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El sueño metapolìtico de Dante

por Primo Siena

El De Monarchia de Dante es un tratado de filosofía política compuesto por tres libros en los cuales el prófugo florentino traza en prosa la arquitectura de su visión metapolítica ya anticipada poéticamente en su Divina Comedia.

Causas y motivaciones del De Monarchia

 

Por bastante tiempo se sostuvo que la ocasión para escribir esta obra fue la expedición armada en Italia (1310-1313) del joven Enrique VII de Luxemburgo, en el cual los gibelinos italianos habían depositado la esperanza de una restauración de la autoridad imperial, vacante después de la muerte de Rodolfo de Ausburgo en 1291.

Esa esperanza se acabó en Buonconvento, cerca de Siena con la muerte imprevista de Enrique, acaecida en 1313, poco después que se cumpliera su deseo de ser coronado en Roma Emperador del Sacro Romano Imperio.

Pero en la opinión de un dantólogo acreditado, como el italiano Giorgio Petrocchi, la redacción de De Monarchia no se puede fechar antes del año 1318, habiéndose demostrado que ella sigue – no precede – aquella de las tres Epistolae políticas  escritas por Dante entre los años 1308 y 1314. Echo, este, que separa el noto tratado político dantiano  de la relación directa con la vicisitud del monarca luxemburgués, confiriéndole mayor autoridad conceptual y objetividad.

Las causas inmediatas que motivan al De Monarchia son dos; primero: la aspiración hacia la unidad política de Europa; segundo: la disputa entre el poder  político del emperador  y la autoridad espiritual de la Iglesia católica.

La causa primera radica en la geografía política italiana de los primeros años  del siglo XIV,  marcada - sobretodo en la Italia septentrional – por el fortalecimiento del poder municipal de las ciudades en desmedro de la autoridad imperial.

La segunda causa procede del enfrentamiento entre la potestad del Imperio y la autoridad del Papado. Este enfrentamiento había alcanzado su punto álgido con el proyecto teocrático del Papa Gregorio VII (1075-1085), recuperado sucesivamente por el Papa Inocencio III (1198-1216).

Meollo de la discordia al respeto, no era la separación entre la potestad imperial y la autoridad papal, sino la reivindicación de ambas  por parte de cada uno de los contendientes.

Por efecto de esta postura, el poder imperial reivindicaba la potestad  de designar a las autoridades eclesiásticas, mientras que la potestad papal se creía autorizada a investir  a las autoridades civiles.

En la Edad Media – a pesar de la controversia para las investiduras de los dignatarios civiles  y eclesiásticos – no había una veraz dualidad entre Estado e Iglesia porque, en aquella época, el Estado no existía (por lo menos en el sentido que le atribuirá después la modernidad).

Desaparecida la Polis como la entendió la antigüedad clásica griego-romana, en la alta Edad Media fue solo la Iglesia que en Occidente aglutinó en un único rebaño a  la sociedad rural y urbana, con dos jerarquías y bajo dos distintas autoridades: la jerarquía eclesiástica y la jerarquía civil, el Pontífice católico y el Emperador. La doctrina de las dos potestades remontaba al Papa Gelasio I (492-496); quien de esta manera afianzó la independencia de la Iglesia romana hacia el Imperio bizantino.

La doctrina gelasiana afirmaba que el modelo perfecto del rey y del sacerdote (modelo personificado en la figura bíblica de Melkitsedeq) es el Cristo mismo. Por consiguiente, los cristianos – por participar de la misma naturaleza del Cristo – constituyen una raza, a la vez, sacerdotal y real. Pero a causa de la debilidad del ser humano, expuesto al pecado, Cristo separó a las dos potestades confiriendo a cada una su propia esfera y función específica.

En coherencia con esta doctrina, Gelasio sostenía que en los asuntos espirituales el poder temporal pertenecía a la autoridad eclesiástica, mientras que,  en los asuntos temporales, el poder espiritual estaba sometido a la potestad imperial. Por consiguiente, las dos potestades – ambas de origen divino – quedaban, en su propia esfera, independientes una de otra.

