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Doma y Castración: Galicia y los Reyes Católicos
por
César Olivera Serrano
La argumentación pseudohistórica del nacionalismo y la realidad factual
|
Doma y
castración: casi todo el mundo sabe que esta expresión se refiere a lo que pasó
en Galicia durante el reinado de los Reyes Católicos. Es un lema que resume la
quintaesencia de un trauma que conviene enterrar para siempre. Por lo que
parece, todo apunta a que Isabel y Fernando concibieron un plan sistemático
para someter a la nazón de Breogán . Se propusieron derrotar a los nobles gallegos
que habían apoyado la candidatura de Juana la Beltraneja ,
la verdadera heredera de la corona a la muerte de Enrique IV. Pero aquel
escarmiento fue en realidad la culminación de otros castigos anteriores que la
dinastía Trastámara infringió a Galicia por su
fidelidad a otras empresas nobles, como la del petrismo,
la causa legitimista que sobrevivió a duras penas al asesinato en 1369 de don
Pedro I el cruel. La cima del sometimiento fue la imposición del
castellano, pero antes fue preciso sustituir a las élites
dirigentes del país -básicamente la nobleza- por otras foráneas, al tiempo que
se instauraban algunas instituciones centralizadoras que, como la Santa Hermandad o la Real Audiencia,
quedaron encomendadas a fieles funcionarios que siempre procedían de Castilla.
Ni siquiera la Iglesia
se libró de aquella política autoritaria, habida cuenta de la cantidad de
obispos y clérigos no gallegos que desembarcaron en Galicia a partir de
aquellos años. La ejecución del mariscal Pardo de Cela vino a ser, de algún
modo, el símbolo de aquel trágico aplastamiento. En suma, los Reyes Católicos
fueron el comienzo de unos siglos oscuros -los de la Edad Moderna- que
sólo empezaron a despertar con los albores de la conciencia nacional en el
siglo XIX. Suso de Toro ha resumido todo esto en un
fragmento titulado Componiendo un espejo nuevo
«Y este
país derrotado en el siglo XV y al que se le amputó con determinación cualquier
clase dirigente ("doma y castración del Reino de Galicia", decretó
Isabel "La Católica"), conservó su frágil hilo de consciencia a
través de los siglos; ese valioso hilo de Ariadna de la memoria propició un
renacer explícito de conciencia nacional en el siglo XIX que llegó en mejores o
peores condiciones a hoy.»
«“Doma y
castración” son dos palabras que aquilatan un sentimiento muy profundo de
rechazo a los responsables directos de una tragedia colectiva. Hasta la misma
divisa de los reyes -el yugo y las flechas- parece una metáfora de una Galicia
subyugada y asaeteada. Además, ese símbolo trae a la mente otro régimen de
infausto recuerdo que se apropió de esos mismos emblemas, de modo que los Reyes
Católicos y Franco parecen haber defendido las mismas ideas y militado en el
mismo bando. Los paralelismos son bastante evidentes: Isabel y Fernando
subieron al poder de forma ilegítima tras expulsar del trono a la auténtica
reina, Juana la Beltraneja , mediante una guerra civil
(la de Sucesión) en la que fueron decisivas las tropas de la Hermandad. Franco
hizo algo muy parecido en el 36 cuando se sublevó militarmente contra la República.
Las
imágenes que la gente ha ido asociando a la “doma y castración” son de lo más
variado, aunque en la mayor parte de los casos se repite el esquema básico que
acabamos de esbozar. Podemos hacer la prueba tecleando la frase exacta en un
buen buscador de internet: en la pantalla aparecerán
varios cientos de páginas, blogs, chats, y entradas de todo tipo, donde la creatividad
de cada cual añade un toque personal al núcleo del mensaje. Así, por ejemplo,
algunos afirman con rotundidad que la nobleza gallega fue deportada o que sus
propiedades quedaron confiscadas a manos de los nuevos nobles castellanos que
llegaron de refresco en aquellas fechas. Otros prefieren concentrar la perfidia
de los reyes en la persona de Isabel, mal llamada católica; y los hay
que identifican la “doma y castración” con la esencia de lo castellano, sea
cual sea su época histórica, como bien lo demuestra la conquista de América.
Muchas de estas ideas han pasado a formar parte de la corrección política e
intelectual de la Galicia
actual.
Ningún
otro monarca medieval ha conocido tal acumulación de agravios. Algo tiene que
pasar con Isabel y Fernando como para que una inquina de tanta intensidad se
haya ensañado así con su memoria. La respuesta a tanta animadversión está en
que los Reyes Católicos se sitúan en el centro mismo de una interpretación de
la historia de Galicia entendida en clave de tragedia. Bajo la doma y
castración se esconde una frustración por lo que pudo ser y no fue, una Galicia
anhelada y nunca alcanzada, en la que personajes y acontecimientos adquieren
resonancias heroicas. La imagen maldita de aquellos reyes es algo así como la
clave de bóveda de toda una interpretación de lo galaico como sistema cósmico
completo en el que resplandecen las verdades de la historia gallega. Isabel y
Fernando provocaron una frustración colectiva en Galicia porque crearon un
estado que hacía inviable la aparición de otros estados distintos al modelo
unitario que ellos patrocinaban. Por consiguiente, si hoy se pretende retomar
el frustrado anhelo de fundar aquel estado gallego que nunca llegó a nacer, es
preciso desandar el camino andado y desmontar la obra y la memoria de los
culpables.
La
primera impresión que provoca esta interpretación es que estamos ante un claro
y evidente juicio condenatorio, con una nutrida presencia de conceptos morales
(castigo, culpa, redención) que exaltan o censuran personajes y sucesos. En
este punto sobresale la primera limitación seria que cualquier historiador
medianamente experimentado advierte ante semejante panorama, aunque tampoco
hace falta ser un especialista para darse cuenta de que las personas y los
hechos del pasado son algo más complejos que las interpretaciones maniqueas;
éstas son adecuadas, y no siempre, para el entretenimiento, como pasa con
algunos guiones de Hollywood, pero no sirven de mucho
para entender las enmarañadas complejidades de la Historia. La segunda
limitación, muy relacionada con la anterior, consiste en el carácter
excesivamente “literario” que se advierte en un panorama tan negro: los
personajes y sucesos de ese trágico mundo son rotundos, tallados a cincel, unos
en su bondad y otros en su perversidad, donde cada uno cumple con su papel en
consonancia con el argumento de una obra dramática.
El
origen de esta visión del pasado gallego entendido en clave de epopeya se
remonta a la Historia de Galicia que público Benito Vicetto entre 1865
y 1873. Hoy todo el mundo reconoce que su calidad científica deja bastante que
desear, pero aquel célebre historiador romántico supo crear un andamiaje que ha
sido capaz de sobrevivir al paso de las generaciones gracias a su belleza
épica. Todas las epopeyas tienen, en su hermosa rotundidad, una trama
esencialmente literaria; pero los problemas de credibilidad empiezan a emerger
cuando la epopeya aspira a ser una verdadera interpretación de la realidad
histórica, es decir, cuando se aportan argumentos históricos que pueden y deben
ser sometidos a la crítica del especialista. Si la “doma y castración” se
presenta a sí misma como verdad objetiva y no sólo simbólica de la historia de
Galicia, tiene que entrar necesariamente -y de hecho entra- en el campo de lo
demostrable, en ese terreno en el que cuentan las pruebas verificables y no los
recursos literarios. Y aquí es donde empiezan a aparecer los problemas. Lo que
hoy vamos conociendo gracias a la investigación más reciente no tiene mucho que
ver con lo que nos presenta ese drama.
Pero
vayamos por partes. El mejor camino para entender la cuestión consiste en ir a
los orígenes mismos del lema “doma y castración”. Su comienzo es relativamente
reciente, ya que se encuentra en un célebre discurso que pronunció Castelao en el año 1931 durante los debates constituyentes,
cuando dijo lo siguiente:
«Desde
que los llamados Reyes Católicos verificaron el hecho que Zurita llamó la doma
y castración del Reino de Galicia, la lengua gallega ha quedado prohibida
en la
Administración, en los Tribunales, en la enseñanza, y la Iglesia misma evitó que
nosotros, los gallegos, rezásemos en nuestra propia lengua.»
Castelao pronunció estas palabras para
defender el uso del gallego y no dudó en echar mano de la Historia para justificar
el acoso secular que había padecido su lengua materna. Para demostrar a los
restantes parlamentarios que esa injusticia no era un invento suyo, sino una
realidad constatada por los cronistas de la época, incluyó la cita de Jerónimo
Zurita en el núcleo mismo del alegato, a modo de prueba irrefutable. Unos años
más tarde, durante el exilio, desarrolló de forma más extensa sus ideas sobre
el significado profundo de aquella frase, tal y como puede verse en su obra Sempre en Galiza.
Pero
¿realmente utilizó Zurita la expresión doma y castración de Galicia?
Antes de buscar la frase exacta conviene repasar el contexto en el que vivió y
trabajó el cronista aragonés, que fue en su tiempo uno de los más afamados
historiadores del reinado de Felipe II. Nació en 1512 y murió en 1580, de modo
que no fue, en sentido estricto, contemporáneo de los Reyes Católicos, sino del
Emperador y sobre todo de su hijo. Cuando fue nombrado Cronista Mayor de Aragón
en 1566 ya llevaba tiempo enfrascado en la redacción de una monumental historia
de su tierra -los Anales de Aragón-, aunque se trata más bien de una
historia general de todos los reinos y coronas de la Edad Media hispana.
Aquel empeño le supuso treinta años de duro trabajo.
Zurita
se fijó sobre todo en los hechos políticos más notables de cada reino, de modo
que su relato -de lectura algo tediosa- es muy útil, aún hoy día, para conocer
muchos detalles históricos de los territorios y monarcas medievales. Como era
cronista oficial, además de secretario del Consejo y Cámara de Felipe II, tuvo
libre acceso a todo tipo de archivos. Algunos de los manuscritos que pudo
manejar se han perdido y por esa razón los historiadores actuales suelen
consultar los Anales de Aragón como una fuente de primera mano, aunque
realmente no lo sea. Es importante destacar este detalle, que le pasó
inadvertido a Castelao, porque todo lo que cuenta
Zurita sobre el reinado de los Reyes Católicos procede de su investigación como
historiador. Los testimonios que pudo reunir en relación con el reino de
Galicia parecían coincidir en un punto central: Isabel y Fernando habían
logrado lo que otros reyes anteriores no habían conseguido, es decir, la
pacificación de una sociedad que desde mucho tiempo antes había venido
sufriendo la guerra endémica entre clanes nobiliarios. Los cronistas y
genealogistas de la época eran bastante unánimes en esta apreciación y Zurita
se limitó a constatar lo que pudo leer en ellos.
Su
conclusión personal fue que aquel reinado tuvo algo de providencial para
Galicia en la medida en que supuso un punto final a la violencia interna, una
superación definitiva de una anarquía ancestral que venía fraguándose desde los
comienzos mismos del siglo XV hasta estallar en guerra civil bajo Enrique IV.
Contraponiendo el desastroso período de un rey “impotente” con el glorioso
reinado de unos reyes “católicos”, Zurita reforzaba esa imagen providencialista
y dorada que tanto le gustaba a Felipe II. En este marco hay que leer la famosa
frase que luego Castelao insertó a su manera en el
discurso de 1931. Pero las palabras de Zurita dicen exactamente lo siguiente:
«Galicia
se redujo a las leyes de la justicia, a donde el rey puso audiencias. En aquel
tiempo se comenzó a domar aquella tierra de Galicia, porque no sólo los señores
y caballeros della pero todas las gentes de aquella
nación eran unos contra otros muy arriscados y guerreros.»
La
“doma”, o reducción a la justicia de aquella tierra -o de aquella nación-, está
asociada en el texto y en el contexto a la aplicación de la ley gracias a la Hermandad, porque su
instauración supuso el fin de la guerra privada de la nobleza y del resto de la sociedad. No parece
que el sentido de la palabra “doma” se refiera al sometimiento del reino, sino
más bien al de aquellos señores de la guerra que se habían estado peleando de
manera endémica.
Se
puede confirmar el sentido de esta expresión -frente a la interpretación
sesgada de Castelao - comparándola con otras citas muy
semejantes que el cronista dedicó a otros territorios donde se instauró la Hermandad. El
Señorío de Vizcaya es un buen ejemplo. Aunque la causa de Isabel fue
mayoritaria en el actual País Vasco, los reyes ordenaron la puesta en marcha de
la Hermandad
vizcaína para extirpar las viejas luchas de los bandos nobiliarios. Pues bien,
si los territorios más claramente isabelinos experimentaron la instauración de la Hermandad, no parece que
Galicia fuese una excepción. Con el reino de Aragón encontramos algunas
observaciones interesantes de Zurita, pues no hay que olvidar la procedencia
aragonesa del propio cronista: la paz impuesta por la Hermandad hizo posible
-siempre según Zurita- la restauración de las leyes y libertad del reino.
Si tenemos en cuenta que la
Hermandad era de procedencia castellana -y no aragonesa-,
podríamos suponer con cierta lógica que hubo una imposición foránea, una “doma
y castración” de Aragón. Pero no es así: Zurita afirma que se puso por mandato
regio para restaurar la ley y la libertad del reino, no para anular al reino.
La ley queda identificada con la libertad: algo que, por otro lado, responde
perfectamente a la concepción medieval de la palabra “libertad”. El cronista no
consideraba que los cuadrilleros de la Hermandad vulneraran la independencia de Aragón,
o que todo eso provocase su “castellanización”, ni que la nobleza local quedase
descabezada, y eso que los barones aragoneses se opusieron por todos los medios
posibles a su instauración. Podremos dudar, si queremos, de la sinceridad de
este historiador cortesano a la hora de calificar las bondades de la Hermandad, pero de lo
que no hay duda es de que está hablando de doma como sinónimo de restauración
del orden. En resumidas cuentas, el célebre historiador aragonés considera que
Galicia no fue una excepción, ni sufrió un castigo especial por ser la oveja
negra de la corona.
Es
evidente, por tanto, que Castelao sacó fuera de
contexto la cita en cuanto al sentido de la palabra “doma”. Pero ¿y la “castración”?
¿De dónde sacó esta otra palabra? Es fácil de comprobar que no aparece en los Anales
de Aragón; por tanto tuvo que tomarla de otro sitio o inventársela. Siendo
un poco indulgentes podríamos pensar en un lapsus
linguae, porque los políticos no suelen tener
demasiado tiempo para dedicarse a este tipo de comprobaciones fastidiosas; o
tal vez pudo tratarse de una “pequeña” libertad oratoria que se tomó para
realzar el dramatismo del discurso que escuchaban los demás parlamentarios:
porque debemos reconocer, en efecto, que la “doma y castración de Galicia”
suena mucho mejor que la simple “doma”, ya que induce a pensar en lo que les
pasa a los caballos en el picadero o a los toros que acaban convertidos en
bueyes de labranza. Todo domador sabe que la castración es fundamental para
lograr una buena doma, aunque se le despoje al pobre animal de la posibilidad
de ser un semental; de todas formas siempre hay honrosas excepciones que
merecen el sacrificio, como ocurre con los capones de Villalba.
