A sabiendas de que escandalizaré a
más de uno, en estas primeras líneas querría sugerir que la adolescencia como
problema-que-debe-ser-resuelto es, en buena medida, un mito o, más
correctamente, una creación de los adultos y, en particular, de los padres y de
las madres.
Aunque, para que nadie se llame a
engaño, resalto que lo que considero casi inventado es tan solo el
carácter de problema que atribuimos a esta etapa de la vida de nuestros
hijos; problema que transformamos en tragedia en la proporción exacta en
que pretendemos solucionarlo.
No pongo en duda, lógicamente, el
hecho de la adolescencia en cuanto tal, que es algo obvio.
Y me explico.
La adolescencia como
no-problema
Casi nadie que haya reflexionado un
poco sobre el asunto dejará de reconocer que, en sí misma, la adolescencia es
un período de crecimiento necesario en todos los ámbitos que componen la
persona humana: algo, por tanto, además de ineludible, bueno, porque bueno es o
debería ser su resultado final… que no puede lograrse si uno no es durante un
tiempo adolescente.
Y que así debemos considerarla, si
queremos evitarnos y evitar a otros sufrimientos inútiles. Hemos de aprender a
verla como una fase concreta e imprescindible en el desarrollo global de toda
una vida y en el horizonte de ese despliegue. Es decir, como me repetía —con
expresión típica de Málaga— quien me enseñó hace años a conducir, «mirando al
lejos», que es el único modo de no obsesionarnos con esa etapa de transición,
de relativizarla y darle su verdadero valor y alcance.
Ciertamente, así enfocada, la
adolescencia no haría perder el sueño a ningún adulto. Y, de hecho, de
ordinario no nos inquietan las trasformaciones morfobiológicas que experimentan
nuestros hijos o hijas; más aún, aprendemos a observarlas con agrado y una
pizca de nostalgia, anticipando el desarrollo futuro. Nos preocupan, por el
contrario, las dimensiones psíquico-espirituales, no bien definidas aún y en
aparente peligro, y ciertas connotaciones que la adolescencia suele presentar hoy
día.
Todo lo demás, desde las
desproporciones físicas hasta el cambio de modulación en la voz, con sus
momentos ridículos…; la atención desmesurada al propio físico, al modo de
vestir y de arreglarse…; la dependencia del qué dirán, sobre todo respecto
a los o a las adolescentes del grupo al que se han entregado prácticamente por
entero; los altibajos de humor y las salidas de tono… incluso podrían
divertirnos porque sabemos que, en condiciones normales, son cosas que pasan ¡y
que se pasan!: que acaban por desaparecer.
En la actualidad
Por el contrario, si solo pensar
en la adolescencia nos hace temblar es porque medio advertimos que en el mundo
de hoy:
1. Es bastante frecuente
que no llegue a sazonar la esfera psíquico-espiritual: que sea justo esta
inmadurez lo que no se pase, sino que se extienda más tiempo del
previsto e incluso tienda a instalarse de por vida (no en
vano se ha acuñado la expresión perpetuo adolescente), con el
cúmulo de consecuencias desagradables que esta falta de progreso lleva
aparejadas.
2. Cosa que sucede, si no
me equivoco y simplificando un tanto, porque en el presente existen-y-faltan
elementos que en épocas no muy lejanas estaban más compensados.
Lo que sobra
Existe, por utilizar una
expresión que puede resumir la mayoría de las disfunciones de esta etapa, una desproporción
entre las grandísimas posibilidades de acción de nuestros hijos y el dominio y
la responsabilidad —más bien la relativa carencia de uno y de otra— que muestran
respecto a sus propias actuaciones.
Cuestión que cabe concretar en un
solo ejemplo, de particular incidencia en nuestros adolescentes y que
calificaré —tomando este término en un sentido muy, muy amplio— como un consumismo
atroz.
Un hiperconsumo (como
dirían ellos) que en parte propiciamos los propios padres, como contrapeso
a nuestra mala conciencia por no atender debidamente a lo que nuestros hijos nos
demandan, a veces sin siquiera ser conscientes: nuestro tiempo, nuestra intimidad…
y nuestra exigencia.
Y que consideramos mucho más
peligroso que el practicado por nosotros mismos como consecuencia de la falta
de consonancia entre la capacidad de acción y la responsabilidad del
adolescente a que acabo de aludir.
¿… y por qué sobra?
