Introducción
Tal vez una de las preguntas más acuciantes de la filosofía
que hoy adquiere especial relevancia, es si lo bueno y lo malo, lo correcto y
lo incorrecto, lo justo y lo injusto, pueden ser determinados de manera
racional y objetiva. La respuesta que se dé a esta pregunta resulta fundamental
para un cúmulo de materias e incluso para la vida misma, ya que por su propia
naturaleza, el hombre se ve obligado a tomar decisiones éticas permanentemente,
lo cual se convierte en una actividad absolutamente diferente si obedece a
pautas objetivas, o si por el contrario, depende del capricho y la subjetividad
más absoluta.
Desde hace dos mil quinientos años, las diferentes doctrinas
sobre la Ley Natural, en particular la aristotélico-tomista, han dado una
respuesta afirmativa a esta pregunta: es posible, al menos en sus aspectos
fundamentales, descubrir de manera objetiva y racional algunos valores básicos,
pautas de moralidad, motivos para la acción que pueden ser justificados
convincentemente, de tal suerte que seguirlos resulta lógico y no hacerlo, arbitrario.
Además, estas respuestas han buscado un fundamento no
religioso, aun cuando en muchos casos sea perfectamente compatible con la fe. De hecho, para los autores cristianos esto resulta evidente, pues al ser Dios el creador
y organizador del universo, lo que la razón humana descubra no puede
contraponerse al dato revelado. Mas lo importante es que este esfuerzo ha
buscado distinguir (no separar) la argumentación ética de la religiosa, entre
otras cosas, para que sus conclusiones sean asequibles también por observantes
de otras religiones y por no creyentes.
Dentro del cúmulo de materias abordadas por la ley natural, dos
resultan esenciales para el tema de este simposio: la vida y la familia. La valor de la vida es tenido como fundamental, porque la tendencia a su conservación
es propia del hombre y de todo ser vivo, siendo básica para la realización de
las demás potencialidades humanas: de ahí deriva el derecho esencial a la vida,
y que la vida inocente no pueda jamás ser vulnerada legítimamente. Por su
parte, la familia es considerada una institución natural, no cultural, en
atención a la evidente necesidad de perpetuar la especie que el hombre comparte
sobre todo con los animales. Esto conlleva la necesaria unión entre hombre y
mujer a fin de lograr descendencia, tarea que no se agota con su sola génesis,
sino que abarca la formación y educación de los hijos (misión fundamental que
consume la mitad de la vida), para lo cual el matrimonio se presenta como el
medio idóneo, en razón de que este objetivo requiere de un compromiso estable.
Con todo, debe recalcarse que el matrimonio posee un valor intrínseco y apunta también
al bien de los cónyuges, razón por la cual igualmente tiene sentido en aquellos
casos en que la descendencia es imposible.
Ahora bien, estos argumentos fueron mantenidos sin grandes
dudas hasta hace pocas décadas, y su actual debilitamiento se vincula con un
cúmulo de problemas interrelacionados que hoy son materia de intenso debate o
que simplemente se han impuesto de manera más o menos totalitaria en diversos
lugares de Occidente: el divorcio, el llamado ‘matrimonio homosexual’, el supuesto
‘derecho a los hijos’, el descenso de la natalidad, la paternidad responsable, los
hijos extramatrimoniales, los hogares monoparentales, el control de la
natalidad, la anticoncepción, la revolución sexual, el valor de la vida
intrauterina, los denominados ‘derechos sexuales y reproductivos’, las
‘políticas de género’, el aborto, la procreación artificial, la manipulación de
embriones (congelamiento, experimentación con sus células madre, clonación,
etc.), las enfermedades de transmisión sexual, la eutanasia, el envejecimiento
de la población entre otros.
Todo este debate se debe al menos en parte al oscurecimiento
de la noción de ley natural en estas y otras materias en diversos sectores, a
veces mayoritarios, de distintos pueblos de Occidente, fruto de las filosofías
y de las ideas que han ido ganando terreno en los últimos siglos.
El presente trabajo pretende así indagar en algunas de las
causas del actual rechazo de la ley natural como fundamentación racional para
la ética, lo que ha originado una serie de consecuencias –que sólo se
mencionarán aquí– que perjudican gravemente a nuestra cultura en su totalidad.
El rechazo de la Ley Natural y el no Cognitivismo Etico
Si se mira con atención buena parte de la filosofía más
influyente de los siglos XIX y XX, es imposible no percibir un esfuerzo
permanente, cuando no tozudo y casi patológico, por despojar a la ética de todo
estatuto racional, insistiendo hasta la saciedad en que sería imposible
encontrar un parámetro objetivo y comunicable para demostrar fehacientemente
qué es correcto e incorrecto. Esta es la causa por la cual se ha impuesto en
vastos sectores un no cognitivismo ético, situación completamente antagónica con
la anterior creencia y defensa de una ley natural.
