El público culto de nuestros días cree de
buena fe que la Inquisición era una monstruosa y criminal
organización destinada a torturar y quemar vivos a seres inocentes que no
creían firmemente o que no cumplían los preceptos de la Iglesia Católica. Para conocer la verdad de qué pensaban y cómo vivían las personas de la Edad Moderna (ss. XVI-XVIII), y tratar así de entender mejor la función y acciones de la
Inquisición, es necesario establecer una comparación entre la actuación de la Inquisición
y el funcionamiento de la justicia ordinaria o los tribunales civiles de
aquellos siglos (“la justicia del Rey”, como se les llamaba generalmente). Y
esa comparación debe presentarse sistematizada en varios pasos o fases.
1º.- Por
rigor intelectual, y por sentido común, para hacer una comparación entre
instituciones históricas es preciso partir de un principio que es la norma de
todo verdadero historiador serio: no se puede juzgar, ni valorar, ni
explicar el pasado con los criterios y valores del presente. Ya
sabemos que hay otro tipo de “historiadores” que hacen lo contrario, y por eso
sus teorías y curiosas ideas son las más jaleadas, repetidas y difundidas; ante
este hecho hay que recordar que Emil Ludwig, en su biografía de Bismarck,
recogía unas curiosas palabras del Canciller: Hay dos clases de
historiadores. Los unos hacen claras y transparentes las aguas del pasado; los
otros las enturbian.
2º.- En
segundo lugar, es preciso recordar uno de aquellos criterios o valores: aunque el
concepto y la doctrina de lo que es el Estado no estaba desarrollado plenamente
(sobre todo en la mentalidad de las gentes sencillas), sí estaba universalmente
entendida y extendida la idea de fidelidad al Rey, a quien se
suponía el único soberano de cada territorio (en nuestros días, en los países
democráticos el soberano es el pueblo, y en los países socialistas, comunistas
y autocráticos [como en el Zimbawe de Mugabe] el Estado es el soberano y
el propietario de los medios de producción). Para aquellas gentes, desobedecer
al Rey era el delito de felonía, y abandonar, engañar, o burlar al Rey
era el delito de alta traición; y ambos se pagaban con la muerte. Por eso, la conducta de traición o de engaño a Dios (superior al Rey), era aún más
grave, y se castigaba no sólo con la muerte, sino con una muerte cruel como
“castigo” al delincuente y espantosa para “ejemplo” y advertencia a los demás.
Esas muertes solían ser en la hoguera.
3º.- En
tercer lugar, contra la falsa, famosa y difundida “leyenda negra”
antiespañola, hay que recordar que las condenas a muerte por cuestiones
religiosas no eran exclusivas de España ni de la Inquisición, sino algo
corriente en toda Europa: así ocurría en la Inglaterra anglicana (por
ejemplo, con Tomás Moro), en la Francia de los calvinistas hugonotes, en la calvinista Ginebra (con Miguel Servet, y con otros muchos antes y después de él), entre los
luteranos alemanes (con sus famosas “guerras de religión”, como en Francia) e
incluso en la Rusia ortodoxa de los voivodas y zares.
4º.- Un
cuarto punto sería recordar que la Inquisición española no fue ni la primera ni
la única. La primera y modelo de todas las que vendrían después fue la inquisición
judía, una institución semirreligiosa y semipolítica. La “inquisición”
o averiguación sobre alguien, junto con el castigo posterior si el resultado de
esa investigación mostraba que su acción era reprobable, no es un invento
medieval sino de la antigua teocracia judía: en el Antiguo Testamento (Deut 17,
2-7), se determina cómo debían ser los juicios en Israel para quien
ofendiese a Dios de palabra o de obra, ordenando una indagación o inquisición,
un juicio y la correspondiente condena. Por eso, este sistema se aplicó a
Jesucristo, que fue espiado y discutido por sacerdotes (Mt 21, 23) y fariseos
(Mt 22, 15-22); luego fue apresado por ellos en el Huerto de los Olivos (Mt 26,
47-56), llevado ante el Sanedrín y condenado por los sacerdotes y autoridades
judías (Mt 26, 57-66). La antigua Sinagoga distinguía tres grados de anatema o
condena: la separación (niddui), la excomunión (herem) y la
muerte (schammata); con arreglo a esto, juzgaron y condenaron a Jesucristo
al schammata (Jn. 18, 14 y ss.), y se lo entregaron a los romanos para
que le mataran.
Esta inquisición y su sistema de
apresamiento y condena se ve más clara aún en los Hechos de los Apóstoles (8,
1-33 y 9, 1-30), donde se narra la persecución judía contra los primeros
cristianos y cómo el Sumo Sacerdote envió a Saulo hacia Damasco para averiguar
si los judíos de Siria se habían hecho cristianos, y en ese caso traerlos
encadenados a Jerusalén: durante su viaje a Damasco, el inquisidor judío Saulo se
convirtió al cristianismo y se trocó en San Pablo, el decimocuarto apóstol
cristiano.
