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Límites para el islam en España
por
Luis María Sandoval
La laicidad propiamente dicha es una noción cristiana, procedente de afirmar la coexistencia y la distinción entre un orden natural y una revelación positiva, y, paralelamente, la existencia de dos poderes, civil y religioso, independientes entre sí; nociones muy distantes tanto del laicismo de presupuestos ateos como del absorbente teocratismo musulmán.
De modo que “la laicidad ante el reto del islam” no será sino el mínimo común que los cristianos debemos proponer, y procurar, que se establezca en las relaciones entre los musulmanes y las leyes y autoridades civiles.
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Planteamiento católico
Notemos tres cosas:
- No existe una especie
de ‘iglesia’ llamada ‘islam’ que tenga el Corán por Biblia pero posea una
constitución orgánica como la Iglesia Católica. Las otras religiones no son en absoluto como la cristiana sólo que con nombres cambiados. Y los musulmanes son una
multitud dividida. Dividida en cuanto a escuelas y autoridades, y
consiguientemente en posturas legales y políticas, aunque sin embargo no llegan
a la heterogeneidad por causa de su simplismo dogmático y la rigidez de su ley
religiosa.
- Siendo nuestro
presupuesto típicamente cristiano, sería raro y difícil que alcancemos
conclusiones que satisfagan a los seguidores de Mahoma.
- Tampoco los católicos
podemos sacrificar las enseñanzas de la Iglesia, o ponerlas entre paréntesis,
ni considerarlas negociables, porque las tenemos, lisa y llanamente por
verdaderas, y por ello las más prudentes y provechosas para la vida social.
Leyendo el Concilio
En esta comunicación nos
serviremos solamente de dos textos del Concilio Vaticano II, sin que eso
signifique que a ellos se reduzcan las fuentes aplicables al caso del
Magisterio. Son la Declaración Dignitatis humanae sobre libertad religiosa y la Declaración Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
Comenzando por la
segunda, en ella leemos (§ 3) una declaración de aprecio a los musulmanes en
cuanto participan de verdades y actitudes que coinciden con el Depósito de la
Fe, y que se enumeran, por lo que lógicamente se omiten como motivos de elogio
la consideración de Mahoma como profeta y la del Corán como texto revelado. Puntos fundamentales de la creencia islámica, de los que
proceden y dependen las coincidencias elogiadas.
Y continúa la Declaración
diciendo: “Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y
enemistades entre cristianos y musulmanes, el sagrado Concilio exhorta a todos
a que, olvidando lo pasado, procuren sinceramente una mutua comprensión,
defiendan y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y
libertad para todos los hombres”.
En ese párrafo el
Concilio nos exhorta a la comprensión mutua olvidando el pasado. Por lo tanto,
no alcanza esos requisitos, y no debe continuarse, el diálogo con aquellos
seguidores de Mahoma que, incongruentemente, no cesan de recordar, al mismo
tiempo, las culpas del colonialismo occidental en tierras musulmanas,
abultándolas, y reclaman la restauración del califato, con inclusión de Al
Andalus, de acuerdo con invasiones militares pretéritas.
Suficiente concesión por
parte cristiana es llamar, con eufemismo superlativo, ‘desavenencias’ a la
agresión y sojuzgamiento islámico de las tierras de más antigua Cristiandad,
desde Asia Menor a Egipto pasando por Tierra Santa, sin olvidar las invasiones
fallidas o finalmente rechazadas en las tres penínsulas mediterráneas.
Por otra parte,
centrándonos en el presente como nos insta el Concilio, la búsqueda común de
la libertad y la paz no tiene sentido con quienes prediquen la yihad o
practiquen el estatuto de protegidos (dimmíes) con los cristianos en tierras de
oriente. La Santa Sede ha levantado su voz numerosas veces para quejarse de la
falta de reciprocidad entre los países de mayoría cristiana e islámica en
materia de libertad religiosa. Es un reto de la laicidad reclamar, incluso por
vía de retorsión diplomática y civil, dicha reciprocidad, pero aquí nos
centraremos en el reto del islam en España.
De modo que no se
contradice la Declaración Nostra Aetate, sino que se la sigue fielmente, cuando se rechaza una actitud acomplejada por el pasado de los católicos
ante los musulmanes, y se reclama a éstos trabajar juntos específicamente en
pro de la libertad religiosa entre otras libertades. Sin esas condiciones,
entendemos que determinados musulmanes no están preparados todavía para un
auténtico diálogo; y una sana laicidad, en consecuencia, no debe prestarse a
fingimientos de diálogo, y sí debe tomar las debidas cautelas.
