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Revolucion, Justicia Y Magisterio
por
José Manuel Varela Olea
Qué entendemos por Revoluciones y cuando hay conexiones con el Magisterio de la Iglesia en la búsqueda de la Justicia
|
Para el análisis del primero de estos conceptos debemos
tener presente que quienes se adentran en su estudio no suelen ponerse de
acuerdo sobre las fechas de comienzo y fin de las revoluciones, ni sobre los
acontecimientos que realmente las pueden acreditar como tales. Es más, a lo
largo de la historia no han existido dos iguales .
Con estos datos lo más prudente es acercarnos a su origen. Sabemos que la
palabra “revolución” fue un término astronómico que tuvo gran importancia en
las Ciencias naturales gracias a la obra de Copérnico De Revolitonibus Orbim
Coelestium. En su uso científico se conservó su significación latina y
designaba el movimiento regular, sometido a las leyes y rotatorio de las
estrellas, el cual, desde que se sabía que escapaba a la influencia del hombre
y era, por tanto, irresistible ,
no se caracterizaba ciertamente ni por la novedad ni por la violencia. Por el contrario, la palabra indicaba claramente un movimiento recurrente y
cíclico. Referido a los asuntos del hombre, sólo podía significar que las pocas
formas de gobierno conocido giran entre los mortales en una recurrencia eterna
y con una fuerza irresistible, con que las estrellas siguen su camino
predestinado en el firmamento. Nada más alejado de su significación original
que la idea de destrucción del orden antiguo por el nacimiento de un mundo
nuevo .
Maquiavelo utilizó el término Mutatio Rerum de Cicerón, sus mutazioni
del stato, para el derrocamiento violento de los príncipes y sustitución de
una forma de gobierno por otra. En definitiva, podría considerarse a Maquiavelo
como padre espiritual de la Revolución. Así, Robespierre afirmaba que el plan de la revolución francesa estaba escrito en líneas generales en los libros de este
autor.
Desde los tiempos de Roma ,
hasta el siglo XVIII, las teorías de las revoluciones no se centraban en por
qué ocurrían sino en cuando podían justificarse. Polibio adoptó la noción de
revolución para referirse a un restablecimiento de las cosas a su orden
adecuado. Así, por ejemplo, la tiranía era una aberración que debía ser
corregida mediante una revolución que restaurara una sociedad justa y ordenada.
A este propósito, Burke niega justificación a la Revolución Francesa por no ser el rey un tirano. Hobbes niega justificación al caos y la
sangre, y señala que toda revolución supera los males hechos por el tirano .
Y es que con la Revolución Francesa surgió un significado nuevo de “revolución”.
Desde 1789, esta idea aparece no sólo como oposición a la tiranía, sino que
presenta una reorganización de la sociedad enteramente nueva. Buscan una nueva
era con nuevas instituciones políticas y sociales. Es más, según Marx y Engels
el feudalismo cae a manos de la revolución burguesa que abre las puertas al
capitalismo. No obstante, la economía post revolucionaria siguió siendo
básicamente agraria, y los campesinos siguieron trabajando la tierra de manera
virtualmente igual. La revolución fortaleció a los pequeños propietarios
rurales mediante la abolición de privilegios señoriales. Francia ofrece un
pobre material para sustanciar la idea de una revolución burguesa que,
supuestamente, de pronto rompió las cadenas que trataban el desarrollo
capitalista. Quienes se dedican a su estudio afirman que fue la convocatoria de
los estados generales lo que condujo a la misma al hacer surgir a la burguesía
capitalista, o bien al Alto Tercer Estado en el escenario político nacional .
Las revoluciones resultan episodios dramáticos de cambio
político, donde el gobierno central pierde la capacidad de hacer cumplir sus
leyes sobre una parte de su territorio o población .
Donde diversos grupos luchan por establecerse como autoridad central, donde
esta lucha toma variadas formas llámese guerra civil, golpe de estado, guerra
de guerrillas y donde los competidores intentan construir nuevas instituciones
políticas y económicas que sustituyan a las viejas. “si hojeamos la historia de
las revoluciones, veremos que toda caída de régimen ha sido anunciada por un
desafío impune. Hoy, como hace 10.000 años, ningún poder se mantiene si ha perdido
su virtud mágica.” La combinación de estos elementos distinguirá
a la misma de otras formas de violencia política. Para otros, la revolución es
un caso especial de acción colectiva en que los dos contendientes, o todos
ellos, luchan por la soberanía política definitiva sobre la población, y en que
los desafiantes logros, al menos hasta cierto punto, desplazan a los anteriores
detentadores del poder.
Existe en la Revolución Moderna un aspecto del que pueden encontrarse antecedentes en la Antigüedad griega y romana. Así, para algunos autores, las
acciones de los hombres de las revoluciones estuvieron inspiradas y dirigidas
de forma extraordinaria por los ejemplos de la antigüedad romana, lo cual no es
aplicable exclusivamente a la francesa .
No puede negarse el gran papel que juega en ellas la cuestión social. Ya
Platón, Aristóteles
nos hablan de la importancia que tiene la llamada motivación económica (el
derrocamiento del gobierno a manos de los pobres y el establecimiento de una
democracia). Tampoco les pasaron desapercibidas las circunstancias de los
tiranos elevados al poder por el pueblo llano, pobre, o la sospecha de que el
poder político acaso se limita a seguir al poder económico, o la conclusión de
que el interés sea la fuerza motriz de todas las luchas políticas .