Pero la
indulgencia termina aquí. Castelao conocía a la
perfección la frase de Zurita en su literalidad más pura, tal y como puede
verse en algunas páginas de Sempre en Galiza . No se equivocó, sino que manipuló esa prueba
“irrefutable” de forma deliberada porque había que defender una causa más
importante que la verdad: su propia idea de Galicia. En otro momento llegará a
sentenciar de forma rotunda que los Reyes Católicos decretaron a doma e
castración do reino de Galiza , como si realmente
hubiese salido del Consejo Real un decreto firmado y sellado con semejante
título; así lo han entendido -y siguen entendiéndolo hoy- muchas personas que
siguen persuadidas de la existencia de ese supuesto decreto.
A
partir de esta adulteración es fácil de entender la lógica que tienen los demás
agravios y reproches que Castelao atribuye a los
Reyes Católicos. Toda su labor como gobernantes aparece calificada como una
campaña de exterminio puro y duro. En este punto conviene echar un vistazo al
sistema argumental de sus escritos, porque desde sus entresijos afloran algunas
pistas que permiten entender el porqué de la manipulación. No es una labor
demasiado sencilla, ya que Castelao nunca tuvo un
sistema ordenado de ideas y porque, sobre todo, hablaba desde el convencimiento
apasionado y visceral.
Su
punto de partida fue la evidencia de su propio tiempo - la Galicia de comienzos del
siglo XX-, en la que la lengua gallega estaba postergada de los ambientes
cultos, de las instituciones y de la misma sociedad urbana. El gallego se identificaba
con la aldea, mientras que el dominio del castellano era algo así como un
certificado de urbanidad o de progreso; hasta las familias acomodadas buscaban
las personas del servicio fuera de Galicia para evitar que los niños tuviesen
acento “aldeano”. Castelao intuía que esa realidad
venía de mucho tiempo atrás, pero mezcló dos problemas distintos, uno cultural
y otro social, dando por sentado que se trataba de una injusticia estructural,
no coyuntural, en la que se advertía una especie de fracaso o incluso de
traición de las clases dominantes. Dicho con otras palabras: Castelao dio por supuesto que en algún momento del pasado
se había producido el mismo esquema socio-cultural que él veía a comienzos del
siglo XX, sin caer en la cuenta de que estaba manejando cuestiones distintas,
sujetas a circunstancias y tiempos diferentes. Quiso encontrar una respuesta
convincente que aclarase los usos del gallego culto entre las clases dirigentes
y formuló una explicación común para ambas.
Se
podría sintetizar su pensamiento del siguiente modo: si en los siglos centrales
de la Edad Media
hubo un uso del gallego culto entre los nobles del país y, algo más tarde
-sobre todo en el siglo XV-, sobrevino una extinción casi absoluta, es evidente
que tuvo que haber una especie de meteorito que acabó con todo vestigio de vida
cultural expresada en gallego. Como la lengua culta que vino a continuación fue
el castellano y, además, el gallego quedó agazapado en los círculos privados y
familiares, se deduce que hubo una imposición. Y esa imposición tuvo que ser
necesariamente violenta, lo bastante como para segar a los estratos cultos
-nobleza y clero- que lo habían utilizado con total normalidad hasta ese
momento. Conclusión final: la única fuerza externa capaz de imponer todo aquello
en el siglo XV era la de los Reyes Católicos, los creadores del estado
centralista.
Castelao parte de una evidencia que no
precisaba demostración (la situación social del gallego a comienzos del siglo
XX) y a continuación formula un axioma indemostrable -la teoría de la
imposición- que no es evidente por sí mismo. En lugar de plantearlo como
hipótesis de partida (como haría cualquier intelectual medianamente riguroso),
lo afirma como verdad axiomática. Ya se sabe que los axiomas son, por su propia
naturaleza, indemostrables, pues se basan en la evidencia.
Sin
embargo Castelao no quiso renunciar a la demostración
histórica, y se afanó en buscar aquellas pruebas que puedan corroborar su
afirmación. Lo curioso es que en esa tarea de acopio de datos no escogió todas
las pruebas posibles, sino sólo las que encajaban con el axioma, adulterando
incluso lo que le convenía, como en la frase ya citada de Zurita. Su método
dista mucho de ser demostrativo: es una simple apología partidista de un
axioma.
Por otra
parte, en su búsqueda de pruebas “irrefutables” se nota mucho que Castelao no es historiador, porque desconoce los conceptos
y rudimentos básicos del profesional, de tal modo que acaba perdiéndose en un
laberinto de ignorancias y prejuicios. Por ejemplo, ignora por completo que
tanto las realezas como los grandes linajes de la alta nobleza medieval no
solían encajar dentro de los moldes territoriales de nuestra época; y no sólo
esto, sino que sus pautas de comportamiento estaban basadas en vínculos personales
-de fidelidad, de vasallaje o de parentesco- que poco o nada tenían que ver con
las fronteras. Esto le conduce hacia otra carencia grave, que consiste en creer
en una especie de “esencialismo ” eterno de las
naciones, anterior y superior a los individuos y las sociedades, capaz de
definir y mantener la identidad propia a través de los siglos. Pero este modo
de entender la realidad histórica responde más bien a las modas intelectuales
de fines del siglo XIX y comienzos del XX, no a la realidad que el hombre
medieval tenía delante de los ojos.
Castelao desconocía éstas y otras muchas
cosas, pero en cambio conocía bastante bien las ideas de los escritores
gallegos que se sentían unidos en la defensa de la misma causa política o que
comulgaban con empresas intelectuales paralelas. Todos ellos compartían un
común denominador, el rechazo absoluto hacia Isabel y Fernando en tanto que
símbolo del centralismo que todos trataban de combatir. Y hay que reconocer, en
efecto, que los Reyes Católicos se habían convertido en una especie de buque
insignia para los políticos que gobernaban el país durante la Restauración,
como lo demuestra la celebración del IV centenario del descubrimiento de
América en 1892. Los prohombres del momento -especialmente Canovas del Castillo-
emplearon todo tipo de alabanzas para recordar la obra política de aquellos
monarcas, sobre todo en relación con América, con la vista puesta en la mejora
de relaciones con las repúblicas americanas tras la desastrosa etapa de Isabel
II. Contra esta interpretación “oficial” de lo español se levantaron las voces
disidentes de los nacionalismos emergentes. No hace falta insistir aquí en que
un debate de esta naturaleza hacía muy difícil, por no decir imposible, un
conocimiento objetivo de los hechos ocurridos en aquel lejano siglo XV, y no
sólo por el nivel de apasionamiento que manifestaban en sus argumentos unos y
otros, sino sobre todo por la ausencia de verdaderos especialistas en la
materia capaces de dar explicaciones medianamente coherentes del pasado. El
debate político oscureció tanto el problema histórico, que la investigación y
el estudio quedaron seriamente condicionados por una montaña de prejuicios.
Los
historiadores de aquellas fechas incurrieron en el defecto, tan extendido en la
actualidad, de interpretar el pasado a la luz del presente, como si la meta
final fuese hacer apología laudatoria o crítica demoledora. Manuel Murguía, que
fue el gran punto de referencia para muchos de sus coetáneos, había llegado a
decir que el reino de Galicia entró a formar parte de la monarquía
castellano-leonesa bajo los Reyes Católicos, como si la historia inmediatamente
anterior -la época Trastámara - hubiese sido un
período de independencia de facto o de amplia autonomía derivada del
aislamiento ancestral del país; incluso estaba convencido de que la Real Audiencia y
las Juntas del Reino habían nacido de una tradición exclusiva de Galicia,
cuando en realidad fueron fruto de las reformas impulsadas por Isabel y
Fernando. Si un historiador de prestigio cometía tales errores de bulto, no es
de extrañar que los amateurs desbarrasen mucho más.
Se
pueden citar otros ejemplos que revelan la especial animadversión que sentían
los contemporáneos de Castelao por lo que
representaban Isabel y Fernando en ese mundo onírico de bondad y maldad en
estado puro. Paz Andrade hablaba de la mano de hierro que había
despojado a todos los reinos hispanos, y no sólo a Galicia, de sus viejas
libertades. Villar Ponte, por su parte, iba mucho más allá cuando decía que
hubo un castigo específico infringido a Galicia por su fidelidad a la causa de la Beltraneja,
sin saber que la realidad distaba mucho de coincidir con semejante afirmación;
a partir de esta premisa no es extraño que calificara el reinado como un
acabado ejemplo de tiranía. Todas estas ideas “arrojadizas” se realimentaban
con el rifirrafe parlamentario de la
Carrera de San Jerónimo, ya que los restantes diputados
contraatacaban en un sentido inverso, es decir, magnificando el significado
glorioso de aquel mítico reinado. Esto último es lo que recogía Ramón
Cabanillas en alguno de sus escritos, cuando se burlaba de los aspavientos que
se veían en el Madrid de 1916: ¡Aquí do chamar a berros por Dona Sabela a Católica!
Pero en
fin, dejando de lado el olor a naftalina de los debates parlamentarios de hace
cien años, es evidente que las opiniones de Castelao
en relación con la supuesta frase de Zurita no encajan para nada con la
realidad histórica que hoy conocemos, tanto por lo que se refiere a la
materialidad del texto citado (que fue además conscientemente manipulado), como
al contexto de la época y del autor. Pero lo más notable del caso es que, a
pesar de tantas deficiencias, la expresión “doma y castración de Galicia” ha
pasado a ser para muchos una evidencia histórica tan incuestionable como la
propia crónica de Zurita, o quizá más, a la vista de su uso y difusión
posterior. En efecto, los sucesores de esta línea argumental han incurrido una
y otra vez en la errata, convencidos de que Castelao
citaba a Zurita con precisión. Y no sólo eso. Algunos han ido bastante más
lejos hasta convertir la célebre expresión en un supuesto programa político y
legislativo que los Reyes Católicos impulsaron para someter a su reino del
noroeste a cualquier precio. El mundo contemporáneo es un excelente banco de
pruebas para entender los misteriosos mecanismos que determinan la creación de
visiones legendarias de la realidad a partir de la imaginación y del
voluntarismo: el único problema es que toda esa recreación del pasado medieval
adolece de originalidad y hace gala de una ignorancia tan ostentosa como
petulante.
La Guerra de Sucesión
y la Hermandad
Pero no
se trata ahora de terciar en ninguna lucha parlamentaria ni de fustigar
delirios actuales, sino de conocer lo mejor posible la realidad y el porqué de
las leyendas; y para entender aquel reinado en el marco de su propia época hay
que considerar un primer aspecto importante: que el régimen de los Reyes
Católicos nació de una contienda sucesoria. Isabel y Fernando no heredaron unos
estados en paz, sino que tuvieron que superar una guerra civil frente a unos
oponentes muy sólidos. Sus primeras decisiones estuvieron condicionadas, al
menos durante los primeros años, por una atmósfera bastante excepcional, propia
de quien tiene que atender a lo que está pasando en los frentes de guerra.
La Guerra de Sucesión (1474-1479) fue una
lucha dinástica entre dos candidatas al trono. Por un lado estaba Juana (para
sus enemigosla Beltraneja, para sus partidarios la Excelente Señora),
y por otro Isabel, hermana del difunto rey. Juanistas
e isabelinos desplegaron un amplio repertorio de argumentos para
defender la propia causa y deslegitimar la del rival. Sin embargo, al comienzo
mismo de la contienda hubo algunos defensores de la sucesión masculina que le correspondía
a Fernando, el marido de Isabel, en tanto que pariente varón más próximo al
difunto Enrique IV; pero finalmente se estableció un acuerdo mutuo entre los
esposos para reinar de forma conjunta: de ahí procede el conocido lema “tanto
monta” que los reyes utilizaron con tanta profusión en muchos monumentos.
Ese lema quiere decir que la igualdad de los esposos -y de sus respectivos
reinos- en los asuntos de estado es total, de modo que no hay sumisión de la
mujer al marido en las decisiones de gobierno, tal y como había venido
sucediendo en el pasado.
Los juanistas defendían la condición legítima de su
señora porque había sido reconocida como heredera en las Cortes de 1462, en
tanto que hija de Enrique IV y Juana de Portugal; esto mismo es lo que pensaba
y sentía Alfonso V de Portugal, tío y marido de la joven reina, que no se cansó
de recordar a todo el mundo que sólo su mujer reunía todos los requisitos para
reinar. El rey portugués consideraba que Isabel nunca había sido jurada por las
Cortes, ni tenía el rango de heredera pese a los acuerdos de Guisando de 1468,
porque la joven infanta había incumplido sus compromisos al casarse por su
cuenta y riesgo con Fernando de Aragón en 1469.
Los isabelinos
atacaron la legitimidad de Juana afirmando que el segundo matrimonio de Enrique
IV con Juana de Portugal fue nulo de pleno derecho, ya que el rey sólo había
estado casado legítimamente con su primera mujer, Blanca de Navarra, de la que
no tuvo hijos. Por consiguiente, Juana no era hija legítima de Enrique IV:
simplemente era la hija de la reina. Sobre este pilar se añadieron otros
reproches secundarios, aunque muy eficaces, como la impotencia de Enrique IV y
la supuesta paternidad de don Beltrán de la Cueva.
La
propaganda de los isabelinos acabó siendo bastante más demoledora y contundente
que la de sus rivales, porque los partidarios de Juana nunca pudieron ocultar
que se habían distinguido en el pasado precisamente por sus despiadados ataques
contra la hija de Enrique IV. En efecto, muchos juanistas
de última hora se habían hecho famosos por fustigar con saña la honestidad de
la reina madre, Juana de Portugal, una mujer de extraordinaria belleza a la que
culparon de no guardar la debida honestidad que debía observar una reina madre.
