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Elogio de la afectividad (9): En la raíz de la raíz
por
Tomás Melendo y María Fernández de la Mora
Según entendemos, y para que no constituyan un conjunto de afirmaciones sin fundamento, lo examinado en escritos anteriores exige estudiar con mayor hondura la naturaleza de la voluntad y, en particular, su diferencia esencial respecto a los apetitos sensibles. Con lo que también se empezará a perfilar la analogía (semejanza-oposición) entre la afectividad biopsíquica y la propiamente espiritual y, como consecuencia, la grandiosa y compleja riqueza del mundo afectivo humano, que es el de una persona inconfundible, compuesta de espíritu y materia, sin dejar por ello de ser persona, pero siéndolo de un modo en extremo particular: único… ¡cada una de ellas!
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1. La
compleja unidad de la persona humana
Puesto que se
trata de una cuestión enormemente sutil, y también de las más difíciles de las
examinadas hasta ahora, se requiere un complemento de paciencia: pues parece imposible
que, sin contar con una formación metafísica más que mediana, alguien entienda
lo que sigue, a no ser que precedan algunas explicaciones introductorias.
Dos
naturalezas y un solo ser
De ahí que, de entrada y
como punto de partida, nos permitamos sentar dos o tres supuestos, contenidos
tal vez magistralmente en la audaz y un tanto figuradaobservación de
Tomás de Aquino que sostiene que:
1. En el hombre «con-viven» dos
naturalezas contrarias…
2. Actualizadas por el mismo y único
acto de ser.
Con otras palabras. Para el
sujeto humano, la unidad se encuentra de parte del ser, mientras que en lo
relativo a su esencia (a sus esencias, cabría decir, aunque la expresión
es bastante impropia) predomina una clara oposición:
El hombre es
(resultado) de dos naturalezas contrarias, una de las cuales viene alejada de
la otra (literalmente: retraída) por su cuerpo: homo est ex duabus
contrariis naturis, quarum una retrahitur ab alia a suo corpore.
Pienso que este aserto,
tomado en toda su radicalidad, compone una ayuda insuperable para llegar hasta
el núcleo del tema que nos ocupa y de muchos otros que no hacen tanto al caso,
pero gozan también de extrema relevancia.
Dejando para otro momento
la fundamentación y la exégesis de tan densas convicciones, nos limitaremos a
llevar casi hasta sus últimas consecuencias uno de los muchos aspectos de la
contrariedad que opone la naturaleza espiritual a la sensible.
Un
enfrentamiento relativo
Para lo cual, resulta muy
oportuno advertir que los contrarios, aun cuando de hecho convivan en un
mismo género o en idéntico sujeto, se enfrentan entre sí de una manera radical:
pues, en el ámbito que corresponde a este tipo de oposición, lo que puede afirmarse
de uno debenegarse del otro; y, además y por tal motivo, uno de ellos
se configura siempre como superior y el otro como inferior.
Vamos, pues, con los supuestos.
1. Primero : la persona humana es una y obra
o actúa unitariamente en función del único acto de ser que el alma
da a participar al cuerpo.
2. Segundo: de por sí, la naturaleza sensible se
opone —al modo de los contrarios— a la de rango espiritual, de la que
deriva para el hombre entero su condición de persona.
3. Y también se enfrentan sus facultades
respectivas: la inteligencia y la voluntad, para el espíritu; y los sentidos
internos y externos y los apetitos correspondientes, para la sensibilidad.
4. Corolario :en el plano de la naturaleza,
que no en el del ser, las diferencias entre las potencias exclusivas del alma
humana —las espirituales— y las que pertenecen al compuesto —las
psico-sensibles— se oponen recíprocamente, dentro de su propio género, como lo
afirmativo y lo negativo, como el síy el no, como lo superior (origen
de la condición personal) y lo inferior (causa de que semejante persona, sin
dejar en absoluto de serlo, posea a su modo los rasgos propios del animal).
2.
Inteligencia, voluntad y sensibilidad
Lo cual, con
palabras algo menos crípticas, aunque inicialmente difíciles de aceptar,
equivaldría a dar un paso más respecto a artículos precedentes y sostener que
la inteligencia sí conoce y los sentidos no conocen: con lo que,
obviamente, la primera es y se muestra superior a los segundos.
Cosa que de
entrada suena absurda y no es del todo verdadera, pero que no debería asustarnos,
pues en buena parte concuerda con lo visto en otras ocasiones, al comparar el
hombre con los animales.
De todos modos,
para comprender el alcance de tales afirmaciones, lo mejor es proceder por
pasos y decir, de momento, que tanto la inteligencia como los sentidos conocen,
pero no del mismo modo ni con la misma intensidad o, mejor, con
idéntica propiedad (de nuevo lo superior y lo inferior).
Traducido: la
inteligencia capta la realidad como es en sí, mientras que los sentidos no la perciben tal cual es, sino intrínsecamente modificadao, lo
que es lo mismo, des-realizada… en cuanto re-interpretada
y re-construida en
función exclusiva del beneficio o daño del
sujeto que conoce.
Es decir, a
tenor de las necesidades de cada animal particular y, si se trata del hombre,
de lo que hay de animal en nosotros, justo en la medida, de ordinario
hipotética o muy escasa y esporádica —mientras no se desvirtúe la propia
naturaleza—, en que los sentidos externos e internos funcionaran
al margen del entendimiento o no asistidos por él.
Conocer sin
conocer
Lo cual,
llevando las cosas hasta el extremo, pero sin falsificarlas, —es decir, tomando
el conocimiento en su acepción más plena y propia—, permite afirmar lo que
antes anticipamos:
1. Que la inteligencia sí conoce.
2. Y los sentidos, si actuaran aislados, no conocerían.
3. Pues «conocer-la-realidad-como-no-es»…
difícilmente puede llamarse conocer.
Resumiendo:
dentro del ámbito del conocimiento, la sensibilidad y la inteligencia se oponen
como contrarios.
En el extremo
más noble se sitúa el saber intelectual (conocimiento-conocimiento), y en el
opuesto, el menos noble, el conocimiento sensible (en cierto
sentido, un conocer sin conocer).