La cuestión social comenzó a desempeñar un papel revolucionario, solamente
cuando en la Edad Moderna y no antes, los hombres empezaron a dudar que la
pobreza fuera inherente a su condición humana, cuando empezaron a dudar que
fuera inevitable y eterna la distinción entre unos pocos que, como resultado de
las circunstancias, la fuerza o el fraude, habían logrado liberarse de las
cadenas de la pobreza y la multitud, laboriosa y pobre. Tal exigencia fue
consecuencia de la experiencia colonial americana. Locke, influido por la
prosperidad de las colonias y después Adam Smith afirmaron que el trabajo y las
faenas penosas, en lugar de ser patrimonio de la pobreza, eran la fuente de
toda riqueza .
Por revolución social entendemos las transformaciones
rápidas y fundamentales del Estado y de las estructuras de clase de una
sociedad, acompañadas y en parte realizadas mediante revueltas, basadas en las
clases, desde abajo “Lo que es exclusivo de la revolución social es que los
cambios básicos de la estructura social y de la estructura política ocurren
unidos, de manera tal que se refuerzan unos a otros” .
Tendríamos por tanto que tratar de los autores de las mismas, aunque ya Arent
nos anuncia que ninguna revolución ha sido nunca iniciada por las masas, aunque
su propósito haya sido el abolir las barreras que oprimían a los pobres, de
igual modo que ninguna revolución fue nunca resultado de la sedición, por mucho
descontento e incluso conspiración que pueda haber existido en un determinado
país (…) Si siempre parece que las revoluciones se realizan con pasmosa
facilidad, en sus etapas iniciales, ello se debe a que los hombres que las
ponen en marcha, se limitan a tomar el poder de un régimen en plena
desintegración… Es más, de ellos se dice que son hombres sin carisma, hombres
que en circunstancias normales no hubieran pasado a la historia, porque habrían
continuado con sus trabajos habituales.
Frente a los que discuten una revolución social, nos
encontramos con los defensores de la revolución política, entendida ésta como aquella que transforma las estructuras del estado, y
no necesariamente se realiza por medio del conflicto de clases. Así la inglesa
(1640-1650, 1688-89) que modifica la estructura política, aboliendo derechos
del rey para intervenir en asuntos religiosos, políticos, económicos… que no se
logra mediante una lucha de clases, sino mediante una guerra civil entre
seguidores de la clase terrateniente dominante .
La revolución inglesa fue hecha fundamentalmente por una
clase superior de terratenientes, formada por un pequeño estrato elitista de
aristócratas jurídicos y una gran mayoría de
ricos terratenientes” Lo que le faltó a Inglaterra fueron las revueltas
campesinas contra esos propietarios, que acumulaban las 2/3 partes de las
tierras que alquilaban al campesinado. La revolución inglesa para Skopol no
pasó de ser una revolución política dominada por una clase superior, en vez de
desarrollarse en una revolución social desde abajo.
Parece difícil negar el carácter accidental de las
revoluciones así como su vinculación al movimiento ideológico que se inicia en
Europa con el Renacimiento y la Reforma. Existen, eso sí, antecedentes en los herejes beguardos y wiclefitas, que van a preparar la herejía de Lutero. En
general, ya en el siglo XIX se entendió por revolución no sólo la acción
rebelde que comienza en 1789, sino todo proceso ideológico que conmovió las
entrañas del mundo desde el S.XVIII y que cambió toda estructura social y
política; la verdadera Revolución comenzó el día que Lutero quemó en la Plaza
de Wittenberg la bula con la que León X le excomulgaba. La proclamación del libre examen y la teoría de la corrupción de la naturaleza humana acabarán de
fundamentar la revolución
. Lo mismo que sucede al mundo cuando la Palabra de Dios es liberada de la
autoridad tradicional de la Iglesia .
Así, Calvo Serer ha definido la revolución como: “El conjunto histórico de
todos los movimientos culturales que en la Edad Moderna van contra la tradición cristiana de Europa, tanto las religiosas como las
filosóficas, políticas, literarias, artísticas o sociales”
No podemos terminar de entender este movimiento sin hacer
mención a otros dos conceptos muy vinculados al mismo, la contrarrevolución y la liberación. Respecto del primero, podemos decir que fue acuñado por Condorcet durante el
curso de la Revolución Francesa como una “revolución en sentido contrario”, a la que De Maistre, ferviente católico, insigne masón, respondió con esa “gran verdad que los
franceses no sabrán nunca comprender demasiado: el restablecimiento de la
Monarquía que se llama contrarrevolución no será una revolución contraria, sino
lo contrario de la revolución”
que no ha pasado de ser, para algunos, lo que era cuando se pronunció en 1796,
un rasgo de ingenio sin sentido”
Por el contrario, en el S.XVII encontramos la palabra
revolución vinculada a su sentido original, ya que servía para designar un
movimiento de retroceso a un punto preestablecido y, por extensión, de
retrogresión a un orden predestinado. Así la palabra se utilizó por primera vez
en Inglaterra, no cuando estalló lo que nosotros llamamos una revolución y
Cromwell se puso al frente de la primera dictadura revolucionaria, sino en
1660, con ocasión de la restauración de la Monarquía, y en 1688 cuando los
Estuardo fueron expulsados y la corona fue transferida a Guillermo y María. La “Revolución Gloriosa”, gracias a la cual este vocablo encontró su punto definitivo en el
lenguaje político e histórico, no fue concebida como una revolución sino como
una restauración, del poder monárquico. En definitiva, esta palabra significó
originariamente restauración hasta el punto que Thomas Paine llega a proponer
que se denomine a las revoluciones americana y francesa “contrarrevoluciones”,
ya que tal palabra estaba vinculada a la idea de restauración.
