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El resplandor del Renacimiento

por Primo Siena

Un recorrido por sus principales características, épocas y protagonistas

Renovación humanista de la filosofía

El filósofo de la educación Giovanni Giraldi, ocupándose del pensamiento filosófico renacentista, ha escrito: “El Renacimiento constituye una grande edad del arte. No así se puede decir por lo que concierne el pensamiento filosófico”.

En opinión de Giraldi, un pensamiento filosófico y científico “aparecerá cuando el Renacimiento ya está declinando”.  Pero, manifestando una cierta contradicción con lo expresado anteriormente, a renglón seguido, admite que: “El Renacimiento ha roturado mucho terreno especulativo; ha encarado todas las ramas del conocimiento humano; ha osado lo inosable, ilusionándose de haber alcanzado la verdad captándola en su esencia".[1]

La descripción contradictoria de la época renacentista, hecha por Giraldi, nos presenta las dificultades implícitas en una definición unívoca del pensamiento filosófico del humanismo renacentista, por la complejidad que caracteriza este ciclo de la cultura europea occidental, reflejándose además en sus tendencias especulativas.  Bien lo aclara – entre otros – José Ferrater Mora; quien en su Diccionario de Filosofía, a la voz “Renacimiento” escribe:

"Se suele llamar Renacimiento a un período de la historia de Occidente caracterizado por varias notas:  resurrección de la Antigüedad clásica, crisis de creencias e ideas; desarrollo de la individualidad  o, en términos de Jakob Burckhardt, descubrimiento del hombre como hombre; concepción del Estado como obra de arte; descubrimiento de nuevos hechos y nuevas ideas, ampliación del horizonte geográfico e histórico; fermentación de nuevas concepciones sobre el hombre y el mundo; confianza en la posibilidad del conocimiento y dominio de la Naturaleza; tendencias escépticas; exaltación mística; actitud crítica, etc.  Puede verse fácilmente que estas y otras notas que podrían agregarse son tan diversas y en parte tan contradictorias entre sí que no permiten caracterizar el período en cuestión con razonable vigor”.

Y más adelante, refiriéndose a otros autores, agrega: “señalan que todas las notas indicadas, y otras además, caracterizan el Renacimiento justamente porque este período se distingue de otros por su carácter multiforme y conflictivo”2Siempre en opinión de Ferrater Mora, “el humanismo renacentista no es, propiamente hablando, una tendencia filosófica, ni siquiera un nuevo estilo filosófico” porque “no hay un conjunto de ideas filosóficas comunes a autores como Erasmo, Montaigne, Nicolas de Cusa, Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, Valla, Ramus y otros autores a quienes suele calificarse, justamente o no, de humanistas”.3

Dicho esto, el citado Ferrater Mora admite – por otro lado – que sería incorrecto no reconocer a los humanistas renacentistas un interés por la especulación filosófica, a lo menos por la filosofía moral, que fue intensamente cultivada por ellos.

Si bien no se reconoce al humanismo renacentista la calificación de “época filosófica” como lo fueron la Antigüedad y la Edad Media, todavía fue parte significativa de una “atmósfera filosófica” entre el final del siglo catorce y gran parte de los siglos quince y dieciséis.

Tal “atmósfera filosófica”, en el ámbito especulativo marcó sin duda una atmósfera renovadora que George Uscatescu ha felizmente esbozado con estas palabras:

“Vivía el hombre europeo en aquella época una situación muy parecida a la nuestra.  Los límites de la Geografía y en parte los límites del conocimiento, estaban rotos.  Horizontes nuevos se abrían ante el Espíritu, con una euforia que los hombres no habían conocido nunca.  Ante estos nuevos amplios horizontes, se levantaba una visión optimista, una confianza casi absoluta en el destino del hombre, una seguridad inédita en todo tipo de solución de las situaciones antinómicas heredades de la filosofía medieval.  Un auténtico sentido de plenitud se desprende por doquier, en los contactos del hombre con el universo”.4

Este sentido de plenitud se manifiesta en dos tiempos. En el primero, los filósofos renacentistas redescubren el microcosmo humano; esto es: el hombre en su dignidad de criatura de Dios, en su vocación histórica, en la libertad de su destino. En el segundo tiempo, ellos redescubren el macrocosmo de la Naturaleza, considerada como una totalidad viviente puesta al servicio del hombre.

Las investigaciones filológicas y literarias, los fermentos artísticos del primer tiempo abonaron el cultivo cultural en cual florecieron originales síntesis filosóficas y se renovaron los estudios especulativos, marcando un tránsito desde el teocentrismo dominante en la Edad Media hacia el antropocentrismo creciente en el Renacimiento y en Modernidad.

Renacen las escuelas filosóficas de la época helenística, pero bajo una perspectiva distinta. Platón y Aristóteles son reinterpretados respectivamente según Plotino y Averroés, en oposición a un formalismo especulativo que había momificado la filosofía aristotélica según la interpretación naturalista y materialista desarrollada en el siglo II° d.C., por Alejandro de Afrodisia.

 Los albores de la época renacentista

La fecha de inicio de la época renacentista permanece todavía una cuestión controvertida.

Según una opinión algo original expresada a mitad del siglo veinte por el florentino Piero Bargellini en su historia de la literatura italiana titulada Pian dei Giullari ("Valle de los Juglares"),  el Renacimiento amanece en Italia cuando algunos hombres cultos - entre ellos el latinista Coluccio Salutati - se reúnen con el  monje Luigi Marsili, erudito, agustiniano, en el convento florentino de Santo Espíritu para conversar sobre la antigua literatura clásica; acontecimiento que ocurre al finalizar el siglo decimocuarto.

La originalidad de Bargellini consiste en acabar, sin rodeos, con los debates cronológicos de críticos literarios e historiadores sobre la fecha que marcaría el inicio de la edad renacentista, fijando sus albores en una precisa condición de tiempo.

La Edad Media había clasificado las asignaturas escolares en "artes liberales" y "artes divinas".  Las "artes liberales" a su vez se repartían en Trivio (gramática, retórica, dialéctica) y Quadrivio (geometría, aritmética, astronomía, música, denominadas también studia humanitatis). Tales asignaturas conformaban la escuela laica a la que accedían todos aquellos que aspiraban al ejercicio de una profesión intelectual  (escribano, médico, matemático, músico, etc.)  Pero los clérigos y los hombres doctos perfeccionaban  su formación intelectual transitando desde las "artes liberales", otorgaban sus preferencias  hacia las "artes divinas": filosofía (contemplativa y teológica) además de teología (dogmática, mística, polémica), porque en aquella época los clérigos, después de haber aprendido las “Artes liberales” otorgaban sus preferencias a las “artes divinas” (studia divinitatis).

  En la celda conventual del monje Luigi Marsili se moldeó entonces un movimiento cultural que se detuvo de preferencia en las "artes liberales" y en el estudio específico de los autores clásicos antiguos, latinos primero y  griegos después.

Este movimiento cultural asumió la denominación de Humanismo porque otorgaba su preferencia a las artes liberales (esto es: studia humanitatis).

Pero las tesis del florentino Bargellini difiere notablemente de aquellos que - como el historiador alemán Enrique Thorde en el siglo diecinueve - hicieron retroceder el inicio de la era renacentista hasta la época de Francisco de Asís (esto es: al siglo trece) mientras que otros lo colocaron entre los siglos catorce y quince, sin dejar de lado una referencia al emperador Federico IIº de Suebia (1215-1250) considerado un renacentista adelantado, como ocurre al historiador suizo Jacob Burckhardt. En el debate ha incursionado también, como corresponde, el noto escritor Giovanni Papini, fijando el amanecer de la época renacentista en el año en el que Dante empezó a escribir su Commedia (1303/304), pero repartiendo el Renacimiento en tres períodos.

El primero marca el anuncio del Humanismo, abarcando desde el 1304 hasta la muerte del poeta Francisco Petrarca (1347), seguida por la del Boccaccio (1375).  El segundo coincide con la aurora de la época renacentista en la que "surge y se robustece el nuevo arte plástico", y termina con la muerte del poeta Agnolo Ambrogini, apodado El Poliziano (1494), "héroe - según Papini - del más genial  humanismo", y con aquella de Pico de la Mirandola, exponenete famoso de la omnisciencia humanista.  El tercer período - que representa, a la vez, el mediodía y el ocaso del Renacimiento - va desde el 1494 hasta la muerte de Miguelángel  Buonarroti acaecida en 1564. [4]         

           Papini calcula entonces un período inicial de setenta años: el primer período del Renacimiento definido "germinador y resuscitador"; un período central de ciento veinte años y que se presenta como el más importante porque en él renacieron los hombres que sobresaldrán en el tercer período: Leonardo (1475), Maquiavelo (1469), Ariosto (1474), Miguelángel (1475), León Xº (1475), Tiziano (1477), Rafael (1483): es el período del Renacimiento "renovador y creador”.  Y finalmente Papini considera un período final de setenta años: el del Renacimiento "triunfante y declinante", marcado por la entrada en Florencia de Carlos VIIIº, rey de Francia (1494) y el final del Concilio de Trento (1563).

Más allá de toda cuestión cronológica acerca de su inicio, el Renacimiento se define como una "estación del pensamiento"; y los límites de su espacio están definidos tanto por las ideas que desarrolla en el ámbito artístico, literario, político como por las repercusiones de esas ideas sobre el alma religiosa de su tiempo.