El origen de esta nueva actitud deriva en parte del
Racionalismo moderno de los siglos XVII y XVIII, luego del verdadero cataclismo
que significó para Europa el advenimiento de la Reforma y las guerras de religión, que muy bien pueden considerarse una verdadera guerra
civil europea. De este modo, hastiados de problemas religiosos, surgió en
varios sectores cultos de la época el deseo de edificar un mundo nuevo al
margen de la Revelación, con lo que la religión fue siendo reducida cada vez con
mayor fuerza al ámbito privado o incluso abiertamente negada y atacada, tanto
por una creciente animadversión e incluso odio hacia la misma, como por
considerar que no podía ser explicada a cabalidad por la razón humana.
Descuidada así la atención de lo trascendente, estos
sectores dirigieron todas sus fuerzas al mundo terreno, a lo temporal. Por eso acabó
tomándose como verdadero sólo aquello que pudiera ser comprobado por la razón
humana, con los métodos de demostración que tuviera a su alcance. Fundamentalmente
gracias a las obras de René Descartes y Francis Bacon, se impuso la idea de que
el hombre podía y debía descubrir los secretos de la naturaleza a fin de
dominarla y construir un mundo mejor, puesto que como señaló este último –en
una frase que sería paradigmática–, ‘conocer es poder’. Sólo era cuestión de
tiempo para que gracias a esta verdadera llave maestra en que se había
convertido la razón humana, se descubriera el por qué y el cómo de todas las
cosas. Esto resultaba lógico, porque si sólo se tenía por verdadero aquello que
era asimilable por la razón humana, a la postre se consideró que los límites de
la razón coincidían con la realidad toda, o si se prefiere, que lo que nuestra
razón no entiende, no existe, situación que llega hasta hoy.
Esta consideración es esencial, porque esconde un profundo
afán de poder y dominio –muchas veces de manera inconsciente– tras este
titánico esfuerzo por develar el libro de la naturaleza, en atención a que su fin
es construir un mundo a la medida del hombre que se amolde a sus deseos, y que
no sea éste quien deba adaptarse a una realidad previa que en cierta medida lo
supera. Esta sed de dominio terminaría abarcándolo todo, porque el poder es de
suyo expansivo, y viene a explicar en buena medida nuestra situación actual.
El racionalismo produjo un avance francamente increíble en
las llamadas ciencias naturales, auxiliadas por las matemáticas y la lógica,
puesto que la razón humana encontró un objeto que se amoldaba a la metodología
planteada por estos autores: una realidad medible y cuantificable, que obedece
a una legalidad ínsita fija, manipulable infinidad de veces, que permite
descubrir y controlar sus variables, y prever lo que sucederá.
Por el contrario, las ciencias sociales o humanas se fueron
quedando cada vez más atrás aparentemente, en razón de tener un objeto de
estudio muchísimo más complejo y problemático, imposible de amoldar al método y
espíritu racionalista: el hombre mismo, un ser libre y por ende, con una naturaleza
en parte espiritual. Mas, con el correr del tiempo (y es un fenómeno que también
llega hasta hoy), se produjo una especie de autocomplacencia e incluso soberbia
de las ciencias naturales, encandiladas con sus innegables éxitos, y un verdadero
complejo de inferioridad de buena parte de las ciencias sociales o humanas, que
incluso miraron con envidia los avances de las primeras. Y a tanto llegó esta
situación, que de manera más o menos paralela, las ciencias naturales quisieron
‘exportar’ o incluso imponer su método de trabajo a las ciencias sociales o
humanas, y estas últimas también lucharon por hacerlo suyo, a fin de subirse a
este verdadero carro de la victoria de la razón. Así, y en particular desde el positivismo filosófico de Comte del siglo XIX, se intentó aplicar a las ciencias humanas o
sociales, los esquemas propios de las naturales.
En consecuencia, la visión de las ciencias naturales
pretendió hacerse hegemónica, lo cual trajo un grave inconveniente, puesto que si
bien ellas dan estupendos resultados en su campo, sólo se limitan a descubrir
el por qué de las cosas, cómo funcionan u operan; mas esto constituye sólo una
parte de la realidad total: un cúmulo de datos, cifras, fórmulas, pero que nada
dicen respecto de qué hacer con ellos y cómo valorar esta
información; o si se prefiere, la ciencia es ciega al problema de los valores,
precisamente porque es ciencia.
