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Amor conyugal y contracepción
por
Tomás Melendo Granados
Este artículo analiza las conexiones entre felicidad, amor y contracepción, por un lado, y entre la continencia periódica y el posible crecimiento del amor conyugal, por otro; además de poner de manifiesto la abismal diferencia antropológica que separa el uso de contraceptivos y la auténtica y justificada Planificación familiar natural.
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1. Amor y felicidad en el matrimonio
a)
A vueltas con la moral
Por desgracia, el difundido uso de
contraceptivos en nuestra sociedad suele no despertar ya ninguna extrañeza. Lo
que sí sigue produciendo asombro —o, al menos, en mí lo genera— es la afirmación,
nada infrecuente, de personas que reconocen que la ingesta de tales fármacos
«está mal» desde el punto de vista ético, pero aseguran a continuación que eso
«no les importa en absoluto».
Más que desconcierto ante el hecho mismo, lo que maravilla es la ignorancia que
parecen poner de manifiesto quienes así opinan.
Ignorancia… ¿de qué? Casi diría que de
todo o, al menos, de lo más fundamental: de lo que es la vida humana, de
nuestro destino último, del bien y del mal, de ellas mismas.
Solo se es capaz de medio comprender
semejante actitud si se atiende a un planteamiento erróneo, pero muy
generalizado en buena parte de la cultura occidental.
Se trata de esa perspectiva que reduce
toda la ética cristiana a las dos afirmaciones siguientes: si te portas bien
durante esta vida, recibirás —¡después!— un premio imperecedero; si te conduces
mal en este mundo, obtendrás —¡también después!— un castigo eterno.
Vistas así las cosas, con esta mirada un
tanto empobrecida, se acierta a comprender que quienes se niegan a concebir más
hijos pudiendo sin embargo recibirlos, razonen implícitamente: «Prefiero la
felicidad presente, producida por la ausencia de “cargas” que los hijos
llevan consigo, a una existencia desdichada y repleta de preocupaciones; y
esto, aun a costa de ese castigo futuro, que, precisamente por su
carácter venidero, ahora mismo apenas si me afecta».
¡Tremendo error de cálculo!, cabría decir
con una mente un tanto más lúcida, por más generosa. Pero error de cálculo —simple
error de cálculo, al fin y al cabo—, si se admite ese modo de entender la
ética… y la antropología y la metafísica.
Evidentemente, la moral cristiana es algo
muy distinto. Reducida también a su expresión fundamental, que comparte con la
moral natural más genuina, vendría a sostener lo que sigue:
+ si obras mal te estás haciendo,
ya en el mismo instante en que actúas, malo;
+ si, por el contrario, te comportas como
debes, te vas tornando, también desde ese mismo momento, bueno.
Se trataría, como
sostiene Carlos Cardona, de hacer ver a la gente, comenzando por nosotros
mismos, «…el porqué de la bondad o de la maldad ética de un acto determinado.
Hacerle comprender que la ética es objetiva y no arbitraria. Ayudarle a que
entienda no ya lo que le pasará después, al final, sino lo que le está pasando
ya, cuando hace el bien o cuando hace el mal. El hombre bueno, que hace el
bien, se está haciendo más bueno cuando hace el bien: va adquiriendo hábitos,
capacidades, virtualidad, se está convirtiendo en un hombre íntegro, en una
auténtica “buena persona” (en el buen sentido de la palabra, diría Machado).
Más allá del premio y
del castigo —temporal o eterno— hay que hablar del bien y del mal, como bueno o
malo en sí mismo».
El que tal modo de expresarse resulte muy poco significativo para casi la
generalidad de nuestros conciudadanos, revela hasta qué punto una especie de
subjetivismo hedonista y pragmático, con su elevada proporción de relativismo,
ha hecho presa en la mente de quienes nos rodean.
Traduzcamos, pues, nuestras afirmaciones
con palabras un tanto más adecuadas a la mentalidad moderna:
+ al obrar bien «te realizas» como
persona, creces en humanidad, te conviertes en un hombre más íntegro;
+ al actuar contra la ley moral, por el
contrario, introduces una contrahechura en lo más íntimo de tu ser, te
destruyes como persona, te des-haces.
Supongamos que todo esto, todavía, resulte irrelevante. Habría que intentar
entonces una nueva versión, capaz de «decirle algo» al hombre de hoy, tan
obsesivamente preocupado por el bienestar y el placer:
+ solo si obras bien te perfeccionas, y
solo si te transformas en una persona mejor podrás ser feliz;
+ y a la inversa: el varón y la mujer que
se deshacen a sí mismos, caminan derechamente, ya en esta vida y a bastante
buen paso, hacia la infelicidad.
¿Se entiende ahora por qué afirmaba que
solo la ignorancia puede conducir a alguien a sostener que el estar obrando
mal no le importa en absoluto? ¡Tremenda inconsciencia superficial! Porque
esa situación degradada y degradante lleva por fuerza consigo la desventura; y
nadie dotado de un mínimo de sinceridad podría asegurar que le importa poco o
nada el ser dichoso: todos deseamos ardientemente, de manera natural,
inevitable y constitutiva, encontrar la felicidad.
Solo que, como tantos otros hoy día,
quienes razonan así en referencia con los anticonceptivos desconocen en buena
medida los «mecanismos» que les permitirían ser felices; y, mientras creen
poner los medios para alcanzar la dicha en esta vida, se encaminan
derechamente, a causa de esos mismos instrumentos —el uso de contraceptivos,
entre otros—, hacia la infelicidad más segura.
¿Resulta lícito —¡y humano!— que me quede
indiferente ante semejante situación?
b)
La felicidad conyugal
Pero ¿por qué me atrevo a sostener, tan
tajantemente, que el empleo de anticonceptivos conduce tarde o temprano —y, en
ocasiones, más bien temprano— a la desventura? Por una razón muy sencilla, a la
par que profunda y definitiva:
Porque la utilización de esos métodos
atenta indefectiblemente contra el amor; y solo el amor engendra, como
resultado no perseguido, la felicidad.
