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Rectificación metapolítica de la
democracia
por
Primo Siena
La reformulación de un nuevo proyecto democrático no puede ignorar que la crisis institucional y funcional que ha afectado la democracia moderna, fue originada principalmente por la confusión entre los conceptos de soberanía política y soberanía social, ambos pertenecientes a la persona
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De la democracia como problema a la crisis de la
democracia
La democracia es un problema que espera
solución desde su misma formulación semántica inicial como "gobierno del
pueblo". De hecho, el acercamiento etimológico al vocablo es decepcionante
porque su significado puede ser interpretado de maneras muy distintas, como ha
observado el politólogo francés Alain de Benoist ;
mientras que el catedrático italiano Giovanni Sartori, agrega: "Empezando por una paradoja, podríamos decir
que democracia es un nombre enfático de algo que no existe" , reiterando así un
concepto ya expresado por Bertrand de Juvenel en su célebre Du pouvoir: "Toda
discusión acerca de la democracia - tanto los argumentos favorables como
los contrarios - está condenada al fracaso,
supuesto que no se sabe de que se habla" .
Muy conocida también es la célebre definición, algo cínica,
de Winston Churchill: "La democracia
expresa el peor de los sistemas, con la excepción de todos los demás".
El mismo Jacobo Rousseau, considerado uno
de los padres nobles de la democracia moderna, admite que su proyecto
democrático no es de fácil actuación, presuponiendo ciertas condiciones
posibles sólo en una sociedad simple, de dimensiones limitadas como aquellas de
la antigua polis griega o de las comarcas suizas del siglo dieciocho.
Partiendo desde la
presunción teórica que la libertad del hombre estaría trabada por el desarrollo
de la sociedad, Rousseau
fundamentó la necesidad de un "pacto social" que permitiera al
individuo de conservar su identidad pasando desde una condición natural
insegura hacia uno status que garantizara su seguridad en el entorno
social. A cambio de la seguridad implícita en el pacto social, el
individuo renuncia a su libertad ilimitada en favor de una entidad dotada de
soberanía colectiva: la voluntad general. Esta "voluntad general" - a
la cual todo individuo debe someterse - constituye, según Rousseau, la expresión del cuerpo social en su
conjunto, integrado por cada individuo que participaría así a la
formación de la autoridad política del Estado.
Obedeciendo de este modo a la voluntad
general, el individuo obedecería también a sí mismo; y cada limitación individual en beneficio de la
"voluntad general" produciría el bien común y la utilidad pública
en provecho de todos.
En el contexto social complexo del mundo
actual, la democracia esbozada por Rousseau resulta un proyecto inadecuado: fetiche incapaz de enfrentar y solucionar
satisfactoriamente la problemática de una sociedad cada día más
complicada, donde la tecnología audiovisual y cibernética interviene de manera
incisiva en la expresión individual y colectiva que, conforme al canon
fundamental de la democracia actual constituye la "voluntad general":
piedra angular del contrato social sobre el cual descansa el
"gobierno del pueblo" (deducido de la antigua fórmula helénica: demos
kratós, que significaba más bien "fuerza brotada desde el pueblo"
o "fundada en el pueblo").
El politólogo anglo-alemán Rolf
Daharendorf ha puesto en tela de juicio la teoría del "contrato
social" postulada por Jacobo Rousseau y que - como se sabe - ha marcado el
rumbo de la democracia moderna, desde la
Revolución francesa hasta nuestros días. Ha escrito al respeto Daharendorf:
"Antes de todo, el contrato social lleva una historia
bastante fluctuante, por lo tanto se explica muy bien porque alguien se espanta
cuando escucha alguna referencia a eso"; y más adelante observa: "Los
contratos sociales se han revelados utopías de corta vida y caricaturas
igualmente efímeras" .
En conclusión, Rolf Daharendorf - notable exponente del pensamiento neoliberal,
dicho sea de paso -tiene serías dudas que la democracia futura tenga que
fundamentarse todavía sobre el principio del "contrato social" para
poder salir de la crisis que la involucra frente a la problemática puesta a la
sociedad contemporánea por la irrupción masiva de la tecnología cibernética e
informática y de la globalización.
