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La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana
por
José
Vasconcelos
Ensayo del pensador mexicano (en Obras Completas, t. II, México: Libreros Mexicanos, 1958,
p. 903-942.
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Prólogo
Es tesis
central del presente libro que las distintas razas del mundo tienden a
mezclarse cada vez más, hasta formar un nuevo tipo humano, compuesto con la
selección de cada uno de los pueblos existentes.. .
Queda,
sin embargo, por averiguar si la mezcla ilimitada e inevitable es un hecho
ventajoso para el incremento de la cultura o si, al contrario, ha de producir
decadencias, que ahora ya no sólo serían nacionales, sino mundiales. Problema
que revive la pregunta que se ha hecho a menudo el mestizo: «¿Puede compararse
mi aportación a la cultura con la obra de las razas relativamente puras que han
hecho la historia hasta nuestros días, los griegos, los romanos, los
europeos?». Y dentro de cada pueblo, ¿cómo se comparan los períodos de
mestizaje con los períodos de «homogeneidad racial creadora»?
El
mestizaje
Desde los
primeros tiempos, desde el descubrimiento y la conquista, fueron castellanos y
británicos, o latinos y sajones, para incluir por una parte a los portugueses y
por otra al holandés, los que consumaron la tarea de iniciar un nuevo período
de la Historia conquistando y poblando el hemisferio nuevo. Aunque ellos mismos
solamente se hayan sentido colonizadores, trasplantadores de cultura, en
realidad establecían las bases de una etapa de general y definitiva
transformació n. Los llamados latinos, poseedores de genio y de arrojo, se
apoderaron de las mejores regiones, de las que creyeron más ricas, y los
ingleses, entonces, tuvieron que conformarse con lo que les dejaban gentes más
aptas que ellos. Ni España ni Portugal permitían que a sus dominios se acercase
el sajón, ya no digo para guerrear, ni siquiera para tomar parte en el
comercio. El predominio latino fue indiscutible en los comienzos. Nadie hubiera
sospechado, en los tiempos del laudo papal que dividió el Nuevo Mundo entre
Portugal y España, que unos siglos más tarde ya no sería el Nuevo Mundo
portugués ni español, sino más bien inglés. Nadie hubiera imaginado que los
humildes colonos del Hudson y del Delaware, pacíficos y hacendosos, se irían
apoderando paso a paso de las mejores y mayores extensiones de la tierra, hasta
formar la república que hoy constituye uno de los mayores imperios de la
Historia.
Pugna de
latinidad contra sajonismo ha llegado a ser, y sigue siendo, nuestra época;
pugna de instituciones, de propósitos y de ideales. Crisis de una lucha secular
que se inicia con el desastre de la Armada Invencible y se agrava con la derrota de Trafalgar. Sólo que desde entonces el sitio
del conflicto comienza a desplazarse y se traslada al continente nuevo, donde
tuvo todavía episodios fatales. Las derrotas de Santiago de Cuba y de Cavite y
Manila son ecos distantes pero lógicos de las catástrofes de la Invencible y de
Trafalgar. Y el conflicto está ahora planteado totalmente en el Nuevo Mundo. En
la Historia, los siglos suelen ser como días; nada tiene de extraño que no
acabemos todavía de salir de la impresión de la derrota. Atravesamos épocas de desaliento, seguimos perdiendo no sólo en soberanía
geográfica, sino también en poderío moral. Lejos de sentirnos unidos frente al
desastre, la voluntad se nos dispersa en pequeños y vanos fines. La derrota nos
ha traído la confusión de los valores y los conceptos; la diplomacia de los
vencedores nos engaña después de vencernos; el comercio nos conquista con sus
pequeñas ventajas. Despojados de la antigua grandeza, nos ufanamos de un
patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera advertimos los peligros que
amenazan a nuestra raza en conjunto. Nos negamos los unos a los otros. La
derrota nos ha envilecido a tal punto que, sin darnos cuenta, servimos los
fines de la política enemiga de batirnos en detalle, de ofrecer ventajas
particulares a cada uno de nuestros hermanos, mientras al otro se le sacrifica
en intereses vitales. No sólo nos derrotaron en el combate; ideológicamente
también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas el día en que
cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer vida propia, vida
desligada de sus hermanos (concertando tratados y recibiendo beneficios
falsos), sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del
sajón, nuestro rival en la posesión del Continente.