Lo peor del caso es que ésta última se había hecho acreedora de la mala fama
que le echaban en cara sus acusadores pues, tras enamorarse perdidamente de don
Pedro de Castilla el mozo, un servidor de los Fonseca, tuvo dos hijos
adulterinos. Aunque el adulterio de la reina madre fue posterior al nacimiento
de su hija, lo cierto es que su amor prohibido extendió una sombra de duda
sobre la legitimidad de la princesa Juana, dando alas a los rumores que
circulaban en relación con la supuesta paternidad de don Beltrán de la Cueva. Y don Beltrán, por
su parte, echó bastante leña al fuego cuando llegó a alardear en público de los
amores que todo el mundo le atribuía con la reina portuguesa; lejos de cortar
en seco las habladurías, el galán llegó a presumir pomposamente de sus hazañas
amatorias; en una ocasión llegó a decir que nunca le habían gustado demasiado
las piernas de la reina doña Juana, porque eran demasiado flacas. Todas estas
habladurías, que tanto dañaban la fama de Enrique IV y su familia, fueron
convenientemente propaladas por Alonso de Palencia, cronista y capellán del
propio rey, que llegó incluso a afirmar la homosexualidad y la impotencia
completa del rey y, por consiguiente, su absoluta incapacidad para tener
descendencia. A estas historias un tanto deprimentes se sumaron otros
argumentos de gran calado, como el desastroso desgobierno de Enrique IV, algo
que conocían a la perfección muchos súbditos de aquella difícil coyuntura.
La Guerra de Sucesión también se decidió
por otros factores ajenos a la propaganda como, por ejemplo, la cantidad y
calidad de los apoyos. Juana contaba con el respaldo portugués y francés, y con
la lealtad de poderosos clanes nobiliarios, como los del marqués de Villena y
los Stúñiga. Isabel tenía a su favor el soporte
aragonés y la fidelidad de una panoplia de linajes algo más amplia que la de su
rival, destacando por su importancia los Mendoza y los Manrique. Conviene
advertir en este punto que hubo una cifra considerable de nobles y ciudades sin
definición clara, de modo que el mapa de fidelidades al comenzar la guerra no
era demasiado firme para ninguna de las contendientes.
La
nobleza gallega tampoco se declaró mayoritariamente juanista,
como tantas veces se ha dicho, ni tampoco isabelina, sino que se mantuvo en una
calculada indefinición a la espera de acontecimientos: era más seguro aguardar
a que una de las dos princesas tuviese asegurada la victoria para no sufrir las
secuelas de una peligrosa precipitación. En este punto pesaba mucho el recuerdo
de las endémicas luchas cortesanas de la época de Juan II y Enrique IV. Tal vez
por este motivo Galicia fue un escenario bélico secundario dentro de aquella
guerra en la que el rey de Portugal planteó la ofensiva principal en zonas más
fieles a su causa. Alfonso V prefirió entrar por tierras salmantinas en
dirección a la plaza de Arévalo, que era el cuartel general de sus principales
aliados, los Stúñiga, para continuar después hacia
Toro y Zamora. En Galicia fueron juanistas desde el
primer momento Lope Sánchez de Moscoso (conde de Altamira), el mariscal Suero
Gómez de Sotomayor y sobre todo Pedro Álvarez de Sotomayor I (conde de Camiña), que se encargó del sur de Galicia y de la raya
fronteriza. El arzobispo Alonso de Fonseca II fue el gran puntal de Isabel
desde el primer momento y consiguió captar un número creciente de nobles, como
los condes de Lemos y Monterrey, el
mariscal Pardo de Cela, Diego de Andrade y otros de menor rango. Algunos
bascularon según sus intereses, como el conde de Benavente, que acariciaba la
esperanza de recibir en premio la ciudad de La Coruña, aunque al
final no pudo obtener el codiciado trofeo por el rechazo de los coruñeses. La
faceta internacional de la contienda pudo verse con claridad cuando aparecieron
en la línea del horizonte barcos franceses y portugueses haciendo todo tipo de
estragos en la costa, hasta que finalmente Fernando movilizó a la flota
vizcaína para asegurar el control del Cantábrico.
La
batalla de Toro, librada el primero de marzo de 1476, sentenció la guerra en
favor de Isabel y Fernando, aunque las operaciones militares contra Portugal y
Francia continuaron por algún tiempo. Sin embargo todo el mundo intuía que la
suerte ya estaba echada. A partir de este momento se multiplicaron los
pronunciamientos en favor de Isabel. En esta coyuntura tuvieron una especial
importancia las primeras Cortes del reinado, las de Madrigal, que se reunieron
tras la victoria militar de Toro. Ante los procuradores de las ciudades y
villas los reyes adelantaron un primer plan de reformas, preludio de otras
muchas que se pondrían en marcha algo más adelante. Entre las novedades más
importantes destacaba la constitución de la Hermandad, una pieza
vital en tiempo de guerra porque, además de poner en marcha un sistema de
reclutamiento, instauraba una contribución económica que sustituía a los
maltrechos impuestos que concedían las Cortes. También se reformaron
instituciones decisivas para el gobierno, como el Consejo, la Audiencia y la Contaduría. Los
historiadores actuales consideran que aquí está el germen del “Estado Moderno”,
es decir, del conjunto básico de instituciones que la corona extenderá para la
totalidad de los reinos, a modo de “común denominador” administrativo.
La
noticia de la inminente instauración de la Hermandad cayó como un jarro de agua fría entre
la nobleza gallega, porque muchos caballeros se acordaban de la amarga
experiencia de la revuelta irmandiña de
mediados de los sesenta, y nadie quería repetir aquello de los halcones
perseguidos por los gorriones. Los reyes no pretendían volver al viejo modelo
del pasado -las hermandades concejiles-, que tanta ansiedad levantaba por todas
partes, sino que se proponían adoptar el modelo más jerarquizado de la vieja
hermandad de Toledo, Talavera y Ciudad Real, conocida popularmente como Santa
Hermandad, donde la autoridad y el mando estaban bajo la soberanía real.
Pero estas distinciones no eran entendidas ni admitidas por los nobles, para
los que la palabra “hermandad” sonaba a peligro o -por qué no reconocerlo- a
imposición fiscal gravosa. Por eso los principales nobles gallegos aparcaron
momentáneamente sus diferencias ancestrales y acudieron al gobernador de
Galicia, el conde de Ribadeo, para advertirle del
peligro y transmitirle una propuesta que debía presentar de inmediato en la
corte: que ellos garantizarían el orden público del reino si los reyes
renunciaban a instaurar la
Hermandad en Galicia y, de paso, aportarían una elevada suma
de dinero para que los monarcas no tuviesen siquiera que molestarse en imponer
recaudadores. Mientras se resolvía en la Corte esta propuesta, los caballeros se reunieron
en Lugo durante el mes de octubre de 1477 para redactar un acuerdo en el que plasmaban todos estos principios.
La
Hermandad fue muy impopular en todas partes, y no sólo en Galicia, por tres
razones principales: era demasiado cara, anulaba el poder local de señores y
concejos, e imponía una justicia a rajatabla, sin miramientos. La ciudad de
Burgos, por ejemplo, que se desgañitó durante meses tratando de evitar su
implantación, no tuvo más remedio que emitir deuda pública para pagar la
elevada suma que le exigía la real Hacienda. El todopoderoso señor de
Andalucía, el duque de Medina Sidonia, también se opuso con terquedad a la
entrada de la Hermandad
en sus dominios porque suponía una intromisión sin precedentes, pero al final
tuvo que ceder. Hasta las mismas ciudades que inventaron el modelo de Hermandad
-es decir, Toledo, Talavera y Ciudad Real- perdieron la partida ante los reyes
tratando de evitar el control regio de sus cuadrilleros. En resumidas cuentas, la Hermandad fue diseñada e
implantada como una institución central de la monarquía -no de los reinos- y en
este punto no se admitieron excepciones.
La
tenacidad de los reyes venció la resistencia de los súbditos, aunque al final
tuvieron que prometerles que la duración de la Hermandad sería
temporal. Los caballeros gallegos que habían formado una piña en 1477 se fueron
finalmente dividiendo entre partidarios y detractores de la nueva institución,
de modo que esa escisión sirvió para allanar el camino a los planes de Isabel y
Fernando. Todo esto coincidió con la reactivación de la guerra con Portugal en
1478, tanto por la frontera de Galicia como por la de Extremadura,
aunque al final Alfonso V no logró demasiados éxitos. En la batalla de Albuera (24 de febrero de 1479) fueron derrotadas las
tropas portuguesas que acudían a la defensa de Medellín. Albuera
fue sólo una pequeña escaramuza de escasa importancia bélica, pero tuvo un alto
significado moral: fue el final de las esperanzas portuguesas. Alfonso V se
convenció de lo necesario que era pactar una paz definitiva con sus
adversarios.
A
partir de ese instante ya era sólo cuestión de tiempo la plena introducción de la Hermandad en Galicia. De
poco sirvieron las bravatas del conde de Camiña,
cuando propalaba por sus tierras meridionales que acogería con sumo agrado
entre sus filas a todos los malhechores que lo deseasen; en realidad su poder
estaba llamado a menguar definitivamente tras la decisión portuguesa de
negociar una paz definitiva. Habían pasado para él los tiempos gloriosos.
Cuando aparecieron los cuadrilleros de la Hermandad con sus varas coloreadas (de verde,
rojo, azul y amarillo) por las tierras del Miño,
había sonado la hora del declive definitivo.
La
historia de la Hermandad
en Galicia está inseparablemente unida a la persona de Fernando de Acuña, el
primer gobernador que nombraron los reyes con este título en 1480. Cuando llegó
en compañía del alcalde García de Chinchilla al frente de 300 lanzas, su
propósito era pacificar definitivamente el territorio y hacer posible la
normalidad institucional. Acuña era el segundón de una gran familia titulada
-era hijo del conde de Buendía- y por sus venas corría sangre de la legendaria Inés
de Castro; su nombramiento le abría las puertas de par en par hacia una
brillante carrera al servicio de la corona precisamente en la tierra de origen
de su mítica antepasada; tal vez por todos estos motivos se aplicó con tanto
celo a la tarea que le encomendaron. Como traía en su equipaje cartas y poderes
plenos, no dudo en utilizar todo ese caudal de autoridad en la consecución de
la meta que le habían señalado. Acuña intuía que un éxito sonado le podría
deparar muchas posibilidades de promoción personal y, tal vez, algún título
importante para su linaje.
Pero el
flamante gobernador no era un hombre dotado de una excesiva inteligencia
política ni del indispensable tacto para distinguir la calidad de las personas,
y comenzó su andadura amenazando a todo el mundo, incluyendo a los isabelinos.
Se propuso hacer una ostentosa manifestación de autoridad sin hacer distingos
entre leales, tibios y enemigos. Por eso su actitud tuvo un efecto
contraproducente, porque provocó la adulación de los tibios y el enojo de los
que más se habían distinguido en la defensa de la causa isabelina. El arzobispo
Fonseca percibió en seguida el talante del nuevo gobernador y fue lo bastante
prudente como para plegarse a tiempo; esta cualidad fue muy valorada en la Corte y recibió como premio
la presidencia del Consejo, aunque aquel galardón también era una manera de
sacarlo del escenario gallego. El mariscal Pardo de Cela, en cambio, se empeñó
en plantar cara y esa fue la causa de su perdición: no supo o no quiso darse
cuenta de que los tiempos estaban cambiando a toda prisa y que ahora los reyes
valoraban especialmente la obediencia de sus vasallos. De nada le valieron sus
anteriores méritos, ni su curriculum
isabelino, porque la corona estaba empeñada en crear un nuevo marco
institucional común a todos sus estados y reinos sin atender excepciones.
La Hermandad
se organizó en juntas regionales para el cobro de las contribuciones y el
reparto de levas, quedando el supremo mando de todas ellas en manos de una
junta general que, finalmente, cristalizó en un nuevo Consejo de Hermandad; de
esta manera la institución se incardinó en la nueva estructura administrativa
que los historiadores conocen como monarquía polisinodial,
o lo que es lo mismo, monarquía gobernada a partir de consejos formados por
expertos burócratas. La trayectoria de la junta provincial del reino de Galicia
tiene un especial interés porque es el germen del que nacerán más tarde las Juntas
del Reino de Galicia. Las peticiones de la junta gallega en aquellos años
se parecen bastante a las de otros territorios, como que el personal
burocrático fuese del país o que disminuyesen las onerosas contribuciones que
los desaprensivos recaudadores exigían. Pero los reyes no alteraron sus
criterios en cuanto a la extracción de los burócratas, cuya selección dependía
de la fidelidad al rey y de la capacidad personal, no de su procedencia
geográfica. En cuanto a las cargas económicas, hubo algunas concesiones
parciales a determinados nobles de especial rango, como el conde de Lemos, que
percibió una parte de lo que se recaudaba en sus tierras, o los hidalgos de
solar conocido con privilegio, que quedaron exentos del pago. Los sucesivos
relevos que hubo en la cúspide de la hermandad de Galicia no sirvieron para
acallar el descontento que despertaba la institución en todos los rincones del
reino; por eso se entiende mejor la decisión que tomaron los reyes en 1498 de
suprimirla en todos sus reinos.
Durante
los años en que estuvo en vigor los reyes aprovecharon la Hermandad como una
especie de ejército permanente en sus campañas de Granada, el Rosellón e Italia. Las tropas regulares que aportaban los
reinos pelearon en distintos escenarios de guerra donde los reyes defendían su
política exterior o interior. Los combatientes gallegos se batieron en algunos
frentes al igual que los cuadrilleros de otros reinos. Para algunos fue una
manera de redimir antiguas penas, aunque para la mayoría fue un servicio
obligatorio. En el frente granadino los gallegos tuvieron que soportar la
dureza de los asedios en Baza, Zújar, Málaga y
también en la misma ciudad de Granada. En Italia combatieron a las órdenes del
Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y en el Pirineo lo hicieron bajo el
mando del gobernador de Galicia. Como recuerdo de aquella presencia, que
recordaba a las antiguas campañas de reconquista en el siglo XIII, muchas
ciudades y villas repobladas en el antiguo reino de Granada contarán con una
apreciable presencia de repobladores gallegos, cuyos nombres aparecen
consignados en los libros de repartimiento.
La tragedia de Pardo
de Cela
La
tragedia del mariscal Pardo de Cela resume bastante bien la dureza de aquellos
años de hierro. Mucha gente piensa que su muerte fue la parte más visible de la
“represión” centralista de la Hermandad. Pero los retazos biográficos que va
sacando la investigación más reciente revelan que Pardo de Cela se había ganado
bastantes enemistades locales en los años inmediatamente anteriores a la
llegada de la Hermandad,
de tal modo que su muerte se entiende mejor en el marco geográfico que le vio
crecer como la espuma, el obispado de Mondoñedo. En la villa de Vivero, donde
el mariscal logró imponer su autoridad, se despertaron las suspicacias de los
poderes locales ante su privilegiada posición. En el obispado mindoniense,
donde nuestro personaje se había apropiado de numerosos bienes eclesiásticos,
se desató igualmente la enemistad de los clérigos que no le perdonaban tantas
rapiñas a costa de la
Iglesia. Para colmo de males, hasta en la misma Corte se
empezaban a acumular las acusaciones de morosidad que le echaban en cara los
recaudadores reales. Demasiados problemas como para que el mariscal pasara
desapercibido ante unos celosos funcionarios.