No obstante, en
la misma proporción en que la inteligencia se continúa o penetra en la
sensibilidad —y viceversa—, en virtud de la unidad radical del acto personal de
ser, el sujeto humano, que es quien realmente conoce, puede captar gracias a
los sentidos realidadesincognoscibles para la sensibilidad en cuanto
tal o aislada y, como consecuencia, también para los animales irracionales (de
manera simétrica, la inteligencia humana necesita de los sentidos).
¿Voluntad
versus apetitos sensibles?
Lo dicho hasta
aquí debería servir como entrenamiento para abordar con cierto éxito los
dominios de las tendencias humanas, que es lo que ahora nos interesa.
Todas ellas
tienen en común que inclinan o aspiran al bien. Pero, recurriendo tan solo a lo
ya estudiado, sabemos que el bien de cualquiera de los apetitos sensibles se
opone en ocasiones al de la persona en su conjunto (captado por el
entendimiento y apreciado por la voluntad) y, desde semejante punto de vista,
que es el más definitivo, ese concreto bien sensible debe considerarse un mal
respecto a la persona.
Un bien
relativo al sujeto
Con algo más de
detalle, y volviendo a la doctrina general. Las tendencias sensibles inclinan
siempre hacia un bien del que carecen (del que carece su sujeto), con vistas a
poner remedio a esa indigencia.
Por eso, más que
el bien en cuanto tal, el animal bruto persigue el bien en cuanto suyo, el que
ese animal necesita aquí y ahora, a tenor de sus concretas circunstancias
fisio-biológicas.
Cosa que resulta
más que patente en la medida en que el destino de semejante bien es el de
desvanecerse como distinto y transformarse en el sujeto que padecía el
déficit: de modo que si semejante bien no pudiera pasar a convertirse realmente
en suyo, por lo mismo dejaría de ser bueno o, hablando con propiedad,
nunca lo habría sido para él.
El caso más
obvio —ya mencionado— es el de los alimentos, que tienen de bueno lo que puede
asimilarse y convertirse en el sujeto que los ingiere, mientras el resto
resulta desechado porque no era-es bueno (algo similar, pero más
dramático, sucede con los trasplantes de órganos).
Con lo que se
percibe que su bondad o maldad viene medida y determinada, de forma
exclusiva y excluyente, por la situación actual de ese animal en concreto; por
el aquí-y-ahora concretísimo de un algo,no alguien,
también muy particular: estamos ante esta-bondad-para-esto y de
ningún modo ante lo bueno en sí, de rango universal.
Volviendo al
ejemplo de los trasplantes, parece claro que un riñón susceptible de ser
trasplantado solo es bueno para la persona que, aquí y ahora, necesita
semejante órgano y puede incorporarlo sin rechazo. Mientras que el conocimiento
del fin de la vida humana, pongo por caso, es bueno para todo varón y mujer,
con independencia absoluta de cuáles sean sus circunstancias globales y las de
este instante particular.
Posibilidad
de conflicto
Tras lo cual,
tampoco es difícil advertir, al menos intuitivamente, que en los seres humanos puede darse un conflicto entre
bienes-para-mí y bienes en sí o en sentido estricto, cuya traducción habitual
es la de bienes-para-otro-en-cuanto-otro (o para uno mismo, pero también
en-cuanto-otro).
Y, en tales
circunstancias, cuando el bien exclusivamente para-mí toma la delantera
de forma radical y plena sobre lo bueno-en-cuanto-tal o para-otro-en-cuanto-otro,
el pretendido bien acaba por convertirse en mal.
Acudiendo de
nuevo a ejemplos sencillos e incluso simplones, una excesiva glotonería —que
halaga mi ansia de comida y bebida y no la salud que debería tener todo
ser humano— termina por producir obesidad o enfermedades más graves.
Mas como los
apetitos sensibles se orientan siempre y necesariamente al bien-para-sí (para
cada uno de ellos), mientras que la voluntad está en principio abierta al bien
en sí o en cuanto bueno, también ahora podría decirse, en paralelo con lo
sostenido respecto al conocimiento, que las tendencias sensibles no
inclinan al bien-bien, sino a lo mío en cuanto mío; mientras que la
voluntad sí que se endereza hacia lo bueno como tal o, lo que es lo
mismo, al bien para los demás o para sí mismo en cuanto otro, como más
de una vez he explicado.
Con expresión
clara y decidida sostiene Caffarra:
A diferencia del
espíritu, la sensibilidad es siempre utilitarista o hedonista: solo percibe al
otro en su papel utilitario o placentero. Esta característica constituye una
limitación natural de la sensibilidad.
Y, de forma aún
más tajante, me atrevería a proseguir: el bien de una tendencia sensible deja
de ser bueno cuando lo es en exclusiva para esa inclinación, pero
no para el conjunto de la persona. Es decir: si el para-sí de lo bueno,
relativo por naturaleza, llega a convertirse en absoluto, deshace o elimina la
índole de bien.
Algo
similar, aunque no idéntico, a lo que sostiene Millán-Puelles, con la agudeza y
finura que lo caracterizan:
También el
animal irracional apetece su propio bien privado y, aunque de hecho sirve al
bien común, no lo apetece como bien común, porque le falta la capacidad de
concebirlo. Por consiguiente, cuando un hombre sirve de hecho al bien común,
mas no por estar queriéndolo como algo comunicable a otras personas humanas,
sino tan solo en función de su bien propio, se produce el fenómeno de una
cierta animalización del ser humano, la cual no por ser libre deja de rebajar a
quien la hace.
Querer y no
querer el bien
Cosa que,
paradójicamente podría expresarse afirmando que, de nuevo con el máximo rigor y
aunque resulte chocante:
1. Los apetitos sensibles no tienden
propiamente al bien, sino a lo suyo, a lo que les fala y conviene; por
eso, más que de lo bueno se habla a menudo de lo conveniente,
teniendo la expresión por conveniencia un cierto regusto peyorativo.
2. Al paso que la voluntad sí inclina,
en principio, al bien en cuanto bien, aunque desde puntos de vistas parciales y
limitados no convengan a la persona en determinado momento y
circunstancias.