El
despliegue de nuestras veinte banderas en la Unión panamericana de Washington
deberíamos verlo como una burla de enemigos hábiles. Sin embargo, nos ufanamos
cada uno de nuestro humilde trapo, que dice ilusión vana, y ni siquiera nos
ruboriza el hecho de nuestra discordia delante de la fuerte unión
norteamericana. No advertimos el contraste de la unidad sajona frente a la
anarquía y soledad de los escudos iberoamericanos. Nos mantenemos celosamente
independientes respecto de nosotros mismos; pero de una o de otra manera nos
sometemos o nos aliamos con la Unión sajona. Ni siquiera se ha podido lograr la
unidad nacional de los cinco pueblos centroamericanos, porque no ha querido
darnos su venia un extraño y porque nos falta el patriotismo verdadero que
sacrifique el presente al porvenir. Una carencia de pensamiento creador y un
exceso de afán crítico, que por cierto tomamos prestado de otras culturas, nos
lleva a discusiones estériles, en las que tan pronto se niega como se afirma la
comunidad de nuestras aspiraciones; pero no advertimos que a la hora de obrar,
y pese a todas las dudas de los sabios ingleses, el inglés busca la alianza de
sus hermanos de América y de Australia, y entonces el yanqui se siente tan
inglés como el inglés en Inglaterra. Nosotros no seremos grandes mientras el
español de la América no se sienta tan español como los hijos de España.
Lo cual
no impide que seamos distintos cada vez que sea necesario, pero sin apartarnos
de la más alta misión común. Así es menester que procedamos, si hemos de lograr
que la cultura ibérica acabe de dar todos sus frutos, si hemos de impedir que
en la América triunfe sin oposición a la cultura sajona. Inútil es imaginar
otras soluciones. La civilización no se improvisa ni se trunca, ni puede
hacerse partir del papel de una constitución política; se deriva siempre de una
larga, de una secular preparación y depuración de elementos que se transmiten y
se combinan desde los comienzos de la Historia. Por eso resulta tan torpe hacer comenzar nuestro patriotismo con el grito de independencia del padre Hidalgo, o
con la conspiración de Quito, o con las hazañas de Bolívar, pues si no lo
arraigamos en Cuauhtémoc y en Atahualpa no tendrá sostén, y al mismo tiempo es
necesario remontarlo a su fuente hispánica y educarlo en las enseñanzas que
deberíamos derivar de las derrotas, que son también nuestras, de las derrotas
de la Invencible y de Trafalgar. Si nuestro patriotismo no se identifica con
las diversas etapas del viejo conflicto de latinos y sajones, jamás lograremos
que sobrepase los caracteres de un regionalismo sin aliento universal, y lo
veremos fatalmente degenerar en estrechez y miopía de campanario y en inercia
impotente de molusco que se apega a su roca.
Para no
tener que renegar alguna vez de la patria misma, es menester que vivamos
conforme al alto interés de la raza, aun cuando éste no sea todavía el más alto
interés de la humanidad. Es claro que el corazón sólo se conforma con un
internacionalismo cabal; pero en las actuales circunstancias del mundo, el
internacionalismo sólo serviría para acabar de consumar el triunfo de las
naciones más fuertes; serviría exclusivamente a los fines del inglés. Los
mismos rusos, con sus doscientos millones de población, han tenido que aplazar
su internacionalismo teórico, para dedicarse a apoyar nacionalidades oprimidas
como la India y Egipto. A la vez han reforzado su propio nacionalismo para
defenderse de una desintegració n que sólo podría favorecer a los grandes
estados imperialistas. Resultaría, pues, infantil que pueblos débiles como los
nuestros se pusieran a renegar de todo lo que les es propio, en nombre de
propósitos que no podrían cristalizar en realidad. El estado actual de la
civilización nos impone todavía el patriotismo como una necesidad de defensa de
intereses materiales y morales, pero es indispensable que ese patriotismo
persiga finalidades vastas y trascendentales. Su misión se truncó en cierto sentido
con la independencia, y ahora es menester devolverlo al cauce de su destino
histórico universal...
