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Enseñanza de las Virtudes Personales y Cívicas en las escuelas públicas y privadas
por
Aquilino Polaino-Lorente
Si no tuvieramos historia ni tradiciones, si no tuvieramos padres con valores, el hombre sería un ser mediocre que, arrastrándose por la tierra, estaría incapacitado para mirar alto y desde lo alto.
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No cabe duda, a juzgar por la
numerosa bibliografía actualmente disponible, que la educación cívica está de
moda (Engle y Ochoa, 1988; Gagnon, 1989; Richardson Koehler, 1987; Thomas,
1990; Quintana Cabanas, 1991; Alkin, 1992). Puede afirmarse que durante la
última década es éste uno de los ámbitos de la educación al que mayor atención
se ha prestado. Algunos gobiernos, a través de los respectivos ministerios de
educación, se han mostrado especialmente receptivos ante el nuevo cambio de
sensibilidad ética experimentado, apresurándose a rendir culto a la enseñanza
de los valores, ciertamente no de los principales y más relevantes (éticos),
sino de los técnicos y materiales que, naturalmente, se prolongan en otros más
bien marginales y cósicos.
¿A qué obedece el nuevo orden
axiológico inaugurado? Probablemente a cierta muticausalidad en la que
interviene, sin duda alguna, la queja generalizada de que en nuestra actual
sociedad hay una "crisis de valores" -la mayoría habla de
"pérdida de valores éticos"-, pero también a que si éstos dejan de
incidir en la educación se teme que aumenten los elementos claves que sostienen
la gran bóveda de la marginación social (delicuencia, consumo de drogas,
pornografía, corrupción política, divorcio, abuso de menores, paro juvenil,
etc.), todo lo cual hace que nuestras comunidades sean ingobernables.
No deja de ser curioso a este
respecto, que el Ministerio de Educación español haya presentado 77 medidas
para mejorar la calidad de la educación, en las que las seis primeras atañen
explícitamente a los valores. No obstante, resulta paradójico el vacío
axiológico que caracteriza a las medidas adoptadas. En ellas sólo se mencionan
ciertos valores, harto discutibles, como la solidaridad entre los pueblos -ni
siquiera entre los ciudadanos de la misma nación-, la conservación del medio
ambiente, los comportamientos saludables, la prevención de los accidentes y la
más que discutible adecuación de ciertas pautas de consumo.
Ante un elenco tan sesgado como
éste, es pertinente preguntarse: ¿Valores, para quien? ¿No se esconderán, tras
esta infamante estrategia axiológica, ciertas necesidades apremiantes del
gobierno respecto de su política exterior, de la satisfación de sus socios
electorales, de la disminución del gasto de la Seguridad Social o de ejercer un cierto dirigismo sobre algunos sectores consumistas? De ser
así, iniciativas como éstas debieran computarizarse al otro lado de la ética,
es decir, en la antiética. ¿No implica acaso este diseño de la ética, un uso
antiético o anético de ella?
Sea como fuere, el hecho es que se
ha empezado por el tejado la construcción del hogar común de la ética, mientras
su fundamento descansa en arenas movedizas. Mientras tanto, se deja fuera de
foco a los auténticos e inalienables valores éticos, sobre los que debiera
asentarse la educación.
De hecho, ya desde los juristas
romanos se impuso una sabia tradicción que distinguía entre los tres bloques de
valores básicos, siguientes: "honeste vivere" (autocontrol),
"ius suum cuique tribuere" (justicia), y "neminem laedere"
(respeto). Pues bien, los anteriores valores, a los que me he referido, apenas
si pueden incluirse en el último de los bloques citados, precisamente aquel que
más tardíamente se incopora a los aprendiajes de los alumnos, por presuponer a
los dos anteriores, más básicos y fundamentales.
La sociedad, sea porque contempla
con un cierto temor la posibilidad de asistir a su propia disolución o sea
porque está despertando a una nueva sensibilidad moral, comienza a reclamar
para sí una función educadora de la que tal vez, negligentemente, se había
olvidado tiempo atrás (Bellah y col., 1992). En cualquier caso, hay en esta
situación una cierta remembranza del ideal griego respecto de la polis. La misma felicidad de las ciudades dependían de que los ciudadanos fuesen virtuosos.
Se trata, pues, de recuperar el
ethos, poco antes proscrito y exiliado en el recortado ámbito de los
especialistas. En los tres últimos lustros, asistimos a una cada vez más
decidida iniciativa de recuperar la ética, haciéndola salir del cenáculo donde
se había refugiado para que resurga y empape, como corresponde, la entera
actividad humana. La verdadera transformación democrática de nuestras
instituciones sociales precisa de este rearme ético y educativo que al fin,
parece haber tomado conciencia de que la educación ciudadana o es fecundada por
la ética o no llegará a ser tal.
Pero este rearme ni ha surgido ni
se ha asomado a la vida social, como una simpe recuperacion y regreso al ethos
de la tradición. No se trata pues, de una simple reposición, sino más bien de
una reposición innovadora, transformadora del ethos y, por tanto, transformante
de la sociedad. He aquí el origen del "comunitarismo" y, por reacción
a él, del "liberalismo", movimientos enfrentados que configuran el
escenario en el que se está desarrollando la actual polémica (cfr., a este
respecto, Naval, 1995; Etzioni, 1995; Mulhall & Swift, 1992).
El despertar de la vis
comunitarista, que perezosamente se iniciaba de la mano de un cierto sector del
pensamiento (Unger, 1987; Glendon, 1993 ), en la educación social de los
EE.UU., ha devenido en un cierto furor de los movimientos comunitaristas, donde
al fin ha cristalizado y se ha encarnado. La reacción, por parte de los
liberales no se hizo de esperar (Rorty, 1991; Raz,1986). Los primeros
subrayaron la dimensión social de la persona, los elementos sociales
configuradores de la propia identidad, etc. Los segundos, en cambio, pusieron
un mayor énfasis en la autonomía, la creatividad, etc. Unos y otros han de
habérselas con el hecho tozudo del multiculturalismo y han de enfrentarse a ese
reto para arbitrar la solución más conveniente a los actuales problemas
existentes, empresa por otra parte harto difícil.
Hasta que esto no suceda, parece
que indefectiblemente se prolongarán las dos últimas décadas caracterizadas por
la égida y proliferación de las "escuelas neutras" y sólo capaces de
pregonar que, en última instancia, el único valor destacable es la carencia de
todo valor. De ahí la militanca en esa pretendida "neutralidad". Pero
la educación "neutra" palidece en tanto que actividad educadora y
perfectiva. Esta supuesta neutralidad hace estragos, porque no disponiendo de
la capacidad de movilizar la voluntad de los educandos -no hay bien que pueda
apetecerse-, les abandona a la indefensión. Si todo es indiferente, si no hay nada bueno ni nada malo, entonces ¿para qué legir? En unas circunstancias como
éstas, lo lógico y fácil es abandonarse al "pasotismo" y la indiferencia. Al menos así no incurrirán en el absurdo de una elección que no está enraizada
en la libertad, porque ni sabe ni entiende porqué se elige.
Unos y otros, qué duda cabe,
aportan elementos enriquecedores, y tal vez olvidados en nuestro reciente pasado,
en lo que se refiere a la educación moral. Pero cada uno de ellos, a su modo,
infraestima aspectos esenciales de la tradición, que en modo alguno son
renunciables. Con todo ello el diálogo se hace difícil y, desde luego, suscita
la necesidad de la reflexión.
Aquí está en juego no sólo la
educación, sino la entera sociedad y, por supuesto, el hombre objeto de la educación. A lo que parece, la solución ha de encontrarse más allá del comunitarismo y
liberalismo, es decir, en el hombre, tal y como es comprendido por la
antropología realista. Es preciso realizar un intento conciliador entre ambas
posturas. Pero tal reconciliación no será posible si no se retoma -con la
necesaria flexibilidad que exige la actual sociedad- el espíritu de la tradición. Pues, como afirma Naval (1995), "subrayar la tradición no es negar la
posibilidad de creación o cambio; más bien, estos son posibles por la tradición. Sin tradición no habría nada que cambiar, ni tampoco ningún fin para la creatividad. En la tradición se podría distinguir como dos elementos: las habilidades o
técnicas y los modos de ver el mundo. Es posible destacar el segundo sin negar
el primero, ya que la obsesión por aquél, sin prestar atención a éste, hace
caer en la esterilidad y el estancamiento. Todo ver es ver en concordancia con
un modo de ver, pero estos modos de ver son adquiridos desde, y por lo tanto
vienen a ser compartidos con otros" (p. 19). Por eso es pertinente y muy
ajustado a la realidad el contenido de esta intervención -como más adelante
observaremos al ocuparnos de las virtudes prioritarias que deben enseñarse-,
pues no basta con el aparente auge experimentado por estos movimientos y modas,
sino que es conveniente ir a las cuestiones de fondo, es decir, plantearse con
la debida radicalidad qué es lo que la ética debe enseñar o no a los alumnos en
las escuelas públicas y privadas.