Se trata de algo que ya sabemos y que
solo exige ahora un pequeño recordatorio. Lógicamente, al hablar de
«mecanismos» de la felicidad empleo una expresión figurada y, en cierto
sentido, casi contradictoria: no hay, propiamente, «mecanismos» que aseguren la dicha. Esta es consecuencia de una «vida lograda», de una existencia plenamente humana,
íntegra.
Con todo, sí que existen unas a modo de
«leyes» que determinan la consecución de la felicidad.
Podrían reducirse a dos: una negativa y
otra positiva.
+ La primera sostiene que la felicidad
nunca se logrará cuando se camine explícita y directamente en pos de
ella, que la felicidad solo se consigue cuando no se la persigue.
Lo vimos en su momento: nunca
conquistaremos la dicha definitiva si hacemos de su logro el objetivo inmediato
y directo de nuestros esfuerzos. La felicidad-dicha es siempre un corolario,
algo añadido que se nos otorga como «premio» y, en ese sentido, incluye siempre
cierta razón de «regalo», de dádiva gratuita.
+ Pero premio o regalo, ¿de qué? La
contestación constituiría la segunda «ley» de la felicidad: retribución de una
existencia plenamente humana, de una «vida lograda», en la que uno se cumple
como persona. Y esa plenitud se alcanza a través del amor: solo esforzándose
en amar cada vez más y mejor construye el hombre una biografía que lo va colmando
como persona.
Para mostrarlo, y dando por sabidas otras
razones, propongo acudir ahora a la experiencia ordinaria, observando de nuevo
con Cardona: «Si se le pregunta a una persona —de cualquier clase o condición,
cultivada o no— qué entiende por un hombre bueno, nos responderá sin titubear:
un hombre bueno es el que hace el bien, o por lo menos lo desea, lo procura y
si puede lo hace. Y si insistimos: pero el que hace el bien a quién, ¿a sí
mismo o a los demás?, la respuesta será siempre: a los demás; porque el que
solo desea, procura y se hace el bien a sí mismo, será “listo” [«listillo»,
diría yo], pero no propiamente bueno. Seguimos preguntando: ¿y quién es el
hombre malo? Nos responderán: el que desea, procura y si puede hace el mal. ¿A
quién? A los demás; porque el que se hace el mal a sí mismo, es “tonto”, más
que malo».
Estoy seguro de que al lector le quedará
la suficiente dosis de perspicacia y de sentido común para advertir que la
expresión «hombre bueno» es la manera más directa, profunda y eficaz de
denominar lo que, con términos menos sencillos y realistas, calificamos como
persona cabal o cumplida, persona «autorrealizada», persona perfecta.
La conclusión también nos suena: esencial
y radicalmente no hemos de querer ser felices o dichosos, sino buenos; y es así
como además, como una sorprendente consecuencia, nos advendrá la dicha y la
ventura.
Invertir las relaciones, en un intento
desaforado de asegurar el propio bienestar, sería «pasarse de listo» y abocarse
ineludiblemente a la más cruel de las desventuras. Porque la felicidad es
siempre la consecuencia —¡no buscada!— de la propia perfección, de la
propia bondad. Y para ser buenos, hay que olvidarse de uno mismo, incluso de la
propia perfección, y querer y procurar el bien de los demás.
Para ser buenos, perfectos, hay que
aprender a amar.
Únicamente entonces, cuando la desestimemos plenamente, nos sobrevendrá, como
un regalo, como un don inesperado, la felicidad. El amor, solo el amor, engendra la dicha.
Un nuevo paso, antes de entrar directamente en nuestro tema. Se trata de algo casi
obvio; de acoger la verdad de la ecuación que ahora propongo, y que representa
la clave de estos últimos escritos:
«El amor es a la felicidad lo que el amor
conyugal es a la felicidad conyugal. Así como el amor hondo, genuino, es
condición ineludible —¡y suficiente!— para engendrar la dicha en cualquiera de
las circunstancias en que transcurre la existencia humana, un verdadero y
profundo afecto entre los esposos es la causa radical —y de nuevo suficiente—
para generar la felicidad en ese ámbito tan trascendental de la vida que constituye
el matrimonio».
Si aceptamos estas afirmaciones, solo
queda mostrar que el uso de contraceptivos se opone a la radicación y al
desarrollo de un auténtico amor entre los cónyuges, y que, en consecuencia,
perturba —o incluso elimina— su felicidad.
Lo que puede resumirse contestando a este
interrogante: ¿por qué las acciones anticonceptivas lesionan forzosamente
el afecto que media entre marido y mujer?
2. Contracepción, «odio» a la vida y amor
conyugal
a)
La autoridad y los hechos
Voces muy autorizadas han puesto de
relieve en estos últimos tiempos que el uso de contraceptivos constituye, de
por sí, un atentado contra el amor.
Personalmente, oí hablar de este asunto
por primera vez a un hombre muy de Dios y, por lo mismo, profundo conocedor del
corazón y el amor humanos; solía emplear una expresión cargada de fuertes
resonancias: «cegar las fuentes de la vida».
Evidentemente, no se trataba de una mera
opinión aislada. Recogía el sentir común del Magisterio católico de todos los
tiempos, particularmente explícito —por la especial magnitud que presenta al
problema— en el momento presente.
Como botón de muestra, sirvan dos
testimonios de excepción: Pablo VI y Juan Pablo II.
Toda la Encíclica Humanae vitae apunta a subrayar el estrechísimo vínculo que liga el
uso ordenado de la sexualidad al engrandecimiento del amor entre los esposos.
Así lo expresa uno de los textos más citados del Documento, el que alude a «…
la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no debe romper por
iniciativa propia, entre los dos significados del acto conyugal: el significado
unitivo y el significado procreador».
Bastaría recordar, por una parte, que el
efecto más propio del amor auténtico es la unión profunda entre quienes se
quieren; y, por otra, que el uso de anticonceptivos elimina la posible
procreación, donde la fusión (en el hijo) alcanzaría su cenit… para advertir
hasta qué punto el empleo de contraceptivos, por impedir la auténtica y completa
compenetración personal, se opone también al desarrollo del amor entre los esposos.
Lo afirma categóricamente Juan Pablo II,
en una frase que, aunque dura, no dudo en calificar de lapidaria: «La
contracepción contradice la verdad del amor conyugal».