Más tarde, a caballo entre la Plena y la Baja Edad Media, apareció en Europa la Inquisición medieval. Europa sufría una grave
conmoción: en Flandes habían aparecido unos predicadores que enseñaban extrañas
doctrinas y, como el pueblo flamenco los consideró herejes, se vieron forzados
a huir. Se refugiaron en el suroeste de Francia, en torno a Albi: por eso los
eclesiásticos los llamaban “albigenses”, pero el pueblo los conocía como
“cátaros”. El problema era que no sólo hablaban de dogmas y sacramentos
religiosos, sino de instituciones sociales, como el matrimonio, la jerarquía
(la eclesiástica -papado- y la civil -monarquía-). Siguiendo los precedentes
judíos contenidos en las Sagradas Escrituras, la Iglesia creó también un
sistema de averiguación sobre la posible herejía: en su bula Excommunicamus,
de 1231, el papa Gregorio IX instituyó un Tribunal de la Inquisición
para perseguir la herejía de los cátaros o albigenses.
De ese modo la Curia pontificia tomaba
las riendas en el asunto de las herejías, se reducía la responsabilidad de los
obispos en materia de ortodoxia, se sometía a los inquisidores bajo la
jurisdicción del pontificado, y se establecían severos castigos; el cargo de inquisidor
fue confiado casi exclusivamente a frailes franciscanos y dominicos por su
mejor preparación teológica y su rechazo a las ambiciones mundanas. Al poner
bajo dirección pontificia la persecución de los herejes, el papa se adelantó al
emperador del Sacro Imperio, el suabo Federico II Stauffen, quien
previsiblemente quería tomar esa iniciativa para utilizarla con objetivos
políticos. Restringida en principio a Alemania y Aragón, la nueva
institución entró enseguida en vigor en el conjunto de la Iglesia, aunque no
funcionara por entero o lo hiciera de forma muy limitada en muchas regiones de
Europa. Tiempo después, cayó en desuso y permaneció así durante siglos. Otros
herejes de la época, condenados ya en el IV Concilio de Letrán, de 1215 (Dz
434), eran los valdenses. Tras ser aplastados los albigenses en la
cruzada levantada contra ellos, los valdenses fueron las siguientes víctimas de
la Inquisición en Francia: en 1487, el papa Inocencio VIII organizó una cruzada
contra ellos en el Delfinado y Saboya (hoy territorios de Francia).
Por estos años apareció la Inquisición
española. Es sabido que, tras las persecuciones europeas contra los
judíos y su expulsión de los diversos reinos (los primeros fueron los ingleses
en 1290, con Eduardo I), muchos de ellos se refugiaron en los diversos reinos
cristianos de España. Su preparación y su fraternidad étnico-religiosa
permitieron que volviesen a detentar puestos dirigentes en todos los reinos y
ámbitos. Las gentes del pueblo miraban con aversión a los que, viniendo de
fuera, se adueñaban de lo de dentro; por si fuera poco, la peste negra y
otros acontecimientos extraños (los martirios de Santo Dominguito del Val y del
Santo niño de La Guardia -Toledo-, que no eran propiamente ritos religiosos
judíos, sino ritos satánicos hechos por odio a Cristo) concitó mucha enemistad
hacia sus autores. Muchos judíos se convirtieron entonces al Cristianismo, pero
parte de ellos seguía practicando su religión y ocupaba puestos hasta en la
Iglesia, burlando la fe de las gentes y profanando la religión. Y esto era lo más grave: si entonces la traición al rey era el delito de felonía y lesa
majestad que se castigaba con la muerte, la traición contra Dios y su
religión era un sacrilegio o pecado nefando que merecía el peor castigo. De ese
modo, a fines del siglo XV recibieron los Reyes Católicos las quejas de sus
pueblos contra los “falsos cristianos” judíos y moriscos, que se mofaban
de Cristo y de los dogmas de la Iglesia y actuaban en contra de los intereses
del reino. La realidad es que hubo muchos judíos y musulmanes que se bautizaron
de buena fe y con toda sinceridad, pero otros lo hicieron para no ser
molestados y proseguir sus negocios: estos últimos eran los que constituían una
semilla de herejías y de discordia social, y los más escandalosos eran los
falsos conversos que habían llegado a sacerdotes y obispos de la Iglesia y se reían
de los dogmas, devociones y ceremonias cristianas.
