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Elogio de la afectividad (8): Peculiaridades y estructura de la afectividad humana
por
Tomás Melendo y José Carlos Rodríguez Navarro
Este artículo, que asume lo esbozado en los anteriores, persigue dos objetivos: 1. Esclarecer con mayor hondura en qué consiste la afectividad humana. 2. Ver, entonces, cómo es posible sacarle el mayor partido, mediante la educación oportuna.
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Pretensión
Procuraremos
llevarlo a término de manera simultánea, alternando los apuntes descriptivos y
las explicaciones con las sugerencias sobre el mejor modo de manejar los
propios sentimientos: esto es, de descubrir y potenciar nuestros puntos
fuertes, y aprender a conformar de la manera adecuada las carencias afectivas,
de modo que esas faltas nunca influyan más de lo debido en la calidad de
nuestro comportamiento y en el consiguiente bienestar propio y, ¡sobre todo!, en
el de quienes nos circundan; bienestar este —el ajeno, el de los demás— que
goza de la mayor importancia, también para nuestra felicidad personal.
Con tal fin,
resulta oportuno examinar de nuevo, de manera más directa y explícita, los
caracteres que distinguen las tendencias y el conocimiento humanos de los de
los restantes animales.
I. Rasgos
diferenciadores de la afectividad humana
Los apetitos
vitales «inferiores»
Como ya quedó
dicho, existen bastantes apetitos que, encarados de manera un tanto rápida y
superficial, podrían considerarse comunes al ser humano y a los demás animales.
Son los que el
título califica como apetitos vitales inferiores, por cuanto responden,
también en el hombre, a las exigencias de su vida vegetativa y animal, aunque
no solo a ellas. Es decir, los habitualmente conocidos como principios de
conservación y de reproducción.
Tras lo que
llevamos visto, es fácil entender por qué esta denominación responde a un modo
de encarar el asunto excesivamente rápido y superficial. Y es que, incluso atendiendo
a los apetitos más comunes, los contrastes entre el modo como se encuentran en
los animales no-racionales y en el hombre resultan abismales: infinitamente
infinitos, por utilizar de nuevo la tan significativa, fecunda y entrañable
expresión de Pascal.
Lo
mismo sostiene la mejor psicología de los últimos decenios:
En
realidad, la diferencia entre el hombre y el animal aparece en la obra de Lersch como infranqueable. No se
desconoce, claro está, que el hombre forma parte de la Naturaleza, pero se
subraya su Sonderstellung , su posición aparte en lo
psicológico y en lo biológico. […] En lo psíquico, no se niegan las analogías
con la vida instintiva animal, pero se ponen de manifiesto sus peculiares y sustanciales
diferencias. La vida instintiva humana, incluso en la esfera del hambre y del
sexo, es más «tendencial» que propiamente instintiva. Para subrayar que en la
vida «instintiva humana hay más «incitación» que «impulsión», prefiere Lersch el término Antrieb al de Trieb .
Con
otras palabras: también los apetitos comunes al hombre y los demás animales adquieren,
en uno y otros, caracteres distintos e incluso opuestos
La
plasticidad de las tendencias humanas
Para resumir con
muy pocas palabras esa radical diferencia, bastaría con recordar que las
tendencias humanas son mucho más plásticas que los correspondientes
instintos animales. O, con expresión más concreta, que en el hombre, esas
tendencias están tocadas por o transidas de libertad.
Como sabemos,
existen dos maneras sencillas de advertirlo:
1. Por un lado, semejantes necesidades no se
encuentran predeterminadas, en los distintos sentidos que enseguida expondremos.
2. Por otro, incluso cuando se trate de la
necesidad más radical y básica, el varón y la mujer se hallan a menudo
capacitados para atenderla o no, asumiendo la responsabilidad de sus actos, aun
cuando a veces las consecuencias de estos sean fatales… o, llevadas al extremo,
provoquen la misma muerte.
De nuevo como
resumen, podría decirse que en los seres humanos, incluso las tendencias más
básicas —conservación individual y específica— están impregnadas de humanidad
Las
necesidades primarias, indefinidas… ¡e indefinibles!
En lo que atañe
al primer punto, no resultaría complicado enumerar, al menos en sus líneas
elementales, qué necesita un animal para sobrevivir: comida y bebida, un ambiente
propicio, cierta protección material contra sus enemigos…
1. Un
(des)acuerdo inicial
Sin embargo,
cuando estudiamos con detenimiento lo que precisan los seres humanos para
mantenerse en vida, nos encontramos con los resultados más asombrosos.
1.1. No solo es que varíen de forma
espectacular entre un sujeto y otro a lo largo de los siglos, en las distintas
culturas, o incluso en ambientes muy parecidos del mismo momento histórico de
una misma civilización, entre los componentes de la misma familia… ¡o en mismo
individuo en dos instantes relativamente cercanos de su biografía!
1.2. Sucede también algo muy significativo y
como a caballo de lo anterior: que la mayor parte de los intentos teoréticos de
descubrir y establecer cuáles son esas exigencias ha fracasado rotundamente.
Sin alejarse de
la realidad y de los textos, aunque tratándolos con un punto de ironía y buen
humor, Carlos Llano expone la respuesta que dieron a este interrogante tres de
los más grandes pensadores occidentales, bastante distantes entre sí en el
tiempo y en la forma de concebirla realidad: Platón, Tomás de Aquino y Marx.
Y hay que
reconocer que la cuestión tiene su encanto.
En un primer
momento, como haría cualquiera de nosotros, Platón señala tres necesidades
perentorias, sin cuya satisfacción el hombre apenas podría subsistir en este
mundo: alimentación, vestido y cobijo.
A renglón
seguido, contento con su hallazgo, parece que salió a celebrarlo, dando unas
vueltas por la ciudad de Atenas, cuyas calles y plazas —al menos las que él
recorrió entonces— no eran un prodigio de pavimentación y ni siquiera de
empedrado (¡o sí!, depende como se entienda lo de «empedrado»). No extraña,
entonces, que en un texto algo posterior, agregara sin vacilar: alimentos, vestimenta,
habitación… y calzado; ¡si uno quería festejar los grande descubrimientos,
parecía imprescindible caminar por la ciudad sin demasiadas
incomodidades!
2. Y el
«terrible» etcétera
Pero como se trataba de una persona
inteligente, pronto advirtió la alta probabilidad de que en alguna otra
circunstancia se topara con nuevos requerimientos, también perentorios; y,
después de pensárselo bien, complementó el elenco con un «etcétera»… con el que
desistía de cualquier intento de clasificación.
Tomás de Aquino
y Marx coinciden con el filósofo ateniense en la enumeración de las tres
exigencias primariamente primarias: alimento, ropa y vivienda.
Y
cada uno de ellos añade por su cuenta lo que, al parecer, le dictan sus
particulares circunstancias:
2.1. El rigor de los inviernos alemanes lleva
a Marx a incluir entre lo esencial para la supervivencia nada menos que
la calefacción.
2.2. Y Tomás de Aquino, a cuya notable
corpulencia aluden sus distintos biógrafos, considera imprescindible un medio
de locomoción equivalente al «600» del españolito medio de los famosos años 60:
un borrico capaz de soportar su peso y trasladarlo de un lugar a otro.
Pero
más significativo todavía es que ni Tomás de Aquino ni Marx se quedan contentos
con estos retoques, por lo que también ellos añaden el tan socorrido cuanto
fatídico «etcétera», cuyo significado más interesante, en este momento, es que
no existe modo alguno de delimitar de una vez por todas cuales son las
necesidades que un varón o una mujer han de tener cubiertas para poder habitar humanamente nuestro planeta: A + B + C + D + etcétera… es, a los efectos,
como no decir prácticamente nada.
Sumamente
plásticas
Plasticidad significa, entonces, que no es
posible descubrir cuáles ni cuántas son las necesidades que corresponden siquiera
al instinto de conservación individual, pues estas varían de
forma considerable según las circunstancias; ni tampoco cabe establecer, por
los mismos motivos, cómo se colman las restantes tendencias.
1. No
infalibles
Por otro lado,
también en contra de lo que sucede en los animales brutos, las tendencias
humanas no se encuentran predeterminadas, por el sencillo hecho de que, incluso
estando a su alcance lo que permitiría colmarlas, el hombre no siempre descubre
cuál es la respuesta adecuada para cada una de ellas.
Dicho con otras
palabras, aunque en el niño recién nacido se halle ya presente el afán natural
de supervivencia, ni siquiera a los 2, 3… ó 10 años conoce de manera automática
(hablando con más propiedad: instintiva) lo que le resulta beneficioso o dañino
para su simple salud biológica.
Los pequeños
humanos hemos de aprender, a menudo tras comprobar su peligro, que el fuego
resulta perjudicial, además de atractivo; que un cuchillo afilado debe cogerse
por el mango, aunque la mano se dirija de manera casi maquinal hacia el brillo
de la hoja; o que un exceso de comida o bebida provoca en nosotros efectos
nocivos o incluso catastróficos…
Desde este punto
de vista, señalar que nuestras tendencias son plásticas equivale a decir
que no resultan infalibles ni tienen su repuesta dada, sino que
cada nuevo individuo humano debe reinventar el mejor modo de acallarlas.
Todo lo anterior
lleva a sostener, con una afirmación cuya importancia no puede exagerarse, que,
entre los hombres, lo natural es lo libre o, pues viene a ser lo mismo,
lo correctamente aprendido y elegido a la luz de lo que
constituye la auténtica esencia o naturaleza humana.
Con palabras de
González Martín:
Lo natural en el hombre es ser educado; una persona sin educación, sin una interacción
con otro que quiere promoverle, que le ayuda a actualizar y cultivar sus
capacidades, una persona así pierde mucho de lo que es propio al ser
personal .
2. Abiertas a
más de una respuesta
A todo ello se
encuentra aparejada otra característica, tal vez más directamente manifestativa
de esa maleabilidad: la capacidad de elegir, dentro de ciertos límites,
entre diversas posibilidades de dar cumplimiento a cada una de
sus tendencias, además de escoger, cuando lo estime oportuno, dejarlas
simplemente desatendidas.
En efecto, a
tenor de su propia situación personal y de la singular configuración de sus
inclinaciones, el ser humano puede optar entre multitud de alimentos y bebidas,
por acudir a los ejemplos más rudimentarios; entre las más alambicadas formas
de construir y decorar su habitáculo; entre mil modos de cubrir o no su cuerpo,
con el fin de protegerse de las inclemencias del tiempo, o en exceso frío o
desmesuradamente cálido, y, simultáneamente, manifestar su personalidad o
adornar su aspecto externo…
Pero todavía
interesa más tener en cuenta que semejantes soluciones en unos casos darán en
el clavo respecto a lo que la tendencia en cuestión reclamaba, mientras que en
otros no harán sino incrementar la pulsión originaria, porque esta no ha
quedado apaciguada, y tiende a buscar la revancha.
Tendencias con
respuestas elegibles, por tanto, y, simultáneamente, no-infalibles.
Y, como consecuencia, urgencia de un constante y renovado aprendizaje
creativo sobre nuestras aspiraciones y el modo de satisfacerlas.
La razón última
de todo ello, que ya hemos apuntado y sobre la que volveremos una y otra vez,
es la-unidad-en-el-ser de cada varón y mujer y, por consiguiente, la presencia
del espíritu hasta en los ámbitos o actividades en apariencia más
alejados de él.
Que es lo que
pretendemos esbozar a continuación, en espera de un análisis posterior más
detallado.