Conclusiones
relativamente obvias y, no obstante, muy maltratadas en la historia de la humanidad
y del pensamiento:
2.1. Los apetitos sensibles aspiran a lo que
les conviene y, si es el caso, modifican la realidad que tienen ante sí de
acuerdo con la propia disposición (de los apetitos); la voluntad, por el
contrario, tiende al bien-como-es-en-sí y, de resultas, goza de la notabilísima
capacidad de adaptarse al bien real y objetivo, a la voluntad (buena)
del ser amado y, en utilísima instancia, a la Voluntad de Dios, que siempre es
Buena, aunque a menudo se presente de modo que no comprendemos o nos contraría.
2.2. El bien en cuanto tal es siempre común
y por eso, justamente, puede equipararse al bien-del-otro-en-cuanto-otro; y,
por idéntico motivo, no puede existir oposición alguna entre el bien común (de
cada uno de todos) y el bien propio (de cada uno de todos).
2.3. Como consecuencia, cuando el bien propio
se transforma en privado —con la carga de exclusividad que damos ahora a
este término: de cada uno sin todos, sin ningún otro—, no solo
deja de ser común, sino que, más radicalmente, decae de su condición de bien.
En resumen, la
voluntad tiende al bien de la persona en cuanto tal, mientras que los apetitos
sensibles inclinan hacia algo que, para el conjunto de la persona, puede
resultar o beneficioso o dañino.
Satisfacer
una carencia o difundir la propia bondad
Una manera
complementaria de advertir la oposición entre apetitos sensibles y voluntad, y
la superioridad de esta respecto a aquellos, consiste en poner de relieve algo
ya sabido, pero cuya importancia no cabe exagerar: que los apetitos tienden a
asimilar y hacer desaparecer su bien, en tanto que la voluntad, cuando actúa de
la manera que le es más propia y radical, la que corresponde a la persona en
cuanto persona, aspira a difundirlo; con lo que los apetitos sensibles
hacen que un bien disminuya o se esfume, mientras que la voluntad
provoca que un bien crezca y se amplíe.
Si, según afirma
con plena corrección el clásico adagio, el bien es difusivo de suyo, de nuevo
se torna claro que:
1. Solo la voluntad es capaz de referirse
al bien en cuanto bien, puesto que su tendencia primaria y fundamental es la de
amar, inclinando a la persona a difundir sus bienes y, en fin de cuentas, a
entregarse ella misma; desde tal punto de vista, cabría denominarla centrífuga.
2. Por el contrario, los apetitos —al
margen de la voluntad que los endereza— tienden naturalmente, no solo
infranaturalmente, a apropiarse y consumir y hacer desaparecer lo que les
resulta conveniente, aunque en sí mismo no sea bueno (que, en
muchas ocasiones, sí que puede serlo) ni, como consecuencia, difusivo:
y, por lo mismo, pueden calificarse como centrípetos.
Con lo que es
correcto concluir, de nuevo tomando los términos en su más radical acepción,
que:
2.1. La voluntad sí puede tender al bien en
cuanto tal y, por ende, al bien de los otros, justo en cuanto otros.
2.2. Mientras que los apetitos sensibles no
están, por sí mismos, capacitados para hacerlo, aunque su unión con el
entendimiento y la voluntad, en el hombre animado por un único y mismo acto de
ser, los torne aptos para lograrlo.
2.3. Por consiguiente, la voluntad es superior
a los apetitos sensibles y encarna la tendencia característica de la
persona como persona, en la que muestra su grandeza y abundancia de ser: la
inclinación a amar y entregarse a los demás personas.
Curiosamente,
tender al bien en cuanto tal o bien-en-sí no equivale a intentar apropiárselo,
sino a aspirar a difundirlo.
Conclusión
Desde semejante
perspectiva es posible ver de nuevo la entera dinámica del hombre, de la que la
afectividades parte nada despreciable, con unas luces e irisaciones hasta
el momento imposibles de captar.
Lo propio de la
persona humana, lo que le corresponde justamente por ser persona-y-humana
—varón o mujer—, es estructurar todas las facultades y capacidades de obrar en
torno a la que encarna de manera más adecuada lo constitutivo de cualquier
persona, como consecuencia de la magnitud insondable de su acto de ser: es
decir, según venimos repitiendo, organizarlas alrededor y bajo el imperio de la
voluntad, que inclina a la persona a amar inteligentemente, hasta entregarse a
sí misma.
Todo lo cual
—holgaría decirlo, pero la capacidad humana de malinterpretar lo obvio carece
de límites— no demoniza en absoluta la sensibilidad ni el cuerpo, que, muy al
contrario, resultan de todo punto imprescindibles para la plenitud del ser
humano, como hemos mostrado y defendido, incluso de manera un tanto agresiva,
en multitud de ocasiones.
Pero sí aboceta
el camino por el que el alma puede asumir ese complemento de perfección del que
por sí misma carece y que el cuerpo le otorga, a la par que pone de manifiesto
hasta qué extremo la educación de la inteligencia y, más todavía, de la
voluntad —que busca el bien para otro— resulta del todo punto esencial para el
despliegue de una afectividad como la que se apuntaba en artículos precedentes:
rica, jugosa y eficaz.
Las siguientes
palabras expresan de manera muy equilibrada el proceso al que acabamos de
aludir:
Si
bien es cierto —afirma Caruso— que el perfeccionamiento y el logro de satisfacciones
del propio yo representan metas naturales y legítimas para el hombre, si se
desvinculan de los valores objetivos se hace imposible rebasar el marco de lo
individual. La satisfacción del yo, respetando los valores objetivos, no es
imaginable sin renuncias, sin el sometimiento realmente sentido de los propios
valores egocentrados a los valores del amor que trasciende la subjetividad. No
se puede penetrar en el ámbito de lo verdadero, de lo bueno v de lo bello sin
haber renunciado antes a la sensación como fin en sí misma.
Pero también es
necesario haber renunciado a los afanes desmedidos de poder, de conocer, de
saber. Por muy sublimes que puedan ser en sí, todos esos valores son relativos
y en el momento en que se absolutizan se desvalorizan.
3. La opción
entre el ser o el yo: fundamentos
Como enseguida
comprobaremos, este epígrafe incluye aspectos del funcionamiento de las tendencias
o apetitos sensibles que ya han sido tratados, pero que ahora retomamos con el
fin de dejar aún más clara su oposición a la naturaleza y al ejercicio
de la voluntad.
