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Discurso preparado para el encuentro con la Universidad de Roma "La Sapienza"
por
Benedicto XVI
Texto de la conferencia que se le impidió dar al Papa en una universdidad fundada por la Iglesia, 20 de abril de 1303 por la voluntad del papa Bonifacio VIII
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Rector magnífico;
autoridades políticas y civiles;
ilustres profesores y personal técnico administrativo;
queridos jóvenes estudiantes:
Para mí es motivo de profunda alegría encontrarme con la
comunidad de la "Sapienza, Universidad de Roma" con ocasión de la
inauguración del año académico. Ya desde hace siglos esta universidad marca el
camino y la vida de la ciudad de Roma, haciendo fructificar las mejores
energías intelectuales en todos los campos del saber. Tanto en el tiempo en
que, después de su fundación impulsada por el Papa Bonifacio VIII, la
institución dependía directamente de la autoridad eclesiástica, como
sucesivamente, cuando el Studium Urbis se desarrolló como institución
del Estado italiano, vuestra comunidad académica ha conservado un gran nivel
científico y cultural, que la sitúa entre las universidades más prestigiosas
del mundo. Desde siempre la Iglesia de Roma mira con simpatía y admiración este
centro universitario, reconociendo su compromiso, a veces arduo y fatigoso, por
la investigación y la formación de las nuevas generaciones. En estos últimos
años no han faltado momentos significativos de colaboración y de diálogo.
Quiero recordar, en particular, el Encuentro mundial de rectores con ocasión
del Jubileo de las Universidades, en el que vuestra comunidad no sólo se
encargó de la acogida y la organización, sino sobre todo de la profética y
compleja propuesta de elaborar un "nuevo humanismo para el tercer
milenio".
En esta circunstancia deseo expresar mi gratitud por la
invitación que se me ha hecho a venir a vuestra universidad para pronunciar una
conferencia. Desde esta perspectiva, me planteé ante todo la pregunta: ¿Qué
puede y debe decir un Papa en una ocasión como esta? En mi conferencia en
Ratisbona hablé ciertamente como Papa, pero hablé sobre todo en calidad de ex
profesor de esa universidad, mi universidad, tratando de unir recuerdos y
actualidad. En la universidad "Sapienza", la antigua universidad de
Roma, sin embargo, he sido invitado precisamente como Obispo de Roma; por eso,
debo hablar como tal. Es cierto que en otros tiempos la "Sapienza" era la universidad del Papa; pero hoy es una universidad laica, con la
autonomía que, sobre la base de su mismo concepto fundacional, siempre ha
formado parte de su naturaleza de universidad, la cual debe estar vinculada
exclusivamente a la autoridad de la verdad. En su libertad frente a autoridades políticas y eclesiásticas la universidad encuentra su función particular,
precisamente también para la sociedad moderna, que necesita una institución de
este tipo.
Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Qué puede y debe decir el
Papa en el encuentro con la universidad de su ciudad? Reflexionando sobre esta
pregunta, me pareció que incluía otras dos, cuyo esclarecimiento debería llevar
de por sí a la respuesta. En efecto, es necesario preguntarse: ¿Cuál es la
naturaleza y la misión del Papado? Y también, ¿cuál es la naturaleza y la
misión de la universidad? En este lugar no quisiera entretenerme y entreteneros
con largas disquisiciones sobre la naturaleza del Papado. Baste una breve
alusión. El Papa es, ante todo, Obispo de Roma y, como tal, en virtud de la
sucesión del apóstol san Pedro, tiene una responsabilidad episcopal con
respecto a toda la Iglesia católica. La palabra "obispo" —episkopos—,
que en su significado inmediato se puede traducir por "vigilante", se
fundió ya en el Nuevo Testamento con el concepto bíblico de Pastor: es aquel
que, desde un puesto de observación más elevado, contempla el conjunto,
cuidándose de elegir el camino correcto y mantener la cohesión de todos sus
componentes. En este sentido, esa designación de la tarea orienta la mirada,
ante todo, hacia el interior de la comunidad creyente. El Obispo —el Pastor— es
el hombre que cuida de esa comunidad; el que la conserva unida, manteniéndola
en el camino hacia Dios, indicado por Jesús según la fe cristiana; y no sólo
indicado, pues Él mismo es para nosotros el camino. Pero esta comunidad, de la
que cuida el Obispo, sea grande o pequeña, vive en el mundo. Las condiciones en
que se encuentra, su camino, su ejemplo y su palabra influyen inevitablemente
en todo el resto de la comunidad humana en su conjunto. Cuanto más grande sea,
tanto más repercutirán en la humanidad entera sus buenas condiciones o su
posible degradación. Hoy vemos con mucha claridad cómo las condiciones de las
religiones y la situación de la Iglesia —sus crisis y sus renovaciones—
repercuten en el conjunto de la humanidad. Por eso el Papa, precisamente como Pastor de su comunidad, se ha convertido cada vez más también en una voz de
la razón ética de la humanidad.