Los
antiguos colonos de Nueva Inglaterra y de Virginia se separaron de Inglaterra,
pero sólo para crecer mejor y hacerse más fuertes. La separación política nunca
ha sido entre ellos obstáculo para que en el asunto de la común misión étnica
se mantengan unidos y acordes. La emancipación, en vez de debilitar a la gran
raza, la bifurcó, la multiplicó, la desbordó poderosa sobre el mundo; desde el
núcleo imponente de uno de los más grandes imperios que han conocido los
tiempos. Y ya desde entonces, lo que no conquista el inglés en las Islas, se lo
toma y lo guarda el inglés del nuevo continente.
En
cambio, nosotros, los españoles por la sangre o por la cultura, a la hora de
nuestra emancipación comenzamos por renegar de nuestras tradiciones; rompimos
con el pasado y no faltó quien renegara la sangre diciendo que hubiera sido
mejor que la conquista de nuestras regiones la hubiesen consumado los ingleses.
Palabras de traición que se excusan por el acto que engendra la tiranía y por
la ceguedad que trae la derrota. Pero perder por esta suerte el sentido
histórico de una raza equivale a un absurdo, es lo mismo que negar a los padres
fuertes y sabios cuando somos nosotros mismos, no ellos, los culpables de la
decadencia.. .
A pesar
de esta firme cohesión ante un enemigo invasor, nuestra guerra de independencia
se vio amenguada por el provincialismo y por la ausencia de planes
trascendentales. La raza que había soñado con el imperio del mundo, los
supuestos descendientes de la gloria romana, cayeron en la pueril satisfacción
de crear nacioncitas y soberanías de principado, alentadas por almas que en
cada cordillera veían un muro y no una cúspide. Glorias balcánicas soñaron
nuestros emancipadores, con la ilustre excepción de Bolívar y Sucre y Petión,
el negro, y media docena más, a lo sumo. Pero los otros, obsesionados por el
concepto local y enredados en una confusa fraseología seudo-revolucionari a,
sólo se ocuparon en empequeñecer un conflicto que pudo haber sido el principio
del despertar de un continente. Dividir, despedazar el sueño de un gran poderío
latino, tal parecía ser el propósito de ciertos prácticos ignorantes que
colaboraron en la independencia, y dentro de ese movimiento merecen puesto de
honor; pero no supieron, no quisieron, ni escuchar las advertencias geniales de
Bolívar.
Claro que
en todo proceso social hay que tener en cuenta las causas profundas,
inevitables, que determinan un momento dado. Nuestra geografía, por ejemplo,
era y sigue siendo un obstáculo de la unión; pero si hemos de dominarlo será
menester que antes pongamos en orden el espíritu, depurando las ideas y
señalando orientaciones precisas. Mientras no logremos corregir los conceptos,
no será posible que obremos sobre el medio físico en tal forma que lo hagamos
servir a nuestro propósito.
En
México, por ejemplo, fuera de Mina, casi nadie pensó en los intereses del
Continente; peor aún, el patriotismo vernáculo estuvo enseñando, durante un
siglo, que triunfamos de España gracias al valor indomable de nuestros
soldados, y casi ni se mencionan las cortes de Cádiz ni el levantamiento contra
Napoleón, que electriza la raza, ni las victorias y martirios de los pueblos
hermanos del Continente. Este pecado común a cada una de nuestras patrias, es
resultado de épocas en que la Historia se escribe para halagar a los déspotas.
