Renovación
humanista de la filosofía
El filósofo de la educación Giovanni Giraldi, ocupándose del pensamiento filosófico renacentista, ha escrito:
“El Renacimiento constituye una grande edad del arte. No así se puede decir por
lo que concierne el pensamiento filosófico”.
En opinión de Giraldi, un
pensamiento filosófico y científico “aparecerá cuando el Renacimiento ya está
declinando”. Pero, manifestando una cierta contradicción con lo expresado
anteriormente, a renglón seguido, admite que: “El Renacimiento ha roturado
mucho terreno especulativo; ha encarado todas las ramas del conocimiento
humano; ha osado lo inosable, ilusionándose de haber alcanzado la verdad
captándola en su esencia".
La descripción contradictoria
de la época renacentista, hecha por Giraldi, nos presenta las dificultades
implícitas en una definición unívoca del pensamiento filosófico del humanismo
renacentista, por la complejidad que caracteriza este ciclo de la cultura
europea occidental, reflejándose además en sus tendencias especulativas. Bien
lo aclara – entre otros – José Ferrater Mora; quien en su Diccionario de
Filosofía, a la voz “Renacimiento” escribe:
"Se suele llamar
Renacimiento a un período de la historia de Occidente caracterizado por varias
notas: resurrección de la Antigüedad clásica, crisis de creencias e ideas;
desarrollo de la individualidad o, en términos de Jakob Burckhardt,
descubrimiento del hombre como hombre; concepción del Estado como obra de arte;
descubrimiento de nuevos hechos y nuevas ideas, ampliación del horizonte
geográfico e histórico; fermentación de nuevas concepciones sobre el hombre y
el mundo; confianza en la posibilidad del conocimiento y dominio de la
Naturaleza; tendencias escépticas; exaltación mística; actitud crítica, etc.
Puede verse fácilmente que estas y otras notas que podrían agregarse son tan
diversas y en parte tan contradictorias entre sí que no permiten caracterizar
el período en cuestión con razonable vigor”.
Y más adelante, refiriéndose
a otros autores, agrega: “señalan que todas las notas indicadas, y otras
además, caracterizan el Renacimiento justamente porque este período se
distingue de otros por su carácter multiforme y conflictivo”. Siempre
en opinión de Ferrater Mora, “el humanismo renacentista no es, propiamente
hablando, una tendencia filosófica, ni siquiera un nuevo estilo filosófico”
porque “no hay un conjunto de ideas filosóficas comunes a autores como
Erasmo, Montaigne, Nicolas de Cusa, Marsilio Ficino, Pico della Mirandola,
Valla, Ramus y otros autores a quienes suele calificarse, justamente o no, de
humanistas”.
Dicho esto, el citado
Ferrater Mora admite – por otro lado – que sería incorrecto no reconocer a los
humanistas renacentistas un interés por la especulación filosófica, a lo menos
por la filosofía moral, que fue intensamente cultivada por ellos.
Si bien no se reconoce al
humanismo renacentista la calificación de “época filosófica” como lo fueron la
Antigüedad y la Edad Media, todavía fue parte significativa de una “atmósfera
filosófica” entre el final del siglo catorce y gran parte de los siglos quince
y dieciséis.
Tal “atmósfera filosófica”,
en el ámbito especulativo marcó sin duda una atmósfera renovadora que
George Uscatescu ha felizmente esbozado con estas palabras:
“Vivía el hombre europeo
en aquella época una situación muy parecida a la nuestra. Los límites de la Geografía y en parte los límites del conocimiento, estaban
rotos. Horizontes nuevos se abrían ante el Espíritu, con una euforia que los
hombres no habían conocido nunca. Ante estos nuevos amplios horizontes, se
levantaba una visión optimista, una confianza casi absoluta en el destino del
hombre, una seguridad inédita en todo tipo de solución de las situaciones
antinómicas heredades de la filosofía medieval. Un auténtico sentido de
plenitud se desprende por doquier, en los contactos del hombre con el
universo”.
Este sentido de
plenitud se manifiesta en dos tiempos. En el primero, los filósofos
renacentistas redescubren el microcosmo humano; esto es: el hombre en su dignidad de criatura de Dios, en su vocación histórica, en la libertad de su
destino. En el segundo tiempo, ellos redescubren el macrocosmo de la
Naturaleza, considerada como una totalidad viviente puesta al servicio del
hombre.
Las investigaciones
filológicas y literarias, los fermentos artísticos del primer tiempo abonaron
el cultivo cultural en cual florecieron originales síntesis filosóficas y se
renovaron los estudios especulativos, marcando un tránsito desde el
teocentrismo dominante en la Edad Media hacia el antropocentrismo creciente en
el Renacimiento y en Modernidad.
Renacen las escuelas
filosóficas de la época helenística, pero bajo una perspectiva distinta. Platón
y Aristóteles son reinterpretados respectivamente según Plotino y Averroés, en
oposición a un formalismo especulativo que había momificado la filosofía
aristotélica según la interpretación naturalista y materialista desarrollada en
el siglo II° d.C., por Alejandro de Afrodisia.
Los albores
de la época renacentista
La fecha de
inicio de la época renacentista permanece todavía una cuestión controvertida.
Según una
opinión algo original expresada a mitad del siglo veinte por el florentino
Piero Bargellini en su historia de la literatura italiana titulada Pian dei
Giullari ("Valle de los Juglares"), el Renacimiento amanece en
Italia cuando algunos hombres cultos - entre ellos el latinista Coluccio Salutati
- se reúnen con el monje Luigi Marsili, erudito, agustiniano, en el convento
florentino de Santo Espíritu para conversar sobre la antigua literatura
clásica; acontecimiento que ocurre al finalizar el siglo decimocuarto.
La originalidad
de Bargellini consiste en acabar, sin rodeos, con los debates cronológicos de
críticos literarios e historiadores sobre la fecha que marcaría el inicio de la
edad renacentista, fijando sus albores en una precisa condición de tiempo.
La Edad Media había clasificado las asignaturas
escolares en "artes liberales" y "artes divinas". Las
"artes liberales" a su vez se repartían en Trivio (gramática,
retórica, dialéctica) y Quadrivio (geometría, aritmética, astronomía, música,
denominadas también studia humanitatis). Tales asignaturas conformaban
la escuela laica a la que accedían todos aquellos que aspiraban al ejercicio de
una profesión intelectual (escribano, médico, matemático, músico, etc.) Pero
los clérigos y los hombres doctos perfeccionaban su formación intelectual
transitando desde las "artes liberales", otorgaban sus preferencias hacia
las "artes divinas": filosofía (contemplativa y teológica) además de
teología (dogmática, mística, polémica), porque en aquella época los clérigos, después
de haber aprendido las “Artes liberales” otorgaban sus preferencias a las
“artes divinas” (studia divinitatis).
En la celda
conventual del monje Luigi Marsili se moldeó entonces un movimiento cultural
que se detuvo de preferencia en las "artes liberales" y en el estudio
específico de los autores clásicos antiguos, latinos primero y griegos
después.
Este movimiento
cultural asumió la denominación de Humanismo porque otorgaba su
preferencia a las artes liberales (esto es: studia humanitatis).
Pero las tesis
del florentino Bargellini difiere notablemente de aquellos que - como el
historiador alemán Enrique Thorde en el siglo diecinueve - hicieron retroceder
el inicio de la era renacentista hasta la época de Francisco de Asís (esto es:
al siglo trece) mientras que otros lo colocaron entre los siglos catorce y
quince, sin dejar de lado una referencia al emperador Federico IIº de Suebia
(1215-1250) considerado un renacentista adelantado, como ocurre al historiador
suizo Jacob Burckhardt. En el debate ha incursionado también, como corresponde,
el noto escritor Giovanni Papini, fijando el amanecer de la época renacentista
en el año en el que Dante empezó a escribir su Commedia (1303/304), pero
repartiendo el Renacimiento en tres períodos.
El primero marca
el anuncio del Humanismo, abarcando desde el 1304 hasta la muerte del poeta
Francisco Petrarca (1347), seguida por la del Boccaccio (1375). El segundo coincide con la aurora de la época renacentista en la que
"surge y se robustece el nuevo arte plástico", y termina con la
muerte del poeta Agnolo Ambrogini, apodado El Poliziano (1494), "héroe -
según Papini - del más genial humanismo", y con aquella de Pico de la
Mirandola, exponenete famoso de la omnisciencia humanista. El tercer período -
que representa, a la vez, el mediodía y el ocaso del Renacimiento - va desde el
1494 hasta la muerte de Miguelángel Buonarroti acaecida en 1564.
Papini
calcula entonces un período inicial de setenta años: el primer período del
Renacimiento definido "germinador y resuscitador"; un período central
de ciento veinte años y que se presenta como el más importante porque en él
renacieron los hombres que sobresaldrán en el tercer período: Leonardo (1475),
Maquiavelo (1469), Ariosto (1474), Miguelángel (1475), León Xº (1475), Tiziano
(1477), Rafael (1483): es el período del Renacimiento "renovador y
creador”. Y finalmente Papini considera un período final de setenta años: el
del Renacimiento "triunfante y declinante", marcado por la entrada en
Florencia de Carlos VIIIº, rey de Francia (1494) y el final del Concilio de
Trento (1563).