A este último aspecto de restauración deberíamos añadir los
de estabilidad y novedad, que ya en el acto fundador de toda revolución están
presentes. Son dos elementos que se antojan contradictorios. Una vez que ésta ha
tomado cuerpo político, la cuestión a debatir es si muere o es continua y si es
compaginable con un permanente espíritu de novedad. Sant-Just nos avisaba “la
revolución debe de detenerse cuando llega a la perfección de la felicidad. En torno a esta durabilidad, Proudhon acuña el término revolución permanente.
Realmente, no cabría hablar de revoluciones, sino de una revolución, que además
es perpetua. En nuestra opinión, toda revolución es movimiento; su
institucionalización, su instauración, la aplicación de sus principios es el
fin de la misma, y la acción posterior para removerla es también movimiento
revolucionario.
Si ya dijimos que no existen dos iguales, debemos de
introducir aquí una de carácter peculiar. Su peculariedad radicaría en ser
llevada a cabo exclusivamente por cristianos, por lo que tuvo de exitosa y por
los pronunciamientos del Magisterio sobre la misma. Servirá de ejemplo ilustrativo de lo que en el siglo XX fue una
revolución-restauración del orden natural querido por el pueblo. Nos referimos
a los cristeros .
Características de tal movimiento son: el ser popular, la no intervención de
las elites católicas; el estar compuesto exclusivamente por campesinos;
realizarse en defensa de la religión católica; la toma de armas, careciendo de
apoyos internacionales; creación de un potente ejército que termina por
dominar estados enteros de Méjico; constitución de gobiernos locales, y la
integración dentro de sus filas del clero, pese a la condena expresa de Roma.
Por último, la burguesía católica no se integrará ni en los proyectos políticos
cristeros ni se sumará a la rebelión de un campesinado que constituye el 90% de
la población del país. En noviembre de 1926 Pío XI en Iniquis affictisque
denuncia los atropellos que sufre la Iglesia mejicana y su admiración por
quienes mueren al grito de viva Cristo Rey. En verano la Santa Sede había prohibido toda ayuda a esa revolución armada.
Nos consta que ya en la 2ª mitad del S.XIX, en época por
tanto de León XIII, ante la Revolución Social, la DSI acentuó el principio de autoridad. Y
en la lucha por la Justicia se nos señaló que hay dos escollos a evitar: el de
la cobardía y el del impulso desordenado. Ante este último, se nos urge a
través de ella a utilizar el criterio de evolución y no de revolución. De
hecho, se nos aclara que si la primera no logra abrirse camino sólo cabe el
estancamiento que provoca formas nuevas de esclavitud o revoluciones que
resultan desórdenes o retroacciones .
Ante la ley del cambio político y la violencia derrocadora, la
DSI establece el deber de prestar obediencia al nuevo poder o forma de gobierno
ya constituida, y lo hace por dos motivos complementarios: eliminar cuanto
antes la anarquía subsiguiente al derrocamiento y proceder a la pacificación
que la comunidad política necesita. Por causa del bien común, hay que obedecer
al poder que de hecho existe y que sustituye al que de hecho ya no existe. Nos
consta, no obstante que como señala Álvaro D'ors, tan vinculante o más que el
principio Petro-Paulino de obedecer al poder constituido es la reserva de que
“hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y el Magisterio así nos lo
recuerda en Dignitatis Humanae aclarando que la resistencia lícita a la
potestad no tiene más límites que los de la “Ley Natural o Evangélica” .
Así también en Notre Consolation. Y si tal poder comienza a legislar o a actuar
contra la Justicia, el criterio a seguir debe ser la no obediencia civil .
De esta norma encontraríamos precedentes en la Encíclica Cum Primum, donde Gregorio XVI ya señalaba que no hay que obedecer cuando se
manda algo contrario a la ley de Dios y de la Iglesia. Así también Pío IX en Etsi Multa nos habla de la fidelidad a una autoridad
suprema y desobediencia a la ley injusta como norma general a seguir.
De hecho, J. Vara, en su libro dedicado a la lealtad de los
católicos al poder
señala que la “Doctrina Católica Tradicional dejaba descansar su enseñanza en
distinciones entre poderes legítimos e ilegítimos, y dentro de estos, los de
origen y los de ejercicio, sobre los cuales formulaba una casuística compleja
que abría la puerta de determinadas excepciones a la obediencia, e incluso a un
cierto derecho de rebelión.” Nos encontraríamos ante un derecho extraordinario
de insurrección apoyado en teólogos de la talla de Suárez, Vitoria, Soto,
Mariana o Molina. Teólogos posteriores, y ya en el siglo XIX, Balmes por
ejemplo, sí propondrían la insurrección pero condicionada a una seguridad en la
ilegitimidad, intención de sustitución por un poder legítimo y probabilidad de
éxito.
