1. Sexualidad y perfeccionamiento humano
a)
El vigor unitivo de las relaciones íntimas
Según la dirección y el sentido en que el espíritu, y el amor
electivo que de él surge se enaltecen las relaciones sexuales. De pura función
biológica —aunque con inevitables armónicos personales—, de medio casi egoísta
para el propio perfeccionamiento —¡que todo podría ser!—, el ejercicio de la
sexualidad se transforma en acción genuinamente humana, personal, ¡generosa!: en aquello que cabalmente englobamos bajo el nombre de amor de donación.
Lo define bien Santamaría Garai: «El amor personal [el
que se alcanza y madura en el matrimonio] es mucho más que el enamoramiento. No es
solo un proceso espontáneo, sino que se transforma en una actitud libremente
asumida. El amor, que ha surgido sin intervención de la voluntad, se convierte
en una decisión, tomada libremente, de entregarse al otro, amándolo tal y como
es y como será, “en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad”.
Es un amor con el que acepto
a la persona entera, no solo con las cosas buenas que me enamoran, sino también
con los defectos que me molestan. Y la acepto como alguien que va a compartir y
condicionar toda mi vida. La quiero, no por ser así o de la otra manera, sino
por sí misma.
La quiero a ella, sin más, y
para siempre. Y le entrego todo, me entrego yo mismo, corazón, cuerpo y vida
entera».
Pero ahora me encantaría exponer, de forma todavía más sucinta, la otra cara de
la moneda: el modo y el grado en que las relaciones matrimoniales personalizadas
—el uso amoroso del sexo— favorecen el engrandecimiento y la consolidación del
amor conyugal… y el crecimiento perfectivo de las personas de ambos cónyuges.
Unas palabras de Plutarco, frescas y
desenvueltas como de costumbre —y, también como de costumbre, necesitadas de
algún matiz—, pueden servirnos de introducción y marco de referencia.
Leemos en su escrito Sobre el amor:
«La vida con la propia esposa es fuente de amistad, como si se tratara de una
iniciación en común a los grandes misterios. Pues aunque el placer dura poco
por sí mismo, de él brota día a día un aprecio, una estima, un afecto y una
confianza recíproca. Y no podemos acusar a los delfios de que llamen
equivocadamente a Afrodita “Armonía”, ni de que Homero califique de “amistosa”
una tal unión. Y es una prueba de que Solón fue un legislador muy experto en
leyes matrimoniales el que prescribiese que el hombre tuviera relaciones
sexuales con su mujer no menos de tres veces al mes; y ello no solo por razones
de puro disfrute sexual, sino que, al igual que las ciudades renuevan sus
pactos de tiempo en tiempo, también quería él que hubiera una renovación del
matrimonio mediante tales pruebas de ternura, liberándose así de las
recriminaciones que surgen con la diaria convivencia».
Entre otras, estas afirmaciones tienen la
ventaja de situarnos derechamente en el núcleo mismo de lo que pretendo
examinar.
+ Pues es frecuente que los estudios
sobre el tema analicen el papel que la atracción sexual desempeña en el
«descubrimiento» del futuro cónyuge y en el surgimiento de un amor de amistad o
benevolencia, preludio —tantas veces— del amor conyugal más exquisito.
Y asimismo es normal que señalen cómo la
atracción sexual mutua constituye la ocasión y el estímulo para el florecer del
afecto estrictamente personal: no en el sentido de que exista una prioridad
temporal del impulso del sexo respecto al amor —que también pudiera haberla—,
sino en el de hacer ver cómo la incitación recíproca proveniente de la
sexualidad sirve de apoyo y alimento para el cariño y cómo este afecto
interpersonal, al desarrollarse, hace más penetrante e intensa la estricta atracción
física, sirviendo esta a su vez, enriquecida, de nuevo cebo para el amor… en
una especie de «círculo virtuoso» o, mejor, de espiral crecientemente más alta,
que no tiene fin.
+ Pero ya no es tan común que se pongan
de manifiesto los «mecanismos» relativamente concretos que sitúan el ejercicio
del sexo al servicio del amor electivo entre los esposos. Y son precisamente
esos «resortes» antropológicos los que pretendo examinar.
b)
El crecimiento del amor a través de la sexualidad
Como telón de fondo, y con lo estudiado
en otros capítulos, no es imposible percibir que, en virtud de la radical unidad
de la persona humana, el amor fundamentalmente «espiritual» de los
cónyuges (el que reside o se inicia en su voluntad, que nunca puede faltar) se
verá incrementado en la medida en que se exprese y continúe en los dominios
afectivos —¡la ternura!, por ejemplo, o las caricias y las palabras de afecto—
y, en su caso, a través de la unión física.
Estos tres planos (espíritu, psique,
cuerpo) no son independientes: el amor ejercido y expresado en cualquiera de
ellos, incluso en los inferiores —cuando es verdadero y genuino—, arrastra
consigo los otros dos, que ven casi automáticamente incrementada su propia capacidad
de amar.