Más allá de toda
cuestión cronológica acerca de su inicio, el Renacimiento se define como una
"estación del pensamiento"; y los límites de su espacio están
definidos tanto por las ideas que desarrolla en el ámbito artístico, literario,
político como por las repercusiones de esas ideas sobre el alma religiosa de su
tiempo.
Aunque haya sido
anunciado por literatos como Petrarca y Boccaccio, o por historiadores como
Giovanni Villani y Dino Compagni, es en el siglo catorce y quince que el
Renacimiento alcanza su plenitud, coincidiendo este período con los mayores
éxitos científicos y mercantilistas en Italia y en Europa.
Como comentará
después, en el siglo veinte, el historiador inglés Albert L. Fisher en su Historia
de Europa (publicada en 1935), era algo natural que el Renacimiento de las
artes y las letras europeas tuviese inicio en Italia; es decir, "en un
país en el que los mármoles antiguos todavía blanqueban entre álamos y
olivares, porque en él la tradición brotada de la época clásica nunca se
había interrumpido del todo".
En los demás
países de Europa - donde el humanismo surgió más tarde que en Italia - los
límites cronológicos de la edad renacentista son distintos ya que ese
movimiento renovador de las artes, la ciencia y la vida, se alarga, en algunos
casos, hasta el final del siglo diecisiete.
Después de haber
esbozado la cronología de sus albores, su culminación y su crepúsculo, cabe
preguntarse por qué aquel resurgir de los estudios humanísticos y las artes
clásicas - que empezó en el siglo trece para culminar en los siglos quince y
dieciséis - no tomó el nombre de resurgimiento, sino aquel de renacimiento
palabra italiana que también pasó en Francia: renaissance.
El resurgimiento
es algo distinto del renacimiento, y bien lo aclara Giovanni Papini con estas
palabras:
"Resurgir
non es propiamente renacer. Resurge quien ha caído, quien reconquista
la perdida santidad o la perdida potencia y riqueza, o también cualidades del
espíritu que parecían exhaustas (...). Se puede hablar de un Resurgimiento
literario y artístico en el siglo de César y de Augusto, porque la gran cultura
griega hacía tiempo que estaba en decadencia y pareció resurgir en Roma, al
final de la República, con una constelación de escritores, de Lucrecio a
Virgilio, de Cicerón a Livio, como desde hacía mucho tiempo la cultura
helenísta, aunque todavía viva, no era capaz de producir. Y se puede hablar de un
Resurgimiento cristiano a principios del siglo trece, con Gioacchino da Fiore,
San Francisco y Santo Domingo, porque el Cristianismo, en aquel tiempo, se
había vuelto árido, y en otra parte se había estropeado, pero no estaba muerto.
"Renacer
quiere decir, en cambio, resucitación, resurrección: presupone una agonía y un
entierro. Son auténticos renacimientos, por ello, tanto el Renacimiento como
el Romanticismo, porque, grosso modo, el Renacimiento fue la resurrección de
una cultura que en el siglo sexto había conocido su agonía, y el Romanticismo
fue en parte la resurrección de ciertos sentimientos que habían sufrido un
eclipse entre el siglo catorce y el siglo dieciséis, y que la doctrina
clasicista del mil setecientos y del mil ochocientos había creído enterrar para
siempre ".
Florencia:
La Atenas de Italia
Un gran fresco
guardado en el convento de Santa María Novella en Florencia, representa una
alegoría de la cultura medieval: una joven mujer, que simboliza la gramática -
entre las otras artes liberales - tiene en su mano izquierda un higo maduro por
medio del cual tienta a tres niños que están de pié, cerca de una puerta
estrecha; a la vez, la joven mujer amenaza a los niños mediante una vara que
esgrime en su mano derecha.
Esta alegoría
nos explica que la gramática - a pesar de ser dura y pesada - constituía en la
época medieval un pasaje forzoso para aquellos que querían atravesar la puerta
estrecha y preferían detenerse a los pies de la mujer joven, sin temor de su
vara, como Coluccio Salutati; quien había querido envejecer saboreando los
frutos de los studia humanitatis.
Canciller del
gobierno de Florencia, Coluccio Salutati se había ganado la admiración de todas
las cancillerías italianas y europeas, en razón de la elegancia de su latín
ciceroniano. A quien le preguntaba cómo había alcanzado un estilo literario
tan admirado por pontífices y príncipes, él contestaba: la lectura constante de
los antiguos escritores clásicos. Gian Galeazzo Sforza - señor de Milán - en
distintas ocasiones lamentará de haber sido más dañado por la eficacia de las
cartas de Salutati que por la acción de un ejército enemigo.
***
Después de la
ocupación de Constantinopla por parte de los turcos (1453), desde los
territorios del imperio de Oriente se trasladaron a Italia distintos literatos
y filósofos griegos.
En Florencia, un
griego octogenario, famoso por su larga barba cándida - de nombre Gheorgios
Gemisthos Plethón, llegado en Italia desde Constantinopla, en el séquito
imperial de Juan VIIº Paleólogo, en ocasión del Concilio religioso de Ferrara -
había despertado una incondicional admiración por la filosofía de Platón en
Cosimo de Medici; quien - entusiasta por los estudios humanísticos - facilitó
el renacer de la Academia Platónica en las colinas de Florencia.
En la florentina Academia Platónica se congregaron ilustres hombres de estudio: Marsilio Ficino,
Giovanni Pico de la Mirandola, Cristoforo Landini, Agnolo Ambrogini (El
"Poliziano") y Lorenzo de Medici.
El renacer de
los estudios humanísticos, la Academia Platónica, el revivir de las artes clásicas atraen a Florencia un esplendor estético e intelectual que, desde el principio
del siglo catorce hasta el inicio del siglo diecisiete, merece a la ciudad
toscana el título de Atenas de Italia.
El florentino
Dante, ya en su tiempo, indirectamente había establecido un nexo entre su
ciudad y la griega Atenas, cuando - en su Convivio (III, XIV, 15), hablando
de las Atenas celestiales - indicaba en el símbolo de la ciudad griega
(y en la diosa Pala Atenea, su protectora) el lugar ideal de la concordia
filosófica, opuesto a la Florencia sectaria y conflictiva de su época.
Atenas y
Florencia además habían tenido anteriormente peculiares aproximaciones en
estos acontecimientos: Gualtiero VI de Brienne - fracasado su intento de
recuperar en Atenas el ducado perdido por su padre en 1331 - se había vuelto el
tirano de Florencia (1342-1343). En 1385 el ducado de Atenas había sido
alcanzado por el florentino Raniero degli Acciaioli; la ciudad griega se había
quedado bajo dominio de esos florentinos hasta el año 1458.
En Florencia se
selló la unión entre el catolicismo romano y la iglesia ortodoxa griega en 1439
( unión destinada a durar, lamentablemente por muy poco tiempo). En la misma
ciudad dictó cátedra el ilustre ateniense Demetrio Calcondila (1472). La
escuela platónica, clausurada en Atenas el año 529 d. C., resurgió en Florencia
en 1459 por la obra apasionada del florentino Marsilio Ficino y del griego
Ghemistos Plethón.
Con mucha razón,
entonces, Agnolo Poliziano - en su prolusión a la Academia Platónica florentina - podía afirmar que la cultura griega, después de su ocaso a
las orillas del Iliso, había amanecido nuevamente a las orillas del Arno.
Giovanni Papini,
en el siglo veinte, justamente glosará al respeto: "El Renacimiento, en
Florencia, fue más griego que latín; fue resurrección de la gracia gentil, de
la exquisitez estética, de la agudeza intelectual, de la armoniosa simplicidad,
de todas las virtudes que hicieron la gloria de Atenas en su mejor tiempo".
Si Florencia es
apodada la "Atenas de Italia", también en otras ciudades de Italia la
cultura clásica reflorece entre los siglos catorce y dieciséis: en Nápoles, en
la corte de Alfonso de Aragón se reúnen los humanistas Lorenzo Valla, Giannozzo
Manetti, Antonio Beccadelli (el "Panormita"), Giovanni Pontano,
Jacopo Sannazzaro.
El humanismo
abre caminos nuevos a los estudios de filología, de arqueología, de epigrafía e
historiografía, que alcanzan especial atención en la Academia Romana, de tono erudito y paganizante, liderada por Guido Pomponio Leto y Bartolomeo
Sacchi.
Pero si el
humanismo enriquece la renovada cultura clásica con voces poéticas como
aquellas del Poliziano y de Lorenzo de Medici, en algunos casos arídece en
frías imitaciones del antiguo, reduciéndose a una especie de arqueología
literaria. Alguien llega a la exageración grotesca de condenar las obras de
Dante y Boccaccio que habían sido escritas en lengua vulgar y no en latín.
La mayoría de
los humanistas mantiene un equilibrio interior entre búsqueda literaria y
actitud moral, pero en algunos de ellos - los menores, además - la exageración
polémica todo arrastra, con daño profundo por la seriedad de la vida y la
moralidad de las costumbres. Lo que explica la actitud del Papa Pío IIº (alias
Enea Silvio, descendiente de la noble familia Piccolomini, originaria de
Pienza, lugar de la provincia de Siena).
De joven, Enea
Silvio Piccolomini había sido un humanista culto y algo licencioso, pero -
ordenado sacerdote a los cuarenta años de edad, después de haber renegado de su
vida anterior - en un decenio ascendió todos los grados de las dignidades
eclesiásticas hasta alcanzar el pontificado (1458-1464).