Pero para Herrera Oria la doctrina Balmesiana no nos valdría por ser anterior a la expuesta por León XIII y la
escolástica dirá literalmente “No ofrece garantías”. Eso sí pasa a apoyarse en
los textos tomistas donde el Aquinate recomendaba, y tan sólo recomendaba que
fuese la autoridad pública y no la privada quien procediese contra el tirano .
Tendrá que venir doctrina teologal más moderna, para señalar que si bien era
cierto que León XIII condenaba vivamente la rebelión, lo era contra autoridad
legítima y que aun no aceptando esta premisa, siempre quedaba la cuestión de la
fabilidad papal en dicha materia.
Así visto, cabría deducir que en el pensamiento de Herrera
Oria, tal y como expone Vara, y asumiendo nuestro cardenal la tradición de la
doctrina pontificia, no cabe hablar ni es posible concebir o asociar el
concepto revolución y la catolicidad. Esto no es así, o no lo es en parte.
Cierto es que para Herrera Oria la revolución “es el arma de los pueblos niños,
inexpertos, de los ciudadanos impacientes y temerarios, cuando no de los
malvados” .
Que toda reforma –que muchas veces son necesarias- debe de lograrse
evolutivamente, no intentarse revolucionariamente, pero “hay épocas en la
historia que exigen una evolución rápida realizada por la autoridad; tan rápida
que, con feliz frase oratoria ha sido llamada “la revolución desde arriba”. Una
revolución inteligente –ampliamos- legal, dirigida, controlada. No una
revolución violenta, enfurecida y vandálica”. No aceptaríamos, por tanto, la
revolución social anarquizante, fecunda en desórdenes, desde abajo; sí
aceptaríamos la otra revolución, política, del orden, de la inteligencia, o por
qué no, de los ciudadanos de mérito superior en palabras de Aristóteles ,
la revolución desde arriba.
Nos recuerda la Populorum Progressio, en sus números 30 y 31, que hay situaciones cuya injusticia
clama al cielo y en los cuales la tentación de rechazar con la violencia tales
injurias es grande. Surge así la insurrección revolucionaria a la que el
magisterio se opone por engendrar mayores injusticias, mayores desequilibrios y
nuevas ruinas. No obstante, del texto literal se desprende una excepción “salvo
en el caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente los
derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del
país”.
Quedan abiertos después de este texto, tres puntos que
debemos de tratar: el uso de la violencia, la situación de tiranía y la
teología de la revolución. Del primero debemos decir que se constituye como uno
de los rasgos distintivos de toda revolución, llevarla a cabo es aceptarla con
el fin de causar el cambio de sistema o de estructura social. Eso si, debemos
de entenderla en dos sentidos: la de la fuerza que impone un orden frente a un
espontáneo desorden, y la de la fuerza que descompone un orden. Y frente a la
impopularidad que dicho término parece sufrir en los tiempos actuales,
coincidimos con Ortega cuando señalaba que sin ella no habría nada de lo que
nos importa en el pasado, y si la excluimos del porvenir, sólo podremos
imaginar una humanidad caótica.
Respecto del segundo, debemos aclarar que el tirano, en sus
orígenes históricos, no era el gobernante que abusaba de su poder, sino el que
interrumpía en un régimen constituido gracias al apoyo popular. Se trataba de
un suceso típico de las ciudades griegas en las que se expulsaba de la ciudad
al gobierno oligárquico que se había hecho insoportable. Con Aristóteles vino a
llamarse tirano al que teniendo legitimidad de origen, abusaba del poder
ejerciéndolo en propio provecho y contra el bien común. “La doctrina del
tiranicidio, dentro de la moral política del catolicismo, vino a ser como un
expediente extremo contra el principio petro paulino de acatamiento del poder
constituido, aunque fuera éste, contrario a los cristianos”. Cuando los
apóstoles, nos dice D’ors, decían que Nerón tenía potestad recibida de Dios,
era porque no dejaba el emperador de mantener un orden, aunque fuese un orden
que nos parece injusto, y su autoridad no era suficiente para provocar el no
reconocimiento social de la potestad de Nerón .
De la Justicia Social. Nos consta que ya el mismo término Justicia Social resulta controvertido y
es objeto de disputa en su definición. Si para unos, ese filtro de cristiandad
por el que pasa todo el pensamiento aristotélico, esto es, por la privilegiada
cabeza del Aquinate, conlleva la identificación de tal concepto con la justicia
legal, ora distributiva, ora conmutativa, ora la suma de los tres, para otros,
este esquema clásico debe de ser superado en aras de la situación
contemporánea.
Atendiendo al primero de los casos, cuenta Villey
que para Aristóteles, el término justicia expresa moralidad, la conformidad de
la conducta a la ley moral. “El hombre justo”
se convierte en un hombre virtuoso que su quehacer diario viene en provecho de
los demás, del cuerpo social. “La Justicia, parece ser, entre las demás
virtudes, la única que constituye un bien extraño, un bien para los demás, y no
para sí, porque se ejerce respecto a los demás y no hace más que lo que es útil
a los demás, que son, o los magistrados o el pueblo entero. [L.V. CAP. I].
