Introducción
Entre
los argumentos esgrimidos por los movimientos ecologistas más
exacerbados, en torno a las crisis ambientales y la ruptura de los ciclos
naturales, figura la manida dialéctica en torno al crecimiento poblacional y a
la escasez de recursos alimenticios. Se trata de un viciado debate, no exento
de intereses ideológicos, surgido en el siglo XVIII, en plena Ilustración y en
naciones anglosajonas de claro matiz protestante. Si bien, en un principio, la
controversia se planteó sobre los dos términos reseñados, tomados como axiomas, ulteriormente
se extendería a otras líneas de discusión: suficiencia de otros recursos;
contaminación; desertización; pérdida de biodiversidad; calentamiento global;
destrucción de la capa de ozono. En fin, a modo de preámbulo, podríamos
adelantar que aquellas dieciochescas teorías han servido de base argumental
para justificar toda una serie de catastrofistas visiones en las que, cómo no,
el ser humano parece ser el culpable de todos los desastres medioambientales.
Nada
más conveniente, para afrontar esta controversia entre incremento poblacional y
supuesta escasez de recursos, que seguir las indicaciones de Santiago Ramón y
Cajal (1991) sobre el método científico. Las principales fuentes de
conocimiento, clásicas por otra parte, son las siguientes:
·
Quaestio: observación y
planteamiento de una cuestión (tesis).
·
Disputatio:
experimentación y/o argumentación de la cuestión (antítesis).
·
Sententia: conclusión en
base al razonamiento inductivo y deductivo (síntesis).
Lógico esquema que nos permitirá
diseccionar, pulcramente, la cuestión hoy sometida a debate.
Breve
exposición histórica y posicionamientos frente al debate “escasez de recursos y
crecimiento poblacional”
La preocupación por la sobrepoblación
viene de antiguo. En tablillas mesopotámicas del 1600 a. C., ya trasciende la
preocupación de los babilonios porque el mundo estuviera ya demasiado lleno
(Cohen, 2005).
En
1750, se publica la obra de Benjamin Franklin:
“Observaciones sobre el incremento poblacional y la colonización de los
países”. Un libro que influirá notablemente en las ulteriores teorías de Thomas
Robert Malthus y Charles Darwin. En opinión de este pastor: “No es menester hacer venir extranjeros para
llenar los vacíos ocasionales que se produzcan en la población del país, pues
estos huecos serán pronto colmados por la natural reproducción… Se supone que
hoy se hallan en América más de un millón de ingleses –aunque se cree que
apenas han venido ochenta mil del otro lado del Atlántico- y, sin embargo, no
hay menos en la Gran Bretaña,
sino muchos más”. Por “extranjeros”, Franklin entendía a los ingleses,
aunque sus sentimientos patrios se debatían entre Inglaterra, Norteamérica y,
más concretamente, Filadelfia. Y por “vacíos ocasionales” deben entenderse las
tasas de mortandad, tanto las naturales entre los colonizadores como las
derivadas de sus enfrentamientos con las poblaciones indígenas.
Estas
aseveraciones corresponden a las observaciones de Franklin sobre el crecimiento
poblacional de las colonias inglesas en los trece primeros Estados de aquellas
tierras, tan fecundas en recursos. Las poblaciones parecían duplicarse cada
veinticinco años, lo que permitiría pronosticar un crecimiento en progresión
geométrica creciente con una razón
de dos: 25 x 2; 50 x 2; 100 x 2… Crecimiento que sólo se vería frenado si los
recursos escaseasen, como consecuencia de la competencia por ellos entre una
población excesivamente grande: “No
existe sustancialmente ningún límite a la proliferación de plantas y animales,
salvo el determinado porque se llegue a alcanzar un número excesivo o por la
recíproca competencia para el logro de los medios de subsistencia”. Esta
idea de “subsistencia”, bajo el racionalismo iluminista, introduce los
conceptos de especie consumidora (explotadora) y especie consumida (explotada)
Antes de proseguir, cabe reseñar algunas
objeciones a los planteamientos de Benjamin Franklin. El primer censo de
habitantes en Estados Unidos data de 1790, precisamente
el año en que falleció Franklin. Y el primer registro de inmigrantes de 1819.
Por ende, tampoco existían estudios sobre la disponibilidad de recursos. Es
decir, las teorías expuestas por Franklin en 1750 adolecen de toda base
empírica.
Y,
sin embargo, a pesar de tan débil basamento racional, las ideas de
Franklin serían pronto retomadas por el economista británico Thomas Robert
Malthus. En 1798, se publica la obra de este renombrado economista inglés:
“Ensayo sobre el principio de la población”. Al crecimiento poblacional en
progresión geométrica creciente, formulado por Benjamin Franklin, Malthus añade
otra suposición estadística: la necesaria para justificar el “caos
demográfico”. Malthus aporta la siguiente derivada: la tendencia en el crecimiento
de los recursos alimenticios seguiría una progresión aritmética o constante. Así, según
las previsiones de Malthus, al crecer más rápidamente la población (progresión
geométrica) que los alimentos (progresión aritmética), llegaría un momento de
colapso en el que la escasez de estos últimos hiciera insostenible el sistema.