De esta manera, ofrecemos
una fundamentación metafísica al balance realizado en estudios
anteriores, cuando se distinguió entre afectividad fecunda y desbocada.
El predominio
del ego en la sensibilidad
1. En lo que atañe a la sensibilidad, toda
su dinámica estructural podría resumirse afirmando que es siempre subjetiva
o ego-centrada.
Lo cual quiere
decir que:
1.1. En principio, considerados de forma
aislada, si esto pudiera llegar a darse, los apetitos sensibles se disparan
inevitablemente en presencia (o recuerdo o imaginación, etc.) del bien que a
ellos les conviene en cada caso: por lo que, en última instancia, son
tales apetitos los que constituyen en buena o mala la realidad
que los circunda.
1.2. Desde este punto de vista, las
tendencias sensibles resultan del todo subjetivas, pues dependen
plenamente del estado actual de cada sujeto, de las determinaciones de
este en un instante dado y del modo como él (de nuevo el sujeto) las
percibe.
Por ejemplo, si
alguien se siente con hambre o sed no puede evitar que se movilice
la correspondiente tendencia sensible a alimentarse, con los dinamismos
fisiológicos que a menudo la acompañan, por más que la inteligencia vea que no
debe hacerlo y la voluntad pretenda obviarlo. Ciertamente, si se trata de una
persona con suficiente autodominio, no comerá o beberá, pero lo que excepto en
casos muy extraordinarios no está en sus manos es impedir que se active y dejar
de experimentar la tendencia sensible a comer o beber.
Quizá todo lo
anterior nunca se manifieste con más claridad que en el caso —ya apuntado— de
ciertos estados anómalos para el organismo, como la indisposición conocida
normalmente como empacho, sobre todo cuando es el resultado de un
consumo excesivo de nuestros alimentos favoritos. En tales circunstancias,
mientras dura la indisposición, sentimos que nos asquean, sin poderlo
impedir, justo aquellascomidas que en ese mismo instante sabemos
que son las que habitualmente más nos gustan… y nos encantaban quizá hasta hace
muy poco: justo hasta antes de indigestarnos.
En el nivel de
la sensibilidad, la atracción o la repugnancia se encuentran, pues, exclusivamente
determinadas por la disposición orgánica del sujeto en ese momento,
tal como él la percibe (pues, justo por una nueva indisposición de lo
orgánico, no siempre se conoce el propio estado como realmente es); en
cualquier caso, el acercamiento o rechazo no viene determinado por el valor
objetivo de la realidad en sí, incluso aunque esa valía sea conocida y
reconocida intelectualmente en el mismo instante en que siente la repulsa,
o viceversa.
1.3. En tercer lugar, los apetitos resultan subjetivos
porque, de por sí, inclinan a su sujeto a poseer y apropiarse (a
asimilar: hacer suyos) los bienes a los que tienden, aunque instancias
superiores moderen ese deseo con más o menos facilidad, según el grado de desarrollo
de las oportunas virtudes, que tienden hacia el bien en sí y de los
demás: ordo amoris.
2. Particularizando y escribiendo yo
donde hasta ahora figuraba el término sujeto, debe sostenerse que, en el
ámbito de la sensibilidad, yo me constituyo en centro de mi mundo,
de manera que lo bueno o malo resulta determinado subjetivamente por mí:
se trata de mi-bien o de mi-mal, establecidos por mis circunstancias
del momento, más que de lo bueno a malo en sí mismo. Y, cuando se trata de
animales, a no ser que medie una intervención humana externa, la constitución
de lo bueno o lo malo (de lo beneficioso o dañino) desde la dotación instintiva
de cada animal en cada particular situación se impone con carácter absoluto e
inevitable.
La primacía
del ser
La voluntad, por
el contrario, no gira en torno a su sujeto ni resulta determinada por las
circunstancias de este, sino que es atraída por lo bueno en cuanto tal. Y,
según su naturaleza, se inclina hacia semejante bien con la pretensión no solo
ni en primer término de gozar de él, sino de cambiar su propia disposición, si
fuera preciso, para transmitir y difundir el bien que ya sí puede apreciar.
Que es, como venimos
repitiendo, lo propio y caracterizador de la persona en cuanto tal: en virtud
de su propia eminencia o dignidad, derivada de la impresionante grandeza de su
acto de ser, toda persona es efusiva, fecunda, tiende a darse y se da de hecho
cuando actúa como persona.
Pero, como
también hemos intentado dejar claro, la persona humana es limitada. Por
eso, en la mayoría de los casos, su voluntad tendrá primero que conquistar los
bienes que pretende irradiar, aunque siempre con vistas a su expansión y
propagación; pues, como afirmaban los clásicos y acabamos de recordar, el bien
es difusivo de suyo.
Con
terminología estrictamente filosófica, lo expone Brock:
La tesis según
la cual todo agente actúa por su propio bien, o para mantener y promover su
propia forma, también muestra que el principio o finalidad no siempre significa
que un agente actúa para conseguir algún bien, o actúa por indigencia.
Más bien, en la medida misma en que es un agente, ya posee el bien en virtud
del cual actúa. De hecho, si el fin por el que un agente actúa es precisamente
una participación en su propia forma, entonces todo agente actúa por su propio
bien; su primera inclinación hacia este bien no es expresada en
absoluto en su acción externa, sino en su propio permanecer lo que es su persistir.
Decir que cuando actúa, actúa por su propio bien significa que actúa para dar,
para promover el bien del que ya disfruta. La potencia es riqueza, no penuria.
Si un agente solo actúa, solo da o aporta, para recibir, entonces es un agente
imperfecto, no plenamente formado. Solo cuando el agente recibe lo que necesita
y es hecho perfecto, está plenamente formado, es capaz de actuar en sumo grado,
para dar de sí mismo con las menores restricciones.
Desde este punto
de vista, la dinámica acorde con la persona humana, justo en cuanto persona,
es la de adquirir cuantos bienes le sea posible, incluidos los suyos propios,
con la exclusiva intención de ponerlo al servicio de los otros, de amar a
quienes merecen ser amados: las restantes personas.