Los
poderes que traían en 1480 los oficiales reales encargados de la Hermandad, Acuña y
Chichilla, eran amplísimos. Tenían autoridad para entender en todo tipo de
causas civiles y criminales, tanto en primera instancia como en grado de
apelación, incluyendo los célebres “casos de corte”, es decir, aquellos que
estaban reservados en exclusiva a la autoridad regia. En una de las cláusulas
se decía que podían actuar de modo “breve y sumariamente, sin estrépito ni
figura de juicio”, que suponía la concesión de poderes excepcionales y
sumarísimos. También podían decretar el destierro de cualquier tipo de persona,
fuese cual fuese su condición social, imponer treguas, prender y ejecutar a los
criminales, investigar en los registros de los escribanos urbanos, y un largo
etcétera. La razón de ser de tanta acumulación de poder en tan pocas manos no
era otra que la de simplificar los procesos judiciales para así acelerar la
aplicación de la autoridad real en todo el territorio.
Acuña
recibió otra importante atribución que acabaría ejerciendo por doquier: la
potestad para ordenar el derribo de las fortalezas y casas fuertes de los
reticentes. En este puntal se apoyaría la faceta más visible de su actuación en Galicia en los
años siguientes. Pero tampoco encontramos en este punto una excepción demasiado
llamativa, porque los corregidores que nombraron los reyes por las villas y
ciudades del resto de sus reinos recibieron órdenes expresas de derribar o
desmochar las torres y fortalezas de los caballeros. Las luchas de bandos
urbanos, que tanta sangre habían derramado a lo largo y ancho del siglo XV, se
habían eternizado en muchos sitios por culpa de las fortalezas nobiliarias;
había llegado la hora de poner coto a la guerra privada.
Probablemente
Pardo de Cela llegó a confiar demasiado en sus propias posibilidades de
supervivencia, sobre todo por su curriculum
isabelino. Su lealtad a la causa de la reina le sirvió para obtener en la Corte una serie de cartas de
seguro y amparo, pero esos documentos oficiales no eran una patente de corso para escapar de las manos de la justicia, ni para
seguir cometiendo todo tipo de desmanes en sus tierras mindonienses. Los seguros
que la reina entregó a Pardo de Cela tenían sentido, sólo hasta cierto punto,
siempre y cuando no entrasen en conflicto con las de Acuña. Aquí estuvo,
probablemente, el principal error de cálculo del indómito caballero; de poco
servía en la práctica una carta de los reyes, por mucho que reconociese su
condición de leal vasallo, si después el mariscal se significaba por su
manifiesta desobediencia a las órdenes dictadas por la corona que le conminaban
a devolver lo robado y a pagar sus deudas con el fisco.
La
cuenta atrás de la caída de don Pedro empezó en 1482, con ocasión de una de las
sempiternas guerras internas de la nobleza gallega. En ese año Fernando Díaz de
Ribadeneira empezó a reforzar su castillo de Sobrada de Aguiar, no lejos de
Lugo, contraviniendo los deseos del conde de Lemos; tras un cruce de
acusaciones, la querella acabó en guerra abierta entre ambos magnates, con la
subsiguiente búsqueda de aliados. Ribadeneira logró el apoyo del conde de
Monterrey, el mariscal Pardo de Cela y Pedro Bolaño, entre otros, mientras que
el conde de Lemos consiguió convencer a Diego de Andrade. Durante las
escaramuzas el mariscal fue capturado por su propio yerno, Galaor
Osorio, marido de Constanza de Castro, y luego fue entregado a Diego de
Andrade. Aquella guerra privada no hubiese tenido mayores consecuencias de no
intervenir el gobernador. En efecto, la corte le dio instrucciones precisas
para indagar en las causas del conflicto e imponer la paz y la justicia. Poco
después daría comienzo el largo
asedio de la Frouseira, la gran fortaleza del mariscal
en la mariña lucense, donde
cayeron muchos combatientes por ambas partes. Como recuerdo de los que murieron
entre las filas del capitán Luís Mudarra, que dirigió
el asalto, se fundó la capilla de santa Catalina en el monasterio de san Martín
de Mondoñedo, donde todos los primeros lunes de cada mes se celebraba una misa
en sufragio por las almas de los que perecieron en el combate.
Pardo
de Cela no murió en el cerco de la
Frouseira ni tampoco cayó
prisionero en el asedio, sino que llegó a negociar las condiciones de la rendición. La
demolición posterior de su fortaleza roquera no fue el punto final de la
rebeldía porque, poco tiempo después, en la primavera de 1483, volvió a hacerse
fuerte en otro castillo -el de Castro de Oro-, muy cerca del anterior, donde se
repitió de nuevo la escena del cerco. En esta ocasión no hubo negociaciones,
sino que el gobernador Acuña pasó lisa y llanamente a la persecución: Acuña dio
órdenes precisas en abril para que el mariscal fuese capturado y llevado a su
presencia, cosa que finalmente ocurrió en septiembre u octubre de aquel año, el
último de sus turbulentas andanzas. La traición de algunos servidores fue, al
parecer, determinante. Lo que viene a continuación está lleno de lagunas y
penumbras, sobre todo por los datos algo contradictorios
de las fuentes, pero de esa confusa tragedia arranca la raíz de toda la leyenda
posterior.
No se
sabe con certeza la fecha de su captura; tampoco se conoce si hubo algún tipo
de proceso penal, aunque la impresión que dejan traslucir las escasas fuentes
es que Acuña optó finalmente por un proceso sumarísimo en el que descargó sobre
el procesado toda la dureza del sistema judicial que los reyes le habían
encomendado. También fueron procesados algunos de sus acompañantes, entre los
que se encontraba, según cuenta la tradición, su propio hijo. La sentencia de
muerte no tomó en consideración los méritos del mariscal, como su pasado
isabelino o la condición de persona aforada (vasallo real e hijodalgo). La
ejecución se cumplió de manera inexorable en la plaza de Mondoñedo. La
conmoción debió de ser muy honda, porque la justicia real había segado la vida
de uno de los caballeros más importantes del reino.
Hoy
parece probado que el gobernador Acuña se extralimitó en el ejercicio de la
autoridad, porque las cartas reales que llevaba consigo no le facultaban para
imponer la pena máxima a un caballero que era, además de hidalgo, vasallo de
los reyes; este tipo de sentencias estaban reservadas en exclusiva a la corona
sin posibilidad de delegación. El derecho penal de la época era muy explícito
en este punto y la Audiencia
real tenía reservada una sala específica para los pleitos y procesos de los hijosdalgo. La explicación más lógica para entender el
sentido de semejante desafuero es que Acuña quiso dar una lección al conjunto
de la nobleza gallega en la persona de Pardo de Cela. Y en efecto, la dio, pero
su acción tuvo consecuencias inmediatas: pocas semanas después de la ejecución,
Acuña era relevado del cargo. Este cese fulminante habla por sí solo del
criterio mantenido por los reyes en este punto tan decisivo. Por lo demás, todo
lo que sabemos de la biografía posterior de Acuña apunta a que no hizo carrera
política en la Corte,
de modo que la gravedad del desafuero le costó muy caro. En su lugar fue
nombrado Diego López de Haro, un hombre que sí sería capaz de imponer la
autoridad sin causar tantos estragos. Los poderes que los reyes entregaron al
nuevo gobernador seguían siendo muy amplios, pero en este caso se perfilaron
con más detalle los límites procesales que debería tener en cuenta con el fin
de evitar los excesos de rigor.
La
caída de Pardo de Cela tuvo un posterior epílogo familiar cuando su hija
Constanza se hizo fuerte en la fortaleza de Vilaxoán
(Cal da Loba) en compañía de su marido, Fernán Ares de Saavedra, y de unos
pocos leales. Los rebeldes sólo pretendían salvar los restos del patrimonio
familiar. El nuevo gobernador los cercó durante un año interminable en el que
Constanza acabó muriendo por culpa de la insalubridad de la torre, mientras que
su marido fue gravemente herido por un tiro de trabuco. Finalmente el
gobernador consiguió el trofeo que buscaba. Fernán Ares consiguió salvar la
vida gracias a la intercesión de Diego de Andrade, pero la mayor parte de los
bienes familiares fueron confiscados.
A
partir de este trágico final empezó a fraguarse la leyenda popular, primero en
las tierras lucenses y más tarde en el resto de Galicia. El paso de las
generaciones se encargaría de quitar o añadir elementos más o menos
imaginativos al núcleo original de su biografía, en la que adquirieron una
fuerza expresiva algunos rasgos especialmente dramáticos, como la traición de
sus propios servidores, la dureza de la justicia real (personificada en Acuña),
la misma ejecución, la confiscación de sus bienes o el enterramiento en la
catedral de Mondoñedo. De manera paralela se irían reduciendo o idealizando
otros aspectos menos amables de don Pedro, como su dureza con los vasallos, las
usurpaciones de bienes o el autoritarismo de su comportamiento. Casi medio
siglo después de la ejecución aún había personas que recordaban la fortaleza de
la Frouseira
como un nido de ladrones, y cómo había sido derribada por las tropas de don
Fernando de Acuña. Pero estos detalles sombríos irían desapareciendo poco a
poco entre los siglos XVI y XVII, hasta que el recuerdo romanceado de su figura
quedó indisolublemente asociado al dramatismo de su ejecución y, sobre todo, a
la “moraleja” que se derivaba de su tragedia, pues la traición de sus propios
servidores había provocado la rendición de la Frouseira.
En el Memorial de la Casa de Saavedra, impreso en 1674, se
contienen algunas composiciones poéticas que corrían por aquella Galicia de los
tiempos oscuros.
En el
siglo XIX la historiografía romántica encontró en Pardo de Cela el arquetipo de
lo que buscaba: un mártir eminente de la Galicia dominada. Como en tantas otras cosas, fue
Benito Vicetto el principal responsable de la
resurrección política del mariscal. La tradición literaria anterior fue
aprovechada para modelar una nueva versión de la tragedia en la que apareció
por primera vez un mensaje que no había existido con anterioridad, la idea del
martirio de todo un pueblo simbolizado en la ejecución de uno de sus hijos más ilustres.
De este modo se abrían de par en par las puertas a la politización
contemporánea del personaje.
Vicetto se había dedicado con ahínco a
bucear en la Edad Media
buscando los signos de identidad más peculiares de la Galicia eterna que él
imaginaba, y se convenció de la trascendental importancia de la herencia sueva.
Por eso se empeñó en tender un puente un tanto forzado entre aquel lejano siglo
VI y el siglo XV, tratando de dar un sentido étnico a la epopeya del mariscal.
Como era más literato que historiador, acabó recurriendo a la metáfora del
caballo salvaje, una viva imagen de Pardo de Cela, para explicar la sucesión de
traumas y desengaños que arrancaban desde los lejanos tiempos de la Antigüedad hasta
llegar a los albores del mundo moderno. En una página muy conocida de su Historia
de Galicia llegará a escribir lo siguiente:
«Como
aparezca algún documento de aquella época que evidencie esto último [la
ascendencia sueva de Pardo de Cela], ... entonces,
la figura de Pardo de Cela ... será la figura más bella y majestuosa de la
historia de Galicia, porque encarnará su espíritu de independencia, el espíritu
santo de emancipación entre la nobleza sueva y la nobleza goda; entre la
nobleza vigorosa e invencible de nuestras montañas y la nobleza afeminada y fugitiva de la derrota de
Guadalete»
Vicetto deseaba ardientemente probar la
ascendencia sueva del héroe, pero al final no tuvo más remedio que recurrir a
la ficción literaria. La imagen del animal salvaje e indómito como símbolo de
la independencia de un país es un recurso estético bastante habitual (véase el
toro de Osborne), de tal modo que la castración
equivale a la pérdida de esa independencia. El afeminamiento, que es un rasgo
atribuido a la nobleza visigoda por Vicetto, sería la
causa de la derrota de Guadalete en el año 711 ante
el empuje de los moros de Tariq, y ese mismo destino
es el que parece tener la nobleza de Galicia a partir del reinado de los Reyes
Católicos; la sangre sueva, depositaria de la pureza ancestral, sería la linfa
vital que hizo posible la peculiaridad indómita de Galicia a lo largo de los
tiempos medievales, pero esa vena quedó segada cuando la cabeza del mariscal
rodó por los suelos.
De este
modo un tanto “poético” quedaron unidos por un imaginativo nexo de unión el trauma
del reino suevo dominado por Leovigildo y la tragedia del mariscal ajusticiado
por los Reyes Católicos. En ambos casos aparecen unas cuantas constantes
históricas de Galicia; por un lado, la indómita vitalidad que nace de la
sangre, y por otro, la permanente opresión que siempre viene de fuera, bien sea
de un rey godo (rey de afeminados) o de unos reyes castellanos decapitadores (o castradores, como dirá en su momento Castelao).
La
imaginación delirante le llevó a Vicetto hacia otras
exageraciones un tanto “naïf”, porque poner al
mariscal al frente de los irmandiños –como se puede
leer en la novela Los
hidalgos de Monforte (1851)- es un claro dislate,
ya que ocurrió justamente lo contrario. Pero logró dotar al personaje de una
carga política que antes no había tenido. A partir de este aggiornamento,
muchos galleguistas entendieron que ese mensaje
político tenía un trasfondo de veracidad indudable. De este modo Pardo de Cela
se convirtió en un adalid de la independencia cuatro siglos después de su ejecución
y así empezó a ganar batallas después de muerto. Una especie de Cid en versión
gallega decimonónica.
Algunos
estudiosos contemporáneos del mariscal ya no creen, naturalmente, en los
delirios raciales de Vicetto, pero en el fondo siguen
convencidos de la especial carga política que tuvo su ejecución en 1483, y no
tanto por la “lección” ejemplar que quiso dar al gobernador, sino sobre todo
por el interés personal que tuvieron Isabel y Fernando en quitar de en medio a
Pardo de Cela: como él y Pedro Madruga eran la Galicia irredenta y filoportuguesa, Isabel y Fernando decidieron aniquilarlos a
cualquier precio. Algunos todavía siguen moralmente convencidos de que tuvo que
existir una orden expresa de los reyes -y no tanto de Acuña, que fue un mero
ejecutor-, para cortar así toda posible connivencia entre los caballeros
gallegos juanistas -al parecer, la inmensa mayoría- y
la corte lusitana en la que se refugiaba Juana la Beltraneja.