La
solución a esta hipotética pauperación de la población, en opinión de Malthus,
pasaría por frenar el crecimiento de la misma. Concretamente
el de las clases proletarias, pues entendía
que cualquier mejora en su bienestar fomentaría su reproducción. Así, Malthus
no sólo se oponía a las “poor laws” (leyes de pobreza), negándoles toda
prestación social, sino que era partidario de mantener a los trabajadores en
insalubres suburbios. La perpetuación, en opinión de D’Entremont y Pérez Adán (1997), de una “situación de egoísmo, de injusticia y de insolidaridad en el mundo”.
Sobra
decir que las predicciones maltusianas no se cumplieron. Con la Revolución Industrial
(1850), se incrementaron la producción de recursos, los salarios y el bienestar
de la población en los países desarrollados.
A
partir de los años sesenta, surge un neomaltusianismo no menos catastrofista,
pregonado por varios autores. Donella & Meadows (1972 y 1992) prevén un
colapso del crecimiento poblacional e industrial en cien años. Ehrlich &
Ehrlich (1968 y 1990) aventura la muerte de millones de personas a causa del
hambre. Ward y Dubos (1972) mantienen las pesimistas visiones malthusianas,
bajo una extensa argumentación socio-económica. Kenneth Wath llega, incluso, a
decir: “Todos nuestros problemas serían
más fáciles de resolver si hubiera menos gente”. Irvine & Ponton
(1988), en su defensa de las teorías de Malthus, acusan a las convicciones
religiosas de no querer aceptar aquellas, negando que la tecnología o la
planificación puedan solventar el problema de la superpoblación.
El
neomaltusianismo alcanza niveles tan feroces como los expresados por Hardin
(1968): “abandonar cuanto antes la
procreación… La libertad para procrear nos lleva a la ruina a todos”. Igual
de radicales se manifiestan Irvine & Ponton (1988) al declarar: “Si queremos preservar el resto de nuestras
libertades debemos restringir la libertad de procrear… Podrían existir
retribuciones para periodos de no embarazo y no-natalidad, beneficios fiscales
para familias con menos de dos hijos, incentivos por esterilización… En
términos de ayuda exterior, la cruel realidad es que la ayuda prestada a los
regímenes que se oponen a las políticas de población es contraproducente y
debería cesar. Son los verdaderos enemigos de la vida y no son dignos de
apoyo”.
Miller
(1994), por su parte, diferencia dos clases de superpoblación. Por una parte,
aquella característica de los países subdesarrollados, donde la población
excede numéricamente la disponibilidad de recursos. De otro lado, la
característica de los países desarrollados, donde poblaciones menores en número
consumen mayores niveles de recursos, generando problemas medioambientales
(contaminación, agotamiento de recursos, degradación ambiental). Ehrlich &
Ehrlich (1990) llegan a modelizar estos tipos de sobrepoblación en una
ecuación: D = P x (R/P) x (D/R). Formulación
inexacta si sólo se pretende obtener de ella resultados negativos
(catastróficos). Pensemos, por ejemplo, que (D/R) resulte positivo: mayor
reciclaje de agua, menor gasto de la misma, mayor reforestación a mayor
población,…
Sin
embargo, estas predicciones y modelos pronto serían más que discutidos. En
1999, una reunión del Foro de Ministros, en el Marco de la Iniciativa “Programa de Naciones Unidas para el
Desarrollo-Comunidad Europea”, se manifestaba en los siguientes términos: “… si bien es cierto que puede producirse un
proceso de degradación cuando comienza el aumento de la población, lo que
ocurre luego depende mucho del contexto. En los casos en los que la tierra es
utilizada por personas demasiado pobres para invertir ahora o para esperar los
frutos de su inversión, puede producirse una mayor degradación ambiental… hay
pruebas empíricas de que muchos problemas ambientales no se agravan
necesariamente a medida que crecen las ciudades y que se urbanizan las
sociedades… Con buenas políticas se puede mejorar los aspectos positivos del
crecimiento demográfico y, al mismo tiempo, mitigar los negativos…”
Más drásticas resultan otras críticas a
la tesis de la
superpoblación. Toda la población mundial podría vivir en una
superficie equivalente al Estado de Texas (Kasun, 1988). Todas las
construcciones del mundo reunidas ocuparían el espacio de Irlanda (Sassone en: Arzú
de Wilson, 1998). Por ende, en opinión de este autor: “la proyección de Naciones Unidas para la población futura prevé que en
los cincuenta próximos años decaerá. En Gran Bretaña y Europa esta caída
empezará tan sólo en diez años. Una vez que comience la caída de la población,
adquirirá un impulso tal que la población continuará decreciendo a tasas cada
vez más rápidas. De hecho, en muchas áreas del mundo, incluyendo Latinoamérica
y Asia, el número de nacimientos está cayendo”.