La doctrina gelasiana se mantuvo sustancialmente inalterada hasta el pontificado de Inocencio III(1198-1216), cuando sufrió un vuelco en razón del cual todo poder que emana de Dios se consideró perteneciente solo a la Iglesia y por trasiego al Papa, detentor – en cuanto sucesor del apóstol Pedro – de todo poder, tanto en materia temporal como en asuntos espirituales. Según Inocencio III,  al Papa entonces pertenecían las espadas de los dos poderes, mientras que al Emperador estaba permitido simplemente el uso de una de ellas.

En el año 1302, con la bula Unam Sanctam, el Papa Bonifacio VIII reafirmaba a su vez que las dos espadas del poder pertenecían exclusivamente a la Iglesia; ellas podían ser usadas, una por  el Sacerdote y la otra por el Monarca pero ad nutum sacerdotis; esto es, por mandato del primero. 

Este vuelco en la doctrina canónica de la Iglesia católica sobre el poder, provocó un fuerte conflicto teológico-jurídico que originó la división política  de los católicos italianos entre güelfos (partidarios del Papado) y gibelinos (fautores, en lo temporal, de la independencia del Emperador frente al Papa).

Es en presencia de tal contexto político-doctrinal que Dante compone  su tratado sobre la Monarquía Universal: obra escrita en latín y a la cual no es ajena – en el florentino injustamente desterrado – la preocupación por las convulsiones que afectaban a la Italia de sus tiempos, dividida  en distintos estados y gobiernos municipales, desmenuzada además en numerosas facciones políticas, en lucha mortal entre ellas.

Preocupación, esta, que encontraremos expresa también en el canto VI° del Purgatorio donde Dante explota en la famosa invectiva:

 

Ahí serva Italia, di dolore ostello /

 nave sanza nocchiero in grantempesta

(¡Ay, sierva Italia, asilo eres de duelo

y en la tormenta, nave sin barquero)

 

De aquí, entonces el concepto de unidad que domina el tratado metapolítico De Monarchia, donde Dante propugna una monarquía universal que no debe consistir en el gobierno de uno solo en un Estado determinado, sino – como Él mismo dice – en un “principado único”, superior a todos los otros en el tiempo.     La unidad del imperio es la condición necesaria para conseguir la paz universal que, a su vez, tiene  su cimiento básico en la justicia, cuya realización plena es alcanzable solo bajo la monarquía universal por tratarse de la institución que – según Dante –  mejor que cualquiera otra  puede asegurar el bien común a la entera humanidad.

Justicia, derecho, libertad y resolución pacífica de las controversias deben constituir los objetivos fundamentales del Emperador, y para eso él no necesita de poder espiritual, de autoridad o facultad alguna, siendo su potestad imperial directamente procedente de Dios, de tal manera que el Papa puede ejercer no la potestad política, sino la bendición que infunde mayor eficacia al poder civil. Entonces – concluye Dante – el Emperador al Papa  debe sólo “reverencia”.

 

 La sociedad orgánica cimiento básico del Imperio

 

  En el siglo VIII, Jean Jacques Rousseau en su Contrato Social sostendrá que el interés de los hombres coincide con la justicia sólo cuando todos gobiernan.

Es la tesis del régimen democrático moderno.

En el siglo XIV°, Dante afirma que la coincidencia entre el interés de los hombres y las exigencias de la justicia, es posible sólo con una Monarca universal porque él está a salvo de la codicia del poder en cuanto su poder abarca todo.

Es la tesis de la Monarquía  Universal.

Dante justifica la exigencia de un Imperio Universal con el argumento de que  los distintos reinos deben ordenarse a una institución superior, así como la parte es al todo y el orden parcial es al orden total. Así – afirma Dante – “todas las parte que constituyen los reinos, y los reinos mismos, debe ser ordenados hacia un Príncipe o un Principado, es decir, el Monarca o Monarquía”.

Es importante destacar como Dante, en el paso antes citado, distingue las partes che constituyen los reinos, de los reinos mismos que se ordenan – pero no se disuelven – en el Principado universal.

Resulta evidente que Dante recoge aquí la visión de la sociedad orgánica, según un principio jerárquico estructurado en una serie ascendente y concéntrica de cuerpos intermedios que se colocan entre el individuo y la monarquía suprema.