Aquí, sin embargo, surge inmediatamente la objeción según la
cual el Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón ética,
sino que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría pretender
que valgan para quienes no comparten esta fe. Deberemos volver más adelante
sobre este tema, porque aquí se plantea la cuestión absolutamente fundamental:
¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una afirmación —sobre todo una norma moral—
demostrarse "razonable"? En este punto, por el momento, sólo quiero
poner de relieve brevemente que John Rawls, aun negando a doctrinas religiosas
globales el carácter de la razón "pública", ve sin embargo en su
razón "no pública" al menos una razón que no podría, en nombre de una
racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista, ser simplemente
desconocida por quienes la sostienen. Ve un criterio de esta racionalidad,
entre otras cosas, en el hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición
responsable y motivada, en la que en el decurso de largos tiempos se han
desarrollado argumentaciones suficientemente buenas como para sostener su
respectiva doctrina. En esta afirmación me parece importante el reconocimiento
de que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo
histórico de la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad y de
su significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de
construirse a sí misma sólo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de la
humanidad como tal —la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas— se debe
valorar como una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la
historia de las ideas.
Volvemos a la pregunta inicial. El Papa habla como
representante de una comunidad creyente, en la cual durante los siglos de su
existencia ha madurado una determinada sabiduría de vida. Habla como
representante de una comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y
de experiencia éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este sentido habla como representante de una razón ética.
Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Y qué es la universidad?,
¿cuál es su tarea? Es una pregunta de enorme alcance, a la cual, una vez más,
sólo puedo tratar de responder de una forma casi telegráfica con algunas
observaciones. Creo que se puede decir que el verdadero e íntimo origen de la
universidad está en el afán de conocimiento, que es propio del hombre. Quiere
saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad. En este sentido, se puede decir que el impulso del que nació la universidad
occidental fue el cuestionamiento de Sócrates. Pienso, por ejemplo —por
mencionar sólo un texto—, en la disputa con Eutifrón, el cual defiende ante
Sócrates la religión mítica y su devoción. A eso, Sócrates contrapone la
pregunta: "¿Tú crees que existe realmente entre los dioses una guerra
mutua y terribles enemistades y combates...? Eutifrón, ¿debemos decir que todo
eso es efectivamente verdadero?" (6 b c). En esta pregunta, aparentemente
poco devota —pero que en Sócrates se debía a una religiosidad más profunda y
más pura, de la búsqueda del Dios verdaderamente divino—, los cristianos de los
primeros siglos se reconocieron a sí mismos y su camino. Acogieron su fe no de
modo positivista, o como una vía de escape para deseos insatisfechos. La
comprendieron como la disipación de la niebla de la religión mítica para dejar
paso al descubrimiento de aquel Dios que es Razón creadora y al mismo tiempo
Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de la razón sobre el Dios más grande, así
como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero sentido del ser humano, no
era para ellos una forma problemática de falta de religiosidad, sino que era
parte esencial de su modo de ser religiosos. Por consiguiente, no necesitaban
resolver o dejar a un lado el interrogante socrático, sino que podían, más aún,
debían acogerlo y reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda
fatigosa de la razón para alcanzar el conocimiento de la verdad íntegra. Así,
en el ámbito de la fe cristiana, en el mundo cristiano, podía, más aún, debía
nacer la universidad.
Es necesario dar un paso más. El hombre quiere conocer,
quiere encontrar la verdad. La verdad es ante todo algo del ver, del
comprender, de la theoría, como la llama la tradición griega. Pero la
verdad nunca es sólo teórica. San Agustín, al establecer una correlación entre
las Bienaventuranzas del Sermón de la montaña y los dones del Espíritu que se
mencionan en Isaías 11, habló de una reciprocidad entre "scientia"
y "tristitia": el simple saber —dice— produce tristeza. Y, en
efecto, quien sólo ve y percibe todo lo que sucede en el mundo acaba por
entristecerse. Pero la verdad significa algo más que el saber: el conocimiento
de la verdad tiene como finalidad el conocimiento del bien. Este es también el
sentido del interrogante socrático: ¿Cuál es el bien que nos hace verdaderos?