Las dudas de Daharendorf son compartidas,
además según un espectro más amplio, por diecinueve investigadores
norteamericanos quienes en 1996 se reunieron en la universidad de Virginia para
examinar que futuro se depara a la democracia contemporánea a partir de la
aseveración común que la democracia estadounidense en la actualidad sufre de
excesiva corrupción e individualismos, mientras carece cada días más de
autoridad moral y sentido cívico, como destacaba Jean Bethke Elstain, autora
del ensayo Democracy on Trial (1995) donde se denuncia además que
los antiguos valores cristianos ya no guían las conductas de los ciudadanos y, entre ellos, especialmente las jóvenes
generaciones.
La degradación progresiva de la sociedad
democrática constituye también el tema central del libro póstumo de Cristofer Lasch The
Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy (1994). En este libro - verdadera declaración sobre el porvenir
de la sociedad norteamericana - el historiador y crítico social estadounidense,
considera que la democracia en los Estados Unidos padece de una profunda crisis
existencial por culpa de una "cultura sumisa" donde los valores se
reducen a epifenómenos de un mercado que se siente "libre" en la
medida en que se hace "libertino". De aquí el hecho que, despojado de
los valores éticos, el sistema democrático hodierno, moldeado según los
criterios de la "sociedad de consumo" vigente en los Estados Unidos y
exportado en el resto del mundo - caiga en la apatía y en la irresponsabilidad,
acabando en la intemperancia y la vulgaridad.
El problema de la democracia en
la modernidad ha acabado, entonces, según la gran mayoría de sus exegetas, en una "crisis" de la
democracia.
En efecto la democracia heredada de la
revolución francesa se ha revelado una democracia individualista e inorgánica,
arrastrada por el mecanicismo de la partitocracia (es decir por el monopolio de
la representatividad democrática por parte de los partidos políticos) que
todavía no logra encauzar la complexa multiplicidad social de la era
contemporánea en un régimen auténticamente y dinámicamente representativo; come
atestigua la fuerte desafección hacia las actividades políticas partidarias y
los procesos electorales; desafección
manifestada por extensas capas sociales, especialmente las juveniles. De aquí las crisis recurrentes de los regímenes
políticos erigidos sobre las elucubraciones abstractas de la "voluntad
general" (sean ellos regímenes de corte vétero- liberistas o
vétero-socialistas) y que nos obligan a plantear una distinta
articulación política de la sociedad actual, acorde con la complejidad social y
los desafíos éticos, culturales y
socioeconómicos de nuestra era convulsionada. Lo que implica una reformulación de
la democracia, empezando por una aproximación histórica que nos permita ahondar
sintéticamente el significado original autentico de la democracia en el
contexto de la civilización greco-romana que la inventó y la experimentó.
Morfología de la democracia clásica versus democracia
moderna
Entre los antiguos griegos, el demos en
el cual radicaba la democracia, expresaba no el pueblo, come entidad indiferenciad constituida por individuos,
sino al pueblo organizado, radicado en un territorio determinado. El Demos,
entre los griegos, indicaba además el pueblo "distribuido" en los
barrios (los demí). En cierta medida
- como bien destaca al respeto Alain de Benoist - el demos coincidía con
el ethnos; por le tanto la democracia clásica era relacionada más
con la polis, es decir con la comunidad organizada, que con el hombre
individual. Tanto es así que el polites (el ciudadano dotado de
afiliación familiar y pertenencia social) conformaba la polis, pero no
el idiotes (el no-ciudadano, sin pertenencia o afiliación). La polis,
por consiguiente, era constituida sólo por quienes pertenecían a una
patria, tenían un territorio y guardaban un pasado .
Pero el polites griego
es también eleutheros, esto es: hombre libre. El vocablo griego eleutheros
- como el latino líber - deriva del radical indoeuropeo leudh que
termina por designar la "gente", como atestiguaría la palabra del
idioma eslavo antiguo ljudú (pueblo) y el alemán leute (gente). Entonces, para los antiguos griegos la
palabra libertad no evocaba la emancipación desde una determinada
colectividad; el vocablo "libertad" más bien destacaba el sentido de
activa pertenencia a la polis (es
decir: participar y debatir en las asambleas ciudadanas, votar las
magistraturas políticas, etcétera).