II. Espíritu,
conocimiento y voluntad libre
El influjo
del espíritu
Según acabamos
de repetir, la distinción fundamental, incluso entre las tendencias humanas
análogas a las más básicas inclinaciones de los restantes animales y tales apetitos,
deriva para el ser humano del influjo en ellas del alma espiritual, que es lo
que lo constituye como persona.
Desde una
perspectiva metafísica, como hemos insinuado en otros momentos y en este mismo conjunto
de escritos, la clave de todo el asunto es que el acto de ser del hombre
resulta medido por el alma que lo recibe inmediatamente, y, así
conformado, se comunica al cuerpo: de suerte que alma y cuerpo, con todas las
operaciones radicadas en una y otro o, normalmente, en el compuesto, son en
estricto sentido, personales: gozan del rango propio de la persona, por
lo que se encuentran fuertemente influidas o mediadas por el
conocimiento y la libertad.
Así lo explica Lukas:
Un
animal no puede obrar en contra de sus instintos. Si, por ejemplo, tiene hambre
y avista una presa, «deberá» abalanzarse sobre ella y devorarla. En cambio,
una persona puede estar hambrienta (ese es su «destino») y, sin embargo,
ofrecer su última rebanada de pan a un compañero que quizás la necesita con más
urgencia que él (ésa es su «libertad»). En la primera dimensión, la somática,
el estómago le hará ruido y el descenso del nivel de azúcar en la sangre le
causará malestar. En la segunda dimensión, la psíquica, el deseo del pan y las
imaginaciones de comida le torturarán. Este es el «paralelismo psicofísico» del
que habla Frankl, donde los dos primeros planos están sincrónicamente entretejidos.
Pero en la tercera dimensión, la dimensión noética, la persona se desprende
del acontecimiento del hambre y decide, siempre que por algún motivo de
sentido así lo quiera, pasar soberanamente por encima de la presión
psicofísica.
Así
pues, el ser humano se muestra como aquel que puede responder a sus condiciones
fatídicas desde la libertad y que, al hacerlo, debe hacerse también responsable
de sus respuestas. La visión no determinista de la logoterapia trae consigo la
readmisión de la responsabilidad y la posibilidad de culpa en la imagen
psicoterapéutica del hombre.
Allí donde en un
determinado momento no hay posibilidad de elección, no puede haber culpa. Por
ejemplo: como no tenernos ninguna posibilidad de cambiar nuestro pasado,
tampoco podemos convertirnos en culpables con respecto a él
Con otras
palabras, debe afirmarse que, en el varón y en la mujer, también esos instintos-tendencias
elementales se hallan impregnados de espiritualidad… para bien y para mal, en
función del uso que haga de su libertad.
¿Qué quiere
decir, en concreto, la
disyuntiva mencionada de bien y mal?
En primer
término, que el influjo del
conocimiento en la actividad tendencial del hombre es muy superior y mucho más
complejo y rico que en los restantes animales. Y, como consecuencia, con más
posibilidades de crecimiento… y de perversión.
Poniendo un
ejemplo sencillo, el ser humano goza de un gran abanico de alimentos con los
que calmar su hambre y mantenerse en la existencia. Y puede ampliar de forma
casi indefinida su número y condición.
Pero también
está obligado a aprender cuáles le son beneficiosos y cuáles no y a moderar su
inclinación a comer y beber: bien haciéndolo aun sin ganas, cuando sea
necesario y no le apetezca, bien dejando de comer o beber aun cuando el cuerpo le
pida más, si advierte que no es beneficioso para su salud o para su
perfeccionamiento como persona.
Y, como muestra
la experiencia, bastante a menudo come o bebe no solo lo que no le es
necesario, sino lo que a todas luces —y con plena conciencia— le resulta
perjudicial.
Por lo que no es
un desatino repetir que la mayor parte de las inclinaciones del ser humano,
incluidas las más elementales, se encuentran impregnadas de espiritualidad:
sometidas, al menos hasta cierto punto, al entendimiento y la voluntad libre.
La función
del conocimiento en los animales y en el hombre
Resumiendo, pero
sin falsificar, el animal requiere del conocimiento sensible para:
1. Activar los instintos
respectivos.
2. Y, de manera pre-determinada, dar
cumplimiento a lo que demanda cada uno de ellos.
Por ejemplo,
experimenta en sí mismo un estado carencial de alimento, que se manifiesta con
los síntomas que el hombre llama hambre o sed, y, en función de su mayor o menor
categoría en la jerarquía de los animales, recuerda el lugar más cercano
en el que hay o puede haber alimento o agua, se pone en movimiento —sin pensarlo
más… ¡y sin poderlo evitar!— y responde a ese requerimiento fisiológico, que de
tal modo queda satisfecho.
Este esquema
básico se mantiene tanto si se trata de un animal superior como de uno de
medio, elemental o muy bajo rango.
Y así, el león
—que muchos tendemos desde la infancia a admirar como el rey de los animales o,
al menos, de la selva—, realiza estas tareas de un modo relativamente complejo,
por cuanto busca positivamente la pieza que calmará su hambre o la de sus
crías, y este proceso puede resultar aparentemente muy largo y complicado… y
serlo en efecto. Pero, en sentido propio, ni el león ni ningún otro animal inventa
nada que no estuviera incluido de antemano en su dotación instintiva.
En el extremo contrario
y más pobre, hay animales incapaces siquiera de recordar experiencias pasadas.
Y, si les acucia la sed, pero no se topan y descubren directamente el
agua en su entorno, acabarán pereciendo por falta de ese líquido.
El
«conocimiento» animal
En todos estos
casos, sin embargo, con independencia del rango de los distintos animales, la
función del conocimiento es esencialmente la misma, y puede reducirse a:
1. Percibir en sí, a tenor de su
disposición fisio-biológica, una carencia referida a determinado
instinto: hambre o sed, en resumidas cuentas, si nos limitamos a las aportaciones
materiales imprescindibles para la conservación individual.
2. Encontrar en el exterior la
realidad o tipo de realidades, ya preestablecidos, con los que puede calmar
esa pulsión.
Para lo cual le
es necesario:
2.1. Conocer (sensible, pero realmente) lo
que le rodea.
2.2. Juzgar (de forma instintiva)
si aquello que acaba de percibir le es beneficioso o dañino.
La facultad que
realiza este juicio o estimación recibe el nombre de estimativa, lo hace
de manera espontánea, y viene a equivaler a lo que normalmente llamamos instintos.
De ahí que las respuestas ante la realidad —resultado de la estimación de lo
conocido— se denomine instintiva: entre otros motivos, porque no se aprenden,
sino que vienen dadas por naturaleza y, por lo mismo, resultan prácticamente
infalibles.
3. Y, de tal modo, sin ser en absoluto
consciente de este segundo factor, contribuir a su supervivencia.
Al escribir «sin
ser en absoluto consciente de este segundo factor» pretendemos recordar que el
animal no sabe que al comer está incorporando los
elementos ineludibles para conservar su vida, sino que simplemente reacciona al
estímulo del hambre con la única respuesta adecuada-y-posible en
cada caso.
4. Lo cual equivale a sostener que en los animales, la enorme variedad de
nuestros sentimientos puede reducirse a dos sensaciones básicas:
4.1. Por un lado, cierta comezón o deseo,
que les lleva a acercarse o alejarse de la realidad que perciben como
beneficiosa o dañina.
4.2. Por otro, el placer que va
aparejado a la consecución de un bien o a la supresión de un mal, y el dolor
o desazón unidos a lo contrario.
4.3. A lo que hay que añadir —y dejar muy
claro— que, entre los animales, el dolor o placer pre-sentidos o anticipados
son el desencadenante de su conducta: es eso, placer o dolor en su
significado más amplio, lo único que advierten como bueno o malo —bien o mal
para-sí, para cada uno de ellos— y lo que nunca pueden trascender.
Lo que trae como
consecuencia, en la que de momento no hay que detenerse, que el ser humano que
actúa sólo en función de su placer o dolor en cierto modo se
animaliza.
Sí conviene
resaltar, por el contrario, que el conocimiento animal se encuentra por completo
subordinado a la acción: no tiene otra función que dirigir la conducta de la
manera adecuada
El
conocimiento humano
En el hombre
todo es más complicado y también más rico y flexible… o viceversa, según
nuestro humor y nuestro estado de ánimo.
1. Por ejemplo, sin pretender ni mucho menos
agotar los detalles, el bebé de pocos días manifiesta mediante el llanto una
especie de privación, que puede ser de muy distinta especie y que toca a los
padres desentrañar.
De suerte que,
con la misma expresión —llorar y patalear— indica, pongo por caso:
1.1. Que tiene hambre o sed.
1.2. Que está incómodo: pañales mojados,
calor, frío, cuna deshecha, etc.
1.3. ¡La necesidad de la presencia de la
madre… o del padre, para sentirse acompañado y querido!
Aunque, como es
bastante obvio, no sepa exactamente qué es lo que
le pasa ni lo que está demandando.
2. Conforme va creciendo esa persona, la
situación en cierto modo se esclarece, pero fundamentalmente se enriquece y
complica.
2.1. El joven —o el hombre adulto— advierte
los síntomas de la sed y del hambre; pero también, y esto marca ya una
distancia insalvable respecto al animal, sabe de ordinario,
gracias a su inteligencia, que esas son señales dispuestas por la naturaleza
para poder dar cumplimiento a una necesidad vital —la de alimentarse, en
nuestro caso—, sin cuya satisfacción no podría seguir en este mundo durante
mucho tiempo.
Gracias a
semejante saber, puede ingerir alimentos aun sin experimentar hambre,
con el fin de recobrar la salud perdida o no deteriorarla más todavía, incluso
cuando la simple idea de comer le repugne, como en ciertos casos de enfermedad;
o engullir sólidos y líquidos cuando ya está más que harto, por simple
glotonería, al margen de toda exigencia biológica.
Es decir, su
inteligencia y su voluntad deciden a qué tipo de tendencias responder
cuándo se han activado varias y reclaman respuestas distintas o incluso
opuestas.
2.2. Además, con el tiempo descubre que a la
satisfacción material de la necesidad se encuentra normalmente aparejada
una satisfacción formal o deleite y que es posible disociar ambas
realidades y perseguir de manera exclusiva el gozo o placer, aunque no exista
en ese instante el requerimiento físico: lo que logra, bien provocándolo de manera
artificial, bien buscando formas refinadas de darle cumplimiento, más allá de
lo fisiológicamente exigido, etc.
Todo lo anterior
manifiesta ya algo fundamental, cuyo estudio reservamos para más adelante.
A saber:
● Que el
conocimiento humano no se limita a ser un medio o instrumento para actuar
correctamente.
● O, con
otras palabras, que ese conocimiento tiene un carácter sustantivo, de
algo-que-vale-por-sí-mismo.
De lo que puede
inferirse, como más tarde veremos, que en el hombre existe una tendencia
natural a conocer por conocer: al saber estrictamente teorético (o saber por
excelencia).
Y esto, el que
el conocimiento no sea en el hombre un mero instrumento de supervivencia, sino,
al menos en determinados casos, un fin en sí mismo, apunta a otros rasgos
provocados en buena medida por la conexión entre el entendimiento y las
tendencias humanas.
Señalemos
algunos.
Y su uso
adecuado
1. El ejemplo hasta aquí utilizado —aprovechar
una tendencia básica para lograr deleites ligados a su satisfacción— manifiesta
cierta perversión del destino natural de esas inclinaciones; como se ha
apuntado, esto es posible justo porque el conocimiento humano es superior al de
los animales brutos y le lleva a distinguir en casi todas sus acciones tres
elementos: los medios, el fin y las consecuencias de esa actividad.