Respecto a lo que tradicionalmente se denomina como teoría de las dos
justicias, esto es, la distributiva y la conmutativa, Villey nos recuerda que
Aristóteles no habla tanto de ellas como de dos tipos de derecho: Dikaia, dos igualdades, ya que el derecho es “lo
igual” (Ison) y de las diferentes formas de igualdad, provienen diferentes
formas de Justicia. Pero cada hombre es diferente al otro, en sus
circunstancias personales y sociales, tratarle por igual sería injusto. Para
ser justos, la igualdad exigiría un trato desigual.
Por ello la primera de las igualdades sería la geométrica en materia de
distribuciones. Al fundarse las colonias griegas, los poderes distribuían las
tierras entre los colonos de forma que correspondían más tierras al que tuviese
mayor número de hijos, y de igual forma, la carga impositiva sería proporcional
a la fortuna atesorada .
Así, para la obtención de los fines de la sociedad, los bienes y las cargas son
repartidas proporcionalmente.
Respecto de la segunda, la conmutativa, la solución de
derecho es expresada en una forma de igualdad aritmética que no atiende a las
circunstancias o características de la persona. En esta relación entre justicia y persona a cada cual se le da lo que le corresponde, lo suyo, lo justo
equivale a lo que le es propio, en una transacción la percepción de lo
comprometido. En la conmutativa ya no hay una posición superior de un sujeto
respecto a otro. Con palabras de Herrera Oria, “la conmutativa preside los cambios, las ventajas o transmisiones: tiene lugar
entre personas perfectamente distintas, y, entre sí, independiente; exige
equivalencia entre lo que se da y lo que se recibe, y se practica, en pie de
igualdad jurídica, entre propietarios de lo que ceden o entregan. El principio
característico de la justicia conmutativa es la proporcionalidad aritmética: si
el que da dos recibe dos; el que da cuatro debe de recibir cuatro”.
Pero esta Justicia no tiene por objeto el bienestar ni el
enriquecimiento. Los juristas griegos y romanos nos lo aclaran con la fórmula
del suum cuique tribuere, el dar a cada uno lo suyo, que llega hasta
nuestros días pese a ser considerado inútil por Kelsen. Qué es de cada cual
quedaría sin responder. Sólo nos sería útil si previamente hubiera sido
resuelta por la moral o la ley positiva. No obstante, podemos dar en la medida
que somos y en tanto que un orden natural e intrínseco nos hace poseedores.
De ese orden natural y primigénio extraemos igualmente la
sociabilidad sin la cual este principio de justicia no puede darse. Un
principio sobre el que el propio Aristóteles fundamenta la convivencia, donde
todo lo que nos aleja de él es injusto y además antisocial.
El compuesto justicia social puede conllevar equívocos, toda
justicia social por ello debería ser entendida como una justicia ordenadora de
las rectas relaciones que constituye una sociedad. A los caracteres ya
señalados, desigualdad y proporcionalidad, somos iguales en esencia y desiguales
en lo accidental y circunstancial dirá Vallet, deberíamos de añadir la bilateralidad. Por bilateralidad entendemos la circunstancia por la cual el sujeto percibe lo
que le es propio, a lo que tiene derecho, al tiempo que adquiere el deber de
contribución al bien común. No nos encontramos ante una sociedad opulenta donde
el individuo rebosa derechos en nombre de una justicia social criticada por
Hayeck, ni nos encontramos ante un sujeto cargado de deberes,
subordinado/dependiente del grupo.
Por todo lo dicho, vincularíamos la justicia social con la
distributiva, por englobar deberes e instituciones que, según definición
antigua, le serían propios. Los derechos del obrero –salario justo, vivienda,
protección, seguros sociales, etc.- que en la Rerum Novarum se consideran fundados en ella. En Divini Redemptoris Promissio (nº 51), Pío XI
señala que “… además de la justicia conmutativa, existe la justicia social, que
impone también deberes a los que ni patronos ni obreros se pueden sustraer, y
precisamente es propio de la justicia social el exigir a los individuos cuanto
es necesario el bien común.” O como nos recuerda Soto, aunque no
constituye su objeto, la distributiva se ocupa también de él.
Nos quedaría por aclarar qué concepto de justicia es el actual,
qué contaminaciones sufre. Para Villey, nuestra actual idea sobre el mismo es
consecuencia del desvío debido a la influencia del idealismo, que se propuso
obtener la filosofía desde la razón pura subjetiva. La justicia se convirtió en
un sueño del espíritu humano, sueño de igualdad absoluta .
Respecto de la justicia social, para el profesor Dalmacio Negro se trataría de
una deformación moralizante (socialista) de la idea clásica de justicia
distributiva, al dar por supuesto que el derecho y la justicia son propiedad o
atributos del individuo .
Además esta ideología habría logrado penetrar hasta la misma teología ortodoxa.
Para Marías, “es aquella que corrige una situación social que envuelve una
injusticia previa que invalida las conductas justas, los actos individuales de
justicia”. Eso sí, previamente nos recordará la falacia de identificar todo
mal con injusticia, que trasladado a lo social conlleva que los males sociales
se interpreten como injusticias sociales. La pobreza, nos dirá, siendo inevitable,
“puede coexistir con un estado satisfactorio de justicia, y su eliminación
puede dejar intactas muchas injusticias o provocar otras” .