Por tanto, en
los dominios del espíritu, lo que manda es el bien, no el yo ni sus
concretas circunstancias, y eso lleva consigo la apertura de cualquier persona
hacia todos los bienes que efectivamente lo sean y, en fin de cuentas, hacia
las demás personas y hacia Dios, como Bien sumo.
Pero,
precisamente porque está orientado a todo bien y a todo el bien, ningún bien
particular y concreto puede determinarla, al contrario de lo que ocurría con
los apetitos sensibles. Como consecuencia, en este mundo, la voluntad humana nunca
se dispara de forma maquinal e inevitable: eso equivaldría a afirmar
que quiere sin querer, lo cual se advierte fácilmente como
contradictorio.
Pérdida
consentida de la libertad
Por eso, la
impresión de haber perdido la libertad, convirtiéndonos en unos autómatas,
sin dominio propio, tiene lugar habitualmente en dos ocasiones:
1. < La primera, cuando «libremente» nos dejamos
llevar por la atracción inicial que todo lo bueno captado por nuestra
inteligencia ejerce sobre la voluntad, e incluso nos habituamos a obrar de esta
manera, sin poner en juego los resortes más definitivos, activos y propios de
la inteligencia y de la voluntad, que nos permitirían discernir y perseguir aquel bien que
efectivamente lo es en función de nuestras circunstancias y, más aún, de las de
quienes nos rodean .
2. La segunda, cuando hemos hecho lo mismo—dejarnos
llevar— en nuestras actuaciones anteriores, ya sea en los momentos inmediatamente
precedentes al hecho de que se trate, ya a lo largo de una temporada
suficientemente larga como para hacer ahora muy difícil o casi imposible el auténtico
ejercicio de la libertad .
Permitimos, en
el primer caso, o nos habituamos, en el segundo, a que determinados bienes
parciales ejerzan su influjo progresivo sobre la voluntad hasta aquel punto en
que apenas somos capaces de superar tales influencias. De este modo, la
voluntad acaba por sucumbir, pero porque no quiso desplegar y robustecer la libertad cuando todavía podía
hacerlo: es lo que la tradición latina llama voluntario in causa.
Libremente queremos dejar de ser libres, por
decirlo con fórmula paradójica pero correcta; o, con expresión popular, no
quisimos-supimos cortar a tiempo, cuando el deseo todavía no era tan vehemente
como para impedir el ejercicio contrario activo de la libertad, capaz de
orientarse en función de lo bueno en sí: de la realidad tal como efectivamente
es.
3. Todo lo cual resulta plenamente coherente
con una libertad real, pero limitada, como es la de cualquier mujer o varón. Es
decir, una libertad orientada hacia el bien, pero que puede decaer (deficere,
dirían los latinos) y situarse en una esfera análoga (idéntica y radicalmente
distinta) a la de los apetitos sensibles.
3.1. Idéntica, por , por cuanto —igual que les sucede por
naturaleza a los apetitos sensibles— acaba transformándose en punto de referencia constitutivo de lo
bueno o malo, que dejan de serlo en sí y pasan a serlo exclusivamente para
mí.
3.2. Y radicalmente distinta, porque esa
inversión o perversión no es fruto de la naturaleza —como ocurre con los
animales, que obran de acuerdo con sus instintos— sino de un acto
radical de libertad que, con más o menos conciencia, hace del propio ego el
bien por antonomasia y absoluto, fundamento y raíz de cualquier otro bien: es
decir, las demás cosas y personas se convierten en buenas o malas, con
independencia de su bondad o maldad reales, según beneficien o
perjudiquen a ese yo.
4. Cuando el
yo se transforma en absoluto
Una opción
radical…
Resulta lícito,
entonces, concebir la inteligencia humana como capacidad de conocer, aunque
coyunturalmente y en contra de su naturaleza, pueda equivocarse. De manera
análoga, la libertad de cada varón o mujer es de por sí la capacidad de autodeterminarse
hacia la propia plenitud personal —derivada de la realización del bien real
u objetivo—, aunque pueda también, per accidens, dirigirse en sentido
opuesto, hacia la propia autodestrucción.
Lo que, visto
desde el lado complementario, podría traducirse afirmando que la libertad
implica la ausencia de cualquierdeterminación extrínseca a la voluntad
(no de cualquier influjo) y, por semejante razón, se configura como estricta y
real auto-determinación; y esto, aunque el mecanismo psicológico
mediante el que lo logra resulte complejo y aunque no todos nuestros actos sean
libres y, los que lo son, no gocen de una libertad plena y total.
Ahora bien,
semejante libertad es real pero limitada: necesita perfeccionarse y, en cualquier
caso, puede obrar en contra del bien real de la persona.
Dicho con otras
palabras: en virtud de la abundancia de su acto de ser, la persona humana se
encuentra naturalmenteinclinada hacia la opción por el bien real o
bien-del-otro-en-cuanto-otro. Pero semejante elección no se le impone, sino que
es fruto de una elección libre, que, justo en virtud de la imperfección
de su libertad, puede también enderezarla en el sentido opuesto y llevarla a
preferir el bien para sí (en definitiva, el yo) en lugar de lo bueno en cuanto
tal.
Las
consecuencias que se derivan de lo dicho son múltiples y relevantes. Señalamos
las principales:
1. Frente a lo que a veces se sostiene, ni
siquiera el entendimiento determina a la voluntad, de modo que lo que
esta elija sea una mera consecuencia —necesaria o no-libre, por tanto—
de lo que la inteligencia advierte como mejor.
En caso contrario,
aunque de un modo sutil, se negaría la libertad y la posibilidad de merecer o
desmerecer: nuestra actividad, destituida de su condición libre, no resultaría
imputable, ni para bien ni para mal.
¿Motivos? Como
ya apuntamos, si la inteligencia no solo influyera, sino que determinara la
elección de la voluntad, acabarían eligiendo mejor quienes fueran más
inteligentes, quedando condenados los más torpes a decisiones incorrectas y,
por lo mismo, moralmente malasy origen de insatisfacciones y desdichas.