La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera: este es el optimismo que
reina en la fe cristiana, porque a ella se le concedió la visión del Logos,
de la Razón creadora que, en la encarnación de Dios, se reveló al mismo tiempo
como el Bien, como la Bondad misma.
En la teología medieval hubo una discusión a fondo sobre la
relación entre teoría y praxis, sobre la correcta relación entre conocer y
obrar, una disputa que aquí no podemos desarrollar. De hecho, la universidad
medieval, con sus cuatro Facultades, presenta esta correlación. Comencemos por
la Facultad que, según la concepción de entonces, era la cuarta: la de
medicina. Aunque era considerada más como "arte" que como ciencia,
sin embargo, su inserción en el cosmos de la universitas significaba
claramente que se la situaba en el ámbito de la racionalidad, que el arte de
curar estaba bajo la guía de la razón, liberándola del ámbito de la magia. Curar es una tarea que requiere cada vez más simplemente la razón, pero precisamente
por eso necesita la conexión entre saber y poder, necesita pertenecer a la
esfera de la ratio. En la Facultad de derecho se plantea inevitablemente
la cuestión de la relación entre praxis y teoría, entre conocimiento y obrar.
Se trata de dar su justa forma a la libertad humana, que es siempre libertad en
la comunión recíproca: el derecho es el presupuesto de la libertad, no su
antagonista. Pero aquí surge inmediatamente la pregunta: ¿Cómo se establecen
los criterios de justicia que hacen posible una libertad vivida conjuntamente y
sirven al hombre para ser bueno? En este punto, se impone un salto al presente:
es la cuestión de cómo se puede encontrar una normativa jurídica que constituya
un ordenamiento de la libertad, de la dignidad humana y de los derechos del
hombre. Es la cuestión que nos ocupa hoy en los procesos democráticos de
formación de la opinión y que, al mismo tiempo, nos angustia como cuestión de
la que depende el futuro de la humanidad. Jürgen Habermas expresa, a mi parecer, un amplio consenso del pensamiento actual
cuando dice que la legitimidad de la Constitución de un país, como presupuesto
de la legalidad, derivaría de dos fuentes: de la participación política
igualitaria de todos los ciudadanos y de la forma razonable en que se resuelven
las divergencias políticas. Con respecto a esta "forma razonable",
afirma que no puede ser sólo una lucha por mayorías aritméticas, sino que debe
caracterizarse como un "proceso de argumentación sensible a la
verdad" (wahrheitssensibles Argumentationsverfahren). Está bien
dicho, pero es muy difícil transformarlo en una praxis política. Como sabemos,
los representantes de ese "proceso de argumentación" público son principalmente
los partidos en cuanto responsables de la formación de la voluntad política. De
hecho, sin duda buscarán sobre todo la consecución de mayorías y así se
ocuparán casi inevitablemente de los intereses que prometen satisfacer. Ahora
bien, esos intereses a menudo son particulares y no están verdaderamente al
servicio del conjunto. La sensibilidad por la verdad se ve siempre arrollada de
nuevo por la sensibilidad por los intereses. Yo considero significativo el
hecho de que Habermas hable de la sensibilidad por la verdad como un elemento
necesario en el proceso de argumentación política, volviendo a insertar así el
concepto de verdad en el debate filosófico y en el político.
Pero entonces se hace inevitable la pregunta de Pilato: ¿Qué
es la verdad? Y ¿cómo se la reconoce? Si para esto se remite a la "razón
pública", como hace Rawls, se plantea necesariamente otra pregunta: ¿qué
es razonable? ¿Cómo demuestra una razón que es razón verdadera? En cualquier
caso, según eso, resulta evidente que, en la búsqueda del derecho de la
libertad, de la verdad de la justa convivencia, se debe escuchar a instancias
diferentes de los partidos y de los grupos de interés, sin que ello implique en
modo alguno querer restarles importancia. Así volvemos a la estructura de la
universidad medieval. Juntamente con la Facultad de derecho estaban las
Facultades de filosofía y de teología, a las que se encomendaba la búsqueda
sobre el ser hombre en su totalidad y, con ello, la tarea de mantener despierta
la sensibilidad por la verdad. Se podría decir incluso que este es el sentido
permanente y verdadero de ambas Facultades: ser guardianes de la sensibilidad
por la verdad, no permitir que el hombre se aparte de la búsqueda de la verdad. Pero, ¿cómo pueden dichas Facultades cumplir esa tarea? Esta pregunta exige un
esfuerzo permanente y nunca se plantea ni se resuelve de manera definitiva. En
este punto, pues, tampoco yo puedo dar propiamente una respuesta. Sólo puedo
hacer una invitación a mantenerse en camino con esta pregunta, en camino con
los grandes que a lo largo de toda la historia han luchado y buscado, con sus
respuestas y con su inquietud por la verdad, que remite continuamente más allá
de cualquier respuesta particular.