El amor exteriorizado corporalmente, por
tanto, no solo revierte sobre el campo de la afectividad, que de ningún modo
debe encontrarse ausente de tales relaciones, sino que también agranda la misma
capacidad voluntaria de querer al otro en cuanto otro: el amor de
amistad o benevolencia, el que suelo llamar amor electivo y sobre el que
enseguida volveré.
i) Sexo sin amor
Un buen número de los principales
tratadistas contemporáneos ha insistido, sin embargo, en el binomio
estrictamente inverso del que acabo de enunciar: en lugar de exponer cómo las
relaciones conyugales incrementan el amor voluntario, advierten —no sin razón—
que es el acto de la voluntad, el amor en su sentido más genuino, el que facilita
o incluso toma posible el trato sexual cumplido.
Al respecto, sostiene Erich Fromm, nada
sospechoso en este extremo: «El amor no es el resultado de la satisfacción
sexual adecuada; por el contrario, la felicidad sexual […] es el resultado del
amor».
Y prosigue: «Si aparte de la observación
diaria fueran necesarias más pruebas en apoyo de esta tesis, podrían
encontrarse en el vasto material de los datos psicoanalíticos. El estudio de
los problemas sexuales más frecuentes —frigidez en las mujeres y las formas más
o menos serias de impotencia psíquica en los hombres—, demuestra que la causa no
radica en una falta de conocimiento de la técnica adecuada, sino en las
inhibiciones que impiden amar. El temor o el odio al otro sexo están en la raíz
de las dificultades que impiden a una persona entregarse por completo, actuar
espontáneamente, confiar en el compañero sexual, en lo inmediato y directo de
la unión sexual. Si una persona sexualmente inhibida puede dejar de temer u
odiar, y tornarse entonces capaz de amar, sus problemas sexuales están
resueltos. Si no, ningún conocimiento sobre técnicas sexuales le servirá de
ayuda».
Evidentemente, no puedo sino concordar
con cuanto afirman las consideraciones que acabo de reproducir, aunque también
es evidente que se refieren tan solo a un sector determinado de problemas y
soluciones dentro del amplio marco de la sexualidad.
Pero ¿y lo que niegan? ¿No parece
rechazar Erich Fromm lo que vengo sosteniendo: que el ejercicio cumplido de la
sexualidad favorece e incrementa el amor voluntario en su acepción más
genuina?
Tal vez no. Lo que el pasaje aducido asegura,
como fácilmente podría deducirse por el contexto, es que la mera relación
sexual, desligada de toda actitud amorosa, no solo no incrementa el amor entre
los interesados, no solo no estrecha e intensifica sus lazos mutuos, sino que
incluso torna imposible el mismo ejercicio acabado del sexo.
Que es, también, lo que sostiene
Veronese, con alguna puntualización muy pertinente: «Se puede observar que la
causa primera de los distintos males y dolores que provienen del sexo es
siempre el egoísmo, que trata de separar el sexo del amor. Cuando el
acto que debería expresar la máxima unión entre el hombre y la mujer y
proporcionar alegría se hace por egoísmo, la persona se envilece, se apaga el
gozo esperado (y poco a poco, este encuentro puede llegar a ser tolerado con
dificultad por la mujer, o sufrido con repugnancia) y se destruye la verdadera
relación».
El sexo, sin amor, desintegra la pareja,
provocando «una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto
sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres humanos,
excepto de forma momentánea».
Al margen del amor, el sexo inutiliza y desactiva el propio mecanismo sexual.
ii) Amor expresado a través de la
sexualidad
Pero esto era, cabalmente, lo que
afirmábamos al sostener que, para que reviertan en una mejora del amor
espiritual y afectivo, las relaciones matrimoniales tienen que ser, a su vez,
expresión auténtica de un amor auténtico.
Entre el acto de ser, el alma y el cuerpo
existe una clara gradación ontológica. Por ello,
+ si en virtud del carácter rigurosamente
personal de cuanto en el hombre anida, el amor conyugal debe afectar y ser
expresado por todos los ámbitos de la persona humana —el estrictamente
espiritual o voluntario, el psíquico o afectivo y los dominios sensibles—,
+ a causa de la jerarquía existente entre
los distintos campos, la manifestación amorosa en una de las esferas inferiores
quedaría radicalmente falseada si no fuera como el desbordarse o el concretarse
de los ámbitos superiores.
(Aunque en otro lugar expliqué que existe
también una afectividad espiritual, y, por considerarlo de capital importancia,
incluso insistí machaconamente en ello, en estos momentos sigo el uso común que
tiende a encuadrar la afectividad en los dominios psíquicos).
Consecuencia inmediata: sin verdadero amor voluntario (electivo) entre dos personas,
la unión afectiva o el trato físico estarían desprovistos de su verdad más radical,
serían constitutivamente falsos y, por eso, incapaces de acrecentar el vigor de
las esferas más altas y, ni siquiera, de ejercerse cabalmente en su propio
ámbito.