Y
es que, frente a la tesis de la superpoblación como problema de la crisis
ambiental, otros autores plantean su antitesis: la subpoblación. Según
los mismos, las causas de los problemas medioambientales deberían buscarse en
la reducción de la tasa de natalidad, en los países desarrollados, así como en
el desequilibrio de estos últimos con respecto a los subdesarrollados. En
opinión de Arzú de Wilson (1998): “somos
demasiados pocos, no demasiados”.
Wattemberg
(1987) apunta un enfoque no contemplado hasta entonces. El decrecimiento en las
tasas de natalidad traerá, a corto plazo, una pérdida de adultos jóvenes, es
decir: de productores y consumidores. De la misma opinión son D’Entremont y
Pérez Adán (1997), quienes plantean un desequilibrio intergeneracional de
graves perspectivas: “repercusiones que
van desde las excesivas cargas para la Seguridad Social
respecto a las pensiones y a la provisión de otros servicios sociales a la
totalidad de la población,… así como a importantes ramificaciones… como son por
ejemplo la educación y la atención sanitaria”. Es un hecho que esto ya está
ocurriendo. Desequilibrio también extensible al ámbito espacial, en palabras de
los citados autores: “Mientras que en
zonas desarrolladas donde el nivel de recursos-tecnología podría proyectar
índices mucho más altos [de reposición intergeneracional], se alcanza la tasa de reposición de 2,1, en
las zonas periféricas al desarrollo este nivel se supera ampliamente… La
población del planeta crece, y crece particularmente en los países en vías de
desarrollo mientras que en algunos países desarrollados, la última etapa de la
transición demográfica ha degenerado en una involución demográfica, lo que
supone un aumento exponencial del desequilibrio… desequilibrio fundamentalmente
económico”.
De
esta diatriba puede concluirse que son dos los factores demográficos causantes
del desequilibrio: i) la desproporción entre población y el binomio
“recursos-tecnología”; ii) la desigual concentración poblacional en áreas
geográficamente próximas. D’Entremont y Pérez Adán (1997) sugieren que, bajo “una proyección de sofisticación tecnológica
y puesta en vigor de la misma, podemos también permitirnos una proyección de
aumento demográfico o de movimientos sociales en el espacio sin traumas
sociales”. Y es que la economía,
sustentada por los avances tecnológicos y bajo una clara voluntad política, es
más que capaz de resolver estos desequilibrios. “Las hambrunas estructurales las produce el desequilibrio…Hoy en día
sobran alimentos, y no es del todo descabellado que seguirán sobrando para una
población del planeta con una densidad igual a la que tiene Holanda, un país
que no parece caracterizarse por problemas sociales o poblacionales graves”. Concluyen
los citados autores proponiendo una eficaz gestión del consumo per capita, así
como una correcta aplicación de la tecnología. En su opinión, para prevenir el
desequilibrio, la tasa de natalidad debería mantenerse en torno a 3,1 hijos por
mujer.
Algunas
cifras y previsiones
La
tasa de reemplazo en los países
desarrollados debería situarse en 2,1 hijos por mujer, para tender al
crecimiento cero. En los países en vías de desarrollo dicha tasa debe ser
mayor, puesto que la mortandad infantil también lo es: nueve veces superior en
África, por ejemplo, con respecto a Europa. Globalmente, la tasa de crecimiento
alcanzó su máximo entre 1965 y 1975 (2,1 hijos/mujer) (Casadei, 2005), desde
entonces ha ido decreciendo, siguiendo una tendencia sigmoidea que tiende al
crecimiento cero, hasta situarse en 1,1 o 1,2. Según el citado autor, para el
2013 la tasa de incremento demográfico será inferior al 1 %, y en el 2050 del
0,4 %.
Así,
en España -por ejemplo- la tasa de natalidad se sitúa en 1,2 hijos/mujer; lo
que significa una falta de reemplazo generacional. Este fenómeno está
generalizado en toda Europa, por diversas causas: contracepción y aborto,
disminución de la nupcialidad, retraso de la edad de los matrimonios,
incorporación de la mujer al mundo laboral.
El
índice sintético de fecundidad en Europa se
sitúa en 1,5 hijos/mujer, 2,0 en Norteamérica, 2,5 en Oceanía, 2,9 en Asia, 3,0
en Sudamérica, 3,5 en Centroamérica y 5,8 en África. Estas cifras indican que
en los países occidentales ya nos encontramos en una situación de no reemplazo
generacional.
Según las estimaciones de Naciones Unidas
(Tabla I), tanto las tasas de crecimiento global como el índice de fertilidad
total muestran una tendencia decreciente.