Asumido el
título pontificio de Pío IIº, Enea Piccolomini, desde la cátedra de San Pedro
condena en una Bula las actitudes que él mismo había compartido cuando
joven, amonestando a quien parecía asombrarse por sus palabras: "Dejad
a Enea y mirad a Pío; Enea fue el nombre pagano que me dieron cuando nací, pío
es el nombre que hemos elegido para el apostolado cristiano".
A las palabras
de Pío IIº siguen los hechos; el pontífice promueve una cruzada en contra de la
cultura paganizante, pero otorga su protección al humanista Flavio Biondo que
se dedica a destacados estudios sobre Roma e Italia.
En efecto Flavio
Biondo es autor de tres obras esenciales para la cultura italiana: del primer
tratado topográfico sobre Roma antigua y medieval: Roma instaurada; de
una feliz descripción de las instituciones públicas y privadas de los Romanos: Roma
triunphans; además de una acuciosa investigación acerca de la formación
histórica de Italia y de su aspecto geográfico, repartido por regiones:
Italia ilustrada.
Al humanista
Enea Silvio Piccolomini se debe un ensayo profuso de sabiduría, clásica y
cristiana a la vez: el Tractatus de Liberorum educatione, donde
se aboga por una sana educación de la mente y del cuerpo, sin castigos
corporales, que pueda preparar el educando a tareas de responsabilidad
públicas. Los jóvenes deben utilizar libros aptos por sus respectivas edades,
porque - amonesta el Papa - no todos los poemas y obras literarias pueden ser
lecturas útiles para los niños y los jóvenes, con la excepción de Cicerón,
considerado un autor del cual es provechoso meditar todo lo que ha escrito.
Apogeo y
ocaso del Renacimiento
El florecimiento
humanista despierta un intenso interés por la búsqueda de documentos de la
cultura clásica. Por toda Europa se desplazan investigadores de
"códigos" antiguos que - una vez encontrados - son transcriptos por
acuciosos amanuenses y después guardados en bibliotecas surgidas en palacios
señoriales y conventos.
Algunas de estas
bibliotecas se abren al público; entre ellas: la biblioteca del convento de San
Marcos en Florencia, dotada inicialmente de ochocientos libros recogidos en
toda Europa por Niccoló Niccoli y donados al convento bajo la condición de ser
puestos al alcance de todo el mundo; condición asegurada por la generosa
contribución de Cosimo de Medici.
El cardenal
Basilio Bessarión - humanista bizantino controvertido al catolicismo - traslada
en Italia desde Constantinopla seiscientos "códigos" preciosos para
sustraerlos de la destrucción por parte de los turcos. Estos códigos, donados
al gobierno de Venecia, constituyeron la dotación inicial de la célebre
biblioteca "Marciana".
Alfonso de
Aragón recogió en la biblioteca de Nápoles textos de gran valor artístico y
cultural, acuciosamente mimiados; e instituyó un cargo especial para oficiales
públicos encargados de guardar los libros. Estos oficiales fueron los primeros
bibliotecarios.
El
señor de la ciudad de Urbino, Federico de Montefeltro, estaba orgulloso de su
biblioteca, constituida - según el testimonio de Vespasiano da Bisticci,
destacado librero renacentista - de "lindos textos a pluma", porque el duque de Urbino se habría avergonzado de guardar en su biblioteca "textos a
imprenta". Es que los humanistas menospreciaban todavía los libros
impresos, productos del descubrimiento echo por el alemán Johannes Gutenberg;
quien en 1440 había introducido en Europa un proceso de impresión con caracteres móviles (proceso no del todo
desconocido, parece, por pueblos de antiguas civilizaciones como egipcios,
chinos, babilonios). Por consiguiente, los humanistas descuidaban los
“incunables” que después del perfeccionamiento del sistema Gutenberg por el
italiano Panfilo Castaldi – salían en elegante presentación desde las imprentas
de célebres artesanos tipógrafos, cuales Aldo Manuzio en Venecia y Bernardo
Cennini en Florencia.
El humanismo
renacentista marcó el nacimiento de aquel “imperialismo cultural” que, a lo
largo de dos siglos, desde Italia se extendió a toda Europa, otorgando a los
italianos la posibilidad de consolarse por la falta de un imperio político.
El ideal
renacentista se difundió luego por el mundo de los mercaderes, empresarios,
magistrados, caudillos militares, regidores políticos, es decir en el mundo de
los hombres libres, quienes celebraban su libertad en el florecer de las artes
y de la cultura humanista.
En Francia, la
cultura renacentista se manifiesta en los ideales educativos de Francisco
Rabelais y Pedro Ramus, en Alemania en los estudios de las disciplinas
humanistas de Rudolf Agrícula y Alexander Hegius.
En la Europa del
norte, la figura más eminente del humanismo renacentista es aquella de
Desiderio Erasmo de Rotterdam, sacerdote de profunda erudición; quien defiende
en el hombre la existencia del libre albedrío pero según un justo medio que,
asegurando la libertad, confirmara a la vez la religación del hombre a Dios.
En la cultura
renacentista, un lugar a parte ocupa la posición solitaria del cardenal Nicolas
de Cusa; quien introduce de manera original su misticismo especulativo en la
tradición del pensamiento platónico-agustiniano. Nicolas de Cusa en el ámbito
filológico y literario fue un humanista, pero no lo fue en el ámbito
filosófico porque se diferenció de las orientaciones especulativas
renacentistas, expresando un pensamiento calificado de “premoderno” y hasta
“moderno”.
El secreto de los humanistas –según el historiador A.L.Fisher – fue
su versatilidad que permitió de ir y regresar de la pintura a la escultura, de
la escultura a la arquitectura, de la poesía a la filosofía, de la filología a
las ciencias naturales.
Como ejemplos
clásicos de esta versatilidad, Fisher indica a Miguelangel, a Leonardo da
Vinci, a León Battista Alberti. Célebre el primero por sus estatuas y sus
frescos, pero también por su habilidad en edificar las fortificaciones que
protegían la Florencia de su tiempo. Leonardo es famoso no sólo por haber
pintado el retrato de Monna Lisa y el fresco de la Ultima Cena , sino por haber sido también arquitecto, ingeniero, científico,
literato. Leon Battista Alberti – primero atleta y jinete de su época - fue
también músico, pintó lienzos, edificó iglesias, describió en prosa elegante
los principios de la arquitectura.
Pero la sapiencia
de estos hombres geniales hundía sus raíces en el tipo humano que la escuela
medieval había desarrollado, esto es: el hombre integral que no aparta una
disciplina de la otra porque, consciente de la complementariedad de ellas,
todas las abarca ordenándolas en una escala de valores en la cumbre de la cual
las ciencias humanas son alumbradas por la ciencia divina. Y, por consiguiente
el científico, el literato, el filósofo, busca siempre la luz de la teología.
Si es verdad que
la era renacentista se detiene, de preferencia, en los estudios humanistas – y
hay entre los humanistas, aquellos que se quedan toda la vida en ellos – hay
también destacados humanistas que apuntan hacia un saber multiforme para
alcanzar el umbral de la sapientia divinitatis. Esto se hace evidente
en la dimensión cósmica de las pinturas de Leonardo; flota en la vocación
religiosa que embarga toda la producción artística de Miguelangel, aflora en la
tensión hacia el infinito que trasluce en la arquitectura de Leon Battista
Alberti y Filippo Brunelleschi.
La nueva basílica
de San Pedro en Roma parece resumir en sus líneas arquitectónicas el triunfo de
esta tensión cósmica.
A pesar de haber
centrado su atención en el hombre, en el Renacimiento una inspiración
trascendente permanece en los lienzos de los monjes pintores Filippo Lippi y
fray Bartolomeo: discípulos del beato Angélico, quienes demuestran cómo el arte
pueda servir a la religión sin dañarse a sí misma.
Por medio de la
exactitud científica de la perspectiva, el pintor Piero della Francesca expresa
un sueño sublime de poesía compartido con hombres de arte y ciencia como
Brunelleschi, Alberti, Domenico Veneziano y el gran matemático Paolo
Toscanelli.
Figuras, paisajes,
colores se transforman en sinfonía poética en las líneas y en los matices
cromáticos de los lienzos de Sandro Botticelli: el pintor que marca el
debilitamiento del “soberano dominio del hombre sobre la naturaleza”, mientras
que el ciclo del humanismo renacentista se acerca a su ocaso.
Como bien ha
comentado Papini, el Renacimiento fue armonía, conciliación, unidad. Fue
Platón al servicio de Cristo; fue la Roma cesárea que preparó la Roma de Pedro;
fue el Edén alcanzado por el Parnaso. Y su característica fue su aspiración a
una síntesis total. Con Pico della Mirandola y Marsilio Ficino buscó hermanar
el platonismo con el cristianismo; con el cardenal Bessarión intentó reunir
Oriente y Occidente; con Vittorino da Feltre apuntó a que la cultura del cuerpo
acompañara la educación del espíritu; con Erasmo intentó conciliar nuevamente
la razón con la fe. Los pintores renacentistas enlazaron el hombre a la
naturaleza y al espacio, los escultores buscaron conciliar la perfección
plástica de los griegos con el pathos cristiano, los arquitectos
restituyeron al palacio y a la ciudad un sentido antropocéntrico de la vida
social y familiar.