De este modo, la teología y la filosofía forman una peculiar
pareja de gemelos, en la que ninguna de las dos puede separarse totalmente de
la otra y, sin embargo, cada una debe conservar su propia tarea y su propia
identidad. Históricamente, es mérito de santo Tomás de Aquino —ante la
diferente respuesta de los Padres a causa de su contexto histórico— el haber
puesto de manifiesto la autonomía de la filosofía y, con ello, el derecho y la
responsabilidad propios de la razón que se interroga basándose en sus propias
fuerzas. Los Padres, diferenciándose de las filosofías neoplatónicas, en las
que la religión y la filosofía estaban unidas de manera inseparable, habían
presentado la fe cristiana como la verdadera filosofía, subrayando también que
esta fe corresponde a las exigencias de la razón que busca la verdad; que la fe
es el "sí" a la verdad, con respecto a las religiones míticas, que se
habían convertido en mera costumbre. Pero luego, en el momento del nacimiento
de la universidad, en Occidente ya no existían esas religiones, sino sólo el
cristianismo; por eso, era necesario subrayar de modo nuevo la responsabilidad
propia de la razón, que no queda absorbida por la fe. A santo Tomás le tocó vivir en un momento privilegiado: por primera vez, los escritos
filosóficos de Aristóteles eran accesibles en su integridad; estaban presentes
las filosofías judías y árabes, como apropiaciones y continuaciones específicas
de la filosofía griega. Por eso el cristianismo, en un nuevo diálogo con la
razón de los demás, con quienes se venía encontrando, tuvo que luchar por su
propia racionalidad. La Facultad de filosofía que, como "Facultad de los
artistas" —así se llamaba—, hasta aquel momento había sido sólo
propedéutica con respecto a la teología, se convirtió entonces en una verdadera
Facultad, en un interlocutor autónomo de la teología y de la fe reflejada en
ella. Aquí no podemos detenernos en la interesante confrontación que se derivó
de ello. Yo diría que la idea de santo Tomás sobre la relación entre la
filosofía y la teología podría expresarse en la fórmula que encontró el
concilio de Calcedonia para la cristología: la filosofía y la teología deben
relacionarse entre sí "sin confusión y sin separación". "Sin
confusión" quiere decir que cada una de las dos debe conservar su
identidad propia. La filosofía debe seguir siendo verdaderamente una búsqueda
de la razón con su propia libertad y su propia responsabilidad; debe ver sus
límites y precisamente así también su grandeza y amplitud. La teología debe
seguir sacando de un tesoro de conocimiento que ella misma no ha inventado, que
siempre la supera y que, al no ser totalmente agotable mediante la reflexión,
precisamente por eso siempre suscita de nuevo el pensamiento. Junto con el
"sin confusión" está también el "sin separación": la
filosofía no vuelve a comenzar cada vez desde el punto cero del sujeto pensante
de modo aislado, sino que se inserta en el gran diálogo de la sabiduría
histórica, que acoge y desarrolla una y otra vez de forma crítica y a la vez
dócil; pero tampoco debe cerrarse ante lo que las religiones, y en particular
la fe cristiana, han recibido y dado a la humanidad como indicación del camino.
La historia ha demostrado que varias cosas dichas por teólogos en el decurso de
la historia, o también llevadas a la práctica por las autoridades eclesiales,
eran falsas y hoy nos confunden. Pero, al mismo tiempo, es verdad que la
historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de
la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial,
convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente,
mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de
la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes
esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que
el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una "comprehensive
religious doctrine" en el sentido de Rawls, sino una fuerza
purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje
cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo hacia la
verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses.