Lo anterior trajo un problema doble: en primer lugar, que
como los valores no son asimilables a hechos, ni por tanto medibles y cuantificables,
terminaron siendo considerados irracionales, un elemento indigerible para el
método de trabajo imperante; y en segundo lugar, fruto de lo anterior, se dejó de
lado esta importante cuestión en el estudio de las ciencias sociales o humanas
–reduciendo así su objeto–, sin darse cuenta que los valores son fundamentales
para comprenderlas, en atención a nuestra libertad, puesto que como se ha
dicho, el hombre se ve forzado a valorar permanentemente. Este reduccionismo de
la realidad humana también resulta lógico desde estas premisas, porque la
ciencia tiene una misión particular: explicar hechos, y no puede ir más allá; y
puesto que nadie puede dar lo que no tiene, es ciega para el problema de los
valores, lo que la obliga a liberarse de ellos si su método se hace universal.
Más aún: se impuso el dogma de que cualquier área del saber
que se pretendiera científica, tenía que dejar necesariamente los valores de
lado, esto es, debía ser neutral o avalorativa, tanto en el método empleado por
el estudioso, como en el objeto analizado: lo importante era descubrir los
hechos y sólo los hechos medibles, cuantificables y comprobables, a fin de
prever comportamientos futuros. De aquí derivan todos los intentos que han
pretendido estudiar las ciencias sociales o humanas reduciéndolas a simples datos.
En el campo jurídico, por ejemplo, esto llegó a su culmen con las diferentes
teorías positivistas –tanto normativistas como sociológicas–, que pretendieron
analizar al Derecho como si se tratara de un simple hecho, pese a ser una
herramienta esencialmente moral, puesto que requiere valorar para organizar la
vida humana en sociedad.
Por tanto, existe una íntima relación entre el no
cognitivismo ético o la irracionalidad de los valores, por un lado, y la concepción
de la ciencia del racionalismo y del positivismo filosófico, por otro, al punto
que podrían ser considerados como dos realidades antagónicas que se
autoimplican.
Con semejantes premisas, no pasó mucho tiempo para que el mismo
hombre y no sólo sus creaciones, también fuera visto desde esta perspectiva: como
un mero hecho, materia, datos, una parte más de la naturaleza, sometido a sus
mismas leyes y sin un valor que lo distinguiera de ella. Esto explica por
ejemplo, que hoy muchos consideren al ser humano un ente tal vez más complejo,
pero como mera química a fin de cuentas. De ahí que como la ciencia sólo otorga
datos pero no valora ni filosofa, conceptos como los de persona o de dignidad
humana le sean absolutamente extraños, inalcanzables, casi ridículos, pues
como se ha dicho, nadie puede dar lo que no tiene.
Esto explica la creciente manipulación del hombre como un
objeto, la cosificación de la persona, lo que no sólo ha derivado en el trato y
abuso de unos hombres sobre otros como no se ha visto nunca antes, sino incluso
en la consideración del mismo cuerpo de cada sujeto como una cosa o simple
materia, un mero instrumento subpersonal para lograr unos fines o inducir
satisfacciones deseadas por la parte consciente o volitiva del sujeto, no como parte
del propio yo, rompiéndose así la unidad sustancial entre cuerpo y espíritu. Esto
explica la degradación que hoy sufre el cuerpo prácticamente a todo nivel, lo
que se vincula, por ejemplo, con la revolución sexual o la manipulación de
embriones.
Diversos problemas del no Cognitivismo Etico
Puesto que los valores son una realidad no fáctica y extraña
para la metodología racionalista, ello explica al menos en parte el tozudo empeño
de los dos últimos siglos por demostrar su irracionalidad y la defensa a
ultranza del no cognitivismo ético. Los valores quedarían así relegados al
campo de los meros sentimientos o pareceres subjetivos y cambiantes de cada
cual, con lo que la noción de ley natural resulta absolutamente extraña e
incompatible con estas premisas.
De este modo, tanto por el afán de dominio y poder del
racionalismo, como por ser imposible desde esta perspectiva saber quién tiene
razón en materias éticas, acabó considerándose que el sujeto posee una total autonomía
moral: nadie mejor que él sería el encargado de determinar qué es bueno o malo
según sus circunstancias. Esto, unido al desarrollo de diversas ideologías,
como el liberalismo, explica que hoy tienda a criticarse duramente cualquier
intento por demostrar la existencia de una regla de conducta objetiva y
universal –una ley natural–, o si se prefiere, que se considere ilegítimo que
el sujeto deba obedecer a una pauta moral heterónoma.