Bien, virtud y valor
También el lenguaje es algo vivo
que está parcialmente condicionado en su uso por las modas. En modo alguno es
indiferente el hecho de que hoy se hable tanto de motivacion y valores y
tampoco del bien y las virtudes. Cada uno de los anteriores conceptos debiera
ser precisado.
En líneas generales, se diría que
este encadenamiento desde el bien a la motivación constituye un proceso ruinoso
y empobrecedor tal y como se ha llevado, susceptible de trivializar la
educación ética. El bien fue sustituido por los valores, mientras por el
camino, al compás de esas transformaciones, se extraviaba el concepto de
virtud. Más tarde, por vía del psicologismo, el valor devino en motivación, un
concepto este último a mitad de camino entre el behaviorismo y la
psicofisiología, entre la conducta y la activación cerebral que ponía en marcha
a aquella.
Comencemos por el bien. Así
como lo propio del entendimiento es la verdad, lo propio de la voluntad es el
bien. A lo que tiende la persona es al bien, es decir, a la felicidad. Si no existiera el bien no sería posible la ética. El bien una de las condiciones de posibilidad de la ética. De una u otra forma, la felicidad remite siempre al bien.
Por eso, habría que educar no tanto en los valores como en el bien. Pero el
bien hay que conocerlo. La ignorancia del bien impide y frustra su búsqueda.
Quien no sabe lo que es bueno, no podrá saber qué hombre es o no bueno y, en consecuencia,
no podrá imitar su conducta ni elegir los actos que conducen al bien. Es decir,
no sabrá conducirse a sí mismo por no distinguir entre lo que es bueno o malo.
"Con todo, escribe Polo
(1993), el bien puede ser espléndido, sumamente atrayente, pero si se trata de
un sistema libre -como es el hombre- siempre queda la posibilidad de que el
sistema libre diga: 'lo quiero, pero no completamente'; el bien es amable, pero
una cosa es que sea amable, y otra que sea necesariamente amado; por tanto, el
mismo sistema libre ha de tener la garantía de que su adhesión a él sea lo
suficientemente firme: porque si no, no puede ser feliz, no por culpa del bien
sino por arte suya, es decir, que no basta con que exista lo que al hombre le
pueda hacer feliz, hace falta también que el hombre sea capaz de ser feliz y
son dos consideraciones coherentes: una no basta, no es suficiente. Es preciso
que el sistema libre sea capaz de alcanzar sin oscilaciones su estado de
equilibrio supremo" (pp. 140-141).
Tal vez por eso, escribe Macyntyre
(1992), "estar educado de forma adecuada desde el punto de vista práctico,
es haber aprendido a disfrutar haciendo y juzgando correctamente respecto de
los bienes y habiendo aprendido a sufrir por defecto y error al respecto"
(p. 179).
La educación, como tarea formadora
y perfectiva de la persona, se dirige a dos facutades: la inteligencia y la voluntad. La primera se atiende con la trasmisión de conocimientos y de cultura; la segunda,
con la formación moral, con la areté (la virtud moral) aristotélica. Ambas son
complementarias e indispensables y deben estar armónicamente entrelazadas.
La virtud no consiste,
según Aristóteles, en el mero conocimiento del bien, sino en su ejercitación,
en el ejercicio del bien. De hecho, la evidencia nos enseña que el hombre puede
conocer muy bien la virtud y obrar en contra. La virtud es una disposición
estable hacia el bien, un hábito -del que a continuación se hablará- que
perfecciona al hombre para obrar el bien.
La educación en las virtudes se
encamina a hacer al hombre bueno. El hombre bueno (spoudaios) es el que hace
bien la misma realización de su entera naturaleza. Pero entiéndase que no es
que, primero, el hombre es bueno y por eso se hace virtuoso, sino que
realizando actos virtuosos es como el hombre llega a ser bueno. La virtud hace
bueno a su poseedor y buena a su obra (Eth. Nic., II, 6, 1106 a 15). O, más sencillamente, el bien se hace, y al hacerlo, el hombre se hace bueno. Por
consiguiente, "las virtudes -afirma Aristóteles- no se producen ni por
naturaleza, ni contra la naturaleza, sino por tener el hombre aptitud natural
para recibirlas y perfecionarlas mediante la costumbre" (Eth. Nic., II, 1,
1103 a 23-26).
Por eso Aristóteles afirma algo
que es muy relevante para la educación: "lo que hay que hacer después de
haber aprendido, lo aprendemos haciéndolo" (Eth. Nic., II, 1, 1103 a 34-35). Y aquí interviene la voluntad, que queriendo obrar sobre la propia naturaleza (que nos
hizo aptos para adquirir una virtud determinada), precisa del hábito para
desarrollar esta aptitud.
Esto demuestra que el
protagonista de la educación -el que ha de adquirir y encarnar las virtudes a
través de sus acciones- no es el principalmente educador sino el educando, con
lo que la educación deviene, aunque no exclusivamente, en autoeducación. Un
hombre es virtuoso cuando sabe a qué atenerse, cuando sabe lo que hace, cuando,
como consecuencia de la disposición macizada y permanente que en sí mismo ha
dado origen (hábito), elige cada acto bueno como tal acto. Todo esto reobra
sobre él y hace que consolide tal hábito, que, a causa de ello, deviene en algo
más robusto, firme e inmutable. De aquí que, como sostiene Aristóteles, el
oficio propio del hombre consista en ser virtuoso (Eth. Nic., II, 9, 1109 a).
Desde esta perspectiva, la virtud
remite a los hábitos, es decir, a aquellas disposiciones por las cuales
el hombre llega a realizar en grado perfectivo su propia naturaleza. Y esto es,
precisamente, lo que le hace ser bueno. Los hábitos buenos -y no un acto bueno
aislado- son los que hacen que el hombre crezca en toda su estatura. El hombre
precisa, pues, de esa estabilidad, fijeza y facilidad (hábito) para actuar
constantemente bien -propiedad que la naturaleza no cultivada, en modo alguno
tiene-, de manera que pueda darse el irrestricto crecimiento personal. En
realidad, un hábito (habitudo) es una posesión (habere) -la más personal, sin
duda alguna- por la que se acrece o disminuye el grado de autoposesión personal
y, a su través, la propia libertad.
De hecho, cuando la voluntad
adquiere estos hábitos morales, entonces -y sólo entonces- es cuando deviene
libre. Alberto Magno definió el hábito como "quo quis agit cum
voluerit", aquello por lo que alguien actúa como quiere. Por eso, puede
afirmarse que, a través de los hábitos, es como el hombre gana en libertad,
puesto que le facilita el hacer actos libres y buenos. Pero un acto libre y
bueno es aquel que intrínseca y formalmente es libre, es decir, que procediendo
de un principio intrínseco conoce como bueno el fin que se propone alcanzar, lo
que reobra en el crecimiento de la propia naturaleza. De aquí que una persona
sea tanto más libre cuanta mayor sea la facilidad que tiene para obrar de esta
forma. Los hábitos buenos no son solo buenos por perfeccionar a quienes los
hacen, sino también por hacerles crecer en su libertad personal, por hacerles
más libres (Polaino-Lorente, 1988).
La consolidación de los hábitos,
cuando se les contempla desde el escenario social, devienen en ethos, en
costumbre. La relevancia que las costumbres tienen para el rearme ético de la
sociedad y la regeneración del tejido interpersonal (a través de la imitación
de ciertos modelos de comportamiento y de la interacción personal) resulta
obvia. De aquí que la formación y desarrollo de los hábitos buenos -esa
"segunda naturaleza" que es preciso implantar- constituya la causa
eficiente de la educación, por ser la que dota de consistencia energizante y
facilitadora al educando para hacerse a sí mismo persona, la mejor persona
posible según su naturaleza.
Los hábitos son formas
accidentales que reobran sobre las potencias (la naturaleza), modificándolas.
El hábito -escribe Pacios, 1974-, "consiste precisamente en esta cualidad
que, sobreañadida a la potencia, la hace más apta para realizar sus actos de
acuerdo con la naturaleza, es decir, bien, puesto que el bien y el mal se dicen
por respecto al fin, y la naturaleza es el fin de las operaciones. La educación
ha de consistir sobre todo en hábitos buenos y no en disposiciones, ya que
requiere un modo constante de actuar de acuerdo con la propia naturaleza, y
sólo el hábito es una cualidad que determina permanentemente al principio
activo en orden a la naturaleza y a sus operaciones" (pp. 95-98).
No se puede ser feliz obrando mal.