Intento explicarme de nuevo. En
general, los adolescentes de clase media o media-alta… o medio-baja o baja de
nuestro país, como los de muchos otros de características semejantes, gozan de
instrumentos materiales (dinero, en primer término, pero también medios de locomoción
propios o de sus amigos, acceso a lugares de esparcimiento y diversión, a fincas
y casas de campo, hoteles y similares…), y de una libertad de movimientos de
los que los padres no carecemos, pero tampoco podemos emplear con la ligereza y
desenvoltura con que ellos lo hacen: en esto, que bastantes llamarían un poco
ingenuamente libertad, nos superan por goleada.
Como consecuencia, los
adolescentes componen un poderosísimo colectivo, presa fácil de la publicidad y
del afán de ganancias de los que negocian con los impulsos ajenos.
El adolescente actual posee todas
los atributos del mejor consumista: dinero del que no tiene que dar
cuenta a nadie y ganado sin otro esfuerzo que el de pedirlo-exigirlo, a veces
con solo poner mala cara… si es que los padres no nos adelantamos a dárselo por
miedo a que nos las pongan; compulsividad a la hora de comprar, usar y tirar; comparaciones
con otros adolescentes, de las que derivan caprichos descontrolados;
incapacidad de esfuerzo y, sobre todo, de espera…
Añado, aun a sabiendas de que con
esto pierdo ante los adultos más puntos de los que ya he perdido con los
adolescentes, que a la mayoría de los padres no nos asusta el consumismo de
nuestros hijos, que nosotros mismos —con una mal disimulada hipocresía o, al
menos, con una flagrante falta de coherencia— vivimos en primera persona y provocamos
en ellos a cambio de que nos dejen en paz. Nos aterra más bien que semejante consumo
se ejerza sobre productos peligrosos: no tanto el sexo, que en la
mayoría de las familias empieza casi a hurtadillas a formar parte de lo
políticamente correcto, sino sobre todo el alcohol, la droga… y todo lo que
estos ambientes llevan consigo, como, por señalar tan solo un par de extremos,
la prostitución o la delincuencia.
Lo que falta
No existen en nuestra
sociedad, por el contrario, realidades básicas e insustituibles para el
crecimiento de una persona.
Enumero, sin afán de ser
exhaustivo:
1. Faltan personas o personajes
que encarnen modelos de vida como los que los padres querríamos para
nuestros hijos, pero que nosotros mismos estamos lejos de hacer propios, porque
nuestros principales intereses se mueven en otras direcciones.
2. Faltan enseñanzas
ambientales (la mal llamada cultura popular) e institucionales (centros educativos
de los distintos niveles) capaces de poner freno a lo que los adultos afirmamos
como correcto, aunque no siempre lo vivamos.
3. Faltan leyes y actividades
políticas acordes con el perfeccionamiento de la persona.
4. Y falta un dilatado
etcétera, virtualmente más peligroso para quien, como el adolescente, ha abandonado
todos los valores que hasta ese momento lo protegían y que ahora advierte como
impuestos y, por lo tanto, rechazables… con el fin, no siempre consciente, de
recuperarlos (esos u otros, pero ahora como propios).
El suma y sigue de estos
excesos y carencias es que casi toda la educación de los adolescentes
deberíamos llevarla a cabo en la familia… en un momento de la civilización en
que la presencia de los padres en la propia casa no es excesivamente amplia ni
de gran calidad educativa.
Pues, bastante a menudo, los padres —y, en particular, los varones— pasamos el tiempo en el hogar descansando
de un trabajo que nuestros hijos no presencian y cuyo valor no pueden, por
tanto, apreciar.
O, lo que viene a traducir y
concretar el párrafo anterior: viendo la televisión, navegando por Internet, haciendo
cuentas del dinero ganado o que estamos por ganar, organizando los viajes y
demás planes de recreo para el matrimonio o la familia o los amigos…
Entonces… ¿nada?
Les pido que me concedan que en
lo esbozado hasta ahora hay, al menos, un punto de verdad.
¿Por qué, entonces, sugiero en el
título que, ante semejante situación, lo mejor que podemos hacer por los
adolescentes es precisamente NADA?
Aclaro que, aunque haya intentado
expresarlo con humor, no es en absoluto una broma ni una declaración de impotencia
ni, mucho menos, de indiferencia o cinismo.