Tras
dos o tres siglos de crecimiento exponencial, la tendencia es hacia la
estabilización, siguiendo una curva sigmoidea que prevé una población de
alrededor de 9.100 millones hacia mediados de siglo, con un margen de error de
+/- 2.000 millones (Cohen, 2005). Previsiones mucho más realistas que las
expuestas por Ward y Dubos (1972), quienes pronosticaban 16.000 millones para
el 2040.
En
los próximos 45 años, casi la mitad del crecimiento poblacional se dará en
nueve naciones (en orden de mayor a menor): India, Pakistán, Nigeria, República
Democrática del Congo, Bangladesh, Uganda, EE.UU., Etiopía y China. En Nigeria, por ejemplo, con una población de
123,4 millones de habitantes, encontramos los siguientes índices: tasa de
crecimiento = 2,67; tasa de nacimientos = 40,16/1.000 habitantes; tasa de
mortalidad infantil: 74,18/1.000 nacimientos vivos; índice sintético de fecundidad
= 6,5; alfabetización = 57,1 %. El incremento previsto para Estados Unidos, el
único país rico entre los citados, se deberá al “efecto comodín”. Este efecto hace
referencia al crecimiento debido a la inmigración, que en EE.UU se prevé entre
un 30 y un 39 % para el 2050. China, la última en este ranking, con 1.261 millones de habitantes, ha experimentado un
decrecimiento en la tasa anual de crecimiento, situándose en los 1,8
hijos/mujer (Casadei, 2005).
Para
el 2025, según la Oficina
del Censo de EE.UU, las tasas de fecundidad habrán descendido por debajo del
2,1 (tasa de reemplazo generacional) en casi todas las regiones del mundo. Dos
son las excepciones. En el África subsahariana dicha tasa se mantendrá en 3,76
hijos/mujer: caso de Etiopía, República Democrática del Congo, Uganda y
Nigeria. En esta área, que cuenta con 600 millones de habitantes (313 de ellos
en situación de extrema pobreza, según Sachs, 2005), el decrecimiento en las
tasas de fecundidad ha sido muy atenuada: de 6,6 en 1960 a 5,8 en el 2000.
Extremo Oriente es la otra región donde
las tasas de crecimiento no experimentan una deceleración perceptible, para el
2025 aún se prevé una tasa de 2,96 hijos/mujer; es el caso de: India, Pakistán
y Bangladesh.
Por
el contrario, en 51 países, la mayoría de ellos desarrollados, se perderá
población. Algunas previsiones ilustrativas para el 2050. Alemania descenderá
de 83 a
79 millones. Italia de 58 a
51. Japón de 128 a
112. La Federación Rusa,
de 143 a
112.
La
falta de reemplazo generacional supone un envejecimiento de la población. La
proporción de niños < 4 años fue máxima en 1955 (un 14,5 % de la
población), en el 2005 había descendido hasta un 9,5 %. Por ende, si en 1960 la
proporción de personas > 60 años era del 8,1 %, en el 2005 alcanzó el
10,4 %.
Propuestas
reguladoras de la población
Ante la hipotética escasez de recursos
para una población creciente, se postulan, a grandes rasgos, dos líneas
políticas en demografía. Una de carácter liberal y otra intervencionista
(estatalista).
En
primer lugar, cabría hablar de la planificación familiar libre y responsable
por parte de los miembros de la
pareja. Son estos los que deciden cuántos hijos desean y
cuándo, en función de sus creencias y circunstancias. Uno de los más relevantes
y acreditados defensores de la planificación responsable es Amartya Sen (2000).
Según demuestra fehacientemente este Premio Nóbel de Economía, la extensión de
las libertades y la educación son claves en la consecución de una paternidad
libre y responsable, consecuencia de la cual es una regulación natural de la población. Sen
aporta el ejemplo de algunos Estados hindúes (Kerala, Tamil, Nandú o Himachal
Pradesh), donde el descenso en las tasas de natalidad se corresponde con la
generalización de la educación femenina, así como en el reconocimiento de sus
libertades y derechos. Kerala, por ejemplo: “ha
registrado una expansión de la educación femenina mucho más rápida incluso que la de China, ha
experimentando también una caída más rápida en los índices de fertilidad.
Mientras la tasa de fertilidad de China caía de un 2,8 a un 2,0 entre 1979
(cuando se implantó la política de “un solo hijo”) y 1992, en el mismo período
bajó de 3,0 a
1,8 en Kerala. Kerala se ha mantenido por delante de China, tanto en la
educación femenina como en el descenso de la fertilidad (en la actualidad la de Kerala está en 1,7,
mientras que la de China
se halla en 1,9)”.