Frente a lo que algunos piensan, el deseo de vivir y el deseo de obrar el bien
no se oponen, sino que se refuerzan. De lo contrario, la felicidad y la virtud
serían imposibles, por cuanto se daría entre ellas un conflicto insoluble. Y,
en consecuencia, ningún hombre podría ni querría ser feliz.
Por eso, lo que da sentido a la
existencia humana es, precisamente, la consecución de las virtudes éticas. Y es
que el camino, la búsqueda que conduce a la felicidad -el destino de la
persona- coincide con el sentido de la vida. Sentido y destino de la vida -aunque se formulen en diferentes niveles epistemológicos- son, sin embargo,
convergentes hasta coincidir e identificarse en su meta: la vida lograda, la
felicidad.
Los valores no son el bien
ni tampoco se identifican con las virtudes, aunque se relacionen con ambos. Los
valores -en el sentido coloquial que a este concepto hoy se da-, constituyen
una traducción a la baja del término "bien"; y expresan, una cualidad
relacional que puede atribuirse tanto a los objetos materiales como a las personas.
Tal ambigüedad facilita el confusionismo en que hoy nos encontramos a propósito
de la educación moral.
El valor se haya siempre encarnado
en el sujeto u objeto valioso. El valor constituye una cierta excelencia que se
añade o emerge del ser esencial de una cosa. Su predicación es más propia de
los objetos -un objeto valioso, por ejemplo- que de las personas. Respecto de
estas últimas, el valor entraña una cierta pasividad -y, por eso mismo, debería
restringirse su uso, en este sentido. El valor denota más bien algo que,
simplemente, está ahí -y por tanto, estáticamente considerado- y que es
contemplado o descubierto, lo que le diferencia expresamente de algo que es
preciso conquistar mediante la libre ejercitación (en este último caso, sería
mucho más correcto y apropiado usar el término de virtud).
Por contra, la presencia de la
virtud -lo hemos observado ya líneas atrás- exige el compromiso de la voluntad
que se emplea a fondo y libremente en su adquisición por medio del ejercicio.
Los valores, qué duda cabe, pueden no depender de la voluntad humana; las
virtudes, en cambio, sí.
De otra parte, el concepto de
valor remite a algo que se deja predicar mejor respecto de lo innato o dado que
respecto de un hábito estable, consistente y robustamente implantado, gracias a
que se ha optado libremente por él, mediante el ejercicio. Por todo ello se
manifiesta como más preciso y riguroso el concepto de virtud que el de hábito,
para calificar a las personas. Lo que sucede es que el concepto de valor está
menos adensado por el poso de las tradiciones del pensamiento filosófico y
teológico y, por consiguiente, resulta más facilmente manejable y tiene hoy una
mayor validez social en algunos países, en los que predomina la cultura
secularizada.
En cualquier caso, el concepto de
valor -y tal vez aquí resida la clave de por qué este concepto ha hecho fortuna
y ha atravesado las barreras culturales de nuestro tiempo- tiene un ámbito de
significados más amplios a la vez que más imprecisos, lo que permite su uso,
casi sin forzamiento, en contextos axiológicamente mal definidos
(anfibológicos). Acaso también por eso mismo, este concepto -preciso es
reconocerlo- ha enriquecido nuestro ámbito cultural, en tanto que ha
contribuido a ensanchar y abrir el horizonte, tiempo atrás demasiado
restringido, de la educación moral. De no ser por él, la educación moral no
hubiera podido asumir e integrar atributos y rasgos realmente valiosos, que
sólo con muchas dificultades habrían tenido cabida en el ámbito estricto y
tradicional de las virtudes clásicas.
Pero conviene dejar claro que los
valores -tal y como este concepto se emplea en el actual uso lingüístico- no se
corresponden con las virtudes, como tampoco éstas son reductibles a aquellos.
Hasta tal punto es esto así, que puede sostenerse que la "educación en los
valores" no se corresponde, las más de las veces, con la educación en las
virtudes.
Normas, conciencia y motivación
Conviene que distingamos también
entre norma, conciencia y motivación, puesto que estos conceptos, fundamentales
e imprescndibles, forman parte importante de la trama sobre la que asienta la
educación ética.
Algunos pretenden reducir la
formación moral a sólo la enseñanza de normas, leyes -o como ahora se
dice, "códigos de conducta"- a los que atenerse, por cuanto señalan
el deber que hay que cumplir. No cabe duda de que las normas y reglas morales
han de conocerse, de modo que podamos conducirnos -autoconducirnos- mejor en
nuestra andadura biográfica.
Pero las normas hacen siempre
referencia al bien. Conviene no olvidar esto. De hecho, el conocimiento de las
normas morales es inseparabe del genuino conocimiento del bien del hombre,
hasta el punto de que cumplimos con esas normas sólo cuando y porque queremos
alcanzar ese bien, sea ese querer explícito o implícito, que eso importa ahora
menos.
Aunque los preceptos del decálogo
pueden ser conocidos por los hombres con las solas luces de la razón, pues son
una manifestación de la ley natural, sin embargo, continúa Tomás de Aquino
argumentando, "convenía que la ley divina proveyese al hombre, no sólo en
las cosas que superan la razón, sino también en aquéllas en que el
entendimiento suele hallar dificultad. La razón humana no podía errar en sus
juicios universales sobre los preceptos más comunes de la ley natural; pero la
costumbre de pecar hacía que su juicio quedara oscurecido en los casos
particulares. Además, sobre los otros preceptos morales, que son a manera de
conclusiones deducidas de los principios más comunes de la ley natural, muchos
yerran reputando lícitas cosas que de suyo son malas. Fue, pues, conveniente
que la ley divina proveyera a esta necesidad del hombre".
Lo que se acaba de afirmar impone
un fuerte compromiso a las leyes humanas, puesto que éstas tienen que adecuarse
a la ley natural. Pues, como escribe Cardona (1987), "por eso, (Sto.
Tomás, S. Th., I-II, q. 95, a. 2), la necesaria tolerancia, en determinados
casos, no es legitimación, y menos aún moralización: pero los gobernantes
deberían tener muy en cuenta -entre otras cosas- el carácter pedagógico de la
ley (y más en momentos de decadencia moral y religiosa) y el hecho comprobado
de que la despenalización multiplica la infracción. Por otra parte, conviene insistir en que el "hecho" no constituye
derecho, que la sociología no es un "lugar" (o fuente) de lo
jurídico".
No puede ser de otro modo pues,
como señala Tomás de Aquino, "la ley humana tiene razón de ley en cuanto
es según la recta razón, y en este sentido es manifiesto que se deriva de la
ley eterna. Sin embargo, en cuanto se aparta de la razón se dice ley injusta, y
así no tiene razón de ley, sino más bien de cierta violencia" (Sto. Tomás, S. Th, I-II, q. 92, a. 2 ad 2). He aquí la conclusión que se desprende, por mera
inferencia lógica, de la naturalidad de la ley natural. Hasta aquí la ley. Pero observemos ahora al sujeto que conoce y sobre el que recae el peso de la ley.
La verdadera libertad -la que se
ejercita donde debe ejercitarse y no está atenazada por la propia miseria- se
ha perdido, y ha de ser reconquistada, mediante la gracia y nuestra
cooperación. Con la libertad "psicológica" o libertad como simple
capacidad de elegir nos podemos perder, porque no es en sí misma nada más que
una premisa para el orden moral; con la verdadera libertad nos salvamos. Por la
primera el acto se hace humano; con la segunda el acto humano se hace bueno.
Con la primera el acto puede ser bueno o malo, por lo que no tiene en sí misma
valoración moral; con la segunda el acto sólo puede ser bueno, por lo que es la
verdadera libertad. En esto consiste ser verdaderamente libre.
Si la verdadera libertad no fuese
indiferente a la elección del fin -a Dios-, se comprende que tampoco lo sería
respecto de los medios necesarios para llegar a ese fin: ahí no puede haber más
que libertad de coacción, es decir, necesidad de decidirse por sí mismo a
querer lo que se debe querer.
De aquí que todo el conjunto de
normas, naturales y divinas, sean medios necesarios, y en consecuencia
obligatorios, para que la persona pueda alcanzar su auténtico fin. Precisamente
por esto, esas leyes no se imponen al hombre directa y externamente, con la
obligatoriedad de la coacción irresistible. Y es que el Creador quiere que el
hombre le obedezca, no como animal irracional, sino como un ser inteligente que
goza de una voluntad libre. Porque ese es, justamente, el querer de Dios, la
obligatoriedad de estas leyes nace con un fundamento real, natural y objetivo:
la propia conciencia del hombre.
De hecho, la conciencia humana
descubre la moralidad que palpita y yace escondida en cada situación personal.