En el Renacimiento
“el hombre alcanza su plenitud y su gloria”, pero sin renegar de Dios o del
cristianismo, observa aún Papini, sellando sus consideraciones con estas
palabras que merecen toda nuestra aprobación.
“La alta Edad Media fue teocéntrica; la Edad Moderna es atea y egocéntrica: en medio de
una y la otra el Renacimiento ha conocido la felicidad creadora y la fecunda
perfección, porque es teándrico. Había una mutilación, y él ha reconstruido la
unidad: el premio fue el esplendor del genio".
Marsilio Ficino, el Platón Renacentista
La filosofía
teocéntrica de la Edad Media había puesto a Dios como propio punto de partida;
al revés, los pensadores renacentistas – operando una revolución
antropocéntrica – pusieron al hombre como punto central de su especulación
filosófica.
Entre los autores de tal
revolución se destacó, entre otros, la eminente figura de Marsilio Ficino
recordado como alter Plato (el otro Platón) por haber protagonizado en
Florencia el renacimiento del pensamiento platónico.
Nació en Figline Valdarno –
un centro provinciano de toscana – el 19 de octubre de 1433.
Acompañado por su padre
Diotifeci, médico, siendo todavía muy joven, en la primavera de 1459 visitó a
Cosimo de Medici, señor de Florencia; quien cultivaba el sueño de hacer revivir
en Toscana el pensamiento platónico por medio de una institución que retomara
la tradición de la antigua academia ateniense.
Intuyendo en Marsilio una
joven promesa en tal sentido, Cosimo de Medici lo convenció de abandonar la
carrera de medicina a la que era inscrito para dedicarse por completo a los
estudios humanísticos.
Por tal fin, en 1462, el
mismo Cosimo regala a Marsilio la villa Montevecchi de Careggi, en la periferia de Florencia, para facilitarle sus estudios.
Marsilio se dedicó a traducir
al latín el Corpus Hermeticum, los diálogos de Platón, las Enneadas
de Plotino, los escritos de Porfirio, Proclo y otros filósofos neoplatónicos.
Escribió comentarios a Platón y Plotino; entre 1469 y 1474 sistematizó su
propio pensamiento en dieciocho libros titulados Theologia Platonica, en
un tratado teológico (De Christiana Religione) y en otras obras menores (De
voluptate y De triplici vita).
El maestro de Marsilio,
Nicoló Tignosi, era un convencido admirador de Aristóteles pero el peripatismo
aristotélico, pronto apareció al joven alumno no scientia, si bien
malitia y por lo tanto dirigió pronto su interés cultural a los escritores
platónicos. Pero será el encuentro con el Platina, preceptor de los Gonzaga,
señores de Mántua, el hecho decisivo que lo convierte al platonismo.
La residencia de Ficino en
Careggi, se transforma paulatinamente en la famosa “Academia Platónica” en la
que se reúnen destacados humanistas: de Poliziano al Pulci, de Cristoforo
Landini a Pico della Mirandola, de Lorenzo de Medici al joven Miguelangel.
Muerto Cosimo de Medici
(1464), es su hijo Piero que asume la protección de Marsilio Ficino animándolo
a traducir el Corpus Hermeticum llegado recién del Oriente.
A los cuarenta años Marsilio
es ordenado sacerdote católico (1473) para complacer también a Lorenzo de
Medici; quien desde 1469 había asumido, con el hermano Giuliano, la potestad de
príncipe de Florencia.
La decisión de consagrarse al
sacerdocio es corroborada en el año siguiente, cuando, afectado por una
enfermedad grave, Marsilio – (. Ex pagano Christi miles factus. Es
decir: transformado de pagano en soldado de Cristo) – hace ofrenda a la Virgen María de dedicar toda su vida al ideal de una conciliación intelectual entre paganismo
y cristianismo, demostrando la intrínseca unida de filosofía y religión; Tarea
que él cumple después de 1474 escribiendo De christiana religione y, en
1482, Theologia platonica.
Entre la composición de estas
dos obras se sitúa un hecho sangriento que quita para siempre a Ficino su
anterior serenidad personal e intelectual. Se trata de la conjura por la que
dos familias opositoras (Los Pazzi y los Salviati) en 1479 intentaron asesinar
a Lorenzo y Giuliano de Medici, durante una ceremonia religiosa en la catedral
de Florencia, resultando mortalmente apuñalado Giuliano, mientras que Lorenzo,
objeto principal de la conjura, se salvó por milagro. El hecho que en el asesinato
resultaran involucrados dos curas – haciendo evidente la sospecha que la
conjura fuese inspirada desde Roma – dejó muy turbado a Marsilio Ficino porque
demostraba que un asunto mundano como la lucha por el poder podía prevalecer,
por sobre las sagradas exigencias de la fe, hasta en las más altas jerarquías
vaticanas.
Traduciendo el Corpus
Hermeticum, en el tratado de Hermes Trismegisto titulado Primado,
Marsilio encuentra un paso en el que se describe la creación de Anthropos
en términos análogos a los que en la Biblia es relatada la creación de Adán.
En el paso citado se lee: “El
Nous, padre de todas las cosas, quien es vida y luz, engendró a Anthropos
símil a Él y lo amó como hijo propio, porque era bellísimo reproduciendo en él
la imagen del padre. De hecho, en él Dios amó a su misma forma y le confió
toda la creación”.
Siempre en el Pimandro
se afirma que el “Logos de Dios es de la misma sustancia del padre”
utilizando el vocablo griego que el concilio cristiano de Nicea (325 d.C.) había
adoptado para proclamar en el símbolo apostólico del catolicismo romano – “El
Credo”– que: “Cristo, segunda persona de la Trinidad, es consustancial (homooúsion)
a Dios Padre y no símil (homooios)a Él”, como pretendían los partidarios
de Arrio.
Es de aquí – en el Amor del Nous
que es vida y luz y engendra a Anthropos – que brota el motivo esencial
del pensamiento de Marsilio Ficino: el hombre, criado por Dios en un acto de
amor, se erige en figura central del universo. Y es también aquí donde radica
el principio de la dignidad del hombre; principio desarrollado por Marsilio con
método rigurosamente filosófico.
La capacidad de conocerse a
sí mismo que el hombre posee (esto es: su autoconciencia) – sostiene
Marsilio – implica la posibilidad de conocer lo divino que habita en lo humano (Epist.
I pág. 659). Su autoconciencia racional permite al hombre de comprenderse
no sólo a sí mismo, sino de intuir a Dios. Así que la racionalidad del hombre
abarca todo de todo. Entonces el hombre se hace compendio del universo; lo que
lo estimula demás a experimentar en sí mismo todas las vidas (Theol. Plat.,
XIV, pág. 309-311).
Esta infinita experiencia
humana engendra el concepto de historia, entendido como evolución permanente
que trae consigo la libertad, como anhelo permanente del hombre; quien tiene en
su vida tres guías: la razón, la autoridad, la experiencia, y es en esta última
que se concentran las otras dos.
Sin embargo, es en la ciencia
divina de la filosofía que el hombre puede alcanzar su plenitud elevándose a la
esencia misma de la verdad que es Dios mismo, Logos del mundo, porque la
mente humana cuando alcanza la verdad logra, a su vez, la razón divina. De
aquí, Marsilio Ficino deduce que la religión es una necesidad natural para el
hombre. Quien por esa misma necesidad difiere de las otras criaturas del mundo
animal (Theol. Plat., XIV, pág. 230).
La importancia clave del
hombre, en la concepción filosófica de Ficino, no significa un desplazamiento
de Dios.
Dios se hizo hombre para que
de alguna vez y de algún modo el hombre pudiera hacerse Dios. Tal posibilidad
se manifiesta en la misma alma humana, definida por Marsilio como tertia
essentia porque representa el término medio entre lo terrenal y lo
ultraterrenal, entre lo material y lo espiritual, entre lo inmanente y lo
trascendente.
A la posición mediana del
alma en el cosmos, corresponde la posición mediana de la Belleza: término medio
entre la Bondad y la Justicia.
El universo –según Ficino –
se ordena en cinco niveles. Cuerpo, Alma, Angeles, Dios. En este universo
ficiniano, el alma ocupa la posición intermedia entre el nivel corpóreo, que
ella misma produce y el nivel divino al que constantemente el alma aspira. Por
esta misma posición central, el alma se hace "copula del mundo”: punto de
encuentro entre el Amor de Dios que baja hacia los hombres y el amor del hombre
que se eleva hacia Dios.
La Belleza, a su vez, se
expresa en el Amor absoluto mediante el cual Dios se manifiesta en el mundo y
el mundo se reconoce en Dios.