Con todo, por mucha autonomía moral que se defienda, un
mínimo sentido de coherencia lleva a concluir que tal como el propio sujeto
puede construir una ética a su medida, los demás poseerían la misma facultad. En
consecuencia, la naturaleza social del hombre muestra muy claramente los
peligros a los que podría llevar una total autonomía moral. De ahí que se acuda
al consenso como modo de alcanzar una convivencia pacífica, a fin de que al
menos hipotéticamente, cada uno mantenga su propia esfera de libertad.
Sin embargo, para defender el consenso como herramienta
idónea para coexistir en paz, se está acudiendo a una premisa oculta,
inconfesada y además, incompatible con esta autonomía moral que se intenta
defender. En efecto, se está partiendo de la base de que el consenso es una
situación valiosa y preferible a la imposición por la fuerza de unos sobre
otros o incluso a la eliminación de quienes piensan distinto. Esto es evidente,
no cabe duda, pero para justificarlo es necesario acudir a la noción de
dignidad humana, lo cual lleva a concluir que como se está tratando con
personas, ellas merecen un mínimo respeto, respeto que obliga a arribar a un
acuerdo. Sin embargo, si lo bueno y lo malo son algo irracional, subjetivo y
autónomo, desde un coherente no cognitivismo ético es imposible justificar
racionalmente esta dignidad humana y por tanto, el consenso. Mas este dato se
presenta al menos aquí como algo objetivo, incluso obvio y un límite infranqueable
a la autonomía moral individual, que debe respetarse sin importar lo que el
sujeto quiera o crea.
En el fondo, la dignidad de la persona es una herencia
cristiana y de ley natural, que arranca del valor del sujeto como ser
espiritual creado y de la naturaleza humana. Mas al ser una pieza prestada y no
justificada, y además incompatible con las premisas del no cognitivismo ético,
se mantendrá sólo por inercia mientras pueda o convenga hacerlo. Por eso, cuando
cese este ‘recuerdo’ como han advertido Etienne Gilson y Martin Kriele, como ya
está ocurriendo hoy, no habrá motivos para respetarla, según se verá.
Ahora bien, pasando por alto este escollo insalvable para
justificar el consenso desde una coherente autonomía moral, la idea que se ha
impuesto es que debe establecerse un procedimiento democrático, entendido como
un conjunto de ‘reglas del juego’, para determinar lo bueno y lo malo, y que
para participar en él, no deben tenerse postulados a los cuales no se esté
dispuesto a renunciar si los compromisos así lo exigen.
Se llega así a una ética débil, fabricada, moldeable y
cambiante según las circunstancias, un ‘constructivismo ético’. Se impone un
relativismo moral que a lo sumo considera posible arribar procedimentalmente a
una ética de ocasión, en que la clave es la autonomía del hombre para crearla y
destruirla a su antojo; por eso se rechaza con fastidio una ética heterónoma,
objetiva e inmodificable para el sujeto según sus conveniencias, como postula la
ley natural. De ahí que pueda concluirse que el no cognitivismo ético está
motivado por el profundo interés por no quedar atado por nada, por lograr la
misma autonomía y dominio sobre el hombre y su moralidad que el que se pretende
obtener sobre el resto de la naturaleza. Por eso se dijo que el no cognitivismo
estaba muy relacionado al concepto de ciencia que se ha impuesto desde el
racionalismo. Con todo, es este afán de poder o domino subyacente la clave para
entender ambos postulados (la irracionalidad de los valores y la racionalidad
de la ciencia) y por tanto, nuestra actual situación: porque este deseo de
autonomía total, estimulado además por los avances de las ciencias naturales,
se hizo omnicomprensivo.
Esta misma idea puede analizarse a propósito de la libertad
de conciencia, entendida hoy como sinónimo de autonomía moral y defensa de la
libertad del sujeto. Desde estas premisas, arribar a una ética racional y
universal, como pretende la ley natural, atentaría contra ella, pues obligaría
a aceptar sus resultados. Por el contrario, si se mira con atención, ocurre que
la ciencia, que busca verdades comprobables, sí se impone al sujeto, quien debe
aceptar sus resultados –que se tienen por ciertos–, y en ningún momento se considera
que esa imposición vulnere su libertad de conciencia, puesto que no aceptarla
sería lo mismo que no querer ver la realidad.
Mas hecha esta distinción, habría que preguntarse por qué
en el ámbito científico no se considera que la libertad de conciencia sea
vulnerada por la imposición de sus resultados y sí en el ámbito ético. La razón
estaría en aquello que se está dispuesto a aceptar, y en consecuencia, en un
problema de actitud, de posicionamiento previo ante la realidad.