Pero si he aducido argumentos de autoridad, era simplemente para dejar constancia
de lo que, al respecto, sostiene la Iglesia católica. No es esa mi función,
pero lo he considerado conveniente.
Tampoco es propiamente «lo mío» el
aportar datos y estadísticas. Pero asimismo estimo oportuno proporcionarlos…
remontándonos a aquellos tiempos en que eran significativos, porque el uso de
contraceptivos no estaba tan difundido como hoy, y podían observarse mejor las
diferencias entre quienes los utilizaban y quienes no.
El núcleo de la comprobación
«experimental» cabe encontrarlo en Relato de una madre, de Victoria
Gillick:
«A lo largo de los últimos años —escribe
la autora—, en el tiempo en que más y más parejas han estado usando continuamente
la contracepción, el número de divorcios ha crecido como la espuma».
Más adelante, recuerda las palabras de
Pablo VI, «… cuando advertía que el fácil control de los nacimientos fomentaría
la infidelidad matrimonial, el indiferentismo de los hombres y su agresividad
sexual».
Y agrega: «… nos guste o no, ahí está el
hecho de que la “infidelidad matrimonial” y “la conducta irracional” son los
dos motivos citados con más frecuencia en las causas de divorcio en estos años.
En 1986, por ejemplo, casi la mitad de los divorcios fueron concedidos por el
primer motivo, con 27.000 maridos adúlteros y 19.000 mujeres adúlteras;
mientras que la otra mitad de los divorcios fueron concedidos a 57.000 esposas
a causa del comportamiento irracional de los maridos»
«¿No es muy posible —prosigue— que haya
alguna relación directa o indirecta entre la contracepción continua y el
derrumbamiento del matrimonio? »Después de todo, se ha observado un aumento
rápido de los conflictos matrimoniales en todos aquellos sitios donde se ha
introducido la contracepción a gran escala, aun en los países en los que el
divorcio no está legalizado. En un libro excelente y lleno de detalles, publicado
en 1985 y titulado La píldora amarga, La Doctora Ellen Grant señala que un estudio de 1974 del Real Colegio de Médicos Generales había
encontrado ya que el divorcio era dos veces más frecuentes entre las
usuarias de la píldora».
+ Como es lógico, Gillick advierte que el
espectacular aumento de divorcios en las últimas décadas responde también a
causas distintas de la contracepción: una generalizada disminución del
«sentido» de la lealtad, una legislación más permisiva respecto a la disolución
del vínculo, el descrédito de la institución matrimonial o, incluso, la misma
mentalidad consumista, que tiende a desechar «lo usado».
Todo ello es evidente. Pero en absoluto
disminuye la fuerza de las correlaciones que acabo de consignar, y que podrían
resumirse así: a mayor uso de medios anticonceptivos, automático incremento de
conflictos, infidelidades, violencia y separaciones.
Se trata de hechos, verificables y
compulsados. Esto es lo que ha ocurrido, en Occidente, con la difusión
de las prácticas anticonceptivas.
¿Tenía necesariamente que suceder?
b)
Contra la vida personal
La gravedad de las costumbres
contraceptivas, su inevitable incidencia sobre el amor y la felicidad
conyugales, comienzan a ponerse de manifiesto al advertir que esas prácticas
llevan consigo un cierto odio o —si se prefiere, pues, en fin de
cuentas, viene a ser lo mismo— un rechazo más o menos consciente
de la vida.
Se trata, qué duda cabe, de expresiones
fuertes y dolorosas, que lo son más todavía porque la costumbre casi
generalizada lleva consigo el que la mayoría de las personas no cuestionen el
asunto… y a veces ignoren en qué consiste, incluso fisiológicamente, la
contracepción.
Por eso pido un tanto de calma y
serenidad, sabiendo que no pongo en juego la rectitud moral de nadie, sino que
más bien me ocupa el intento de ayudarles a ser más felices.
Amor y «odio», por tanto (entendiendo el segundo término en el sentido
no-sentimental ni afectivo, sino voluntario, que más tarde explicaré).
+ En su momento hablé del amor como
re-creación, como aprobación o confirmación del ser de lo amado. Y expliqué que
el sentir de la persona realmente enamorada podría resumirse en expresiones
como: «es maravilloso que existas»; «yo quiero, de manera incondicional y
ardentísima, que existas para siempre»; «me entusiasma, me llena por completo,
el que hayas sido creado o creada».
+ Desde tal perspectiva, amar es querer
que otra persona penetre o permanezca en el ser; desear, de la manera más
radical y eficaz posible, la vida. Por eso la apertura a los hijos —con
independencia de que vengan o no— constituye la máxima manifestación de amor conyugal.
¿Y la contracepción?
+ En su misma esencia, o al menos como un
añadido voluntariamente no evitado, la contracepción es odio, repudio,
oposición al vivir.
Quienes recurren a los métodos anticonceptivos,
y en cuanto recurren a ellos, lo hacen, justamente, para impedir que una nueva
persona —el hijo «no deseado»— venga a la existencia.
+ Es cierto que el ejercicio
anticonceptivo daña gravemente la nobleza de las relaciones sexuales de los
cónyuges. Y también que hoy día es por ahí por donde suele enfocarse el
problema, y con razón, puesto que materialmente se encuentra siempre ligado al
ejercicio de la sexualidad.
(Solo muy raramente, aunque estimo que
con propiedad, puede hablarse de anticoncepción o mentalidad anticonceptiva —o
incluso abortiva— cuando no media una relación sexual entre varón y mujer:
sería, por ejemplo, el caso de los gobiernos que obligan a matar a los hijos de
sexo femenino. Lo normal, por el contrario, es que los contraceptivos sean
utilizados por personas fértiles que han tenido o desean tener trato íntimo
capaz de dar origen a una nueva vida… pero rechazan ese «efecto»: el hijo).
En cualquier caso, nada de esto elimina,
al menos desde mi punto de vista, que la ilicitud de la anticoncepción derive
también —y en cierto modo prioritariamente, aunque no en la
intención expresa de quienes se unen de esta manera— de su oposición a la vida.