El hombre es capaz de discernir entre la bondad y maldad de las cosas,
identificando aquellos deberes objetivos por los que debe regirse y a los que
debe adecuar su conducta subjetiva, y teniendo la capacidad de comprometerse y
obligarse a poner o quitar, según los casos, una acción determinada.
El hombre tiene experiencia
personal de cómo en su conciencia se hace presente esa ley. En efecto, en lo
más profundo de su conciencia resuena su voz, cuando es necesario,
advirtiéndole: "haz esto, evita aquello".
Ahora bien, "la conciencia
-escribe Cardona- no crea la norma: la conoce y aplica, es intérprete de una
norma interior y superior, pero no es ella quien la crea. De ahí la obligación natural de formarse una conciencia recta y verdadera. Pero,
tratándose de un saber práctico, vital, decisivo para la vida entera y su
destino, esto compromete al hombre entero; y por eso, requiere "buena
voluntad" y todas las disposiciones convenientes: la falta de estas
disposiciones puede oscurecer y aún deformar positivamente el conocimiento de
preceptos básicos de la ley natural: la historia -también la contemporánea- lo
demuestra."
Por todo esto resulta necesaria la
formación de la conciencia. Su ausencia lleva al hombre a una cierta dimisión
de su naturaleza antropológica, pues, como decía el navegante Bering, "hay
gentes que tienen en el lenguaje costumbres de loro y en la vida costumbres de
mono; sólo dicen lo que han oído y sólo hacen lo que han visto hacer".
En este punto, la conciencia
humana no puede delegar en otro su responsabilidad personal. Porque entre las
notas que caracterizan la conciencia humana se encuentran las de ser una
realidad singular (que no admite réplicas o multiplicación), propia (que no
puede predicarse de otra persona distinta de aquella) y, por consiguiente,
intransferible (que no es susceptible de pasar de una a otra persona).
Esto significa que ante la
conciencia ética, cada hombre no puede ser sino ese solitario que forzosamente
ha de encontrarse a solas consigo mismo. Los demás podrán ayudarle -y acaso de
forma importante- con el consejo, con el buen ejemplo o con la compañía
solidaria, pero el juicio último sobre el que se fundamenta toda decisión -y el
inherente y natural mérito o demérito que puede acompañar a aquélla-, necesaria
e inevitablemente ha de ser personal. Sin la libertad de la conciencia la culpa
o el mérito del hombre no serían posibles.
Esta libertad de la conciencia
humana es la que impide precisamente cualquier forzamiento o imposición a que
el hombre obre en un sentido determinado. Tanta es esta liberalidad que resulta
ser cierto el hecho de que al hombre no se le puede forzar a obrar contra su
conciencia, como tampoco se le puede impedir que obre según ella. He aquí el
doble reconocimiento de la libertad de nuestra conducta personal: la liberación
de todo forzamiento a obrar contra nuestra conciencia, y la liberación de todo
impedimento que obstaculice o dificulte el obrar según ella.
Pero esa suprema liberalidad -que
con toda razón reclamamos y hemos de defender siempre para nuestra conciencia y
las conciencias de los demás- nos impone una exigencia: la formación de la
conciencia para que siendo ésta verdadera y recta sepa juzgar justamente cada
cosa.
La discordia entre el juicio y la
conducta del hombre es constante: la conciencia juzga una cosa, pero la
voluntad del agente quiere otra; la conciencia del juez impone una pena, pero
la voluntad del agente se rebela contra ella y la dulcifica o la incumple,
aunque sea a costa de calificar al juez como injusto; la sentencia dictada por
la conciencia conlleva unas consecuencias determinadas, pero la voluntad del
agente procura zafarse de ellas apelando -otra vez más, como un nuevo abogado
defensor- y recurriendo contra la sentencia que dictó la conciencia. La cosa no sería tan enredada -es lo que acontece en la jurisdicción ordinaria-
si el juez y el reo fuesen personas diferentes. El enredo se origina cuando,
como aquí, juez, agente, fiscal, testigo y defensor coinciden en la misma
persona.
Surgen así los intentos de
autojustificarse, de autolegitimar la propia conducta -con atenuantes o
impedimentos que hacen siempre del reo una persona excepcional y, por tanto,
impermeable a la acción juzgadora de los principios y normas por los que se
rige o debería regirse el propio comportamiento-, al mismo tiempo que trata de
mantenerse la validez jurídica y social de aquellos principios y normas.
Pero esto acontece sólo en la fase
inicial. Con el tiempo y el encadenamiento de "salvedades
legitimadoras" y "excepciones justificadas", la conciencia
comienza a enturbiarse, al mismo tiempo que inicia su camino para adaptarse al
comportamiento. "Quien no vive como piensa -dice un viejo refrán
castellano- acaba por pensar como vive". Lo curioso de esto es que lo más
poderoso, iluminador y penetrante (el pensamiento) se subordina y somete al
dictado de la mera facticidad ciega y roma (el mero vestigio de la conducta ya
ejercida).
El reo no quiere reconocer sus
faltas y sentirse culpable. Ante la discordia entre su conducta y unas
determinadas normas, el reo busca la excusa de sus errores,
"justificando" esa forma suya de obrar hasta el extremo de persuadir
al juez (a la conciencia) de su inocencia; persuasión que acaba por cegar y
ensordecer a la misma conciencia, que no disponiendo ya de ojos para ver ni de
oídos para oír, acaba también por enmudecer, incapacitándose a sí misma para,
en lo sucesivo, continuar juzgando.
El proceso de deformación de la
conciencia es tan viejo como el hombre mismo. Quien no obra como piensa acaba
por pensar como obra; quien no hace lo que dice, acaba por decir lo que hace;
quien no habla como piensa, acaba por pensar como habla. He aquí lo contrario
de la perfecta adecuación exigida por la formación de la conciencia de la que
ella misma sale garante. Sin la precisa y rigurosa congruencia de las tres
conductas anteriores -pensar, hacer y decir-, la acción humana deviene
respectivamente en errónea, falsa o mentirosa.
La norma ética, la obligación
objetiva no entra en el hombre nada más que por la conciencia: no es que la
conciencia cree la norma -se habla sin propiedad cuando se dice que la
conciencia es libre-, pero sólo ella conoce, y sólo ella obliga de modo
inmediato. Lo tremendo de esta situación es que se obra subjetivamente mal
-culpabilidad subjetiva- si se actúa contra la conciencia; y se obra
objetivamente mal -culpabilidad objetiva- si se actúa según el dictamen erróneo
de la conciencia.
Pero no se piense que la
deformación de la conciencia personal, por consistir ésta en algo personalísimo
e intransferible, no genera consecuencias para la sociedad. La mala conciencia personal, empujada por nuestra naturaleza social, contagia,
salpica e invade a la conciencia de nuestros conciudadanos.
Contagia, porque cualquier
conducta humana se manifiesta también -al ser imitada por otros- como una causa
ejemplar del comportamiento ajeno. Salpica, porque sin que medie ninguna
libertad o determinación explícita de confundir a los demás, quien así se
comporta tratará de legitimar su propia conducta, sembrando la duda entre
quienes le observan y se comportan de modo diferente. Y acaba por invadir las
conciencias ajenas, porque quien así se autoengaña continúa inseguro y dudoso
de la validez de su propio comportamiento -necesitado como está, por la
inseguridad que sufre, de ser confirmado en la legitimidad de lo ya hecho-, por
lo que tratará de generar nuevas actitudes en los demás que le aprueben y sean
semejantes a las propias.
Pero, como escribe Polo (1993),
"la ley moral no puede ser racionalmente determinista; si sólo se pueden
hacer las cosas como dice la ley moral no puede crecer la capacidad de hacer.
La norma moral integrada es 'haz todo el bien que puedas y como se te ocurra, y
cuantas más virtudes tengas, mejor lo harás: no te detengas' (p. 151). A veces
se dice que el principio que se conoce por la sindéresis es 'haz el bien y
evita el mal'. Prefiero formular este principio simplemente así: 'haz el bien:
actúa'; actúa todo lo que puedas y mejora tu actuación. El mal, ya se sabe,
está prohibido. Evitar el mal es un no, pero la negación no es lo primero en la moral. El conocimiento moral de principios impulsa, ratifica que el hombre ha de tener
iniciativa. No es un deber añadido, sino la expansión de la libertad: persigue
el bien, llévalo a cabo, no te retraigas, no lo omitas, no seas perezoso. El
principio está dirigido al sujeto, a la actitud de la persona ante la larga
tarea que es vivir, ante el proyecto humano que es desarrollar su existir
incrementando lo real. Lánzate a la vida, aporta, pon de tu parte, no te quedes
corto. Este es el gran principio. ¿Es una norma moral en sentido estricto? Me
parece que no. Es más bien, la conexión de cualquier norma conmigo, pues la
norma moral no es una instancia obligatoria que se yerga solitaria ante un
reclamado cumplimiento forzado. Este enfoque psicologista es desacertado. Sin
duda, cumplir lo obligatorio es muchas veces duro, pero ello no define el
significado de la norma moral para un ser libre, capaz de virtudes" (p.