Algo similar hay
que decir respecto al hecho, tan común en buena parte de la civilización
presente, de que el hombre aumente de forma artificial lo que llega a
considerar como exigencias ineludibles para su supervivencia y, en cierto modo,
a transformarlas en ellas: de manera que el no poder colmarlas se experimenta
como una privación tremendamente dolorosa e injusta.
«Dolorosa e
injusta», subraya Pithod, precisamente porque ha convertido en necesidades
imprescindibles lo que en modo alguno lo eran:
La frustración
es generalmente “relativa a”. Uno se siente frustrado si los demás que son como
uno, tienen auto y uno no. Nuestros referentes en aquella época [se refiere a
la de su juventud] eran gentes como nosotros, más o menos, por lo cual no
teníamos una privación relativa grave. Hoy los muchachos con pocos recursos
tienen referentes ricos, muy distantes, llenos de satisfacciones materiales, es
decir provocan más frustración en los carenciados que la que pudimos tener
nosotros. Pero hay otro fenómeno que contribuye a la frustración. Los marcos de
referencia están ahora constantemente presentes en los medios de comunicación.
Es el obsesivo “efecto de mostración”. La moda, por ejemplo, la conocen hasta
los más pobres, y además alcanza nuestro subconsciente por su omnipresencia, y
nos golpea de manera inevitable. La frustración relativa es hoy más odiosa, más
incisiva que nunca.
2. < Mas asimismo cabe, en el extremo
contrario, demonizar hasta tal punto la satisfacción de los requerimientos
materiales, a causa del deleite que los acompaña, que se desemboque en
un puritanismo ajeno por completo a la naturaleza y, frente a lo que con frecuencia
se sostiene, a la verdadera religión.
Pues tanto esta
como la ética natural llevan:
2.1. A mantener en todo momento la jerarquía
objetiva de los bienes y, más en particular, a no anteponer un simple goce —del
género que fuere— al cumplimiento amoroso de una obligación, que reporta un
beneficio para quienes nos rodean o para nosotros mismos.
2.2. A negarse ciertos caprichos para asegurar
en lo posible el dominio de la inteligencia y la voluntad sobre los apetitos.
2.3. Pero también, con la misma o mayor
fuerza, a disfrutar templada y noblemente de todos los bienes lícitos que Dios
ha otorgado al ser humano para contribuir a su felicidad, agradeciendo de
forma expresa esos detalles Paternales.
Lo contrario,
esa suerte de «deber por el deber» de corte kantiano, al que hemos aludido en
varias ocasiones —un deber que resultaría maleado en cuanto produjera el más mínimo
gozo—, está muy cerca del protestantismo puritano, inexorable e inflexible, en
lo que tiene de antihumano, antirreligioso y antinatural.
III. Voluntad
libre
La misión y
el influjo de la voluntad
Lo considerado
hasta ahora ilustra el papel del entendimiento en el juego de las tendencias y,
derivadamente, en el conjunto de la vida afectiva.
Los detalles que
exponemos a continuación, además de esclarecer ulteriormente estos mismos
aspectos, aspiran a poner de relieve la misión central que en todo ello corresponde
a la otra gran facultad espiritual humana: la voluntad, sede inmediata y
columna vertebral del buen amor, tomando esta última expresión en su acepción
más noble.
Mediada por
el entendimiento
Sabemos que una
separación tajante entre entendimiento y voluntad resultaría siempre
falsificadora. Las dos potencias superiores del hombre actúan normalmente de
manera conjunta, en una especie de circuito una y otra vez reiterado en el que
resulta difícil y artificial señalar prioridades (al menos, absolutas).
Por eso, lo que conviene
subrayar como fundamentalísimo para el correcto ejercicio de la voluntad en el
conjunto de la vida humana deriva de una propiedad también clave del
entendimiento.
En concreto, la
afectividad humana no puede ni entenderse ni manejarse de la manera adecuada
sin tener de nuevo en cuenta:
1. Que la voluntad está abierta a cualquier
bien que el entendimiento le presente como tal.
2. Que el entendimiento es capaz de
apreciar, en principio y con la adecuada educación, todos los bienes
existentes: incluidos los realizables o alcanzables en el futuro, que gozan de
excepcional importancia para la orientación de la propia vida.
3. Por fin y como conclusión, que, de
ordinario, el entendimiento y la voluntad actúan en el ser humano de manera
conjunta y coordinada.
Abierta a
cualquier bien
¿Qué
consecuencias trae el que la voluntad esté abierta o resulte atraída por todo
bien?
Tantas, que nos
limitaremos a enumerar las dos o tres más pertinentes para el propósito de este
escrito, directamente relacionadas con lo llamábamos afectividad en su
más estricta acepción:
A. Insaciable
En primer
término, que ninguna realidad finita o participada resulta capaz de saturar su
afán de bondad y de felicidad: según sostienen la mayoría de las religiones,
ese anhelo solo podría colmarlo Dios, Bien Sumo, si fuera
conocido de manera adecuada, y no simplemente entrevisto (¡mal visto o no
visto!) a través de las criaturas.
Así
lo expone Buenaventura de Bagnoreggio:
La felicidad es
el objeto que más intensamente se ama. Y la felicidad no se posee si no se alcanza
el máximo Bien que es el fin último. Por tanto, el deseo humano tiende al sumo
Bien, o bien a lo que está en relación con él o constituye su imagen. Es tanta
la fuerza de atracción del sumo Bien, que nada amaría la criatura si no
estuviera sostenida por aquel supremo deseo. El error y el engaño del deseo se encuentran
en hacer reposar toda su complacencia en un objeto que debería ser solo imagen
del Bien supremo.
1. Lo
cual comporta, antes que nada, y desde una perspectiva cuantitativa, que los anhelos
humanos pueden multiplicarse siempre más y más, excepto en el caso de que las
capacidades de conocer y amar quedaran plenamente henchidas por la visión
amorosa —y lo más perfecta posible para cada quien— de un Ser supremo y
absoluto.
Y que esta suerte
de voracidad es capaz de rebasar los dominios intelectuales y voluntarios y
encarnarse asimismo en los apetitos sensibles, que por tal motivo se tornan en
cierto modo también infinitos, precisamente porque la persona humana posee una
vigorosa unidad derivada del único acto de ser de toda ella.
Más aún, lo
habitual es que el varón y la mujer confieran ese carácter de infinitud positiva
—propios exclusivamente de las facultades espirituales— a los apetitos
sensibles, y procuren calmar sus aspiraciones de absoluto mediante la
acumulación sin término de actividades o posesiones limitadas: algo parecido a
lo que Hegel calificaría como «el mal infinito».
El tan traído y
llevado consumismo, la más clara manifestación de este fenómeno, constituye por
eso, curiosamente, una suerte de prueba a contrario de la presencia del
espíritu en el hombre: ¡ningún animal es consumista, sino que se conforma con
lo que efectivamente necesita o lo que el instinto le lleva a prever que
le será imprescindible cuando no pueda obtenerlo!
2. Pero
de todo lo expuesto también se sigue que, en este mundo, nada ni nadie puede
determinar a la voluntad humana a elegir en un sentido o en el opuesto, y a
actuar o dejar de hacerlo como consecuencia de tal elección.
Cosa que no
elimina, como es obvio, que el hombre pueda ser obligado externamente a
realizar una acción o a omitirla, e incluso forzado a inclinar casi
inconscientemente su voluntad en un sentido u otro, utilizando medios más
sofisticados, que se introducen en su interior orgánico —sustancias
químicas, estimulación eléctrica, etc.— o en su interior psíquico:
publicidad supra- o sub-liminal, información parcial o sesgada, y tantos otros
similares, muy utilizados hoy día.
Lo que nunca
puede forzarse es el acto mismo y más propio de la voluntad en cuanto tal: no
cabe obligar a nadie a elegir —que implica libertad— de manera determinada o
no-libre, es decir: a elegir… sin elegir, sin libertad.
También sucede a
menudo nuestra voluntad no logra sustraerse al influjo incorrecto, cuando lo fuere,
de los apetitos sensibles (tendencia a la comodidad, a la comida o a la bebida,
etc.) o espirituales (vanidad, soberbia…), y se autodetermine (ahora sí, libremente,
con una libertad limitada) en contra de lo que en principio querría-desearía…
pero de hecho no quiere.
Por fin, en lo
que atañe a Dios, baste recordar que, debido a la suma imperfección con que Lo
conocemos en esta vida, tampoco por estas vías Él tiene poder para determinar
nuestras elecciones.
Y, aunque
estaría en Sus manos hacerlo cuando quisiera mediante una intromisión directa
en lo más íntimo de nuestra inteligencia-voluntad, sabemos que nunca lo llevará
a cabo por la perfecta congruencia de todo su obrar: habiéndonos hecho libres,
no tiene sentido que no respete —hasta su propia Muerte, como afirma la
religión cristiana— la libertad que Él mismo nos ha otorgado.
B. Capaz de
elegir… hasta sus últimas consecuencias
El resultado más
notable y sobrecogedor de todo lo apuntado es que, en unión con el
entendimiento, la voluntad humana —ordenada por naturaleza a todo bien— puede libremente
establecer en particular lo que constituirá su Bien supremo o Fin último,
así como los objetivos intermedios y los medios más pertinentes para lograr
estos y empinarse hasta los bienes intermedios y el Bien-Fin último.
Se trata de algo
de capital importancia, sobre lo que habría que reflexionar, porque a menudo no
es tratado de manera correcta.
Pero nos
limitaremos a dejar constancia de que la seriedad de la libertad radica precisamente
en que cada varón o mujer puede elegir en concreto lo que constituye el
Objetivo de toda su existencia y reafirmar o rectificar esa elección, cuando
sea el caso.
Y esto, de dos
modos fundamentales:
1. O bien asumiendo libremente lo que le
indica su naturaleza: el amor a las restantes personas, únicos bienes dignos,
en la acepción más estricta del término «bien», y a Dios, como Bien Sumo
Absoluto, en el supuesto en que lo descubran existente.
2. O, en el otro extremo, desatendiendo esa
inclinación natural y erigiéndose a sí mismo en bien-sumo-para-sí.
Al contrario, si
solo tuviera ascendencia sobre los medios, estando el Fin del todo prefijado
—si no cupiera elección respecto a ese fin—, la libertad perdería buena parte
de su grandeza épica, quedando reducida a una cuestión de inteligencia o de
astucia; con lo que los más listos o listillos encontrarían los medios
oportunos para alcanzar su Destino final y ser felices, mientras que los menos
despiertos se verían condenados a no lograrlo, por puro error, de manera no
responsable y tremendamente injusta.
A lo que debería
añadirse que, al término, esa elección primigenia y radical del Fin último se
mueve entre dos extremos:
2.1. O el bien real y objetivo, en el que
ocupan un lugar preponderante las demás personas y Dios, como Bien supremo real
y Fuente de bondad de cualquier otro bien; y el resultado final de semejante
elección será la plenitud humana y la consiguiente felicidad.
2.2. O uno mismo (yo), transformado
voluntariamente en bien absoluto (para-mí) y, en consecuencia, razón
única y exclusiva por la que quiero todo aquello que quiero; lo que conducirá a
la propia autodestrucción y desdicha.
Volveremos sobre
este capital asunto, de momento solo enunciado, sin afán alguno de demostrarlo.
C. Dotada de
imperio no despótico
Por fin, interesa
dejar constancia de que en manos de la voluntad se encuentra el sujetar hasta
cierto punto los apetitos sensibles —y, a través de ellos, las emociones del
ámbito psíquico—, en función de múltiples factores, que apuntaremos en lo que
queda de escrito.