En este sentido, y aunque choque con
nuestros oídos culturalmente modernos, al menos desde el siglo XIII, la
tradición católica ha establecido una estricta semejanza entre la
contracepción, en cualquiera de sus modos, y el homicidio, la eliminación
intencionada de un inocente.
Lo cual se ve con nitidez en los
procedimientos «anticonceptivos» que, en realidad, llevan consigo el aborto… y
que cada día son más numerosos, aunque con frecuencia sus usuarios lo
desconozcan.
En ellos, la voluntad anti-vida propia de
la contracepción se convierte en exterminio de una persona ya existente: su
gravedad objetiva, por tanto, con independencia de las intenciones y de
la imputabilidad real a quienes lo practican, es la misma que la del
homicidio voluntario y premeditado.
¿Y en el uso de los medios contraceptivos
que previenen y evitan el surgimiento de un nuevo ser?
Distingamos.
+ También ahora, el aborrecimiento de la
vida que configura o se une intrínsecamente a la contracepción resulta
equiparable —¡no igual!— a la eliminación de un individuo adulto; quienes
actúan contraceptivamente pretenden que no exista esa persona
a la que podrían dar origen con sus relaciones íntimas; y, desde este punto de
vista, la contracepción «preventiva» sigue siendo comparable —¡nunca idéntica!—
al homicidio voluntario.
+ Pero, en efecto, el recurso a los
contraceptivos de este tipo no suprime una vida ya existente, sino que
impide la instauración de una nueva; desde esta perspectiva, la situación del
homicida es diferente a la de quienes practican la contracepción; aunque
también da la impresión de que esa diversidad no basta para eliminar la
gravísima ilicitud de los métodos anticonceptivos; y, sobre todo, que no es
suficiente para desproveerlos de su negativa incidencia sobre el amor entre los
cónyuges, que es el aspecto que ahora nos ocupa.
· Para apreciar este último extremo, centremos de nuevo nuestra atención en la sublimidad
de la persona humana: un ser destinado a introducirse, por los siglos de los
siglos, en la íntima efusión amorosa que constituye intrínsecamente a la propia Trinidad: «alguien delante de Dios y para siempre», por apelar a la feliz fórmula, ya
conocida, que acuñara Cardona tras las huellas de Kierkegaard.
Y recordemos:
+ A ese «amigo potencial de Dios» le
damos origen poniendo en juego, con un acto capaz de unir íntimamente a dos
personas, los resortes de nuestra sexualidad.
+ Es esa vida
—participación natural de la Vida eterna del Absoluto, otorgada desde el
preciso instante de la concepción para perdurar con sus características
singulares y concretas durante toda la eternidad— la que se origina en la unión
conyugal fecunda.
+ Y es esa misma vida
—concreta, individual y eterna: no una mera posibilidad abstracta— la que
negamos al actuar contraceptivamente.
Puede que las prácticas contraceptivas
disminuyeran si se reflexionara sobre cuanto acabo de sugerir. Porque, tal como
la estamos viendo, la contracepción no es solo odio a la vida, así en
general, sino rechazo de la existencia de un ser personal, de un
«interlocutor perenne del amor divino», que, si no entra en la existencia como
fruto de esa concreta unión… jamás podrá —¡él!— introducirse en ella. De ahí,
obviamente, su ilicitud.
Y de ahí su necesaria incidencia sobre el
amor de los esposos. Recordemos una vez más las palabras con las que Pieper
caracterizaba el amor como corroboración en el ser, como aprobación del vivir.
¿Será posible que el amor conyugal, afirmación de la existencia,
arraigue y se desarrolle junto a una decidida actitud «anti-amorosa», de
repudio del ser y de la vida?
Podrá objetarse que el destinatario del
amor y el del supuesto odio no son la misma persona; que a quienes los esposos
aman es al otro cónyuge, mientras que el destinatario de su presunto odio es la
posible persona del hijo.
Respondo en dos momentos.
1)
Antes que nada, me resulta difícil admitir que disposiciones
tan radicalmente contrapuestas —la del amor y la del odio— convivan
pacíficamente en una misma voluntad, sin que la primera quede «contaminada» por
la segunda.
Sería poner entre paréntesis una verdad
metafísica, reiteradamente comprobada y de una innegable trascendencia
práctica: la de la compacta unidad de la persona humana, a la que ya dedicamos
algo de nuestra atención en este mismo escrito, y que hemos desarrollado
ampliamente en nuestros trabajos de antropología.
2) Pero es que, además, al examinar el asunto con un punto de
hondura, se advierte que tampoco es cierto que los destinatarios de los dos
movimientos opuestos de la voluntad sean en rigor personas tan
distintas.
Tras cuanto llevamos visto, no es difícil
comprender que, cuando no se quiere al futuro hijo, se rechaza también, en
cierto modo, a la persona del cónyuge… y a la propia persona: si no de forma
absoluta, al menos de manera parcial, pero eficaz.
¿Cómo advertirlo?
c)
Suicidio y homicidio «limitados»
Considerando de nuevo, de forma sucinta,
la naturaleza del amor. Explicaba en su momento que cabe «desplegar» el amor en
tres elementos constitutivos: 1) la confirmación en el ser de la persona
querida; 2) la búsqueda de su plenitud; y 3) la propia entrega.
Quien ama no solo desea que el objeto de
sus amores viva, sino que pretende, en el mejor sentido de la expresión, que
«viva bien», que alcance la perfección; y se pone por entero al servicio del
ser querido para que conquiste ese acabamiento terminal. La inaugural
aprobación no basta: no hay verdadero amor si no se busca eficazmente la
plenitud de la persona querida mediante la entrega del propio ser.
El amor conyugal no constituye una
excepción a estas reglas. También en él la búsqueda del bien para el amado se
articula en los tres pasos indisolubles de confirmación del ser querido, ansias
de que logre su perfección y donación amorosa de la propia realidad, incluido
el cuerpo y su capacidad procreadora.
Con lo que empieza a intuirse hasta qué
punto, cuando se obra contraceptivamente, se lesiona el mutuo amor, al eliminar
el bien más específico de la comunidad conyugal: el hijo.