Entonces la patriotería no se conforma con presentar a sus héroes como unidades
de un movimiento continental, y los presenta autónomos, sin darse cuenta que al
obrar de esta suerte los empequeñece en vez de agrandarlos.
Se
explican también estas aberraciones porque el elemento indígena no se había
fusionado, no se ha fusionado aún en su totalidad, con la sangre española; pero
esta discordia es más aparente que real. Háblese al más exaltado indianista de
la conveniencia de adaptarnos a la latinidad y no opondrá el menor reparo;
dígasele que nuestra cultura es española y enseguida formulará objeciones.
Subsiste la huella de la sangre vertida, huella maldita que no borran los
siglos, pero que el peligro común debe anular. Y no hay otro recurso. Los
mismos indios puros están españolizados, están latinizados, como está
latinizado el ambiente. Dígase lo que se quiera, los rojos, los ilustres
atlantes de quienes viene el indio, se durmieron hace millares de años para no
despertar. En la Historia no hay retornos, porque toda ella es transformació n
y novedad. Ninguna raza vuelve; cada una plantea su misión, la cumple y se va.
Esta verdad rige lo mismo en los tiempos bíblicos que en los nuestros; todos
los historiadores antiguos la han formulado. Los días de los blancos puros, los
vencedores de hoy, están tan contados como lo estuvieron los de sus
antecesores. Al cumplir su destino de mecanizar el mundo, ellos mismos han
puesto, sin saberlo, las bases de un período nuevo, el período de la fusión y
la mezcla de todos los pueblos. El indio no tiene otra puerta hacia el porvenir
que la puerta de la cultura moderna, ni otro camino que el camino ya desbrozado
de la civilización latina. También el blanco tendrá que deponer su orgullo, y
buscará progreso y redención posterior en el alma de sus hermanos de las otras
castas, y se confundirá y se perfeccionará en cada una de las variedades
superiores de la especie, en cada una de las modalidades que tornan múltiple la
revelación y más poderoso el genio...
Reconozcamos
que fue una desgracia no haber procedido con la cohesión que demostraron los
del norte; la raza prodigiosa, a la que solemos llenar de improperios sólo
porque nos ha ganado cada partida de la lucha secular. Ella triunfa porque
aduna sus capacidades prácticas con la visión clara de un gran destino.
Conserva presente la intuición de una misión histórica definida, en tanto que
nosotros nos perdemos en el laberinto de quimeras verbales. Parece que Dios
mismo conduce los pasos del sajonismo, en tanto que nosotros nos matamos por el
dogma o nos proclamamos ateos. ¡Cómo deben de reír de nuestros desplantes y
vanidades latinas estos fuertes constructores de imperios! Ellos no tienen en
la mente el lastre ciceroniano de la fraseología, ni en la sangre los instintos
contradictorios de la mezcla de razas disímiles; pero cometieron el pecado
de destruir esas razas, en tanto que nosotros las asimilamos, y esto nos da
derechos nuevos y esperanzas de una misión sin precedente en la Historia.
De aquí
que los tropiezos adversos no nos inclinen a claudicar; vagamente sentimos que
han de servirnos para descubrir nuestra ruta. Precisamente, en las diferencias
encontramos el camino; si no más imitamos, perdemos; si descubrimos, si
creamos, triunfaremos. La ventaja de nuestra tradición es que posee mayor
facilidad de simpatía con los extraños. Esto implica que nuestra civilización,
con todos sus defectos, puede ser elegida para asimilar y convertir a un nuevo
tipo a todos los hombres. En ella se prepara de esta suerte la trama, el
múltiple y rico plasma de la humanidad futura. Comienza a advertirse este
mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles
crear una raza nueva con el indio y con el negro; prodigando la estirpe blanca
a través del soldado que engendraba familia indígena y la cultura de Occidente
por medio de la doctrina y el ejemplo de los misioneros que pusieron al indio
en condiciones de penetrar en la nueva etapa, la etapa del mundo Uno. La
colonización española creó mestizaje; esto señala su carácter, fija su
responsabilidad y define su porvenir.