Además de la aversión popular, estaba la
académica y erudita de los propios conversos: el Fortalitium Fidei de
Fr. Alonso de Espina, y la Historia de los Reyes Católicos del cura de
Los Palacios (1478), ambos judíos, eran antijudías y acusaban a los falsos
conversos de haberse infiltrado en el episcopado y el sacerdocio, poniendo en
peligro la cristiandad. Para depurar a los culpables y respetar a los
inocentes, los Reyes pidieron al papa Sixto IV que introdujera la Inquisición
también en Castilla, pues en Aragón ya había existido. La creación del Santo
Oficio de la Inquisición tendría un carácter especial en España por
depender los jueces inquisidores directamente de la Corona. El papa Sixto IV se lo concedió por la bula Exigit sincerae devotionis
affectus (1478), siendo su primer inquisidor general el dominico
judío Tomás de Torquemada, al que sucedieron otros de similar procedencia: de
ahí viene la expresión “el furor de los conversos”. El investigador
judío Henry Kamen ha destacado que, al ser la Inquisición española un
instrumento mediatizado por la Corona, muchas de sus actuaciones deben
explicarse más bajo esa perspectiva que bajo la del fanatismo de la Iglesia. Hay que destacar que la Inquisición española perseguía no sólo los delitos de
herejía (recuérdese que en toda Europa se actuaba de igual forma: así Calvino
con Servet, o Enrique VIII con Tomás Moro), sino también la blasfemia, la homosexualidad o sodomía, el adulterio -tanto el masculino como el femenino-, y
otros pecados socialmente rechazables en la mentalidad de la época, castigando
cada uno de ellos según su gravedad.
Se puede decir que la actividad de la
Inquisición en España se dirigió inicialmente, desde 1478, contra los falsos
conversos judíos, a pesar de que los primeros inquisidores eran también judíos.
Posteriormente, desde 1502 su actividad se volcó contra los falsos conversos
moriscos; más tarde, desde 1520 y tras el estallido de la reforma luterana, se
dedicaría a extirpar la herejía protestante. Su lema era un versículo bíblico: Exurge
Dómine, et iudica causam tuam (Sal 74, 22); su escudo o blasón, una cruz
(generalmente, verde), con una rama de olivo a su derecha y una espada
desenvainada a su izquierda. Y es preciso recalcar un hecho, a menudo
desconocido: la Inquisición no tenía jurisdicción sobre musulmanes y judíos,
sino sólo sobre cristianos, por lo que podía perseguir como criminales
contra Dios y su Iglesia solamente a los falsos cristianos o falsos conversos.
La Inquisición actuaba mediante denuncia
previa, que solía ser secreta. El acusado era apresado y se le tomaba
declaración, pudiendo ser en ella sometido a tormento: ése era entonces el
procedimiento habitual de la justicia civil en toda Europa. También podía
presentar testigos de descargo, pero el testimonio de dos testigos de cargo
veraces anulaba las protestas de inocencia del acusado. Las penas impuestas
variaban desde la residencia en un convento para los casos leves, al público
azote a los adúlteros paseados en burro y montados al revés con grandes cuernos
puestos sobre su cabeza, a la exhibición pública del sambenito (un largo
escapulario amarillo) en los más serios y públicos, e incluso para los más
graves -predicar o escribir herejías- se podía llegar hasta la muerte; pero
esta pena nunca la aplicaba la Inquisición, sino que entregaba los condenados
al brazo secular o justicia del rey, que era la que ejecutaba de hecho
la sentencia inquisitorial en un solemne y público auto de fe con
propósito ejemplarizante. Si el reo estaba huido, se le quemaba en efigie (la
mayoría de los casos), junto con sus libros si los había escrito.
Por el contrario, si los denunciados eran
hallados inocentes -una vez investigados- se les ponía en libertad: en el s.
XVI fueron denunciados, apresados e interrogados muchos conocidos personajes
que, una vez probada su ortodoxia, fueron absueltos y canonizados
por la Iglesia: San Juan de la Cruz, Santa Teresa, etc. Y lo mismo puede
decirse de los teólogos (como Fr. Luis de León), de los escritores de temas
religiosos (Fr. Luis de Granada), de los fundadores de grupos y congregaciones
religiosas (San Ignacio de Loyola) y de otros muchos que tocaban directamente
temas religiosos: casi todos fueron investigados por la Inquisición, que
absolvía a los inocentes y sólo castigaba a los probadamente culpables del
delito de herejía o de otros delitos sociales y religiosos. A pesar de ello,
también en esa institución hubo errores e incluso abusos, como el ocurrido con
el mismísimo Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo y cardenal primado de
España.
La Inquisición era severa, pero
generalmente muy honesta y rigurosa y no tenía la crueldad con que ha sido
retratada en la “leyenda negra”: si aplicamos la visión comparativa,
encontramos que a lo largo de sus más de trescientos años de existencia, la Santa
-como el vulgo la llamaba- en España condenó a muerte a un número de reos
similar al de las brujas quemadas en Inglaterra durante un solo año del s. XVII,
como señaló H. Eric Midelfort tras estudiar 1.258 ejecuciones por brujería en
el suroeste de Alemania entre 1562 y 1684, algo que “olvidan” ciertos historiadores
que se autodenominan progresistas y se creen científicos. La Inquisición
española pervivió hasta el s. XIX, en que fue definitivamente abolida. En
nuestros días, como es lógico, la mentalidad social rechaza la Inquisición
porque nadie debe ser forzado a aceptar una determinada fe religiosa, y porque
hoy se condena -teóricamente- toda coacción a la libertad de pensamiento y
expresión; pero Menéndez Pelayo apuntó como balance históricamente positivo de
la Inquisición el que lograra evitar que España se dividiese y conociera la
mortandad, el terror y la ruina producidos por las “guerras de religión” que
asolaron el resto de Europa en aquellos trágicos momentos.