En cuanto a la Declaración Dignitatis Humanae, fue uno de los textos más debatidos -y por ello más
elaborados- del Concilio, y en su redacción definitiva tuvo el episcopado
español un peso particular.
El texto central de dicha
declaración (§ 2) dice: “Este Concilio Vaticano declara que la persona humana
tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los
hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas
particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de
tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su
conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público,
sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.
Se observará que desde la
misma definición se declara expresamente que la libertad religiosa, que los
católicos reconocemos a los musulmanes en occidente, posee unos límites
connaturales: no es absoluta, incondicional ni pánfila.
Tan importante es la
cuestión de los límites debidos de la libertad religiosa que el Catecismo de la Iglesia Católica, después de enunciar dicho derecho (§ 2106), dedica dos números más a
desvanecer falsas interpretaciones del mismo y recordar sus límites (§§
2108-2109). En la propia Declaración dicha idea se reitera varias veces: el
ejercicio de la libertad religiosa no puede ser impedido “con tal de que se
guarde el justo orden público” (§ 2); no debe negarse el libre ejercicio de la
religión en la sociedad, “siempre que quede a salvo el justo orden público” (§
3); a las comunidades religiosas se les debe inmunidad “con tal de que no
violen las justas exigencias del orden público” (§ 4); y la sociedad civil
tiene derecho a protegerse contra los abusos que puedan darse so pretexto de
libertad religiosa mediante “normas jurídicas conformes con el orden moral
objetivo” (§ 7).
Tanto durante la
elaboración de la Declaración, como en su posterior interpretación, se
manifestaron dos tendencias al respecto: una, más laxista y meramente negativa,
que remitía los límites de la libertad religiosa al mero orden público externo,
y otra, más positiva y prudente, que quería ver recogidos, tanto la universal
obligación moral respecto a la verdad de la doctrina tradicional, cuanto el
contenido moral objetivo del orden público. Y aunque de la propia Declaración se siga que la noción de orden público comprende, además de la paz
pública, la pacífica composición de los derechos de los ciudadanos y “la
custodia de la moralidad pública” (§ 7), y aunque la interpretación autorizada
del Catecismo sea que “El derecho a la libertad religiosa no puede ser de suyo
ni ilimitado ni limitado solamente por un «orden público» concebido de manera
positivista o naturalista” (§ 2109), prefiero, para evitar extralimitaciones
por mi parte en la argumentación, retener tan sólo, como límite de la libertad
religiosa ‑mínimo indiscutido entre católicos-, el orden público.
La tesis: velar por
los límites de la libertad religiosa
Afirmo que los
católicos debemos defender para los musulmanes en España la libertad religiosa
que el Concilio nos enseña. Límites incluidos.
Porque nada justifica que
las peculiariedades musulmanas nos hagan mirar para otro lado en materia de
límites en el ejercicio de su libertad religiosa. Seríamos hipócritas si
mantuviéramos esta lógica doctrina sólo sobre el papel, o sólo pretendiéramos
aplicarla, por ejemplo, a Testigos de Jehová u otros grupos menores que ni
concitan simpatías populares ni tampoco son temidos.
Los
individuos o grupos islámicos que prediquen, alienten, practiquen o encubran
actos contra el orden público en nombre de su religión no pueden gozar de la
protección de la doctrina católica sobre libertad religiosa. Y la sana laicidad
–la de los católicos y de los que no lo son- está legitimada -y si está
constituída en autoridad, está obligada- para proscribir legalmente dichos
grupos, y actuar penalmente contra los autores de delitos tipificados, siquiera
sea en grado de inducción o apología.
Una visión positiva del
orden público puede considerar que las enseñanzas islámicas de desigualdad
entre los hombres atentan contra él. Así, la admisión de la esclavitud, la
discriminación general de la mujer y la de los creyentes de otras religiones,
sometidos a una gravosa ‘protección’ obligada (protección en última instancia
respecto de los propios musulmanes, como cualquier otra extorsión). En la medida
en que tales predicaciones y justificaciones se convirtieran en prácticas
contra los derechos humanos reconocidos en España, considero que la tutela del
orden público exigiría la prohibición y castigo de los grupos islámicos que las
perpetraran, aunque otros pueden preferir afirmar que la predicación y práctica
de la discriminación entre personas no afecta al orden público.