Aunque haya sido anunciado por literatos como Petrarca y Boccaccio, o por historiadores como Giovanni Villani y Dino Compagni, es en el siglo catorce y quince que el Renacimiento alcanza su plenitud, coincidiendo este período con los mayores éxitos científicos y mercantilistas en Italia y en Europa.

Como comentará después, en el siglo veinte, el historiador inglés Albert L. Fisher en su Historia de Europa (publicada en 1935), era algo natural que el Renacimiento de las artes y las letras europeas tuviese inicio en Italia; es decir, "en un país en el que los mármoles antiguos todavía blanqueban entre álamos y olivares, porque en él la tradición brotada de la época clásica nunca se había interrumpido del todo".

En los demás países de Europa - donde el humanismo surgió más tarde que en Italia - los límites cronológicos de la edad renacentista son distintos ya que ese movimiento renovador de las artes, la ciencia y la vida, se alarga, en algunos casos, hasta el final del siglo diecisiete.

Después de haber esbozado la cronología de sus albores, su culminación y su crepúsculo, cabe preguntarse por qué aquel resurgir de los estudios humanísticos y las artes clásicas - que empezó en el siglo trece para culminar en los siglos quince y dieciséis - no tomó el nombre de resurgimiento, sino aquel de renacimiento palabra italiana que también pasó en Francia: renaissance. [5]

El resurgimiento es algo distinto del renacimiento, y bien lo aclara Giovanni Papini con estas palabras:

"Resurgir non es propiamente renacer.  Resurge quien ha caído, quien reconquista la perdida santidad o la perdida potencia y riqueza, o también  cualidades del espíritu que parecían exhaustas (...).  Se puede hablar de un Resurgimiento literario y artístico en el siglo de César y de Augusto, porque la gran cultura griega hacía tiempo que estaba en decadencia y pareció resurgir en Roma, al final de la República, con una constelación de escritores, de Lucrecio a Virgilio, de Cicerón a Livio, como desde hacía mucho tiempo la cultura helenísta, aunque todavía viva, no era capaz de producir. Y se puede hablar de un Resurgimiento cristiano a principios del siglo trece, con Gioacchino da Fiore, San Francisco y Santo Domingo, porque el Cristianismo, en aquel tiempo, se había vuelto árido, y en otra parte se había estropeado, pero no estaba muerto.

"Renacer quiere decir, en cambio, resucitación, resurrección: presupone una agonía y un entierro.  Son auténticos renacimientos, por ello, tanto el Renacimiento como el Romanticismo, porque, grosso modo, el Renacimiento fue la resurrección de una cultura que en el siglo sexto había conocido su agonía, y el Romanticismo fue en parte la resurrección de ciertos sentimientos que habían sufrido un eclipse entre el siglo catorce y el siglo dieciséis, y que la doctrina clasicista del mil setecientos y del mil ochocientos había creído enterrar para siempre ". [6]

 Florencia: La Atenas de Italia

Un gran fresco guardado en el convento de Santa María Novella en Florencia, representa una alegoría de la cultura medieval: una joven mujer, que simboliza la gramática - entre las otras artes liberales - tiene en su mano izquierda un higo maduro por medio del cual tienta a tres niños que están de pié, cerca de una puerta estrecha; a la vez, la joven mujer amenaza a los niños mediante una vara que esgrime en su mano derecha.

Esta alegoría nos explica que la gramática - a pesar de ser dura y pesada -  constituía en la época medieval un pasaje forzoso para aquellos que querían atravesar la puerta estrecha y preferían detenerse a los pies de la mujer joven, sin temor de su vara, como Coluccio Salutati; quien había querido envejecer saboreando los frutos de los studia humanitatis.

Canciller del gobierno de Florencia, Coluccio Salutati se había ganado la admiración de todas las cancillerías italianas y europeas, en razón de la elegancia de su latín ciceroniano.  A quien le preguntaba cómo había alcanzado un estilo literario tan admirado por pontífices y príncipes, él contestaba: la lectura constante de los antiguos escritores clásicos.  Gian Galeazzo Sforza - señor de Milán - en distintas ocasiones lamentará  de haber sido más dañado por la eficacia de las cartas de Salutati que por la acción de un ejército enemigo.

***

Después de la ocupación de Constantinopla por parte de los turcos (1453), desde los territorios del imperio de Oriente se trasladaron a Italia distintos literatos y filósofos griegos.

En Florencia, un griego octogenario, famoso por su larga barba cándida - de nombre Gheorgios Gemisthos Plethón, llegado en Italia desde Constantinopla, en el séquito imperial de Juan VIIº Paleólogo, en ocasión del Concilio religioso de Ferrara - había despertado una incondicional admiración por la filosofía de Platón en Cosimo de Medici; quien - entusiasta por los estudios humanísticos - facilitó el renacer de la Academia Platónica en las colinas de Florencia.

En la florentina Academia Platónica se congregaron ilustres hombres de estudio: Marsilio Ficino, Giovanni Pico de la Mirandola, Cristoforo Landini, Agnolo Ambrogini (El "Poliziano") y Lorenzo de Medici.

El renacer de los estudios humanísticos, la Academia Platónica, el revivir de las artes clásicas atraen a Florencia un esplendor estético e intelectual que, desde el principio del siglo catorce hasta el inicio del siglo diecisiete, merece a la ciudad toscana el título de Atenas de Italia.

El florentino Dante, ya en su tiempo, indirectamente había establecido un nexo entre su ciudad y la griega Atenas, cuando - en su Convivio (III, XIV, 15), hablando de las Atenas celestiales - indicaba en el símbolo de la ciudad griega (y en la diosa Pala Atenea, su protectora) el lugar ideal de la concordia filosófica, opuesto a la Florencia sectaria y conflictiva de su época.

 Atenas y Florencia además  habían tenido anteriormente peculiares aproximaciones en estos acontecimientos: Gualtiero VI de Brienne - fracasado su intento de recuperar en Atenas el ducado perdido por su padre en 1331 - se había vuelto el tirano de Florencia (1342-1343).  En 1385 el ducado de Atenas había sido alcanzado por el florentino Raniero degli Acciaioli; la ciudad griega se había quedado bajo dominio de esos florentinos hasta el año 1458.

En Florencia se selló la unión entre el catolicismo romano y la iglesia ortodoxa griega en 1439 ( unión destinada a durar, lamentablemente por muy poco tiempo).  En la misma ciudad dictó cátedra el ilustre ateniense Demetrio Calcondila (1472).  La escuela platónica, clausurada en Atenas el año 529 d. C., resurgió en Florencia en 1459 por la obra apasionada del florentino Marsilio Ficino y del griego Ghemistos Plethón.

Con mucha razón, entonces, Agnolo Poliziano - en su prolusión a la Academia Platónica florentina - podía afirmar que la cultura griega, después de su ocaso a las orillas del Iliso, había amanecido nuevamente a las orillas del Arno.

Giovanni Papini, en el siglo veinte, justamente glosará al respeto: "El Renacimiento, en Florencia, fue más griego que latín; fue resurrección de la gracia gentil, de la exquisitez estética, de la agudeza intelectual, de la armoniosa simplicidad, de todas las virtudes que hicieron la gloria de Atenas en su mejor tiempo".[7]

Si Florencia es apodada la "Atenas de Italia", también en otras ciudades de Italia la cultura clásica reflorece entre los siglos catorce y dieciséis: en Nápoles, en la corte de Alfonso de Aragón se reúnen los humanistas Lorenzo Valla, Giannozzo Manetti, Antonio Beccadelli (el "Panormita"), Giovanni Pontano, Jacopo Sannazzaro.

El humanismo abre caminos nuevos a los estudios de filología, de arqueología, de epigrafía e historiografía, que alcanzan especial atención en la Academia Romana, de tono erudito y paganizante, liderada por Guido Pomponio Leto y Bartolomeo Sacchi.

Pero si el humanismo enriquece la renovada cultura clásica con voces poéticas como aquellas del Poliziano y de Lorenzo de Medici, en algunos casos arídece en frías imitaciones del antiguo, reduciéndose a una especie de arqueología literaria.  Alguien llega a la exageración grotesca de condenar las obras de Dante y Boccaccio que habían sido escritas en lengua vulgar y no en latín.

La mayoría de los humanistas mantiene un equilibrio interior entre búsqueda literaria y actitud moral, pero en algunos de ellos - los menores, además - la exageración polémica todo arrastra, con  daño  profundo por la seriedad de la vida y la moralidad de las costumbres.  Lo que explica la actitud del Papa Pío IIº (alias Enea Silvio, descendiente de la noble familia Piccolomini, originaria de Pienza, lugar de la provincia de Siena).

De joven, Enea Silvio Piccolomini había sido un humanista culto y algo licencioso, pero - ordenado sacerdote a los cuarenta años de edad, después de haber renegado de su vida anterior - en un decenio ascendió todos los grados de las dignidades eclesiásticas hasta alcanzar el pontificado (1458-1464).

Asumido el título pontificio de Pío IIº, Enea Piccolomini, desde la cátedra de San Pedro condena   en una Bula las actitudes que él mismo había compartido cuando joven, amonestando a quien parecía asombrarse por sus palabras: "Dejad a Enea y mirad a Pío; Enea fue el nombre pagano que me dieron cuando nací, pío es el nombre que hemos elegido para el apostolado cristiano".

A las palabras de Pío IIº siguen los hechos; el pontífice promueve una cruzada en contra de la cultura paganizante, pero otorga su protección al humanista Flavio Biondo que se dedica a destacados estudios sobre Roma e Italia.