Más de medio siglo después que la
española y ya antes de la inauguración del Concilio de Trento, ante los
problemas religiosos surgidos en Alemania y las ejecuciones de católicos en el
Imperio y en Inglaterra, el papa Paulo III estableció en 1542 la Inquisición
romana, y se la confió a los dominicos por haber sido los primeros
adversarios de Lutero. Luego se fue extendiendo por diversos Estados italianos,
y posteriormente se impuso en la mayoría de los Estados católicos de Europa.
Paralelamente, en los países protestantes se hacía lo mismo y con mayor
intolerancia, si bien no tenían una institución establecida formada por
teólogos autorizados: eran los jueces (ordinarios o religiosos) los que se
encargaban de lo que entonces se consideraba el crimen más execrable, como era
la ofensa a Dios. Recuérdese el caso de la quema y muerte de Miguel Servet en
Ginebra (Suiza), acusado de hereje por Calvino.
Por lo que respecta a la Iglesia
católica, esa labor de vigilancia del dogma ha perdurado hasta nuestros días: a
mediados del siglo XX, y como fruto del Concilio ecuménico Vaticano II, la
hasta entonces Congregación del Santo Oficio -que presidía el temido
cardenal Ottaviani- cambió su nombre y funciones por el de Congregación para
la Doctrina de la Fe, cuyo “Prefecto” o director a finales del siglo XX fue
el cardenal Ratzinger, un jesuita alemán y eminente teólogo, que desde 2005 es
el Papa Benedicto XVI.
Ciertamente, en nuestros días vemos
negativo todo tipo de imposición, incluso el control de nuestro pensamiento,
ideas o conciencia, porque van contra la libertad, que para un cristiano es una
cualidad puesta por Dios en el hombre, y para toda persona es un derecho
inalienable e irrenunciable. Pero estos parámetros de hoy no se pueden
aplicar exactamente igual a aquella sociedad de entonces: eso sería caer en el
error antihistórico y acientífico del “anacronismo”, (juzgar el pasado
con los criterios del presente), del que huye todo historiador serio. Por
principio, un historiador explica e interpreta, pero no valora ni juzga, a
pesar de que es un ser humano con sus ideas, prejuicios, convicciones, etc., y
vive en un tiempo y espacio concretos, con las ideas y valores de ese tiempo y
de ese lugar.
5º.- < En quinto lugar, buscando la verdad, la precisión y poniendo cada
cosa en su sitio, debe estudiarse en sí misma y comparativamente el fenómeno “Inquisición
española”, cotejándola o contrastándola con otras instituciones similares,
pues hubo muchas. En esta labor es preciso recordar los trabajos de
historiadores y otros estudiosos serios, solventes y desapasionados. El
antropólogo norteamericano Marvin HARRIS no es
sospechoso de partidismo clerical ni supersticioso, sino más bien de todo lo
contrario; en uno de sus libros sobre la brujería y su represión en los
tribunales reales o municipales durante la Edad Moderna en Europa recoge y refleja los trabajos de otros especialistas en esos temas:
[...] Se estima que 500.000 personas
fueron declaradas culpables de brujería y murieron quemadas en Europa entre los
siglos XV y XVII. Sus crímenes: un pacto con el diablo; viajes por el aire
hasta largas distancias montadas en escobas; reunión ilegal en aquelarres,
adoración al diablo; besar al diablo bajo la cola; copulación con íncubos,
diablos masculinos dotados de penes fríos como el hielo, o copulación con
súcubos, diablos femeninos. A menudo se agregaban otras acusaciones más
mundanas: matar la vaca del vecino, provocar granizadas, destruir cosechas,
robar y comer niños. Pero más de una bruja fue ejecutada sólo por el crimen de
volar por el aire para asistir a un aquelarre.
[...] Para empezar, vamos a centrarnos en la
explicación de por qué y cómo las brujas volaban hasta los aquelarres. [Así lo creían
muchos en aquel siglo] Pese a la existencia de un gran número de
«confesiones», poco se conoce en realidad sobre historias de brujas
autorreconocidas. Algunos historiadores han mantenido que todo el extraño
complejo -el pacto con el diablo, el vuelo en escobas y el aquellarre- fue
invención de los quemadores de brujas más que de las brujas quemadas. Pero,
como veremos, al menos algunas de las acusadas tenían durante la instrucción
del proceso un sentido de ser brujas y creían fervientemente que podían volar
por el aire y tener relaciones sexuales con los diablos.