Pero en el caso de la
instigación y justificación del homicidio particular o colectivo (justificado
como guerra) contra los demás ciudadanos españoles, entiendo que la lesión del
orden público más elemental es tan grave y patente que cualquier pretendido
escrúpulo cristiano acerca de su persecución y represión es miope, cuando no
culpable.
La amenaza a los
antiguos musulmanes bautizados
Un caso específico es
particularmente odioso: el de la condena a muerte del apóstata del islam que
cualquier seguidor mahometano puede y debe ejecutar.
No es un caso teórico, ni del pasado, ni oculto: el diario de internet Minuto
Digital informaba el pasado 14 de agosto de cómo Mohamed Higazi, un egipcio
converso al cristianismo en secreto junto con su esposa, no consigue que el
estado reconozca su cambio de religión, en tanto que públicamente se justifica
y alienta el aplicarle la sharia: “El jeque Yussef el Badri ha emitido una
«fatua» (decreto religioso) que aprueba el derramamiento de la sangre del
«apóstata» Higazi. «Se le debe pedir que se arrepienta, si no lo hace se le
debe golpear en el cuello y si persiste se le debe aplicar la pena de muerte»,
señaló el jeque al diario «Daily News»”.
¿Debemos los laicos
católicos, debe la sana laicidad, permitir que en España se introduzca esta
actitud?
No es una pregunta
retórica: ya en 2001 el suplemento dominical Crónica de El Mundo (7 de octubre)
entrevistaba a un español (natural de La Bañeza) convertido al islam, Yusuf
Idris Martínez Fernández con la intención de evitar la identificación global
del islam con los recién producidos atentados del 11-S en Nueva York. Sin
embargo, tanto de la entrevista con Yusuf Martínez: “–¿De modo que está de
acuerdo con la sharia que prescribe la muerte del que abjura? –Sí, aunque yo
soy totalmente tolerante”, como de otros dos conversos granadinos Malik
Abderrahman Ruiz y Sidi Isa Fernández, respectivamente emir y vicepresidente a
la sazón de la Comunidad Islámica en España “En el islam es básica la confianza
entre unos y otros. Es el fundamento social. Y así como cuando en el cuerpo
nace un tumor o una gangrena lo cercenamos, también por salvar a la mayoría se
cercena al apóstata” se sigue que ni siquiera entre europeos de nacimiento, y
beneficiarios precisamente de un cambio de religión, se encuentra el más mínimo
contagio de misericordia para con los cristianos procedentes del Corán. Y si ni
siquiera por razones de conveniencia debidas a la fecha se hace en aquellas
declaraciones ocultación de tan amenazadora postura ¿no hemos de pensar que la
práctica de esa ‘sentencia’ de muerte es una amenaza muy real, también en
España?
¿Tal práctica, e incluso
tales declaraciones, no deberá ser perseguida y, sobre todo, prevenida con
medidas legales cautelares? Afirmo que sí en nombre de la libertad religiosa
que enseña el Concilio, la cual es parte fundamental de una sana laicidad de la
sociedad política. Y para prevenir actos terroristas y crímenes, ya se
pretendan yihad o punición de apostasías, deben vigilarse diligentemente los
sermones y publicaciones (españolas e importadas) de imanes, mezquitas y
escuelas coránicas .
Sed contra. Presunto
antiislamismo
Hasta aquí las tesis. Y ahora
la solución a las objeciones que pueden suscitar.
La acusación de
antiislamismo a estas propuestas no tiene fundamento. No pido que se persiga a
los seguidores de Mahoma por serlo, sino a los inductores de delitos,
tipificados de antiguo, mediante la predicación del odio religioso. Y si cito
expresamente a los musulmanes es porque experiencias anteriores, y el criterio
de los expertos, indican que tales predicaciones son frecuentes en sus
ambientes.
En cualquier caso, sí
sería más rigurosa, y verdaderamente antiislámica, la propuesta de que los
individuos y las comunidades musulmanas recibieran el mismo trato legal que
reciben los cristianos, por serlo, no ya en Arabia Saudita o Irán, sino en el
vecino Marruecos o la Turquía candidata a socia europea. No, aquí sólo se
reclama la aplicación de la libertad religiosa con los límites que le son
connaturales.
¿Y si el problema es
el Islam?
Sí podríamos admitir la
acusación de antiislamismo en la medida en que se nos diga que la proscripción
y la prevención de la yihad, o del asesinato de exmusulmanes, no afectaría a
una minoría desviada y extremista de los seguidores del Corán, sino a su
práctica totalidad, porque todos coinciden en estos puntos, de modo que la
proscripción legal que propongo es una forma encubierta de perseguir al
conjunto de los musulmanes.