En toda la visión filosófica
de Marsilio Ficino circula de continuo la universalidad del Amor, cual
manifestación de lo divino en la realidad cósmica; lo que en opinión de algún
comentarista “confiere una fisionomía subjetivista a la religión, a la moral, a
la política, a la educación, a la estética”. Reproche, este, que nos parece
inmerecido, porque Ficino – como bien ha destacado José Ferrater Mora – intentó
lograr una construcción filosófica que permitiera alcanzar la pax fidei;
lo que, a su entender, “sólo era posible per la estrecha unión de las creencias
cristianas con la tradición intelectual griega, una vez depurada esta última de
todo elemento espurio”. Y eso significaba pasar por alto en la tradición
especulativa griega cuanto no representara una anticipación del cristianismo,
cuya esencia medular para Ficino non era de carácter dogmático. Tanto es así
que, como glosa a continuación Ferrater Mora: “Justamente uno de los rasgos
más constantes en el pensamiento filosófico-religioso de Ficino es el de
destacar la unidad de la religión a través de la variedad de los ritos. Por eso
la verdad se encuentra no solamente en la revelación en sentido estricto, tal
como está en las Sagradas Escrituras, sino también en la revelación de
carácter racional recibida por los antiguos filósofos y muy especialmente por
Platón y Plotino”.
La filosofía de Marsilio
Ficino tuvo repercusiones en el pensamiento filosófico posterior, como – ad
ejemplo – en el voluntarismo que marca la filosofía de Schopenhauer y en el
“intuicionismo” de Bergson, donde emerge una sorprendente analogía con el
concepto de Amor que en Ficino es voluntad capaz de suscitar toda realidad.
Igualmente el concepto ficiniano de “autoconciencia” encuentra un eco en el
“actualismo” filosófico de Giovanni Gentile, especialmente en la actividad creadora
del “acto puro” que se hace así mismo (autoctisi) y donde brota toda la
realidad en acción.
b
Giovanni
Pico della Mirandola: "De dignitate hominis"
Una figura
eminente se eleva sobre la vida del Renacimiento y nos conduce, como ha escrito
Giovanni Papini , "a entenderlo mejor".
Se trata de Giovanni
Pico de la Mirandola, conde de Concordia. Quien - destaca aún Papini - "sobrevive en la
fantasía de los hombres - no digo en la memoria de los historiadores de la
filosofía - como el símbolo de la erudición sin límites, de la sabiduría
universal y omnívora, del hambre y sed de todo conocimiento y verdad. El joven
prodigio, que a los veintitrés años en 1486 publicaba sus novecientas tesis y
desafiaba a discutirlas a los sabios de su tiempo, aparece a los ojos de los
posteriores como el Creso de la cultura, como el Alejandro Magno del
pensamiento".
Giovanni Pico -
perteneciente a la noble familia de los Mirandola, señores del condado de
Concordia - nació el 24 de febrero de 1463 y falleció, probablemente
envenenado, el 17 de noviembre de 1494 cuando había cumplido sólo treinta y un
años de vida, asistido espiritualmente por Fray Girolamo Savanarola, su gran
amigo.
Estudió derecho
canónico en la universidad de Bolonia, letras en Ferrara bajo el magisterio de
Giambattista Guarino (1477-78), filosofía en Padua con el averroista Nicoletto
Vernia (1480-82). Sucesivamente viaja a Pavía para continuar sus estudios de
filosofía y aprender el griego antiguo. En 1484 se traslada en Florencia donde
se integra a la Academia Platónica y traba una fuerte amistad con Marsilio
Ficino, Agnolo Poliziano, Lorenzo de Medici (El Magnífico).
En 1485 viaja a
París donde se relaciona con Carlos VIII y Roberto Gaguin. De vuelta a Italia
en 1486 estudia idiomas orientales bajo la dirección del averroista judío Elia
del Medigo y compone sus célebres novecientas tesis filosóficas y teológicas
que empiezan a difundirse en Roma y a extenderse como mancha de aceite en todas
las universidades italianas.
La disputa sobre
las tesis de Pico della Mirandola es vetada por una comisión pontificia que
delibera además su censura.
El 31 de mayo de 1487, Giovanni Pico publica su Apología del Cristianismo en la que
acusa a sus jueces de mala voluntad hacia a él, provocando a su vez una Bula
del Papa Innocenzo VIII (4 de agosto de 1487) donde - con la condena de sólo trece "conclusiones" escritas - el Pontífice reconoce en todas las
otras la existencia de "verdaderos principios católicos".
Perseguido por la Curia Romana, mientras viajaba hacia Paris el año siguiente, es detenido y encarcelado en el castillo de Vincennes hasta que el rey de Francia, el nuncio apostólico y el embajador de
Milán acuerden su libertad. Este mismo año (1488), invitado por Lorenzo El
Magnífico se instala en Florencia donde permanece hasta su muerte.
Habiendo escuchado
un debate de Fray Girolamo Savanarola en Reggio Emilia, Giovanni Pico lo
recomienda como predicador a Lorenzo de Medici que trae el ya célebre dominico
ferrarés al convento florentino de San Marcos.
La inicial
admiración del joven conde de Concordia para Savanarola se trasforma luego en
una fiel amistad y colaboración que no será renegada, ni siquiera en los
tiempos de polémicas y persecuciones en contra del combativo predicador.
Marsilio Ficino - en cambio - llegará a calificar de "demoníaco" al
monje dominico, publicando vergonzosos "libelos" en contra de él
hasta después de su muerte.
La fidelidad y la
devoción personal hacia el "gran monje de Ferrara" suscitaron en Giovanni
Pico el proyecto de volcar toda su actividad en pro de la religión cristiana
para lograr en el ámbito intelectual y metafísico una constructiva Reformatio
de la Iglesia católica, resumida en la formula: Veritatem philosophia
quaerit; Tehologiam invenit; Religio possidet. Reforma que también Girolamo
Savanarola proponía en plan espiritual y religioso proclamando:“El fuego de
Elia tiene que encenderse en todas las religiones de la tierra".
***
El pensamiento de
Giovanni Pico de la Mirandola es considerado "ecléctico" según el
sentido auténtico del vocablo griego eklektikós ("apto para
elegir"). El mismo Pico della Mirandola ratifica su vocación de
intelectual "apto para elegir" escribiendo en su célebre Oratio de
hominis dignitate que: "Es señal de estrechez de espíritu,
encerrarse en un Pórtico o en una Academia". Por consiguiente, él
abarcó distintos sectores del pensamiento, animado por el propósito de
demostrar la esencial unidad de la filosofía platónica y aristotélica, así como
la consonancia entre los fundamentos de la filosofía griega con la teología
cristiana.
Esta esencial
unidad, Pico la encuentra en Plotino cuando entiende que el sistema filosófico
plotiniano es platónico y aristotélico a la vez. En efecto - como agudamente aclara el pensador italiano Silvano Panunzio - Pico della Mirandola supo comprender
que la filosofía de Plotino "es platónica en su línea directriz y en su
inspiración, pero es aristotélica en su método científico y en su forma
didáctica".
Los platónicos
alejandrinos y los neoplatónicos árabes, como el aristotélico Alberto Magno -
todos estudiados a fondo por Pico - habían comprendido a su vez que, a pesar de
los intentos para diferenciarse de su maestro, Aristóteles regresa a Platón
cuando sostiene la trascendencia del "Intelecto Agente". Con justa razón,
entonces, el italiano Panunzio antes citado, observa que "Giovanni
Pico, con el mismo genio de Savanarola y de Dante, conecta la inspiración
joanéa-joaquemita con las intuiciones platónicas en la armadura de la ciencia
sagrada aristotélica-tomista".
Pero la osadía
intelectual de Pico de la Mirandola va más allá de una simple conciliación
entre los dos pilares del pensamiento occidental, Platón y Aristóteles (el
Obelisco y la Pirámide, como los denominó Goethe). En realidad, en Giovanni
Pico se funden ideas platónicas, neoplatónicas y aristotélicas; tendencias
místicas cristiana se unen con elementos herméticos y hasta cabalísticos de
los Arcana Iudeorum, asumidos por el conde de la Concordia con el
vocablo receptio para destacar que el Mosaismo confluyendo en el gran
cauce del magisterio mediterráneo, facilita el tránsito desde el Judaismo hasta
el Cristianismo, por medio del Helenismo
El principio
básico del pensamiento de Pico della Mirandola es este: el hombre criado por
Dios, es la suprema realidad de la naturaleza. El microcosmo humano reproduce, en el ámbito material, orgánico y celestial, la armonía del macrocosmo. El miraculum
magnum de la creación consiste en la libertad que Dios creador ha
otorgado al hombre: última criatura del mundo invisible, ultraterrestre de los
Espíritus-Angeles; primera criatura del mundo animal y terrestre. En cuanto
anillo entre la totalidad del cosmo y la unidad de Dios, el hombre posee el
privilegio de "elegir"según su voluntad. Por lo tanto, él puede
degradarse, bajando en los niveles inferiores del mundo animal; o regenerarse
elevándose a los niveles espirituales del mundo divino.
Por eso - nos
explica Pico - Dios hizo al hombre ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni
inmortal; más bien lo dejó libre, artífice soberano de su destino.
Pero, para
"elegir" el hombre necesita "conocer". De aquí, entonces,
la exigencia para el hombre de conciliar el pensamiento racional con la
intuición trascendente para alcanzar todos los niveles de conocimiento hasta
identificarse con la plenitud de la sabiduría pura y absoluta. Y alcanzar el
"conocimiento puro" significa alcanzar el "puro amor",
porque Conocer es Amar
La libertad
fundamental absoluta permite al hombre de elevarse hasta Dios e identificarse
con Él. En esto consiste además la unidad del espíritu humano, donde el amor se
manifiesta cual armonía y belleza. Sólo al hombre es permitido alcanzar la gran Apokatástasis: la "restauración de todo". No fue por azar,
entonces, sino por un plan providencial divino que el Verbum Dei, el Logos
eterno, se haya encarnado en un hombre para "habitar entre nosotros".