La dificultad con las «confesiones»
estriba en que se obtenían habitualmente mediante tortura . Esta se
aplicaba rutinariamente hasta que la bruja confesaba haber hecho un pacto
con el diablo y volado hasta un aquelarre, y continuaba hasta que la bruja
revelaba el nombre de las demás personas presentes en el aquelarre. Si una
bruja intentaba retractarse de una confesión, se la torturaba incluso con más
intensidad hasta que confirmaba la confesión original. Esto dejaba a una
persona acusada de brujería ante la elección de morir de una vez por todas en
la hoguera o volver repetidas veces a la cámara de tortura. La mayor parte de
la gente optaba por la hoguera. Como recompensa por su actitud de cooperación,
las brujas arrepentidas podían esperar ser estranguladas antes de que se
encendiera el fuego.
Voy a describir un caso típico entre los
centenares documentados por el historiador de la brujería europea, Charles
Henry Lea. Ocurrió en el año 1601 en Offenburg, ciudad situada en lo
que más tarde se llamaría Alemania Occidental. Dos mujeres vagabundas habían
confesado bajo tortura ser brujas; cuando se les instó a identificar a las
otras personas que habían visto en el aquelarre, mencionaron el nombre de la
esposa del panadero, Else Gwinner. Else fue conducida ante los examinadores el
31 de octubre de 1601, y negó resueltamente cualquier conocimiento de brujería.
Le instaron a evitar sufrimientos innecesarios, pero persistía en su negativa.
Le ataron las manos a la espalda y la levantaron del suelo con una cuerda atada
a sus muñecas, un sistema conocido como la estrapada. Empezó a gritar, diciendo que confesaría, y pidió que la bajaran. Una vez en el suelo, todo lo que ella dijo fue «Padre, perdónales porque no saben
lo que hacen». La volvieron a aplicar la tortura pero sólo consiguieron
dejarla inconsciente. La trasladaron a la prisión y la volvieron a torturar el
7 de noviembre, levantándola tres veces mediante la estrapada, con pesos
cada vez mayores atados a su cuerpo. Tras el tercer levantamiento gritó que no
podía aguantarlo. La bajaron y confesó que había gozado del «amor de un
demonio». Los examinadores no quedaron satisfechos; deseaban saber más
cosas. La elevaron de nuevo con los pesos más pesados, exhortándola a confesar la verdad. Cuando la dejaron en el suelo, Else insistió en que «sus confesiones eran mentiras
para evitar el sufrimiento» y que «la verdad es que era inocente».
Entretanto los examinadores habían detenido a la hija de Else, Agathe.
Condujeron a Agathe a una celda y la golpearon hasta que confesó que ella y su
madre eran brujas y que habían provocado la pérdida de las cosechas para elevar
el precio del pan. Cuando Else y Agathe estuvieron juntas, la hija se retractó
de la acusación que involucraba a su madre. Pero tan pronto como Agathe se
quedó sola con los examinadores, volvió a confirmar la confesión y pidió que no
la llevaran de nuevo ante su madre.
Condujeron
a Else a otra prisión y la interrogaron con empulgueras . En cada pausa
volvía a confirmar su inocencia. Finalmente admitió de nuevo que tenía un
amante demoniaco, pero nada más. El tormento se reanudó el 11 de diciembre después
de haber negado una vez más toda culpabilidad. En esta ocasión se desmayó. Le
arrojaron agua fría a la cara; ella gritaba y pedía que la dejaran en libertad,
pero tan pronto como se interrumpía la tortura, se retractaba de su confesión.
Finalmente confesó que su amante la había conducido en dos vuelos hasta el
aquelarre. Los examinadores pidieron saber a quién había visto en estos
aquelarres. Else dio el nombre de dos personas: Frau Spiess y Frau Weyss.
Prometió revelar después más nombres. Pero el 13 de diciembre se retractó de su
confesión, pese a los esfuerzos de un sacerdote que la confrontó con la
declaración adicional obtenida de Agathe. El 15 de diciembre, los examinadores
le dijeron que iban a «continuar la tortura sin piedad o compasión hasta que
dijera la verdad». Se desmayó, pero afirmó su inocencia. Repitió su
confesión anterior, pero insistió en que se había equivocado al haber visto a
Frau Spiess y Frau Weyss en el aquelarre: «Había tal muchedumbre y confusión
que era difícil la identificación, especialmente por cuanto todos los presentes
cubrían sus caras lo más que podían». Pese a la amenaza de nuevas torturas,
rehusó sellar su confesión con un juramento final. Else Gwinner murió quemada
el 21 de diciembre de 1601.