En efecto, todo pareciera depender de una expectativa: dado
que ‘conocer es poder’, el sujeto sí estaría dispuesto a doblegarse ante los
resultados de la ciencia, no considerando que se vulnere su libertad de
conciencia, en razón de las utilidades que espera obtener de ella, puesto que
con esos conocimientos aspira a manipularla a voluntad: por ello sería un afán
de dominio o de poder lo que explicaría esta situación.
Nada de esto ocurre con los valores, que han sido desterrados
del ámbito científico y en apariencia, sin ninguna posibilidad de entrar en el
privilegiado círculo de las ciencias. En efecto, mientras el sujeto considera
provechoso doblegarse ante los resultados de la ciencia en aras de los frutos
que espera conseguir con ese conocimiento, no ocurre lo mismo en el ámbito ético.
A decir verdad, acontece exactamente lo contrario, pues si el sujeto
reconociera un estatuto racional para la ética, si es coherente consigo mismo,
tendría que adaptarse a ella o al menos intentarlo, a fin de no ir
contra la realidad ni contra su razón. Aquí el conocimiento no es ‘poder’, sino
–desde una perspectiva kantiana– más bien ‘deber’, obligación, limitación, por
mucho que puedan entenderse los beneficios futuros que dicha limitación
conlleva, o –en términos aristotélicos– que se comprenda que ellos permiten
alcanzar la felicidad.
Este y no otro pareciera ser el motivo último de la opción
por la cientificidad y el no cognitivismo ético. Se da así la paradoja de que
se considera negativa la posibilidad de llegar a una argumentación racional respecto
de los valores, y bueno hacerlo respecto de la realidad fáctica. Mas pese a que
en ambos casos podría estar yéndose contra la ‘libertad de conciencia’, contra
los más íntimos deseos de cada sujeto, en el ámbito ético se señala que cada
uno es libre para tener las convicciones que estime conveniente, lo que está
absolutamente vedado en el campo científico: en resumen, la ciencia obliga, los
valores, no.
Ahora bien, volviendo al consenso, el problema es que si
todo se reduce a reglas procedimentales y no existe una noción clara y racional
de dignidad humana, todo acabará dependiendo de lo que decida este consenso, aun
cuando nuevamente vaya contra la más elemental lógica.
En efecto, además de los problemas mencionados, debe tenerse
en cuenta lo siguiente: para que surja un consenso, es necesaria la previa
existencia de personas, porque hasta donde sabemos, sólo los hombres somos
capaces de ponernos de acuerdo, en atención a nuestra naturaleza racional. Mas
como es evidente, no todos los seres humanos pueden participar del consenso,
fundamentalmente por no tener un mínimo discernimiento: es así como los menores
o los dementes están excluidos, no porque no sean personas o dignos, sino
porque el consenso presupone una mínima racionalidad de quienes participan en
él, una ponderación de las decisiones y aunque no se diga mucho, también una
responsabilidad por lo que se decida. Por eso sin racionalidad no habría
consenso, o si se prefiere, un consenso cuyas bases de discusión dependieran del
azar, no sería propiamente consenso ni tendría sentido.
Dicho de otra manera: el consenso es un efecto que requiere
de una causa previa: personas maduras, adultas; o si se prefiere, es un
accidente que descansa o presupone una sustancia, pues sin personas no hay
consensos.
Mas como la noción de persona es sólo prestada y resulta injustificable
desde la autonomía moral y el no cognitivismo ético, de manera coherente con
sus genuino espíritu, este consenso acaba traicionando tanto su punto de
partida (el respeto de los demás) así como la más elemental lógica (esto es, que
sin personas no hay consenso). Es por eso que las mayorías se vuelven
totalitarias, al haberse dado al consenso un valor absoluto por su sola
existencia, pudiendo decidir cualquier cosa, al primar el procedimiento empleado
sobre la materia decidida a través suyo. Por eso, sin una fundamentación clara
y racional de la dignidad humana, es imposible no desembocar en un total
nihilismo.
Es así como este consenso se siente soberano para decidir
cualquier cosa, incluso la calidad de persona de algunos seres humanos, como
está ocurriendo hoy. Si todo es consensuable y no hay parámetros morales
objetivos, este resultado es lógico. Por eso los consensos terminan
traicionando a las mismas personas, lo que explica que estemos asistiendo al
fenómeno increíble de que la calidad de persona está siendo dada o quitada a
voluntad por unos a otros, sin darse cuenta que nadie tiene esta facultad.