Retomando la fórmula no dadivosa de justicia, San Agustín,
en Civitate Dei nos recordaba que el derecho romano se nos mostraba injusto al
no reconocer el primero de los deberes del hombre, esto es, dar a Dios el amor
que le es debido; y Santo Tomás en la Secunda Secundae Q.57, recalcaba que ella tiende a que el hombre, en cuanto pueda, rinda
tributo a Dios, sometiéndole su alma totalmente. Y para tal sometimiento no
hacen falta bienes materiales “que la polilla y el orín corroen y los ladrones
roban” (MT. 6,19). Y en el reparto, el obrero de la última hora recibe igual
que el de la primera; se da al que tiene y se quita al que no tiene. No hay
justicia distributiva ni conmutativa. La justicia evangélica, no obstante, se
confunde a veces con la social, por entender ésta como deberes de caridad. Así,
unos pocos cristianos toman partido por los pobres, por los marginados, los
reprimidos… Se olvida la recomendación a los jueces de Israel “No favorezcáis
en ningún caso a los pobres”
EX.23.3/LEV. 19.15. “No hagas injusticia en tus juicios, ni favoreciendo al
pobre ni complaciendo al poderoso; juzga a tu prójimo según justicia”.
Justicia Social y Revolución. Las enseñanzas de la Populorum Progressio, necesitaron a posteriori de ciertas aclaraciones. Su denuncia de
gravísimas injusticias había sido tomada por algunos como una llamada a la
teología de la revolución y la violencia, a la que un año después calificaba de
aberración. A ella se acude, como vía para liberación del hombre. Dicho
concepto en sentido revolucionario vendría a significar que todos aquellos que
han vivido en la oscuridad y sometidos al poder, deberían de rebelarse y
convertirse en soberanos supremos. Frente a los siglos anteriores donde ese
intento por mejorar la posición social hasta llegar a la cúspide es bastante
infrecuente, en el siglo XX, con Marx a la cabeza, la revolución deja de ser
una forma de conquista de la libertad, para convertirse en el instrumento para
la liberación de los pobres. Ya en la Laborem Excersens, Juan Pablo II el Magno nos recordaba que estos grupos además
tienden “en función del principio de la “dictadura del proletariado” y ejerciendo
influjos de distinto tipo, comprendida la presión revolucionaria, al monopolio
del poder en cada una de las sociedades, para introducir en ellas, mediante la
supresión de la propiedad privada de los medios de producción el sistema
colectivista”. El medio para acabar con la injusticia es pues la lucha de
clases, que como nos señala en Centésimus Annus divide a la sociedad en
clase dominante y clase dominada, no se autolimita por consideraciones
jurídicas o éticas, no respeta la dignidad de la persona en el adversario,
excluye acuerdos razonables y busca una intención particular más que el bien
común. .
Cuando la Iglesia alienta la creación y actividad de
asociaciones que luchan por la defensa de los derechos e intereses legítimos de
los trabajadores y por la justicia social, no admite en absoluto la teoría que
ve en la lucha de clases el dinamismo estructural de la vida social, dirá
Ratzinger. Se hace por tanto imposible el sueño de la conciliación entre
marxismo y cristianismo.
Respecto al colectivismo, como señala Ratzinger en Libertatis
Concientia, no cabe duda de que engendra injusticias tan graves como
aquellas a las que pretendía poner fin. La propiedad privada es un derecho que
debe ser favorecido por las leyes, que el Estado no puede abolir sino tan sólo
moderar en su uso y armonizarlo con el bien común. La Iglesia lo ampara por ser
un derecho natural. “Los bienes se poseen como si fueran propios y se
administran como si fuesen comunes”, administrados para el provecho de todos.”,
según señala la Rerum Novarum.
Es pues el momento de dedicarle unos párrafos a esa anécdota
de la historia de la Iglesia, a esa teología a veces cargada de buenas
intenciones, ya pieza de museo, llamada Teología de la Liberación. Para ésta, el mensaje de Cristo tiene como únicos destinatarios a los pobres,
pero no a los pobres de espíritu, humildes y sencillos, sino pobres en bienes
materiales. Por serlo y por vivirla obtienen la salvación. De hecho, van a ser ellos los únicos que desde su perspectiva, desde la opresión,
desde la pobreza, interpreten las Sagradas Escrituras.
Hasta ese momento habían sido los grupos dominantes los que
habían mostrado a los pobres su tradicional interpretación. La opción por los
pobres significaría la ruptura de la alianza entre la Iglesia y los poderosos,
donde la primera les invita a ayudar a los desfavorecidos. No obstante, es
incuestionable que Cristo también se muestra cercano a ricos publicanos y
pecadores a los que anima a la conversión. Y no cabe duda de que esta peculiar opción por los pobres con sus interpretaciones, sonó a nuevo protestantismo. Es
más, sus defensores, ya mayores y sin repuestos, llegan a hablar de “la nueva Reforma”; así, en Boff se nos señala que tal tendencia es el acontecimiento eclesial
más importante desde los días de la Reforma Protestante.