Este potente
mensaje de Giovanni Pico de la Mirandola constituye el triunfo del
"renacimiento interior", del Renacimiento espiritual cristiano, por
sobre del "renacimiento exterior", naturalista y paganizante;
anticipa además la vigorosa reafirmación de la libertad responsable del hombre,
renacido en espíritu y verdad por sobre del error luterano de la servidumbre y
de la impotencia humana.
En el sugestivo
magisterio del joven conde de la Concordia triunfa la belleza y la claridad
del Cristianismo teándrico; esto es: la revelación del Hombre-Dios celebrada
por Dante en último canto de su Divina Comedia
El De hominis
dignitate de Giovanni Pico de la Mirandola sella con broce de oro el
pensamiento filosófico del Renacimiento rescatando, para todos los tiempos, los
verdaderos "abandonados" derechos del ser humano: Criatura divina en
el divino Universo.
Niccoló
Maquiavelo, el Galileo de la política
En la Italia de
los siglos XV e XVI, fraccionada en distintos Estados a menudo en competencia
entre ellos, se vive una profunda contradicción existencial. Con la excepción
de Venecia - gobernada por un peculiar régimen aristocrático que logra asegurar
la estabilidad política con el progreso comercial y económico - en las otras
regiones de Italia, una situación política precaria y frecuentemente crítica,
se contrapone al fervor artístico y cultural despertado por el Renacimiento.
Gian Galeazzo
Sforza, príncipe del potente ducado de Milán, es asesinado el año 1476. Al recibir esta noticia, se dice que el Pontífice Sisto IV (alias
cardenal Francisco de La Rovere), habría pronunciado estas palabras proféticas:
"¡La paz en Italia ha terminado!".
En realidad las
discordias entre los Estados italianos desde tiempo provocaban acuerdos,
rupturas y alianzas que se hacían y deshacían según el ritmo turbulento de las
olas marinas.
Muy pocos eran los
príncipes italianos que gozaban de un poder relativamente estable en sus Estados.
Faltaba un rey capaz de unir las distintas entidades políticas, como en España,
Francia e Inglaterra. La única realidad estable de Italia, en aquella época,
parecía ser su debilidad política.
En la noche entre
el 10 y el 11 de agosto de 1492 - mientras que Cristóbal Colón, superadas las
columnas de Hércules, navegaba hacia un continente desconocido - el cardenal
español Rodrigo Borgia ascendía al trono pontifical con el nombre de Papa
Alejandro VI, marcando para Italia su prima gran desdicha, después de la
ocupación del puerto de Taranto por parte de las huestes turcas de Mahoma II,
acaecida el 11 de agosto de 1480.
La elección del
cardenal Borgia al pontificado había sido favorecida por preocupaciones más
políticas que religiosas. El colegio cardenalicio había considerado más útil a
la Iglesia, en aquel momento, las habilidades diplomáticas del cardenal
español que una trayectoria religiosa intachable.
Lamentablemente el
humanismo paganizante había penetrado en la Curia Romana a tal punto que Gregorovius comentará al respeto: "Todos se sentían
invadidos por elementos demoníacos"
La elección al
pontificado del cardenal español, aunque fuera la de un eclesiástico disoluto,
indigno de la dignidad pontificia, expresa entonces la sociedad de su tiempo.
Alcanzado el solio
pontificio, Alejandro VI, demostró de querer trabajar más que por la Iglesia
católica por el provecho de su familia, otorgando al hijo predilecto César,
eclesiástico y militar, amplias facultades para reducir a disciplina los
hacendados renuentes del Estado Pontificio.
Hábil,
inteligente, inescrupuloso, César Borgia - duque de Valentinois y de Romaña -
resume en su personalidad la figura del aventurero que posee las virtudes y
los vicios de un príncipe ajeno a toda moral, cuyo único fin es alcanzar el poder político y conservarlo a toda costa.
Es notorio que
Niccoló Maquiavelo, al escribir su célebre tratado El Príncipe, tomará a
la figura de César Borgia como modelo del hombre de gobierno que no vacila en
asumir las culpas y los delitos de los seres humanos; y para aumentar el
bienestar de sus súbditos, está dispuesto "a recurrir sin miedo los
senderos del mal".
La Roma de
Alejandro VI presentaba un espectáculo de tanta corrupción que los verdaderos
católicos se sentían disgustados y ofendidos, a la vez.
Entonces se
levantó la voz vehemente y amonestadora de Fray Girolamo Savanarola para
expresar la indignación de los cristianos.
"El
escándalo - denunciaba el célebre predicador dominico- empieza en
Roma para difundirse en todo el clero; son peores que los Turcos y los Moros.
En Roma todos obtienen beneficios por medio de la simonía. Compran los empleos más altos, para asignarlos a sus hijos o hermanos. Su avidez es
insaciable y no hacen cosas sino por amor del oro. Para tocar las campanas,
exigen recibir moneda; participan a los vésperos sólo si se les asegura algún
beneficio económico. Un cura o un canónigo que conduzca una vida normal es
considerado tonto o hipócrita a tal punto que se dice: ¿Quieres arruinar a tu
hijo? ¡Haz de él un cura!".
Las severas
acusaciones de Fray Girolamo, tenían asidero; y si el fogoso dominico no
hubiese cedido a la tentación de meterse en política, encabezando en Florencia
el partido de los "Piagnoni" (esto es, los "Llorones") su
anhelo reformador habría tenido algún resultado positivo.
Desde el pérgamo
de la iglesia del convento florentino de San Marcos, decía además cosas justas
y sabias: exhortaba a la caridad y a la fraternidad, como premisa a la unión
política de los italianos; los convocaba a reformar las leyes y a abandonar
el régimen político de uno solo (el Señor o el Príncipe), sin caer en la
exageración demagógica del gobierno de todos. Él propugnaba un gobierno de los
mejores, como aquel de la República de Venecia que desde siglos había
consolidado su sistema aristocrático.
La predicación del
monje dominico molestaba tanto el Papa como a la familia de los Medici,
liderada - después de la muerte de Lorenzo el Magnifico (9 de abril de 1492) - por el débil e incapaz Piero. Entonces Alejandro y Piero de Medici estipularon
una alianza en contra de Savanarola. Así, cuando Carlos VIII, rey de Francia
invadía el territorio italiano - y el predicador dominico amenazaba los
castigos divinos sobre la Italia corrupta (y especialmente sobre Roma y
Florencia) - el Papa prohibió a Savanarola de predicar. Pero Fray Girolamo no
acató la disposición, siendo excomulgado por el Pontífice
Aprovechando de la
presencia del rey galo en Italia, Fray Girolamo había abogado per la
restauración en Florencia de un régimen republicano - después de la expulsión
de los Medici (1494) - proclamando a Cristo Rey, "Señor de la
Ciudad".
Restaurado en
parte el poder de los Medici (1498) con el prevalecer en la República
florentina del partido de los "Arrabbiati" (es decir, "Los
Rabiosos") por sobre de sus seguidores (“I Piagnoni”: los llorones) Girolamo
Savanarola es detenido, torturado y condenado a muerte. El 23 de mayo de 1498, es colgado - junto a dos cofrades - en la plaza de la Señoría; su cuerpo es
quemando en la hoguera y sus cenizas esparcidas en el río Arno
Las llamas de la
hoguera, encendida en la Atenas de Italia con los despojos del desafortunado
dominico, quemaron también la serenidad renacentista de distintos artistas y
pensadores; como en el caso de Miguelangel: envolviendo su potente inquietud
artística en un velo de tristeza; o en aquel de Fray Bartolomeo della Porta,
que después de aquel trágico mes de mayo, rehusó de pintar por algunos años; o
como en Sandro Botticelli, cuyos ideales estéticos, desde entonces, se
volvieron más severos y algo melancólicos.
Esta era la Italia
convulsionada de los tiempos de Niccoló Maquiavelo; quien - expresando su
opinión sobre Savanarola - había escrito: "De un tal hombre, hay que
hablar con respeto".
Maquiavelo,
en la luz de la historia
La figura de
Niccoló Maquiavelo emerge a luz de la historia el año 1498, cuando - en una
carta fechada 9 de marzo - escribe un comentario sobre la predicación de
Girolamo Savanarola demostrando, ya a los veintiocho años, su madurez mental
y su capacidad de observador político. En el mes de junio entra en la
administración pública de la República de Florencia, guiada por Pier Soderini,
asumiendo las funciones de segundo canciller encargado tanto de asuntos
administrativos y militares como de misiones diplomáticas.
Niccoló había
nacido el 3 de mayo de 1469 en una familia de la burguesía acomodada de
Florencia, cuyos antepasados remontaban a un linaje de parte guelfa. Hasta los
veintinueve años había conducido una vida bastante obscura y algo aburrida.
Durante los
catorce años de su vida pública, cumplió distintas misiones diplomáticas,
siendo por dos veces embajador de Florencia en Roma y representando la
República de Florencia por tres veces en la Corte de Francia.
En Roma conoció a
César Borgia; quien será el modelo de gobernante después descrito en su obra,
universalmente conocida como El Príncipe (y que será publicada en 1532,
cinco años después de la muerte de su autor).