En el fondo, lo que está ocurriendo es que los más fuertes,
las mayorías, están despojando arbitrariamente a otros de su calidad de persona
–siempre los más débiles–, que por regla general no pueden participar en el
consenso, sea por no tener una racionalidad suficiente o, las más de las veces,
por no existir en ese momento. Esto ha pasado con leyes de aborto, de
fecundación artificial o de experimentación con embriones, por ejemplo: algunos
han decidido su legitimidad por consenso, para lo cual es necesario quitar arbitrariamente
la calidad de persona a los afectados, para hacer lícitas estas actividades. Más
aún: lo que realmente está ocurriendo es que se le está quitando esta calidad de
persona a inmensas mayorías de seres humanos que no pueden defenderse por no
tener voz, puesto que aún no existen. Basta ver los cientos de millones de
abortos que ocurren hoy en el mundo para darse cuenta de ello.
Y por regla general, la excusa para este injusto despojo es
hacer depender la calidad de persona de ciertos atributos accidentales (entre
otros, anidación, forma humana o viabilidad, en el caso de la vida intrauterina,
o conciencia, salud o utilidad social, respecto de los ya nacidos), como si ellos
fueran fundamentales para ser persona, sin darse cuenta o querer darse cuenta que
si pueden tenerse dichas cualidades, es por su previa calidad de tal. Además,
si la condición de persona no se reconoce a todo ser humano por su sola existencia
de manera independiente a cualquier otro requisito, la frontera entre los que
son persona y los que no lo son puede ser cambiada cuantas veces se quiera, por
consenso o sin él.
Se olvida que los entes o son personas o son cosas, no
siendo lógico ni posible que un ser pase de una calidad a otra: ni las personas
se transforman en cosas ni las cosas devienen en personas. Es precisamente esto
lo que ocurre aquí, porque desconocer la calidad de persona de un ser humano es
convertirlo en una cosa, que pasa a ser utilizada como tal por los que sí son
considerados personas. Realidades como la eutanasia, la fecundación artificial
o el aborto –incluida nuestra actual polémica sobre la píldora del día después–
son buenos ejemplos de ello.
El mismo problema puede enfocarse desde la perspectiva de la
democracia y los derechos humanos, por ejemplo: inicialmente se dice que la
democracia es una consecuencia de la titularidad de estos derechos esenciales,
que se tendrían por la sola condición de persona, con lo cual la democracia
sería por antonomasia la forma legítima de gobierno; mas como estos derechos no
se fundamentan en muchos casos, al final se considera que dependen de ese mismo
consenso, lo que ha ocasionado que por vía democrática se hayan vulnerado y
quitado derechos humanos que eran precisamente su propia base. El círculo
vicioso se torna evidente, puesto que no queda claro qué depende de qué: si los
derechos humanos de la democracia o la democracia de los derechos humanos.
Sin embargo, y tal como ha señalado Robert Spaemann, unos
derechos humanos así concebidos se transforman en privilegios, en prerrogativas
que tienen unos afortunados mientras el consenso lo determine por el motivo o
las conveniencias que quiera, y hasta que no los revoque, todo lo cual se
contradice absolutamente a su genuino espíritu y razón de ser.
Por tanto, sin un mínimo objetivismo moral que fundamente la
dignidad humana, como hace la ley natural, es imposible que este consenso no se
vuelva totalitario, puesto que el consenso y la voluntad individual son sólo un
querer, una opinión, y no creadoras de la realidad o de lo que las cosas son.
Por eso pueden ser perfectamente arbitrarios, ya que la diferencia entre ellos
es sólo cuantitativa o de cantidad, no cualitativa o de calidad.
En consecuencia, como para que exista consenso se requiere
de personas, debe concluirse forzosamente que es el consenso el que emana de las
personas y no la calidad de persona la que depende de los consensos.
Algunas conclusiones
Tal vez el mayor problema suscitado por la evolución
intelectual someramente reseñada aquí radique en el pavoroso debilitamiento que
en las últimas décadas ha sufrido el derecho a la vida, lo que resulta
particularmente llamativo si se considera que este derecho se creía ganado para
siempre luego de las experiencias de exterminio masivo sufridas durante la Segunda Guerra Mundial. Y si el valor a la vida, principal derecho del cual dependen todos
los demás sufre este debilitamiento, por simple lógica, los restantes valores
seguirán una suerte semejante, lo que incluye a la familia.
Lo importante es destacar que perdidos los parámetros
racionales en materias éticas, al no existir puntos de referencia objetivos, no
hay materia que no pueda sufrir profundas transformaciones, sea por el consenso
o por una imposición descarada. Es por eso que instituciones que no ofrecían
mayor discusión hace no muchos años, hoy están siendo fuertemente cuestionadas,
incluso demolidas; y si este proceso no se notó de manera evidente hasta hace
pocas décadas, ello obedece a que debía pasar cierto tiempo para que las ideas
imperantes a nivel filosófico y las actitudes que conllevan, lograran permear
la realidad social. De ahí que también contemplando las ideas que hoy se
discuten, sea posible tener una aproximación de lo que podría acontecer en los
inicios de nuestro tercer milenio.