Por
otra parte, están las políticas coercitivas impuestas por los gobiernos y
agencias internacionales, que atentan contra la libertad de la persona,
limitando el número de hijos que las parejas puedan tener. De forma que los
gobiernos se arrogan el derecho a la libertad reproductora de los individuos.
Se trata de una política llevada a cabo en países de claro cariz marxista, pero también
impuesta por organismos internacionales en naciones en vías de desarrollo. Entre
los defensores de este intervencionismo, ya citamos a Hardin (1968) e Irvine
& Ponton (1988). Ward y Dubos (1972) exponen drásticamente: “el aborto bajo supervisión médica adecuada,
ha reducido la magnitud de la familia en todo el mundo desarrollado, en forma
completamente independiente de la cultura, los antecedentes étnicos o las
creencias religiosas”.
Es
claro que la promoción de medios anticonceptivos no resulta una panacea ni en
los países desarrollados ni en aquellos en vías de desarrollo. Por poner un
ejemplo, en España, a pesar de las campañas institucionales, el número de
abortos crece progresivamente (Tabla II): sólo durante 2005, 91.600 abortos
“oficiales”. Entre 1985 y 2005: 1.021.816 homicidios. Por lo que respecta a las
enfermedades de transmisión sexual, estos medios tampoco están frenándolas. El
virus VIH afecta a unos 40 millones de seres humanos, fundamentalmente en el
África subsahariana: donde, anualmente, mueren 1,7 millones de personas a causa
del SIDA (Sachs, 2005).
Paralelamente
a la estabilización en el crecimiento poblacional, está disminuyendo la
fracción de población que padece pobreza extrema. Un fenómeno
innegable y estrechamente ligado al desarrollo económico. Como señala Musser
(2005): “Si China e India prosiguen por
la senda económica que tomaron Japón y Corea del Sur, el chino medio, hacia
2050, será tan rico como lo es hoy el suizo medio; el indio medio, tanto como
el israelí actual”.
Esta
reducción de la pobreza extrema es uno de los efectos positivos de la
globalización, tan infundadamente criticada (Sachs, 2005). Desde comienzos de
los años ochenta, conforme se fortalecía la economía mundial, el número de
personas sumidas en la pobreza extrema ha ido reduciéndose, principalmente en
los países del este asiático. En 1981 había 1.500 millones de pobres extremos.
En 1990 se redujo a 1.200 millones, con particular incidencia en el Este de
Asia. En 2001 la cifra se rebajó a 1.100 millones. Y para el 2015 se estima, si
se cumplen las Metas de Desarrollo del Milenio, que el número de afectados por
la pobreza extrema se sitúe en los 700 millones.
Casadei
(2005) pone de relieve como, históricamente, las tasas de fecundidad han ido
reduciéndose conforme mejoraban las condiciones de bienestar. En Japón, por
ejemplo, entre 1925 y 1987 se ha pasado de 5,1 a 1,8 hijos/mujer,
mientras que la esperanza de vida, respectivamente, lo ha hecho de 41 a 76 años. Y es que un mayor
desarrollo parece frenar, de modo natural, el crecimiento demográfico conforme
se incrementan la renta per cápita, la atención y la esperanza de vida, se
generalizan los sistemas de pensiones y desciende la mortalidad infantil.
Evidentemente, en regiones
subdesarrolladas, rurales y agrícolas, persiste el caduco modelo de
subsistencia basado en el capital laboral que representa la progenie. Lo que nos
retrotrae al concepto del proletariado, más arriba citado. En esta clase de
economías, carentes de tecnología y prácticamente desindustrilizadas, sólo con
una elevada natalidad pueden atenderse las labores agrícolas. Y esa precisa
exigencia de mano de obra, que no evita caer en la extrema pobreza, se ve
mermada por una elevada mortandad infantil. A todo ello hay que añadir las
ínfimas condiciones de salubridad y las enfermedades que afectan a estas
regiones.
En relación con los efectos de la
educación sobre la regulación del crecimiento poblacional, ya referíamos el
caso de varios estados hindúes estudiado por Amartya Sen (2000). Hay otros
ejemplos notables sobre los beneficios que puede traer la globalización.
Narayana Murthy, un ex idealista comunista pudo ver la
realidad del marxismo en la
Bulgaria de los años setenta. En los ochenta fundó, en
Bangalore (India), “Infosys Technologies”: una empresa fabricante de
componentes informáticos valorada en 600 millones de USD, con 10.000 empleados,
que cotiza en el Nasdaq y factura 30-40 millones de USD/año. En esta empresa,
los diplomados (en su primer empleo) cobran 3.000 USD/mes, frente a una renta
per cápita hindú que no alcanza los 500.
Economía
y desarrollo
En
el debate sobre si es posible o no compaginar el crecimiento poblacional con la
sostenebilidad ambiental, no debe obviarse tratar la derivada que representa el
desarrollo económico. Nuevamente nos encontramos con dos puntos de vista
enfrentados. Una visión pesimista que entiende el crecimiento económico como
problema. Y un enfoque más optimista que achaca a la falta de ese crecimiento
la escasez de recursos.