En efecto Flavio Biondo es autor de tres obras esenciales para la cultura italiana: del primer tratado topográfico sobre Roma antigua y medieval: Roma instaurada; de una feliz descripción de las instituciones públicas y privadas de los Romanos: Roma triunphans; además de una acuciosa investigación acerca de la formación histórica de Italia y de su aspecto geográfico, repartido por regiones: Italia ilustrada.

Al humanista Enea Silvio Piccolomini se debe un ensayo profuso de sabiduría, clásica y cristiana a la vez: el Tractatus de Liberorum educatione, donde se aboga por una sana educación de la mente y del cuerpo, sin castigos corporales, que pueda preparar el educando a tareas de responsabilidad públicas.  Los jóvenes deben utilizar libros aptos por sus respectivas edades, porque - amonesta el Papa - no todos los poemas y obras literarias pueden ser lecturas útiles para los niños y los jóvenes, con la excepción de Cicerón, considerado un autor del cual es provechoso meditar todo lo que ha escrito.

 Apogeo y ocaso del Renacimiento

El florecimiento humanista despierta un intenso interés por la búsqueda de documentos de la cultura clásica.  Por toda Europa se desplazan investigadores de "códigos" antiguos que - una vez encontrados  - son transcriptos por acuciosos amanuenses y después guardados en bibliotecas surgidas en palacios señoriales y conventos.

Algunas de estas bibliotecas se abren al público; entre ellas: la biblioteca del convento de San Marcos en Florencia, dotada inicialmente de ochocientos libros recogidos en toda Europa por Niccoló Niccoli y donados al convento bajo la condición de ser puestos al alcance de todo el mundo; condición asegurada por la generosa contribución de Cosimo de Medici.

El cardenal Basilio Bessarión - humanista bizantino controvertido al catolicismo - traslada en Italia desde Constantinopla seiscientos "códigos" preciosos para sustraerlos de la destrucción por parte de los turcos.  Estos códigos, donados al gobierno de Venecia, constituyeron la dotación inicial de la célebre biblioteca "Marciana".

Alfonso de Aragón recogió en la biblioteca de Nápoles textos de gran valor artístico y cultural, acuciosamente mimiados; e instituyó un cargo especial para oficiales públicos encargados de guardar los libros.  Estos oficiales fueron los primeros bibliotecarios.

            El señor de la ciudad de Urbino, Federico de Montefeltro, estaba orgulloso de su biblioteca, constituida - según el testimonio de Vespasiano da Bisticci, destacado librero renacentista - de "lindos textos a pluma", porque el duque de Urbino se habría avergonzado de guardar en su biblioteca "textos a imprenta".  Es que los humanistas menospreciaban todavía los libros impresos, productos del descubrimiento echo por el alemán Johannes Gutenberg; quien en 1440 había introducido en Europa un proceso de impresión con caracteres móviles (proceso no del todo desconocido, parece, por pueblos de antiguas civilizaciones como egipcios, chinos, babilonios).  Por consiguiente, los humanistas descuidaban los “incunables” que después del perfeccionamiento del sistema Gutenberg por el italiano Panfilo Castaldi – salían en elegante presentación desde las imprentas de célebres artesanos tipógrafos, cuales Aldo Manuzio en Venecia y Bernardo Cennini en Florencia.

El humanismo renacentista marcó el nacimiento de aquel “imperialismo cultural” que, a lo largo de dos siglos, desde Italia se extendió a toda Europa, otorgando a los italianos la posibilidad de consolarse por la falta de un imperio político.

El ideal renacentista se difundió luego por el mundo de los mercaderes, empresarios, magistrados, caudillos militares, regidores políticos, es decir en el mundo de los hombres libres, quienes celebraban su libertad en el florecer de las artes y de la cultura humanista.

En Francia, la cultura renacentista se manifiesta en los ideales educativos de Francisco Rabelais y Pedro Ramus, en Alemania en los estudios de las disciplinas humanistas de Rudolf Agrícula y Alexander Hegius.

En la Europa del norte, la figura más eminente del humanismo renacentista es aquella de Desiderio Erasmo de Rotterdam, sacerdote de profunda erudición; quien defiende en el hombre la existencia del libre albedrío pero según un justo medio que, asegurando la libertad, confirmara a la vez la religación del hombre a Dios.

En la cultura renacentista, un lugar a parte ocupa la posición solitaria del cardenal Nicolas de Cusa; quien introduce de manera original su misticismo especulativo en la tradición del pensamiento platónico-agustiniano.  Nicolas de Cusa en el ámbito filológico y literario fue un humanista,  pero no lo fue en el ámbito filosófico porque se diferenció de las orientaciones especulativas renacentistas, expresando un pensamiento calificado de “premoderno” y hasta “moderno”.[8]

El secreto de los humanistas –según el historiador A.L.Fisher – fue su versatilidad que permitió de ir y regresar de la pintura a la escultura, de la escultura a la arquitectura, de la poesía a la filosofía, de la filología a las ciencias naturales.

Como ejemplos clásicos de esta versatilidad, Fisher indica a Miguelangel, a Leonardo da Vinci, a León Battista Alberti.  Célebre el primero por sus estatuas y sus frescos, pero también por su habilidad en edificar las fortificaciones que protegían la Florencia de su tiempo.  Leonardo es famoso no sólo por haber pintado el retrato de Monna Lisa y el fresco de la Ultima Cena , sino por haber sido también arquitecto, ingeniero, científico, literato.  Leon Battista Alberti – primero atleta y jinete de su época  - fue también músico, pintó lienzos, edificó iglesias, describió en prosa elegante los principios de la arquitectura.

Pero la sapiencia de estos hombres geniales hundía sus raíces en el tipo humano que la escuela medieval había desarrollado, esto es: el hombre integral que no aparta una disciplina de la otra porque, consciente de la complementariedad de ellas, todas las abarca ordenándolas en una escala de valores en la cumbre de la cual las ciencias humanas son alumbradas por la ciencia divina.  Y, por consiguiente el científico, el literato, el filósofo,  busca siempre la luz de la teología.

Si es verdad que la era renacentista se detiene, de preferencia, en los estudios humanistas – y hay entre los humanistas, aquellos que se quedan toda la vida en ellos – hay también destacados humanistas que apuntan hacia un saber multiforme para alcanzar el umbral de la sapientia divinitatis.  Esto se hace evidente en la dimensión cósmica de las pinturas de Leonardo; flota en la vocación religiosa que embarga toda la producción artística de Miguelangel, aflora en la tensión hacia el infinito que trasluce en la arquitectura de Leon Battista Alberti y Filippo Brunelleschi.

La nueva basílica de San Pedro en Roma parece resumir en sus líneas arquitectónicas el triunfo de esta tensión cósmica.

A pesar de haber centrado su atención en el hombre, en el Renacimiento una inspiración trascendente permanece en los lienzos de los monjes pintores Filippo Lippi y fray Bartolomeo: discípulos del beato Angélico, quienes demuestran cómo el arte pueda servir a la religión sin dañarse a sí misma.

Por medio de la exactitud científica de la perspectiva, el pintor Piero della Francesca expresa un sueño sublime de poesía compartido con hombres de arte y ciencia como Brunelleschi, Alberti, Domenico Veneziano y el gran matemático Paolo Toscanelli.

Figuras, paisajes, colores se transforman en sinfonía poética en las líneas y en los matices cromáticos de los lienzos de Sandro Botticelli: el pintor que marca el debilitamiento del “soberano dominio del hombre sobre la naturaleza”, mientras que el ciclo del humanismo renacentista se acerca a su ocaso.

Como bien ha comentado Papini, el Renacimiento fue armonía, conciliación, unidad.  Fue Platón al servicio de Cristo; fue la Roma cesárea que preparó la Roma de Pedro; fue el Edén alcanzado por el Parnaso.  Y su característica fue su aspiración a una síntesis total.  Con Pico della Mirandola y Marsilio Ficino buscó hermanar el platonismo con el cristianismo; con el cardenal Bessarión intentó reunir Oriente y Occidente; con Vittorino da Feltre apuntó a que la cultura del cuerpo acompañara la educación del espíritu; con Erasmo intentó conciliar nuevamente la razón con la fe.  Los pintores renacentistas enlazaron el hombre a la naturaleza y al espacio, los escultores buscaron conciliar la perfección plástica de los griegos con el pathos cristiano, los arquitectos restituyeron al palacio y a la ciudad un sentido antropocéntrico de la vida social y familiar.

En el Renacimiento “el hombre alcanza su plenitud y su gloria”, pero sin renegar de Dios o del cristianismo, observa aún Papini, sellando sus consideraciones con estas palabras que merecen toda nuestra aprobación.

La alta Edad Media fue teocéntrica; la Edad Moderna es atea y egocéntrica: en medio de una y la otra el Renacimiento ha conocido la felicidad creadora y la fecunda perfección, porque es teándrico. Había una mutilación, y él ha reconstruido la unidad: el premio fue el esplendor del genio".[10]

Marsilio Ficino, el Platón Renacentista

La filosofía teocéntrica de la Edad Media había puesto a Dios como propio punto de partida; al revés, los pensadores renacentistas – operando una revolución antropocéntrica – pusieron al hombre como punto central de su especulación filosófica.

Entre los autores de tal revolución se destacó, entre otros, la eminente figura de Marsilio Ficino recordado como alter Plato (el otro Platón) por haber protagonizado en Florencia el renacimiento del pensamiento platónico.

Nació en Figline Valdarno – un centro provinciano de toscana – el 19 de octubre de 1433.