Pero toda esta teoría de la “conspiración portuguesa” no
tiene mayor valor si se echa un vistazo a la paz de 1479. Isabel la católica
y su tía Beatriz pactaron el matrimonio de la hija mayor de los reyes - la infanta Isabel-
con el heredero
de la corona portuguesa -el malogrado príncipe don Alfonso- para normalizar las
relaciones dinásticas entre las familias reales: lo que de verdad interesaba a
los portugueses desde esa fecha era asegurar la paz definitiva, no fomentar la
discordia con los que habían ganado la guerra.
Tampoco
es muy creíble que Isabel y Fernando sintiesen un especial temor ante la
rebeldía de un personaje como el mariscal, porque su poder efectivo en Galicia
era bastante relativo. Aunque don Pedro pertenecía -pese a carecer de título
nobiliario- al estrecho círculo de aristócratas de primera fila, no reunía los
requisitos suficientes como para liderar con autoridad una hipotética coalición
de los grandes nobles gallegos; ese liderazgo le correspondía, por prestigio,
poder y dinero, al conde de Lemos, y por eso se entiende que los reyes se
tomasen la molestia de viajar a Galicia precisamente en 1486, cuando hubo
necesidad de pacificar la revuelta del conde en Ponferrada.
No es preciso recurrir a interpretaciones rebuscadas para engrandecer al
mariscal, porque esa grandeza es innata al personaje, aunque por obra y gracia
de la tradición literaria.
La peregrinación de
los reyes a Compostela
Tres
años después de estos trágicos episodios los reyes viajaron como peregrinos a
Santiago de Compostela. El viaje regio de 1486 está lleno de consecuencias para
el futuro inmediato de Galicia; además, fue un hecho bastante sonado, porque
hacía un siglo que la población no tenía la oportunidad de ver personalmente a
sus soberanos. Los orígenes remotos del periplo se remontan al año 1481 cuando,
poco después de concluir las Cortes de Toledo, los reyes emprendieron la
arriesgada conquista del reino de Granada. Mientras se preparaban los medios
humanos y económicos para poner en marcha aquella costosa empresa, un capellán
de los reyes llamado Diego Rodríguez de Almela se animó a proponerles una idea
sugerente: viajar en peregrinación a la tumba del Apóstol, tal y como habían
hecho algunos de sus antepasados, antes de meterse en una guerra llena de
peligros.
Rodríguez
de Almela se había formado en sus años de juventud a la sombra del célebre obispo de Burgos Alonso de Cartagena,
antiguo deán de la catedral de Santiago, que fue el intelectual más prestigioso
de los círculos cortesanos de Juan II. Cartagena había desempeñado a lo largo
de su vida todo tipo de cargos de la máxima responsabilidad: fue embajador en
el Concilio de Basilea, consejero real, preceptor real y otras muchas cosas
más, pero sobre todo fue un maestro capaz de crear una escuela de pensadores e
historiadores. Rodríguez de Almela formó parte de aquel círculo y siempre se
comportó como un fiel discípulo, recogiendo muchas ideas del maestro en las
diferentes obras históricas que compuso a lo largo de su vida. En una de las
más conocidas, la Compilación
de los milagros de Santiago, plasmó todo lo que había aprendido en relación
con el culto jacobeo. Cartagena siempre había pensado que ese culto era
uno de los fundamentos más sólidos de la legitimidad histórica de los reyes
castellano-leoneses, porque cimentaba la noción misma de “reconquista” que
correspondía a los herederos directos de la monarquía visigoda.
Almela
era consciente de los problemas de legitimidad que había tenido su señora
cuando tuvo que enfrentarse a los juanistas y también
se daba cuenta de la gran trascendencia que podía tener la reanudación de la reconquista
para apuntalar definitivamente el régimen. Había que convencer a la reina de
que viajase cuanto antes a Compostela para pedir in situ la protección
de Santiago. Según Almela, los reyes que habían cumplido con aquella tradición
siempre habían triunfado en sus campañas, mientras que los tibios o reticentes
habían fracasado. Entre los primeros destacaban Fernando III el Santo,
el célebre conquistador de Andalucía, y Alfonso XI el Justiciero, que
venció en la batalla de El Salado a los Benimerines; entre los mediocres
estaban el propio Juan II -o sea, el padre de Isabel-, un rey perezoso que
apenas se había movido de la
Meseta, y Enrique IV, que se había estrellado
estrepitosamente en Granada por no ponerse bajo la protección del Hijo del
Trueno. Para llegar con más posibilidades de éxito a la soberana, Almela buscó
algunos apoyos dentro del círculo más cerrado de personas que tenían acceso a
la corte.
La
verdad es que Isabel y Fernando no hicieron demasiado caso en ese momento a las
recomendaciones de su capellán y de hecho no peregrinaron a Santiago. Pero
cinco años más tarde las circunstancias de la campaña habían cambiado de signo.
Las operaciones militares en el frente granadino se estancaron y el número de
bajas empezó a subir de forma alarmante, mientras que el coste económico no
paraba de crecer. Entonces la reina se debió repensar lo que le había dicho
unos años antes su capellán y decidió hacerle caso. Además, era preciso
pacificar al conde de Lemos, que se había sublevado en Ponferrada
por culpa de las desavenencias con los marqueses de Villafranca
por la delimitación de sus respectivos señoríos. Había llegado el momento de
viajar en peregrinación para pedirle ayuda al Apóstol. Por otro lado, la imagen
de una reina peregrina encajaba bastante bien con el ideal de reina santa que la propia Isabel había
aprendido de niña de labios de su aya Beatriz de Silva, cuando le contaba las
historias de santa Isabel de Portugal, a rainha
santa que vivió a comienzos del siglo XIV.
El
viaje tenía que ser necesariamente austero y con poco séquito, ya que se
trataba de una peregrinación. Por otro lado, las posibilidades de alojamiento
que tenían las ciudades y villas del Camino eran insuficientes para una corte
tan descomunal como la de los reyes. Además sería un viaje forzosamente breve,
porque una ausencia demasiado prolongada podría perjudicar el funcionamiento de
los mecanismos burocráticos del Consejo, la Cámara, el registro del Sello de Corte y otros
organismos de la complicada maquinaria estatal. Isabel quiso que su hija Juana
les acompañase en aquel periplo. Entre los acompañantes estaba el limosnero
de los reyes, Pedro de Toledo, que se encargaría de ir anotando con cuidado
todas las dádivas y limosnas que daban a los que se topaban con el cortejo
regio; esas anotaciones nos sirven hoy para conocer con detalle el periplo real
y las anécdotas particulares que jalonaron aquel mes gallego de los monarcas.
El 7 de
septiembre de 1486 los reyes empezaron su viaje en Ponferrada,
donde lograron la pacificación de los estados del conde de Lemos, y luego
prosiguieron por el camino en dirección a Villafranca
del Bierzo y el río Valcarce en su ascensión al Cebreiro.
En este tramo los reyes empezaron a toparse con un mundo muy peculiar, el de
los peregrinos, plagado de pobres y enfermos que aprovechaban el encuentro para
pedir alguna limosna. El limosnero nos ha transmitido retazos de sus fugaces
huellas, como el de aquella vieja que fue a Jerusalén,
o el matrimonio de romeros que traían un niño en una canasta a las espaldas,
sin olvidar a otros peregrinos que se hacían los encontradizos para recibir
algo.
La
comitiva se detuvo en el santuario del Cebreiro para
conocer con detalle el Santo Milagro eucarístico. Isabel y Fernando se
sintieron admirados ante la narración de los monjes, que pintaban con gran
colorido el sentido de la presencia eucarística en aquel lugar inhóspito. La
impresión del relato les llevó a encargar un recipiente de cristal y plata para
que las reliquias fuesen veneradas con mayor seguridad. También admiraron la
talla de santa María que, según se decía, había inclinado la cabeza con
reverencia ante el milagro. Cuenta una tradición posterior que los reyes
quisieron llevar consigo la reliquia en su viaje a Compostela, puesto que la
iglesia donde se custodiaba no guardaba la suficiente dignidad, pero los
caballos se negaron a proseguir más allá de Pereje;
cuando los mozos de espuelas dejaron de tirar de las riendas, los caballos
regresaron al Cebreiro. Al margen de las leyendas, se
puede comprobar el interés de los monarcas fue revitalizar el culto del
santuario. Del papa Inocencio VIII consiguieron los permisos necesarios para
restaurar la hospedería y el hospital, cosa que se alcanzó unos años más tarde
bajo el pontificado de Alejandro VI, cuando se incorporó el santuario al
monasterio de San Vicente de Monforte.
La
comitiva prosiguió su andadura a lo largo de lo restantes jalones del Camino - Triacastela, Sarria, Portomarín, Melide- hasta llegar a Compostela el 21 de septiembre. En
aquellas jornadas de marcha, hechas a lomos de caballerías o en andas, fue
aumentando el número de limosnas; lo habitual era medio real o un real por
persona, aunque algunos recibían algo más, como los cuatro reales que recibió
un inglés en Portomarín. La estancia en la urbe se
prolongó unos veinte días, hasta el 6 de octubre, y hubo tiempo para hacer una
breve escapada a la villa de Padrón. Si las limosnas a los peregrinos habían
sido más o menos habituales a lo largo de la marcha, en la urbe se convirtieron
en un torrente continuo, sobre todo el día que los reyes escogieron para hacer
la ofrenda al Apóstol: frailes de variadas observancias, romeros de todas las
procedencias, pobres y enfermos, instituciones y conventos, jóvenes y ancianos,
todos trataron de conseguir algo de los reyes. Entre los extranjeros
predominaban los ingleses.
La
estancia regia en la ciudad tuvo consecuencias muy importantes para Compostela,
el Camino y el reino de Galicia. El proyecto de levantar un gran hospital real,
por ejemplo, fue una de las decisiones más sobresalientes. Los peregrinos
pobres y enfermos solían acogerse en los pequeños hospitales medievales que
había diseminados por la ciudad y sus contornos, pero en muchos casos no había
suficiente sitio ni medios para su mantenimiento. No era lógico que uno de los
grandes centros de peregrinación de toda la Cristiandad careciese
del adecuado soporte hospitalario. Los reyes encomendaron las gestiones a uno
de sus hombres de confianza, don Diego de Muros, que tomó a su cargo la
complicada tarea de reunir recursos, preparar los instrumentos jurídicos y
buscar el solar más adecuado. Sus desvelos duraron bastantes años pero se
vieron recompensados con la imponente mole que se levantó junto a la fachada
del Obradoiro, el célebre “Hostal de los Reyes Católicos”,
que hoy es símbolo de excelencia turística. Habría de ser durante cuatro siglos
la gran institución hospitalaria de Galicia.
No
sabemos con certeza si el patrocinio regio sobre el Camino se tradujo o no en
un incremento de las peregrinaciones. Sí hay constancia, al menos, del interés
personal de Isabel y Fernando en cuidar sus aspectos más materiales. Uno
importante se refiere a la seguridad física de los peregrinos, muy maltrecha
por los abusos que se cometían desde las fortalezas próximas a los caminos que
conducían a Compostela; la orden de derribar castillos o de controlar el
armamento que se guardaba en ellos demuestra que la corona entendía este
problema como una cuestión complementaria al bandolerismo nobiliario que
estaban tratando de atajar los cuadrilleros de la Hermandad. La reina
también tuvo noticia de otro peligro añadido, el de los franceses que se
acogían al estatuto de peregrino para infiltrarse en sus reinos o para recabar
información; finalmente optó por dejar abiertas las rutas a todos los que
quisiesen acudir a la tumba del Apóstol. Esta actitud no eludía los riesgos que
se derivaban del espionaje, y de hecho se dio la orden de fortificar las villas
costeras en previsión de los ataques de la piratería francesa, quedando a salvo
el derecho individual de los penitentes que desde toda Europa deseaban llegar
hasta Galicia en viaje penitencial.
La
protección dispensada al culto jacobeo tuvo, por último, otra dimensión muy
relacionada con el título de “católicos” que el papa Alejandro VI concedió a
los reyes en 1496. Para entender el significado exacto de esta expresión hay
que tener en cuenta la preocupación europea durante la segunda mitad del siglo
XV ante la amenaza asfixiante de los turcos en el Mediterráneo y en los
Balcanes; esa preocupación se había convertido en verdadero pánico tras la
conquista otomana de Otranto en 1480, porque aquel
enclave estaba en la misma península itálica. Los llamamientos de los
pontífices a una nueva cruzada habían caído en saco roto y todo parecía indicar
que la Cristiandad
estaba abocada a un desastre de proporciones apocalípticas, a semejanza de lo
que había ocurrido con la caída de Constantinopla en 1453. En esta atmósfera
tan cargada de pesimismo sólo llegaban buenas noticias desde la península ibérica
gracias a los avances en territorio granadino; por eso es fácil de entender el
significado de algunos premios pontificios de aquellos años, como la espada que
el papa le entregó al conde de Tendilla en 1486 o la célebre Rosa
de Oro que la propia
Isabel recibió en 1490. El entusiasmo se desató cuando llegó
la noticia de la conquista de Granada. La euforia se extendió por Alemania,
Inglaterra, Francia, Borgoña e Italia, y muy especialmente por la ciudad de
Roma, donde se anunció la noticia con el redoblar de las campanas del Campidoglio y con todo tipo de celebraciones profanas y
religiosas. El dramaturgo Carlo Verardi
estrenó por aquellos días una obra titulada Historia Baetica,
en la que se escenificaba la caída de la capital granadina; entre los poetas
que compusieron obras laudatorias destaca Ugolino Verino, que imprimió una serie de poesías que circularon
con profusión por toda Italia. No es extraño que en esta atmósfera un tanto electrizada se llegaran a
propagar notables exageraciones como, por ejemplo, considerar al rey aragonés
como un nuevo Fernando III el santo, o pensar que la reconquista de
Granada preludiaba la
de Jerusalén.
Isabel
y Fernando se convirtieron, gracias a sus éxitos granadinos, en protagonistas
natos de la escena política europea e italiana. La misma elección de un papa
español en 1492, el valenciano Rodrigo de Borja (o Borgia),
con el nombre de Alejandro VI, no se entiende sin esta circunstancia tan
peculiar. Los reyes se dieron perfecta cuenta del valor “publicitario” que tenía
la Roma
pontificia como altavoz de sus empresas y se esforzaron en cultivarla lo más
posible. La protección dispensada al culto jacobeo encajaba muy bien en esta
línea de actuación, ya que Compostela era una de las grandes sedes de fundación
apostólica y uno de los principales centros de peregrinación de la Cristiandad. Cuando
se culminó la conquista de Granada, los reyes entregaron a la sede compostelana
los votos del reino recién reconquistado, como si quisiesen cerrar el círculo
de significados que unían la urbe con la unificación política de sus reinos. El
sentido que tenía la construcción del Hospital Real de Santiago no se comprende
en su justo valor si se prescinde de todos estos hechos tan cargados de
resonancias medievales.