Según este modelo realizado, aunque imperfectamente en la Edad Media, el primer nivel está constituido por la comunidad doméstica, es decir de la domus centrada en la familia. Sigue el vicus ( es decir la aldea) que agrupa más familias. Más vicus, a su vez, conforman la civitas (esto es, la ciudad o el municipio). Las ciudades  se agrupan en regnum. Cada agrupación inferior se integra en la superior, pero conservando su propia finalidad y gobernados por un solo jefe: la familia por el padre, el vicus por el vicario, la civitas por el podestá, el reino por el rey. Todas las instituciones inferiores son subordinadas al reino, como los reinos mismos se ordenan a la superior potestad del Emperador. Esta jerarquización social non destruye la estructura federalista. Los grupos parciales conservan su autonomía y Dante destaca, a este respeto, la variabilidad del derecho positivo en su relación con los caracteres de los distintos grupos sociales que conforman el Imperio universal.

Las ciudades, las naciones, los reinos poseen cualidades diferentes y tienen condiciones de vida distintas; por lo tanto deben ser regidos por leyes diferentes. En realidad  no es posible someter a un mismo régimen jurídico tanto los pueblos de regiones frías como los pueblos de regiones tórridas. Así, pues, la ley única que los príncipes particulares tienen que recibir del Monarca,  tendrá come contenido solamente los puntos comunes que interesan a todos ciudadanos del Imperio.

A pesar de ser estructurado en forma federalista jerarquizada, el Imperio no recibe su poder de las instituciones intermedias y de los reinos que lo componen, porque la fuente primigenia de su autoridad  se encuentra en el Imperio mismo.

En virtud del principio de autosuficiencia del Imperio, los súbditos están sometidos  a los respectivos Príncipes por medio del Emperador y no al revés porque los poderes y las funciones de los Reyes derivan inmediatamente del Monarca supremo, al cual corresponde por lo tanto el cuidado de todos los súbditos del mundo.

La eminencia del Imperio sobre los reinos confiere al Emperador un poder superior pero no absoluto, siendo el absolutismo monárquico (como se realizará después, en los siglos XVII y XVIII) completamente ajeno  al Príncipe de la Edad Media.

La concepción política medieval descendía de la afirmación de San Paulo “omnis potestas a Deo”; máxima que la Iglesia rememoraba constantemente no sólo a los súbditos para solicitarlos a la obediencia, sino especialmente a los príncipes para amonestarlos a no abusar de su autoridad  y privilegios. La Iglesia denominaba ministros de Dios a los príncipes para que no olvidaran que ellos eran administradores del Monarca celeste; y por consiguiente su potestad tenía que ser usada más para servir que para mandar, siendo el mando mismo considerado un “acto se servicio” para el bien común.

Tal concepción del poder procedía de una perfecta consonancia entre la teología y la filosofía; consonancia  que alcanzó su ápice en el magisterio de San Agustín y Santo Tomás, sellando con broce de oro la unidad metafísica del saber. Y será esa misma unidad metafísica a dominar la arquitectura de la sociedad medieval marcada por una estructura social modelada por la organicidad del cuerpo humano y donde se ubica el principio mismo de libertad, pero según una perspectiva muy distinta de aquella a la que nos ha acostumbrado la cultura ilustrada de los tiempos modernos.

Para Dante especialmente, la libertad más que un elemento individualista es un componente orgánico de la sociedad, comparable a la circulación de la sangre en el cuerpo humano, donde una circulación defectuosa hace colapsar al cuerpo entero.

Cual régimen que busca la justicia, el Imperio Universal necesita de la libertad que – según Dante – consiste esencialmente en la preeminencia final  de los gobernados frente a los gobernantes; preeminencia en virtud de la cual los gobernantes  son los señores de los gobernados en cuanto a los medios, pero son sus servidores en cuanto a los fines.

La libertad entonces se expresa como una relación jerárquica de servicio entre gobernantes y gobernados en vista del bien común. Para Dante, entonces, la libertad de los súbditos requiere la presencia activa del gobernante quien, en realidad es menos libre que sus gobernados.