El inglés
siguió cruzándose sólo con el blanco y exterminó al indígena; lo sigue
exterminando en la sorda lucha económica, más eficaz que la conquista armada.
Esto prueba su limitación y es el indicio de su decadencia. Equivale, en
grande, a los matrimonios incestuosos de los faraones que minaron la virtud de
aquella raza, y contradice el fin ulterior de la Historia, que es lograr la
fusión de los pueblos y las culturas. Hacer un mundo inglés; exterminar a los
rojos, para que en toda la América se renueve el norte de Europa, hecho de
blancos puros, no es más que repetir el proceso victorioso de una raza
vencedora. Ya esto lo hicieron los rojos; lo han hecho o lo han intentado todas
las razas fuertes y homogéneas; pero eso no resuelve el problema humano; para
un objetivo tan menguado no se quedó en reserva cinco mil años la América. El objeto del continente nuevo y antiguo es mucho más importante. Su predestinació n
obedece al designio de constituir la cuna de una raza quinta en la que se
fundirán todos los pueblos, para reemplazar a las cuatro que aisladamente han
venido forjando la Historia. En el suelo de América hallará término la
dispersión, allí se consumará la unidad por el triunfo del amor fecundo, y la
superación de todas las estirpes.
Y se
engendrará, de tal suerte, el tipo síntesis que ha de juntar los tesoros de la
Historia, para dar expresión al anhelo total del mundo.
Los
pueblos llamados latinos, por haber sido más fieles a su misión divina de
América, son los llamados a consumarla. Y tal fidelidad al oculto designio es
la garantía de nuestro triunfo.
En el
mismo período caótico de la independencia, que tantas censuras merece, se
advierten, sin embargo, vislumbres de ese afán de universalidad que ya anuncia
el deseo de fundir lo humano en un tipo universal y sintético. Desde luego,
Bolívar, en parte porque se dio cuenta del peligro en que caíamos, repartidos
en nacionalidades aisladas y también por su don de profecía, formuló aquel plan
de federación iberoamericana que ciertos necios todavía hoy discuten.
Y si los
demás caudillos de la independencia latinoamericana, en general, no tuvieron un
concepto claro del futuro; si es verdad que llevados del provincialismo, que
hoy llamamos patriotismo, o de la limitación, que hoy se titula soberanía
nacional, cada uno se preocupó no más que de la suerte inmediata de su propio
pueblo, también es sorprendente observar que casi todos se sintieron animados
de un sentimiento humano universal que coincide con el destino que hoy
asignamos al continente iberoamericano. Hidalgo, Morelos, Bolívar, Petión el
haitiano, los argentinos en Tucumán, Sucre, todos se preocuparon de libertar a
los esclavos, de declarar la igualdad de todos los hombres por derecho natural;
la igualdad social y cívica de los blancos, negros e indios. En un instante de
crisis histórica, formularon la misión trascendental asignada a aquella zona
del globo: misión de fundir étnica y espiritualmente a las gentes.
De tal
suerte se hizo en el bando latino lo que nadie ni pensó hacer en el continente
sajón. Allí siguió imperando la tesis contraria, el propósito confesado o
tácito de limpiar la tierra de indios, mogoles y negros, para mayor gloria y
ventura del blanco. En realidad, desde aquella época quedaron bien definidos
los sistemas que, perdurando hasta la fecha, colocan en campos sociológicos
opuestos a las dos civilizaciones: la que quiere el predominio exclusivo del
blanco y la que está formando una raza nueva, raza de síntesis, que aspira a
englobar y expresar todo lo humano en maneras de constante superación. Si fuese
menester aducir pruebas, bastaría observar la mezcla creciente y espontánea que
en todo el continente latino se opera entre todos los pueblos y, por la otra
parte, la línea inflexible que separa al negro del blanco en los Estados
Unidos, y las leyes, cada vez más rigurosas, para la exclusión de los japoneses
y chinos de California.