También sobre
las características de ese dominio nos detendremos más adelante. Pero ya ahora
conviene señalar:
1. Que no se trata de un señorío absoluto
ni dado de antemano, sino fruto de una conquista progresiva y, por lo común,
bastante costosa.
2. Que tampoco es de ordinario un
caudillaje directo o despótico, como lo llamaría Aristóteles, sino
mediado a través del conocimiento, que, bajo el dictado de la voluntad y sobre
la propensión o el horizonte de toda la biografía de cada quien, atiende a
determinadas facetas de una particular situación, mientras pone entre
paréntesis las restantes, con el fin de lograr el objetivo deseado.
A lo que
conviene agregar que cuando tal capacidad de transformar los afectos, tendencias
y circunstancias externas desaparece, todo hombre conserva siempre, al menos,
la de adoptar una u otra actitud sobre aquello mismo que no puede modificar.
Es esta una de
las ideas centrales de la logoterapia, como bien señala Lukas:
De la actitud
que una persona adopta frente a su destino depende casi todo el daño que este
pueda ocasionarle. La actitud interior tiene una enorme importancia. Con una
actitud positiva se puede sacar provecho hasta de la situación más amenazadora,
mientras que, con una actitud negativa, hasta una estancia en el Paraíso puede
resultar insoportable. Hay un chiste que retrata sabiamente esta realidad. En
un autobús atiborrado de pasajeros, una chica le dice a su novio: “¡Es
espantoso este gentío!”, a lo que su acompañante le contesta: “Pues anoche, en
la discoteca, lo llamabas ‘ambiente’”. La actitud interior ejerce un poder
sobre el bienestar y la infelicidad, las esperanzas y las expectativas.
Una función
ineludible
Antes de
concluir este apartado, vale la pena recordar una vez más que bastantes de los
estudios actuales sobre los sentimientos, incluso buenos o realizados con
magnífica intención, tienden a ignorar la relevancia inigualable para la vida
afectiva de este nivel superior: el del espíritu, entendimiento-y-voluntad, con
sus respectivos sentimientos y estados de ánimo habituales.
Y que a menudo
falsifican la naturaleza del entendimiento y, sobre todo, de la voluntad . Esta última se identifica con harta
frecuencia con lo que por lo común denominamos fuerza de voluntad: es
decir, se concibe como una realidad fría, antipática y contraria a la
espontaneidad del ser humano, hoy tan valorada; y, por consiguiente, se la
advierte como un factor de opresión y represión y, en fin de cuentas, como algo
nocivo o malo o, por lo menos, muy molesto, de lo que mejor es prescindir.
Así puede verse,
por ejemplo, en estas dos citas de un eficiente psiquiatra español, correctas
en lo que afirman, pero parciales y fuentes de error por lo que dejan sin
nombrar:
La voluntad
es determinación, firmeza en los propósitos, solidez en los objetivos y ánimo
frente a las dificultades.
[…] La aspiración final de la voluntad es perfeccionar, aunque teniendo en
cuenta que somos perfectibles y defectibles. Si hay lucha y esfuerzo, se puede
ir hacia lo mejor; si hay dejadez, desidia, abandono y poco espíritu de
combate, todo se va deslizando hacia una versión pobre, carente de
aspiraciones, de forma que surge lo peor de uno mismo.
La voluntad
conduce al más alto grado de progreso personal, cuando se ha obtenido el hábito
de hacer, no lo que sugiere el deseo, sino lo que es mejor, lo más conveniente,
aunque, de entrada, sea costoso .
Además de la
confusión que implica (voluntad = fuerza de voluntad), y en la que se
esfuma el acto por excelencia de la voluntad (el amor, raíz de auténtica y
genuina energía), este planteamiento podría llevarnos a educar en el egoísmo,
porque sitúa como meta la propia perfección, en lugar del amor a los demás, e
inclina por ello a la autocomplacencia narcisista, con la tentación de
despreciar a quienes no han sido capaces de igualar nuestros logros.
Por el
contrario, nos parece claro que no puede desarrollarse ninguna
teoría-práctica adecuada sobre la afectividad humana sin tener en cuenta e
interpretar correctamente la intervención primordial y, en muchos casos,
definitiva, de los dominios espirituales —entendimiento y voluntad—,
concebidos a su vez de una forma adecuada.
También ahora
resultan sugerentes estos juicios de Pithod:
Es evidente que
tal concepción [la adecuada, a la que me referiré largamente] de las relaciones
de la afectividad (tomada in toto) y la vida espiritual no ha
dejado casi rastros en la pedagogía hedonista y espontaneísta contemporánea, ni
en las psicologías que le sirven de base. Por esto se ha podido calificar al
psicoanálisis freudiano como una ascética al revés (L. Castellani). Todo
regreso al humanismo espiritualista supondrá una antropología humana, valga
la redundancia, que fundamente una nueva ética, ni materialista ni idealista.
La síntesis de la antigua sabiduría con los aportes de la psicología
contemporánea (y de otras ciencias del hombre) está muy lejos de haber sido
hecha.
IV. Dotación
genética y afectividad
Según
anunciamos, esta segunda visita al mundo afectivo presenta, entre otras, la novedad
de un planteamiento en parte cronológico o diacrónico. O, con otros términos, atiende
a la constitución y desenvolvimiento del organismo afectivo en el
tiempo, hasta alcanzar alguna de las múltiples configuraciones que presenta en
los seres humanos ya adultos.
Pues bien, aunque
solo sea porque compone el inicio y lo más básico y previo en el desarrollo de
una vida humana, entre los elementos que intervienen en la conformación y
despliegue de la afectividad es preciso señalar el papel y los límites de lo
que hoy conocemos como dotación genética.
A lo que hay que
agregar, de inmediato, que los genes representan simultáneamente el primer
principio de similitud y de diferencia entre los distintos hombres.
1. De semejanza, porque prácticamente todos
los individuos dotados de naturaleza humana poseen una carga genética similar,
que es justo la que los convierte en representantes de tal especie.
2. Y de radical diferencia, porque cada uno
de los integrantes de esa especie —me parece más oportuno hablar de naturaleza—
goza de una dotación genética única o irrepetible, que lo diferencia ya en el
punto de partida de todos los demás
Como conclusión,
la diversidad de genes origina la primera diferencia entre los distintos varones
y mujeres.
Asumible por
el alma espiritual
Sea como fuere,
todavía presenta mayor interés insistir en que justo la concreta dotación
genética del ser humano (en cierto modo comparable a la materia organizada
aristotélica) incluye o reclama, por expresarlo de un modo relativamente
inteligible, su asunción por el alma espiritual, de la que deriva, para todo el
individuo, la condición de persona.
Con palabras ya
conocidas: no hay cuerpo humano sin alma humana ni tampoco podría
comenzar a existir un alma humana sino en el cuerpo correspondiente.
No se trata, por
tanto, como a veces se interpreta, de que a la materia pre-establecida y
conformada ya como humana le advenga un alma espiritual que hace de ella un
cuerpo humano-personal: sino que, justo cuando, como fruto y resultado
de la unión íntima entre los esposos, se produce la fecundación, es creada el
alma espiritual ya como forma de ese cuerpo o, mejor, de toda la
persona.
Además, en y
desde ese mismo instante, es el alma-forma, con el correspondiente acto de ser,
quien confiere a todo el individuo su condición humana y personal, superando
con mucho los caracteres que hipotéticamente provendrían de la simple dotación
genética.
No
determinista
Pero todavía más
importante es el corolario que se sigue de todo lo anterior. A saber, que, en
virtud del carácter espiritual —y no solo inmaterial— de nuestra alma, la
precisa y absolutamente singular dotación genética de cada sujeto humano de
ningún modo puede ser determinante-determinista respecto a su desarrollo
y a su comportamiento, frente a lo que sucede, en principio, entre los animales
y las realidades inferiores.
En radical
oposición a lo que estuvo de moda hace algunos años y todavía opera en ciertos
ambientes, y aunque sin duda influyan en el comportamiento, los genes no son,
por acudir a ejemplos que encendieron fuertes polémicas, la causa de
que este individuo haya violado a aquella chica o aquel otro sujeto sea un
cleptómano, un drogadicto, etcétera.
El alma
espiritual, que no se limita a informar y conformar el cuerpo, sino que lo trasciende
y hace posible el conocimiento intelectual y el querer libre. Y, por semejantes
motivos, revoluciona —o puede revolucionar, dentro de ciertos límites—,
la presunta determinación inicial establecida por los genes.
Ciertamente, la
dotación genética constituye un punto de partida y lleva consigo concretas
inclinaciones individuales y caracterizadoras, que resultan —hasta cierto
punto, y en algunos aspectos— condicionantes: lo que, en sentido amplio,
llamamos temperamento.
Mas, gracias a
su libertad y dentro de las fronteras respectivas, cada persona humana no solo
es capaz de conocer y asumir esas condiciones ineludibles, sino de ir mucho más
lejos y re-conformar una y otra vez su propia realidad: de modificarla
—mejorándola o empeorándola—, o, al menos, en última instancia, de habérselas
con ella de muy diversos modos.
Con lo que llega
a convertirse, en el sentido más propio de la expresión, en causa de sí misma:
en causa sui, que decían los clásicos latinos, en la estela de
Aristóteles.
Así lo expone
Caffarra:
Con la reflexión
sobre la voluntad, entramos en el “corazón” mismo de la persona: nada es más
íntimo, más interno a la persona que la voluntad en cuanto facultad de los
actos libres. El acto libre es el acto de la persona en sentido eminente; todo
otro acto es de la persona en tanto en cuanto que es imperado por la voluntad
libre. Mediante el acto libre la persona se genera a sí misma: llega a ser
padre-madre de sí misma
El hombre —¡cada
mujer y cada varón!— acaba siendo, en definitiva, lo que libremente ha querido
ser. Apoyado en el supuesto biológico que recibe de sus padres, cada varón o
mujer va estructurando su propia personalidad, sobre todo gracias a sus
elecciones libres.
Algunos
testimonios científicos
¿Pruebas de uno
y otro aspecto?
Según afirma un
excelente psiquiatra español, A. Polaino-Lorente, la marca genética
inmodificable no determina el desarrollo de la persona en cuanto tal… porque la
persona no se reduce a biología:
Una vez
producido el parto, las hormonas ya no dirigirán el comportamiento ni la mayoría
de las facultades y funciones de la persona, sino que lo hará el sistema
nervioso central, previamente diferenciado. Esa modalidad en que cada persona
está constituida, que tiene un sello genético inmodificable, no nos puede hacer
suponer que estamos ante un determinismo biológico irrenunciable e
inmodificable, por la sencilla razón de que la persona humana no es pura
biología
A su vez, Pithod
sostiene la existencia de determinismos en el plano biopsíquico, que no determinan,
sin embargo, el desarrollo propiamente personal, en el que la última palabra
corresponde a la libertad.
1. En primer término, en lo que atañe a la
importancia de lo biopsíquico:
… nuestra visión
del hombre incluye lo biopsíquico como un aspecto esencial del mismo. Más aún,
el hombre no está solo condicionado por él sino sometido a verdaderos
determinismos en ese nivel. Esta concepción de la hominidad […] estará
presente a lo largo de nuestra exposición. Bios y psique conforman una unidad
con lo espiritual
2. Después, a su alcance… y a sus límites:
La vivencia de
los valores espirituales y la resonancia que estos hallan en la persona
dependen en alguna medida del sustrato biopsíquico de la misma. Desde el sentimiento
de culpa a la adhesión o repulsión afectiva frente a valores morales, la
experiencia moral está en relación con el trasfondo endotímico de la persona y
con los "fantasmas" imagino-afectivos que la pueblan. Cegueras y
sorderas morales […] pueden tener una base biopsíquica. Si hay algo
impenetrable e íntimo en la persona es el modo de vivenciar los valores
objetivos. Aquí el "no juzguéis" evangélico alcanza una dimensión relevante
de su sentido.