“Universalismo” dantiano versus “globalismo” moderno

El Imperio de Dante acoge el organicismo estructural de la sociedad medieval, compuesta por seis clases (campesinos, artesanos, comerciantes, jueces, guerreros, sacerdotes) pero acentuando en ella el  elemento espiritual  bajo la influencia del franciscanismo joaquimita que profetizaba  el advenimiento de la edad del Espíritu Santo.

Dante en su juventud había sido partidario de un güelfismo pupular, fautor de acentuadas autonomías locales, en contraposición con las potestades imperiales. Ese güelfismo popular estaba representado en la república florentina por la facción de los güelfos blancos que se enfrentaban no sólo al partido imperial de los gibelinos, sino también a la facción aristocrática de los güelfos negros.

Pero desilusionado por el egoísmo codicioso de las luchas partidarias que ensangrentaban a Florencia y a otras ciudades italianas, Dance se fue paulatinamente alejando de ellas, mientras se iba asomando en él la imagen sugestiva de un Imperio pacífico regido por un Monarca universal.

En analogía con el Regnum Dei – donde el Rey es el Cristo – en el Regnum hominum el Monarca supremo es el Emperador en cuanto vicario de Cristo en la esfera temporal, como el Papa lo es en esfera espiritual.

Por consiguiente, corresponde al Emperador actuar en  el orden terrenal   la justicia de la creación divina, por medio del ordenamiento jerárquico del Imperio, por tratarse del espacio donde los cristianos pueden alcanzar la libertad de los hijos de Dios. Sólo en el Imperio de la paz y la justicia se agotarán por fin los conflictos destructivos entre las facciones humanas.

En cuanto rey, el Emperador es también sacerdos, es decir persona sagrada dotada de potestad para ordenar a príncipes y caballeros transmitiéndoles el carisma del poder por medio de  la imposición de las manos.

Para Dante, Papado e Imperio representan dos soles marcados por la luz que emana del Verbo divino, como aflora en la semántica misma de la Edad Media, donde el consejo imperial se denomina Dieta, vocablo derivado del latín dies, es decir el día, cuyo Sol es el Emperador.  

Como bien en su oportunidad ha destacado el escritor tradicionalista italiano Attilio Mordini, la monarquía dantesca está marcada por un simbolismo solar, según el cual el Pontífice – en cuanto sucesor de Pedro en la Iglesia – es el Sol de la Verdad que ilumina la comunidad cristiana; mientras que el Emperador, sucesor de Cesar, es el Sol de la Justicia que debe reinar en la sociedad civil.

Con similitud a la complementariedad entre el alma y el cuerpo humano, existe una complementariedad recíproca entre la Iglesia y el Imperio en virtud de la cual el Papado constituye el alma religiosa de la Iglesia, mientras que el Imperio, en su aspecto civil,  constituye el cuerpo institucional de la sociedad.  Ambos poderes poseen valor espiritual y material, temporal y eterno. Pero mientras que  - por lo que concierne el Papado – el valor incide en la esfera de lo espiritual y se proyecta hacia lo eterno, en el Imperio el mismo valor abarca la esfera de lo material que se desenvuelve en el tiempo.

De aquí se explica porque Dante haya condenado, en su  magna obra poética La Comedia, los Papas más políticos; quienes por codicia del poder temporal invadieron la esfera del poder civil, quebrando así el equilibrio entre la misión de la Iglesia y la acción del Imperio. Violando de ese modo una de las leyes del universo – la ley de la armonía - estos Papas se hicieron merecedores del infierno donde Dante los coloca en el fuego eterno, lejos de Dios.La concepción imperial de Dante se apoya en el dualismo de alma y cuerpo que constituye la entidad del ser humano; incorruptible el alma inmortal, corruptible el cuerpo mortal; ambas partes esenciales y ordenadas hacia un fin último: la felicidad en la vida presente por medio del ejercicio de la virtud, la beatitud de la vida eterna mediante la contemplación de Dios. La humanidad podrá conseguir la primera por medio de la filosofía practicada según las virtudes morales e intelectuales; la segunda podrá ser alcanzada por medio de verdades que trascienden la razón humana, es decir según las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad.