Los
llamados latinos, tal vez porque desde un principio no son propiamente tales
latinos, sino un conglomerado de tipos y razas, persisten en no tomar muy en
cuenta el factor étnico para sus relaciones sexuales. Sean cuales fueren las opiniones
que a este respecto se emitan, y aun la repugnancia que el prejuicio nos causa,
lo cierto es que se ha producido y se sigue consumando la mezcla de sangres. Y
es en esta fusión de estirpes donde debemos buscar el rasgo fundamental de la
idiosincrasia iberoamericano. Ocurrirá algunas veces, y ha ocurrido ya, en
efecto, que la competencia económica nos obligue a cerrar nuestras puertas, tal
como lo hace el sajón, a una desmedida irrupción de orientales. Pero, al
proceder de esta suerte, nosotros no obedecemos más que a razones de orden
económico; reconocemos que no es justo que pueblos como el chino, que bajo el
santo consejo de la moral confuciana se multiplican como los ratones, vengan a
degradar la condición humana, justamente en los instantes en que comenzamos a
comprender que la inteligencia sirve para frenar y regular bajos instintos
zoológicos, contrarios a un concepto verdaderamente religioso de la vida. Si los rechazamos es porque el hombre, a medida que progresa, se multiplica menos y
siente el horror del número, por lo mismo que ha llegado a estimar la calidad.
En los
Estados Unidos rechazan a los asiáticos por el mismo temor del desbordamiento
físico propio de las especies superiores; pero también lo hacen porque no les
simpatiza el asiático; porque desdeñan y serían incapaces de cruzarse con él.
Las señoritas de San Francisco se han negado a bailar con oficiales de la
marina japonesa, que son hombres tan aseados, inteligentes y, a su manera, tan
bellos como los de cualquiera otra marina del mundo. Sin embargo, ellas jamás
comprenderían que un japonés pueda ser bello. Tampoco es fácil convencer al
sajón de que si el amarillo y el negro tienen su tufo, también el blanco lo
tiene para el extraño, aunque nosotros no nos demos cuenta de ello. En la América Latina existe, pero infinitamente más atenuada, la repulsión de una sangre que se
encuentra con otra sangre extraña. Allí hay mil puentes para la fusión sincera
y cordial de todas las razas. El amurallamiento étnico de los del norte frente
a la simpatía mucho más fácil de los del sur, tal es el dato más importante, y
a la vez más favorable, para nosotros, si se reflexiona, aunque sea
superficialmente, en el porvenir. Pues se verá enseguida que somos nosotros de
mañana, en tanto que ellos van siendo de ayer. Acabarán de formar los yanquis
el último gran imperio de una sola raza: el imperio final del poderío blanco.
Entre tanto, nosotros seguiremos padeciendo en el vasto caos de una estirpe en
formación, contagiados de la levadura de todos los tipos, pero seguros del
avatar de una estirpe mejor. En la América española ya no repetirá la
Naturaleza uno de sus ensayos parciales, ya no será la raza de un solo color,
de rasgos particulares, la que en esta vez salga de la olvidada Atlántida; no será la futura ni una quinta ni una sexta raza, destinada a prevalecer
sobre sus antecesoras; lo que de allí va a salir es la raza definitiva, la raza
síntesis o raza integral, hecha con el genio y con la sangre de todos los
pueblos y, por lo mismo, más capaz de verdadera fraternidad y de visión
realmente universal.
Para
acercarnos a este propósito sublime es preciso ir creando, como si dijéramos,
el tejido celular que ha de servir de carne y sostén a la nueva aparición
biológica. Y a fin de crear ese tejido proteico, maleable, profundo, etéreo y
esencial, será menester que la raza iberoamericana se penetre de su misión y la
abrace como un misticismo.