Bien; hasta ahora he hablado sólo de la universidad
medieval, pero tratando de aclarar la naturaleza permanente de la universidad y
de su tarea. En los tiempos modernos se han abierto nuevas dimensiones del
saber, que en la universidad se valoran sobre todo en dos grandes ámbitos: ante
todo, en el de las ciencias naturales, que se han desarrollado sobre la base de
la conexión entre experimentación y presupuesta racionalidad de la materia; en
segundo lugar, en el de las ciencias históricas y humanísticas, en las que el
hombre, escrutando el espejo de su historia y aclarando las dimensiones de su
naturaleza, trata de comprenderse mejor a sí mismo. En este desarrollo no sólo
se ha abierto a la humanidad una cantidad inmensa de saber y de poder; también
han crecido el conocimiento y el reconocimiento de los derechos y de la
dignidad del hombre, y de esto no podemos por menos de estar agradecidos. Pero
nunca puede decirse que el camino del hombre se haya completado del todo y que
el peligro de caer en la inhumanidad haya quedado totalmente descartado, como
vemos en el panorama de la historia actual. Hoy, el peligro del mundo
occidental —por hablar sólo de éste— es que el hombre, precisamente teniendo en
cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de
los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla
como criterio último. Dicho desde el punto de vista de la estructura de la
universidad: existe el peligro de que la filosofía, al no sentirse ya capaz de
cumplir su verdadera tarea, degenere en positivismo; que la teología, con su
mensaje dirigido a la razón, quede confinada a la esfera privada de un grupo
más o menos grande. Sin embargo, si la razón, celosa de su presunta pureza, se
hace sorda al gran mensaje que le viene de la fe cristiana y de su sabiduría,
se seca como un árbol cuyas raíces no reciben ya las aguas que le dan vida.
Pierde la valentía por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña.
Eso, aplicado a nuestra cultura europea, significa: si quiere sólo construirse
a sí misma sobre la base del círculo de sus propias argumentaciones y de lo que
en el momento la convence, y, preocupada por su laicidad, se aleja de las
raíces de las que vive, entonces ya no se hace más razonable y más pura, sino
que se descompone y se fragmenta.
Con esto vuelvo al punto de partida. ¿Qué tiene que hacer o
qué tiene que decir el Papa en la universidad? Seguramente no debe tratar de
imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en
libertad. Más allá de su ministerio de Pastor en la Iglesia, y de acuerdo con
la naturaleza intrínseca de este ministerio pastoral, tiene la misión de
mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la
razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este camino,
estimularla a descubrir las útiles luces que han surgido a lo largo de la
historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que
ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro.
Vaticano, 17 de enero de 2008
Domingo 20 de enero de 2008
Palabras del Papa después del Ángelus
Queridos
amigos: ante todo, deseo saludar ahora a los jóvenes universitarios, que
son muy numerosos —¡Gracias por vuestra presencia!—, a los profesores y a todos
vosotros que habéis venido hoy en tan gran número a la plaza de San Pedro para
participar en la oración del Ángelus y para expresarme vuestra solidaridad. Es
hermoso ver esta fraternidad común de la fe. Gracias por esto.
Saludo también a todos los que están unidos espiritualmente
a nosotros. Os doy las gracias de corazón, queridos amigos; doy las gracias al
cardenal vicario, que se ha hecho promotor de este momento de encuentro. Como
sabéis, había aceptado de muy buen grado la amable invitación que me habían
hecho para intervenir el jueves pasado en la inauguración del año académico de la "Sapienza, Universidad de Roma" y redacté con gran alegría mi discurso.
Conozco bien esa universidad, la estimo y siento afecto por
los alumnos que la frecuentan: todos los años, en numerosas ocasiones,
muchos de ellos vienen al Vaticano para encontrarse conmigo, juntamente con sus
compañeros de las otras universidades. Por desgracia, como es sabido, el clima
que se había creado hizo que mi presencia en la ceremonia fuera inoportuna. Sintiéndolo
mucho, suspendí la visita, pero de todos modos he querido enviar el texto que
había preparado, en los días después de Navidad, para esa ocasión.
Al ambiente universitario, que durante muchos años fue mi
mundo, me une el amor por la búsqueda de la verdad, por la confrontación, por
el diálogo franco y respetuoso entre las recíprocas posiciones. Todo esto es
también misión de la Iglesia, comprometida a seguir fielmente a Jesús, Maestro
de vida, de verdad y de amor. Como profesor emérito, por decirlo así, que me
encontré con tantos estudiantes en mi vida, os animo a todos, queridos
universitarios, a ser siempre respetuosos con las opiniones ajenas y a buscar,
con espíritu libre y responsable, la verdad y el bien. A todos y a cada uno
renuevo la expresión de mi gratitud, asegurando mi afecto y mi oración.·- ·-· -······-·
Benedicto XVI
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