En 1506, por
consejo de Maquiavelo, la República florentina instituye una magistratura
para reformar al ejercito ciudadano, denominada "Los Nueve de la
Ordenanza y Milicia florentina"(algo así, como un "Ministerio de
Defensa" de entonces), encomendando su cancillería principal al mismo
Maquiavelo en calidad de secretario.
En 1512, caída la
República y habiendo recuperado por completo su poder, los Medici - regresando
a Florencia - despojaron a Maquiavelo de todas sus funciones y dignidades
públicas y lo desterraron de la ciudad por doce meses. Un año después,
sospechado de estar involucrado en la conjura de Pietro Paolo Boscoli, Niccoló
Maquiavelo es encarcelado y torturado (aunque en forma liviana). Luego
excarcelado en consecuencia de la amnistía del Papa Léon X (alias Giovanni de
Medici), se retira en su casa denominada "Albergaccio", en
el poblado de San Casciano, cercano a Florencia. Aquí, como él mismo atestigua
en una carta a su gran amigo Francesco Vettori, de día participa en la vida de
los aldeanos y concurre a la taberna del lugar confundiéndose con la gente
común. Pero al atardecer regresa a su casa donde, vestido con ropas nobles,
medita sobre las obras de los clásicos latinos (César, Cicerón, Ovidio, Tito
Livio), lee a Dante y Petrarca, compone sus obras literarias y escribe sus
reflexiones políticas..
En el
"Albergaccio" inicia a redactar El Príncipe, desahogando así
su vocación política, como confiesa en la carta del 9 de abril de 1513 a su amigo Vettori: "La fortuna ha dispuesto que yo, no siendo apto para razonar
sobre el arte de la seda o de la lana, ni sobre ganancias o perdidas, sea
habilitado para razonar acerca de los asuntos del Estado; por lo que es
conveniente que haga voto de callar, o que hable sobre estos asuntos".
En la misma carta
confiesa: "Amo a mi patria más que a mi alma; y os digo esto por la
experiencia que me sugieren los últimos sesenta años, porque ningún tiempo
habría podido ser más atormentado que estos años difíciles donde, necesitando
la paz, no se puede evitar la guerra".
A sus cuarenta y
cuatro años de edad - catorce de ellos transcurridos en una ajetreada actividad
pública - Maquiavelo franquea el peligro del aburrimiento adormecedor al que
las circunstancias lo han llevado, entregándose en cuerpo y alma a una intensa
búsqueda histórica y literaria.
Es el período más
fructuoso de su vida, porque compone las obras que le asegurarán una fama
imperecedera ante la posteridad. Después de El Príncipe - dedicado al duque de Urbino, Lorenzo de Medici, hijo de Piero y nieto de Lorenzo El Magnífico
- escribe el ensayo Sobre el arte de la guerra (1521), la comedia
teatral La Mandrágora (1524), compone Historias Florentinas (1525)
y el Discurso sobre la prima década de Tito Livio (comentario a la célebre Historia de Roma del mismo autor latino y que será publicado póstumo en
1521, un año antes de la primera edición de El Príncipe).
Maquiavelo fue un
intelectual polifacético (o "multimedial" come se diría hoy en día):
historiador agudo, ensayista perspicaz, comediógrafo divertido y hasta poeta
sarcástico como demostró en el Asno, un poema menor donde
ridiculiza aquellos que lo habían obligado a retirarse de la vida política
activa.
Regresando enfermo
desde una misión que le había encargado el almirante genovés Doria, a los
cincuenta y ocho años falleció en Florencia, asistido por Fray Matteo, quien
recogió su confesión in extremis, el 21 de junio de 1527. Está sepultado en la iglesia florentina de Santa Cruz.
Recluido en la quietud
forzosa del "Albergaccio" durante el último período de su vida,
Maquiavelo busca en la historia antigua elementos de comparación e juicios para
entender y evaluar el comportamiento humano en relación con los
acontecimientos de su tiempo. Investiga los eventos históricos para captar en
ellos su realidad objetiva (esto es, las cosas "como son" y no como
"deberían ser"). Especialmente en los Discursos sobre la década de
Tito Livio - obra concebida como un tratado interpretativo de la antigua República romana - él se preocupa de comprender el "porqué" en todos los
tiempos la sociedad humana se ha organizado en distintas formas de Estado;
deduciendo de esta investigación que los organismos políticos surgen, viven y
mueren según una dinámica existencial símil a la de los organismos naturales.
De aquí, su convencimiento que la historia es una secuencia de actos y hechos
supeditados a la debilidad y a la corruptela de la naturaleza humana. Por
consiguiente, cualquiera que sean sus protagonistas, en la historia los mismos
errores humanos se repiten siempre.
El obstetra
de la ciencia política moderna
El abad Vincenzo Gioberti - filósofo italiano del
siglo diecinueve - afirmó que Niccoló Maquiavelo había sido en su tiempo el
"Galileo de la política" porque su obra marcó para la política una
revolución análoga a aquella que Galileo había provocado en la astronomía. En efecto Maquiavelo ha sido el obstetra de una nueva concepción de la política
concebida como ciencia derivada de la observación directa de la realidad
efectiva y no por las utopías engendradas por los deseos y la veleidad humana.
Él percibió de
inmediato que el universo político de la Edad Media se había ido agotando desde tiempo, en paralelo con el desmoronamiento del carácter sagrado del poder y el
consiguiente anhelo por el sentido ético del arte del buen gobierno.
El espectáculo de
una Italia fraccionada en Estados pequeños, regidos por una clase política
acostumbrada a riñas internas y a componendas externas, induce en Maquiavelo un
pesimismo de fondo que lo estimula a buscar caminos políticos nuevos, partiendo
de la experiencia histórica. Sus reflexiones históricas lo van persuadiendo de
que la naturaleza humana resta la misma a través del tiempo, porque el ser
humano aspira o al poder, o a la seguridad y al orden. Por consiguiente, él
clasifica la humanidad en dos categorías: la de aquellos que aspiran al poder y
son capaces de alcanzarlo y conservarlo; y la de quienes buscan sólo el orden y
la seguridad: Los primeros son los "príncipes" y los segundos los
" súbditos".
Convencido además
que si no es fácil para un pueblo alcanzar su libertad, más difícil aún es
conservarla, el secretario florentino aboga para un nuevo modelo de Estado
gobernado por un "príncipe" capaz de alcanzar el poder y decidido a
mantenerlo; dispuesto por lo tanto a colocarse "más allá del bien y del
mal"; listo entonces a superar o a ignorar hasta el sentido moral, porque
su virtud consiste en gobernar al Estado garantizando su libertad e independencia;
su deber es mantener el poder para el bien de sus súbditos en contra de todas
enemigos; su habilidad es enfrentarse con astucias a las circunstancias
adversas que hallan fuera de su voluntad.
Se trata de una
concepción revolucionaria del poder que marca en nacimiento de la ciencia
política moderna, asentada sobre el principio que la "sociedad civil"
como el "bien común" coinciden en la existencia del Estado. Por
consiguiente el "Príncipe" (es decir, el estadista moderno), para garantizar
el bien común a su pueblo bebe estar dispuesto a sacrificar a esta tarea hasta
su alma.
Maquiavelo concibe
entonces la política como una "necesidad" que impone al gobernante la
obligación de asumir la responsabilidad de acciones hasta inmorales si
garantizan un éxito favorable al Estado que, para el florentino, siempre
coincide con el bien común.
La política tiene
leyes que tal vez no coinciden con la moral: ser bueno según el sentido ético
del vocablo puede llevar a la ruina di un príncipe y del Estado que él gobierna
por el bien de todos.
El
"príncipe" de Maquiavelo no es, pues, el personaje tenebroso que
muchos piensan, sino el gobernante que la época renacentista reconoció en
Lorenzo el Magnifico o en Guido de Montefeltro y que el secretario florentino
describe así: "El príncipe también se mostrará amante de la virtud y
honrará a los que se distingan en las artes. Asimismo, dará seguridades a los
ciudadanos para que puedan dedicarse tranquilamente a sus profesiones, al
comercio, a la agricultura y a cualquier otra actividad; y que unos no se
abstengan de embellecer sus posesiones por temor a que se las quiten, y otros
de abrir una tienda por miedo a los impuestos. Lejos de esto, instituirá
premios para recompensar a quienes traten, por cualquier medio, de engrandecer
a la ciudad o el Estado".
El
"príncipe" al que se refiere "no es de manera alguna el
tirano moderno, ni el déspota antiguo al que apela Maquiavelo, sino el
hombre del destino cuyo poder coactivo será adicional y su ejercicio temporáneo"
como bien destaca el argentino Vicente Gonzalo Massot en un perfil del célebre
secretario florentino.
"La
coacción que exige Maquiavelo como necesaria - comenta aún Massot - no
acaba, ni supone el despotismo, pero, sí, en cambio, la razón de Estado;
expresión que como bien señala Friedrich Meinecke, ni fue acuñada por el
florentino, ni figura en sus escritos de carácter político".