Además de la estrapada, el potro y la
empulguera, los cazadores de brujas utilizaban sillas con puntas afiladas
calentadas desde abajo, zapatos con objetos punzantes, cintas con agujas,
yerros candentes, tenazas al rojo vivo, hambre e insomnio. Un crítico
contemporá- neo de la caza de brujas, Johann Mattháus Meyfarth, escribió
que daría una fortuna si pudiera desterrar el recuerdo de lo que había visto en
las cámaras de tortura: He visto miembros despedazados, ojos sacados de la
cabeza, pies arrancados de las piernas, tendones retorcidos en las
articulaciones, omoplatos desencajados, venas profundas inflamadas, venas
superficiales perforadas; he visto las víctimas levantadas en lo alto, luego
bajadas, luego dando vueltas, la cabeza abajo y los pies arriba. He visto cómo
el verdugo azotaba con el látigo y golpeaba con varas, apretaba con
empulgueras, cargaba pesos, pinchaba con agujas, ataba con cuerdas, quemaba con
azufre, rociaba con aceite y chamuscaba con antorchas. En resumen, puedo
atestiguar, puedo describir, puedo deplorar cómo se violaba el cuerpo humano.
Durante toda la locura de la brujería, toda confesión arrancada
bajo tortura tenía que ser confirmada antes de que se dictara sentencia. Así,
los documentos de los casos de brujería siempre contienen la fórmula: «Y
así ha confirmado por su propia voluntad la confesión arrancada bajo tortura».
Pero como indica Meyfarth, estas confesiones carecían de valor al objeto de
poder separar las verdaderas brujas de las falsas. ¿Qué significa -se
preguntaba- el que encontremos fórmulas como: «Margaretha ha confirmado ante
el tribunal de justicia por propia voluntad la confesión arrancada bajo tortura»?
Significa que, cuando confesaba después de un tormento
insoportable, el verdugo le decía: «Si pretendes negar lo que has confesado,
dímelo ahora y lo haré aún mejor. Si niegas delante del tribunal, volverás a
mis manos y descubrirás que hasta ahora sólo he jugado contigo, porque te voy a
tratar de un modo que arrancaría lágrimas de una piedra». Cuando Margaretha
es conducida ante el tribunal, está encadenada y sus manos tan fuertemente
atadas que «manan sangre». A su lado se hallan carcelero y verdugo, y a sus
espaldas guardianes armados. Tras la lectura de la confesión, el verdugo le
pregunta si la confirma o no.
El historiador Hugh Trevor-Roper
insiste en que se realizaron muchas confesiones a las autoridades públicas sin
ninguna evidencia de tortura. Pero incluso estas confesiones «espontáneas» y
«realizadas libremente» deben evaluarse en función de las formas de terror más
sutiles de las que disponían examinadores y jueces. Era una práctica
establecida entre los examinadores de brujería, amenazar primero con la
tortura, después describir los instrumentos que se utilizarían, y finalmente
mostrarlos. Las confesiones se podían obtener en cualquier momento del proceso.
Probablemente, los efectos de estas amenazas lograron «confesiones» durante la
instrucción del proceso que hoy en día nos parecen «espontáneas». No niego la
existencia de confesiones verdaderas o de brujas «verdaderas», pero me parece
sumamente perverso que los especialistas modernos aborden el empleo de la
tortura como si fuera un aspecto secundario en las investigaciones sobre
brujería. Los examinadores nunca quedaban satisfechos hasta que las brujas
confesas daban nombres de nuevos sospechosos, que posteriormente eran acusados
y torturados de una manera rutinaria.
Meyfarth menciona un caso en el que una vieja torturada durante
tres días reconoció al hombre a quien había delatado: «Nunca te había visto
en el aquelarre, pero para acabar con la tortura tuve que acusar a alguien. Me
acordé de ti porque cuando era conducida a la prisión, te cruzaste conmigo y me
dijiste que nunca hubieras creído esto de mí. Te pido perdón, pero si fuera de
nuevo torturada te volvería a acusar». La mujer fue enviada al potro y
confirmó su historia original. Sin tortura no puedo comprender cómo la locura
de la brujería pudo cobrarse tantas víctimas, no importa cuántas personas
creyeran realmente que volaban hasta el aquelarre. Prácticamente todas las sociedades
del mundo tienen algún concepto sobre la brujería; pero la locura de la
brujería europea fue más feroz, duró más tiempo y causó más víctimas que
cualquier otro brote similar. Cuando se sospecha de brujería en las sociedades
primitivas, tal vez se empleen ordalías dolorosas como parte del intento de
determinar la culpabilidad o la inocencia. Pero en todos los casos que conozco se torturaba a las brujas hasta confesar la identidad de otras brujas. [...]
6º.- Por
todo ello, y en conclusión, el estudio comparativo de la Inquisición es muy
revelador: muestra que en períodos especialmente conflictivos, en un solo
año se quemaban en Inglaterra más brujas que ajusticiados por la Inquisición
española durante los aproximadamente cuatro siglos de su existencia. Para
la sensibilidad y pensamiento de nuestro tiempo tan condenable es lo uno como
lo otro; pero respecto a vidas humanas, y a pesar de toda su carga negativa, la
Inquisición libró a España de las guerras de religión y de matanzas como las
ocurridas en Alemania, Francia, Escocia e Irlanda, que produjeron una ingente
cantidad de muertos y un caos civil y social.