Acompañado por su padre Diotifeci, médico, siendo todavía muy joven, en la primavera de 1459 visitó a Cosimo de Medici, señor de Florencia; quien cultivaba el sueño de hacer revivir en Toscana el pensamiento platónico por medio de una institución que retomara la tradición de la antigua academia ateniense.

Intuyendo en Marsilio una joven promesa en tal sentido, Cosimo de Medici lo convenció de abandonar la carrera de medicina a la que era inscrito para dedicarse por completo a los estudios humanísticos.

Por tal fin, en 1462, el mismo Cosimo regala a Marsilio la villa Montevecchi de Careggi, en la periferia de Florencia, para facilitarle sus estudios.

Marsilio se dedicó a traducir al latín el Corpus Hermeticum, los diálogos de Platón, las Enneadas de Plotino, los escritos de Porfirio, Proclo y otros filósofos neoplatónicos.  Escribió comentarios a Platón y Plotino; entre 1469 y 1474 sistematizó su propio pensamiento en dieciocho libros titulados Theologia Platonica, en un tratado teológico (De Christiana Religione) y en otras obras menores (De voluptate y De triplici vita).

El maestro de Marsilio, Nicoló Tignosi, era un convencido admirador de Aristóteles pero el peripatismo aristotélico, pronto apareció al joven alumno no scientia, si bien malitia y por lo tanto dirigió pronto su interés cultural a los escritores platónicos. Pero será el encuentro con el Platina, preceptor de los Gonzaga, señores de Mántua, el hecho decisivo que lo convierte al platonismo.

La residencia de Ficino en Careggi, se transforma paulatinamente en la famosa “Academia Platónica” en la que se reúnen destacados humanistas: de Poliziano al Pulci, de Cristoforo Landini a Pico della Mirandola, de Lorenzo de Medici al joven Miguelangel.

Muerto Cosimo de Medici (1464), es su hijo Piero que asume la protección de Marsilio Ficino animándolo a traducir el Corpus Hermeticum llegado recién del Oriente.

A los cuarenta años Marsilio es ordenado sacerdote católico (1473) para complacer también a Lorenzo de Medici; quien desde 1469 había asumido, con el hermano Giuliano, la potestad de príncipe de Florencia.

La decisión de consagrarse al sacerdocio es corroborada en el año siguiente, cuando, afectado por una enfermedad grave, Marsilio – (. Ex pagano Christi miles factus. Es decir: transformado de pagano en soldado de Cristo) – hace ofrenda a la Virgen María de dedicar toda su vida al ideal de una conciliación intelectual entre paganismo y cristianismo, demostrando la intrínseca unida de filosofía y religión; Tarea que él cumple después de 1474 escribiendo De christiana religione y, en 1482, Theologia platonica.

Entre la composición de estas dos obras se sitúa un hecho sangriento que quita para siempre a Ficino su anterior serenidad personal e intelectual. Se trata de la conjura por la que dos familias opositoras (Los Pazzi y los Salviati) en 1479 intentaron asesinar a Lorenzo y Giuliano de Medici, durante una ceremonia religiosa en la catedral de Florencia, resultando mortalmente apuñalado Giuliano, mientras que Lorenzo, objeto principal de la conjura, se salvó por milagro.  El hecho que en el asesinato resultaran involucrados dos curas – haciendo evidente la sospecha que la conjura fuese inspirada desde Roma – dejó muy turbado a Marsilio Ficino porque demostraba que un asunto mundano como la lucha por el poder podía prevalecer, por sobre las sagradas exigencias de la fe, hasta en las más altas jerarquías vaticanas.

Traduciendo el Corpus Hermeticum, en el tratado de Hermes Trismegisto titulado Primado, Marsilio encuentra un paso en el que se describe la creación de Anthropos en términos análogos a los que en la Biblia es relatada la creación de Adán.

En el paso citado se lee: “El Nous, padre de todas las cosas, quien es vida y luz, engendró a Anthropos símil a Él y lo amó como hijo propio, porque era bellísimo reproduciendo en él la imagen del padre.  De hecho, en él Dios amó a su misma forma y le confió toda la creación”.

Siempre en el Pimandro se afirma que el “Logos de Dios es de la misma sustancia del padre” utilizando el vocablo griego que el concilio cristiano de Nicea (325 d.C.) había adoptado para proclamar en el símbolo apostólico del catolicismo romano – “El Credo”– que: “Cristo, segunda persona de la Trinidad, es consustancial (homooúsion) a Dios Padre y no símil (homooios)a Él”, como pretendían los partidarios de Arrio.

Es de aquí – en el Amor del Nous que es vida y luz y engendra a Anthropos – que brota el motivo esencial del pensamiento de Marsilio Ficino: el hombre, criado por Dios en un acto de amor, se erige en figura central del universo.  Y es también aquí donde radica el principio de la dignidad del hombre; principio desarrollado por Marsilio con método rigurosamente filosófico.

La capacidad de conocerse a sí mismo que el hombre posee (esto es: su autoconciencia) – sostiene Marsilio – implica la posibilidad de conocer lo divino que habita en lo humano (Epist. I pág. 659).  Su autoconciencia racional permite al hombre de comprenderse no sólo a sí mismo, sino de intuir a Dios. Así que la racionalidad del hombre abarca todo de todo. Entonces el hombre se hace compendio del universo; lo que lo estimula demás a experimentar en sí mismo todas las vidas (Theol. Plat., XIV, pág. 309-311).

Esta infinita experiencia humana engendra el concepto de historia, entendido como evolución permanente que trae consigo la libertad, como anhelo permanente del hombre; quien tiene en su vida tres guías: la razón, la autoridad, la experiencia, y es en esta última que se concentran las otras dos.

Sin embargo, es en la ciencia divina de la filosofía que el hombre puede alcanzar su plenitud elevándose a la esencia misma de la verdad que es Dios mismo, Logos del mundo, porque la mente humana cuando alcanza la verdad logra, a su vez, la razón divina.  De aquí, Marsilio Ficino deduce que la religión es una necesidad natural para el hombre.  Quien por esa misma necesidad difiere de las otras criaturas del mundo animal (Theol. Plat., XIV, pág. 230).

La importancia clave del hombre, en la concepción filosófica de Ficino, no significa un desplazamiento de Dios.

Dios se hizo hombre para que de alguna vez y de algún modo el hombre pudiera hacerse Dios. Tal posibilidad se manifiesta en la misma alma humana, definida por Marsilio como tertia essentia porque representa el término medio entre lo terrenal y lo ultraterrenal, entre lo material y lo espiritual, entre lo inmanente y lo trascendente.

A la posición mediana del alma en el cosmos, corresponde la posición mediana de la Belleza: término medio entre la Bondad y la Justicia.

El universo –según Ficino – se ordena en cinco niveles. Cuerpo, Alma, Angeles, Dios.  En este universo ficiniano, el alma ocupa la posición intermedia entre el nivel corpóreo, que ella misma produce y el nivel divino al que constantemente el alma aspira. Por esta misma posición central, el alma se hace "copula del mundo”: punto de encuentro entre el Amor de Dios que baja hacia los hombres y el amor del hombre que se eleva hacia Dios.

La Belleza, a su vez, se expresa en el Amor absoluto mediante el cual Dios se manifiesta en el mundo y el mundo se reconoce en Dios.

En toda la visión filosófica de Marsilio Ficino circula de continuo la universalidad del Amor, cual manifestación de lo divino en la realidad cósmica; lo que en opinión de algún comentarista “confiere una fisionomía subjetivista a la religión, a la moral, a la política, a la educación, a la estética”. Reproche, este, que nos parece inmerecido, porque Ficino – como bien ha destacado José Ferrater Mora – intentó lograr una construcción filosófica que permitiera alcanzar la pax fidei; lo que, a su entender, “sólo era posible per la estrecha unión de las creencias cristianas con la tradición intelectual griega, una vez depurada esta última de todo elemento espurio”.  Y eso significaba pasar por alto en la tradición especulativa griega cuanto no representara una anticipación del cristianismo, cuya esencia medular para Ficino non era de carácter dogmático.  Tanto es así que, como glosa a continuación Ferrater Mora: “Justamente uno de los rasgos más constantes en el pensamiento filosófico-religioso de Ficino es el de destacar la unidad de la religión a través de la variedad de los ritos. Por eso la verdad se encuentra no solamente en la revelación en sentido estricto, tal como está en las Sagradas Escrituras, sino también en la revelación de carácter racional recibida por los antiguos filósofos y muy especialmente por Platón y Plotino”5.

La filosofía de Marsilio Ficino tuvo repercusiones en el pensamiento filosófico posterior, como – ad ejemplo – en el voluntarismo que marca la filosofía de Schopenhauer y en el “intuicionismo” de Bergson, donde emerge una sorprendente analogía con el concepto de Amor que en Ficino es voluntad capaz de suscitar toda realidad.  Igualmente el concepto ficiniano de “autoconciencia” encuentra un eco en el “actualismo” filosófico de Giovanni Gentile, especialmente en la actividad creadora del “acto puro” que se hace así mismo (autoctisi) y donde brota toda la realidad en acción.

b Giovanni Pico della Mirandola: "De dignitate hominis"

Una figura eminente se eleva sobre la vida del Renacimiento y nos conduce,  como ha escrito Giovanni Papini ,  "a  entenderlo mejor".