A su vez, Manuel García Pelayo ha glosado al respeto: "La idea de la razón de Estado
significa el descubrimiento de un logos proprio de la política y de su
configuración histórica por excelencia, es decir, del Estado…Este mundo ahora
descubierto, no gira entorno a Dios, ni a lo bello, ni a lo feo, y tanto la
teología como la ética son irrelevantes para comprenderlo; gira entorno a un
eje que da unidad, orden y sentido político a las cosas, y este eje, este
principio inteligible, esta causa finalis, si se quiere, es el poder".
Niccoló Maquiavelo
en su obra no hace la apología del dispotismo, ni de la violencia
indiscriminada, como superficialmente han acreditado ciertos lugares comunes
entorno al pensamiento político del florentino; quien, si hubiese sido un
"vulgar inmoral" no se habría preocupado de distinguir entre las
"argucias del zorro" y la "fortaleza del león", condiciones
acreditadas por igual a su "Príncipe-modelo"; Ni habría destacado
además la necesidad para el gobernante de actuar respetando en primer lugar a
las leyes, accediendo al recurso de la fuerza sólo para evitarse el triste
destino de los profetas desarmados.
Giuseppe
Prezzolini, acucioso glosador italiano de Maquiavelo, observa que al secretario
florentino le ha ocurrido lo mismo que sucede a muchos de los intelectuales que
descubren nuevos senderos en la selva de la cultura: haber sido tergiversado y
odiado.
"De tal
tergiversación - anota Prezzolini - en alguna medida es él el responsable porque, a pesar de ser un escritor lúcido, es autor de ciertas
imprecisiones semánticas, por usar la misma palabra con distintos sentidos.
Además - precisa aún el glosador italiano - sus escritos generalmente
son obras ocasionales que deberían ser interpretadas en un marco circunstancial":
Siempre según
Prezzolini, el libro El Príncipe es una de estas obras circunstanciales
motivadas por las condiciones generales que los nuevos gobernantes, emergidos
de la oscuridad de la historia, tuvieron que enfrentar en el momento de
hacerse cargo de las tareas de gobierno; fenómeno este muy frecuente en la
Italia del Renacimiento y que siempre llamó la atención de un patriota sensible
al destino de su País como fue Maquiavelo; quien se atrevió a denunciar, sin
atajos, los vicios nacionales de Italia con la intención de estimular sus
compatriotas a enmendarse. Por eso mismo, escribiendo a su amigo Francisco
Vettori (carta del 26 de agosto de 1514) - resume los vicios italianos en una
frase despiadada y concisa: "Nosotros de Italia, pobres, ambiciosos y
serviles".
Es por amor de
Italia - su patria desmoronada por la corrupción e invadida por ejércitos
extranjeros que la ocupan sin combatir - que Maquiavelo, para buscar una
solución viable a su País, estudia el problema bajo una perspectiva general.
Entonces, en el Maquiavelo italiano aflora un Maquiavelo universal que no
analiza los hechos sólo según su sucesión cronológica, sino que los enumera en
el juego más amplio de las pasiones humanas. Con este criterio, acusó a la
Iglesia católica de haber provocado las divisiones de Italia, utilizando su
poder temporal para impedir la unidad italiana, mientras que Francia, España e
Inglaterra lograban la propia.
Realismo
maquiavélico versus catarsis metapolítica
El pensamiento
político de Maquiavelo desató encendidas polémicas, sobretodo en ámbito
cristiano. Sus obras fueron condenadas y prohibidas por la Iglesia romana, sin
embargo su fama aumentó con el tiempo, especialmente en el siglo diecinueve, en
coincidencia con la constitución de los modernos estados democráticos,
separación entre poder civil y potestad religiosa, la formación de ejércitos
reclutados entre todos los ciudadanos (reformas propuestas con vigor por
Maquiavelo).
Al fin y al cabo,
la mayor culpa de Maquiavelo fue también su virtud, la de haber pintado en las
páginas de sus obras, tanto políticas que literarias - como recordaba en su
tiempo Papini - "todos aquellos que quieren subir, enriquecerse,
dominar, es decir a la quinta parte de la humanidad". Su culpa fue su
franqueza y valentía que tiene un valor moral - reconoce aún Papini - "bien
superior al que se encuentra en los librillos de ética para las escuelas y en
los sermones untuosos de los filósofos. La verdad es siempre libertadora y era
preciso un toscano del siglo XVI, agudo y sin prejuicios, para decirla clara y
desnuda…Que aspiraba a una especie de ciudad perfecta, habitada por un pueblo
libre y virtuoso, sin amos ni tiranos, sin sectas ni batallas, se ve en muchos
pasos de sus obras; pero ¿es preciso acusarle, porque tuvo el buen sentido de
comprender que la República de Platón estaba más bien lejana y que César Borgia
se hallaba cerca?".
Hasta el día de
hoy, en los diccionarios, del vocablo "maquiavélico" se da la
siguiente explicación: "actitud inspirada a principios que exaltan la
astucia y la ausencia de honradez en las relaciones políticas y sociales";
y el "maquiavelismo" es definido "solapado o despiadado
utilitarismo".
Cabe, entonces, la
pregunta: "¿Niccoló Maquiavelo es un diabólico, anticristiano?".
Pregunta a la cual Giuseppe Prezzolini da una respuesta que merece ser
meditada.
"Maquiavelo
carece da caridad - reconoce Prezzolini - y por lo tanto no se puede
considerar cristiano. Pero en el fondo sus actitudes son análogas a las de un
católico. Su consideración de la naturaleza humana es pesimista como aquella
de San Agustín; su concepto de la virtud que transmigra de una persona a
la otra - y aflora tal vez en individuos de obscura procedencia pero aptos para
redimir a sus pueblos de la esclavitud - se aparece a la doctrina de la gracia. Su punto de vista, en definitiva, es ascético y militar, semejante aquel de los
Jesuitas que se imponen todo tipo de sacrificio para la mayor gloria de
Dios; así como Maquiavelo deseaba que los ciudadanos se sometieran a
cualquier sacrificio para el bien común. Hay todavía una diferencia
evidente: y es que el Dios de los cristianos, en cierto modo está afuera de la
historia, mientras que el Dios de Maquiavelo está dentro de ella".
Cuando escribía este comentario (año 1948), Prezzolini todavía estaba en una
búsqueda de Dios que concluirá en la víspera de su fallecimiento (1982); lo
que explica su expresión heterodoxa acerca del “Dios de los cristianos”.
Quien – en cierto modo – come él dice, estaría “afuera de la historia”. Opinión
que merece una reflexión clarificadora: si Dios, eterno Creador de toda
realidad está por encima de la historia, siendo la historia misma consecuencia
de la Creación, Dios se constituye como el centro de la historia por el
misterio teándrico de la Encarnación del Verbo, como nos aclara el Evangelio
del apóstol Juan (I, 1-16).
De esta cita de G.
Prezzolini – no obstante - podemos deducir que es posible y además legítimo
distinguir entre Maquiavelo y el "maquiavelismo", como hacen varios intérpretes
de su obra; entre ellos, el ya citado Vicente Gonzalo Massot. Quien sostiene
que el mismo Maquiavelo, en el caso ficticio que pudiera escribir sus memorias
de ultratumba, tendría todo el derecho, en responder a sus detractores, que él
nunca fue "maquiavélico" o "maquiavelista" porque se limitó
a presentar al hombre político en su realidad empírica (es decir, mirando al
resultado axiológico de su "afirmación fáctica" y no de su
"actuación ética"). Massot respalda esta hipotética autodefensa de
Maquiavelo acudiendo a una agudeza del español Eugenio D'Ors que en una
oportunidad comentó: "Si Maquiavelo hubiese sido
maquiavélico, ¿habría escrito el código del maquiavelismo? Evidentemente
no. El verdadero maquiavélico empieza por no escribir".
Si hay un punto
débil en Maquiavelo, esto consiste no en el "maquiavelismo" - al cual
el secretario florentino en realidad fue del todo ajeno - sino en el radical
pesimismo antropológico que impregna su "realismo político" y lo
induce a destacar con tristeza el carácter "demoníaco" del poder como
algo implícito en la naturaleza humana.
Deberán
transcurrir doscientos años antes que aparezca otro gran italiano, Giovanbattista
Vico; quien con su Ciencia Nueva (1744) devuelve al desarrollo histórico
de la humanidad - y, por ende, a la política - el sereno optimismo de una
"teología civil" nutrida por la providencia divina la cual, a través
de una serie de cursos y recursos, proporciona al destino de los hombres y de
las naciones su catarsis metapolítica.
El Renacimiento
que - como ha escrito Papini- "fue la espontánea reacción italiana a
las arideces del racionalismo helenístico, al abstractismo de la mística
ultramontana, al inhumanismo del ascetismo oriental" - no terminó con el realismo
pesimista de Maquiavelo, sino que se proyectó en el providencialismo histórico
de Vico que en la séptima "degnidad" de su Ciencia Nueva
proclama: "Los hombres han hecho el mundo de las naciones, pero este
mundo ha salido de una Mente divina, muchas veces distinta y a veces hasta
contraria, pero siempre superior a los fines particulares".
Palabras aceradas, estas de Vico, que -
como la espada filuda de Teseo - cortan de golpe la cabeza al insidioso
Minotauro del poder político, localizado por Maquiavelo en el laberinto de la
modernidad; y palabras consoladoras, al fin, que restituyen al hombre inquieto
de todos los tiempos la esperanza metapolítica de una renovación perenne de su
renacimiento.
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Primo Siena
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