Afirma Juan Bautista Torelló, con la
autoridad que le otorgan sus largos años de ejercicio de la psiquiatría: «Una
sexualidad separada del amor, una ejercitación meramente corporal, no
proporciona ninguna experiencia verdaderamente humana. Con las prácticas
eróticas que una sexología de folletín popularizó sin cesar, se aprende tan
solo a separar lo que únicamente en el completo don de un yo a un tú, que crea
la unidad definitiva de dos seres humanos únicos e irrepetibles e
irremplazables que se aman, encuentra significado y plenitud.
¡Cuánta ingenuidad y superficialidad
demuestran muchos jóvenes que se pavonean de “expertos” en cuestiones “de
amor”! Esto lo saben, por desgracia muy bien, psicólogos, sexólogos y
sacerdotes de nuestro tiempo».
Por el contrario, en la medida en que expresen los modos superiores de quererse,
el amor afectivo y el físico se configuran como estímulo innegablemente eficaz
para el perfeccionamiento del amor radicado en la voluntad.
Todo ello puede verse más claro enfocando el asunto desde el punto de vista de
la unión.
+ Como sabemos, unir o identificar de
manera recíproca a las personas que se quieren constituye el efecto más noble e
inmediato del amor; es, en cierto sentido, su misma esencia.
+ Por otra parte, en virtud de la índole
plena y acabadamente humana del amor entre los esposos, esa identidad tiende a
establecerse en la totalidad de los ámbitos que componen el entero ser humano:
el espiritual, el psíquico o afectivo y el corpóreo.
Con palabras más comprensibles: los
esposos no aspiran solo a identificar sus voluntades, su propio querer
espiritual, sino también el corazón (los afectos) y el propio cuerpo.
Y, en la proporción misma en que, sin
falsía y respetando la gradación de planos a que me acabo de referir, van
consiguiendo mayor identificación en cada uno de esos tres dominios, aumenta
también la capacidad —fácilmente actualizable— de unión e identidad en los
otros dos.
+ La identificación de voluntades —el querer
con, de que hablaba ya Miguel Hernández— favorece la unión de corazones (de afectos, emociones, sentimientos) e, incluso, la estricta unión física, corpórea:
la cópula.
+ La sintonía afectiva, por su parte,
facilita la instauración de un idéntico querer y torna más fácil y jugosa la
unión corporal.
+ Y esta última unión, cuando es
auténtica, cuando está respaldada por un verdadero amor electivo, incremento
ese mismo amor y refuerza la concordia afectiva.
¿Por qué motivos?
Por el que ya he señalado, y ahora vuelvo
a recordar: la expresión sincera del amor, necesariamente lo refuerza, lo
incremento, lo acrisola.
+ Mas, en una persona como la humana,
compuesta de espíritu (imperfecto) y materia, lo que sucede en el espíritu se
reviste tantas veces con los caracteres de lo sensible: el lenguaje del
cuerpo es manifestación de las disposiciones más hondas del alma.
+ En consecuencia, las exteriorizaciones
sensibles del cariño redundan en la esfera de los sentimientos y en el amor
electivo: los acrecientan.
Aunque traídas un poco por los pelos,
quiero dejar constancia de un par de observaciones, especialmente relevantes
para los recién casados y para los esposos con poco tiempo de rodaje.
Explica Veronese: «En la pareja, la experiencia
se hace poco a poco; y también el sexo se va aprendiendo así. La experiencia
sexual es un hecho dinámico, que se agrega al movimiento de la vida, pero eso
es siempre nueva, “en la pareja siempre se ha de construir”; en esa pareja
única, es decir, formada por dos personas únicas, el sexo encontrará su propia
“norma” —que es la que conviene a esa pareja— en el respeto del amor».
Y añade, con un poco más de
hondura y dificultad: «La
vida, y el sexo, que es vida, no se pueden encerrar solamente en el conocimiento
de la objetividad de los detalles del cuerpo y de un momento determinado de la
sexualidad, aunque también sea todo esto. Es “también” todo esto en la
relación sexual íntima entre el varón y la mujer, donde se cumple la
finalidad de la función unitiva o sexual. Pero, para pasar de la sexualidad del
individuo a la unión de dos personas con un acuerdo entre ambas, incluso
también en la sexualidad, hay todo un camino que tienen que recorrer a
lo largo de la vida, en el estilo único de cada pareja, indescriptible,
y que hablando todavía objetivamente, podemos definir como comportamiento amoroso.
En esta relación de amor que une a las
dos personas y se refuerza, se produce una intercomunicación hecha de palabras,
pero también de gestos y de actos; y, en este caso, la comunicación tiene
lugar, sobre todo, a través del cuerpo».
c)
Ejercicio de la sexualidad, factor de unión múltiple en y entre los esposos
Y no todo acaba aquí. En las relaciones
conyugales en las que prima la búsqueda del bien del otro en cuanto otro, se
lleva a cabo repetidamente tal identificación de las distintas esferas
implicadas en ese enlace, que por fuerza ha de crecer —junto con la unidad que
constituye su esencia— el amor de los esposos.