De aquí se desprenden unas enseñanzas que todavía
están vigentes.
Primero, < Al lado de la "libertad-autonomía" de la
persona individual existe la "libertad-participación" del ciudadano
ejercida al interior de la polis por el demos.
Segundo. Condición previa existencial de la libertad, es la
independencia de la polis que garantiza la libertad del pueblo (el demos) y
ampara, a su vez, la libertad del ciudadano (el polites), porque no hay
hombres libres en una sociedad que carezca de libertad.
Como nos enseña Cicerón, hasta la
legalidad brota de la libertad: Legum serví sumus ut líber esse possimus "Somos
servidores de las leyes para poder ser hombres libres" {Pro Cluentio, 53).
Tercero. Protagonista
principal de la democracia clásica no es el hombre uti singulus - como
en la democracia
individualista moderna - sino el ciudadano uti socius; denominado
también "animal políticus" por
Aristóteles en cuanto "individuo social" y definido sucesivamente por
la antropología social del cristianismo "ser personal",
genéticamente orientado a relacionarse con los demás para realizar con ellos
la Civitas en su máxima potencialidad. Mediante este sentido de la
comunidad, fortalecido por los mitos, la
religión, las tradiciones, el ciudadano de la democracia clásica alcanza su plenitud
existencial de hombre libre .
Cuarto. Para los griegos la igualdad es
"medio" y no "causa" de la democracia; por lo tanto la
igualdad política, deriva del hecho de pertenecer al pueblo, porque los hombres
libres - a pesar de sus diferencias naturales y sociales - todos son, en la
misma medida, ciudadanos de la polis. La igualdad de derechos civiles y políticos no reflejaba entonces una
imposible igualdad de naturaleza o de derechos universales e
imprescriptibles del hombre.
También Rousseau tendrá después que
reconocer que hay sociedad porque hay muchas formas de desigualdades:
desigualdades de poder, de prestigio, de autoridad.
El proceso
histórico ha demostrado ad abundantiam la inexistencia de un régimen
político donde libertad e
igualdad absoluta puedan coexistir, sea a nivel individual o grupal, por
tratarse de nociones antitéticas, ambas destinadas a contradecirse y destruirse
mutuamente. En efecto, la libertad absoluta elimina la igualdad; y a su vez la
igualdad anula la eficacia de la libertad.
La antinomia
practica entre igualdad y libertad, insita en la democracia igualitaria moderna
postulada por la cultura de
la Ilustración, puede ser superada por la búsqueda de un equilibrio entre la
afirmación de la libertad y la eliminación paulatina de aquellas inigualdades
que impidan al ciudadano el ejercicio de sus libertades civiles y de sus
derechos políticos, como eran entendidos y practicados ya en la polis griega
y en la civitas romana.
En ese sentido, la igualdad cesa de ser el fetiche
abstracto de la utópica declaración de principios proclamados por la revolución
francesa; y regresa a ser - como para los antiguos - una complementación de la
efectiva libertad del hombre libre (esto es: eleutheros).
Quinto. La democracia clásica es una democracia holística:
nutrida por los valores de libertad, pertenencia,
participación; fundada sobre el concepto de comunidad orgánica y no de
un individualismo e igualitarismo abstractos, come en el caso de las
democracias modernas.
La conclusión
implícita de este sintético examen morfológico comparado, nos señala la
oportunidad de recobrar el
sentido esencial de la democracia clásica; pero no para repetir unas
experiencias del pasado, sino para revivir - adaptándolas a las múltiples
exigencias de la postmodernidad que nos apremia -una concepción del pueblo y de
la comunidad, obscurecida (según palabras del citado Alain de Benoist) por dos
mil años de igualitarismo, de racionalismo ilustrado, de exaltación del
"hombre sin atributos", extirpado de su pertenencia) .