Schumacher
(1974) culpa al sistema industrial moderno, destructor de sus propias bases. En
opinión de Brown (1998), “una economía
global en continua expansión destruye lentamente a su huésped el ecosistema
Tierra”. Según este autor, se da un fenómeno paradójico, mientras los
índices bursátiles y económicos crecen, los indicadores ambientales
(deforestación, contaminación, calentamiento global, desedificación, pérdida de
biodiversidad,…) son cada vez más negativos. Sostiene Brown que “el modelo de desarrollo industrial
occidental no es viable por la sencilla razón de que no hay bastantes
recursos”. Goodland (1997) es más catastrofista, si cabe, al plantear que
ya se han alcanzado los límites del crecimiento. Ekins (1986), por su parte, se
plantea: “¿crecimiento de qué?,
¿crecimiento para quién? y ¿crecimiento con qué efectos colaterales?... Una
tasa de crecimiento del 3 % implica doblar la producción y el consumo cada
veinticinco años”. Otros autores inciden en planteamientos similares, que
podrían definirse como anti-globalistas y anti-occidentales.
Sin
embargo, frente a posturas tan pesimistas, el mercado (sensu lato) ha venido incorporando el concepto de sostenibilidad
ecológica al crecimiento y al desarrollo. El concepto de “desarrollo sostenible”
fue introducido en 1987 por el Informe Brundtland, en la Comisión Mundial
de Medio Ambiente y Desarrollo, como aquél que cubre las necesidades de la
gente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para cubrir sus
propias necesidades. Varias iniciativas políticas y legislativas han propiciado
la sostenibilidad, como por ejemplo: la Cumbre de Río de Janeiro de Medio Ambiente y
Desarrollo (1992); el protocolo de Kyoto (1997); la Cumbre del Milenio de
Naciones Unidas (2000). Si bien es cierto que no todos los objetivos se han
cumplido, debe reconocerse que, cuando menos, se ha infundido una mayor
sensibilización a los problemas derivados del desarrollo.
Un
hecho cierto es que los países desarrollados consumen la mayor parte de
recursos (energéticos, alimenticios,…) disponibles. Trainer (1985) señala,
entre otros datos, que un americano medio consume 617 veces más energía que la
media de los etíopes. Frente a esto, cabe objetar que un americano medio
produce más, contribuyendo mayormente al desarrollo, que un etíope. Trainer
(1985) opina que nuestra riqueza es el
resultado directo de la pobreza de las naciones pobres”. Sachs (2005)
desarbola esta hipótesis respondiendo a algunas preguntas, entre ellas:
·
¿La globalización no hace más ricos a los ricos
y más pobres a los pobres? “El comercio
internacional y las inversiones extranjeras han constituido factores clave para
el notable crecimiento económico de China durante el último cuarto de siglo y
el despegue económico de India desde los primeros años noventa”.
·
¿La pobreza proviene de la explotación de los
pobres por los ricos? “El origen de la
pobreza suele hallarse en una escasa productividad laboral; ésta, a su vez,
deriva de un estado de salud precario, una falta de especialización
profesional, deficiencias en infraestructuras y desnutrición crónica”.
Aquellos países que han seguido el modelo
de los llamados “tigres asiáticos” (China, Tailandia, Singapur, Indonesia, Vietnam
y Malasia) y otras naciones (Chile o Irlanda), han experimentado un crecimiento
económico, con sus inherentes consecuencias: mayor desarrollo, reducción de la
pobreza, de la desnutrición y mortalidad, aumento del índice de alfabetización.
Es el caso de algunos países africanos. El PIB de Uganda
aumentó, entre 1990 y 2000, en un 7 %. El de Bostwana otro 7 %. Y el de
Mauricio un 5 %. Este país ha pasado de exportar azúcar a las manufacturas
textiles y, últimamente, a la producción de componentes informáticos (Casadei,
2005). Estos datos demuestran lo infundado de las teorías de Schumacher (1974),
Ekins (1986) y Goodland (1997). Y demuestran lo acertado de las opiniones de
Jean-Paul Ngoupandé, antiguo Primer Ministro de la República
Centroafricana, en el sentido de que pesan más los factores
internos (endógenos) del subdesarrollo africano que los factores externos.
Sin embargo, por lo general, como hemos
ido viendo, la situación en el África subsahariana no es nada halagüeña. Si
entre 1965 y 1997 el PIB en Extremo Oriente creció un 5,4 %/anual, el de Asia
meridional un 2,3 % y el de Hispanoamérica un 1,3 %: el del África negra
disminuyó un 0,2 % cada año. Como señala Casadei (2005): “la fallida apertura de África a la economía de mercado global ha
tenido como consecuencia que las inversiones de capital extranjero huyeran del
continente y afluyesen, en los años noventa, a gran parte del Tercer Mundo”. Si
las inversiones extranjeras directas se han incrementado en el Sudeste asiático
y América Latina, en África han permanecido estables entre 1986 y 1992. Las
razones de este estancamiento de las inversiones son, en primer lugar, de
índole político.