Lo sostiene, en general,
Giulia Veronese: «La experiencia que nos aportan las parejas que han
comprendido la importancia de “vivir el amor” nos confirma que, cuando la
pareja se ama, el acto sexual en la vida de matrimonio invade, intensificando
su sentido, toda la vida afectiva de la persona y de la pareja, refuerza su
vínculo, la ayuda a superar las crisis y con ello a abrirse en la renovación. Se puede afirmar que en el placer de vivir, que experimentamos a través de
nuestro cuerpo, el placer del sexo “es dado” al matrimonio como un don
especial para reforzar su unión».
¿A que me refiero yo, en concreto?
De entrada, al hecho bastante común y comprobable de la inicial falta de
armonía sexual entre los cónyuges en el momento de la unión.
Prescindiendo incluso de las diferencias
estrictamente individuales, que hacen de cada persona un caso singular, sin
apenas parangón con ningún otro, de todos es sabido que —por lo común— el ritmo
sexual de la mujer es naturalmente más lento y modulado que el del varón.
Este, abandonado a su tendencia natural, persigue
más directamente la culminación del coito, y tiende a dar por terminada
la relación en cuanto ha alcanzado el punto cumbre.
La mujer, por el contrario, posee una
cadencia más acompasada; está más necesitada de ternura, de caricias que
preparen el paroxismo de la unión, y mantiene el estado de excitación física y
afectiva durante un cierto lapso de tiempo, con posterioridad al cumplimiento
de la cópula.
Sin embargo, es muy conveniente que esa
diferencia inaugural sea anulada: que los casados acomoden recíprocamente su
ritmo al de su cónyuge, hasta obtener la más plena compenetración posible.
En un contexto más amplio y con distintas
intenciones, escribe un autor español: «Por ser un amor total, el amor entre
hombre y mujer no puede ser más que de uno con una y para siempre. Porque
supone incluso la adaptación de las dos personalidades, de los caracteres y los
gustos de cada uno, que procuran evitar lo que hace daño o le molesta al otro,
reconociendo agradecidos que el otro está haciendo lo mismo para que la vida
sea agradable, y el amor vaya aumentando sin encontrar obstáculos.
De esta manera, las
personalidades de los dos cónyuges se van influyendo y compenetrando. La vida
del uno forma parte real de la vida del otro. Romper esa unión significaría
mutilar la vida interior de cada uno de los cónyuges, y supondría el fracaso rotundo
en la aventura personal más honda que puede emprender un ser humano».
Lo que ahora querría destacar es que, en la lucha por conseguir la armonía de
las relaciones íntimas, se favorece también la múltiple y más dilatada identidad
necesaria para los cónyuges, y que no puede sino agrandar la unión de amor
entre los esposos.
Pues, para que el equilibrio se instaure,
cada uno de ellos debe abandonar toda suerte de egoísmo y, con el esfuerzo y
vencimiento requeridos en cada caso, buscar decididamente el bien del otro
en cuanto otro.
Yendo exclusivamente en pos de la propia satisfacción, jamás se lograría la
afinidad sexual, tan necesaria para la buena marcha del matrimonio.
1)
Con lo que hemos llegado a una primera e importantísima
identificación entre los esposos: tal vez a la más relevante, por cuanto que se
encuentra en la raíz de todas las demás.
Marido y mujer se hermanan en una actitud
radical y fuertemente configuradora de sus respectivas personalidades:
la firme determinación de atender con prioridad absoluta al bien del otro
cónyuge, de buscar con plena conciencia ese bien, de instaurar el amor
electivo... y la consiguiente unión de voluntades (primera esfera).
2) Pero, enriquecidos y potenciados por la voluntaria solicitud
del bien ajeno, uno y otra van conquistando —en cada una de las relaciones
íntimas— una mutua atemperación de la afectividad:
+ el marido se esfuerza por mostrar
sinceramente a su mujer el cariño que siente por ella, envolviéndola con
caricias de ternura, y sin correr en busca de la propia satisfacción;
+ y la esposa, a medida que va penetrando
mejor en el mundo psíquico de su esposo, se empeña en ofrecer a este lo que él
desea, envuelto también en la propia ternura, que en ella nace tal vez con
menos esfuerzo: armonía, por tanto, de los sentimientos (segunda esfera).
En relación al marido, estimo muy
pertinentes los siguientes comentarios de Santamaría Garai: «La constitución sexual del
hombre está encaminada a la paternidad. Y la paternidad es fruto del amor. El
acto sexual no es un simple medio para la procreación, sino que ha de expresar
corporalmente toda la ternura de amor que la mujer necesita. Habría que
preguntarse si el ambiente y la imagen de hombre y de mujer que le ofrece
nuestra cultura permiten al hombre vivir su propio sexo como instrumento y
expresión de la delicadeza y ternura propias de un amor total».