La Real Audiencia
Pero no
bastaba con proteger las peregrinaciones o aplacar la inestabilidad interna de
la nobleza; para restaurar la normalidad del reino era preciso que los reyes
resolviesen algunos de los problemas endémicos del país como, por ejemplo, el
desequilibrio entre los dos estamentos más importantes del reino, nobleza y
clero. Vasco de Aponte escribía en los años treinta del siglo XVI que en
Galicia comenzó una época de grandes justicias con el reinado de los
Reyes Católicos. Con esa expresión trataba de explicar el impacto social que
tuvo la Hermandad
y más concretamente la Real Audiencia.
El clero -tanto secular como regular- era el principal
propietario de tierras, mientras que la nobleza era especialmente poderosa en
autoridad jurisdiccional. El resultado de este desequilibrio fue la
extraordinaria difusión de las encomiendas laicas sobre iglesias y monasterios:
los nobles amparaban las propiedades de la Iglesia frente a la rapiña de otros nobles y por
eso percibían parte de las rentas monásticas o se apropiaban de sus bienes
raíces. Lo peligroso de este sistema era que no había alternativa al poder de
la nobleza en el caso de que ésta sobrepasase los límites de la protección.
Este
problema venía de lejos y había llegado a ser agobiante para la infinidad de
monasterios que se repartían por toda la geografía gallega. Si en algo se
distinguía el reino de Galicia de los territorios vecinos era precisamente por
la densidad de propiedades eclesiásticas, bien fuese de titularidad monástica
-especialmente de benedictinos y cistercienses, aunque también de mendicantes-,
o bien de propiedad episcopal. Algunos cenobios eran muy antiguos y entre sus
fundadores o patrocinadores se contaban los linajes más eminentes del pasado
medieval gallego. Pero el antiguo patrocinio nobiliario, que fue muy generoso
en donaciones durante los siglos centrales de la Edad Media, se había
transformado en una losa insufrible con el paso del tiempo, porque los bienes
se habían fragmentado en un sinfín de encomiendas que usurpaban tanto los descendientes
de los fundadores como los nuevos clanes nobiliarios que habían prosperado a su
sombra.
Muchas
familias nobles dependían de las encomiendas para mantener su rango, pero muy
pocas guardaban documentos escritos con los que justificar la posesión: en la
práctica se transmitían a los herederos con absoluta normalidad, como si se
tratase de bienes pertenecientes al tronco familiar, de modo que el paso de las
generaciones no hacía sino complicar las cosas. Hubo muchos litigios promovidos
por los monasterios a lo largo de la época Trastámara,
pero las sentencias de los tribunales reales tardaban demasiado en llegar y por
lo general no se podían aplicar, si es que se dictaban, por culpa de la
oposición nobiliaria. Durante su estancia en Compostela, los reyes
comprendieron el verdadero alcance del problema y trataron de encontrar
soluciones eficaces, aunque el problema no tenía fácil remedio.
El
criterio que defendieron Isabel y Fernando fue el de hacer cumplir el derecho
frente a la política de los hechos consumados que planteaba la nobleza: en la
práctica esto se traducía en que los nobles beneficiarios de las encomiendas
reclamadas por los monasterios tendrían que demostrar con papeles sus títulos
de propiedad. No bastaba con alegar que sus antepasados siempre habían tenido
tal o cual encomienda: era preciso probarlo de forma fehaciente ante un
tribunal real, el de la Real Audiencia.
De este modo los reyes se convirtieron en la institución
arbitral por antonomasia de aquella Galicia surcada de reclamaciones entre los
dos estamentos preeminentes. Y esta decisión tuvo de por sí un enorme valor,
porque devolvió a su lugar de origen el papel arbitral de la monarquía, en
tanto que poder superior e independiente de nobleza y clero. Atrás quedaban los
tiempos en los que un linaje o un gran señor se amparaba en el favor momentáneo
de un rey o de un bando cortesano para imponer su autoridad. Ahora las cosas
habían cambiado en un sentido totalmente distinto, porque los oidores y
alcaldes de la Real
Audiencia no pertenecían a ninguno de los grupos en litigio,
sino que representaban la neutralidad de la corona a la hora de dictar
sentencia conforme a derecho. La consecuencia más inmediata que se derivó de
este principio fue el de hacer inviable la guerra privada y la usurpación
unilateral; si un caballero quería conservar una encomienda, tenía que ganar la
batalla en los tribunales, no en las emboscadas desde sus castillos, so pena de
perder ambas cosas, porque los cuadrilleros de la Hermandad se encargaban
de recordar en todo momento dónde estaba el límite de lo infranqueable.
La
implantación en Galicia de la
Real Audiencia acabaría siendo decisiva a largo plazo para la
resolución de estos antiguos problemas de fondo, aunque de momento las cosas no
se arreglaron de la noche a la mañana. Había un problema especialmente
preocupante: si se arrebataba a la nobleza el caudal de las encomiendas
monásticas se corría el riesgo de quebrar irremisiblemente su estatus social y
económico. Por otro lado, no se podía pasar por alto que la vida interna de los
monasterios también estaba profundamente relajada; de poco serviría reconstruir
los patrimonios materiales de las comunidades de religiosos si éstos no
recuperaban la función para la que habían sido dotados. Entre las corruptelas más
escandalosas destacaba la abundancia de concubinas y barraganas.
Era imprescindible acometer una reforma de la vida monástica en paralelo a la
restauración material, pero sin incurrir en la quiebra del estado nobiliario.
Para mayor complicación, había que tener en cuenta la opinión y las decisiones
de Roma en todo el proceso de reforma, porque la vida monástica y sus reglas
internas era competencia de la Santa Sede.
El gobernador Diego López de Haro presentó todas estas cuestiones
durante su viaje a la curia pontificia en 1484. En este punto concreto tuvo una
gran importancia la política reformadora de los reyes, destinada a concentrar
la organización de los monasterios de todos sus reinos -incluidos los de
Galicia- en torno a unos cuantos cenobios que ya tenían consolidada la llamada
“observancia”, es decir, la regla monástica reformada. Los benedictinos, por
ejemplo, se acabaron integrando dentro de la Congregación
de san Benito de Valladolid.
A
medida que se empezaban a resolver ante el tribunal real los litigios entre
iglesia y nobleza, se fue afianzando la idea de separar las respectivas
funciones del gobernador y de la Audiencia. El primero se encargaría de tomar las
decisiones militares y administrativas, para las que necesitaba un cierto grado
de movilidad, mientras que el tribunal se ocuparía de llevar adelante los
procesos judiciales en un lugar más estable. De este modo se irían
especializando y separando ambas instituciones, hasta que en el siglo XVI se
produjo una mayor estabilidad de la Audiencia, aunque rotando entre las principales
ciudades y villas del reino de Galicia.
El esplendor de los
Fonseca
Las
transformaciones de la Galicia
del siglo XV estás unidas a algunos grandes personajes de enorme peso político
y cultural que brillaron con luz propia en los ambientes cortesanos y en la
sociedad de su tiempo. Los casos más llamativos son los arzobispos
compostelanos del linaje de los Fonseca y que se llamaron del mismo modo,
Alfonso o Alonso; los historiadores actuales suelen distinguirlos con un
ordinal (I, II y III) para evitar confusiones con la homonimia. Un antiguo
historiador compostelano, Salustian Portela Pazos, publicó uno de sus más famosos libros
precisamente con el título Galicia en tiempo de los Fonseca, dando a
entender que la personalidad de estos prelados forjó, de alguna manera, el
destino del reino. Sin embargo sería erróneo considerar la vertiente gallega de
estos prelados como algo exclusivo de sus biografías, porque en realidad todos
ellos tuvieron una vocación universal en lo político y una proyección señorial
en otros marcos geográficos, como bien puede verse en Salamanca, Toro, Zamora,
Tierra de Campos o Andalucía. Los Fonseca se comportaron de un modo muy
semejante al resto de linajes de la época, para los que la carrera eclesiástica
y el servicio al rey se compaginaban perfectamente con la promoción del propio
linaje en todos los lugares posibles.
Los
Fonseca del siglo XV eran de estirpe portuguesa. Procedían de uno de los
caballeros más célebres del exilio lusitano en la corte de los Trastámara, Pedro Rodríguez de Fonseca, consejero y aposentador
mayor de Juan I de Castilla y de su segunda mujer, la reina doña Beatriz de
Portugal. Don Pedro y su familia lo perdieron todo en su patria de origen tras
el triunfo de Juan I de Avís en 1385, cuando la
batalla de Aljubarrota sentenció a muerte el destino
de la primera dinastía portuguesa. El exiliado y sus hijos se acomodaron a la
nueva situación de la mejor forma posible y buscaron el modo de salir adelante
sirviendo al rey, cursando la carrera eclesiástica o buscando matrimonios de
conveniencia. En esta estrategia coincidieron con lo que solían hacer casi
todos los nobles de su tiempo. Dos de los hijos del exiliado emparentaron con
los Ulloa de Toro, un linaje que tenía una remota ascendencia
gallega. Juan
Rodríguez de Fonseca se casó con María de Ulloa, y Beatriz Rodríguez de Fonseca hizo lo propio con
el doctor Juan Alfonso de Ulloa, un hombre importante en la corte de Enrique
III y Juan II. Los arzobispos Fonseca proceden de esta doña Beatriz Rodríguez,
y por eso las malas lenguas le acabaron poniendo el mote de la santa madre
iglesia. Uno de sus hijos fue Alonso de Fonseca I, más conocido como el
viejo, que en 1460 fue promovido a la sede de Santiago cuando ya ocupaba la de Sevilla.
Fonseca
I no dejó demasiadas huellas en Galicia por su dedicación casi exclusiva a los
asuntos de la corte en tiempos de Enrique IV. El cronista Alonso de Palencia
llegará a decir de él que “demostró más astucia en los falaces negocios
mundanales que afición a los cuidados de su pastoral ministerio”, y hay
bastante de verdad en estas palabras tan poco lisonjeras. Da la impresión de
que el rey quiso aprovechar sus vínculos familiares con los Ulloa para imponer
la autoridad en la Tierra
de Santiago, muy alterada por las luchas nobiliarias durante los años sesenta.
Una vez lograda la pacificación, al menos de forma momentánea, se volvió a su
sede sevillana, pero antes de irse dejó a su sobrino
homónimo (Alonso de Fonseca II, el joven) como titular de la mitra
compostelana.
Fonseca
II dejó una huella mucho más visible que la de su tío en los asuntos gallegos,
sobre todo por su larga permanencia en la sede. Fue testigo y actor principal de los
turbulentos sucesos del reinado de Enrique IV e Isabel I, y su protagonismo fue
decisivo para el triunfo de la causa isabelina en Galicia durante la Guerra de Sucesión. Sus
primeros años en Compostela no pudieron ser más violentos, pues tuvo que
combatir a muerte con Bernal Yáñez de Moscoso, hasta
el punto de utilizar la catedral como campo de batalla. También le tocó vivir
como pocos la guerra irmandiña de mediados de los
sesenta, y después, en los setenta, tuvo que afrontar la hostil oposición de la
nobleza gallega, que deseaba a todo trance su expulsión del reino. La última
gran oleada de problemas vino durante la Guerra de Sucesión, en la que fue el gran puntal
de Isabel en Galicia, como ya queda dicho. Su lealtad no se vio recompensada
por los reyes, al menos como él hubiese querido, porque los asuntos quedaron en
manos de los nuevos gobernadores que, como en el caso de Acuña, imponían una
autoridad y una justicia que nada debía a los señores locales. Fonseca II fue
en realidad un quebradero de cabeza para los Reyes Católicos por su excesivo
personalismo, y por eso le ofrecieron una salida digna: la presidencia del
Consejo en 1481. A
partir de ese año residió habitualmente en Salamanca o en Valladolid, debido al
cargo de presidente de la Real Chancillería que recibió de los reyes en
1484.
Su
salida de Galicia no significó un desarraigo completo porque sus parientes y
allegados conservaron la red de cargos y fidelidades, al tiempo que uno de sus
hijos ilegítimos acabó ocupando la sede compostelana en 1507: se trata del
tercer Alonso de Fonseca, célebre por su mecenazgo en Compostela y en Salamanca
a comienzos del siglo XVI, y por su labor como consejero real con Fernando el
católico y el Emperador.
Los
tres arzobispos Fonseca se distinguieron por sus empresas culturales, aunque no
todos tuvieron los mismos perfiles
intelectuales ni promovieron la creación artística e intelectual con el mismo
empeño. Alonso de Fonseca I, que fue ante todo un cortesano muy próximo a
Enrique IV, tuvo entre sus protegidos al cronista Fernando del Pulgar, que nos
informa de su apego a los libros lujosos y caros. La actividad política le
granjeó tremendas enemistades, entre las que destaca el cronista Alonso de
Palencia, que llega a retratarle como “satélite del fraude”. La
biblioteca personal del primer Fonseca acabará parando finalmente en el
convento de san Ildefonso de Toro. Alonso de Fonseca II destacó por su amistad
con Nebrija y por su predisposición a las influencias
italianas que el célebre filólogo encarnaba como nadie, pero no dejó una
excesiva huella de su mecenazgo intelectual en la turbulenta Compostela
que llegó a regir con mano de hierro. Será el tercer Fonseca el que deje un
rastro imborrable en la ciudad que le vio nacer, como bien lo demuestran los
colegios que fundó -el de Santiago de Alfeo y el de
San Jerónimo- en la incipiente universidad fundada gracias a la iniciativa de
don Diego de Muros, con el que mantuvo importantes diferencias personales por
culpa del centro universitario.
La
proliferación de universidades y estudios generales, de la que Santiago es un
ejemplo importante, fue una de las iniciativas especialmente promovidas por los
Reyes Católicos para mejorar la preparación intelectual del clero de sus
reinos. La labor reformadora que promovieron los monarcas, en estrecha
colaboración con Roma, pretendía el impulso de la preparación intelectual tanto
del clero secular como del regular a través de instituciones docentes de
calidad. El cardenal Mendoza en Valladolid (con el colegio de Santa Cruz), el
cardenal Cisneros en Alcalá de Henares (con el Estudio General), Fonseca III en
Santiago (fundando el de Santiago de Alfeo) y
Salamanca (con los colegios Fonseca y san Jerónimo) y don Diego de Muros III
también en Salamanca (con el colegio de san Salvador), son ejemplos muy
conocidos. Todas estas fundaciones universitarias obedecían a un mismo deseo
(fomentar las reformas intelectuales y religiosas del clero) y procedían de un
mismo impulso, a saber, la monarquía “católica” de Isabel y Fernando. No es ninguna casualidad que la ciudad del Apóstol
apareciera entre el selecto grupo de centros universitarios de nueva planta.