Alrededor de 120 millones de los
habitantes del África subsahariana se encuentran implicados en interminables
guerras: un 20 % sobre el total de 600 millones. Conflictos que afectan a Liberia,
Somalia, Sierra Leona, Sudán, República Democrática del Congo, Ruanda, Burundi,
Congo Brazzaville, Angola, Etiopía o Nigeria. Estas guerras se explican por la
economía agropecuaria de bajísima productividad que rige en estos países, lo
que provoca una interminable sucesión de conflictos por la mera subsistencia. Estas
guerras son auspiciadas por los propios dirigentes tribales e, incluso, por los
presidentes de dichas naciones. Gran parte
de las inversiones extranjeras han sido desviadas, por dichos dirigentes, a su
enriquecimiento personal y a la compra de armamento. De ahí, el estancamiento
de las mismas.
La solución, evidentemente, pasa por el
desarrollo económico y humano. Y eso sólo es posible: i) promoviendo la
civilización en África, especialmente entre los miembros de su sociedad civil
implicados en la cooperación; ii) promoviendo la evolución hacia el Estado
moderno; iii) recuperando el interés del ámbito internacional, tanto a nivel de
cooperación como de políticas de seguridad. Es decir, fomentando estados
democráticos no sólo en lo estrictamente político, sino también en lo que
concierne a la erradicación del analfabetismo, a la mejora en las condiciones
sanitarias y, por supuesto, al desarrollo económico. Todo ello,
como se ha comprobado en Asia, sólo es posible bajo el marco de un modelo de
desarrollo occidental; es decir: el de un Estado moderno. Cabe señalar que la
globalización no supone, en forma alguna, uniformidad cultural, siempre y
cuando se respeten los derechos humanos.
Reflexión
y consideraciones finales
Con una población actual de alrededor de
6.200 millones de habitantes, las previsiones para el 2050 estiman 9.300
millones. El crecimiento demográfico está siguiendo una curva sigmoidea que
tiende a la estabilización, no una progresión geométrica como pronosticaba
Malthus. La humanidad está experimentando la más significativa ralentización en
su crecimiento, tendiendo al crecimiento cero.
Paralelamente
se están reduciendo los niveles de pobreza extrema, pandemias y mortandad. Y, por
ende, crecen los índices de alfabetización y prosperidad, mientras decrecen los
índices sintéticos de fecundidad. Estos avances son particularmente notables en
Asia, donde los países superpoblados se han ido abriendo al mercado libre y al
desarrollo global. Sin embargo, otras áreas (África subsahariana,
principalmente) permanecen en un subdesarrollo alarmante. Las soluciones para
estos países pasan por el mismo esquema que el seguido por las naciones
asiáticas.
Además
de ayudas al desarrollo (inversiones extranjeras) y transferencias de
tecnología, es prioritario promover la instauración de sistemas libres (en lo
político y en lo mercantil). De erradicar regímenes dictatoriales e
intervencionistas, empeñados en
afanes belicistas por su propia subsistencia, no será posible la consecución de
eficaces modelos de desarrollo. Sin esto, no es posible un desarrollo estable.
Y en dicho objetivo, Occidente juega un crucial papel cuan garante de la
estabilidad política en estas depauperadas regiones, para garantizar -en primer
lugar- una suficiente educación.
Con
toda seguridad, el mayor reto atañe al ámbito educativo. Sin educación hay
marginalidad, no hay equidad en derechos, no hay formación técnica ni
iniciativas de desarrollo, no hay -en fin- un mínimo substrato ético ni moral
sobre el que sustentar el respeto a la dignidad humana ni a la justicia social.
Y ese énfasis en la educación debe incidir, particularmente, sobre los propios
habitantes de los países afectados. Con educación,
en fin, hay oportunidades.
Hechos
y no teorías demuestran que es compatible un crecimiento demográfico sostenido
con un desarrollo medioambientalmente sostenible, así como con una progresiva
reducción de la pobreza.
La ciencia y la tecnología muestran como el ser humano es
capaz, a lo largo de la historia, de afrontar satisfactoriamente situaciones de
gravosa subsistencia sin que, por ello, se ponga en riesgo la viabilidad de los
recursos. Opinar lo contrario es, simple y llanamente, desconfiar de nuestro
propio raciocinio: un insulto a la inteligencia.