Hablamos de una teología de los oprimidos y para los
oprimidos, que además ha sufrido rigores, persecuciones políticas y represiones
vaticanas donde se quiere sustituir la inculturación y el ecumenismo por una
especie, entonces nueva, llamada macroecumenismo, que incluiría una teología
india, hecha por indígenas; nada que ver con la calificada de teología europea
o eurocéntrica. No obstante, Juan Pablo II, tiende una mano e incorpra parte de
su lenguaje “habla de “injusticia estructural”, “pecado social”
… y sus declaraciones contra la injusticia y a favor de una sociedad más justa
son calificadas de mal intencionadas o de mera retórica. Nada que ver con eso
que se llama obediencia, nada que ver con lo “romano”. Quedan en el olvido
aquellas palabras de San Ambrosio: “donde está Pedro allí está la Iglesia”.
Los muros caen, y otro tipo de revoluciones, como la
Perestroika-Glasnost, se imponen. La teología de la revolución desfallece y en
un intento por no desaparecer definitivamente nos habla de sexo, raza y
ecología, en compañía de un fino diálogo. Ahora la opción es por la mujer
pobre, partir de los movimientos feministas que luchan por la emancipación de
la mujer, para acabar con interpretaciones androcéntricas de la Biblia. Ahora la opción es por los pueblos negros e indígenas y la dimensión salvífica de sus
religiones, cuando no la instauración de una justicia ecológica, nacida de la
reconciliación con la naturaleza. Y el diálogo ha de ser multicultural no
excluyente con otras culturas, teologías y religiones, donde, por ejemplo, se
incorpora la teología islámica de la liberación. Muerta la ideología vive la imaginación, que nos devuelve a la utopía, en el
fondo no nos hemos movido de la misma filosofía. Para finalizar, nos dicen que
en el siglo XIX, la Iglesia perdió a los trabajadores, en el siglo XX perdió a
los intelectuales y en el siglo XXI perderá a las mujeres. Morir matando.
En nombre de la justicia social hoy pedimos y predicamos el
trabajo como servicio y no como mercancía, la participación en los beneficios,
la vivienda digna, el salario justo, la limitación de la jornada de trabajo…; hablamos
de empresa, de empresa cristiana al servicio del bien común. Todo ello en el marco de una sociedad inevitablemente capitalista, que habiendo perdido, gracias a Dios, su
contrapeso, el colectivismo, cabalga salvajemente por los mercados sin freno.
El consumismo, su hijo predilecto, atenta directamente contra la justicia
social. En este sentido es necesaria una revolución bien hecha, que subvierta
duramente las cosas, y cuya característica primera sea el orden, un orden nuevo
frente al actual, al injusto. De ser, sea una revolución-restauración no sólo
en lo económico, sino como vuelta a las raíces espirituales y morales que
conduzcan al verdadero Paraíso, “donde no se descansa nunca y que tenga, junto
a las jambas de las puertas, ángeles con espadas”.
·- ·-· -······-·
José Manuel Varela Olea
Los ingleses llaman a la deposición de Jacobo II
en 1688 la Revolución Gloriosa. Los colonos americanos llaman a la Guerra de
Independencia, revolución americana. Una revolución hecha
para salvar su fe, sus leyes, sus libertades, fue abocada a la terrible
necesidad de una revolución, la realizó por medio de hombres de orden y gobierno
y no por revolucionarios. Guizot. Discurso sobre la revolución de Inglaterra.
Biblioteca Enciclopédica Popular. Méjico. 1946. pag.85
“ La fecha exacta en la que la palabra
<revolución> se empleó por primera vez cargando todo el acento sobre la
irresistibilidad y sin aludir para nada a un movimiento retrogiratorio (…)
fue en la noche del 14 de julio de 1789, en París cuando Luis XVI se enteró por
el duque de Rochefoucauld-Licourt de la toma de la Bastilla, la liberación de
algunos presos y la defección de las tropas reales ante el ataque del pueblo”.
Arendt. Sobre la Revolución. H. Alianza.
Madrid.2004. Pag. 63. Griewank señala que la frase "es una Revolución" se
aplicó primero a Enrique IV de Francia y a su conversión al catolicismo.
“Las revoluciones modernas apenas tienen nada en
común con la mutatio rerum de la historia romana, o con la stasiz, la lucha civil que perturba la vida de las polis
griegas. No pueden ser identificadas con la metabolai de Platón, es decir, la transformación cuasi natural
de una forma de gobierno en otra, ni con la politeiwn anacluclwsiz de Polibio,
o sea, el ciclo ordenado y recurrente dentro del cual transcurran los asuntos
humanos, debido a la inclinación del hombre para ir de un extremo a otro. La
antigüedad estuvo muy familiarizada con el cambio político y con la violencia
que resulta de éste, pero, a su juicio, ninguno de ellos debe su nacimiento a
una realidad enteramente nueva” Arendt. op.cit.pag 26. Considera este mismo
autor que si bien la guerra es compañera de la historia del hombre, no ocurre
lo mismo con la revolución, que en sentido estricto no existió hasta la Edad Moderna.
Así Tilly en Los Estados y la Revolución
social. pag, 32
“Todo pueblo, por pequeño que sea, está
naturalmente dividido en dos pueblos, el de los pobres y el de los ricos, que
se hacen la guerra”. Platón. República. “Se hace uno revolucionario
cuando se ve privado personalmente de todas aquellas distinciones de que se
colma a los demás” Aristóteles. Política. “Puede decirse que casi todos los
tiranos han sido primero demagogos que han ganado la confianza del pueblo
calumniando a los principales ciudadanos” Aristóteles. Política.