Porque ¿acaso no es la persona del hijo
el más radical valor que podemos desear para nuestro cónyuge?; ¿no es un nuevo
ser personal el bien de mayor calibre que podemos ofrendar a otra persona y,
por decirlo así, ofrecer para su propio perfeccionamiento a nuestro mismo ser?
Pues la contracepción niega,
drásticamente, esa múltiple posibilidad de progreso.
Rechaza de modo parcial el propio ser, en
cuanto este tiende a la plenitud, así como el ser del cónyuge. Y, desde este
punto de vista, hablando un tanto figuradamente con el fin de dar más fuerza a
las expresiones, comete un «homicidio» y un «suicidio», aunque incompletos.
En un trabajo conjunto, Grisez, Boyle,
Finnis y May lo expresan con claridad, aunque tal vez también con demasiada
crudeza y un leve tinte de metáfora; al ejercer la contracepción —afirman—, los
esposos incurren, de común acuerdo, en la grave falta del «… suicidio limitado:
deciden eliminar su propia vida, en el momento en que están a punto de
transmitirla, cuando una nueva vida podría surgir».
Odio cuasi homicida hacia el hijo, odio
cuasi homicida hacia el cónyuge, odio cuasi suicida hacia sí mismo. ¿Se
entiende ahora por qué la contracepción tiene que dañar ineludiblemente
el amor entre los esposos? ¿O acaso pueden coexistir, en convivencia pacífica,
el amor y el odio?
Llegados a este extremo, estimo preciso volver a dejar claro que, con las
presentes afirmaciones, no he pretendido herir los sentimientos de quienes, por
una causa u otra, practican la contracepción. Pero ahora puedo aportar ciertas razones esclarecedoras.
+ Nada de lo que he dicho se sitúa en el
nivel de la afectividad.
- Lo que está en juego, es un conjunto de
verdades dirigidas a la inteligencia, y que pueden ser aceptadas o
rechazadas también por influjo de la voluntad.
- Y, en concreto, al hablar de amor y
odio, es a la voluntad a la que directa y exclusivamente estoy apelando, ya que
solo los actos voluntarios, libres, son significativos éticamente: solo ellos
determinan el bien o el mal.
No se trata siquiera de sugerir que
quienes practican la contracepción estén desprovistos de motivos para no desear
la venida al mundo de un nuevo hijo. Tampoco pretendo que semejantes razones
carezcan de peso específico y se reduzcan simplemente a la comodidad, el
egoísmo o la búsqueda del bienestar. Igualmente, no supongo en absoluto que, si
las circunstancias cambiaran, la prole seguiría sin ser gozosamente acogida. Y,
sobre todo, lejos de mí dar por supuesta una especie de inquina emocional,
de sentimiento agresivo, contra el hijo no deseado.
Las presentes reflexiones se dirigen a la inteligencia. Por tanto, utilizan las palabras en su acepción más propia. Y, en su
significado más estrictamente humano, amor es, en su esencia, el movimiento de
la voluntad que quiere el bien para otro, y odio es, en su sustancia más
íntima, el impulso contrario —¡también de la voluntad!— que lleva a
querer su mal. Y como el bien fundamental es el ser, sin el que ningún otro
bien resulta posible, amar es corroborar en el ser, y odiar, en sentido
estricto, es excluir de la existencia a la persona no grata: con la voluntad y
con los hechos… pero no necesariamente con la afectividad.
Amor y odio no están por fuerza relacionados con los sentimientos, y a veces
incluso se contraponen a ellos.
+ Con relativa o total independencia de
lo que sintamos, el amor y el odio, como actos de la voluntad, se
manifiestan primordialmente en intenciones, decisiones y acción.
- Y como los esposos contraceptivos deciden
impedir la instauración en el ser de la posible prole,
- y como la impiden de hecho
mediante el ejercicio activo de los distintos procedimientos de contracepción,
- lo que los mueve es, en correcto castellano,
odio a la nueva vida…
- incompatible con un auténtico amor conyugal.
+ Todo ello, al margen de sus sentimientos.
3. Amor contra-ceptivo, amor
contra-dictorio
a)
Las relaciones contraceptivas
Al disponerme a embocar este nuevo tramo,
quisiera recordar algo bastante sabido: para que el ejercicio de la
sexualidad dentro del matrimonio favorezca el amor conyugal resulta
imprescindible que el trato corporal íntimo sea, a su vez, expresión de un
amor hondo, personal y genuino.
Por el contrario, la mera relación
sexual, desligada de toda actitud profundamente amorosa, no solo no incrementa
el amor entre los interesados, sino que puede incluso llegar a hacer imposible
el mismo ejercicio acabado del sexo.
Un ejemplo sencillo podría quizás
esclarecer el asunto. En la misma medida en que incorpora a su ámbito pequeñas
ramas y hojarasca, un fuego incrementa su vigor y su potencia íntima, se afirma
en su propia condición de llama, se conserva y acrecienta.
Pero con una condición: que las
realidades introducidas en su radio operativo sean efectivamente combustibles,
de modo que la naturaleza de la lumbre pueda «expresarse» —si se me permite la
metáfora— haciendo presa en ellas y conformándolas a su estructura ígnea.
En caso contrario, si la fogata no logra
asumir realmente esos materiales —por ser radicalmente incombustibles, pongo
por caso—, e informarlos con su propia esencia, la acumulación de substancias
producirá el efecto contrario: hará languidecer el fuego original, hasta llegar
a extinguirlo.
En resumen: para que reviertan en una
mejora del amor espiritual y afectivo y en la felicidad de los cónyuges, las
relaciones matrimoniales tienen que ser exteriorización auténtica de un
amor auténtico.
¿Cuándo cumplen con esta condición?
La mejor antropología de todos los
tiempos enseña insistentemente que la mera satisfacción del impulso sexual no
constituye, por sí misma, factor de perfeccionamiento de la persona humana: ni
fuera… ¡ni dentro del matrimonio!
Ciertamente, una unión conyugal realizada
en conformidad con la naturaleza, llevada a conclusión, y no desprovista
voluntariamente de su virtualidad procreadora, resulta lícita. También cuando
el móvil subjetivo fuera la simple satisfacción del deseo, siempre
que no elimine positivamente los otros elementos.