Sin embargo, la Inquisición española
ha sido tratada con una dureza deformada, crispada y sectaria que ha exagerado
sus aspectos más negativos olvidando lo ocurrido en otros países. El mismo Henry
Kamen ha calculado que la Inquisición sólo hizo ejecutar al 2 % de los
acusados que encausó, lo que vendría a arrojar una cifra de cerca de 1.300
condenados en todo el territorio de la monarquía hispánica, incluidos los
Virreinatos de América y de Italia en los casi cuatro siglos que duró;
ciertamente hubo más quemados en efigie, o cadáveres, o condenados in
absentia, etc. Kamen dice que “cualquier comparación entre tribunales
seculares e Inquisición arroja un resultado favorable a ésta en lo que a rigor
se refiere”. Si comparamos esa exigua cifra con la de franceses muertos en
la matanza de San Bartolomé, resulta cercana; si la comparamos con la de brujas
quemadas vivas en Inglaterra y Alemania (300.000), éstas fueron 250 veces más;
si lo hacemos con los guillotinados de la Revolución francesa entre 1792 a 1794 (34.000), los revolucionarios la superan con creces; si la relacionamos con los muertos
en campos de concentración nazis, o en los comunistas de la Siberia de Stalin,
es infinitamente menor; si la cotejamos con los muertos del actual terrorismo
islámico (EE.UU., Madrid, Irak, etc.) o el de los judíos en Palestina y
territorios ocupados, la cifra se queda demasiado corta.
Entonces, ¿por qué tan mala fama? Los judíos que la
crearon y difundieron, los ingleses, holandeses y franceses que la propagaron
durante siglos lo hicieron por ser entonces enemigos de España. Pero también lo
hicieron para que, fijándose todos en lo que ellos decían que habían cometido
los españoles, nadie prestase atención a lo que ellos mismos hacían y habían
hecho en su país y fuera de él. Y lo peor es que, todavía hoy, siguen
haciéndolo: las fotos de las cárceles de Irak lo evidencian. Esa mala fama que
sus enemigos han atribuido a España es lo que los historiadores españoles
denominan “la leyenda negra”, tan arraigada que hasta Spielberg
se ha hecho eco de ella.
Por otro lado, también en España se ha dado “el furor de
los conversos” de dos maneras. De forma normal, porque los primeros
inquisidores eras judíos o procedentes de familias conversas conocidas y
notorias, y quizás por probar su fidelidad a la Iglesia católica y a sus dogmas
persiguieron con inusitados esfuerzos y dedicación a los que antes habían sido
sus hermanos en la religión judía. Pero también de forma inversa: así, el P.
Juan Antonio Llorente, que había sido secretario en la sede sevillana de la
Inquisición, que luego se secularizó y como afrancesado huyó a París al final
de la Guerra de la Independencia, escribió una Historia crítica de la
Inquisición española que se publicó en París entre 1817 y 1818 en cuatro
volúmenes, así como La Inquisición y los españoles, en las que cargaba
las tintas contra “la Suprema”, atribuyéndole la desorbitada cifra de casi
32.000 personas quemadas: hoy nadie acepta esa exagerada cantidad, ni siquiera
su más remota posibilidad. Sin embargo, a pesar de todas las calumnias y
errores vertidos sobre la Inquisición, los verdaderos historiadores no olvidan
el caso de Orfila.
Mateo-José Orfila y Rotger (1787-1853), médico
y químico español nacionalizado francés en 1819, luego catedrático de Química
en la Sorbona y decano en su Facultad de Medicina, así como presidente del
Colegio de médicos, relataba que en su juventud (1805) había ganado en la
universidad de Valencia un certamen público sobre Geología; alguien denunció a
la Inquisición las ideas sobre la antigüedad del mundo expuestas por él, por
lo que tuvo que declarar ante el inquisidor Nicolás Lasso. El mismo Orfila
relató aquella entrevista:
«Me encontré delante de un
sacerdote de unos cincuenta años, de buena planta y de aspecto majestuoso, de
maneras nobles y distinguidas. Pronto me di cuenta de que sus conocimientos y
espíritu le colocaban en primera fila de los hombres de la Ilustración. Ayer por la tarde ‑me dijo‑ tuvisteis un gran éxito
que aplaudo, tanto más cuanto que aprecio a la juventud estudiosa y procuro
estimularla con todos los medios de que dispongo. ¿Quién sois?¿De dónde
venís?¿Qué queréis hacer? De repente, sus amistosas palabras desvanecieron
el miedo que tenía y me cohibía en una conversación que podría tener
consecuencias desagradables para mí. Le contesté respetuosamente, procurando
demostrar que no estaba intimidado. Me preguntó: ¿Es verdad que en la sesión
de ayer por la noche, cuando se os preguntó, dejasteis entrever, siguiendo los
conocimientos físicos y geológicos que habéis aprendido en los libros
franceses, que el mundo es más antiguo de lo que se ha creído hasta ahora, y
que al mismo tiempo dejasteis traslucir que vuestras opiniones sobre la
creación de tantas maravillas no son completamente ortodoxas? Decidme la verdad. Mi
contestación fue clara, de modo que quedó satisfecho. Entonces se levantó y me
invitó a entrar en su hermosa biblioteca, señalándome, entre otros libros, las
obras completas de Voltaire, de Rousseau, de Helvetius y de otros autores
modernos. Para terminar me dijo: Marchaos, joven; continuad
tranquilamente vuestros estudios y no olvidéis desde ahora que la Inquisición
de nuestro país no es tan rencorosa como se dice, ni se preocupa tanto en
perseguir como dice la gente».