¿Entonces? Algunos se
apresurarán a decir que yihad es una palabra con dos acepciones, y que el
‘verdadero’ islam es una religión de paz.
Debemos dejar sentado, de
una vez para siempre, que, si cualquier cristiano y cualquier hombre de buena
voluntad tiene autoridad para reprochar como injusta la doctrina de la yihad y
del asesinato de exmusulmanes, nadie, ni laico, ni clérigo, ni Papa, posee
competencia para afirmar qué opinión es más mahometana. Eso competería a la
inexistente autoridad religiosa central islámica .
Nos gustaría que el islam fuera de hecho una religión de paz, pero la
autenticidad de una religión falsa no tiene por qué hacer coincidir su
enseñanza con la verdad metafísica o moral.
De
hecho, si leemos a los expertos, comprobamos que el islam más fiel a las
enseñanzas de Mahoma no es el más tranquilizador. Nos limitaremos a uno solo,
muy calificado, por sacerdote católico jesuita, y por árabe egipcio residente
en Líbano, Samir Khalil Samir:
De la distinción entre
grande y pequeña yihad dice “es una elaboración que no se corresponde ni con la
tradición ni con el lenguaje moderno [...] tanto en el plano histórico, desde
el Corán en adelante, como en el sociológico, el significado actual de yihad es
unívoco y designa la guerra islámica hecha en nombre de Dios para defender el
islam” .
De la autenticidad
islámica del yihad: “En el Corán encontramos tanto versículos que están a favor
de la tolerancia religiosa, como otros que son abiertamente contrarios a esta
tolerancia [...] El problema es que, sea cual sea su posición, los musulmanes
no han admitido nunca que algún versículo del Corán haya dejado de tener valor
hoy. De ahí que los ulemas estén obligados a decir que no comparten la elección
de quien adopta como normativo el ‘versículo de la Espada’, aunque no pueden
condenarlo. De este modo hay dos opciones diferentes en el Corán: una agresiva
y otra pacífica, y ambas son aceptables” .
Respecto a la realidad de
los musulmanes acusados de ‘apóstatas’, Samir Kalil Samir aporta textos y
noticias de legislaciones y casos recientes (páginas 74-75 y 96-101).
Pero si el islam en
bloque es o no el problema, y el objeto que cae fuera de los rectos límites de
la libertad religiosa, esa es una cuestión que debemos eludir. Es un problema
cuyo debate incumbe sólo a los seguidores de Mahoma. A nosotros nos ha de
bastar velar eficazmente porque, so capa de respeto a la religión mahometana de
unos (y si fuera de la de todos, aún más), no se amenace y vulnere gravemente
el orden público.
Y conviene saber que ésta
es la postura moderada en nuestras circunstancias: en Holanda, Geert Wilders,
líder del minoritario Partido de la Libertad ya ha propuesto la prohibición del
Corán, como libro que incita a la violencia y el asesinato .
Equipararnos al Islam
Otra objeción posible es
la de que los católicos debemos guiarnos por una ‘alianza de religiones’ con el
islam frente al laicismo. Solicitar limitaciones a la libertad religiosa de los
musulmanes en España se podría volver en contra de la Iglesia, por lo que
deberíamos inclinarnos por el máximo laxismo al respecto.
Pero... el laicismo en
occidente desde la Ilustración y la Revolución Francesa a la Educación para la Ciudadanía no ha necesitado del pretexto del islam
para perseguir a la Iglesia y a lo cristiano, repetidamente y a veces
cruentamente.
En cambio, ante la gente
común apartada del evangelio es la identificación con el islam la que nos
perjudica a partir del juicio temerario de que ‘todas la religiones –sobre todo
las monoteístas y reveladas- son iguales’, y siguiendo con las falsedades de
que las cruzadas son como el yihad ¡y anteriores!, etc.
El interés cristiano se
encuentra en la verdad. Y por la verdad que es nuestro interés no podemos
consentir, ni menos favorecer, la equiparación de Cristo con Mahoma. Al margen
de la multitud de diferencias entre ambos, algunas infinitas, hay que atreverse
a decir que mientras el cristiano tibio también es un ciudadano tibio, el
musulmán tibio es el que convive pacíficamente, mientras que el paso obligado
para convertirse en peligro público es la recuperación rigurosa del Corán.
De otro modo: es cierto
que a la Iglesia van –vamos- muchos pecadores, pero todos los santos,
clamorosos u ocultos, las frecuentan; y, en cambio, no todos los que frecuentan
las mezquitas son terroristas, pero todos los intransigentes y terroristas
islamistas empiezan por frecuentar determinadas mezquitas.