Pero para lograr este doble propósito se necesitan dos distintos poderes que permitan a la humanidad dirigirse hacia aquello. Tales poderes son personificados en el Papa, cuya misión es conducir el rebaño humano hacia  la vida eterna; y en el Emperador cuya tarea es dirigir es dirigir a la humanidad hacia la felicidad temporal respaldada por la paz. La monarquía universal de Dante se relaciona históricamente con el Romanum Imperium, a pesar de que asigna a su monarquía una universalidad que de hecho el imperio romano nunca abarcó por completo. En ese sentido la Monarquía Universal dantiana es una “genial utopía” que en más de un punto contrastaba rudamente con la realidad de su tiempo, cuando en Europa se asomaban ya fuertes tendencias hacia la independencia de los reinos nacionales respeto del Sacro Romano Imperio.   Pero en la monarquía dantiana aflora una evidente visión de futuro que – siglos después – alcanzará su verificación en la época  moderna con inquietudes y propuestas que ya habían aparecido en algún lugar del amplio proyecto del poeta-filósofo florentino.

Es el caso – por ejemplo – de la escuela del universalismo orgánico de Viena, representada por Othmar Spann y Walter Heinrich; quienes en la primera mitad del siglo XX° reactualizaron el principio orgánicistico de la sociedad, según el cual las instituciones orgánicas internas poseen una propia autonomía ajustada a sus específicas funciones, pero situadas en el ámbito del Estado, por poseer el mismo Estado una soberanía  objetiva que baja desde lo alto, con respeto a la soberanía popular que se constituye desde abajo.

Haber sostenido, en los inicios del siglo XIV°, que el principio del poder está por encima de la persona del mismo Emperador y que se define por unitariedad, indivisibilidad e inalienalibilidad fue una osada anticipación de una característica del poder estatal definido soberanía por la moderna doctrina del Estado, como bien ha destacado en su momento el eminente jurista Hans Kelsen.

También resulta actual la defensa que Dante hace de la independencia de la potestad civil frente a las injerencias políticas del Papado, auspiciando  un afianzamiento de la potestad espiritual de la Iglesia por medio de una profunda reforma religiosa que le devolviera el prestigio y la autoridad moral de su origen apostólico.

Igualmente moderna aparece la intuición dantesca que la justicia es condición determinante de la paz; y por lo tanto debe constituir uno de los principios objetivos del Imperio universal, cuya obligación es actuar también en el ámbito ético-espiritual porque – como Dante nos recuerda en el Convivium (I,12,9) – “Monarca vult homines bonos fieri”.

Pero no falta quien – en su afán de modernizar a Dante como sea – considera que el tratado De Monarchia es una anticipación medieval del mundialismo globalista por el cual hoy en día los poderes fácticos tratan de imponernos una homologación de las culturas con la homogeneización de los mercados.

Es evidente, aquí, una burda manipulación del pensamiento de Dante, cuyo universalismo expresa exactamente lo contrario de lo que propone la globalización que nos envuelve.

En el universalismo de Dante, las diversidades no son aplastadas, sino asumidas en la estructura jerárquica del Imperio. El modelo sociológico feudal – cuyo mayor defecto era la fragmentación en estados municipales y regionales, con frecuencia enfrentados entre ellos – se moderniza en el modelo dantesco, que atribuye al monarca universal la potestad de  imperare (es decir; de mandar sobre un ámbito más extenso, pero con una intensidad menos estrecha), conservando aún para los Reyes subordinados la potestad de régere ( es decir, de reinar en un ámbito más estrecho, pero con una intensidad mayor).

Dante nos demuestra, entonces, que la diversidad nunca es garantizada por la fragmentación, sino es amparada por los grandes imperios, como fue en el caso histórico del imperio asirio, del egipcio, del romano. Lección, esta, que ha recobrado vigencias frente a tragedias civiles como la de los Balcanes sufridas por la humanidad en el final del siglo XX°.

Con su proyecto de Imperio, Él nos deja un sueño  metapolítico de paz que refleja el íntimo deseo del corazón inquieto del hombre  de todos los tiempos, de trasladarse desde el kaos del precario terruño que “nos hace tan feroces”, hacia las armonías eternas del kosmos universal. 

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Primo Siena



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