Pero la pura legitimidad de una acción no
asegura, ni mucho menos, su vigor perfectivo. No todo lo lícito es
antropológicamente bueno, perfeccionador.
Las relaciones íntimas serán buenas en
la misma medida en que se «integren» en el matrimonio —que es el ámbito
donde resultan legítimas y perfectivas—, sirviendo a sus fines radicales.
Por tanto, en cuanto favorezcan la
recíproca fidelidad amorosa, se abran a la recepción de los hijos y manifiesten
y realicen la comunión mutua.
Pero ¿cómo podemos saber, en la vida
diaria, que determinada unión física expresa efectivamente el amor personal de
los esposos?
Recordando que el tercer momento
constitutivo del amor, el que resume en sí y otorga su perfección definitiva a
los anteriores, es la entrega: el obsequio del ser, de la persona… completos.
De acuerdo con lo explica Brancatisano, «… el amor, en todas sus
expresiones y especialmente en la sexual, consiste en caminar hacia el otro, es
una relación. Como en toda relación, se produce un intercambio que, en este
caso, es excepcional porque consiste en la entrega total y sin
condiciones de sí mismo que uno hace al otro. Aunque no es una regla
escrita, tal vez es la más clara de cuantas presiden la organización de este
mundo. Nadie está obligado a respetarla si no es por voluntad propia. Nadie es
capaz de querer para sí mismo un amor que no sea así: único y total. Fuera de
este contexto la expresión sexual no puede ser amor, aunque nos hagamos la ilusión
de que lo es. Es otra cosa: búsqueda, debilidad, error, deporte, apuesta, desafío.
En todo caso, turbación en vez de realización de uno mismo».
Pero entrega es donación, dádiva. En
consecuencia, el trato corporal no resultará perfectivo mientras no exprese y
lleva a cabo, a través de la entrega corporal, la donación de la persona
toda. Ahora bien, la condición de posibilidad de la donación es el
autodominio: nadie puede dar lo que en efecto no tiene.
+ En este sentido, lo que hace viable el
amor personal entre los hombres, elevándolos infinitamente por encima de los
animales, es, en primer lugar, la posesión del propio ser, que reciben de Dios
en propiedad privada, inalienable e inamisible; y, después, el efectivo control
que ejerzan sobre su voluntad, afectos, pasiones, apetitos…
+ Paralelamente, el requisito ineludible
para que el trato corporal constituya en verdad una dádiva es la eficaz
hegemonía sobre el impulso sexual, sobre el deseo.
- Y la mejor prueba de que ese imperio se
ejerce es la demostrada capacidad de abstenerse de mantener relaciones
cuando exista una razón suficiente para no tenerlas.
- Como también, y a veces en la misma
magnitud, el acceder gustoso a la unión física, si se advierte que el cónyuge
lo necesita, por más que nuestra inclinación instintiva resulte en esos
momentos leve o inexistente.
El verdadero obsequio supone libertad, y la libertad implica autodominio.
+ Cuanto más se afinque en la libre
voluntad amorosa el motivo que lleva a mantener relaciones conyugales, y cuanto
más se eleven esas razones por encima de la mera necesidad de dar
cumplimiento al impulso, mejor encarnará nuestra unión la condición de dádiva
obsequiosa y gratuita en que cristaliza el amor.
+ Por el contrario, en la proporción en
que más dependa de la simple satisfacción del instinto, más se acercará a un
«arrebatarse mutuo», recíprocamente consentido, que a la positiva donación
libre y voluntaria de lo que, porque se posee en plenitud, puede seria y
realmente entregarse al otro.
b)
Integración y desintegración en el trato íntimo
Pero con esto quedan señalados los
requisitos que hacen del trato corporal una efectiva entrega.
· Nos falta analizar las condiciones que convierten la donación del cuerpo en
expresión de la dádiva personal, de toda nuestra persona.
+ Para ello es imprescindible que no se
rompa, en la práctica, la unidad (en el ser) del cuerpo y el alma que
constituyen a la persona humana, y en cuya consideración antes nos detuvimos.
+ Pues, en efecto, solo si se mantiene la
estrecha ensambladura de espíritu y materia propia del sujeto humano, podrán
las relaciones físicas manifestar a la persona toda, en la que real y
vitalmente se hallan instaladas.
+ En este sentido, la noción clave de
todo el asunto es la de integración. Y lo que más se opone a ella es, de
nuevo, la búsqueda desamorada del placer.
· Distintos autores recuerdan cómo los efectos de la desintegración se ponen claramente
de manifiesto en la satisfacción solitaria del impulso sexual, conocida
normalmente como masturbación.
+ Cuando alguien se masturba, al
concentrar todo su interés en la satisfacción del estímulo sexual, acaba casi
por transformarse en un puro «centro sensorio-emocional» (sin voluntad ni
inteligencia): en «algo» capaz de experimentar el estímulo del sexo y el
deleite que se produce al aplacarlo.
+ En consecuencia, y con mayor intensidad
conforme la excitación es más vehemente, las dimensiones estricta y propiamente
personales —la inteligencia que razona y la voluntad que ama— resultan
excluidas de la actividad autogratificante, excepto en la medida en que se
ponen al servicio de esa misma satisfacción.
+ El cuerpo, por su parte, se convierte
en algo extrínseco, en un «objeto» o «instrumento» para eliminar la excitación
y sustituirla por el deleite.
En tales circunstancias, la persona humana se fracciona, se des-integra: queda
rota la unidad del cuerpo, sensibilidad, emociones, inteligencia y voluntad,
que la constituye íntimamente.
Y eso es lo que, desde el punto de vista antropológico, explica la ilicitud
moral de semejante tipo de actividades: el hombre, la persona, se des-hace,
actúa contra sí mismo.
· ¿Y en las relaciones sexuales no solitarias? Si lo que las provoca es exclusivamente
la búsqueda de la satisfacción sexual, la des-integración personal de quienes en
ellas intervienen —o de uno solo, en su caso— presenta efectos devastadores. En
fin de cuentas, se torna imposible la donación personal en que, al cabo,
consiste el amor.