Y me explico mediante una
comparación. Los que vamos estando entrados en años, y cualquier persona con un
poco de experiencia vivida, sabe que los sentimientos y estados de ánimo son
controlables solo hasta cierto punto y de dos maneras complementarias.
1. A veces, uniendo lo que nos otorga nuestro temperamento y un empeño habitual y repetido,
somos capaces de atajar las emociones que tienden a salirse de madre por exceso
o por defecto: elevándonos sin fundamento hasta las nubes o hundiéndonos en la
miseria, también sin suficiente base real.
2. Pero lo más habitual
es que hayamos aprendido no tanto a moderar nuestros afectos, incrementándolos
o disminuyéndolos, según convenga; sino más bien a convivir con ellos, tal y
como se nos imponen, pero haciéndoles solo el caso que en cada circunstancia
les debemos otorgar.
Por eso, en los momentos bajos que
alguna vez nos aquejan prácticamente a todos, a menudo hemos de limitarnos… a
dejar que esos ratos o temporadas pasen y, mientras tanto, a no tomar
decisión alguna.
Con otras palabras: en tales
situaciones, lo mejor que podemos hacer —¡lo único!— es… no hacer nada y
esperar a encontrarnos de nuevo en forma.
Entonces… ¡nada!
Pues no es muy distinto lo que
sucede con el adolescente… o sí es muy distinto, como prefieran. En realidad,
visto desde nuestra perspectiva de adultos, las diferencias son tres y nada
irrelevantes:
1. En primer término, el protagonista
del drama —¡o de la tragedia!, si nos empeñamos— es una persona distinta a
nosotros mismos, sobre la que no tenemos un dominio ni un influjo directo.
2. Además, se trata de
alguien que —no tanto por definición, sino por naturaleza: por ser adolescente—
se ve sometido a cambios constantes de ánimo… que aún no ha aprendido a
manejar.
3. Y casi siempre, y ahí comienzan
los auténticos problemas, pensamos que nuestra responsabilidad consiste en tomar
¡por ellos! las decisiones que les permitirán superar el desasosiego (sobre
todo el que generan en nosotros, seamos francos).
3.1. Con el agravante,
en primer término, de que lo que menos quiere y está dispuesto a permitir un
adolescente es que nadie usurpe su lugar… y menos todavía su padre o su
madre: por lo que nuestra pretensión de indicarles lo que deben hacer
solo consigue inclinarlos más decididamente hacia el otro lado de la balanza: a
no hacer ni decidir ni decidir-hacer nada, cosa que nos resulta
enervante.
Un buen adolescente —un
adolescente que se precie— responderá que no, por principio, tanto a una
sugerencia paterno-materna… como a la exactamente contraria: ¡para algo es
adolescente!
3.2. Y con el gravamen
añadido de que la situación de los adolescentes —igual que los que calificamos
como nuestros momentos de baja— no puede solucionarse… y menos todavía tomando
decisiones… y menos aún tomándolas en lugar de ellos.
También ahora es preferible
esperar momentos mejores.
¿Luego…?
Luego hay que armarse de
paciencia, de esperanza y de buen humor del bueno, que consiste en no tomarse
en serio ni a uno mismo ni a los puñeteritos adolescentes (expresión que
emplearía mi suegro, maestro de buen humor), por más que sean nuestros hijos o
precisamente por serlo.
Lo cual —ahora me toca a mí ser
sincero— no se presenta ni es demasiado fácil.
1. No lo es la paciencia,
en una época cuya mayor y tal vez la única novedad verdadera es justo la
velocidad.
2. No lo es la esperanza,
en momentos en que, en buena parte porque dejamos que dirijan nuestra mirada
sobre todo a lo que no marcha en el mundo, parece que la civilización está al
borde del fracaso… igual que los civilizados en ella.
3. Y menos todavía lo es
el buen humor —la relativización de lo relativo, comenzando por mí mismo y
acabando por todo lo mío… porque el resto parece que ni siquiera existe—, en una
etapa de la historia en que se nos enseña desde muy pequeños a considerar
nuestro ego como el ombligo del mundo.
Por eso, y dando por supuesta una
confianza inconmovible en cada uno de nuestros hijos, de los tres consejos
apuntados acentuaría sobre todo el del buen humor, estableciendo como norma
prácticamente absoluta —que también debe afrontarse con buen humor, es decir,
relativizándola— que quien no sea capaz de tomarse a sí mismo en broma muy
difícilmente dará su justo valor a cuanto con él se relaciona y, de manera muy
particular, a lo que le sucede a sus hijos.
