegro de las tareas que en él desempeñen,
concuerdo muy a gusto con lo que, en su momento, expresara Wilhelm Riehl: «Es
la mujer quien vivifica las costumbres de la casa, infundiendo un hálito vital
a la soledad del hogar. La norma especial doméstica y el carácter individual de
la casa está casi siempre determinado por la mujer».
Y me adhiero aún más cordialmente
a esta afirmación de Jókal, hoy tan tristemente olvidada: «El hogar no es
humillante: puede ser un trono, desde el que una mujer gobierna el mundo»… con
el apoyo, tan imprescindible como simplemente auxiliar, del varón.
Y a esta otra de von Leixener:
«Una mujer que vive fiel y feliz dedicada a su propio hogar teje hilos de oro
en el destino de sus hijos.»
(Puedo afirmar todo lo anterior
también porque mi propia mujer, desde antes de casarnos, aspira a dedicar todas
sus energías al cuidado de quienes componemos su familia. El hecho de que «las
aritméticas: las entradas y las salidas» lo hayan impedido hasta el momento, no
resta ningún valor a la agudeza y perspicacia que supone el percibir que la
atención directa a las personas constituye un trabajo —en el sentido más
elevado de este término— que acoge con mayor facilidad que ningún otro la única
y decisiva razón de su grandeza: el amor, mediante el que se procura el bien
para los demás).
Son bastantes los que advirtieron
desde hace lustros la tremenda y eficaz influencia que, como esposa y madre y
«creadora de familia», la mujer estaba llamada a ejercer desde el interior de
su hogar. Junto con algunos de ellos, y apuntando de nuevo a la esencia de todo
el asunto —al amor—, me atrevo a preguntar, ya para ir terminando: «Pero, vamos
a ver: ¿qué es la proyección social sino darse a los demás, con sentido de
entrega y de servicio, y contribuir eficazmente al bien de todos?»
A lo que también yo respondo, como
fruto de muchos años de reflexión y del cariño y la admiración casi ilimitados
que tengo a mi propia esposa: «La función de la mujer en su casa no solo es en
sí misma una función social, sino que puede ser fácilmente la función social de
mayor proyección.»
Y ejemplifico: «Imaginad que esa
familia sea numerosa: entonces la labor de la madre es comparable —y en muchos
casos sale ganando en la comparación— a la de los educadores y formadores
profesionales. Un profesor consigue, a lo largo quizá de toda una vida, formar
más o menos bien a unos cuantos chicos o chicas. Una madre puede formar a sus
hijos en profundidad, en los aspectos más básicos, y puede hacer de ellos, a su
vez, otros formadores, de modo que se cree una cadena ininterrumpida de
responsabilidad y de virtudes.»
Para ya concluir del todo:
«También en estos temas es fácil dejarse seducir por criterios meramente
cuantitativos, y pensar: es preferible el trabajo de un profesor, que ve pasar
por sus clases a miles de personas, o de un escritor, que se dirige a miles de
lectores. Bien, pero ¿a cuántos forman realmente ese profesor y ese escritor?
Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, diez o más hijos; y puede hacer de
ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de equilibrio, de
comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean felices y
lleguen a ser realmente útiles a los demás»…
que es, en definitiva, lo único que cuenta.
·- ·-· -······-·
Tomás Melendo
Unamuno, Miguel de, “¡Adentro!”, en Obras selectas,
Plenitud, Madrid 1965, 5ª ed., p. 186.
Cardona, Carlos, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 1990, pp. 144-145.
Pemán, José María Pemán, De doce
cualidades de la mujer, Ed. Prensa Española, Madrid, 2ª ed. 1969, pp. 36 y 46.
Cardona, Carlos, o. c., pp. 144-145.
Burggraf, Jutta, “Dimensión antropológica del misterio
nupcial”, en Servei de documentació Montalegre, 30-IX-2001, pp. 3-4.
Ballesteros , Jesús, Postmodernidad:
decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid 1990, p. 133.
Pemán, José María, o. c., p. 41.
Se trata de San Josemaría Escrivá, al que no
cito expresamente en el texto en atención al carácter no confesional de este
Congreso, pero cuya referencia recojo a pie de página por pura honradez humana,
profesional y universitaria: Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer,
Rialp, Madrid, núm. 87.
Matláry , Janne Haaland, El
tiempo de las mujeres. Notas para un Nuevo Feminismo, Rialp, Madrid, 2000, pp.
67-68.
Otros, quizás de forma un tanto unilateral, han
llegado a la misma conclusión, pero exponiéndola desde el extremo opuesto: si
la mujer deja de vivificar todas las estructuras del mundo, este caminará, a
pasos cada vez más acelerados, hacia la bancarrota más plena. En parte, es lo
que ha sucedido en los últimos lustros, aun cuando se vean ya clarísimos signos
de recuperación… en la que de nuevo la mujer es la protagonista.