Para una transformación radical de la democracia
moderna
La reformulación de un nuevo proyecto
democrático no puede ignorar que la crisis institucional y funcional que ha
afectado la democracia moderna, fue originada principalmente por la confusión
entre los conceptos de soberanía
política y soberanía social, ambos pertenecientes a la persona -
según la enseñanza del filósofo chileno Osvaldo Lira - en una doble
referencia social: ser elemento integrante del Estado que se caracteriza por poseer
jurisdicción universal en un ámbito territorial definido; y participar - al
mismo tiempo - a un conjunto de sociedades
subordinadas que, por ser intermedias entre las personas y el Estado, armonizan
1a "unidad que debe reinar en
el ámbito político con la variedad que debe reinar en la estructura
social" .
Considerando al individuo abstracto - y
no a la persona concreta dotada de libertad y autonomía - como la entidad
básica de la sociedad, la cultura de la Ilustración atribuyó al ciudadano una
soberanía ilusoria, luego absorbida en una "voluntad general" que
anula todas las referencias sociales concretas; como resultó evidente cuando la asamblea constituyente francesa -
decretando la supresión de los cuerpos sociales intermedios (14 de junio
de 1791) - dio inicio al proceso centrífugo que la democracia individualista
desató entonces en la sociedad contemporánea.
Puntualmente vigentes en las
civilizaciones normales de Oriente y de Occidente, los cuerpos intermedios
están presentes también en la realidad actual, tanto en el ámbito territorial
(comarcas, municipios, distritos, provincias, regiones) como en el
dominio social (familias, gremios, colegios académicos, asociaciones
culturales, organizaciones sociales voluntarias,, etcétera), pero sin poder todavía ejercer el rol participativo que les
corresponde en el molde institucional de la sociedad. De aquí la imperiosa
necesidad de restituir institucionalmente la soberanía social al
conjunto de los cuerpos intermedios, en el contexto de una democracia orgánica
y participativa, para neutralizar la centrifugación que ha pulverizado toda
institución destinada a promover el equilibrio y la armonía en la sociedad
organizada.
La soberanía social
resultará ser, pues, el necesario elemento integrador de la soberanía política
ejercida por
los organismos del estado sustentados en el sistema representativo plural de
los partidos.
Tal integración — extendiendo el
ejercicio de la libertad responsable y participativa desde la persona hacia los cuerpos intermedios - rescatará
finalmente la sociedad de las contradicciones liberticidas del tiempo presente,
donde las funciones específicas de la sociedad civil han sido usurpadas por la
tiranía sin rostro de la partitocrácia.
La oportuna distinción entre el Estado
(en cuanto expresión cumbre de la soberanía política) y la sociedad civil
radicada, por su grado de autonomía, en la persona pero constituida por los
cuerpos intermedios (expresión de las
libertades concretas personales y sociales) es perfectamente compatible con
la sociedad política expresada por el ejercicio institucional de la autoridad
del Estado.
En esta nueva articulación de la sociedad
y del Estado, el principio de soberanía, (tratase de la soberanía política o de
la soberanía civil) no puede originarse por "contrato" según el
modelo de Rousseau, como ha observado al respeto el politólogo italiano Marco Tarchi:
"Una trasformación radical de las
democracia que intenta apuntar a sobrepasar la crisis del sentido de existencia
y de acción colectiva que, hoy en día, invade toda estructura pública, tiene
que superar, antes de todo, la fórmula del contrato social" - afirma
el politólogo italiano, agregando además: "Lo que une los integrantes de una colectividad humana - a la cual hay que
restituir la forma comunitaria - no es
un asunto de utilidad o la garantía de supuestos derechos preexistentes a la
formación de una vida en la multitud, sino la conciencia de un
destino común, la apuesta por una herencia que pueda ser transmitida en moldes renovados"
.