Como se ha dicho, la clave de este proceso es el afán de
poder y de autonomía que primero comenzó con la realidad extrahumana y
posteriormente acabó invadiéndolo todo, pese a que los primeros racionalistas
jamás fueron conscientes de ello y ni siquiera pudieron preverlo. Además, a
esta sed creciente de autonomía moral han contribuido los progresos de la ciencia,
que cada día otorga herramientas más sofisticadas para llevar a cabo nuestros
sueños de dominación. Estas herramientas actualmente afectan también al ser
humano, lo cual se logró cuando se comenzó a experimentar con el hombre mismo y
no sólo con la realidad extrahumana, fruto de su reducción a un elemento más de
la naturaleza.
En realidad, estamos tan embriagados con las obras de
nuestras manos y las expectativas e intereses actuales y futuros que aparecen
ante nuestros ojos, que pese a los peligros evidentes de los que somos
conscientes (como era hace algunos años la amenaza nuclear y hoy el avance de
la biotecnología), aparentemente no estamos dispuestos a renunciar a las
ventajas obtenidas y preferimos sacrificarlo todo con tal de seguir disfrutando
de ellas, no siendo conscientes (o no queriendo serlo) de los enormes daños que
ya se están ocasionando en nuestro entorno y en nosotros mismos. Esto resulta
evidente, porque por muy poderosos que nos creamos, nuestra propia limitación
como seres finitos (y en el fondo como creaturas), trae como consecuencia que no
seamos invulnerables a las obras de nuestras manos y a nuestras conductas, por
mucho que lo ignoremos o nos disguste comprobarlo.
Pero la realidad está ahí, esperándonos, pacientemente,
aunque no queramos verla, pese a –y sobre todo por– los ultrajes e injusticias
que cometemos contra ella. Y dentro de esta realidad global nos encontramos nosotros
mismos, lo que hace más delicada la situación y más difícil percatarse de su
gravedad, precisamente por tener intereses en juego.
Así por ejemplo –y la lista no pretende ni con mucho ser
exhaustiva–, sólo por mencionar algunos casos paradigmáticos, un punto especialmente
llamativo en esta verdadera retroalimentación que hemos sufrido, es el de la
anticoncepción, cuyas secuelas estamos viviendo hoy de manera patente. En
efecto, al separarse artificialmente la sexualidad de la procreación, ambas
realidades terminaron siendo profundamente afectadas. En cuanto a la
sexualidad, al no tener otros puntos de referencia, ella acabó fundamentándose
en el placer que produce, lo que haría no sólo que su vinculación con el
matrimonio pareciera absurda, sino que a la postre, cualquier forma de
sexualidad fuera igualmente válida. De este modo, no sólo el divorcio sufrió un
ímpetu considerable, sino que la noción misma de matrimonio comenzó a
desdibujarse, como lo prueba hoy el llamado ‘matrimonio homosexual’. Al mismo
tiempo, creyéndose a salvo de la procreación con los métodos anticonceptivos
diseñados, la promiscuidad aumentó exponencialmente, lo que ha originado una
verdadera explosión de las enfermedades de transmisión sexual, por un lado, y
la paulatina legitimación del aborto, por otro. Esto último resulta particularmente
evidente, y muestra cómo la anticoncepción es la antesala del aborto, porque al
ser usada la sexualidad casi como un pasatiempo, el aborto se presenta como la
solución final para los embarazos no deseados, que serán cada vez más numerosos,
tanto por la creciente promiscuidad, como porque los anticonceptivos (y los
abortivos químicos) fallan. Muy ligado a lo anterior se encuentra también el
problema del descenso de la natalidad en diversos países, lo que recién ahora
comienza a verse en sus reales dimensiones.
Por otro lado, la mentalidad abortista contribuyó
poderosamente a la cosificación del embrión, lo que se encuentra en la base de
las técnicas de reproducción artificial y en todos los experimentos y
manipulaciones de que actualmente es objeto.
También por este mismo afán de moldear la realidad para
hacerla coincidir con los deseos humanos, el actual debate sobre la eutanasia
pareciera ser el preámbulo del enseñoramiento del Estado sobre la vida de sus
súbditos, puesto que de seguir así las cosas, no pasará mucho tiempo para que ella
sea impuesta incluso por la fuerza para todos aquellos que no calcen con el
prototipo de hombre que los consensos o el poder de turno decidan.
Los ejemplos pueden multiplicarse. Mas lo importante es que este
breve análisis ha pretendido identificar algunas de sus causas y también que
nos demos cuenta que por mucho poder que queramos ganar, nuestra naturaleza
finita hace que tarde o temprano sus efectos repercutan sobre nosotros mismos.