De este
modo empezó a cambiar lentamente la fisonomía urbana de Santiago en aquel
turbulento período fonsecano. Porque el aspecto de la
ciudad dejaba bastante que desear, y sus calles y plazas tenían un aspecto
depauperado e insalubre que llamaba la atención de todos los visitantes que
llegaban a venerar el sepulcro del Apóstol; ésta fue la experiencia que
vivieron los propios reyes en su peregrinación del año 1486. Aún se tardaría
varios decenios en adecentar ese aspecto deprimente que tenía a comienzos del
XVI, pero la semilla del resurgimiento ya estaba echada.
La lengua del imperio
El
mecenazgo en Santiago y Salamanca de los grandes eclesiásticos que pasaron por
Compostela guarda un estrecho paralelismo con los proyectos culturales de los
Reyes Católicos, en los que hubo un especial interés por el uso de las lenguas
cultas en tanto que herramientas transmisoras de contenidos igualmente cultos.
El estímulo inicial nació del afán de emulación que sintieron los reyes ante el
brillo de los ambientes intelectuales italianos -sobre todo romanos-, donde la
monarquía católica estaba empezando a cosechar importantes éxitos
propagandísticos en la cristiandad de aquel tiempo. Los reyes promovieron un mecenazgo
propio en la Ciudad
Eterna que quedó simbolizado en la célebre iglesia de san
Pietro in Montorio, donde Bramante levantó su célebre
Templete, uno de los ejemplos más acabados del nuevo estilo arquitectónico que
estaba arrasando por todas partes. Pero no sólo se trataba de cultivar una
nueva arquitectura en aquella Italia llena de maestros; la propaganda regia
recurrió a otros ámbitos igualmente prometedores, como la imprenta, que hizo
posible la divulgación de sus hazañas y merecimientos.
Los
reyes quisieron brillar con luz propia en los exquisitos círculos de humanistas
que tanta gloria proporcionaba a sus respectivos mecenas, pero el reto tenía
algunas complicaciones. El mayor problema era que había que manejar con fluidez
el latín clásico e incluso del griego, y no era posible improvisar sobre la
marcha una buena formación intelectual. En esos ambientes un tanto elitistas se
miraba con cierto desdén al que sólo dominaba el latín eclesiástico de los
canonistas; y no digamos si el pretendido humanista sólo era capaz de dominar
la lengua vulgar de su reino de procedencia. El interés personal de la propia
Isabel por aprender el latín en compañía de Beatriz Galindo demuestra hasta qué
punto en el seno de la familia real se entendió la importancia del reto
intelectual. No se podía ser una persona verdaderamente culta sin un dominio
adecuado de una lengua culta; no se podía ser un verdadero mecenas si uno no se
desenvolvía con soltura en las lenguas de los humanistas. Por este motivo los
reyes alentaron a sus cortesanos más capacitados, ya fuesen laicos o clérigos,
para que estudiaran las lenguas clásicas y defendiesen las empresas de la
corona con la dignidad que exigían los rigurosos requisitos de la etiqueta
romana e italiana.
El
prestigio de las lenguas vernáculas era bastante escaso en aquella Italia
renacentista, porque ninguna tenía la suficiente riqueza expresiva como para
transmitir los valores del humanismo que se nutría de los textos de la Antigüedad. Esas
lenguas eran vistas con un cierto desinterés, pues parecían incapaces de servir
como soporte a los auténticos valores y conocimientos que se estaban rescatando
del mundo clásico. Es cierto que algunas pocas, como el italiano o el francés,
tenían un relativo prestigio y se habían difundido en algunos ambientes
cortesanos y cancillerescos, bien porque contaban con una mayor riqueza léxica
o porque estaban respaldadas por una tradición literaria de cierto nivel o,
simplemente, porque servían de soporte al poder de algún príncipe especialmente
poderoso. Cuando los reyes entraron a formar parte de ese grupo de monarquías
europeas de primer nivel entendieron que ellos debían hacer algo parecido. La
dificultad intrínseca que encerraba el conocimiento del latín clásico y del
griego reducía forzosamente el número de personas capaces de manejarlos con
soltura, pero el dominio de un romance culto podría -y debería- estar al
alcance de los cortesanos y de los burócratas; pero ¿qué romance habría que
emplear en la corte?
De todas las lenguas que se hablaban en la Península, los
reyes escogieron el castellano como vehículo principal del gobierno de la
monarquía y sus instituciones. En esta decisión pesó decisivamente el número de
hablantes y la extensión de su uso más allá de los límites de los reinos de la
corona de Castilla. En cierto modo, el castellano reunía unos rasgos peculiares
que no tenían otras lenguas, pues era una especie de “común denominador”
hispano, es decir, un marco de referencia para casi todos los súbditos de los
reyes, fuese cual fuese su procedencia. A esas alturas ya era el idioma español
por antonomasia. Hasta los mudéjares y judíos hablaban el romance castellano en
su vida cotidiana, dejando el árabe o el hebreo para el culto ceremonial.
Por
otra parte, desde la época de Alfonso X, el castellano se utilizaba
regularmente como lengua administrativa, legislativa y judicial en todos los
reinos de la corona castellano-leonesa por decisión expresa de la corona. El rey
sabio, que tanto se distinguió en el uso del gallego para sus composiciones
líricas, fue el responsable de esta elección como lengua de la monarquía en
todo lo relacionado con las funciones públicas del rey (como legislador, juez y
gobernante). Los códigos legislativos, los ordenamientos, las sentencias de los
tribunales, los documentos emanados de la cancillería regia, todos ellos
pasaron a estar escritos en castellano. Probablemente aquella decisión se
adoptó por un criterio de puro pragmatismo, porque a mediados del siglo XIII,
recién culminada la reconquista de Andalucía y Murcia, el castellano ya tenía
una mayor difusión que las demás lenguas, y además se había transformado en una
especie de koiné por los constantes préstamos e influencias de
todos los emigrantes que se desplazaban hacia el sur en busca de nuevas
oportunidades.
Sin
embargo, a fines del siglo XV, el castellano dejaba mucho que desear en cuanto
a su uniformidad. Los letrados, escribanos, notarios y jueces de cada lugar no
tenían muy claras las normas, entre otras razones porque no las había; sí que
existían formularios notariales y cancillerescos, pero sólo servían para
uniformizar el contenido y la estructura de los testamentos o de los documentos
reales, pero no aportaban una norma común gramatical, léxica o sintáctica. Por
este motivo las variedades locales eran abundantes. En esas condiciones era
difícil que el castellano se convirtiese en lengua culta, a pesar de la
tradición literaria que avalaba su trayectoria, porque no había certeza
respecto de sus reglas. En esta coyuntura se entiende mejor el alcance que tuvo
la obra de Nebrija, cuando publicó su Gramática
del castellano en 1492 y el primer Diccionario en 1495. El propósito del
autor era evidente: fijar las normas gramaticales y sintácticas para hacer del
castellano la herramienta que los reyes estaban tratando de aplicar a su
política y a sus proyectos culturales.
Nebrija escribió en su Gramática
unas palabras introductorias dirigidas a la reina, que muchos han tomado como
imperdonable declaración de guerra contra el resto de las lenguas peninsulares,
sobre todo cuando dice que la lengua fue compañera del Imperio. La
expresión suena mal, sobre todo si se lee fuera de contexto, porque nos
retrotrae a tiempos no demasiado lejanos, cuando se hicieron algunas relecturas
intencionadas de la frase. Pero conviene advertir que Nebrija
está hablando del latín cuando dice lo siguiente:
«... la
lengua fue compañera del Imperio; de tal manera lo siguió que juntamente
comenzaron, crecieron, florecieron y, después, junta, fue la caída de entre
ambos»
El
latín nació, creció y murió con el Imperio Romano. El esplendor de la
civilización fue posible, siempre según Nebrija,
gracias a la lengua culta que sirvió de soporte a sus leyes e instituciones. Lo
que les está ofreciendo a los reyes es, por tanto, una especie de plan cultural
para que las leyes, la justicia y la administración cuenten con un buen
vehículo de expresión capaz de ser utilizado en cualquier parte de sus reinos
y, de paso, mostrar la magnificencia y el esplendor de la monarquía. En suma,
una réplica a pequeña escala de la brillantez romana e italiana. Eso es lo que
entiende por lengua compañera del imperio cuando escribe esa frase en 1492. Por
otro lado, en ese año aún no se sabía si el viaje de Colón iba a terminar en
fiasco, o si la política en Italia iba a deparar algo que mereciese la pena, de
modo que ese “imperio” no es aún el imperio español del siglo XVI que vendrá
después; es el imperium de los clásicos
latinos, es la capacidad regia para informar el gobierno de la res publica.
Hoy
mucha gente piensa más o menos lo siguiente: ¿por qué los reyes no hicieron lo
mismo con el gallego, el catalán o el aragonés? ¿No estamos ante una evidente
discriminación? No parece que Isabel y Fernando se sintiesen especialmente
inclinados a plantear la cuestión en tales términos, ni que considerasen la
variedad lingüística de sus reinos como un problema. La respuesta parece estar
en una razón bastante más sencilla: los reyes buscaban una herramienta común
para entenderse -especialmente en el terreno político- con sus súbditos, y se
emplearon a fondo en depurar una que ya estaba sólidamente asentada.
Por lo
demás, los reyes jamás prohibieron el uso de las restantes lenguas
peninsulares, como se ha llegado a decir en alguna ocasión. Ni siquiera lo
hicieron con las lenguas de sus adversarios. La lengua materna de Isabel fue el
portugués, porque tanto su madre -Isabel de Portugal- como su aya -Beatriz de
Silva- eran portuguesas. Tampoco prohibieron el hebreo o el árabe; lo que en
realidad hicieron con sus respectivas minorías fue algo bastante más grave,
prohibir sus respectivos credos religiosos. Tanto el decreto de expulsión de
los judíos en 1492 como el de conversión forzosa de los mudéjares en 1500 nos
llevan a la verdadera preocupación del reinado, la cuestión religiosa, que fue
el principal proyecto unificador de los reyes para todos sus reinos.
La
importancia de esta materia en el siglo XV nos exige un especial esfuerzo de
comprensión, porque la pertenencia a la Iglesia se veía como el fundamento básico de la naturaleza
(lo que hoy conocemos como ciudadanía), a semejanza de lo que nos
acontece en la actualidad con el ordenamiento constitucional, donde se recogen
los derechos y deberes de los ciudadanos. El estatuto primordial de la persona
venía definido por el hecho de ser cristiano, y sobre ese cimiento se añadían
otros rasgos complementarios, como el estamento, el grado de sujeción al rey,
al señor del lugar o al concejo. De estos elementos emanaban los distintos
derechos y obligaciones de los estamentos, aunque entre todos formaban la
comunidad política, el regnum. La consecuencia
que se derivaba de este principio era que los miembros de otras religiones
-judíos y musulmanes- no tenían derecho a formar parte de la comunidad, no eran
realmente naturales del reino, por mucho que fuesen súbditos del rey.
Los Reyes Católicos uniformaron el estatuto jurídico de los naturales de sus
reinos por la religión cristiana y, en este punto, se mostraron inflexibles. La Inquisición fue
una de las herramientas diseñadas para alcanzar este objetivo, aunque Galicia
no conoció la instauración del tribunal del Santo Oficio hasta bien entrado el
reinado de Felipe II. La razón es bien
sencilla: la exigua población judía que había en algunas villas (como Ribadavia) desapareció sin dejar rastro, a diferencia de lo
que sucedió en otros reinos de la corona donde la población conversa siguió
siendo numerosa. Todas estas cuestiones podrán parecernos difíciles de
entender, pero encierran algunas claves importantes. Isabel y Fernando crearon una
especie de “común denominador” en todos sus reinos en el que destaca, por su
contundencia, el factor religioso, hasta el punto de excluir todo tipo de
disidencia. En cuanto al uso y difusión de la lengua “común”, las cosas fueron
algo diferentes, porque no se pretendía suprimir la diversidad, sino depurar y
elevar la calidad cultural que tenía esa herramienta que la corona empleaba con
sus súbditos.
La dureza de los
Sotomayor
Si los
Fonseca encarnaron bastante bien ese modelo acabado e ilustrado de prelados
compostelanos fieles a la monarquía, los Sotomayor representaron a la
perfección el caso opuesto, el de una nobleza cargada de rémoras medievales. No
es una casualidad que unos y otros militasen en bandos opuestos durante la
guerra civil y que después se enfrentasen en asuntos de variada índole.
El
caballero que mejor personificó el estilo duro y correoso de los Sotomayor fue
el célebre Pedro Álvarez de Sotomayor I, más conocido como Pedro Madruga,
debido a su proverbial costumbre de atacar de madrugada a sus enemigos. El
cronista Vasco de Aponte lo retrata como muy sutil y muy sentido en cosas de
guerra, muy franco y gentil con su gente pero, al mismo
tiempo, muy cruel con sus enemigos. Estaba dotado de una energía
sobrehumana y era capaz de las mayores hazañas y sacrificios; nunca dejaba de
hacer su propósito ni porque lloviese, ni nevase, ni helase, ni porque
hiciese todas las tempestades del mundo. Era un “todoterreno”
que sabía adaptarse a las circunstancias más adversas para salir airoso de las
dificultades, por muy duras que fuesen.
Don
Pedro tuvo que salir a flote desde muy joven. Era un bastardo
de una gran estirpe, aunque supo sobreponerse a la ilegitimidad de origen a
fuerza de tesón y energía. Su propósito fue reunir el patrimonio familiar en el
sur de Galicia y norte de Portugal -cosa que consiguió durante unos años muy
duros- e incluso aumentarlo, aunque para eso tuvo que enfrentarse a los obispos
de Tuy (como don Diego de Muros), a los linajes vecinos (los Sarmiento), a los
prelados compostelanos (los Fonseca) y a la misma corona.
Don
Pedro Madruga tuvo sus días de gloria durante la Guerra de Sucesión, hasta
el punto de intitularse como vizconde de Tuy y mariscal de Bayona.