Juan Bautista Vico, en su magna obra La
ciencia nueva destaca que la sociedad, siendo conformada básicamente
por "la familia, la justicia, la religión" no se constituye
por un "contrato" pactado, sino
por el "derecho natural eterno que transcurre en el tiempo; es
decir por elementos no pactados y no pactables . Concepción, ésta,
que debería reponerse como sustento básico de una democracia veraz en condición
de recuperar, con el derecho natural también el concepto metafísico de la
dignidad de la persona en ámbito de la comunidad, para franquear así los
peligros de una sociedad utilitarista, totalitaria y totalizante; peligros
ocultados por el disfraz de una democracia inauténtica,
sin calidad, vaciada de principios y valores positivos de referencia; una
democracia que - con la excusa engañosa de la complejidad de la política
moderna - ha expropiado el ciudadano y la sociedad civil de sus prerrogativas
esenciales para entregarlas a las oligarquías partidistas. Por consiguiente,
una democracia renovada por la restauración del derecho natural de los
hombres y de los pueblos, por un profundo sentido de solidariedad y pertenencia
a un destino común, por la instauración de criterios de participación
orgánica, debe además - como observa nuevamente el politólogo italiano Marco Tarchi - otorgar al criterio de participación
también la "función fiscalizadora" de las distintas instancias del
poder local y estatal, con el fin de armonizar la pluralidad de opiniones con la
pluralidad de valores que deben alentar constantemente la vida asociada.
Finalmente una democracia radicalmente
renovada debe ser sustentada por una profunda concepción ética de la vida
personal y colectiva. Pero, como amonestaba en su tiempo el eminente pensador
peruano Víctor Andrés Belaunde, "una sólida moral, un alto grado de ética
colectiva depende exclusivamente de un profundo sentido religioso" porque - afirman a
su vez Mircea Eliade y Paul Ricoeur - "El hombre no puede existir sin
lo sagrado" como bien sabían los antiguos romanos quienes habían
confiado a la protección de los dioses tres funciones esenciales: soberanía,
fuerza, fecundidad .
Avivando la enseñanza de los antiguos,
Julien Ríes sostiene hoy en día la oportunidad de extender el sentido de lo sagrado
hacia los espacios de la política para dotarla de un sentido metapolítico,
asegurando así una sólida cohesión entre las distintas comunidades humanas.
En
los años veinte, el alemán Moeller Van den Bruck - uno de los ideólogos de la
"revolución conservadora" -
afirmaba que la democracia no consiste en la forma del Estado, sino en la
participación del pueblo a la formación del Estado, como modalidad para
participar a su propio destino .
De esta ya famosa afirmación, deducimos
que la democracia concierne directamente la esencia misma del Estado cual cumbre del pueblo organizado que busca el bien
común.
Pero la democracia
actual, empapada de liberismo utilitario y economicista, ha sido atraída hacia
los espacios sombríos de la criptopolítica dejando de lado el bien común en cuanto bien comunitario,
para preocuparse sólo de bienes materiales individuales, privados, circunstanciales,
que varían en el transcurrir del tiempo, donde la libertad - perdida la
"inteligencia del ser"- se ha arraigado exclusivamente en el poseer y cada individuo
termina por ser rehén de otros individuos obligando la esfera del Estado en
achicarse cada día más para dar espacio a la esfera del "privado"
enclaustrada casi exclusivamente en la "religión economicista de los
negocios".
Pensar en una
renovación radical de la democracia actual implica, por lo tanto, el pensar en
una rectificación metapolíica
del sentido del Estado, puesto en crisis cuando -afectado por la
tentación del totalitarismo centralista de la economía- degeneró en un
estatalismo empresarial que desnaturalizó sus fines corrompiendo su potestas.
En esta tarea restauradora nos puede
socorrer, una vez más, la sabiduría de los antiguos, puesto que, como enseña el preclaro pensador argentino Carlos
Alberto Disandro: "Las condiciones del presente no son tan exclusivas,
como suele pensarse o afirmarse. Si apartamos los contextos tecnológicos y las
dimensiones masivas, podríamos discernir una situación
histórico-política que refleja principios raigales, coyunturas humanas y
configuraciones políticas y sociales, que en buena parte reasumen o registran
motivaciones y estructuras denotadas ya en la antigüedad. Para superar las
pasiones en que inevitablemente nos vemos envueltos y para extraer de nuestros
acontecimientos contemporáneos una cierta lumbre discriminatoria, nada mejor
que retornar al pasado histórico-político que expresa con nitidez los
fundamentales rumbos humanos y que por otra parte está inscripto, de alguna
manera operante, en el trasfondo de nuestro propio decurso histórico" .