El problema es que son tales las posibilidades de influencia sobre la realidad
global, que nuestra responsabilidad ya supera con creces a la sola generación
actual, y se proyecta hacia un futuro cada vez más lejano. En este sentido, ha
sido profética la advertencia de Hans Jonas, en cuanto a que actualmente
tenemos el futuro de la humanidad en nuestras manos, y que los progresos de la
genética y las modificaciones que podríamos introducir en la especie humana en
no mucho tiempo más, podrían tener efectos irreversibles sobre las generaciones
futuras: el afán de una humanidad perfecta, libre del sufrimiento y del dolor,
de un ‘homo fabricatus’, podría salir así demasiado caro.
Y lo mismo podría aplicarse a una realidad como la familia,
que traspasa a las generaciones, al ser vital para la existencia cabal de una
especie auténticamente humana, sobre todo hoy, cuando está siendo atacada sin
piedad, sin darnos cuenta de las innegables secuelas sociales que esto trae
consigo y que no poseemos otra institución que la reemplace. En realidad, la verdadera esencia de la familia también supera a una sola
generación, al ser algo así como un deber nuestro para con la especie humana en
general, una vuelta de mano a la propia naturaleza que nos permitió existir y
que requiere de un mínimo de generosidad por nuestra parte (mediante la
generación, crianza y educación de los hijos) no sólo para seguir existiendo
como especie, sino también para realizarnos como personas, para ganar en
humanidad.
En consecuencia, los problemas bioéticos y de familia a los
cuales hoy asistimos están mucho más relacionados de lo que se cree y se
potencian mutuamente. Y la razón es obvia: porque formamos una unidad y porque
la ética es sistemática, razón por la cual lo que se haga en un sector de la
misma afectará todo lo demás. Incluso habría que concluir que el actual
problema ético es intrageneracional, por lo que afecta a otros seres humanos
que aún no existen, lo cual hace concluir que estamos en un momento crucial de
la historia humana.
Lo anterior obliga a ser lo suficientemente maduros para
darnos cuenta que algunas de las ventajas que hemos obtenido con nuestro avance
científico y tecnológico, a costa muchas veces de nuestro retroceso moral, no
tienen parangón con los costos que han producido, aun cuando no queramos
verlos. En cierta medida, se ha dado la paradoja de que el intento por
acercarnos a la naturaleza en nuestro afán por dominarla, ha acabado por
aislarnos de ella, al creernos sus dueños y por tanto, estar sobre la misma,
pensando que nada de lo que se haga a su respecto nos afectará; en suma, algo
así como si estuviéramos fuera de la naturaleza, fruto de una sed de autonomía
total que incluye a Dios, dicha naturaleza y al hombre mismo inclusive. Tal vez
por eso Andrè Frossard ha señalado que el hombre ha roto con la naturaleza para
no oírla hablar de Dios.
En suma, debemos darnos cuenta que una ética irracional o
subjetiva es un sinsentido y equivale, en el fondo, a la destrucción de la
ética, situación que podría ser atractiva para justificar el propio capricho de
forma individual, pero que encierra el peligro cierto e inaceptable de dejar
desamparados a los débiles ante los más fuertes.
Por eso, ante una autonomía moral que ha enloquecido, y a
fin de ver si seremos capaces de dominar nuestro propio dominio, se hace más
imperioso que nunca rehabilitar la ley natural como modo de fundamentar
correctamente la vida y otros valores básicos. Con todo, esto exige un
replanteamiento de la misma, a fin de hacerla entendible para el hombre de hoy,
pues ya no basta con repetir fórmulas del pasado. Y un camino que creo
interesante, pero que no puede ser desarrollado aquí, es indagar en los
nefastos resultados que produce su violación, no sólo porque resultan fácilmente
comprensibles, sino también porque apuntan al propio interés de los afectados.
En el fondo, la idea es plantear la ley natural como una ecología humana
Con todo, la clave para comprender lo anterior no pareciera
ser tanto un problema intelectual, sino más bien de actitud, de
auténtica humildad para darnos cuenta y aceptar nuestra propia
limitación y despertar del sueño de endiosamiento que hoy nos encandila.
Sólo así es posible arribar a una fundamentación ética (y
jurídica) fuerte, que no sólo sirva para los casos teóricos, sino también para
aquellos en que uno mismo se vea afectado, en cuyo vértice se instale el valor
de la vida inocente como derecho esencial e inviolable, del cual derivar los
restantes absolutos morales o bienes humanos básicos. ·- ·-· -······-·
Max Silva Abbott
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