Su poder en La Guardia,
Bayona, Vigo, Redondela, Pontevedra, Salvatierra y
Tuy era casi absoluto, y sus posesiones en Portugal -sobre todo en Melgaço y Camiña- le sirvieron
para dominar a placer la frontera del Miño. Sus
enemigos tuvieron que sufrir durante más de una década sus duras acometidas,
que solían saldarse con la completa humillación del vencido. Con demasiada
frecuencia encerraba en jaulas de hierro a los prisioneros ilustres, como
García Sarmiento, Fernán de Camba o el propio don
Diego de Muros, y de esa guisa tan original los paseaba por sus estados para
regocijo de sus súbditos o para placentera contemplación en las salas del
castillo de Sotomayor, como si se tratase de exóticos animales traídos de
lejanas tierras. Pero el ocaso del indómito caballero se empezó a fraguar tras
la firma del tratado de paz en 1479, cuando Isabel logró el reconocimiento de
Alfonso V. Sin embargo su final no fue inmediato ni pacífico. De hecho don
Pedro siguió presionando para recuperar sus dominios en el obispado de Tuy,
sobre todo frente a don Diego de Muros, que volvió a probar las delicias del
cautiverio a manos de su acérrimo enemigo. En 1482 el pobre don Diego fue
llevado de aquí para allá por los montes a base de pan de centeno y mijo, hasta
acabar dando con sus huesos en el aljibe del castillo de Fornelos; el desdichado
preso no tuvo más remedio que pagar una elevada suma de dinero para librarse de
las extrañas aficiones de su captor. La verdad es que el prelado debía de ser
persona de buen conformar porque, a la vista de su evidente delgadez, comentaba
con humor el alivio de peso que sentía en sus carnes.
El
final de don Pedro Madruga no tuvo la grandeza épica de Pardo de Cela;
no hubo martirio, sino una oscura intriga familiar en la que participaron su
propio hijo, don Álvaro de Sotomayor, y una tía algo altanera, doña Mayor, que
había sido la auténtica depositaria del señorío de Sotomayor. Todo sucedió muy
deprisa. A fines de 1483 don Álvaro irrumpió por sorpresa en el castillo de Sotomayor con
sus hombres para exigir a su padre la entrega de las propiedades familiares: la
respuesta que escuchó de sus labios fue, simplemente, que le quebraría un
palo en la cabeza . Pero ya no estaba en
condiciones de plantar cara a nadie, y menos a los de su propia familia. Tras
salir de Galicia, el viejo caballero se instaló en Portugal donde habría de
morir unos años más tarde rodeado del olvido y de sus recuerdos. Un tiempo
después circularon por Galicia historias contradictorias sobre las
circunstancias de su muerte; unos decían que murió de carbunclos, otros que fue
envenenado, y hubo quien afirmaba una última prisión. Por este relativo
misterio algunos han sospechado la existencia de una siniestra conspiración de
los Reyes Católicos para quitar de en medio a su viejo enemigo con la ayuda de
los parientes, pero esta supuesta trama pertenece más bien al mundo de la
historia-ficción.
Pero la
leyenda maldita del linaje resucitó unos años más tarde con las andanzas de un
nieto que se llamaba precisamente igual que el abuelo. En efecto, este Pedro
Álvarez de Sotomayor II será conocido popularmente como don Pedro el fratricida,
por ordenar el asesinato de su propia madre, Inés Enríquez de Monroy (condesa de Camiña) en
1518, un suceso que conmocionó el reino de Galicia justo antes de la Guerra de las Comunidades.
Vasco de Aponte nos lo pinta como hombre bien disposto
y de bon gesto, alegre, esforçado
que trataba bien a los suyos y ábile para
todo; sin embargo su habilidad no brilló demasiado cuando tuvo que
improvisar el modo de quitar de en medio a su pobre madre.
Don
Pedro el fratricida tuvo que resolver con ella ciertas diferencias por
el reparto de la herencia: hasta aquí nada de especial, sobre todo tratándose
de una tradición muy característica del país. Lo malo es que nuestro personaje
decidió zanjar la disputa al margen de los tribunales y por la vía más violenta
que cabe imaginar: la del parricidio. Planeó en compañía de su mujer -Urraca de
Moscoso- un siniestro plan para liquidar a la condesa en uno de sus
desplazamientos por el corazón de sus posesiones del sur de Galicia, y recurrió
al trabajo de unos vasallos que no tenían la preparación adecuada. Uno de
ellos, Domingo troitero, sabía pescar truchas
como un verdadero profesional, pero no andaba muy versado en el arte de la
emboscada; no obstante, fue fiel a las órdenes dictadas por su señor y puso los
cinco sentidos en la complicada misión en la que participaron otros dos
vasallos de don Pedro.
Lo
primera intentona consistió en sorprender a la condesa en el castillo de Fornelos para
tratar de estrangularla en un audaz golpe de mano, aprovechando que no había
guarnición dentro de la
torre. Los sicarios se apostaron en las inmediaciones de la
torre y esperaron cerca del puente levadizo, ocultos entre unas retamas, pero
la paciente espera no sirvió de nada. Al final no hubo forma de entrar porque
unos niños que andaban jugando ante la puerta de la torre cerraron el portón.
Los frustrados asesinos regresaron cabizbajos a la casa de su señor, en Mourentán, y le comunicaron con desconsuelo su fracaso.
Pero don Pedro no se echó atrás: «gran lançe
herraste en matarla, mas avemos de procurar todo lo
que podieremos por matarla, que quedamos perdidos» , le dijo al pobre truchero, que
no veía la forma de escurrir el bulto. Tenían que intentarlo de nuevo.
El
domingo de Ramos se puso en marcha la segunda tentativa: había que aprovechar
el inminente viaje a Castilla de la condesa para matarla a saetazos por el
camino. Dicho y hecho. El único problema es que el pobre truchero no sabía
tirar con ballesta, y por eso hubo que improvisar unas prácticas de emergencia
contra una piedra del camino. Con semejante preparación técnica los conjurados
se pusieron en marcha.
El
lunes santo dieron, por fin, el tan ansiado golpe de mano. Se apostaron en el
camino, detrás de una tapia, y aguardaron en silencio la llegada de la víctima. Cuando
divisaron la comitiva, prepararon las ballestas. La condesa iba a lomos de una
mula e iba acompañada de cinco peones. La sorpresa fue absoluta: el truchero le
acertó en el muslo y su acompañante en la espalda. No intentaron
rematarla porque los peones de doña Inés respondieron de inmediato con sus
saetas. La pobre condesa iba gritando « o qué mal feyto, qué mal feyto » , y
se refugió en una casa que había junto a la iglesia de Arbo,
mientras que el truchero y su amigo huían a toda prisa del lugar. Una vez
pasado el susto, el truchero procuró tranquilizarse pescando con una barca en
el Miño, mientras que su compinche se echaba a dormir
en el monte. Pero la pesadilla no había terminado porque el atentado había sido
un éxito sólo a medias: doña Inés era dura como el pedernal. Don Pedro el fratricida estaba dispuesto a
terminar con la vida de su madre a cualquier precio y de nuevo puso en marcha a
sus sicarios. Había que rematarla en la casa del cura.
Y a la tercera fue la vencida. Los asesinos
aparecieron provistos de ballestas y espadas para concluir un “trabajo” que
parecía no tener fin. No tuvieron la más mínima piedad con la malherida
condesa, que yacía en la cama del piso superior en compañía de algunas mujeres,
entre las que estaba su nuera, Urraca de Moscoso. A la nueva rociada de
venablos le siguió una serie mortal de estocadas y mandobles: el cuerpo quedó
literalmente descuartizado. Como es natural, la terrible noticia corrió como la
pólvora.
La
Real Audiencia tuvo que tomar cartas en el asunto y designó un
juez para informarse del hecho, el licenciado Vinuesa. Don Pedro se apresuró a
recibirle en sus tierras de Sotomayor, aparentando un total desconocimiento de
los hechos, pero las pesquisas dieron en seguida resultados comprometedores. La
maquinaria judicial se había puesto en marcha y ya no se detendría hasta
desenmarañar los flecos de la intriga, en la que tuvo un peso especial el
temible juez Ronquillo. Don Pedro el
fratricida y su mujer huyeron a Portugal y los sicarios fueron detenidos a
lo largo de las siguientes semanas. El pobre truchero fue capturado e
interrogado; antes de subir al patíbulo cantó de plano dando todo tipo de
detalles. Resultaba evidente que la maldad de don Pedro y su mujer exigía un
escarmiento ejemplar. La sentencia de Ronquillo dictó la pena de muerte para el
fratricida y la confiscación de todos los bienes del matrimonio, pero Urraca de
Moscoso logró, misteriosamente, que la corte le devolviese el patrimonio
familiar en 1527. Entre tanto, don Pedro
tuvo que vivir en Portugal y en Italia, donde se acabó enrolando en una de las
capitanías del Emperador, la que mandaba el conde de Altamira. Aquello le
sirvió para escapar de las manos de la justicia, aunque no pudo volver a
Galicia.
Sin
embargo no pararon aquí sus fechorías. Durante aquellos años de ocultamiento
don Pedro el fratricida creó una tupida red de fidelidades con los
Moscoso de Altamira para defenderse de las reclamaciones judiciales de la mitra
compostelana, que les reclamaba una parte considerable de tierras en Pontevedra
y Tuy. No se les ocurrió idea más brillante que falsificar de forma sistemática
todo un repertorio de escrituras (donaciones, compraventas, testamentos, bulas)
para demostrar ante la
Real Audiencia la legitimidad de sus derechos de propiedad.
Recurrieron a los servicios profesionales de un monje benedictino de Paderne, un verdadero experto en pergaminos, tintas,
escrituras y diplomas. Pero el complot fue descubierto y los oficiales de la Real Audiencia se
emplearon a fondo para desenmarañar la trama de documentos falsificados. Al
final resultó que los Sotomayor (tanto los de Camiña
como los de Lantaño) y los Moscoso, entre otras
familias ilustres, como los Ozores, aparecieron
involucrados en una estafa documental de proporciones descomunales.
Fue el
alcalde Romero quien dio con la clave de la trama durante el registro que hizo
por sorpresa en el castillo de Sotomayor, en agosto de 1531, donde se
encontraba Urraca de Moscoso custodiando los papeles familiares. Se descubrió,
entre otras cosas, que don Pedro el fratricida había comprado un sello
pontificio en Roma con el que remataba sus excelentes falsificaciones de las
bulas papales. Todo un prodigio de profesionalidad, justo al revés que en el
turbio asunto del asesinato de su madre.
El
escándalo documental fue mayúsculo y salpicó el honor de varios linajes de
rancio abolengo, de modo que el desprestigio acabó afectando al conjunto de la
nobleza gallega. Por todas partes cundía la impresión de que los linajes de
mediano o gran nivel hacían más o menos lo mismo que los procesados, porque a
todos ellos les faltaba la suficiente apoyatura documental con la que demostrar
sus bienes y derechos. A esas alturas de siglo parecía evidente que la nobleza
gallega no estaba en condiciones de soportar una sistemática campaña de acoso
judicial. Si los oficiales de < la
Audiencia aplicaban a rajatabla la ley, muchos hidalgos y
caballeros acabarían por perder unas propiedades que durante generaciones
habían servido para sostener el prestigio del linaje. No era prudente proseguir
por ese camino. Al final la corona decidió que los bienes que se habían
disfrutado desde tiempo inmemorial podrían pasar a propiedad de esa nobleza
acorralada que carecía de papeles. En esta atmósfera un tanto cargada de sospechas
y desprestigio Vasco de Aponte quiso componer una de las historias más célebres
con que hoy contamos para conocer la
Galicia del siglo XV: es el Recuento de los antiguos
linajes del reino de Galicia, que vio la luz a finales de los años veinte
del siglo XVI, donde se describe un completo panorama de la nobleza gallega que
vivió aquellos años turbulentos.
Sin
embargo hacia 1530 ya se estaban abriendo de par en par nuevos horizontes de
futuro para la nobleza del país: las guerras en Europa y las tierras
americanas. Los hidalgos y los segundones tenían ante sí la elección: o
labrarse un futuro en los campos de batalla bajo los estandartes del Emperador,
o buscar fortuna allende la mar. Tanto en un caso como en otro las
posibilidades de promoción eran bastante más alentadoras que permanecer
apegados al viejo solar de la familia. Mientras que los más osados se lanzaban
a la búsqueda de un nuevo destino, los más conservadores permanecieron a la
sombra de las viejas torres, a las que ya se les notaba una tímida aunque
visible transformación: a las troneras, matacanes y almenas de antaño se
añadían ahora salas más amplias y confortables. La Galicia de los pazos estaba empezando a despuntar sobre el añoso tronco de
las antiguas fortalezas. El reinado de los Reyes Católicos estaba dando paso a un
tiempo de oportunidades que en poco tiempo harían olvidar las viejas y
ancestrales luchas entre clanes.
·- ·-· -······-·
César Olivera Serrano
Para saber más
La
mejor explicación de los sucesos y actores de aquella Galicia convulsa se
encuentra en José García Oro, Galicia
en los siglos XIV y XV, 2 vols., (Fundación Barrié: Colección Galicia Histórica, La Coruña, 1987). Este
mismo autor, en compañía de María José Portela Silva, ha publicado recientemente Los Reyes Católicos y
Galicia, (Xunta de Galicia: Consellería
de Cultura, 2005), donde se analiza el origen de la Real Audiencia y sus primeras ordenanzas. El estudio más
completo sobre los primeros gobernadores y la misma Audiencia puede verse en
Laura Fernández Vega, La Real Audiencia
de Galicia, órgano de gobierno del Antiguo Régimen, 3 vols. ( La Coruña, 1983). La
huella de los Fonseca puede verse en numerosos autores del último medio siglo; un
libro actualizado que contiene sobre todo una abundante colección de documentos
es el de José García Oro y María
José Portela Silva, Os Fonseca na Galicia do Renacemento: da
guerra o mecenado (Noia:
Toxos Outos, 2000). Sobre
el viaje de los reyes a Compostela puede verse Eloy Benito Ruano, El libro del limosnero de Isabel la Católica
(Madrid: Real Academia de la Historia,
2004). El origen y construcción del Hostal de los Reyes Católicos Andrés A. Rosende Valdés, El grande y real hospital
de Santiago de Compostela (Santiago de Compostela: Consorcio de Santiago,
1999). Para conocer mejor la importancia del mariscal Pardo de Cela pueden ser
útiles las actas de las I Xornadas de Estudios da Mariña Central. O Mariscal Pardo de Cela e o seu tempo (Lugo: Diputación, 2006). El célebre relato
de Vasco de Aponte, redactado hacia 1530, puede verse en el Recuento de las
casas antiguas del reino de Galicia (edición de Manuel C. Díaz y Díaz,
Santiago de Compostela: Consello da Cultura Galega, 1986). Si el lector desea contar con una buena
visión de conjunto sobre la época de los Reyes Católicos, nada mejor que leer a
Luís Suárez Fernández en
cualquiera de sus libros sobre Isabel y Fernando; puede valer, entre los más
recientes, Isabel I, reina (1451-1504), que le valió el Premio Nacional
de Historia 2000 (Barcelona: Ariel, 2000).
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