204).
No sé resistirme a poner fin a
estas cuestiones sin al menos invocar a la conciencia. La conciencia que de la conciencia tiene el hombre -su autoconciencia- es
al fin también conciencia. La conciencia es siempre una función genitiva,
puesto que es de alguien (el sujeto consciente) y es de algo (el contenido que
se tematiza y del que, precisamente, se toma conciencia). En el caso de la
autoconciencia su genitividad remite a la identidad del ser consciente,
haciendo que se torne más real la presencia misma de esa identidad. El hecho de
no ser autoconscientes de la propia identidad (al menos, en muchos momentos de
la vida, a pesar de disponer ya de uso de razón) no significa que no tengamos
tal identidad. Antes de ser conscientes de la identidad personal, nuestra
identidad se nos aparece como lo insuficientemente real, lo todavía no
completamente determinado.
Esa toma de conciencia de la
propia identidad acontece en muchas ocasiones como un hecho simultáneo que
sobreviene en la medida que hacemos uso de nuestra benevolencia para con otro
hombre. La identidad eclosiona y hunde sus raíces a orillas de la
autoconciencia personal que es, sin duda alguna, el eje vertebrador del
comportamiento ético. Sin identidad no puede haber ética.
Actuar en conciencia
("cum-scientia") no es sino actuar con ciencia, con la primera y más
elemental de las ciencias, aquella que hace que el hombre se percate de quién
es y de lo que está realizando en cada momento.
En principio, el hombre no debería
hacer ciencia sin conciencia. Y eso porque le faltaría la primera de las
condiciones que son necesarias para hacerla: la de saber qué se está haciendo.
Sin esa primera ciencia que es el saber acerca de sí, resultan inviables las
otras "ciencias segundas", entendidas estas últimas como el
conocimiento de algo (educación) a través de sus causas.
La conciencia ética es, sobre
todo, un juicio, un acto de la inteligencia por el cual se juzga
particularmente un hecho, conducta o suceso, aprobándolo o desaprobándolo. Lo
propio de la conciencia es juzgar. La conciencia es, ante todo, una actividad
judicativa que procede del intelecto práctico y que dictamina la bondad o
malicia de un acto concreto. La conciencia se percata del propio acto, pero
juzgando sobre el bien.
La conciencia no es la ley moral
sino que, estando subordinada a ella, mide, juzga o sentencia si un determinado
acto o comportamiento se ajusta o no a esa ley. La conciencia no crea normas,
simplemente aplica las normas a las conductas, a los hechos. Por eso la
conciencia ética no es autónoma, entendida en el sentido de que pueda
modificar, inventar, crear o transformar normas. Procediendo de esta forma, es
muy probable que el hombre se autogobierne mucho mejor en lo que respecta a su
comportamiento, de manera que se facilite la consecución del propio fin al que
su naturaleza propende.
En cualquier caso, la propia
conciencia será siempre la regla inmediata de moralidad, por cuanto que en ella
asienta la capacidad que hay en el hombre de tener a la vez la ley y su propia
conducta, es decir, la capacidad de examinar el propio comportamiento a la luz
de la ley que hay en él inscrita, como ordenamiento de su recta razón. También
por eso, los juicios de la conciencia moral son, en definitiva, la primera
regla de moralidad.
Por último, unas palabras tan sólo
respecto de la motivación. En este punto preciso es reconocer el
esfuerzo realizado por la moderna psicología por desentrañar el fin del
comportamiento humano. El hecho de que el término motivación se cotice hoy a la
alza en la bolsa de los valores del uso coloquial del lenguaje, habla mucho en
favor de lo generalizado de su uso y de la enorme validez y aceptación social
que tiene.
Pero, no obstante, hay que hacer
algunas matizaciones. En realidad, la motivación se corresponde más con la
traducción psicologista del concepto de valor, poniendo la larga distancia que
le separa del concepto de virtud. En esa traducción -todavía más
"light" que la anterior- el autor de estas líneas tiene forzosamente
que preguntarse si no habremos perdido definitivamente el concepto de fin por
el que obra el agente.
En efecto, la motivación, tal y
como se estudia en la psicología, apenas si constituye en muchas ocasiones un
indicador efectorialista -más que la meta a la que se dirige el comportamiento
humano- a cuyo través se expresa la activación cerebral (el
"arousal", "drive", en términos psicofisiológicos). Pero la
activación cerebral no es el fin de la conducta humana, sino más bien la
consecuencia psicofisiológica de que esa conducta sea ciertamente propositiva,
teleológica y finalista.
En un sentido más laxo, el
término motivación designa los "motivos" (naturalmente psicológicos)
por los que actúa determinado agente. Pero esos motivos -tal y como se ha
diseñado su estudio- están tan enraizados y vinculados a los procedimientos,
métodos y diseños experimentales que forzosamente se han dejado arrastrar e
invadir por ellos y, en consecuencia, adolecen de lo que es propio y
característico de los actos libres y voluntarios, que son los que al fin habría
que estudiar.
No obstante, hay que conceder a
este nuevo concepto un poderoso atractivo. Tal vez bajo ese atractivo subyazca
y persista la adensada e irrenunciable sombra del viejo concepto de fin
(telos), lo que una vez más demostraría que no es tan fácil como se piensa
desentenderse de la filosofía. De ser esto así, acaso estemos mucho más cerca
de la regeneración ética de lo que algunos sostienen. Pues si el concepto de
fin continúa vivo -y el éxito del concepto de motivación, en cierto modo, así
lo confirma-, entonces, todavía cabe esperar que el hombre de nuestro tiempo se
abra paso por entre la niebla del confusionismo terminológico y retome, con
paso decidido, su libertad, es decir, la dirección de su comportamiento. Por
consiguiente, muy bien pudiera darse un camino de regreso -de la motivación a
la virtud- gracias, precisamente, a la pervivencia soterrada y subsumida del
concepto de virtud en el de motivación. De confirmarse esta hipótesis habría
que darle la bienvenida -malgrè lui meme- al concepto de motivación.
¿Qué virtudes son las que
propiamente deberían enseñarse en la escuela pública y privada?
La educación en las virtudes tiene
su marco originario en la "paideia" griega. En este escenario,
estaban esculpidos aquellos valores que aparecían como más convenientes
trasmitir de una a otra generación, en el contexto educativo. El elenco de
valores así caracterizados, se englobaban bajo el término de valores éticos.
Acaso su fundamento debía mucho a la imagen platónica, entonces existente,
acerca del ser humano como un auriga que conduce un carro tirado por dos
caballos.
Esta imagen
representa bien la condición de los jóvenes alumnos. No se es propiamente
hombre hasta que se adquiere la capacidad de conducir el carro de l vida
personal a su propio destino. El hombre debe conducir su propia vida hacia un
fin determinado. El camino hacia la madurez es un arco tendido desde lo
personal a lo social. El niño no se transformará en el hombre maduro que aspira
a ser, si no comienza por esforzarse en la adquisición de aquellos valores
personales que, siendo irrenunciables, harán de él la persona valiosa, que
desea ser. Es decir, si no comienza por sí mismo. Pero no lo hará si no se
satisfacen con anterioridad las tres condiciones siguientes:
1. El propio conocimiento
personal, de manera que aprenda a conducirse a sí mismo en libertad.
2. La necesidad de elaborar y
disponer de un proyecto biográfico y personal, libremente elegido, que además
sea coherente con el previo conocimiento personal.
3. La ejercitación en ciertas
conductas que generen hábitos de comportamiento, de manera que le doten de una
"segunda naturaleza" y de una especial facilidad para vencer las
dificultades que en su andadura biográfica en la profunda tarea de convertirse
en persona, de seguro ha de encontrar en sí mismo y en el medio.
Al conocimiento personal ya nos
hemos referidos al tratar de las virtudes y de la conciencia. Estudiemos ahora el proyecto. La noción de proyecto personal
("Entwurf") ha hundido sus raíces en la filosofía contemporánea, a
partir de la obra de Heidegger. Un proyecto personal no consiste en hacer un
mero plan, según el cual se disponga lo que todavía no se ha hecho, lo que aún
está por hacer. "El proyecto no es, por así decirlo, hacer cualquier cosa
mientras uno se hace a sí mismo, porque uno no se hace a sí mismo haciendo
cualquier cosa (Ferrater Mora, 1979).
Un proyecto personal, tal como
aquí se entiende, tiene mucho que ver con la vida, hasta el punto de concebir
la vida como un proyecto, como una anticipación de sí mismo; más que como una
realidad proyectante, como el proyectarse como realidad, de forma que la
persona humana se elija a sí misma en su proyectarse y a través de su
autodecisión. En última instancia, la capacidad de proyecto de un individuo
significa la básica capacidad de ese sujeto al servicio de su personalizacion.