No
es eso lo que ocurre. Se trata de algo más sutil y más complejo, bastante
parecido en ocasiones a lo que refleja esta larga cita de Kierkegaard,
merecedora no solo de una lectura, sino de un estudio y una reflexión
reposados:
si un hombre, en el mismo momento en que
ha conocido el bien, no lo hace, entonces se debilita el fuego del
conocimiento. Además está el problema de lo que la voluntad piensa de lo que se
ha conocido. La voluntad es un principio dialéctico y tiene bajo sí toda la
actividad del hombre. Si no le gusta lo que el hombre ha conocido, no resulta
ciertamente que la voluntad se ponga a hacer en seguida lo contrario de lo que
dice la inteligencia: oposiciones tan fuertes son ciertamente muy raras. Pero
la voluntad deja pasar un poco de tiempo: ¡esperemos hasta mañana, a ver cómo
se ponen las cosas! Entre tanto la inteligencia se oscurece cada vez más, y los
instintos más bajos toman cada vez más la delantera. Ay, el bien hay que
hacerlo en seguida, apenas conocido (he aquí la razón por la que en la pura
idealidad el paso del pensar al ser se da con tanta facilidad, porque ahí todo
se hace en seguida); pero la fuerza de la naturaleza inferior consiste en
dilatar las cosas. Cuando de este modo el conocimiento ha llegado a ser
bastante oscuro, entonces la inteligencia y la voluntad ya pueden entenderse
mejor; finalmente están ya completamente de acuerdo, porque la inteligencia se
ha puesto ya en el lugar de la voluntad, y reconoce así que es perfectamente
justo lo que la voluntad quiere.
Este
y casos similares son frecuentes. Y a través de ellos se advierte con facilidad
que:
1.1. El pecado, en concreto, no es un error
—en el sentido más preciso de este término, que apela al ámbito del
conocimiento—, sino una preferencia de la persona toda, guiada por su voluntad
libre, hacia un bien-para-sí, advertido precisamente como suyo,en
detrimento de un bien real u objetivo mayor.
Con cierta
drasticidad, pero certeramente, asegura Agustín de Hipona:
Hasta tal punto
el pecado es un mal voluntario, que de ningún modo sería pecado si no tuviese
su principio en la voluntad: esta afirmación goza de tal evidencia que están de
acuerdo los pocos sabios y los muchos ignorantes que habitan en el mundo.
1.2. Y, paralelamente, el acto meritorio
tampoco es un simple acierto del entendimiento, aunque normalmente lo
requiere y supone; sino que se configura como la libre elección de un bien
real, captado como tal por la inteligencia, incluso cuando la persona advierta
que ese bien lleva aparejados inconvenientes o perjuicios para ella.
2. Por lo mismo, gracias a la
voluntad-libertad, el hombre resulta capaz de establecer las metas inmediatas
de su vida y, al menos de forma implícita, su Fin último o Bien supremo.
Y esto, de dos
modos principales:
2.1. Asumiendo la inclinación natural de su
voluntad hacia lo realmente bueno o bueno-para-el-otro-en-cuanto-otro, de
acuerdo una vez más con Aristóteles.
2.2. O rechazando libremente semejante
inclinación y optando por el bien para sí.
Es decir, aunque
por naturaleza se encuentre dirigido hacia todo bien real, hacia el bien de las
restantes personas y, en fin de cuentas, hacia el Bien sumo (Dios), el hombre
se halla inclinado hacia todo ello del modo que corresponde a su
condición-naturaleza libre e imperfecta: de forma que puede libremente acoger
esa orientación natural o también oponerse a ella y despreciar el bien
real y el Bien Sumo en función de un bien que le resulta más suyo
y que, en fin de cuentas, no es otro sino lo que halaga a su propio yo (lo
suyo), como venimos repitiendo.
Con la
diferencia, fundamentalísima, de que en este caso la orientación de la
tendencia hacia el sujeto-yo no es, como en los apetitos sensibles y, a
su modo, en la voluntas ut natura, algo natural e inevitable, sino fruto
de una elección no solo libre sino también antinatural
(por cuanto la voluntad se encuentra por naturaleza inclinada —aunque no
determinada— hacia el bien-en-cuanto-tal y no hacia el bien-para-sí).
La elección
del yo
Según acabamos
de sugerir, la opción por el yo es una auténtica elección, hecha posible,
simultáneamente, por la condición libre de todo ser humano y por el
hecho de que su libertad es imperfecta.
Y, en ella,
según lo que llevamos visto, se prefiere un bien inferior (uno mismo), en contra
de la orientación natural de la voluntad hacia todo lo bueno, hacia la
difusión del bien, hacia el bien en cuanto tal o bien del otro en cuanto otro,
que es lo que corresponde a la grandeza de la persona en cuanto persona. Pero se elige a sí misma aprovechando los mismos
recursos de la libertad, que permiten tal predilección.
A la pregunta
sobre el porqué de semejante opción no puede responderse con razones lógicas,
pues nunca la libertad está determinada por una razón, como ya vimos: la
libertad no causa de modo mecánico-eficiente; sino que hay que acudir a
ese punto excelso y característico de la libertad, que en castellano queda bien
recogido por la expresión porque me da la gana, que manifiesta que la
libertad supera a cualquier razón.
Una afirmación
que siempre que es correctamente utilizada equivale a porque quiero y,
en este caso particular —cuando opto por el yo—, a porque me quiero y me
quiero de una manera absoluta, sin respetar el orden real de los bienes;
y no los respeto, habría que añadir, porque quiero no respetarlo, porque
me quiero de tal modo que no quiero subordinarme a un bien
ajeno o superior a mí.
¡Rectificable!
Precisamente el
carácter limitado de la libertad humana lleva a que el establecimiento definitivo
del propio fin sea labor de toda una vida, progresiva, por tanto, y, simultáneamente,
rectificable.
Lo que no quita
que se mueva siempre dentro de los límites de la opción recién expuesta.
Elección, por tanto, no entre el bien y el mal, como a veces se sostiene
—pues el mal en cuanto tal no puede ser querido ni apetecido—, sino entre el
bien-en-sí, en la medida en que es bueno, y el bien-para-mí o el yo,
voluntariamente transformado en bien supremo y razón de todo bien (egoísmo),
con total independencia de la bondad constitutiva del resto de lo existente.