Se trata de Giovanni Pico de la Mirandola, conde de Concordia. Quien - destaca aún Papini - "sobrevive en la fantasía de los hombres - no digo en la memoria de los historiadores de la filosofía - como el símbolo de la erudición sin límites, de la sabiduría universal y omnívora, del hambre y sed de todo conocimiento y verdad. El joven prodigio, que a los veintitrés años en 1486 publicaba  sus novecientas tesis y desafiaba a discutirlas a los sabios de su tiempo, aparece a los ojos de los posteriores como el Creso de la cultura, como el Alejandro Magno del pensamiento".6

Giovanni Pico - perteneciente a la noble familia de los Mirandola, señores del condado de Concordia - nació el 24 de febrero de 1463 y falleció, probablemente envenenado, el 17 de noviembre de 1494 cuando había cumplido sólo treinta y un años de vida, asistido espiritualmente por Fray Girolamo Savanarola, su gran amigo.

Estudió derecho canónico en la universidad de Bolonia, letras en Ferrara bajo el magisterio de Giambattista Guarino (1477-78), filosofía en Padua con el averroista Nicoletto Vernia (1480-82). Sucesivamente viaja a Pavía para continuar sus estudios de filosofía  y aprender el griego antiguo. En 1484 se traslada en Florencia donde se integra a la Academia Platónica y traba una fuerte amistad con Marsilio Ficino, Agnolo Poliziano, Lorenzo de Medici (El Magnífico).

En 1485 viaja a París donde se relaciona con Carlos VIII y Roberto Gaguin. De vuelta a Italia en 1486 estudia idiomas orientales bajo la dirección del averroista judío Elia del Medigo y compone sus célebres novecientas tesis filosóficas y teológicas  que empiezan a difundirse en Roma y a extenderse como mancha de aceite en todas las universidades italianas.

La disputa sobre las tesis de Pico della Mirandola es vetada por una comisión pontificia que delibera además su censura.

El 31 de mayo de 1487, Giovanni Pico publica su Apología del Cristianismo en la que acusa a sus jueces de mala voluntad hacia a él, provocando a su vez una Bula del Papa Innocenzo VIII (4 de agosto de 1487) donde - con la condena de  sólo trece "conclusiones" escritas - el Pontífice reconoce en todas las otras la existencia de  "verdaderos principios  católicos".

Perseguido por la Curia Romana,  mientras viajaba hacia Paris el año siguiente, es detenido y encarcelado en el castillo de Vincennes hasta que el rey de Francia, el nuncio apostólico y el embajador de Milán acuerden su libertad. Este mismo año (1488), invitado por Lorenzo El Magnífico se instala en Florencia donde permanece hasta su muerte.

Habiendo escuchado un debate de Fray Girolamo Savanarola en Reggio Emilia, Giovanni Pico lo recomienda como predicador a Lorenzo de Medici que trae el ya célebre dominico ferrarés al convento florentino de San Marcos.

 La inicial admiración del joven conde de Concordia para Savanarola se trasforma luego en una fiel amistad  y colaboración  que no será renegada, ni siquiera en los tiempos de polémicas y persecuciones en contra del combativo predicador.  Marsilio Ficino - en cambio - llegará a calificar de "demoníaco" al monje dominico, publicando vergonzosos "libelos" en contra de él hasta después de su muerte.

La fidelidad y la devoción personal hacia el "gran monje de Ferrara" suscitaron en  Giovanni Pico el proyecto de volcar toda su actividad  en pro de la religión cristiana para lograr en el ámbito intelectual y metafísico una constructiva Reformatio de la Iglesia católica, resumida en la formula: Veritatem philosophia quaerit; Tehologiam invenit; Religio possidet. Reforma que también Girolamo Savanarola proponía en plan espiritual y religioso proclamando:“El fuego de Elia tiene que encenderse en todas las religiones de la tierra".

***

El pensamiento de Giovanni  Pico de la Mirandola es considerado "ecléctico" según el sentido auténtico del vocablo griego eklektikós  ("apto para elegir"). El mismo Pico della Mirandola ratifica su vocación de intelectual "apto para elegir" escribiendo en su célebre Oratio de hominis dignitate que: "Es señal de estrechez de espíritu, encerrarse en un Pórtico o en  una Academia". Por consiguiente, él abarcó distintos sectores del pensamiento, animado por el propósito de demostrar la esencial unidad de la filosofía platónica y aristotélica, así como la consonancia entre los fundamentos de la filosofía griega con la teología cristiana.

Esta esencial unidad, Pico la encuentra en Plotino cuando entiende que el sistema filosófico plotiniano es platónico y aristotélico a la vez. En efecto - como agudamente aclara el pensador italiano Silvano Panunzio - Pico della Mirandola supo comprender que la filosofía de Plotino "es platónica en su línea directriz y en su inspiración, pero es aristotélica en su método científico y en su forma didáctica".

Los platónicos alejandrinos y los neoplatónicos árabes, como el aristotélico Alberto Magno - todos estudiados a fondo por Pico - habían comprendido a su vez que, a pesar de los intentos para diferenciarse de su maestro, Aristóteles  regresa a Platón  cuando sostiene la trascendencia del "Intelecto Agente". Con justa razón, entonces,  el italiano Panunzio  antes citado, observa que "Giovanni Pico, con el mismo genio de Savanarola y de Dante, conecta la inspiración joanéa-joaquemita con las intuiciones platónicas en la armadura de la ciencia sagrada aristotélica-tomista".[7]

Pero la osadía intelectual de Pico de la Mirandola va más allá de  una  simple conciliación entre los dos pilares del pensamiento occidental, Platón y Aristóteles  (el Obelisco y la Pirámide, como los denominó Goethe). En realidad, en Giovanni Pico se funden ideas platónicas,  neoplatónicas y aristotélicas; tendencias místicas  cristiana   se unen con elementos herméticos y hasta cabalísticos  de los Arcana Iudeorum,  asumidos por el conde de la Concordia con el vocablo receptio para destacar que  el Mosaismo confluyendo en el gran cauce del magisterio mediterráneo, facilita el tránsito desde el Judaismo hasta el Cristianismo, por medio del Helenismo

El principio básico del pensamiento de Pico della Mirandola es este: el hombre criado por Dios, es la suprema realidad de la naturaleza.  El microcosmo humano  reproduce, en el ámbito material, orgánico y celestial, la armonía del macrocosmo. El miraculum magnum de la creación  consiste en la libertad que Dios creador  ha otorgado  al hombre: última criatura del mundo invisible, ultraterrestre de los Espíritus-Angeles;  primera criatura del mundo animal y terrestre. En cuanto anillo entre la totalidad del cosmo y la unidad de Dios, el hombre posee el privilegio de "elegir"según su voluntad. Por lo tanto, él puede degradarse, bajando en los niveles inferiores del mundo animal; o regenerarse elevándose a los niveles espirituales del mundo divino.

Por eso - nos explica Pico - Dios hizo al hombre ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal; más bien lo dejó libre, artífice soberano de su destino.

Pero, para "elegir" el hombre necesita "conocer". De aquí, entonces, la exigencia para el hombre de conciliar el pensamiento racional con la intuición  trascendente para alcanzar todos los niveles de conocimiento hasta identificarse con la plenitud de la sabiduría pura y absoluta. Y alcanzar el "conocimiento puro" significa alcanzar el "puro amor", porque Conocer es Amar

La libertad fundamental absoluta permite al hombre de elevarse hasta Dios e identificarse con Él. En esto consiste además la unidad del espíritu humano, donde el amor se manifiesta cual armonía y belleza. Sólo al hombre es permitido alcanzar la gran Apokatástasis: la "restauración de todo". No fue por azar, entonces, sino por un plan providencial divino que el Verbum Dei, el Logos eterno, se haya encarnado en un hombre para "habitar entre nosotros".

Este potente mensaje de Giovanni Pico de la Mirandola constituye el triunfo del "renacimiento interior", del Renacimiento espiritual cristiano, por sobre del "renacimiento exterior", naturalista y paganizante; anticipa además la vigorosa reafirmación de la libertad responsable del hombre, renacido en espíritu y verdad por sobre del error luterano de la servidumbre y de la impotencia humana.

En el sugestivo magisterio del joven conde de la Concordia  triunfa la belleza y la claridad del Cristianismo teándrico; esto es: la revelación del Hombre-Dios celebrada por Dante en último canto de su Divina Comedia

El De hominis dignitate de Giovanni Pico de la Mirandola sella con broce de oro el pensamiento filosófico del Renacimiento rescatando, para todos los tiempos, los verdaderos "abandonados" derechos del ser humano: Criatura divina en el divino Universo.

Niccoló Maquiavelo, el Galileo de la política

En la Italia de los siglos XV e XVI,  fraccionada en distintos Estados a menudo en competencia entre ellos, se vive una profunda contradicción existencial. Con la excepción de Venecia - gobernada por un peculiar régimen aristocrático que logra asegurar la estabilidad política con el progreso comercial y económico - en las otras regiones de Italia, una situación política precaria y frecuentemente crítica, se contrapone al fervor artístico y cultural despertado por el Renacimiento.

Gian Galeazzo Sforza, príncipe del potente ducado de Milán, es asesinado el año 1476. Al recibir esta noticia, se dice que el Pontífice Sisto IV (alias cardenal Francisco de La Rovere), habría pronunciado estas palabras proféticas: "¡La paz en Italia ha terminado!".

En realidad  las discordias entre los Estados italianos desde tiempo provocaban acuerdos, rupturas y alianzas que se hacían y deshacían según el ritmo turbulento de las olas marinas.

Muy pocos eran los príncipes italianos que gozaban de un poder relativamente estable en sus Estados. Faltaba un rey capaz de unir las distintas entidades políticas, como en España, Francia e Inglaterra. La única realidad estable de Italia, en aquella época, parecía ser  su debilidad política.