Tener un proyecto de vida consiste en saber a qué atenerse, tanto en lo que
respecta al mundo en que se vive como a la personal existencia en que consiste
la propria vida: habérselas con la propia realidad de tal modo que, por su
virtud, ésta se guíe a sí misma en el ámbito del universo, para de esta forma
conseguir que su mismidad logre dar alcance a su destino personal.
Tiene proyecto quien, teniendo
ideales bien concebidos, es capaz de vertebrar su propria existencia, de acuerdo
con una forma de vida por la que libérrimamente ha optado. Difícilmente podrá
diseñarse una forma de vida si la imaginación está agostada, o si los valores
que como referencias sirven a la orientación de la propia existencia están
oscurecidos.
Como ha podido advertirse,
disponer de un proyecto personal de vida es algo muy importante, más aún,
imprescindible para no extraviarse en el ámbito confuso de nuestra sociedad y
alcanzar el seguro puesto que, individual y socialmente, cada hombre libremente
se ha propuesto.
Ahora bien, no todos los proyectos
personales lo son realmente. Así, por ejemplo, el "self made‑man",
el modelo tan extendido por otra parte en la sociedad consumista donde solo
se prima la "eficacy", encierra numerosas contradicciones que lejos
de orientar al hombre le enajenan y arruinan en esta navegación. Desde una
perspectiva filosófica, el supuesto que sostiene este modelo, no es otro que el
historicismo: resultando una alternativa que ha causado no pocos pesares al
hombre y que se debate entre el sustancialismo radical, que considera
que el ser del hombre coincide únicamente con una naturaleza que actúa de modo
fijo y determinado, y el fenomenismo historicista que, disolviendo la
naturaleza humana, hace que el ser del hombre consista únicamente en lo que
cada uno hace de sí mismo en el tiempo.
Ahora bien, el hombre tiene una
naturaleza, pero no está ni definitivamente hecho ni acabado. El hombre tiene
que hacerse pero desde su ser. "Debe decirse, pues, que el hombre -escribe
Millán Puelles (1955)- tiene necesariamente historia, más no que tenga una
historia necesaria. La libertad humana hace posible esta situación
aparentemente contradictoria. El hombre, por ser libre, actualiza y despliega
su interna plasticidad de una manera libre, no puramente natural (...), pero
esta libertad de nuestro ser, desde la cual se hace posible la historia, no
está sobreañadida a la naturaleza humana. Se trata, por el contrario, de una
libertad que esta naturaleza tiene. En la unidad metafísica del hombre, naturaleza
y libertad constituyen un "unum" inseparable realmente idéntico (...)
El hombre es, según esto, un ser histórico por existir en él, además de su
propria y determinada naturaleza, algo que excede indefinidamente a toda
determinación y que afectando de continuo formas nuevas, tiene una inagotable
agilidad para superarlas"(Millán Puelles, 1955).
Dada la agilidad y plasticidad
omnímodas del ser humano, como acabamos de ver, resulta especialmente relevante
para la vida humana que el hombre, cada hombre, tenga un proyecto de vida. El
futuro no está escrito, lo que comporta un importante grado de imprevisión, de
angustia; pero a la vez, ese no‑ser‑todavía, en que consiste el
futuro, sale garante de la libertad humana, que hace de la persona una
naturaleza perfectible, abierta y con capacidad para enriquecerse con sus
actuaciones, al tiempo que en el trascurso de la vida reconfigura su ser
histórico. La incertidumbre del futuro -y la capacidad de proyecto que frente a
él cada hombre tenga- manifiesta a la persona en la unidad de su ser, un ser,
sí sustancialmente permanente, pero accidentalmente perfectible.
Hemos visto, líneas atrás, la
importancia de tener un proyecto personal de vida. Cuando no se tiene, el
comportamiento humano se disuelve en el sinsentido. Todo proyecto
transparenta la razón de una motivación que lo pone en marcha. La carencia de
motivaciones obtura la posibilidad de los proyectos personales.
Desde esta perspectiva, motivación
es sinónimo de valor: si algo no nos motiva es porque no vale para nosotros. De
aquí que si no somos atraídos por ciertos valores resulte muy difícil, concebir
un proyecto y que nos pongamos en movimiento para realizarlo. La carencia de
motivaciones, la confusión en los valores hace que algunos comportamientos de los
alumnos, en lugar de conductas motivadas se conviertan hoy en
"movidas". Esas personas, aunque vayan de un lado para otro, no se
mueven -no están motivadas- sino que son movidas. No se mueven porque, no
estando motivadas a hacerlo, dejan de concebir el proyecto por el que se
mueven. En consecuencia, son sujetos que han sido movidos, arrastrados,
propulsados por la masa, las modas o los mitos.
De aquí es fácil concluir la
crisis histórica que hoy padecemos. Algunos alumnos han perdido el sistema de
convicciones de la generación anterior, pero tampoco lo han sustituido por
otro, por lo que su mundo se ha quedado sin armazón alguna. En estas
circunstancias, como dice Ortega, "el hombre vuelve a no saber qué hacer,
porque vuelve de verdad a no saber qué pensar sobre el mundo. Por eso el cambio
se superlativiza en crisis y tiene el carácter de catástrofe. El cambio del
mundo ha consistido en que el mundo que se vivía se ha venido abajo, y de
pronto en nada más. No se sabe que pensar de nuevo -sólo se sabe o se cree
saber que las ideas y normas tradicionales son falsas, inadmisibles. Se siente
profundo desprecio por todo o casi todo lo que se creía ayer, pero la verdad es
que no se tienen nuevas creencias positivas con que sustituir las
tradicionales. Como aquel sistema de convicciones o mundo era el plano que
permitía al hombre andar con cierta seguridad entre las cosas y ahora carece
de plano, el hombre se vuelve a sentir perdido, azorado, sin orientación (...)
No existe eso que suele llamarse 'un hombre sin convicciones'. Vivir es
siempre, quiérase o no, estar en alguna convicción, creer algo acerca del mundo
y de sí mismo (...); el no sentirse en lo cierto sobre algo importante impide
al hombre decidir lo que va a hacer con precisión, energía, confianza y entusiasmo
sincero: no puede encajar su vida en nada, hincarla en un claro destino. Todo
lo que haga, sienta, piense y diga será decidido y ejecutado sin convicción positiva,
es decir, sin efectividad; será un espectro de hacer, sentir, pensar y decir,
será la "vita minima", una vida vacía de sí misma, inconsistente,
inestable. Como en el fondo no está convencido por algo positivo, por tanto no
está verdaderamente decidido por nada (...); más para decidir mi existencia, mi
hacer y no hacer, yo tengo que poseer un repertorio de convicciones sobre el
mundo" (Ortega y Gasset, 1967).
Un hombre sin convicciones, sin
proyectos, sin motivaciones es un hombre vacío y siempre pronto a escapar del
mundo y a huir de sí mismo; un hombre que ha hecho del miedo su morada. ¿Pero
puede el hombre huir del mundo, escapar de sí mismo? Ciertos comportamientos de
los alumnos manifiestan que sí, que el hombre puede escapar del mundo, mientras
se refugia en la droga, en el consumismo hedonista o en el sexo; pero ni
siquiera entonces puede el hombre hurtarse a sí mismo, escapar de sí.
¿Que solución le queda al hombre
entonces?, ¿Qué puede hacer? En lugar de huir de sí mismo, el hombre puede
correr hacia sí mismo, hacia su intimidad, adentrarse en el hondón de su vida
interior y descubrir cuales son sus convicciones para, desde allí, acrecerse y,
apoyándose en esas convicciones personales, fugarse hacia delante,
transformando al mundo con sus propios proyectos.
Juan Pablo II abrió el año de 1985
con un mensaje a la juventud, en que decía: "Os conmueve el hambre de paz
que tanta gente comparte con vosotros. Os aflije tanta injusticia a vuestro
alrededor. Estáis amenazados con el desempleo y muchos de vosotros os
encontráis ya sin trabajo y sin perspectivas de un empleo conveniente (...) Todo
esto puede suscitar el sentimiento de que la vida tiene poco sentido (...). No
tengáis miedo de vuestra propria juventud, y de los profundos deseos de
felicidad, de verdad, de belleza y de amor eterno que abrigáis en vosotros
mismos. Hay quien dice que la sociedad de hoy teme estos potentes deseos de los
jovenes, y que vosotros mismos les tenéis miedo. ¡No temais! (...) El futuro
del próximo siglo está en vuestras manos. Para construir la historia, como
podéis y debéis, tenéis que librarla de los falsos senderos que sigue. Para
hacer esto, debéis ser gente con una profunda confianza en el hombre y una
profunda confianza en la grandeza de la vocación humana, una vocación a
realizar con respeto de la verdad, de la dignidad y de los derechos inviolables
de la existencia humana"
Los hábitos que el joven ha de
adquirir han de encaminarse a la consecución de la apropiación efectiva de sí
mismo. Son, pues, hábitos que hacen referencia a una cierta pertenencia
personal: la de ser dueño y señor de sí mismo, la de disponer de libertad
frente a sus propias pasiones y apetitos, en una palabra, lo que podemos
designar con el término de autodominio y autocontrol, de manera que campee la
libertad por encima de sus apetitos.