De lo que concluyo que, para abordar
el problema de la adolescencia, aquí y ahora, la pregunta clave no ha de
dirigirse a los hijos, sino precisamente a los padres.
Entre otros motivos, y aunque no
sea el de mayor peso, porque los padres —cada cual y cada cuala el padre
o la madre que él o ella es— son justo lo que los padres podemos y debemos
cambiar: es decir, yo y usted, e invierto el orden que señala la
buena educación para no eludir responsabilidades.
Las dos preguntas-clave
Para propiciar ese cambio se me
ocurren dos preguntas bastante comprometidas, que de nuevo me hago ante todo a
mí mismo
1. Cuando nos planteamos
educar a nuestros hijos y, más en concreto, a nuestros hijos adolescentes, ¿realmente
perseguimos que ellos acaben siendo como deben o simplemente que no nos
den problemas?
Me aconsejo y le aconsejo pensarlo
con calma y con hondura, porque solo en función de nuestra respuesta, serena y
clara, podremos introducir en nuestras vidas un cambio eficaz… también para
nuestros hijos adolescentes:
1.1. Un cambio de
actitud: nuestra y de ellos.
1.2. Un cambio de estado
de ánimo: nuestro y tal vez de ellos.
1.3. Y un cambio de
comportamiento: de nosotros hacia ellos (que es lo que está en nuestras manos)
y, ¡quién sabe!, tal vez de ellos hacia sí mismos y, mucho menos probablemente,
de ellos hacia nosotros (lo que, con buen humor y en fin de cuentas, no nos
debería importar demasiado).
2. La otra gran pregunta,
dirigida sobre todo a aquellos cuyos hijos aún no han llegado a la edad
fatídica, resulta también muy neta… y comprometida: ¿cómo son tus hijos durante
los 10 ó 12 años, o 9 si lo prefieres, o al menos 5 ó 6, que preceden hoy día a
la adolescencia?
O, para centrar mejor la cuestión
y hacerla más operativa: ¿qué has hecho y que haces realmente por tus hijos en
los años previos a que acabo de aludir?
Porque el sentido común señala y
la experiencia muestra que, salvando la libertad —fuente siempre de sorpresas—,
muy probablemente así, como nosotros los hayamos orientado, acabarán
siendo nuestros hijos cuando dejen atrás sus dudas e incertidumbres de
adolescente.
Resumiendo
Nos puede costar más o menos
sangre admitirlo: depende de nuevo de hacia dónde estemos dirigiendo realmente
nuestros intereses. Pero la adolescencia hay que pasarla. Nuestros hijos e
hijas también. Es inevitable y buena, pues, en esencia, consiste en comenzar a
ser realmente libres y responsables y, por tanto, capaces de crecer y de
merecer.
Solo abandonando y rechazando
todos los valores que hasta el momento se han vivido desde otros, y
que en la adolescencia se descubren como ajenos, puede una persona hacerlos realmente
propios.
Y si nuestros hijos no son capaces
—cuanto antes, mejor, aunque nos duela el desgarro— de vivir su vida,
con independencia de nuestros dictados, aunque no de nuestros consejos… somos
un fracaso como educadores y como padres.
Los interrogantes sobre la
adolescencia se bifurcan, por tanto, hacia adelante y hacia atrás.
1. Lo que importa y sobre
lo que tenemos un cierto imperio es lo que transmitimos a nuestros hijos en
esos años todavía tiernos en que son tan deliciosos que hacen libremente…
lo que nosotros les indicamos.
2. Y lo que importa más
todavía y sobre lo que solo tenemos un influjo muy relativo es lo que lleguen a
ser… una vez pasado el período de turbulencia (quería decir de la adolescencia).
En la práctica, esto quiere decir
que la adolescencia hay que trabajarla mucho antes de que llegue. Antes,
incluso, de que nuestros hijos vengan a la vida: aprendiendo a apoyar a nuestro
cónyuge con la misma entrega y exquisitez absolutas con que respetamos su libertad…
y entrenándonos y preparándonos desde entonces para hacer lo mismo con cada uno
de nuestros hijos, que, lo digo por si alguien no lo había advertido, ¡no
suelen nacer ya adolescentes!
Y concluyendo
Nuestros hijos serán normalmente
lo que hayamos sembrado durante los años previos a la adolescencia… y durante
la adolescencia misma.