En efecto, desde
el temperamento, según la disposición del sistema neuro-endocrino, pasando
luego por la positividad o negatividad de los "fantasmas"
afectivo-imaginativos de la primera infancia hasta las experiencias de la
adolescencia, todo contribuye a formar un campo más o menos propicio para la
vivencia auténtica de los valores, aun de los superiores o espirituales. Tal
urdimbre imaginario-afectiva no es, por cierto, determinística y solo se
aprecia en los grandes números o tendencias estadísticas. No vale
automáticamente para el caso individual
Como vimos,
Frankl insiste en este mismo extremo. He aquí un texto especialmente significativo,
por cuanto pretende designar lo diferenciador de la logoterapia respecto a
otras escuelas psiquiátricas:
La logoterapia
se propone hacer consciente al enfermo de todas sus posibilidades humanas
mediante un profundo contacto dialéctico [mejor: dialógico]; persuadirlo
de que la vida siempre tiene significado; que se le pide realizar valores; que,
si bien él no está libre de las constricciones de su propia naturaleza, de su
propio destino biológico, psicológico, sociológico o incluso psicopatológico,
es siempre libre para enfrentarse a estas determinaciones de una forma u otra;
que, en fin, es precisamente la clara reasunción de esta inalienable libertad
el arranque para el apaciguamiento o, por lo menos, para soportar con menos
gravedad y peso el sufrimiento.
La función de
los genes en el desarrollo humano y en el de la afectividad, igual que la de
otros elementos presuntamente determinantes, goza, por tanto, de gran
relieve, pero nunca es decisiva.
Por tanto, al
papel de los genes —relevante, pero no decisivo— hay que añadir el de la
educación, en su acepción más amplia, y, en particular, el del ejercicio de la
libertad de cada persona.
Un testimonio
científico-vital
Recogemos ahora
otras palabras de Víktor Frankl, en las que resume tanto su experiencia como
docente como la quizá más definitiva de su vida en sucesivos campos de concentración,
durante la segunda guerra mundial:
Puedo contestar
a las preguntas anteriores desde la óptica de la experiencia y también con
arreglo a los principios. Las experiencias de la vida en un campo demuestran
que el hombre mantiene su capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes,
algunos heroicos; también se comprueba cómo algunos eran capaces de superar la
apatía y la irritabilidad. El hombre puede conservar un reducto de
libertad espiritual, de independencia mental, incluso en aquellos crueles
estados de tensión psíquica y de indigencia física.
Los
supervivientes de los campos de concentración aún recordamos a algunos hombres
que visitaban los barracones consolando a los demás y ofreciéndoles su único
mendrugo de pan. Quizá no fuesen muchos, pero esos pocos representaban una
muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una
cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud
personal que debe adoptar frente al destino— para decidir su propio camino.
Y allí siempre
se presentaban ocasiones para elegir. A diario, a cualquier hora, se ofrecía la
oportunidad de tomar una decisión; una decisión que determinaba si uno se sometería
o no a las fuerzas que amenazaban con robarle el último resquicio de su personalidad:
la libertad interior. Una decisión que también prefijaba si la persona se convertiría
—al renunciar a su propia libertad y dignidad— en juguete o esclavo de las
condiciones del campo, para así dejarse moldear hasta conducirse como un
prisionero típico
Resumen
Con términos más
técnicos, y de nuevo con palabras de Pithod, la cuestión se enunciaría así:
Sea lo que fuere
de estas especulaciones psicológicas, el hecho fundamental es que la
experiencia moral propiamente dicha, es decir, la vivida por la persona
espiritual en el nivel espiritual no puede hacerse totalmente al margen de las
estructuras psíquicas formadas tempranamente y que permanecen en un nivel diferente
pero que la influyen. Por cierto no es que definan la experiencia moral como si
se tratara de un constitutivo formal, sino que la experiencia moral se da
concretamente (o existencialmente, si se quiere) con ese trasfondo psicológico.
Es sobre tal sedimento
profundo y ubicado más allá de la conciencia lúcida (aunque no necesariamente
inconsciente, como quería Freud, pues el sujeto puede advertirlo) que tendrá
que elevarse el edificio de la experiencia de los valores, sobre todo en la
adolescencia. J. Rof Carballo ha elaborado el concepto de “urdimbre”
para referirse a este entrelazamiento tanto de las instancias constitutivas cuanto
de las vicisitudes de la existencia y del desarrollo
Y podría
compendiarse en estas afirmaciones elementales, resumen y reiteración consciente
de lo recientemente expuesto.
1. La dotación genética origina o constituye
un preciso temperamento, que se concreta en un conjunto de
aptitudes-actitudes y capacidades también particulares y únicas.
2. Pero, aunque en parte lo condicione, nada
de ello determina el futuro desarrollo de la persona, sino que es
susceptible de ser educado y reclama ese complemento de hetero- y, al cabo, de
auto-educación, en la que el papel de honor corresponde a la libertad.
El temperamento
individual, originado muy particularmente por la dotación genética, se modifica
a través de la educación y, sobre todo, de las elecciones libres: el resultado
es lo que solemos llamar carácter o personalidad.
¡Y un último
y definitivo testimonio!
A todo ello, con
la energía y el ardor apasionado de quien está viendo en peligro la felicidad
de tantas personas, se refiere expresamente, una vez más, Víktor Frankl.
1. Afirma, en primer término, que la imagen
del ser humano sobre la que se basa la mayor parte de la Psiquiatría actual, es
la de un hombre disminuido, contrahecho; lo que en otros lugares hemos
denominado una mini-persona y Frankl llama aquí homúnculo:
La Antropología,
que sirve de base a la Psicoterapia, no tiene, hoy por hoy, nada que ver con
una concepción o imagen del hombre verdadero, sino con la imagen de un hombre a
quien ella concibe, en mayor o menor grado, como la resultante de un
paralelogramo de composición de las fuerzas, cuyas componentes se llaman Yo,
Ello y Súper-yo, o bien como un producto cuyos factores son: instintos,
herencia y mundo entorno; este producto no es un hombre, sino un homúnculo.
2. Añade que, para superar esa visión
estrecha y degradante, es necesario recuperar la libertad y la responsabilidad
correspondientes, ancladas ambas en los dominios del espíritu:
Por otro lado,
difícilmente se puede superar la patología del espíritu del tiempo, la
neurosis colectiva de la humanidad si no es apelando a la libertad y al
sentido de responsabilidad; mas a lo largo de varios decenios se ha venido
predicando que el hombre no era más que un producto de la herencia y del medio
ambiente, y por eso mismo es necesario apelar de una vez a la libertad y al
sentido de responsabilidad
3. Y concluye que solo una concepción
teorética [«doctrinal», según su terminología] que, venciendo múltiples
oposiciones, haga justicia a la grandeza del ser humano podrá poner remedio a
la infelicidad [«frustración existencial», de nuevo en su lenguaje propio] que
afecta actualmente a tantos varones y mujeres:
Hace ya tiempo
que la Psicoterapia se ha contaminado de la neurosis colectiva que aflige a la
humanidad, de esa neurosis colectiva —cada vez más difundida— que encontramos a
cada paso bajo la forma de la frustración existencial del hombre moderno. Y la humanidad
tomó el desquite haciéndose cómplice de su neurosis colectiva; mas una Psicoterapia
solo podrá enfrentarse con la frustración existencial, con el nihilismo de la
vida, en el momento en que se libere del nihilismo doctrinal, de la
concepción homunculística del hombre
4. Todo lo cual trae a la mente unas
palabras de Schelling, citadas a menudo:
... el hombre se
torna más grande en la medida en que se conoce a sí mismo y a su propia fuerza.
Proveed al hombre de la conciencia de lo que efectivamente es y aprenderá
inmediatamente a ser lo que debe; respetarlo teóricamente y el respeto práctico
será una consecuencia inmediata [...] El hombre debe ser bueno teóricamente
para devenirlo también en la práctica
V. La
formación biográfica de la afectividad
Como hoy
sabemos, la educación del ser humano comienza prácticamente desde su misma
concepción y, hasta cierto punto, desde mucho antes: pues recibe, entre otros,
el influjo de lo que los esposos son en el momento de contraer matrimonio y, ya
casados, del modo como actúan hasta que conciben a cada hijo y durante el resto
de su existencia.
Todo lo cual es
a su vez, muy especialmente, fruto de la libertad de los cónyuges, que han
elaborado su semblanza personal y conyugal también como respuesta a la ascendencia
de sus propias familias, culturas y un casi inabarcable etcétera, al que
enseguida volveré a referirme.
Aunque solo
fuera por la belleza de las expresiones, y por romper un tanto el ritmo de la
exposición, valdría la pena transcribir estos versos de Miguel Hernández, que
proyectan en la totalidad del tiempo humano —en La Historia— la unión
viva de los esposos:
Para siempre
fundidos en el hijo quedamos: / fundidos como anhelan nuestras ansias voraces;
/ en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ramos, / en un haz de caricias, de
pelos, los dos haces. /
[…] Él hará que
esta vida no caiga derribada, / pedazo desprendido de nuestros dos pedazos, /
que de nuestras dos bocas hará una sola espada / y dos brazos eternos de nuestros
cuatro brazos. /
No te quiero a
ti sola: te quiero en tu ascendencia / y en cuanto de tu vientre descenderá
mañana. / Porque la especie humana me han dado por herencia / la familia del
hijo será la especie humana. /
Con
el amor a cuestas, dormidos o despiertos, / seguiremos besándonos en el hijo profundo.
/ Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, / se besan los primeros pobladores
del mundo.
El pasado…
Sabemos
que Philips Lersch atribuye una notable importancia al pasado de cada persona
en el despliegue y estructuración de su afectividad y del conjunto de su existencia.
Todo lo vivido y acaecido ejerce su influjo sobre el presente.
Nuestro
autor desarrolla semejante idea, distinguiendo entre memoria en sentido
estricto (evocatoria de contenidos en acto) y memoria experiencial:
Este fenómeno
fundamental de la vida anímica, se acostumbra a designar como memoria.
No podemos, como es natural, pensar exclusivamente en aquella forma de memoria
en que las vivencias del pasado penetran de nuevo en la conciencia en forma de
representación, es decir, cuando recordamos el pretérito. Junto a esta memoria
del recuerdo existe otra forma en la que lo ya vivenciado está
implícitamente presente en el aquí y el ahora y que se designa como memoria experiencial .
Explica
el sentido de la memoria no consciente o experiencial, como una suerte de economía, sin la que la
vida humana resultaría imposible:
Hablamos de esta
memoria experiencial sobre todo cuando tempranas vivencias del pasado influyen
activamente en el vivenciar actual, en los afanes, en las percepciones, en los
sentimientos y en la conducta, sin ser llevadas a la conciencia en forma de recuerdos.
Ya en el animal hemos de admitir esta forma de memoria experiencial. Sobre ella
se basa todo adiestramiento. En el hombre, la memoria experiencial es de
particular importancia, porque ningún ser dotado de alma tiene que hacer tantas
experiencias, tiene que aprender tanto, para mantenerse en vida. En los más
sencillos ejercicios de la vida cotidiana, empezando por el levantarse, lavarse
y vestirse, hasta el acostare, el ir al trabajo, en la utilización de un medio
de transporte, en la actividad profesional, en toda orientación, en la percepción
del ambiente y en la conducta frente a él, actúa en nosotros una considerable
masa de pasado, sin que en cada caso particular realicemos un acto claramente
explícito de recordación.