Y también, aunque resulten
un tanto repetitivos: «El sexo del hombre está hecho para expresar la ternura
del amor. Dicho así, choca. Y ese choque nos hace reflexionar sobre el sentido
pleno del sexo, y sobre el modo en que el hombre ha de cuidar y vivir el propio
cuerpo. Ha de ser un cuerpo que sepa amar, que sirva para expresar la entrega
plena y total de la propia persona, que sepa ser tierno y fuerte a la vez, que
sepa expresar corporalmente los matices profundos y delicados de un alma
enamorada. Pero eso será imposible si la imagen habitual del propio sexo no es
la de instrumento de amor. Un alma enamorada tiene algo de artista. Y necesita
un cuerpo que sea instrumento bien afinado, para poder expresar toda la riqueza
de su amor».
3) Por fin, y en la misma proporción en que el placer físico
constituye un bien deseable, cada uno de los esposos se esfuerza en
proporcionárselo al otro cónyuge en la forma más noble y jugosa en que los
seres humanos pueden comunicarlo: acompañado y enriquecido por su propio
deleite.
Pues la experiencia lleva a comprobar
gozosamente que, en un matrimonio sano, incluso la propia delectación corporal
se ve incrementada y enriquecida más por la constatación de que se la está
proporcionando a la persona amada, que por la egocéntrica experiencia del
disfrute individual.
En cualquier caso, la pretensión de que
los dos esposos gocen físicamente en la cópula, unida al deseo de que ambos
alcancen simultáneamente su punto culminante, constituye una armonización del
sistema nervioso y, en general, de las facultades sensibles puestas en juego (tercera
esfera).
Las relaciones conyugales se configuran,
pues, como una escuela inmejorable para conquistar la identificación plena
entre los esposos: para instaurar un amor que une íntimamente… sin pérdida de
la propia singularidad.
Y es que, como sugería Erich Fromm, el
trato íntimo solo incrementa el amor electivo cuando él, a su vez, es fruto y
expresión de ese amor.
En tal sentido, podría decirse que es el
mismo amor voluntario el que se engrandece a sí mismo a través de su
manifestación física:
«Lo que se requiere y se desea para que
el acto de unión sea verdaderamente una acción de unidad —comenta Jean
Guitton—, es que ninguno de los dos seres pase por estados demasiado diferentes
y que lo que es alegría para uno no sea pena y humillación para el otro. Vemos
claramente que esto no puede realizarse sino con la delicadeza que tiene algo
de sacrificio y es fruto del amor. De manera que la unidad física de la pareja,
más que la causa, es un efecto del amor».
Y, de nuevo con palabras de Veronese: «En
este proceso de crecimiento y maduración individual que experimenta la relación
de pareja, durante el ciclo vital, la relación sexual, en las modalidades de la
relación sexual en cada uno de los actos del repertorio sexual de la pareja, se
carga de significados que trascienden el acuerdo o el desacuerdo en el plano
estrictamente erótico. Todo aquello que complace más o menos al dar o al
recibir el sexo, las peticiones hechas y denegadas, los requerimientos concedidos
con presteza y entusiasmo, o los atendidos con esfuerzo y de mala gana, son
modalidades de la relación sexual que, en su conjunto, constituyen el estilo
peculiar de cada pareja, mientras cada una de por sí dirige de forma más o menos
encubierta, a menudo simbólicamente, pero siempre significativamente, a la
conformidad o a la discrepancia de la pareja en cuestión que no son en sí
estrictamente genitales.
No cabe duda […] que una sexualidad
satisfactoria, que produce placer físico, alegría espiritual, crecimiento y
madurez, exige este acuerdo mutuo, es decir, se basa en el
acuerdo acerca del “significado” que se le da al acto sexual, en la aceptación
y valoración no solamente genital, sino también del compañero como
individuo, como persona».
Cuestión esta última que, en un contexto
más abarcador, confirma Alberoni: «El enamoramiento se funda en la igualdad y en la
valorización recíproca. Si alguno trata de rebajar al otro, mata el amor. En el
enamoramiento ninguno debe dejarse poner bajo los pies, dominar, aprisionar,
porque el enamoramiento es paridad y libertad, y si yo no reivindico mi
dignidad y mi valor, si no defiendo mi personalidad, traiciono no solo a mí
mismo sino también al otro, que me ha elegido por lo que soy».
d)
Nuevos frentes
Señalo todavía, sin ningún afán de
exhaustividad, un par de circunstancias en virtud de las cuales el trato íntimo
se presenta como un auxilio para el amor conyugal, también en su dimensión
espiritual o voluntaria.