En la noche entre el 10 y el 11 de agosto de 1492 - mientras que Cristóbal Colón, superadas las columnas de Hércules,  navegaba hacia un continente desconocido - el cardenal español Rodrigo Borgia  ascendía al trono pontifical con el nombre de Papa Alejandro VI, marcando para Italia su prima gran desdicha, después de la ocupación  del puerto de Taranto por parte de las huestes turcas de Mahoma II, acaecida el 11 de agosto de 1480.

La elección del cardenal Borgia al pontificado había sido favorecida  por preocupaciones más políticas que religiosas. El colegio cardenalicio había considerado más útil a la Iglesia,  en aquel momento, las habilidades diplomáticas del cardenal español que una trayectoria religiosa intachable.

Lamentablemente el humanismo paganizante había penetrado en la Curia Romana a tal punto que Gregorovius comentará al respeto: "Todos se sentían invadidos por elementos demoníacos"

La elección al pontificado del cardenal español, aunque fuera la de un eclesiástico disoluto, indigno de la dignidad pontificia, expresa entonces la sociedad de su tiempo.

Alcanzado el solio pontificio, Alejandro VI, demostró de querer trabajar más que por la Iglesia católica  por el provecho de su familia, otorgando al hijo predilecto César, eclesiástico y militar, amplias facultades para reducir a disciplina los hacendados renuentes del Estado Pontificio.

Hábil, inteligente, inescrupuloso, César Borgia - duque de Valentinois y de Romaña - resume en su personalidad la figura del aventurero que posee  las virtudes y los vicios de un príncipe ajeno a toda moral, cuyo único fin es alcanzar el poder político y conservarlo a toda costa.

Es notorio que Niccoló Maquiavelo, al escribir su célebre tratado El Príncipe, tomará a la figura de César Borgia como modelo del hombre de gobierno que no vacila en asumir las culpas y los delitos de los seres humanos; y para aumentar el bienestar de sus súbditos,  está dispuesto "a recurrir sin miedo  los senderos del mal".

La Roma de Alejandro VI presentaba un espectáculo de tanta corrupción que los verdaderos católicos se sentían disgustados y ofendidos, a la vez.

 Entonces  se levantó la voz vehemente y amonestadora de Fray Girolamo Savanarola para expresar la indignación de los cristianos.

"El escándalo - denunciaba el célebre predicador dominico-    empieza en Roma para difundirse en todo el clero; son peores que los Turcos y los Moros. En Roma todos obtienen  beneficios por medio de la simonía. Compran los empleos más altos, para asignarlos a sus hijos o hermanos. Su avidez es insaciable y no hacen cosas sino por amor del oro. Para tocar las campanas,  exigen recibir moneda; participan a los vésperos sólo si se les asegura algún beneficio económico. Un cura o un canónigo que conduzca una vida normal es considerado tonto o hipócrita a tal punto que se dice: ¿Quieres  arruinar a tu hijo? ¡Haz de él un cura!".1

Las severas acusaciones de Fray Girolamo, tenían asidero;  y si el fogoso dominico no hubiese cedido a la tentación de meterse en política, encabezando en Florencia el partido de los "Piagnoni" (esto es, los "Llorones") su anhelo reformador habría tenido algún resultado positivo.

Desde el pérgamo de la iglesia del convento florentino de San Marcos, decía además cosas justas y sabias: exhortaba a la caridad y a la fraternidad, como premisa a la unión política de los italianos;  los convocaba a reformar  las leyes y a abandonar el régimen político de uno solo (el Señor o el Príncipe), sin caer en la exageración demagógica del gobierno de todos. Él propugnaba un gobierno de los mejores,  como aquel de la República de Venecia que desde siglos había consolidado su sistema aristocrático.

La predicación del monje dominico molestaba tanto el Papa  como a la familia de los Medici, liderada - después de la muerte de Lorenzo el Magnifico (9 de abril de 1492) - por el débil e incapaz Piero. Entonces Alejandro y Piero de Medici estipularon una alianza en contra de Savanarola. Así, cuando Carlos VIII, rey de Francia invadía el territorio italiano - y el predicador dominico amenazaba  los castigos divinos sobre la Italia corrupta  (y especialmente sobre Roma y Florencia) - el Papa  prohibió a Savanarola de predicar. Pero Fray Girolamo  no acató la disposición, siendo  excomulgado por el Pontífice

Aprovechando de la presencia del rey galo en Italia, Fray Girolamo había abogado per la restauración en Florencia de un régimen republicano - después de la expulsión de los Medici (1494) - proclamando a Cristo Rey, "Señor de la Ciudad".

Restaurado en parte el poder de los Medici (1498) con el prevalecer en la República florentina del partido de los "Arrabbiati" (es decir, "Los Rabiosos") por sobre de sus seguidores (“I Piagnoni”: los llorones)  Girolamo Savanarola es detenido, torturado y condenado a muerte. El 23 de mayo de 1498, es colgado - junto a dos cofrades - en la plaza de la Señoría; su cuerpo es quemando en la hoguera y sus cenizas esparcidas en el río Arno

Las llamas de la hoguera, encendida en la Atenas de Italia con los despojos del desafortunado dominico, quemaron también la serenidad renacentista de distintos artistas y pensadores; como en  el caso de Miguelangel:  envolviendo su potente inquietud artística  en un velo de tristeza; o en aquel de Fray Bartolomeo della Porta, que después de aquel trágico mes de mayo,  rehusó de pintar por algunos años; o como en Sandro Botticelli, cuyos ideales estéticos, desde entonces, se volvieron más severos y algo melancólicos.

Esta era la Italia convulsionada de los tiempos de Niccoló Maquiavelo; quien - expresando su opinión sobre Savanarola - había escrito: "De un tal hombre, hay que hablar con respeto".

Maquiavelo, en la luz de la historia

La figura de Niccoló Maquiavelo emerge a luz de la historia el año 1498, cuando - en una carta fechada 9 de marzo - escribe un comentario sobre la predicación de Girolamo Savanarola  demostrando, ya a los  veintiocho años, su madurez mental y su capacidad de observador político. En el mes de junio entra en la administración pública de la República de Florencia,  guiada por Pier Soderini, asumiendo  las funciones de segundo canciller  encargado tanto de asuntos administrativos y militares como de misiones diplomáticas.

Niccoló había nacido el 3 de mayo de 1469 en una familia  de la burguesía acomodada de Florencia, cuyos antepasados remontaban a un  linaje de parte guelfa. Hasta los veintinueve años había conducido una vida bastante obscura y algo aburrida.

Durante los catorce años de su vida pública, cumplió distintas misiones diplomáticas, siendo por dos veces embajador de Florencia en Roma y representando la República de Florencia por tres veces en la Corte de Francia.

En Roma conoció a César Borgia; quien será el modelo de gobernante después descrito en su obra, universalmente conocida como El Príncipe (y que será publicada en 1532, cinco años después de la muerte de su autor).

En 1506, por consejo de Maquiavelo, la República  florentina  instituye una magistratura para reformar al ejercito ciudadano, denominada "Los Nueve de la Ordenanza  y Milicia florentina"(algo así, como un "Ministerio de Defensa" de entonces), encomendando su  cancillería principal al mismo Maquiavelo en calidad de secretario.

En 1512, caída la República y habiendo recuperado por completo su poder, los Medici - regresando  a Florencia - despojaron a Maquiavelo de todas sus funciones y dignidades públicas  y lo desterraron de la ciudad  por doce meses. Un año después, sospechado de estar involucrado en la conjura de Pietro Paolo Boscoli, Niccoló Maquiavelo es encarcelado y  torturado (aunque en forma liviana). Luego excarcelado en consecuencia de la amnistía del Papa Léon X (alias Giovanni de Medici), se retira en su casa denominada  "Albergaccio", en el  poblado de San Casciano, cercano a Florencia. Aquí, como él mismo atestigua en una carta a su gran amigo Francesco Vettori, de día participa en  la vida de los aldeanos y concurre a la  taberna del lugar  confundiéndose  con la gente común. Pero al atardecer regresa a su casa donde, vestido con ropas nobles, medita sobre las obras de los clásicos latinos (César, Cicerón, Ovidio, Tito Livio), lee a Dante y Petrarca, compone sus obras literarias y escribe sus reflexiones políticas..

En el "Albergaccio" inicia a  redactar El Príncipe, desahogando así  su vocación política, como confiesa en la carta del 9 de abril  de 1513 a su amigo Vettori: "La fortuna ha dispuesto que yo, no siendo apto para razonar sobre el arte de la seda o de la lana, ni sobre ganancias o perdidas, sea habilitado para razonar acerca de los asuntos del Estado; por lo que es conveniente que haga voto de callar, o que hable sobre estos asuntos". 

En la misma carta confiesa: "Amo a mi patria más que a mi alma; y os digo esto por la experiencia que me sugieren los últimos sesenta años, porque ningún tiempo habría podido ser más atormentado que estos años difíciles  donde, necesitando la paz, no se puede evitar la guerra". 

A sus cuarenta y cuatro años de edad - catorce de ellos transcurridos en una ajetreada actividad pública - Maquiavelo franquea el peligro del aburrimiento adormecedor al que las circunstancias lo han llevado, entregándose  en cuerpo y alma a una intensa búsqueda histórica y literaria.