·
Cuando se nos habla de agotamiento de recursos
energéticos, basta recordar algunos datos y sucesos relevantes. Indefectiblemente,
la escasez de un recurso conlleva su sustitución por otro. Así, en el s. XVII,
la escasez de leña en Inglaterra llevó a emplear carbón y hulla; cuando la
hulla empezó a escasear se recurrió al petróleo (Martínez de Anguita d’Huart y
Martín Rodríguez-Ovelleiro, 2005). Y parece que el petróleo no es un recurso
tan limitado como anuncian oportunistas agoreros.
Con todo, un hecho incuestionable es el
práctico recurso a energías renovables menos contaminantes: eólica, solar, hidráulica,
biocombustibles (Bourne, 2007),… Es lo que se ha venido a llamar “revolución
del bajo consumo” (Lovins, 2005).
Podríamos debatir sobre la seguridad y la
contaminación potencial de la energía nuclear, pero es preferible -una vez más-
conceder un margen de confianza a la Humanidad. ¿Existen otras potenciales y
alternativas fuentes de energía? Continuamente se investigan otras potenciales.
Por ejemplo, China plantea explotar el Helio 3 presente en la luna: un
combustible apenas contaminante que podría resolver los requerimientos
energéticos de toda la Tierra
durante 7.000 años.
·
A la vista de los datos expuestos, hoy podemos
aseverar que no hay escasez de alimentos. La producción de los mismos es
suficiente para abastecer a toda la Humanidad.
Otro problema es la ineficaz distribución de los mismos, así
como una gestión política no enfocada hacia un horizonte global.
Son reseñables los grandes logros que se
están obteniendo con la llamada “revolución verde” (Jouve de la Barreda, 2004): el
incremento en la producción de cultivos mediante la mejora genética de las
plantas. Tanto en
India como en Pakistán, por ejemplo, las cosechas de trigo se incrementaron
significativamente. A nivel mundial, la producción de siete cultivos ha
crecido, gracias a estas mejoras, desde la década de los sesenta.
Un problema derivado del desarrollo es el
requerimiento de un mayor volumen de recursos por los países en desarrollo.
Hecho que puede tener incidentales consecuencias. Más del 80 % de los alimentos
del mundo corresponde a los cereales (trigo, arroz y maíz, principalmente). Los
países asiáticos que se han incorporado al mercado global, al desarrollo, están
cambiando -lógicamente- sus hábitos alimentarios, en otras palabras: cada vez
reclaman el consumo de más carne. La producción de más de 180 millones de
toneladas anuales de carne exige que el ganado consuma un 40 % de la producción
cerealística.
Esto provoca que Asia requiera cada vez más grano de los países desarrollados,
para mantener una cabaña ganadera creciente; lo que, indirectamente, provoca un
incremento del precio de los cereales y sus productos en Occidente.
Experiencias piloto llevadas a cabo en el
Sahel africano (Rougon, 1987), muestran, asimismo, que una buena gestión del
medio pueden mejorar sustancialmente las cosechas de mijo en áreas
extremadamente desérticas.
·
Otro recurso cuya disponibilidad se pone en
cuestión es el agua. Nuevamente nos encontramos con un problema de gestión y
desarrollo. Algunos apuntes sobre un uso sostenible de este imprescindible
recurso:
1. Es factible un empleo racional de este compuesto, como lo
ejemplifican los casos de áreas desérticas (en mayor o menor medida), como por
ejemplo: Israel,
California y Nevada (Estados Unidos).
2. Antiguas civilizaciones (Mesopotamia, Egipto,
China o India), nos muestran como, desde antiguo, se han buscado
rentabilizaciones en el uso de agua.
3. Las medidas de ahorro están siendo más que
eficaces. Entre ellas cabe destacar: el empleo más racional de agroquímicos; la
irrigación por goteo; la construcción de reservorios de agua (embalses,
pantanos, “estanques de tormenta”); el empleo de aguas no potables en el baldeo
de las áreas urbanas o en el riego de parques y jardines. Deber moral
constituye rectificar el empleo indiscriminado del agua en actividades de ocio.
Concluyamos, a la vista de lo expuesto,
con una visión optimista. La
Humanidad es capaz de afrontar el reto del crecimiento
demográfico con un suficiente abastecimiento de recursos, siempre y cuando la
gestión de los mismos se corresponda con la racionalidad que define a la misma. En su más amplio
sentido, desarrollo no es, al fin y al cabo, sino sinónimo de preservación:
estricta termodinámica, en fin. Y la educación medioambiental, en éste y otros temas,
no sólo debe suponer conocimiento y difusión, sino convicción y práctica.
Divulgación no es enseñanza cuando el mensaje es acientífico y no contrastado.
En Pedagogía, como en toda Ciencia, el mínimo e imprescindible requisito parte
de contrastrar las fuentes, de verificarlas, de racionalizar el discurso… lo
que nos haría retornar a Ramón y Cajal, a Santo Tomás de Aquino y a
Aristóteles; es decir: a comenzar nuevamente este discurso.
·- ·-· -······-· Jesús Romero-Samper
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