A estas alturas, sería ingenuo ignorar
que la vida matrimonial ofrece su zona de «sombras». Aunque también sería
injusto y poco humano —y señal de inmadurez— no advertir que tales sufrimientos
compartidos se transforman inmediatamente en algo gozoso, por cuanto
representan —¡junto con la capacidad de advertir y hacer acopio de las alegrías
y satisfacciones que el matrimonio lleva consigo!— un elemento insustituible
para incrementar el amor mutuo: y la felicidad no es más que una consecuencia
y, casi, casi una manifestación, un «termómetro», de la calidad e intensidad de
nuestros amores.
Con todo, las «sombras» resultan a veces
penosas y desgastan psíquicamente… por más que el espíritu quiera permanecer
fuerte y en efecto lo consiga.
Pues bien, como sugería Plutarco, cuando
se enfoca del modo correcto, el regocijo derivado de la unión física contribuye
en cierta medida a sobrellevar tales cargas.
En este sentido, Carnot ha podido
asegurar a los esposos: el amor corporal, aun cuando no lo sea todo, se
presenta «…en cierto modo, como la recompensa del amor. El placer que
sentiréis juntos será merecido por vuestra fidelidad. Cada cual lo pedirá al
otro y cada cual gozará del placer del otro tanto como del suyo propio».
Ningún escrúpulo para asumir tal convicción:
1) Primero, porque a estas alturas debería estar más que claro
que nuestro cuerpo es también estricta y rigurosamente humano-personal, y
merece participar, lo mismo que en los dolores, en el júbilo que proporciona el
amor.
2) Después, porque el regalo corpóreo no se presenta nunca como
un elemento aislado ni, en los matrimonios vividos humanamente, se busca
por sí mismo:
+ la fruición física, unida siempre a las
más nobles emociones de la afectividad satisfecha y a los anhelos cumplidos de
la voluntad, y como envuelta por ellos, es un corolario que se ofrece
por añadidura a quienes, también en el trato íntimo, procuran el bien del otro
en cuanto otro;
+ pero un corolario que debemos
aceptar, agradeciéndolo a Dios, que ha querido ligarlo al don recíproco pleno.
3) Por fin, y con esto no hago más que insistir en lo mismo,
porque el hombre es también, efectivamente, su cuerpo; y acoger lo que
este pueda aportar a la vida humana en su conjunto, y a la vida conyugal en
concreto, instaura una actitud de estricta justicia para con el Creador:
Dios obra maravillas de eternidad —¡la procreación!—, también a
través del cuerpo. ¡Y hay que regocijarse por ello!
Lo expresa, con ciertos anacronismos en
la dicción, Mauricio Alegre: «Es legítimo y santo el atractivo del comercio
sexual entre los esposos. Es como un salarlo providencial de las cargas, con
frecuencia penosas, de la paternidad y maternidad. Es como una señal de
reconocimiento de la grandeza del matrimonio y, en el matrimonio, de la obra de
la carne, para aquellos que saben mirar con ojos limpios y con rectitud de
espíritu».
Añado una última observación, sin olvidar que la clave del presente apartado y
de casi todo el escrito se resume así: por la especial constitución sensible
espiritual del hombre, las manifestaciones corporales del amor electivo —parte
integrante del amor propiamente humano y conyugal— contribuyen a incrementar
tal amor.
+ Hay ocasiones en que los esposos no
saben expresar «espiritual e inteligentemente» —en particular, con la palabra—
el afecto que sienten hacia su cónyuge.
+ En esos casos, la exteriorización
sensible del afecto se convierte en vehículo insustituible para mostrar e
incrementar el amor más hondo y más puro.
Afirmaba de nuevo Carnot: ¡No lo olvidéis
los casados! El amor corporal «… no es todo el amor, pero contribuye en gran parte a fortalecer el dulce lazo de vuestros corazones. Todo lo que vuestros labios
no saben decir, todo lo que desborda de vuestros corazones, lo expresarán
vuestros besos».
2. Un modo distinto de engrandecer el
amor
a)
Integración de amores
Inicio ahora un conjunto de reflexiones
un poco más enrevesadas, pero que considero interesantes y dignas de unos
minutos de atención.
Recordando lo ya tratado a este
propósito, y sin referirlo todavía expresamente al matrimonio, la cuestión
podría plantearse como sigue: si el amor constituye «la vocación fundamental e
innata de todo ser humano», el hombre crecerá como persona en la misma
proporción en que instaure efectivas, intensas y eficaces relaciones de amor.
Con cada una de ellas dilata su condición personal.
Pero, precisamente porque estamos ante
una realidad finita, en el universo humano existe un sinnúmero de subespecies
del amor, distintas e incompletas, si se las considera en sí mismas.
El incremento de la categoría personal del varón y de la mujer se juega,
entonces, no solo en lo que cabría calificar de progresiva intensificación
de los distintos amores, sino en el enriquecimiento que deriva de integrarlos
en un todo unitario.
Mas ¿qué es lo que hay que ensamblar?