La religión cristiana y
la religión mahometana, cuando son auténticas, producen frutos opuestos.
Del mismo modo que no
abogamos por la libertad para el aborto para que pueda gozar de libertad la
causa provida, no nos hace falta proteger una falsa libertad religiosa de
promover la yihad (contra ¡los cristianos!) para que se nos reconozca la libertad
de predicar y vivir el Evangelio.
El avestruz
Una última objeción, en
realidad la más extendida, profunda y fuerte, es de mera conveniencia: no
conviene incidir sobre la cuestión de los peligros inherentes al islam, porque
se corre con ello el riesgo de radicalizar a las grandes masas de inmigrantes y
conversos que residen en España, si se sienten atacados en sus predicaciones y
normas.
El que así arguye da por
sobreentendido que la solidaridad con los yihadistas, y no con sus vecinos
españoles, de los musulmanes no radicalizados actualmente no deja de ser una
potencialidad muy fuerte, (sin duda por la doctrina en que han sido educados).
De ciertas encuestas en otros países se sigue que ésta es una tendencia muy
real y preocupante .
Pareciera que semejante
supuesto debiera resultar acuciante. Pero, si en vez de responder jurídicamente
a la amenaza nos dejamos vencer por el miedo, no por ello la afirmación del
peligro radicado en ciertas predicaciones islámicas es falso y objetable, sino
más verdadero.
Nos encontramos en la
misma situación en que un amigo bienintencionado nos aconsejara: “no digas que
fulano es iracundo e irritable, que, si se entera, nos pega seguro”. Del mismo
modo, no se podría decir la verdad respecto del islam ¡porque bien sabemos que
es la verdad!
Resumen
Debemos defender el ejercicio de la libertad
religiosa para los seguidores de Mahoma, tal y como la define el Concilio
Vaticano II. Con todos los límites inherentes, que Concilio y Catecismo recalcan:
orden moral objetivo y justo orden público. Sin excepciones para el islam.
Los individuos o grupos islámicos que prediquen,
practiquen o encubran actos contra el orden público, en nombre de su
religión, no pueden gozar de la protección de la doctrina católica sobre
libertad religiosa. Y la sana laicidad está legitimada -y si está constituída
en autoridad, está obligada- para proscribir legalmente dichos grupos, y
actuar penalmente contra los autores de delitos tipificados, incluso en grado
de inducción o apología.
La aplicación de la ley coránica viola en
ocasiones derechos humanos. Si alguien quiere creer que haciendo la vista gorda
acerca del trato a las mujeres se preserva el orden público, no parece
acertado. Pero sin duda sí se viola, y se amenaza gravemente, cuando se predica
la guerra santa y la pena de muerte al musulmán que se bautiza.
No es antiislámico perseguir conductas siempre
tipificadas como delito. Que todos los musulmanes concuerden o no en esas
prácticas no lo decidimos nosotros, sólo haría más urgente el tomar precacuciones.
Y no es preciso pedir manga ancha para el islam con el fin de proteger la
religión cristiana, que pierde, y mucho, con semejante equiparación y alianza.
·- ·-· -······-·
Luis María Sandoval
Este es un punto cierto, que todavía hoy goza de práctica unanimidad entre los
musulmanes, como veremos a continuación, aunque sus fuentes coránicas no son
concluyentes. Al respecto, vid. Félix M. Pareja, La religiosidad musulmana,
Madrid, BAC, 1975, págs. 96-97 y Jacques Jomier, Para conocer el islam,
Estella, Editorial Verbo Divino, 1989, pág. 87
En teoría la relación directa del fiel con Allah conduciría a un exacerbado
libre examen, pero en la práctica sólo a las personas que ya poseen un poder
establecido, religioso y civil, les es dado marcar una interpretación propia a
su conveniencia, dado su capacidad de imponerla. En cualquier caso no se puede
hablar propiamente de herejías en el islam sino de posiciones mayoritarias.
Víd. Samir Khalil Samir, Cien preguntas sobre el Islam, Madrid,
Encuentro, 2003, págs. 39-43 y Silvia Scaranari Introvigne, L’Islam,
Roma, Elledici, 1998, págs. 82-84.
Samir Khalil Samir, Cien preguntas sobre el Islam, Madrid, Encuentro,
2003, págs. 43-44.
Víd. Gustavo de Arístegui, La yihad en España, Madrid, La esfera de los
libros, 2005, págs. 244-245.
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