Sería imposible
tener presente y abarcar en cada momento, en claras representaciones, el
conjunto de nuestro pasado anímico, de todo nuestro saber, de todas nuestras
experiencias, vivencias afectivas y valores a que hemos aspirado alguna vez. Es
manifiestamente una forma de economía el hecho de que nuestro vivenciar esté
organizado de tal modo que lo que hemos sentido, pensado, aprendido, querido y
experimentado desde nuestra primera infancia se hunda en una región profunda
del inconsciente y solo una parte mínima de nuestro pasado sea consciente, esto
es, se halle presente en las representaciones del recuerdo .
Para
concluir que, no obstante, todo cuanto hemos hecho o nos ha sucedido incide eficazmente
en nuestra vida actual.
… y el futuro
Mas,
igual que Hernández, aunque con otra óptica, Lersch señala la importancia del
futuro en cada uno de los actos del ser humano. Se trata, también ahora, de una
realidad asequible al análisis fenomenológico y, por consiguiente, a cualquiera
que reflexione sobre el despliegue de su existencia:
Al igual que el
pasado, el futuro, por su parte, está contenido en la actualidad de la vivencia.
Todo presente vivido es anticipación del futuro. Esto es cierto en la medida en
que cada momento de la vida anímica está entretejido por la dinámica y la
temática de la tendencia que se dirigen hacia la realización de un estado
todavía no existente y que constituye una constante en la dirección y
configuración de la vida. Así, pues, la vivencia presente implica siempre un
preludio, una búsqueda anticipada
En
el ámbito filosófico, han concedido especial importancia a esta dimensión
estrictamente humana muchos y grandes autores, también contemporáneos, casi
todos ellos tras las huellas de Heidegger. Señalemos, entre los más cercanos, a
Marías, que caracteriza al hombre como un ser futurizo, y a Polo, una de
cuyas propuestas de fondo consiste en futurizar el presente.
También
los psiquiatras han tematizado el carácter intrínsecamente temporal del varón y
la mujer. Pero con matices diversos, hasta llegar a la estricta contraposición.
Y así,
Freud y sus seguidores, dotan de especial relieve al pasado, sobre todo en las
primerísimas etapas. Un pasado conservado en el subconsciente, que determinaría
buena parte de las actuaciones y, más que nada, de los conflictos y los traumas
del sujeto, que de este modo acabaría por no ser responsable de sus actos.
2. Por el contrario, la
logoterapia se desentiende de ese pasado remoto, e intenta que la
persona responda a las solicitaciones del presente y del futuro desde la
parte más sana de sí misma —el espíritu—, poniendo en juego los resortes de su
libertad.
Elementos que
la conforman
En efecto, como
exponen intensamente las palabras del poeta, habría al menos que apuntar que en
el despliegue de una personalidad se entrecruzan:
1. El punto de partida: la genética, que
podríamos calificar como condiciones físico-psíquicas iniciales o temperamento.
2. La educación, en su acepción más amplia.
3. Y, sobre todo, el sinfín de decisiones
personales y, por tanto, libres que ese individuo va adoptando con el pasar del
tiempo, a medida que crece y se despliega.
Son muchos los
ejemplos que ponen de manifiesto, por un lado, que la peculiar constitución
psico-física de un individuo insinúa ya por sí misma un sentido o dirección
para su posterior desarrollo.
Pero que, tanto
o más que esas condiciones de partida, interviene en su éxito o fracaso futuro
la educación y los demás influjos recibidos, sobre todo en sus primeros años de
vida.
Y que, con
relativa independencia de lo anterior, el factor determinantemente determinante
es justo la libertad personal, que debe tener en cuenta la situación en que se
encuentra, con todos los elementos de relieve, pero que casi siempre resulta
capaz de superar condiciones incluso muy precarias, en ocasiones haciendo un
uso estratégico también de los propios déficits.
Además de lo que
nos enseña lo mejor de la neurología contemporánea (pienso, entre otros, en los
magníficos estudios de Sacks) y también lo más excelente de la psiquiatría
(ahora me vienen a la memoria, entre muchos, los ensayos de Frankl, de Lukas y
de Cardona Pescador), lo que llamamos conversiones o rectificaciones radicales
de toda una vida, constituyen pruebas palpables del alcance de la libertad
humana.
Aunque matizaríamos
algún extremo, transcribimos, como estupendo resumen de lo visto, otras
palabras de Frankl:
Hay determinismo
dentro de la dimensión psicológica y hay libertad dentro de la dimensión
noética [o espiritual], la cual se definiría como la dimensión de los fenómenos
específicamente humanos. [...] Por tanto, la libertad es uno de los fenómenos
humanos. Pero también es un fenómeno demasiado humano. La libertad humana es
libertad finita. El ser humano no está libre de condiciones, sino que solo es
libre de adoptar una actitud frente a ellas. Pero estas no lo determinan
inequívocamente, porque, al fin y al cabo, le corresponde a él determinar si
sucumbe o no a las condiciones, si se somete o no a ellas. Es decir, hay un
campo de acción en el que el ser humano puede elevarse sobre sí mismo y levantar
el vuelo hacia la dimensión humana por excelencia
Y añadimos estas
de Lukas, que en parte completan las precedentes:
La logoterapia
ha dado la vuelta a la antigua pregunta determinista de cómo se establecen de
antemano los actos y sentimientos de una persona, y ha preguntado de dónde
viene ese resto de indeterminación que no debe eliminarse y que persiste
incluso en situaciones de necesidad y enfermedad. Y su respuesta es que
proviene de la dimensión noética. Gracias a ella, el ser humano es capaz de
obstinarse frente a su destino, distanciarse de su estado interno, ofrecer
resistencia a sus circunstancias externas o aceptar heroicamente sus límites.
En el plano psíquico no existe realmente tal libertad: nadie puede elegir su
estado anímico. Los miedos, la ira y los sentimientos instintivos no se pueden
destituir; los condicionamientos no se pueden anular; no podemos escabullirnos
de las formaciones sociales preestablecidas ni levantar las barreras de las
aptitudes. Quien reduce lo espiritual a lo psíquico, como hace el pandeterminismo,
despoja al ser humano (al menos teóricamente) de su propia responsabilidad y lo
abandona a su destino
Una peculiar
estructuración
En cualquier
caso, la múltiple interacción de elementos sucintamente presentados va
generando a lo largo de cada biografía:
1. El desarrollo y la configuración cada
vez más concreta de todos los componentes de la persona, en los distintos
ámbitos que la integran.
1.1. Ámbitos ya conocidos y que, expresados
con el menor número de palabras, podrían reducirse al biofísico, al psíquico y
al propiamente espiritual.
1.2. Y componentes que, limitados también a
los principales y aislándolos de forma un tanto artificial, podrían
ejemplificarse apelando a la inteligencia y la voluntad, en los dominios del
espíritu; a la cogitativa, la imaginación, la memoria, el sensorio común, los
sentidos externos, los apetitos correspondientes, y algunos otros, en la esfera
de la psique; el aparato digestivo, el neuro-motor, el circulatorio, el muscular…
y tantos más, en lo que atañe al organismo.
1.3. Pero interesa señalar, antes que nada,
que todos ellos se individualizan y diversifican más y más con el paso de los
años: la imaginación o fantasía y la memoria de cada persona va adquiriendo
rasgos peculiares y distintos de los de cualquier otra, como también su entendimiento,
su musculatura, su resistencia al esfuerzo físico, la capacidad de digerir unos
u otros alimentos y un larguísimo, casi infinito, etcétera.
El resultado es
ya una diferenciación fundamental, que todavía se torna más única e irrepetible
en función de:
2. La mayor o menor integración de esos
distintos factores y, muy en particular por lo que a la afectividad se refiere,
del complejísimo conjunto de las tendencias intelectuales y sensibles, tocadas
también de formas muy diversas por el conocimiento.
3. El predominio más o menos marcado de
alguna de esas esferas y, de nuevo sobre todo, de una u otra tendencia en
concreto.
Desde esta
perspectiva, y solo por ejemplificar un tanto, encontramos personas que
atienden de manera prioritaria al desarrollo corporal, sin cuidarse apenas del
despliegue del entendimiento o de la voluntad; o viceversa, que centran todas
sus energías en el estudio y la reflexión, olvidando o dejando muy en segundo
lugar el ejercicio físico, el cuidado de la salud, etc.; que realizan proyectos
más o menos fantásticos, sin tener en cuenta las reales posibilidades de
llevarlos a cabo; que buscan de forma casi obsesiva el éxito profesional o
económico, abandonando sin apenas advertirlo su vida de familia y las
relaciones con sus amigos…
O, en el extremo
más noble, varones o mujeres que integran con bastante tino los distintos
ámbitos en que se desenvuelve su existencia, dando a cada uno la importancia
que merece. De modo que, sin desatender su salud, ocupan buena parte de su
jornada con un trabajo hecho a conciencia, en torno o junto al cual cultivan
también sus amistades, y saben dedicar el tiempo necesario a su familia, al
trato con Dios, etc.
Pues bien, según
el distinto desarrollo e integración de los elementos constitutivos de una
personalidad, esta resultará más o menos estructurada o disfuncional.
Y un
desarrollo variable
Sea como fuere,
en directa relación con nuestro tema, interesa de nuevo recordar que en ese
hacerse a sí mismo del ser humano, y en el producto que en cada momento o etapa
va arrojando como saldo, resultan fundamentales y decisivos:
1. Por un lado y quizá como lo más
concluyente, el crecimiento mayor o menor, y más o menos adecuado, del
entendimiento y de la voluntad; o, si preferimos expresarlo con un solo
término, el progreso de la propia libertad, cuyos fundamentos son espirituales
o anorgánicos, según la terminología de Pithod y otros.
2. Como consecuencia de ese desarrollo, pero
también de la atención que se preste a este aspecto en particular, la capacidad
de ordenar y moderar los apetitos sensibles:
2.1. Es decir, de atemperarlos, haciéndolos
crecer o, cuando sea el caso, frenando sus exigencias, si estas se tornan
desorbitadas.
2.2. Y, en fin de cuentas, intentando que
tales tendencias contribuyan al bien íntegro del hombre, conocido por un
entendimiento bien aparejado y querido por una voluntad buena, en el mejor
sentido de este vocablo, que diría Machado.
3. De donde se infiere la necesidad de que
esa inteligencia correctamente constituida dedique una particular atención al
conocimiento de lo que el ser humano en general y cada cual en concreto debe
llegar a ser y a la diferencia que existe con lo que de hecho es…
con objeto de ir disminuyendo las distancias entre lo segundo y lo primero.
En semejante
contexto, nunca podrá exagerarse hasta qué extremo el desarrollo coherente y
armónico de cualquier persona humana resulta dañado por la ignorancia y, más en
particular, por la inexperiencia o la desatención a las cuestiones de más
relieve sobre el hombre mismo: su naturaleza, el sentido de la libertad, del
amor, de la sexualidad… ¡y de la afectividad!
Un
desconocimiento, por desgracia, muy extendido en nuestra civilización, que ha incrementado
prodigiosamente el dominio sobre los medios —lo que hoy llamamos técnica o,
incorrectamente, tecnología: tratado sobre la técnica—, en buena parte a costa
de desatender los fines que el propio hombre encuentra inscritos, si los busca,
en lo más íntimo de su ser.