 Es el período más fructuoso de su vida,  porque  compone las obras que le asegurarán una fama imperecedera ante la posteridad. Después de El Príncipe - dedicado al duque de Urbino, Lorenzo de Medici, hijo de Piero y nieto de Lorenzo El Magnífico - escribe el ensayo Sobre el arte de la guerra (1521), la comedia teatral La Mandrágora (1524), compone Historias Florentinas (1525) y el Discurso sobre la prima década de Tito Livio (comentario a la célebre Historia de Roma del mismo autor latino y que será publicado póstumo en 1521, un año antes de la  primera edición de El Príncipe).

Maquiavelo fue un intelectual polifacético (o "multimedial" come se diría hoy en día): historiador agudo,  ensayista perspicaz, comediógrafo divertido y hasta poeta sarcástico como demostró  en el Asno, un poema menor donde ridiculiza aquellos que lo habían obligado a retirarse de la vida política activa.

Regresando enfermo desde una misión que le había encargado el almirante genovés Doria,  a los cincuenta y ocho años falleció en Florencia, asistido por Fray Matteo, quien recogió su confesión  in extremis, el 21 de junio de 1527. Está sepultado en la iglesia florentina de Santa Cruz.    

Recluido  en la quietud forzosa del "Albergaccio" durante el último período de su vida, Maquiavelo busca en la historia antigua elementos de comparación e juicios para entender y evaluar el comportamiento humano  en relación con los acontecimientos de su tiempo. Investiga los eventos históricos para captar en ellos su realidad objetiva  (esto es, las cosas "como son" y no como "deberían ser"). Especialmente en los Discursos sobre la década de Tito Livio - obra concebida como un tratado interpretativo de la antigua República romana - él se preocupa de comprender el "porqué" en todos los tiempos la sociedad humana se ha organizado en distintas formas de Estado; deduciendo de esta investigación que los organismos políticos surgen, viven y mueren según una dinámica existencial símil a la de los organismos naturales. De aquí, su convencimiento que la historia es una secuencia de actos y hechos supeditados a la debilidad y  a la corruptela de la naturaleza humana.  Por consiguiente, cualquiera que sean sus protagonistas, en la historia  los mismos errores humanos se repiten siempre.

El obstetra de la ciencia política moderna

El abad Vincenzo Gioberti - filósofo italiano del siglo diecinueve - afirmó que Niccoló Maquiavelo había sido en su tiempo el "Galileo de la política" porque su obra marcó para la política una revolución análoga a  aquella que Galileo había provocado en la astronomía. En efecto Maquiavelo ha sido el obstetra  de una nueva concepción de la política concebida como ciencia derivada de la observación directa de la realidad efectiva y no por las utopías  engendradas por los deseos y la veleidad humana.

Él percibió de inmediato que el universo político de la Edad Media se había ido agotando desde tiempo, en paralelo con el desmoronamiento del carácter sagrado del poder y el consiguiente anhelo por el sentido ético del arte del buen gobierno.

El espectáculo de una Italia fraccionada en Estados pequeños, regidos por una clase política acostumbrada a riñas internas y a componendas externas, induce en Maquiavelo un pesimismo de fondo que lo estimula a buscar caminos políticos nuevos, partiendo de la experiencia histórica. Sus reflexiones históricas lo van persuadiendo de que la naturaleza humana resta la misma a través del tiempo, porque el ser humano aspira o al poder, o a la seguridad y al orden.  Por  consiguiente, él clasifica la humanidad en dos categorías: la de aquellos que aspiran al poder y son capaces de alcanzarlo y conservarlo; y la de quienes buscan sólo el orden y la seguridad: Los primeros son los  "príncipes" y los segundos  los " súbditos".

Convencido además que si no es fácil para un pueblo alcanzar su libertad, más difícil aún es conservarla, el secretario florentino aboga para un nuevo modelo de Estado gobernado por un "príncipe" capaz de alcanzar el poder y decidido a mantenerlo; dispuesto por lo tanto a colocarse "más allá del bien y del mal"; listo entonces a superar o a ignorar hasta el sentido moral, porque su virtud consiste en gobernar al Estado garantizando su libertad e independencia; su deber es mantener el poder para el bien de sus súbditos en contra de todas enemigos; su habilidad es enfrentarse con astucias a las circunstancias  adversas que hallan fuera de su voluntad.

Se trata de una concepción revolucionaria del poder que marca en nacimiento de la ciencia política moderna, asentada sobre el principio que la "sociedad civil" como el "bien común" coinciden en la existencia del Estado. Por consiguiente  el "Príncipe" (es decir, el estadista moderno), para garantizar el bien común a su pueblo bebe estar dispuesto a sacrificar a esta tarea hasta su alma.

Maquiavelo concibe entonces la política como una "necesidad" que impone al gobernante la obligación de asumir la responsabilidad de acciones hasta inmorales si garantizan un éxito favorable al Estado que, para el florentino, siempre coincide con el bien común.

La política tiene leyes que tal vez no coinciden con la moral: ser bueno según el sentido ético del vocablo puede llevar a la ruina di un príncipe y del Estado que él gobierna por el bien de todos.

El "príncipe" de Maquiavelo no es, pues, el personaje tenebroso que muchos piensan, sino el gobernante que la época renacentista reconoció en Lorenzo el Magnifico o en Guido de Montefeltro y que el secretario florentino describe así: "El príncipe también se mostrará amante de la virtud y honrará a los que se distingan en las artes. Asimismo, dará seguridades a los ciudadanos para que puedan dedicarse tranquilamente a sus profesiones, al comercio, a la agricultura y a cualquier otra actividad; y que unos no se abstengan de embellecer sus posesiones por temor a que se las quiten, y otros de abrir una tienda por miedo a los impuestos. Lejos de esto, instituirá premios para recompensar a quienes traten, por cualquier medio, de engrandecer a la ciudad o el Estado".2 

El  "príncipe" al que se refiere "no es de manera alguna el tirano moderno, ni el déspota antiguo al que apela Maquiavelo, sino el hombre del destino cuyo poder coactivo será adicional y su ejercicio temporáneo" como bien  destaca el argentino Vicente Gonzalo Massot en un perfil del célebre secretario florentino.

"La coacción que exige Maquiavelo como necesaria - comenta aún Massot - no acaba, ni supone el despotismo, pero, sí, en cambio, la razón de Estado; expresión que como bien señala Friedrich Meinecke, ni fue acuñada por el florentino, ni figura en sus escritos de carácter político".3

A su vez,  Manuel García Pelayo ha glosado al respeto: "La idea de la razón de Estado significa el descubrimiento de un logos proprio de la política y de su configuración histórica por excelencia, es decir, del Estado…Este mundo ahora descubierto, no gira entorno a Dios,  ni a lo bello, ni a lo feo, y tanto la teología como la ética son irrelevantes para comprenderlo; gira entorno a un eje que da  unidad, orden y sentido político a las cosas, y este eje, este principio inteligible, esta  causa finalis, si se quiere, es el poder".4

Niccoló Maquiavelo en su obra no hace la apología del dispotismo, ni de la violencia indiscriminada, como superficialmente  han acreditado ciertos lugares comunes entorno al pensamiento político del florentino; quien, si hubiese sido un "vulgar inmoral" no se habría preocupado de distinguir entre las "argucias del zorro" y la "fortaleza del león", condiciones acreditadas por igual a su "Príncipe-modelo"; Ni habría destacado además la necesidad para el gobernante de actuar  respetando en primer lugar a las leyes, accediendo al recurso de la fuerza sólo para evitarse el triste destino de los profetas desarmados.

Giuseppe Prezzolini, acucioso glosador italiano de Maquiavelo, observa que al secretario florentino le ha ocurrido lo mismo que sucede a muchos de los intelectuales que descubren nuevos senderos en la selva de la cultura: haber sido tergiversado y odiado.

"De tal tergiversación - anota Prezzolini - en alguna medida es él el responsable porque, a pesar de ser un escritor lúcido, es autor de ciertas imprecisiones semánticas, por usar la misma palabra con distintos sentidos. Además - precisa aún el glosador italiano - sus escritos generalmente son obras ocasionales que deberían ser interpretadas en un marco circunstancial":     

Siempre según Prezzolini, el libro El Príncipe es una de estas obras circunstanciales motivadas por las condiciones generales que los nuevos gobernantes, emergidos de la oscuridad de la historia,  tuvieron que enfrentar en el momento de hacerse cargo de las tareas de gobierno; fenómeno este muy frecuente en la Italia del Renacimiento y que siempre llamó la atención de un patriota sensible al destino de su País como fue Maquiavelo; quien se atrevió a denunciar, sin atajos, los vicios  nacionales de Italia con la intención de estimular sus compatriotas a enmendarse. Por eso mismo, escribiendo a su amigo Francisco Vettori (carta del 26 de agosto de 1514) - resume los vicios italianos en una frase despiadada y concisa: "Nosotros de Italia, pobres, ambiciosos y serviles".

Es por amor de Italia - su patria desmoronada por la corrupción e invadida por ejércitos extranjeros que la ocupan sin combatir - que Maquiavelo, para buscar una solución viable a su País, estudia el problema bajo una perspectiva general. Entonces, en el Maquiavelo italiano aflora un Maquiavelo universal que no analiza los hechos sólo según su sucesión cronológica, sino que los enumera en el juego más amplio de las pasiones humanas. Con este criterio, acusó a la Iglesia católica  de haber provocado las divisiones de Italia, utilizando su poder temporal para impedir la unidad italiana, mientras que Francia, España e Inglaterra lograban la propia.5

Realismo maquiavélico  versus catarsis metapolítica

El pensamiento político de Maquiavelo desató encendidas polémicas, sobretodo en ámbito cristiano. Sus obras fueron condenadas y prohibidas por la Iglesia romana, sin embargo su fama aumentó con el tiempo, especialmente en el siglo diecinueve, en coincidencia con la constitución de los modernos estados democráticos, separación entre poder civil y potestad religiosa, la formación de ejércitos reclutados entre todos los ciudadanos (reformas propuestas con vigor por Maquiavelo).