En concreto, y dejando de lado el amor a
Dios o caridad, las diversas especies de amor humano se reducen a tres fundamentales:
1) lo que algunos denominan «afecto», que coincide
substancialmente con el amor natural, en virtud del cual quiero algo en
cuanto en cierto modo es mío o se asemeja a mí;
2) la amistad, encarnación suprema —por máximamente libre— del
amor electivo, que nos lleva a querer al otro en cuanto otro, por
su bien intrínseco y constitutivo, configurándose así como el más
elevado género de amor; y
3) el eros, en su más noble acepción, resultado de la
atracción mutua entre varón y mujer, que compone habitualmente el inicio
y la fuente del amor entre los esposos.
Dentro del matrimonio, y sea cual fuere
el origen histórico de su amor recíproco, los esposos han de luchar por
alimentarlo, hasta hacer confluir en él las distintas variedades de amor.
Al eros, que representa su núcleo
diferenciador, tienen que saber sumar todas las manifestaciones del amor
natural, o afecto, y del amor electivo o amistad.
La presencia del eros, inadecuada en
cualquier otro contexto, confiere una especial posibilidad de plenitud a la
integración del amor conyugal, y dota de una tonalidad propia a cuanto en él se
incluye.
+ La razón es sencilla:
- por naturaleza, el eros solo se
establece entre dos personas de sexo diferente y complementario;
- o, apurando pero sin exagerar, entre
dos personas complementarias, particularmente aptas para componer
una unidad (que no hace desaparecer la personalidad propia de cada una).
Ahora bien, el eros constituye la
condición de posibilidad de esa integración, pero no su realización en acto.
Para lograrla, es imprescindible empeñarse por aunar las diversas clases de
amores, bajo la acción primordial y globalizante de un auténtico amor electivo,
que persigue el bien del otro… por el otro. Solo entonces encontrarán los
cónyuges la total realización como persona dentro del matrimonio, y la
felicidad que de esa plenitud deriva.
Y, en todo ello, desempeña un gran papel
el que suele ser efecto de la unión íntima: los hijos.
f)
Incremento del amor «natural»
Más de una vez he explicado que, cuando
surge de un cariño auténtico, el hijo se introduce en la misma corriente
amorosa establecida entre los esposos. Y, desde este punto de vista, favorece
el incremento y la integración de «amores» con los que se aquilata la categoría
personal de uno y otra.
Y, antes que nada, del amor natural.
Pues, si cada hijo es fruto efectivo del amor conyugal —como una suerte de
derivación espontánea de él—, el amor con que los padres lo quieren constituirá
también una prolongación del cariño que mutuamente se obsequian.
En este sentido, querer a cada nuevo vástago es amar doblemente al otro
consorte.
Y como el afecto que a este se le
endereza es, en cierto modo, una manifestación privilegiada del amor de cada
cónyuge hacia sí —ya que el marido se configura como el más adecuado
complemento del yo de la mujer, y viceversa—, resultará que a los hijos, igual
que al esposo o a la esposa, se los quiere no como a uno mismo, sino con un
amor numéricamente idéntico al que cada uno se profesa.
Nos encontramos ante un exponente
originalísimo y particularmente intenso del amor natural, el de los padres a sus
hijos (en cuanto suyos), que reduplica también, por las razones
apuntadas, el afecto entre marido y mujer.
Y que, además, hace confluir ambos afectos
—el paterno o materno y el de los esposos— en un mismo e idéntico amor, que, de
esta suerte, se torna mucho más cabal, completo, unitivo y perfeccionador de
las personas de los cónyuges.
La experiencia de tantísimos matrimonios
bien avenidos podría servir como confirmación de cuanto vengo refiriendo. El
hecho incontrovertible es que la llegada de cada nueva criatura incrementa de
forma prácticamente automática —y casi, casi tangible— el amor recíproco de los
desposados; lo que a su vez es una prueba de que existe una estricta identidad
entre el afecto de los esposos en cuanto tales y el que tienen a quien es
síntesis viva y resultado de ese mismo querer.
Son muchos los padres que podrían
refrendar hasta qué punto cada nueva concepción y cada nuevo nacimiento supone
un aquilatarse y un tornarse más intenso del amor matrimonial. Se trata de un
acontecimiento que reviste el mutuo cariño con armónicos siempre inéditos, y en
el que —¡siempre también!— se superan las expectativas.
Siempre. Incluso cuando la multiplicación
de los hijos lleva a prever que el próximo alumbramiento aventajará con creces
al aumento del aprecio, la cordialidad, el atractivo… que una experiencia
reiterada permite lógicamente esperar.
(Lo cual lleva también a afirmar, con
toda la comprensión del mundo, hasta qué punto los celos del
marido o la mujer hacia el hijo por cuya «culpa» él o ella se sienten desplazados
y «menos queridos» por el otro cónyuge manifiesta, junto con una notable
inmadurez y falta de hondura en la percepción de lo que supone el hijo… el que
probablemente algo anda mal en la atención recíproca y directa de
los esposos entre sí).
g)
Y del amor «electivo» o amistad
Pero el crecimiento de la familia gracias
a los hijos tiene también otro efecto posible, y tal vez de mayor envergadura:
instaurar relaciones exquisitamente amistosas entre los esposos.