+ En efecto, esa dádiva se realiza
mediante el mutuo obsequio de los cuerpos, en la exacta medida en que
estos compendian o resumen a la persona toda: es decir, con la condición de que
entre el organismo físico y el alma, de la que dimana para el hombre su
dimensión estrictamente personal, no se introduzca ruptura alguna.
+ Pero la índole «instrumental» del
cuerpo de quien solo busca el placer lo «desliga» o «separa» del núcleo
constitutivo de la persona (una persona nunca puede transformarse en
instrumento… ni un instrumento-cosa gozar realmente de la condición personal).
- Y, entonces, más que como medio de
comunicación entre personas, los cuerpos de quienes se comprometen en una
actividad de estas características se configuran como impedimento, como barrera,
que torna inviable la común-unión personal.
- Quien persigue indiscriminadamente el
aplacamiento de su pulsión sexual, hace del propio cuerpo, y del que con él se
relaciona, un simple objeto, una herramienta de deleite, extraña a la propia
intimidad personal.
- En estas circunstancias, el organismo
resulta alienado, enajenado —se torna «ajeno»—, y bajo ningún
punto de vista puede servir como vehículo de la comunicación personal, ni como
medio expresivo de la donación amorosa.
¿Quiero sugerir con ello que la búsqueda
del disfrute es el único móvil que dirige las relaciones contraceptivas?
Evidentemente, no.
Pero tampoco me atrevería a negar que, en
ocasiones, la satisfacción del estímulo sexual se configure como efectivo motor
de la vida matrimonial de quienes actúan contraceptivamente.
Lo que sucede, de hecho, es que la
cuestión ni siquiera llega a plantearse de forma explícita. Hoy, recurrir a la
contracepción es a menudo una «costumbre» adquirida culturalmente y no
cuestionada.
Pero en el fondo de esa práctica late,
justificada normalmente bajo pretexto de «espontaneidad», la pretensión de no
«interferir» en el curso «normal» de las relaciones íntimas: lo que, traducido
a términos más reales, equivale a llevar a término la unión cuando se
experimente la necesidad «natural» —¿instintiva?— de hacerlo.
· Por eso, para comenzar a advertir la enorme diferencia antropológica y moral
que separa las prácticas contraceptivas de la regulación natural de la
fertilidad, cabría apelar, entre otros elementos quizá más determinantes, a los
siguientes: quienes, con grave causa, se ejercitan en la continencia periódica,
han de abstenerse inicialmente, durante un período de aproximadamente un mes,
de todo tipo de relaciones íntimas; y, después, durante bastantes días a lo
largo de cada ciclo, de realizar la cópula.
+ Con ello demuestran en la práctica, con
los hechos, que son capaces de doblegar el propio impulso instintivo cuando
existe un motivo suficiente para hacerlo; aseguran de esta suerte el
autodominio y, con él, la calidad de su entrega: incrementan la categoría de su
amor.
+ Por el contrario, quienes acuden a los
medios anticonceptivos quieren prescindir, precisamente, de la abstención. Y, al obrar de este modo, se privan de la posibilidad de ejercitar el propio
imperio sobre el instinto, y con ello, de aquilatar su querer: ya no hay propiamente
amor, porque, en rigor, no hay (dominio libre ni) entrega.
Resumiendo.
· Cuantos se acogen a los métodos contraceptivos —habiendo prescindido de la
motivación cardinal de los hijos, que frontalmente rechazan—, solo pueden
realizar la unión física por una de estas dos razones: satisfacer una pulsión
psicofísica o expresar su amor.
· Hemos visto cómo quienes lo hacen por calmar sus instintos ponen en peligro el
amor mutuo.
· ¿Qué decir a los que sinceramente justifican la contracepción como una necesidad
o como un medio para mantener, con las relaciones matrimoniales frecuentes, el
mutuo afecto?
· Algo muy sencillo y radical: que, considerado en sí mismo, con independencia de
las intenciones subjetivas, el trato corporal contraceptivo resulta inadecuado
e incapaz de exteriorizar el amor conyugal; en consecuencia, en lugar de
incrementarlo, lo lesiona gravemente, pudiendo llegar a hacerlo desaparecer.
Con el fin de mostrar esta última tesis,
conviene recordar en qué sentido los gestos corporales son manifestativos de la
interioridad corporal.
c)
El lenguaje corpóreo-personal de las relaciones matrimoniales
i) La corrupción de lo óptimo… es pésima
Hemos visto con detalle que la unión
corporal, cuando es auténtica, cuando está respaldada por un amor verdadero,
incrementa y acrisola el amor del que dimana.
Y también que ese mismo trato, privado
de su virtualidad natural, de la entrega real al otro o de la apertura
hacia la vida, lesiona de forma irreparable el amor entre los cónyuges.
Cuestión que puede explicarse, más o
menos, como sigue.
Precisamente porque, llevadas a término
en el respeto a su cualidad natural, las relaciones matrimoniales incrementan
notablemente el amor conyugal, justo porque constituyen un instrumento específico
y maravilloso para acrecentar la unión… cuando se elimina violentamente su
constitutiva rectitud se transforman, de elemento inigualable de
perfeccionamiento, en seguro factor de desorden y muerte.
Porque en sí mismas son excelentes,
cuando se las desvirtúa infligen un grave perjuicio: un beso, como herramienta
de traición, es el más letal de los engaños.
· Pues bien, por su misma estructura interna, las relaciones contraceptivas se
configuran como la falsificación radical del amor entre los cónyuges.
+ El gesto, aparentemente, es idéntico al
de las relaciones abiertas a la vida: hay el mismo contacto intimísimo de los
cuerpos.
+ Pero todo acaba ahí: los otros
dos elementos —de los tres a que aludía cuando estudiamos la maravilla de la
unión conyugal— se encuentran del todo ausentes: están adulterados.
*El espacio vital que se comparte ya no es vivo ni se halla en contacto con el
hontanar de la vida; son justo esas fuentes las que han sido cegadas.
*Y la posibilidad radical de comunión, la persona del hijo, síntesis viva de los
padres, se torna asimismo inviable.