Y, dentro de
esta esfera, goza de particular relieve el descubrir e instaurar vitalmente un
correcto equilibrio entre las propias posibilidades de crecimiento y las
expectativas que orientan nuestra vida y el conjunto de nuestras actividades:
teniendo en cuenta, como enseguida apuntaremos, la fuerte incidencia de un
entorno desmesuradamente competitivo, que incita muy a menudo a desear e
intentar conseguir objetos o/y objetivos innecesarios o claramente fuera del
propio alcance.
Se trata de una
cuestión de singular relevancia en la educación de los hijos, que se sienten
continuamente impulsados a compararse con los demás y calibrar las respectivas
posesiones y las de sus padres.
Por eso, según
la formación que se les transmita y la jerarquía de valores que se propicie en
ellos, podrán sentirse frustrados por no disponer de las ventajas materiales
que los otros ostentan o, al contrario, apreciar aquello de lo que ellos gozan
—un elevado número de hermanos, por poner un único ejemplo, en el seno de una
familia numerosa—… aun a costa de no disfrutar de comodidades ordinarias en
hogares con solo uno o dos hijos.
Pero no importa
menos, como ya sugería al hablar del futuro, descubrir y apropiarse de grandes
ideales para la propia existencia. Anhelos y aspiraciones que no solo son compatibles
con la conciencia de la propia fragilidad, sino que en cierto modo derivan de
ella, por cuanto por fuerza van acompañados de la conciencia expresa de que,
para alcanzarlos, cualquier ser humano requiere siempre de la ayuda de otras
personas: de los amigos, en el sentido más amplio y hondo de este término, y,
en el caso de los creyentes, del auxilio de un Dios que todo lo puede, en la
medida en que se le permite intervenir en la propia vida.
Magnanimidad:
grandes ideales
Aunque
probablemente volvamos sobre este punto, conviene dejar ya constancia del
alcance primordial de lo que se acaba de sugerir: los grandes y magnánimos
propósitos, más cuanto más los hemos interiorizado y universalizado, configuran
el conjunto de nuestro obrar y cada uno de nuestros actos; pero, además y sobre
todo, en ellos y con ellos, tales metas van confiriendo el temple definitivo al
conjunto de nuestro ser, incluida la afectividad.
Con palabras de
Wadell:
Nos hacemos
personas de una clase u otra a través de nuestras intenciones, ya que ellas no
solo dan forma a nuestras acciones, sino también a nuestras personas. Estamos
marcados por las intenciones, por aquello que continuamente estamos deseando.
[…] La intención de un acto le da una cualidad especial, lo identifica, pero,
cuando actuamos, la cualidad que identifica al acto se convierte en un rasgo
que se atribuye a nuestro yo; la intención que da forma al acto también da
forma a la persona que actúa, las dos cosas están íntimamente conectadas.
Aunque esto pueda parecer exagerado, es lo que explica por qué nos convertimos
en lo que hacemos
Más de una vez
hemos explicado que el sentido más hondo del término responsabilidad
camina por estas veredas: sin poder evitarlo, todo nuestro ser responde
a las acciones que vamos realizando.
Por eso, quien
reitera los actos de generosidad, se está haciendo generoso; quien se esfuerza
por sonreír, incluso en los momentos de cansancio o aridez, se convierte en una
persona cordial y afable; quien, por el contrario, acostumbra a responder con
acritud, se torna un malhumorado, etc.
Y esto se
cumple de una manera muy particular y honda con las magnas actitudes de fondo,
capaces de orientar toda una vida.
Desde el punto
de vista psíquico, la cuestión se advierte también por contraste, considerando
lo que sucede a quienes carecen de metas que den sentido a su caminar por este
mundo. Holmer lo resume así:
… se avecina una
tragedia cuando una persona no aprende lo que toda persona finalmente debe
aprender: unos deseos poderosos y persistentes. Al contrario de los animales
cuyos deseos son innatos y por naturaleza, las personas tienen que invertir
tiempo en descubrir qué son sus propios deseos. Y si uno no desea lo que es
esencial y necesario —por ejemplo, ser moral, ser inteligente e informado más
que ser estúpido, o, incluso estar sano más que estar enfermo— entonces, le
falta gran parte de lo que es una persona […].
Ciertamente se
encuentra muy apurada la persona que a la edad de cincuenta o sesenta años
tiene que decir: “Yo nunca supe lo que quería”. Porque ese estado describe una
vida sin sentido y sin significado, ya que no saber lo que quieres te deja sin
dirección, sin rumbo
En resumen, las
intenciones, fines, propósitos o ideales que guían los distintos comportamientos
de un individuo son también un factor de enorme importancia en la estructuración
de su personalidad.
VI. Educación
y afectividad
Como es patente,
los elementos del subtítulo recién enunciado no son ajenos a los que hasta
ahora se ha venido apuntando. Por eso, antes de desarrollar este apartado, nos
gustaría hacer un par de puntualizaciones, no por obvias, y ya dichas, menos
necesitadas de un recordatorio.
Insistiremos,
en primer término:
1. En que ninguno de los factores antes
referidos es estable, inmutable, unidireccional ni mecánico, sino que se halla
profundamente embebido de espíritu y libertad.
2. Y que, por tanto, en condiciones normales,
la libertad constituye la causa última y más radical del desarrollo y/o de las
contrahechuras que introduzcamos en nuestro ser.
Ya advertimos
que la dotación genética, aunque sea la que es, imposible de mudar, no determina,
en la acepción más fuerte de esta expresión, el posterior desarrollo de un
individuo.
En conexión
con toda la persona y todo su entorno
Asentado lo
cual, importa dejar claro que existe un entrecruzarse y un influjo mutuo de los
elementos en cuestión. Una interacción recíproca que lleva a que en cada instante
de nuestra historia, en las grandes decisiones y en las menudas, se parta de un
estado concreto y único, en el que los sentimientos y el tono vital revisten
gran interés, pues a veces su influjo es de hecho —contra lo que la propia
naturaleza del hombre en cierto modo reclama— muy superior a los del
entendimiento y la voluntad.
Y, como veremos,
importa mucho —¡todo!— aprender a sacar partido a ese estado en
particular, sin añoranzas ni utopías sobre lo que uno hubiera podido ser, que
no suelen pasar de simples escapatorias semiconscientes y condenan a menudo a
la inacción.
Para comprender
esa interacción, conviene insistir en algunos extremos:
1. Antes que nada, y con plena conciencia de
estar repitiéndonos —en parte para contrarrestar la insistencia carente de
argumentos con que se afirma lo contrario—, que la dotación genética y el
desarrollo biológico de cada individuo no determinan ninguno de los
resultados, al menos en lo que afecta al carácter, al tono de la
afectividad y a su mayor o menor peso en la existencia, al triunfo o fracaso
conyugal, en el trabajo, en la vida social…, aunque influyan, e incluso
notablemente, en todos ellos.
1.1. Que esto es así, porque la educación
familiar y la escolar, mutuamente imbricadas, inciden con enorme vigor sobre
los elementos biológicos y temperamentales y los modifican, pero, a la par, se
apoyan por fuerza en ellos.
1.2. Que, como fruto de ese interactuar
múltiple, se va produciendo una sedimentación biográfica no siempre consciente,
que compone la plataforma de base a partir de la que cada cual obra, y en la
que algunas experiencias o sucesos, sobre todo de la infancia, resultan más
definitivos que otros, sin más concesiones al psicoanálisis de las que hay que
hacerle, que a menudo implican matices y correcciones.
2. Asimismo, interesa ahora señalar que
tampoco cabe atribuir la responsabilidad de nuestros actos al influjo de la cultura
ambiental o de la educación no institucionalizada, aunque tales influencias
resulten cada vez mayores en el mundo de hoy.
2.1. Y nos referimos a factores espacialmente
inmediatos, como las costumbres que se observan en la vida cotidiana del propio
entorno.
2.2. Y a los geográficamente más lejanos,
como el modo de vida de otros países, incluso muy apartados, que marcan incluso
con más vigor las pautas de comportamiento, sobre todo a determinadas edades.
Los dos tipos de
estímulos se cuelan hoy en cualquier hogar, si es que no se los invita a
que entren y se acomoden, sobre todo a través de los media y de las
modernas tecnologías unidas a la informática.
Al
respecto, considero oportuno recordar algo que hemos desarrollado por extenso
en otros lugares.
Precisamente
en virtud de lo señalado, es menester incrementar activa y conscientemente, con
el vigor y el tesón necesarios, el temple y los contenidos de nuestra vida
familiar.
¿Por
qué? Porque el peso del ambiente en cada uno de los hogares —en el propio matrimonio
y, de manera derivada, en los hijos— resulta inversamente proporcional al que
ejerza la propia familia, y muy en particular los padres: sobre todo, el padre,
que fácilmente pone entre paréntesis la relevancia de su presencia ante los
hijos y se desentiende de esa tarea.
La consecuencia
no podría ser más clara: cada uno de nosotros hemos de procurar llenar de
ideales, valores, actividades, entretenimientos y, en definitiva, de amor, la
propia familia y el propio hogar. No solo ni especialmente en lo que atañe a
los hijos, sino, de manera muy particular, al respectivo cónyuge. Pues, como
enseña la experiencia, si no se mima día a día la relación con el esposo o
esposa, se están poniendo todos los medios para que el matrimonio desemboque en
un rotundo fracaso y arrastre en su caída al resto de la familia.
2.3. Por otra parte, de acuerdo con lo que
apuntamos, al hablar del ambiente o cultura, se apela también a la dimensión
temporal, al modo de vivir actual y pretérito: pues el conocimiento de la
Historia, lo mismo que el de otros lugares o costumbres, puede muy bien
corregir los déficits o resaltar por contraste los logros del momento presente.
Y todo esto
influye en el comportamiento de las personas pero nunca lo determina. Es uno de
los asuntos en los que más insiste Lukas, incluso en los casos, aparentemente
desesperados, de neurosis.
Otra vez la
libertad
Bosquejado lo
anterior, y antes de proseguir, reiteramos conscientes, por enésima vez, el
principio maestro o la convicción clave. A saber, que: por encima de los
factores indicados hasta ahora —la dotación biológica, por un lado, y el
influjo educativo-cultural, en el opuesto—, lo determinante para el despliegue
afectivo sigue siendo el desarrollo y el ejercicio del entendimiento y la
voluntad, es decir, de la libertad.
De nuevo el
binomio Frankl-Lukas permite perfilar la cuestión:
Los extremos
crean sus propias limitaciones. El determinismo que ha dominado el pensamiento
psicológico por más de medio siglo, está siendo cuestionado. El más importante
entre aquellos que cuestionan, está el psiquiatra vienés Víktor E. Frankl, que
va más allá de la psicología profunda y del conductismo. Él considera la
dimensión del espíritu humano, más allá de todas las interacciones psicofísicas
y psicológicas. El espíritu humano, por definición, es la dimensión de la
libertad humana y, por lo tanto, no está sujeto a leyes deterministas.
Libertad es una
palabra a menudo mal empleada. Para evitar malas interpretaciones, Frankl no
habla de libertad de algo, especialmente no de condiciones (nadie está libre de
sus condiciones físicas o psicológicas), sino de libertad para algo, una
actitud libremente tomada hacia estas condiciones. Él refuerza la actitud de “a
pesar de”, nuestra elección de respuesta al destino.