Al fin y al cabo, la mayor culpa de Maquiavelo fue también su virtud, la de haber  pintado en las páginas de sus obras, tanto políticas que literarias  - como recordaba  en su tiempo Papini - "todos aquellos que quieren subir, enriquecerse, dominar, es decir a la quinta parte de la humanidad". Su  culpa fue su franqueza y valentía  que tiene un valor moral - reconoce aún Papini - "bien superior al que se encuentra en los librillos de ética para las escuelas y en los sermones untuosos de los filósofos. La verdad es siempre libertadora y era preciso un toscano del siglo XVI, agudo y sin prejuicios, para decirla clara y desnuda…Que aspiraba a una especie de ciudad perfecta, habitada por un pueblo libre y virtuoso, sin amos ni tiranos, sin sectas ni batallas, se ve en muchos pasos de sus obras; pero ¿es preciso acusarle, porque tuvo el buen sentido de comprender que la República de Platón estaba más bien lejana y que César Borgia se hallaba cerca?".6

Hasta el día de hoy, en los diccionarios,  del vocablo "maquiavélico" se da la siguiente explicación: "actitud inspirada a principios que exaltan la astucia y la ausencia de honradez en las relaciones  políticas y sociales"; y el "maquiavelismo" es definido "solapado o despiadado utilitarismo".

Cabe, entonces, la pregunta: "¿Niccoló Maquiavelo es un diabólico, anticristiano?". Pregunta a la cual Giuseppe Prezzolini da una respuesta que merece ser meditada.

"Maquiavelo carece da caridad - reconoce Prezzolini - y por lo tanto no se puede considerar cristiano. Pero en el fondo sus actitudes son análogas a las de un católico. Su consideración  de la naturaleza humana es pesimista como aquella de San Agustín; su concepto de la virtud que transmigra de una persona a la otra - y aflora tal vez en individuos de obscura procedencia pero aptos para redimir a sus pueblos de la esclavitud - se aparece  a la doctrina de la gracia. Su punto de vista, en definitiva, es ascético y militar, semejante aquel de los Jesuitas que se imponen todo tipo de sacrificio para la mayor  gloria de Dios; así como Maquiavelo deseaba que los ciudadanos se sometieran a cualquier sacrificio para el bien común. Hay todavía una diferencia evidente: y es que el Dios de los cristianos, en cierto modo está afuera de la historia, mientras que el Dios de Maquiavelo está dentro de ella".7

 

             Cuando escribía este comentario (año 1948), Prezzolini todavía estaba en una búsqueda de Dios  que concluirá en la víspera de su fallecimiento (1982); lo que explica su expresión heterodoxa acerca del “Dios de los cristianos”. Quien – en cierto modo – come él dice, estaría “afuera de la historia”. Opinión que merece una reflexión clarificadora: si Dios, eterno Creador de toda realidad está por encima de la historia, siendo la historia misma consecuencia de la Creación, Dios se constituye como el centro de la historia por el misterio teándrico de la Encarnación del Verbo, como nos aclara el Evangelio del apóstol Juan (I, 1-16).

De esta cita de G. Prezzolini – no obstante -  podemos deducir que es posible y además  legítimo distinguir entre Maquiavelo y el "maquiavelismo", como hacen varios intérpretes de su obra;  entre ellos, el ya citado Vicente Gonzalo Massot. Quien sostiene  que el mismo Maquiavelo, en el caso ficticio que pudiera escribir sus memorias de ultratumba, tendría todo el derecho, en responder a sus detractores, que él nunca fue "maquiavélico" o "maquiavelista" porque se limitó a presentar al hombre político en su realidad empírica (es decir, mirando al resultado axiológico de su "afirmación fáctica" y no de su "actuación ética"). Massot respalda esta hipotética autodefensa de Maquiavelo acudiendo a una agudeza del español Eugenio D'Ors que en una oportunidad comentó: "Si Maquiavelo hubiese sido maquiavélico, ¿habría escrito el código del maquiavelismo? Evidentemente no. El verdadero maquiavélico empieza por no escribir".8

Si hay un punto débil en Maquiavelo, esto consiste no en el "maquiavelismo" - al cual el secretario florentino en realidad fue del todo ajeno - sino en el radical pesimismo antropológico que impregna su "realismo político" y lo induce a destacar con tristeza el carácter "demoníaco" del poder como algo implícito en la naturaleza humana.

Deberán  transcurrir doscientos años antes que aparezca otro gran italiano, Giovanbattista Vico; quien con su Ciencia Nueva (1744) devuelve al desarrollo histórico de la humanidad - y,  por ende, a la política - el sereno optimismo de una "teología civil" nutrida por la providencia divina la cual, a través de una serie de cursos y recursos, proporciona al destino de los hombres y de las naciones su catarsis metapolítica.

El Renacimiento que - como ha escrito Papini- "fue la espontánea reacción italiana a las arideces del racionalismo helenístico, al abstractismo de la mística ultramontana, al inhumanismo del ascetismo oriental"[9] - no terminó con el realismo pesimista de Maquiavelo, sino que se proyectó en el providencialismo histórico de Vico  que en la séptima "degnidad" de su Ciencia Nueva proclama: "Los hombres han hecho el mundo de las naciones, pero este mundo ha salido de una Mente divina, muchas veces distinta y a veces hasta contraria, pero siempre superior a los fines particulares".

 Palabras aceradas, estas de Vico, que - como la espada filuda de Teseo - cortan  de golpe la cabeza al insidioso Minotauro del poder político, localizado por Maquiavelo en el laberinto de la modernidad; y palabras consoladoras, al fin, que restituyen  al hombre inquieto de todos los tiempos la esperanza metapolítica  de una renovación perenne de su renacimiento.

·- ·-· -······-·

Primo Siena



1 Véase G.GIRALDI, Storia della Pedagogia, Ed. A.Armando, Roma 1969, pág. 125.

2 J.FERRATER MORA, Obra cit., tomo III, pág. 3066-07

 

3 IDEM, Ibídem, voz “Humanismo”, tomo II, pág. 1700-01

4 G.USCATESCU, Utopía y plenitud histórica, cap. "El tiempo de la plenitud", Ed. Guadarrama, Madrid 1963, pág. 85

[5] Véase G. PAPINI, Obras, tomo III°, Apologías, cap. La imitación del padre,

III°, p. 1220-1223. Ed. Aguilar, Madrid 1957.

[5] Véase J. MICHELET, Renaissance Chamerot, París 1885.  Sobre la renaissance Michelet habla también en el tomo VII de su notable Histoire de France 81833,46-1855,67.

 

[6] G.PAPINI, Obras cit.,, cap. IV, pág. 1225.

 

[8] G.:PAPINI, Obras cit., tomo III, cap. La imitación del padre, IV, pág. 1232.

[9] Véase J.FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía, Ed. Ariel, Barcelona 1994, tomo III°, pág. 2549-50.

[10] G.PAPINI, Obras cit., ídem, pág. 1209-

[11] Véase J.FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía, tomo II, pág. 1263-64

[12] Véase G.PAPINI, Obra cit., tomo III, pág. 1216-17.

 

[13] Véase S.PANUNZIO, Cristianesimo Giovanneo, cap.XI "Metafisica e orizzonti sacri in Pico della Mirandola",  Ed. Cantagalli, Siena 1989, pág. 170.

[14] Véase P.SIENA, Da Cesare a Mussolini. Storia dell'Itala Gente, C.E.N., Roma 1967, pág.525.

[15] N.MAQUIAVELO, El Príncipe, Ed. Errepar  (Clásicos de Bolsillo), Buenos Aires 1999, pág. 179.

[16] Véase V. GONZALO MASSOT Una tesis sobre Maquiavelo. Ed. Struhart & Cía Buenos Aires 1986, pág. 66-67.

 

[17] Véase M. GARCÍA PELAYO, Del mito y la razón; Revista de Occidente, Madrid 1968, pág. 246-47.

[18] Véase G. PREZZOLINI The legacy of Italy,  Vanni, New York 1948; trad. it. L'Italia finisce, ecco quel che resta, Ed. Vallecchi, Firenze 1959, pág. 144-156.

[19] G.PAPINI, Obras cit., tomo II, cap. Retratos Italianos, pág. 1093.

[20] G.PREZZOLINI, Obra cit.; trad. it., pág. 155.

[21] V. GONZALO MASSOT, Obra cit., pág. 15-16.

[22] G.PAPINI, Obra cit., tomo III, p. 1164.  A diferencia de lo sostenido por la tesis iluminista,  el Renacimiento no constituyó una ruptura con la tarda edad medieval definida por Johan Huizinga como “El otoño de la Edad Media”. En realidad, como bien sostiene el filósofo argentino Alberto Buela en sintonía con Papini, el espíritu autentico de la época renacentista fue el fruto maduro de la exuberancia cultural y económica conseguida por las repúblicas comunales primeros y señoriales después en Italia durante los siglos XIV e XV (especialmente en Florencia, Venecia, Milán, Mantua, Ferrara, Urbino). Buela destaca oportunamente que el sentido del humanismo creador renacentista, secuencia natural de una acumulación de saberes de mil años, se esparcirá después, de mano de los conquistadores, en Iberoamérica rebrotando, paradójicamente, en Argentina con el  espíritu del romanticismo europeo.



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