No cabe una mayor falsificación, aunque
no se tenga conciencia ni culpa de ello. Y toda la fuerza expresiva de la unión
corpórea, todo su vigor de compenetración, se vuelve irreparablemente contra
quienes actúan de forma contraceptiva.
· La relación contra-ceptiva contra-dice de forma implacable el amor que pretende
manifestar.
ii) La gran contradicción
Cabría dar un paso más y preguntarse:
¿dónde radica realmente la contradicción?
+ Y la respuesta sería, más o menos: una
contradicción es tal porque afirma y niega, simultáneamente, la misma realidad.
+ Pues esto es lo propio del amor contraceptivo.
- En él se rechazan drásticamente los
tres elementos constitutivos del amor que subjetivamente y, a veces, con
sinceridad, pretenden confirmarse.
- Se afirman y niegan, de manera
simultánea, la corroboración mutua en el ser, los deseos de plenitud y la
entrega recíproca.
En efecto, ¿qué se dicen los esposos que utilizan tales métodos, en relación
con cada uno de estos tres integrantes del amor?
1) Respecto al primero, si pretenden en verdad amarse, no
pueden sino afirmar con el espíritu: «te quiero, estoy encantado de que
existas, acepto y confirmo tu persona íntegra» (en virtud de su
superlativa unidad, si no se acoge la persona íntegra… de ningún modo se
acepta a la persona);
- pero con el uso de su genitalidad, a
través de sus relaciones íntimas, niegan lo que en principio su espíritu
sostendría: «te quiero, sí, pero te quiero estéril; me entrego
enteramente a ti, con excepción de mi capacidad de engendrar».
2) En lo que afecta al segundo punto, sostienen: «deseo y
busco tu plenitud como persona, tu desarrollo perfectivo,
- pero no el engrandecimiento que en ti puedan
suponer la paternidad, la maternidad»;
+ «anhelo gozosamente que entres en mi
vida, para perfeccionarla…
- pero me reservo el derecho de mantener infecundas, de no desplegar,
las facultades que me llevarían a ser padre, o madre, de tus hijos».
3) Por fin, aseguran: «soy todo tuyo, eres toda mía,
- menos nuestra capacidad de generar, que debe permanecer en barbecho».
· ¿No son todas estas restricciones prueba palpable, puesto que se sitúan en un
plano casi físico, de la falsía real —no necesariamente advertida ni culpable—
de las relaciones contraceptivas?
· ¿No es evidente que, a pesar de todas las teóricas confesiones verbales de amor
—probablemente sinceras—, se rechaza de hecho una dimensión esencial de la persona
querida, una dimensión que constituye parte fundamental de su índole sexuada y,
por tanto de su mismo ser personal?
Se acoge teóricamente a la persona amada,
y se entrega uno a ella, repudiando al mismo tiempo algo fundamental e
imprescindible, una porción del propio ser personal.
· De amor, de entrega incondicionada, ni rastro: todo son distinciones,
salvedades.
Según recuerda Burke, «… en el verdadero
trato sexual-marital cada esposo renuncia a cualquier actitud de auto-posesión
defensiva, para poseer plenamente al otro y ser plenamente
poseído por el otro. Esta plenitud del auténtico don sexual y de la auténtica
posesión sexual se alcanza solamente en un acto conyugal abierto a la vida. Solo en el trato sexual procreativo los esposos se intercambian verdadero “conocimiento”
mutuo, realmente se hablan humana e inteligiblemente, realmente se revelan mutuamente
en la plenitud de su actualidad y potencialidad humanas. Cada uno ofrece, y
cada uno acepta, el pleno conocimiento conyugal del otro».
· La cuestión, que el uso generalizado puede hacer aparecer como inocua, reviste
tal gravedad que, según ha demostrado la psiquiatría contemporánea, incluso
puede dar origen a graves trastornos psíquicos.
En efecto, recuerda W. Poltawska que el
empleo de anticonceptivos provoca «siempre una situación ambivalente. Los
cónyuges desean unir sus cuerpos, pero, al mismo tiempo, no permiten la unión
de los gametos. Como consecuencia, surgen dos tendencias contrapuestas: una
“hacia sí mismo” y otra “contra sí mismo”; esto genera la inevitable tensión
psíquica que acompaña siempre a las situaciones contradictorias. Ahora bien,
los sentimientos contrapuestos engendran inquietud y, como resultado, pueden
conducir a la neurosis».
Con otras palabras:
+ Rechazando las leyes de la reproducción
personal, mientras pretenden conservar el amor,
- los esposos tienden a entregarse una
parte de sí mismos —el hijo, la propia fertilidad, la futura paternidad o
maternidad—
- que, al mismo tiempo y de una manera
más definitiva, no se quieren donar.
+ Esto produce una quiebra en la
identidad profunda de cualquier persona,
- y forzosamente ha de tener
repercusiones psíquicas,
además de minar el amor del que presunta
y sinceramente deriva, pero al que en realidad se opone.
De ahí que pueda afirmarse que el uso
contraceptivo del matrimonio mata, por la misma fuerza de las cosas, el
verdadero amor conyugal.
A lo que habría que añadir que, por este
radical motivo, resulta bien difícil e incluso imposible conquistar la plena
felicidad dentro del matrimonio… mientras se mantengan deliberadamente la
mentalidad y la práctica anticonceptivas.
Resume
una vez más Brancatisano: «En contra de lo que parece, el primer efecto de la
contracepción se produce en los sujetos de la acción contraceptiva —la pareja—
y no en su consecuencia —el hijo—; y esto, por el alejamiento que se genera
entre el varón y la mujer. Pues, desde el momento en que la donación carece de
una de las facultades más profundas y preciosas del ser humano —su capacidad de
procrear—, la unión sexual deja de ser signo y coronación de la entrega
completa y recíproca de ambos cónyuges. Con independencia del método
contraceptivo utilizado y de su acción física sobre el sujeto, su uso daña, en
cualquier caso, la integridad de la persona, y no solo en el plano físico, sino
con mucha mayor hondura en el psíquico y espiritual de la donación completa:
lastima el mutuo abandono y la confianza de uno en otro». ·- ·-· -······-·
Tomás Melendo Granados
***
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