Quizás no
haya nada inútil en los procesos de la Historia; nuestro mismo aislamiento
material y el error de crear naciones nos ha servido, junto con la mezcla
original de la sangre, para no caer en la limitación sajona de constituir
castas de raza pura. La Historia demuestra que estas selecciones prolongadas y
rigurosas dan tipos de refinamiento físico; curiosos, pero sin vigor; bellos
con una extraña belleza, como la de la casta brahmánica milenaria, pero a la
postre decadentes. Jamás se ha visto que aventajen a los otros hombres ni en
talento, ni en bondad, ni en vigor. El camino que hemos iniciado nosotros es
mucho más atrevido, rompe los prejuicios antiguos y casi no se explicaría si no
se fundase en una suerte de clamor que llega de una lejanía remota, que no es
la del pasado, sino la misteriosa lejanía de donde vienen los presagios del
porvenir.
Si la América Latina fuese no más otra España, en el mismo grado que los Estados Unidos son otra
Inglaterra, entonces la vieja lucha de las dos estirpes no haría otra cosa que
repetir sus episodios en la tierra más vasta y uno de los dos rivales acabaría
por imponerse y llegaría a prevalecer. Pero no es ésta la ley natural de los
choques, ni en la mecánica ni en la vida. La oposición y la lucha,
particularmente cuando ellos se trasladan al campo del espíritu, sirven para
definir mejor los contrarios, para llevar a cada uno a la cúspide de su
destino, y, a la postre, para sumarlos en una común y victoriosa superación.
La misión
del sajón se ha cumplido más pronto que la nuestra, porque era más inmediata y
ya conocida en la Historia; para cumplirla no había más que seguir el ejemplo
de otros pueblos victoriosos. Meros continuadores de Europa en la región del
continente que ellos ocuparon, los valores del blanco llegaron al cenit. He ahí
por qué la historia de Norteamérica es como un ininterrumpido y vigoroso allegro
de marcha triunfal.
¡Cuán
distintos los sones de la formación iberoamericana! Semejan al profundo scherzo
de una sinfonía infinita y honda; voces que traen acentos de la Atlántida,
abismos contenidos en la pupila del hombre rojo, que supo tanto, hace tantos
miles de años, y ahora parece que se ha olvidado de todo. Se parece su alma al
viejo cenote maya, de aguas verdes, profundas, inmóviles, en el centro del
bosque, desde hace tantos siglos que ya ni su leyenda perdura. Y se remueve
esta quietud de infinito, con la gota que en nuestra sangre pone el negro,
ávido de dicha sensual, ebrio de danzas y desenfrenadas lujurias. Asoma también
el mogol con el misterio de su ojo oblicuo, que toda cosa la mira conforme a un
ángulo extraño, que descubre no sé qué pliegues y dimensiones nuevas.
Interviene asimismo la mente clara del blanco, parecida a su tez y a su
ensueño. Se revelan estrías judaicas que se escondieron en la sangre castellana
desde los días de la cruel expulsión; melancolías del árabe, que son un dejo de
la enfermiza sensualidad musulmana; ¿quién no tiene algo de todo esto o no
desea tenerlo todo? He ahí al hindú, que también llegará, que ha llegado ya por
el espíritu y aunque es el último en venir parece el más próximo pariente.
Tantos que han venido y otros que vendrán, y así se nos ha de ir haciendo un
corazón sensible y ancho que todo lo abarca y contiene y se conmueve; pero,
henchido de vigor, impone leyes nuevas al mundo. Y presentimos como otra
cabeza, que dispondrá de todos los ángulos para cumplir el prodigio de superar
a la esfera.