Arendt. H. op.cit. pag, 26
Valverde. Presupuestos metafísicos en la
filosofía moral y política de Donoso Cortés. U.P Comillas. Santander,1958.
pag, 61
Para algunos toda revolución, incluso atea,
tiene un origen cristiano. Se alude a la naturaleza rebelde de las primitivas
sectas cristianas donde en nombre de la igualdad de todas las almas se produce
la oposición al poder público. Sobre la secularización de la misma y su
relación con la Reforma: Sobre la Revolución. Pag. 32
Calvo Serer, R. “El fin de la época de las
revoluciones”. Arbor, XIII. 1949.
De Maistre. Consideraciones sobre Francia.
Tecnos. Madrid,1990.pag, 135.De Maistre como Bonald serían
contrarevolucionarios, es decir, que sus teorías fueron escritas para
contrarrestar el posible impacto de apología de la Revolución o de aceptación
de la situación por ella creada.
Arendt, H. op.cit.pag, 20
Ante las leyes anticlericales del gobierno de
Calles, miles de campesinos y hombres sencillos se levantan en lo que se
denominó Cristiada. Previamente en 1823 Santa Ana aplica un programa de
secularización , con venta de bienes eclesiásticos, desamortización, etc, que
provocan motines populares. Los liberales mejicanos acomplejados por la
primacía norteamericana, atribuyen esta superioridad a la religión protestante
del país vecino. Juárez promulga las Leyes de la Reforma en 1860, éstas son
anticlericales, con confiscación de bienes eclesiásticos, prohibición de diezmo
y anulación de órdenes religiosas. En 1874 Méjico está al borde de la Guerra Civil con católicos en armas que reciben el nombre de Religioneros siendo un
antecedente del movimiento cristero.
En
el mandato de Plutarco Elías Calles se desarrolla esta guerra cristera frente a
esa revolución instaurada en el poder. Se produce la clausura de colegios
católicos, cierre de templos, expulsión de sacerdotes y abre las puertas a
pastores protestantes provenientes de Norteamérica. Aparece la Unión Popular basado en el proyecto del P. Bergoëid influido por la política católica de
Windthorst contra Bismarck y el cristianismo social de León XIII. El 31 de
julio de 1926 es el último día dado por el gobierno para mantener el culto
católico, los obispos declaran que la Iglesia no puede aceptar un levantamiento
armado que “pretendiese poner a la religión al servicio de un determinado
partido político”. En pocos meses seis estados mejicanos son cristeros. El
gobierno se ve forzado a firmar Los Arreglos y las leyes anticlericales
quedan sin aplicar pero no se derogan, a cambio los prelados deben de hacer un
llamamiento para que se abandonen las armas. En 1926 el Vaticano opta por la
vía negociadora con el gobierno mejicano. En Acerba Animi (1932) condena
la reanudación de la persecución y violación de los acuerdos de 1929. Azkue, A.
La Cristiana. Scire/Balmes. Barcelona,1999.
PT. 161-162. Gutiérrez, J.L Introducción a la Doctrina Social de la Iglesia, Ariel. Madrid, 2002. Pag. 106.
D´Ors. A. La Violencia y orden.
Criterio Libros. Madrid, 1998. Pags 101-105
Vara, J. Un episodio en la historia de España. La
lealtad de los católicos al poder. EDICEP CB. Valencia, 2004. Pag, 85.
Suma Teológica (II-IIae, q.42.a.3)
< García Escudero, J.M..El pensamiento de Angel
Herrera. Antología política y social. BAC. Madrid. 1997.pags, 28-30. Así
también nos dice: “es una insensatez romper la solución de continuidad de los
distintos periodos de un pueblo, salvo en el caso de que en algún instante,
como ocurrió en la República española, los gobernantes traten de desviar al
pueblo de su trayectoria histórica.”
Política. L. VIII. Cap I .pag .278
D´Ors, A. op.cit. pags, 97-98.
Villey, M.. Filosofía del Derecho. Scire.
Barcelona.2003, pag. 29
Así en
Aristóteles. op.cit.
“…una primera especie es la justicia distributiva de
los honores de la fortuna y de todas las demás ventajas que pueden alcanzar
todos los miembros de la ciudad, porque en la distribución de todas estas cosas
puede haber desigualdad, como puede haber igualdad entre un ciudadano y otro”.
Aristóteles. op.cit
En Quadragessimo Anno, Pío XI nos recuerda que “A
cada cual, por consiguiente, debe de dársele lo suyo en la distribución de los
bienes, siendo necesario que la participación de los bienes creados se revoque
y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier
persona sensata ve cuan gravísimo transtorno acarrea consigo esta enorme
diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la
incontable multitud de necesitados”.
Negro, Dalmacio ¿Porqué no la Teología Política? Estudios sobre la encíclica”Centessimus annus”Madrid, Aedos-Unión
Editorial, 1992
Marías, J. Sobre el cristianismo. Planeta.
Barcelona.1997, pag. 22
Sanz de Diego, R. “La violencia en la Doctrina Social de la Iglesia”, en Violencia y hecho religioso. Cajasur. Córdoba,
1994.
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