Semejante
elección es real y necesaria:
1. En primer término, porque la persona
humana, limitada e imperfecta, no solo no se encuentra desde el principio, como
algo ya dado, con la plenitud que le corresponde, sino que, por un lado, ha de
conquistarla a la par que va perfeccionando la propia libertad; y, por otro,
puede dejar de conducirse hacia esa plenitud, no perseguir el
bien en sí y, como consecuencia, el propio perfeccionamiento.
2. En tal circunstancia, según acabo de
apuntar, obrará en contra de lo que exige su naturaleza, se volverá sobre sí
misma y hará del propio yo un absoluto-para-sí, capaz de considerar y convertir
en «bueno» cuanto le beneficia y en malo cuanto lo perjudica y exclusivamente
por el motivo de que le resulta beneficioso o dañino, sin tener en cuenta la
bondad o malicia de la acción en sí misma ni, por tanto, el modo como repercute
en los demás.
Es lo que, con
palabras más técnicas y formales, se enuncia diciendo que una persona se erige
a sí misma o erige su propio yo en un absoluto, en torno al cual hace girar el
resto del universo.
O, si se
prefiere, es el egoísmo o amor propio libremente elegido y
radicalizado, tan presente, por desgracia, en nuestra civilización, y fuente de
insatisfacciones e infelicidad sin término, como he estudiado en otras
ocasiones.
Persona
≠ subjetividad
Para hacer más
comprensible lo que estamos viendo, tal vez sea oportuno establecer una
distinción, hasta cierto punto artificial (porque solo es verdadera en las
realidades finitas), entre la persona como tal y la subjetividad o el yo,
también precisamente como tal.
A la persona le
corresponde por naturaleza la difusión del bien o, si se prefiere, la búsqueda
del bien de las restantes personas. Cosa que, cuando se trata de una persona
limitada o imperfecta, se realiza a menudo tras la consecución de los bienes
que desea otorgar a los seres amados. Y precisamente entonces, cuando realiza
esa operación caracterizadora, cuando busca el bien de los otros, es cuando la
persona finita va adquiriendo su perfección como persona y, como consecuencia
no buscada, su felicidad.
El yo, por el
contrario —tal como aquí y ahora lo entendemos—, es la subjetividad de la
persona limitada, precisamente en cuanto (contra lo que reclama su acto de ser)
renuncia o se niega a obrar como persona, buscando el bien de los otros, y
aspira exclusivamente a hacerse con los bienes que calman de forma inmediata
sus propias necesidades o deseos. Paradójicamente, aunque esos bienes se
alcancen y hagan derivar de ellos los deleites consiguientes, la inclinación
nuclear de la persona, la que le compete como tal, está siendo frustrada, por
lo que el resultado es, siempre, la insatisfacción global-radical: la desdicha
o incluso la enfermedad psíquica.
La siguiente
cita de un reconocido psiquiatra resume en buena medida, al hilo de las
afirmaciones de dos excelentes filósofos contemporáneos, lo visto hasta el
momento:
Lo describe muy
bien Pieper diciendo “un hombre al que las cosas no le parecen tal como son,
sino que nunca se percata más que de sí mismo porque únicamente mira hacia sí,
no solo ha perdido la posibilidad de ser justo, sino también su equilibrio psíquico.
Es más, toda una categoría de enfermedades psíquicas consiste esencialmente en
esta falta de objetividad egocéntrica”. Carlos Cardona, en su reciente obra Metafísica
del bien y del mal, escribe: “si el hombre egocentrándose libremente,
juzga sistemáticamente de los demás y de los actos, propios o ajenos, en
función de sus propias apetencias, reduce su cogitativa a estimativa animal, se
despersonaliza, se animaliza. En la naturaleza psicosomática del hombre, ese
hábito puede originar una disfunción estable, e incluso una lesión orgánica (ya
que la cogitativa, al contrario de la inteligencia espiritual, tiene órgano,
aunque hasta ahora los neurólogos no lo hayan localizado). Y ahí tenemos un
origen de la psicopatología reactiva, que puede llegar a formas extremas de
desequilibrios psíquicos, y que en todo caso produce una penosa fractura de la
personalidad y una dolorosa vivencia psíquica”
Modos de
«elegir» el yo
¿Cuáles serían
los modos principales de optar por el yo?
No resulta muy
difícil descubrirlos si se tiene en cuenta lo estudiado anteriormente. En
concreto, si advertimos:
1. Que las tendencias o apetitos sensibles
son egocéntricos o centrípetos.
Como
consecuencia, la forma más habitual y tal vez menos drástica de centrarse en
uno mismo es la de apoyar voluntariamente a las tendencias sensibles en
la consecución de sus objetivos, también y sobre todo cuando tales bienes,en
lugar de contribuir al perfeccionamiento de la persona como tal, abriéndola a
los otros, se oponen a la consecución de semejante plenitud, encerrando al
sujeto en su yo: y aquí podría recordarse, una vez más, la célebre afirmación
de Kierkegaard, cuando asegura que la puerta de la felicidad no se abre hacia
dentro, sino hacia fuera, para otorgar el bien a los otros.
2. Que los afectos o sentimientos son, por
naturaleza, relativos al yo, en cuanto manifiestan solamente cómo me siento
al hacer o dejar de hacer algo.
Por tanto, y
según vimos, la atención excesiva a los afectos o emociones —sean estos de
naturaleza sensible, psíquica o propiamente espiritual— componen un modo más
refinado de optar por el propio yo; y cuando semejante atención se torna exclusiva,
lo bueno en sí resulta anulado en aras del bien para cada cual.
Si tal tendencia
se lleva al extremo, lo que no sea el propio yo o se refiera de modo inmediato
a él pierde toda relevancia y, paralelamente, cualquier acción resultará justificada
si gracias a ella quien la realiza experimenta un sentimiento gratificante.
3. Que la propia libertad es, en los
dominios de la operación, el bien de más calibre de que goza el ser humano.
Y que eso
comporta la tentación de incrementarla falsamente y de forma desmesurada,
hasta convertirla en un absoluto, sin norte que la oriente ni límite que la
encauce y le ponga freno.
Semejante
pretensión resulta contradictoria y origen de insatisfacción, por cuanto, en
verdad, la libertad del hombre es limitada.