En nuestro caso, son los romanos quienes
nos pueden ayudar a entender finalidades y funciones del Estado, definido por
ellos como Respublica. Se trata de un tipo de Estado que, análogamente a
la Polis helénica, busca el equilibrio entre el elemento aristocrático
que gobierna (en un sentido cualitativo) y el elemento del pueblo que
participa, organizado en los comicios electorales por "centurias".
En su clásico dialogo De re publica, Cicerón
nos explica que la Res publica coincide con la res pópulo, al mismo tiempo que se distingue tanto de la res familiaris (que
concierne el ámbito de la vida privada, encentrada significativamente en
la familia) como de las res divinae que indican el ámbito religioso.
Según Cicerón, pues, la Res publica: "Es
la cosa pública del pueblo, empero el pueblo no abarca toda reunión de hombres,
congregada de cualquier modo, sino una reunión asociada por consentimientos y
por participación de utilidad" {De república, 1, 25-39).
Aquí vale la pena
destacar que por Cicerón, el vocablo "utilidad" està ajeno a todo
contexto económico.
"La causa prima de este acto de
reunirse - continua luego Cicerón - no es tanto la debilidad, cuanto un cierto natural impulso de congregarse, pues la
estirpe humana no es de individuos aislados o solitarios".
Para los romanos, entonces - deduce
justamente Carlos Disandro - la "Respublica" es el bien común que subordina a sí mismo el régimen político.
Cuando el régimen político está subordinado a este principio fundacional
de la "Res publica" el mismo régimen expresa su esencial tendencia a
conseguir la armonía entre los depositarios del poder (es decir, el pueblo
orgánico, asociado por "consentimiento de derecho y por participación
de utilidad") y la conducción orgánica del Estado.
Esta subordinación, arraigada en principios éticos,
permite al régimen de transformarse según una curva
manifestativa» sin que la naturaleza fundamental del Estado sufra alteraciones
radicales. Pero esta naturaleza de la Res publica se deforma en la
medida en que de ella se aleja el régimen político; y entonces la comunidad
política, precipita en la corrupción criptopolítica de sus estamentos humanos.
La Respublica romana se ha
caracterizado por su estructura mixta, donde - destaca nuevamente Disandro —
"autoridad, poder, patriciado y pueblo intervienen en contrapuestas fases
no exentas de peligrosos dramatismos, pero abiertas a una recurrencia interna
que parece vencer al fin las tensiones destructoras"
hasta alcanzar el equilibrio de la armonía sociopolítica e jurídica (equilibrio simbolizado en el fascio etrusco-romano) y deformarse
cuando se separa de aquello.
La historia paradigmática de la
"Respublica" romana, pues, nos proporciona las sugerencias para la Respublica participativa a la que
anhelamos; ella nos enseña que la obra del buen político es como la de
Rómulo o Escipión Numanciano, resumida en el acto de tueri terram expresada
acabadamente en la empresa de condere
urbem, según la misión theandrica de civilizar la tierra fundando ciudades,
como nos aclara la sabiduría metapolítica de Carlos Alberto Disandro,
cuando afirma: "El hombre es el animus mundi, tal como las
estrellas eternas y perfectas, tienen su animus divinus” .
A la amenaza pendiente de la
globalización, responde entonces la lección histórica de la política
fundacional de Roma: ex diversis facere unum. La diversidad enriquece
y consolida a la unidad. Este clásico lema
romano nos convoca, pues, en la gran tarea metapolítica de recuperar la virtus
romana para suscitar nuevamente en la sociedad inquieta del tercer
milenio la libre reunión de hombres libres según la tradición romano-cristiana:
aquella del ciudadano piadoso y fuerte como el Píus Eneas, modelo del homo
politicus donde brota el alma del vir espirituales iluminado por
la luz del misterio de la redención ofrendado por Cristo Jesús a toda la
humanidad.
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Primo Siena
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