¿Cómo?
De menor a mayor importancia:
1. Con nuestras explicaciones,
que, si siempre deben ser breves, en la adolescencia están de más —y resultan
contraproducentes— en cuanto superen las tres palabras… y un número muy
limitado de decibelios.
2. Con nuestro
comportamiento, sin hacerlo nunca pesar, sino más bien logrando que nuestros
hijos vean la grandeza de nuestro cónyuge.
3. Con su conducta: la de
nuestros hijos. De nuevo con el más radical respeto a la libertad de cada uno,
nuestro quehacer educativo solo será eficaz cuando —con conciencia y autonomía
crecientes— el bien que proponemos entre a formar parte de la vida vivida
de cada uno de nuestros hijos. Cuando lo vayan poniendo por obra, cada vez más
libremente: porque les da la gana.
Concretando un poco
Pero lo que verdaderamente
sembremos en nuestros hijos depende a su vez, en un tanto por ciento
elevadísimo, de lo que, en el fondo-fondo, pretendamos que lleguen a ser.
Y aquí, de nuevo, el autoengaño
está a la orden del día. El autoengaño, se sobreentiende, entre quienes
queremos hacerlo bien (pues yo me incluyo entre ellos, a todos los efectos… y a
todos los defectos).
Normalmente sostendremos sin
reparos que lo importante en esta vida es el amor, que una persona vale lo que
valen sus amores, que la verdadera educación consiste en ayudar al otro a estar
más pendiente de los demás que de sí mismo… y un buen número de alegatos por el
estilo, que desde el fondo del alma estimo que son los únicos verdaderos y eficaces.
Pero también es bastante probable
que nuestra conducta diaria desmienta afirmaciones tan encantadoras. Que, por
ejemplo, demos más importancia a las calificaciones que a la ayuda real que
nuestros hijos prestan a sus amigos o hermanos o a la honradez de no poner en
un brete, para salir él o ella de un posible compromiso, a ninguno de sus
compañeros o compañeras.
O, para no alargarme demasiado,
que identifiquemos subrepticiamente el ser buenos con ser tontos, de modo que
en cuanto indiquemos a alguno de nuestros hijos una manera recta de obrar, pero
que ponga en peligro algo importante en su vida (en fin de cuenta, las aritméticas
—¡las cuentas! = $$$—), de inmediato añadamos el truco para no
dejarse pisar y para hacer valer sus derechos, no buscando el
beneficio propio —¡hasta ahí podríamos llegar!—, sino para que el infractor no
cometa las mismas tropelías con otras pobres víctimas.
O, a la hora de ayudar a decidir
la carrera universitaria, pongamos un énfasis excesivo en las salidas,
que equivalen en última instancia a las entradas —¡las cuentas! = $$$—,
sin nombrar siquiera la posibilidad de servicio desde la profesión en que, a
tenor de sus características personales, esa ayuda pueda ser más eficaz.
… Y un corolario
Con lo que, en última instancia,
acabamos en lo de siempre. No educamos tanto por lo que hacemos —con lo que
pierde importancia que durante un tiempo no hagamos nada— sino por lo que
somos… o luchamos por ser.
Un hijo —¡cualquier hijo o hija!— solo
puede ser educado por un padre o una madre a los que, simultáneamente, quiere y
admira… y por quienes se siente querido y admirado.
Para lo cual no es preciso, sino
más bien contraproducente (por falso), ser o creerse un superman o una superwoman.
Basta con que puedan ver en nosotros a un adulto cabal que:
1. Ama efectivamente, y por encima de todo lo humano, a su propio
cónyuge.
2. Trabaja lealmente, con espíritu de servicio.
3. Y lucha por ser mejor
persona. Es decir: mejor esposo o esposa, padre o madre, amigo o amiga…
(Soy consciente de dejarme en el
tintero la pregunta del millón: ¿qué hago si, cuando debía, no hice lo que
tenía que hacer, porque casi no fui consciente de que tenía hijos… justo hasta
que llegaron a la adolescencia?
¡Próxima entrega!
Y un anticipo. Desde luego, lo que
no debo es complicar todavía más la cosa, haciendo en el momento
inoportuno y de la forma inadecuada lo que debería haber hecho si hubiera caído
antes en la cuenta de que eso de educar a mis hijos es algo que pudiera
haber valido la pena tener en cuenta…
Continuará.) ·- ·-· -······-·
Tomás Melendo
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