7º.- Finalmente, como prueba y
muestra de que siempre queda como cierto y establecido lo que nuestros
ojos ven (por televisión, en cine, en lecturas de libros presentados como “de
investigación”, en fotos, grabados o dibujos, y en otros medios de difusión de
ideas o imágenes, etc.), se ofrecen a continuación dos grabados que circulan
por Internet a disposición de cualquiera que quiera averiguar cómo era y
actuaba la Inquisición.
El primero de ellos es de autor francés, y recogía la “leyenda
negra” antiespañola que circulaba en el país vecino; en aquellos tres siglos,
Francia presentaba a los españoles como codiciosos, crueles, fanáticos y
criminales en su actuación en la América hispana y en el ámbito religioso, si
bien la enemistad de ambos pueblos provenía de la actuación española contra la
monarquía francesa en los campos de batalla europeos.
Obsérvese al inquisidor sentado en un trono alzado sobre una
tarima, con un dominico al lado y un escribano tomando nota de las confesiones.
En la zona izquierda, un alguacil de la Santa (o quizás un familiar
del Sto. Oficio) dirige las crueles y salvajes torturas que los infames
sayones aplican a sus víctimas.
El segundo grabado es español, y refleja con mayor exactitud lo
que era un interrogatorio de la Inquisición española. Es revelador que el
inquisidor (probablemente un jesuita) toma declaración al acusado en presencia
de un escribano que hacía de notario, y al que por única forma de presión
psicológica se le ha sentado frente a un crucifijo de tamaño natural para
forzarle a decir la verdad ante el mismo Jesucristo crucificado. El bonete con
que se cubre el sacerdote inquisidor es de tipo español, y se ha conocido y llevado
en España hasta los años sesenta del siglo XX; él mismo está sentado en un
sillón de estilo castellano clásico, similar a los que ha amueblado las casas
españolas hasta mediados del XX.
El acusado está en sentado en un taburete (implica ausencia de
crueldad o de menosprecio al supuesto reo, si bien refleja un rango inferior
-por su ausencia de respaldo- a la evidente dignidad del inquisidor), al
extremo de una larga mesa similar a las que hasta mediados del siglo pasado era
frecuente encontrar en muchos centros oficiales, desde ministerios a
universidades. Su gesto parece indicar que responde o da explicaciones a las
cuestiones que el inquisidor le plantea en su interrogatorio. Pero se ve la
misma frialdad y carencia de emociones y miedos que puede observarse hoy en
cualquier juzgado ante las preguntas de un juez instructor. Todo ello,
ciertamente, nos muestra cómo debían ser en realidad los interrogatorios de la
Inquisición española. La diferencia entre ambos grabados es elocuente y lo dice
todo.
·- ·-· -······-·
José Luis Martínez Sanz
Para explicar por qué las brujas creían realmente lo que decían
haber vivido o hecho, y que así lo aceptase la sociedad en la que vivían,
Harris explica en la página 192 que los ungüentos que se aplicaban las brujas y
sus seguidores contenían una sustancia llamada atropina, un poderoso
alucinógeno que se encuentra en plantas europeas como la mandrágora, el beleño
y la belladona. Se absorbe a través de la piel, por unte o emplastos, y produce
sueños de viajes frenéticos, danzas excitantes, aventuras orgiásticas,
sensación de ligereza corporal, y una embriagadora impresión de volar: su
aplicación en los palos de las escobas, sobre los que las brujas
(supuestamente) cabalgaban desnudas explica sus orgasmos y vivencias
orgiásticas.
Con el fin de entender el proceder de la justicia, tanto la
civil (los jueces y tribunales) como la eclesiástica (la Inquisición) y valorar su proceder y su evidente lesión a los derechos humanos, compárese los
usos del s. XVI reflejados en el texto con las noticias y comentarios
aparecidos en la prensa española del domingo 12 de enero de 2003 (EL
MUNDO, p.6; EL PAÍS, p.32): el gobernador del Estado norteamericano
de Illinois, George Ryan, había conmutado el día anterior a 175 reclusos sus
respectivas condenas a muerte ante las diversas pruebas de que habían sido
torturados por la policía para arrancarles una confesión que les
incriminaba en un delito investigado por ella, y que sirvió de prueba en sus
juicios y condenas a muerte.
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