Por lo que el único
modo de afirmarla absolutamente consiste en decidir que cualquier
opción se torna buena por el hecho de ser libremente elegida; y que, hasta
cierto punto, lo será todavía más cuando se oponga a la natural
orientación de la persona toda y de la propia voluntad, pues es en este caso
cuando, independizada de cualquier otro influjo, deriva más
exclusivamente del yo, es más mía (de mi yo-sin-ser, y no de mi persona).
Por
consiguiente, la máxima falsificación de la libertad humana consiste en
rechazar lo bueno en cuanto bueno, para atender tan solo al propio beneficio.
Y las
emociones consecuentes (o subsiguientes)
Todo lo anterior
resulta sumamente relevante —¡decisivo!— en los dominios de la afectividad y,
más en concreto, en los sentimientos subsiguientes a la acción, que son
los que más cuentan, pues en ellos desemboca y permanece la persona como
consecuencia de sus diferentes opciones y de las operaciones respectivas.
¿Motivos?
Como ya afirmó
Aristóteles, repite Tomás de Aquino y hemos estudiado con calma al tratar de la
felicidad:
1. En virtud de su carácter dinámico y
finalizado, cuando una facultad actúa de acuerdo con su propia naturaleza, el
sujeto experimenta un sentimiento positivo, de gozo o deleite.
2. En coherente simetría, una facultad que
obra contra lo que reclama su naturaleza experimenta por fuerza un
sentimiento negativo, de desazón o descontento.
3. En la exacta medida en que el único acto
de ser del hombre hace que en él convivandos naturalezas contrarias —en
el sentido antes indicado—, también pueden conviviren él sensaciones de
gozo y de disgusto y todas las similares y sus contrarias: pues, mientras no
haya instaurado una perfecta armonía en el conjunto de sus inclinaciones, al seguir
la pulsión de determinadas tendencias se opone necesariamente a lo que le sugieren
o reclaman otra u otras.
4. El resultado final, por emplear
una expresión bastante impropia, depende del vigor o la fuerza respectiva de la
tendencia o tendencias que, en cada caso, se vean favorecidas, frente al de
aquellas otras a las que no se atiende o incluso se contraría.
5. Mas, en última instancia, lo que marca la
dirección de la persona en cuanto tal son las potencias superiores, capaces de
captar y tender hacia lo bueno en sí. Es decir, la inteligencia y, sobre todo,
la voluntad.
6. Son, pues, estas facultades las que
deberían terminar por prevalecer, imponiéndose a sí mismas la orientación más
adecuada y enderezando los apetitos sensibles hacia el bien de la persona en su
conjunto.
En semejante
sentido, Millán-Puelles defiende
… la primacía de
las virtudes morales sobre las intelectuales. Si la voluntad no es buena, poco
importa que lo sean otras potencias, ya que el uso de ellas depende de la voluntad;
por lo que, en último término, el hombre es bueno de una manera absoluta —o
sea, como hombre, como poseedor de esa facultad rectora—, si es buena su
voluntad; y en el caso contrario no será bueno en tanto que hombre, sino por
algún otro título o aspecto, compatible, sin duda, con la naturaleza humana,
pero que no define a esta íntegramente o que en definitiva le es accidental.
Resulta lógico,
entonces, que el hombre que no elige el Bien supremo al que su naturaleza le
inclina, sino que se prefiere a sí mismo por encima de todo y de todos,
ni se perfeccione como persona ni obtenga como resultado su afecto o
sentimiento más radical y caracterizador, conocido hoy como felicidad,
al que tantas veces nos hemos referido.
·- ·-· -······-· Tomás
Melendo y María Fernández de la Mora
[1] Tomás de Aquino, Super Evangelium Matthei
lectura,
cap. 25, lect. 2.
Caffarra , Carlo, Sexualidad a la luz de la
antropología y de la Biblia, Rialp, Madrid, 1991, pp. 22-23.
< Millán-Puelles, Antonio, Economía y libertad,
Confederación española de Cajas de Ahorro, Madrid, 1974, p. 373. El texto
prosigue: «La dignidad de la persona humana se sigue dando en quien así se
animaliza, más no con toda la perfección de que es capaz. La persona en
cuestión continúa teniendo el libre arbitrio y, por lo mismo, la dignidad “natural”
de todo hombre, es decir, la que ninguno se da a sí mismo libremente, mas no la
dignidad “moral” que libremente puede darse a sí mismo cualquier hombre
elevando su voluntad a un bien que trasciende y supera el bien privado sin
quitarle a este su valor».
Cfr., por
ejemplo, Melendo, Tomás, Una
lanza a favor del cuerpo humano, recogido ahora en Metafísica de lo
concreto, Eiunsa, Madrid, 2ª
ed., 2008.
Cardona Pescador , Juan, Los miedos
del hombre, Rialp, Madrid, 1998, p. 44.
Brock, Stephen L., Acción y conducta. Tomás de Aquino y la
teoría de la acción, Herder, Barcelona, 2000, pp. 150-151.
Es decir,
nos situamos de manera exclusiva en los dominios de la voluntas ut natura,
donde la facultad es primordialmente pasiva, en lugar deejercer la
libertad, anclada propiamente en la voluntas ut ratio, que seguiríaactiva
y librementea la aprehensión intelectual de lo bueno o malo en sí.
Kierkegaard, Søren, La enfermedad mortal, trad. it.,
en Opere, Sansoni, Florencia 1972, p. 671.
Agustín de Hipona , De vera religione,
14, 27, PL. 34, 133.
Cardona Pescador, Juan, Los miedos
del hombre, Rialp, Madrid, 1998, pp. 27-28.
«El fin
específico, propio y directo, de la educación consiste en la perfección de las
potencias humanas. En la filosofía esencialmente dinámica que Santo Tomás mantiene,
todas las cosas son por su operación correspondiente, es decir, que
están ordenadas a ella para el cumplimiento de su fin. La teleología tomista
exige este dinamismo de una manera intrínseca y connatural, representando, así,
la antítesis perfecta de toda concepción estaticista del ser» ( Millán-Puelles, Antonio, La
formación de la personalidad humana, Madrid, 1963, Rialp, p. 74).
Millán-Puelles , Antonio, La formación
de la personalidad humana, Madrid, 1963, Rialp, p. 78.
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