Según recuerda una tradición ya antigua,
los hijos componen el bien común de los cónyuges. Y, de acuerdo con la
famosísima dedicatoria de Miguel Hernández en la elegía a Ramón Sijé, la amistad se caracteriza precisamente como un querer con el amigo, que engloba y
trasciende, sublimándolo, al simple quererlo a él, propio de cualquier
amor.
En consecuencia, cada vástago constituirá
un apoyo insustituible para enriquecer el amor entre los cónyuges con las
propiedades específicas de una auténtica y genuina amistad.
Más despacio. Se advierte a menudo, con
expresiones más o menos idénticas, que el eros y la amistad se diferencian
porque los amantes no cesan de contemplarse uno a otro, mientras los amigos
acostumbran a mirar juntos en una misma dirección. Pues bien: en el caso
de los esposos que llegan a ser padres, ambas perspectivas se aúnan y se
potencian de manera recíproca. Y lo hacen, justamente, en virtud de ese bien
común constituido por los hijos.
+ Cuando marido y mujer dirigen hacia la
prole una mirada conjunta, descubren en ella —en la común descendencia, y por
los motivos que acabo de esbozar— a la persona del cónyuge y se vislumbran a sí
mismos: puesto que cada hijo compone la síntesis que resume, en conjunción
original y autónoma, la realidad bipersonal de los esposos.
+ Al mismo tiempo, el hijo es un ser
consistente, autárquico, otro, que conduce la vista de sus progenitores
más allá del propio yo de cada uno
De ahí que afirme Thibon: «El hijo, este
fruto del amor tan exterior a los dos seres que lo han creado, este fruto que
solo existe verdaderamente a partir de la hora en que se separa de la rama,
rompe el exclusivismo de la pareja: sustituye la adoración recíproca, que
encadena, por un fin común, que libera».
Consecuencia: cuando se lo acoge de la
manera adecuada, cada nacimiento hace más fácil que el afecto y el eros
conyugales, sin desaparecer ni menguar en lo más mínimo, se enaltezcan hasta
alcanzar las cotas de uno de los más nobles amores de amistad, dotado de
gran vigor unitivo.
Se trata de una verdad reconocida desde
antiguo. Con expresiones de Tomás de Aquino, «…la causa de una unión firme y
estable entre los padres son los hijos […], ya que estos constituyen el bien
común de ambos, del varón y la mujer, cuya unión está ordenada a la prole. Pero lo que es común contiene y conserva la amistad, la cual, como antes se
dijo, consiste también en comunión y comunicación».
Y, de resultas, se acrisola hasta lo
indecible la solidez y el temple del amor entre los esposos.
«Los esposos que se aman, aman todo lo
que les acerca y les une. Nada les es común en el mismo grado que el hijo.
Pueden poner sus bienes bajo el régimen de la comunidad; pueden llevar el mismo
nombre; pueden concordar sus caracteres; pueden unirles la inteligencia más
cordial; sin embargo, nada les es tan común y nada les une como el hijo. […]
Los esposos unidos continúan amándose uno a otro en su hijo; encuentran en él
no solo a sí mismos, sino su unión, la unidad que ellos se aplican a realizar
en toda su vida. Cada uno de ellos reconoce en el hijo el ser que él ama en un
ser nuevo que se lo debe todo y que él ama también con un amor que no se separa
de aquel al que el hijo debe el haber nacido. El matrimonio encuentra así, en
la paternidad y la maternidad, su florecimiento perfecto. El niño remata el
enriquecimiento del alma que los esposos buscan en su unión».
A modo de añadido imposible de desarrollar, también porque sería impropio de
nuestro contexto, me gustaría agregar lo siguiente. Tomás de Aquino, reflexionando
sobre los datos revelados, afirma tajante que Dios no podía ser sino Trino: dos
Personas, incluso divinas, no resultarían «suficientes». Y no lo serían,
sostiene, porque sin el surgimiento de una Tercera no se podrían realizar en
plenitud las delicias del amor: es decir, hacer partícipes del mutuo cariño
a otras personas.
¿Se entiende, entonces, cómo el
advenimiento de la prole confiere un resello definitivo y hace madurar la
estima de los esposos?
En última instancia, ni siquiera quien aprende a conjugar el tú ha conquistado
la decisiva perfección del amor: esta solo se instaura cuando dos personas,
conjuntamente, hacen fructificar su cariño en bien de un tercero.
No yo: esto es obvio; pero tampoco simplemente tú; el él constituye la clave
resolutiva del más alto y enriquecido de los amores. ·- ·-· -······-·
Tomás Melendo Granados
***
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