Aquí se da una
base para consolar y ayudar a la gente, sin importar cuán inescapable sea el
sufrimiento. Solo venciendo el determinismo es posible consolar; esto se hace
al reconocer la dimensión del espíritu humano
VII. La
voluntad-inteligente, clave de todo el entramado
El peculiar
«modo de ser» de cada persona
Resumiendo lo
visto bajo un prisma un tanto diverso, cabría sostener que los elementos
aludidos en los párrafos que preceden van cristalizando o se posan a modo de
hábitos y costumbres, de distinto alcance y profundidad y estabilidad, dando
como resultado personalidades que se inclinan hacia algunos de los polos del
tipo: pesimista u optimista, confiado o suspicaz, superficial o profundo,
autónomo o influenciable, soso o bullanguero, sociable o huraño…
Para lo que nos
atañe, este modo de ser facilita o dificulta las acciones concretas y el manejo
de los estados anímicos y de los sentimientos momentáneos, de tanto alcance
para la vida vivida y para la comprensión de la persona humana.
A. Sus
componentes… desde otra perspectiva
¿Cuáles son los
integrantes básicos de ese peculiarísimo modo de ser? Como complemento a lo ya
expuesto, cabría afirmar que, para cada individuo, todos ellos cristalizan en
la existencia de:
1. Una constelación de bienes,
extremadamente diversos y de muy distinta densidad, a los que cada cual es más
sensible, en virtud del desarrollo y configuración singulares de las
respectivas tendencias.
Como ya vimos,
precisamente en cuanto se refieren a cada sujeto particular y ejercen mayor o
menor influjo en él, tales bienes suelen llamarse valores.
Y también quedó
apuntado el papel sin igual que en cualquier existencia humana desempeñan la
presencia o ausencia de esos ideales y la calidad de los mismos.
2. Una mayor o menor capacidad de responder
a esos bienes concretos, con exclusión de otros y de hacerlo o no de un modo
pertinente.
Dentro de este
contexto, suele hablarse de más o menos coherencia de vida, de unidad o
disociación entre teoría y práctica, de fuerza de voluntad o carencia de ella…
Por otra parte,
y parece lógico, no se trata de un organismo estable, sino de algo que va
variando justo en virtud de que se responda o no a los múltiples valores y de
la mayor o menor flexibilidad para hacerlo: en este sentido, los caracteres se
disponen en una amplia gama que va desde el perfeccionismo hasta, en el extremo
contrario, la cara dura, el fingimiento sistemático o el cinismo.
3. Una manera propia y más o menos
pronunciada de vibrar o no con todo ello: la distinción con el rasgo que
precede resulta más clara en el supuesto de dos personas que sí
responden a «la llamada del deber», pero una de ellas lo hace «fría y racionalmente»,
y la otra poniendo en juego todas las fibras que la constituyen.
Encontramos en
esta línea personas más racionales, cuyo punto de referencia es la bondad
objetiva de los hechos y situaciones, y que, por lo mismo, suelen tener un
comportamiento más estable y predecible.
Y otras, más
sentimentales o afectivas —y, con frecuencia, más intuitivas—, en las que la
primacía compete más bien a la resonancia de los valores en su intimidad;
personas más dependientes, por eso, del modo como se encuentran en cada
instante y, por lo mismo, a menudo, más inconstantes o lábiles.
Este modo de
ser, muy relacionado con lo que llamamos personalidad, se manifiesta en la
orientación general de la vida de cada individuo y presenta múltiples
variantes.
Podemos hablar,
entonces, de personas más sensibles a los bienes espirituales o a los
materiales, hasta el punto de ignorar o no advertir los primeros o, más
raramente, los segundos; más pendientes del propio yo o del bien ajeno, cosa
bastante unida a la anterior; que atienden más al estado de ánimo o a la acción
en sí o llamada del deber; a la belleza y el arte o a lo pragmático y
utilitario; a lo propia y hondamente humano, como la valía interior, en la más
amplia acepción de estos vocablos, o a lo accesorio, pasajero y superficial,
entre los que se cuentan los caracteres meramente físicos, las posesiones, el
éxito o fracaso, el prestigio…
Concluyendo, la peculiar
afectividad de cada persona depende del conjunto de bienes que más influyen en
ella, de la capacidad de responder a tales valores y de la mayor o menor
vibración con que lo haga.
B. Pero
siempre modificables
Sea como fuere,
tan o más importante que una buena descripción de los componentes de tal modo
de ser, así como de su imbricación mutua, es recordar que:
1. Todo
ello es educable, al menos dentro de ciertos límites, ¡y hay que educarlo en
nosotros mismos y en quienes se encuentran a nuestro alrededor!
2. Como resultado de esa educación y como
respuesta a la dotación genética —esto es, a la compenetración de ambas—,
pueden darse casos extremos de hiper-desarrollo de la sensibilidad-sentimiento,
y también de atrofia de la capacidad de sentir, temporal o cuasi definitiva: lo
observamos en muchos criminales, en lo que sabemos de los campos de
concentración, en cierto modo de ejercer el propio trabajo y, y si no se andan
con cuidado, en bastantes profesionales de la salud y de otros ámbitos.
De acuerdo con
lo que ocurre habitualmente, tampoco aquí existe una manera de ser preferible de
forma absoluta, sino que cada cual lleva consigo sus ventajas y sus inconvenientes:
por ejemplo, las personas más frías suelen conservar la calma suficiente para
resolver problemas complicados, allí donde los más sentimentales ven ofuscada
su razón, pero estos últimos se implican normalmente más en los asuntos, por lo
que en ocasiones son más tenaces, además de arrastrar y prestar apoyo emotivo a
quienes lo necesitan…
3. En cualquier caso, y teniendo en cuenta
el contexto en que se sitúa este escrito, reiteramos con plena conciencia que en la formación del modo de ser de
cualquier persona presenta una importancia decisiva la educación, sobre todo la
de los primeros años, y, más todavía, la educación de la libertad, fruto en
gran medida del uso de la libertad misma que se educa.
En consecuencia,
poniendo medios concretos, hemos de huir positivamente tanto del
sentimentalismo como de la frialdad, muchas veces provocados-transmitidos por
los padres y las madres.
Pero, más
importante, a la hora de encarar la propia educación o la de quienes conviven
con nosotros, es empeñar todos los recursos disponibles para impedir que
nuestras respectivas vidas giren en torno al diminuto y a la par casi infinito
ego de cada cual; o, lo que viene a ser lo mismo, habremos de luchar para abrir
constantemente la voluntad propia y la de quienes nos rodean a la búsqueda del
bien de los otros, comenzando —de nuevo, en el caso de las familias y en
relación con los hijos— por el de sus propios hermanos, que es terreno real
donde durante muchos años pueden ejercitarse y, tantas veces, lo que marca la
diferencia de por vida entre las distintas personas.
Precisamente en
ese pasar de la preponderancia indiscriminada del yo al imperio de la realidad
se juega la madurez de la persona:
El proceso de
madurez humana se realiza a través de una serie de resoluciones de conflictos,
utilizando mecanismos psicológicos particulares, y llegando a una sustitución
paulatina del principio de placer, de poder, de autorrealización egocéntrica
por el principio del conocimiento y adecuación de vida (pensamientos y actos)
a la realidad objetiva. A la madurez corresponde, entre otras cualidades, una
elevación del nivel de tolerancia del dolor, del sufrimiento, de las
contrariedades
El principio
del fin
Como hemos repetido, lo que
llevamos entre manos es algo enormemente complejo, imposible de captar en toda
su variedad y riqueza, menos aún con una sola mirada: en fin de cuentas, el
entero desarrollo biográfico de la persona humana, aunque desde la perspectiva
prioritaria de la naturaleza y el manejo de su afectividad.
A. ¿«Jugamos»
a la vida?
Por eso, para
exorcizar en parte el sentimiento de indefensión e ineptitud, propondremos un
símil si no muy apropiado, al menos fácil de entender.
A saber, cualquiera
de los juegos de naipes con que bastantes de nosotros hemos ocupado los ratos
de ocio en determinadas etapas de nuestra existencia.
Igual que sucede
en esos entretenimientos, desde el principio de la vida y a lo largo de ella,
cada ser humano dispone de un conjunto de bazas con las que enfrentarse al desenvolvimiento
de su persona.
Se trata de
elementos no inmutables, sino que se van desplegando o atrofiando, y varían,
para bien o para mal, dentro de ciertos límites y según el uso que hagamos de
ellos.
O, con frase más
sintética, cabe comparar la vida con un juego de naipes, en el que contamos con
cartas más o menos buenas y con la posibilidad de aprender a utilizar cada vez
mejor unas y otras.
B. Con
nuestras mejores bazas
No obstante,
existe una ley clave,
análoga a la de los llamados juegos de-azar-e-inteligencia.
Podría resumirse
así: el mejor modo de ser, para cada individuo particular y en cada momento, es
justamente ese que en realidad posee.
Como en tantos
otros casos, la pretensión de ser de otra forma, la espera hasta que se
alcancen ciertas habilidades, los sueños con lo que uno lograría hacer si
tuviera otro temperamento o lo rodearan circunstancias distintas… constituyen
uno de los mayores lastres para el desarrollo real y equilibrado de la propia
personalidad, que, justo por ser la única existente, resulta siempre la
mejor. Porque, con el refrán popular, o «se ara con esos bueyes o
simplemente no se ara».
Volviendo al
símil esbozado, la clave consiste,
en cada instante, en:
1. Esforzarnos por utilizar aquello con lo
que contamos del mejor modo posible.
2. Aprender a hacerlo sin comparaciones ni
estériles nostalgias.
3. Y poner todos los medios a nuestro
alcance para que ese patrimonio crezca y mejore.
En referencia a
tal desarrollo, bien se trate de la vida humana considerada en su conjunto,
bien en particular al de la realidad que nos ocupa —los sentimientos—, existe
una capacidad que marca la diferencia, determinando el tono global y el éxito o
el fracaso de toda nuestra vida.
C. A saber:
la libertad
Esa
capacidad surge o se instaura, principalmente, en la confluencia de dos
facultades —la inteligencia y la voluntad— y asume en cierto modo el resto de
nuestra persona. Para designarla no existe otro término más adecuado que el de libertad,
ya tantas veces empleado.
Por
lo mismo, resulta pertinente citar aquí a Tomás de Aquino, cuando afirma:
Existen potencias que
reúnen en sí la virtud [o el poder] de varias potencias [o facultades], y tal
es el caso del libre albedrío, como queda patente al considerar su acto. Pues
elegir, que es su acto propio, lleva consigo tanto el discernir como el desear:
en efecto, elegir equivale a preferir una cosa respecto a otra. Pero estas dos
acciones no pueden llevarse a término sin el poder de la voluntad y de la
razón. De donde se sigue que el libre albedrío reúne el poder de la voluntad y
de la razón, y que por ello se denomina facultad [o potencia] de una y otra
En la búsqueda
de la facultad cimera del ser humano hay, pues, que examinar la libertad: la
potencia de las potencias sumas, el poder de nuestros poderes superiores. Y por
el mismo motivo, el influjo de la voluntad es decisivo en el desarrollo de una
afectividad madura.
En efecto, como
explica Leonardo Polo, lo que distingue una afectividad sana y positiva de un
sentimentalismo dañino y entorpecedor, no es sino el influjo y el imperio de la
inteligencia y la voluntad: de una inteligencia con capacidad de mando y de una
voluntad que sabe discernir
·- ·-·-······-·
Tomás Melendo y José Carlos Rodríguez Navarro
Sarró , Ramón, Estudios preliminares a Lersch , Philip, La estructura de la
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Pithod, Abelardo, El alma y su cuerpo, Grupo Editor
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Incluso en
el caso de gemelos univitelinos, los primerísimos pasos del desarrollo
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pueda mantenerse con pleno rigor lo que acabo de sostener.
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