En esa vertiente menos positiva cabe situar las siguientes
convicciones de Borghello: «Se puede ya afirmar con certeza
que la raíz de las crisis familiares, y ahora también de tantísimos noviazgos,
tiene que ver con el hecho de que la total promiscuidad de la convivencia entre
los sexos que está teniendo lugar desde hace algunos decenios ha llevado a la
mujer a creerse igual al varón, sobre todo por lo que respecta a la manera de
relacionarse con el , en los sentimientos y en las prestaciones, incluso en la que atañe
a la sexualidad. La cultura del pasado acentuó en exceso las diferencias; pero
la cultura de hoy corre el peligro de originar muchos engaños porque no sabe
reconocer las profundas diferencias y, sobre todo, no sabe hacerlas amar. Una
mujer puede y debe amar su especificidad y su aportación absolutamente
insustituible a la vida, al amor, a la familia, a la sociedad y a la cultura.»
(Borghello, Ugo, Le crisi dell'amore, Ed. Ares, Milano,
2000, p. 42).
Matláry, Janne Haaland, o. c., p. 27.
Brancatisano ,
Marta, Approccio all’antropologia della differenza, Edizioni Università della
Santa Croce, Roma 2004, p. 38.
«Parece que no existe un solo trabajo, un solo deporte, una sola actividad
artística o cualquier otra que no esté al alcance de la mujer. Aunque esto, que constituye una auténtica novedad en la historia de nuestro planeta,
obliga a preguntarse si estas tareas se despliegan según el modo de ser de la
mujer, en lugar de subrayar paradigmas masculinos. En cualquier caso, lo
relevante es que todas estas funciones se han podido desarrollar gracias a una
preparación remota tan completa y profunda —tanto en el ámbito psíquico como en
el intelectual— que puede con todo derecho denominarse omnivalente.
Y también resulta obvio que esta preparación
excepcional deriva del hecho de que la mujer ha sido desde siempre capaz de
ocuparse eficazmente del otro —la maternidad, en su sentido más amplio— y de
sacar adelante esa empresa multifuncional que hace posible la vida y que
llamamos casa» (Brancatisano, Marta, o. c., p. 43).
«El trabajo de padres no se puede relegar al último lugar, cuando ya se han
hecho todos los demás trabajos. Antes bien, es un trabajo primordial y si no se
dan las condiciones necesarias para llevarlo a cabo, todo lo demás se cae por
su peso. Los niños se irritan y se contrarían, las madres están afectadas de
continuo por sentimientos de culpa y, en consecuencia, también el trabajo
profesional acaba resintiéndose.
Hay que encontrar el delicado y bastante difícil
equilibrio entre todos los trabajos que hay que hacer y el tiempo necesario
para una alegre convivencia en la familia. El modo variará según los casos, pero debe quedar claro desde el principio que la labor de los padres, y sobre
todo la de las madres, es de esencial importancia para todas las demás facetas
de la vida de la persona. Esta labor debería ser valorada tanto por la sociedad
como por los empleadores.» (Matláry, Janne Haaland, o. c., pp. 62-63)
Cfr. de nuevo Conversaciones con
Monseñor Escrivá de Balaguer, cit., núm.
87.
«… se puede afirmar que el feminismo moderno tiene una antropología muy pobre o
lo que es peor: carece de ella. En vez de intentar comprender lo que significa
realmente ser mujer —en qué consiste lo femenino, tanto en sentido ontológico
como existencial—, el feminismo parece presuponer y presentar una visión del
ser humano cargada de agresividad, y en la que los dos sexos están enfrascados
en una continua lucha por el poder.» (Matláry, Janne Haaland, o. c., p. 48).
Eguíbar, Mercedes, La nueva identidad femenina, Palabra, Madrid, 2003, pp.
98-99.
Alberoni, Francesco,
Te amo, Gedisa, Barcelona 1997, pp. 166-167.
De nuevo Burggraf resume buena parte de lo
expuesto hasta el momento: «… donde hay un especial talento femenino debe haber
también un correspondiente talento masculino. ¿Cuál es la fuerza específica del
varón? Este tiene por naturaleza una mayor distancia respecto de la vida
concreta. Se encuentra siempre “fuera” del proceso de la gestación y del
nacimiento, y solo puede tener parte en ellos a través de su mujer.
Precisamente esa mayor distancia le puede facilitar una acción más serena para
proteger la vida, y asegurar su futuro. Puede conducirle a ser un verdadero
padre, no solo en la dimensión física, sino también en sentido espiritual; a
ser un amigo imperturbable, seguro y de confianza. Pero puede llevarle también,
por otro lado, a un cierto desinterés por las cosas concretas y cotidianas, lo
que, desgraciadamente, se ha favorecido, en épocas pasadas, por una educación
unilateral» (Burggraf, Jutta, «Varón y mujer: ¿Naturaleza o cultura?», en
Servicio de documentación Montalegre, núm. 919, p. 12).
Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, cit., núm. 87.
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