Conviene comenzar por aquí esta
conquista, puesto que sin el logro de estos valores personales (el necesario
autocontrol y gobierno de sí mismo), resulta imposible en la práctica
satisfacer otras conductas éticas más lejanas como las que se ordenan a las
relaciones con los demás (respeto) y las que atañen a la entera sociedad
(justicia). En cierto modo, el respeto y la justicia hacia los otros se logran
después, una vez que se ha satisfecho la necesidad de auto-respeto y justicia
para consigo mismo. Pero tales propósitos no se alcanzan sino por medio de las
virtudes de la justicia (que reside en la voluntad), la fortaleza (que modela y
configura al apetito irascible) y la templanza (que modula y robustece el
apetito concupiscible).
El señorío sobre sí mismo, el
dominio de sí (autocontrol), hunden sus raíces en dos valores éticos
irrenunciables: la fortaleza y la templanza. He aquí los frenos que embridan los dos corceles (los apetitos concupiscible e irascible), que el joven auriga
debe manejar con sabio pulso, para alcanzar el seguro destino que se propone.
Es precisamente la adquisición de estos valores y su acunarse en la encarnadura
personal lo que harán de él la persona valiosa que se propone ser.
Cada uno de estos valores éticos
están trenzados por tres virtudes fundamentales. La austeridad, la modestia y
la discreción son los ingredientes de la fortaleza; la mansedumbre, la
castidad y la valentía son las virtudes constitutivas del valor de la
templanza.
Pero como el desarrollo y
emergencia de la afectividad y de estos apetitos tiene un despliegue más precoz
y rápido en el niño que el de la inteligencia -como demuestra la psicología
evolutiva-, lo conveniente es comenzar a enseñar estas virtudes, sin las cuales
sería poco menos que imposible el crecimiento en aquellas otras como la
justicia, la prudencia, la ciencia o la sabiduría. Estas últimas -tanto en sentido absoluto, como en cuanto a su objeto- son
superiores a aquéllas, pero cronológicamente han de alcanzarse más tarde por
acabalgarse sobre ellas.
Estas son, pues, las virtudes a
cuya enseñanza y desarrollo hay que atender, en primer lugar, en el contexto
escolar. De ellas va a depender el que el auriga alcance o no su destino: la
consecución de una vida lograda. De ellas depende algo tan necesario y
fundamental para la autorrealización personal como el que, de hecho, se pueda
hacer lo que se quiere y querer lo que se hace. Sin ellas es imposible que el
joven conductor de sí mismo de alcance a otros valores éticos, que se le
ofrecen como más lejanos y que presuponen, en alguna forma, la adquisición e
implantación de éstas.
La educación axiológica y el
contexto familiar
Obviamente, la educación en el
contexto familiar, durante esta etapa inicial, debiera estar orientada hacia la
consecución de estas mismas virtudes, de manera que se facilite su implantación
en el joven alumno. Cualquier disonancia o contradicción, a este respecto,
entre los contextos educativos familiar y escolar, forzosamente han de resultar
obstáculos amenazantes que ponen en grave peligro la trayectoria itinerante
que, como homo viator, el joven auriga ha diseñado recorrer hasta
alcanzar la meta que se ha propuesto.
No cabe duda que el
descubrimiento de un valor, en ocasiones, es algo que puede cambiar nuestra
vida. Muchos tenemos experiencia de cómo, en estos casos -y no me refiero sólo
a los valores trascendentes, sino tambien a los humanos-, se modificó
sensiblemente nuestra experiencia. Basta con recordar y en nuestra memoria se
agolparán decenas de personas, de circunstancias, de valores. El valor no se
presupone, ni se inventa, sino que es un ingrediente necesario en toda vida
humana. En el fondo, remite siempre a la motivación, como observaremos al final
de esta colaboración.
Los valores
no siempre se descubren cuando uno quiere. A veces, emergen de repente en
nuestro horizonte existencial, incluso a pesar de tratar de resistirnos a
ellos. Lo más conveniente, no obstante, es que hombre y mujer tomen la
iniciativa de ir en su búsqueda. También cuando en sus vidas aquellos no
aparecen.
En otras
circunstancias, es como si los valores cayeran espontáneamente del cielo sobre
nosotros. Un día cualquiera, una vida rutinaria, y acaso no demasiado
relevante, puede sentirse zarandeada -y hasta invadida-, por el descubrimiento
de un nuevo valor que la transtorma.
El
descubrimiento o búsqueda de los valores en el ámbito de la familia tiene una
gran importancia. Significa que, si los padres han optado por ciertos valores y
se han comprometido con ellos, cada hijo que viene a este mundo no tiene que
acometer la tarea hercúlea y problemática de tratar de descubrir a qué valores
merece la pena jugarse la vida. Si cada uno, nada más llegar a este mundo,
hubiera tenido que afrontar esa difícil empresa -por no disponer en el ámbito
de su vida familiar de ninguna referencia valorativa que le guíe y oriente-,
muy probablemente a los diez años estaría ya hastiado, confundido y, tal vez,
hundido en la perplejidad.
La familia, desde esta perspectiva, se nos ofrece como un
"museo" viviente de valores. Y ello no porque los padres cuelguen los
valores de la pared, como si se tratara de un cuadro que, pasivamente, ha de
admirarse. Los valores familiares constituyen, más bien, un dato irrefutable,
algo casi testimonial, que va unido al comportamiento diario de los padres. En
realidad, los valores familiares no son para exhibirlos sino para que se
manifiesten en la conducta de las personas que conviven en esa familia. Han de
estar "encarnados" si, de verdad, esperamos que contribuyan a las
buenas relaciones entre padre, madre e hijos y, como consecuencia de ellas, a
la buena educación.
Sólo estamos autorizados a hablar de "museo" axiológico
familiar, cuando los valores se han engarzado y han devenido en comportamiento.
En este caso, tal "museo" axiológico, además de ser completamente
natural, es tambièn etológico y ecológico: un lugar seguro donde el niño puede
crecer y desarrollarse, al mismo tiempo que aprende a ser persona.
Los valores son necesarios -más aún, imprescindibles-, porque la
vida hay que empeñarla en algo. Si la vida no se apuesta a algo que valga la
pena, se malgasta. La vida es gasto: el sucederse, cadencioso o no, de un
minuto tras otro, en un proceso que es siempre irreversible. El descubrimiento
de ese alguien o algo por el que valga la pena quemar la vida en su servicio,
es a lo que llamamos valor. Esos valores -estamos insistiendo mucho en ello
porque nos parece algo irrenunciable-, ningún niño, inicialmente, los
cuestiona. Más tarde, sí, porque en la medida que crece, emerge y madura su
libertad personal, ha de comprometerse también en las elecciones que hace y
que, obviamente, son siempre muy personales. Pero, al principio, no acontece
así. Precisamente por eso, los padres han de prepararle ese "marco de
referencias" -a través de sus comportamientos- que le sirvan de orientación,
cada vez que su libertad no esté capacitada para elegir, cada vez que sus
decisiones se tambaleen porque les falta la necesaria información y experiencia
de la vida. Se trata del tan olvidado y, al tiempo, tan necesario criterio de
autoridad. Las tradiciones están entreveradas y amasadas con ellos.
Pero obsérvese que, cuando el adolescente opta libremente por el
valor o los valores que son el fundamento sobre el que asentar su propia vida,
tiene ya en depósito otros valores previos que ha asumido e integrado y que,
tal vez, ha realizado en sí mismo. Los ha tomado prestados de sus padres,
puesto que no le han caído del cielo. Sobre esta importante función de los
padres descansan las primeras motivaciones de los hijos. Si los padres
engalanan sus comportamientos con valores que son acertados, es muy probable
que las conductas de sus hijos pequeños estén motivadas desde un principio. Por
contra, si los padres no se han decidido por ningún valor -si su conducta es
indifirente- es comprensibe que sus hijos pequeños estén desmotivados.
Los valores
familiares configuran esa oukía natural que es cada hogar. Por ser los valores
y las personas tan diversas, es lógico que cada hogar sea irrepetible. Los
valores están siempre ahí, infuyendo, formando, configurando y avalorando
connaturalmente la vida de los hijos. Ciertamente, no hay dos hogares iguales,
al menos en lo que más nos importa ahora: los valores. Esto no nos tiene que
sorprender o influir demasiado. Son muchos los valores por los que podemos
optar. Por eso, el "menú" que se establezca en cada familia -con los
valores que eligen los padres y que también ellos viven-, puede ser tan
perfecto y diverso como el que se sirve en cualquier otra casa‑museo. Y
todos ellos, sin embargo, resultan igualmente validos.
Aceptar esta diversidad es conveniente. Algunos padres, demasiado
inseguros y/o desconfiados, ponen un especial énfasis en conocer qué se hace en
esta o aquella familia, cómo educan a sus hijos estos o aquellos padres, qué es
lo más aconsejable para resolver tal o cual problema familiar. De aquí a la
imitación de lo que otras familias hacen apenas hay un paso.
En ocasiones, el hombre experimenta miedo a la libertad y cree que
si repite o imita lo que los demás hacen o dicen, también él acertará. Esta
bien que se aconsejen, que estudien y reflexionen. Pero los padres deben saber
que las decisiones que han de tomar para educar a sus hijos, solamente a ellos
compete. Es preciso luchar contra esa natural desconfianza e inseguridad que,
frente a la libertad, anida y palpita en la intimidad de muchos padres. Ha de
admitirse también que, por muy creativos e imaginativos que seamos, jamás
agotaremos el mundo de los valores.
La elección de valores en la adolescencia
Los valores
son los que realmente resuelven la desconfianza y el natural desvalimiento de
los hijos, cuando son adolescentes. Los padres debieran saber que en sus
conductas macizadas de valor se acunan sus hijos. Esto es lo natural. Como
también lo es que los padres deban esforzarse por ser mejores. El hombre
atesora en su vida valores -los que ha realizado en sí mismo- que los comunica,
y por eso, de alguna manera, los presta y regala a los demás. La vida es, por
eso, un regalo, un regalo que no tiene precio.
Esta es una de las primeras necesidades -si es que no la primera-,
que los hijos tienen. Si no estuviese roturada la vida familiar con una
normativa mínima, que en el fondo no es otra cosa que las consecuencias de los
usos, costumbres y ejemplos de los padres, la educación de los hijos sería
imposible. Por eso, han de apreciarse esos valores que cada uno realiza y
transmite culturalmente y que, de generacion en generacion, se ha demostrado
que son óptimos.
Cuando los hijos crecen y se acercan a la pubertad, entonces
empiezan a indagar si los valores que han heredado de la generacion anterior y
con los cuales se han identificado -incluso sin saberlo-, coinciden con los que
ellos realmente quisieran elegir o no para sf mismos. El adolescente, cuyo
horizonte existencial es tan rico, comienza a buscar, otear y descubrir valores
nuevos. Es posible que los nuevos valores que descubre estén de acuerdo con los
valores que asumió a traves del legado recibido de sus padres o que, tal vez,
sean un poco diversos o incluso antitéticos a aquellos que, acaso le sirvan para
profundizar todavía más en los valores en que fue educado.
En cualquier caso, el comportamiento de ese adolescente estará
motivado en la medida en que descubra y trate de realizar en sí esos valores.
Si, por el contrario, no los descubre, no se sentirá motivado. De otro lado, si
el legado de valores recibido -un autentico "capital" heredado de sus
padres-, es incongruente, contradictorio, indiferente o insuficiente, es lógico
que se encuentre aburrido y desmotivado.
Las vidas de los padres proyectan sus luces y sombras sobre, lo
que en el futuro, muy probablemente, serán las trayectorias biográficas que
elijan sus hijos. De aquf que la mejor herencia -en la práctica, la única—, que
pueden dejar los padres a sus hijos es aquella que trenzan y entreveran con su
diario comportamiento, configurando ese excelente modelo que retadoramente todo
adolescente se propone emular.
¿Qué sucede cuando en el horizonte del adolescente aparece un
valor? Indudablemente, su conducta cambia: se centra y profundiza, se motiva y
radicaliza; en una palabra, se activa. Es decir, deja de comportarse como un
fardo amorfo que no sirve para nada y que, muy a su pesar, esta ahí
arrinconado.
Cuando descubre un valor el adolescente se pone en marcha, porque
ha visto, aunque vagamente, algo que brilla y que le atrae. El comportamiento
motivado es siempre un comportamiento atractivo, tenso, vibrante y sugerente.
Por eso, quien está motivado suele manifestar un comportamiento apasionado.
Si los
adolescentes no se apasionan es porque no han descubierto los valores que
precisan encarnar en sí. Acaso, también por eso, su conducta esté desmotivada.
En la actual cultura hay un exceso de desmotivación. En algunos adolescentes de
hoy no hay héroes, ni lecturas de vidas de héroes, de leyendas, de mitos, de
historias verdaderas. Cuando un chico de quince años lee, por ejemplo, la vida
de Hernán Cortés, Pizarro, el Cid, Carlo Magno o Viriato, en su cabeza bullen
de inmediato muchas cosas, acaso demasiadas. Porque esas biografías -en las que
el comportamiento de sus gigantes proyagonistas es de una profundidad abismal-,
están perladas de valores bien realizados, bien articulados y trenzados. Y
cuando un adolescente descubre esos valores lo primero que se le viene a la
cabeza es preguntarse: "¿Por qué él y no yo? ¿Por qué no puedo ser yo como
él?". Y enseguida comienza a compararse con ese prototipo o modelo, una
experiencia absolutamente connatural. Y, a poco que se descuide, esa pregunta
estimulará su imaginación, hasta el punto de verse a sí mismo, como un Cid que
cabalga de nuevo por los campos de Castilla.
El valor, antes descubierto. se ha mudado ahora en aventura. El
adolescente, a partir de aquí, iniciará su andadura aventurera y aventurada. Se
aventurará en la persecución de una grande hazaña, de un proyecto -arriesgando,
a su modo, la vida—, para él mismo llegar a ser un gran hombre, es decir, un
hombre valioso.
En estas circunstancias hay algo que brilla y martillea dentro de
él y que como un resorte le dice: "¡Tu puedes!". Naturalmente que,
con la imaginación, hace ese viaje por los campos de Castilla como si fuera el
mismo Cid, tan admirado por él. Y lo hace, porque lo imagina. Y es que, como se
dice en un viejo refrán castellano, "quien las imagina las hace". El
adolescente lo hace fantásticamente, porque lo imagina. Pero una vez que
imaginariamente lo ha hecho, es muy posible que también un día no lejano,
realmente lo haga.
La historia de nuestro adolescente se resume en lo que sigue: ha
descubierto valores, se ha quedado encandilado por ellos y le ha nacido la sana
inquietud de decir: "¡Yo quiero ser como él!". Esto, en cierta forma,
nos pasa a todos, incluso a pesar de no ser adolesdentes. También los adultos,
cuando encontramos una persona valiosa, oímos algunas veces una voz que por
dentro nos susurra: "Me gustaría ser como esa persona".
En esto consiste el descubrimiento del valor. Cuando oímos
"me gustaría ser como él" no estamos movidos por la envidia insana,
sino por el hambre de ser valiosos. Se está afirmando, sencillamente, que
"me gustaría realizar en mi los valores que veo realizados en el modelo,
en el héroe de la leyenda". No es que se desee tener su identidad, ser
igual a él en todo, sino tan solo parecerse a él en los valores que, de
realizarse en nosotros, avalan y hacen crecer nuestra valía personal, es decir,
nos hacen valiosos. También en nosotros, lo que se teje y concibe en la
imaginación es más fácil que se realice luego en la vida real. Aunque sea de
forma analógica, esa vida simbólica pensada, deseada e imaginada que uno quiso
ser, tiene ahora mayores posibilidades de serlo.
Si no tuvieramos historia ni tradiciones, si no tuvieramos padres
con valores, el hombre sería un ser mediocre que, arrastrándose por la tierra,
estaría incapacitado para mirar alto y desde lo alto.
El hombre es un ser que necesita
de perspectiva, un ser con capacidad de horizonte que, cuando contempla el
firmamento se le queda pequeño, por muy estrellado que esté. Y eso por ser
capaz de imaginar y desear con tanto anhelo, aquello que él no es, pero que, sin
duda alguna, tiene posibilidad de ser. Esto es lo que subyace en el fondo,
cuando hablamos de comportamiento motivado. Las personas están motivadas cuando
descubren valores para sus vidas, es decir, cuando se deciden a encarnar en sí
las virtudes que anhelan. Cuando los descubrimos, nuestro comportamiento
cambia. La vida no tiene sentido sin ellos. La vida del hombre se oscurece
cuando, carentes de todo valor y de espaldas a todo lo que suponga esfuerzo,
sólo se vislumbra el sinsentido de la nada. ·- ·-· -······-·
Aquilino Polaino-Lorente
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