Después
de examinar las potencialidades remotas y próximas de la raza mixta que habita
el continente iberoamericano y el destino que la lleva a convertirse en la
primera raza síntesis del globo, se hace necesario investigar si el medio
físico en que se desarrolla dicha estirpe corresponde a los fines que le marca
su biótica. La extensión de que ya dispone es enorme; no hay, desde luego,
problema de superficie. La circunstancia de que sus costas no tienen muchos
puertos de primera clase casi no tiene importancia, dados los adelantos
crecientes de la ingeniería. En cambio, lo que es fundamental abunda en
cantidad superior, sin duda, a cualquiera otra región de la tierra: recursos
naturales, superficie cultivable y fértil, agua y clima. Sobre este último
factor se adelantará, desde luego, una objeción: el clima, se dirá, es adverso
a la nueva raza, porque la mayor parte de las tierras disponibles está situada
en la región más cálida del globo. Sin embargo, tal es, precisamente, la ventaja
y el secreto de su futuro. Las grandes civilizaciones se iniciaron entre
trópicos y la civilización final volverá al trópico. La nueva raza comenzará a
cumplir su destino a medida que se inventen los nuevos medios de combatir el
calor en lo que tiene de hostil para el hombre, pero dejándole todo su poderío
benéfico para la producción de la vida. El triunfo del blanco se inició con la
conquista de la nieve y del frío. La base de la civilización blanca es el
combustible. Sirvió primeramente de protección en los largos inviernos; después
se advirtió que tenía una fuerza capaz de ser utilizada no sólo en el abrigo,
sino también en el trabajo; entonces nació el motor, y, de esta suerte, del
fogón y de la estufa procede todo el maquinismo que está transformando al
mundo. Una invención semejante hubiera sido imposible en el cálido Egipto y, en
efecto, no ocurrió allá, a pesar de que aquella raza superaba infinitamente en
capacidad intelectual a la raza inglesa. Para comprobar esta última afirmación,
basta comparar la metafísica sublime del Libro de los Muertos de los sacerdotes
egipcios con las chabacanerías del darwinismo spenceriano. El abismo que separa
a Spencer de Hermes Trimegisto no lo franquea el dolicocéfalo rubio ni en otros
mil años de adiestramiento y selección...
Supuesta,
pues, la conquista del trópico por medio de los recursos científicos, resulta
que vendrá un período en el cual la humanidad entera se establecerá en las
regiones cálidas del planeta. La tierra de promisión estará entonces en la zona
que hoy comprende el Brasil entero, más Colombia, Venezuela, Ecuador, parte de
Perú, parte de Bolivia y la región superior de la Argentina...
Naturalmente,
la quinta raza no pretenderá excluir a los blancos, como no se propone excluir
a ninguno de los demás pueblos; precisamente la norma de su formación es el
aprovechamiento de todas las capacidades para mayor integración del poder. No
es la guerra contra el blanco nuestra mira, pero sí una guerra contra toda
clase de predominio violento, lo mismo el del blanco que, en su caso, el del
amarillo, si el Japón llegare a convertirse en amenaza continental. Por lo que
hace al blanco y a su cultura, la quinta raza cuenta ya con ellos y todavía
espera beneficios de su genio. La América latina debe lo que es al europeo
blanco y no va a renegar de él; al mismo norteamericano le debe gran parte de
sus ferrocarriles y puentes y empresas, y de igual suerte necesita de todas las
otras razas. Sin embargo, aceptamos los ideales superiores del blanco, pero no
su arrogancia; queremos brindarle, lo mismo que a todas las gentes, una patria
libre en la que encuentre hogar y refugio, pero no una prolongación de sus
conquistas. Los mismos blancos, descontentos del materialismo y de la
injusticia social en que ha caído su raza, la cuarta raza, vendrán a nosotros
para ayudar en la conquista de la libertad. Quizás entre todos los caracteres de la quinta raza predominen los caracteres del blanco, pero tal supremacía debe ser
fruto de elección libre del gusto y no resultado de la violencia o de la
presión económica. Los caracteres superiores de la cultura y de la naturaleza
tendrán que triunfar, pero ese triunfo sólo será firme si se funda en la
aceptación voluntaria de la conciencia y en la elección libre de la fantasía. Hasta la fecha, la vida ha recibido su carácter de las potencias bajas del hombre;
la quinta raza será el fruto de las potencias superiores. La quinta raza no
excluye; acapara vida; por eso la exclusión del yanqui, como la exclusión de
cualquier otro tipo humano, equivaldría a una mutilación anticipada, más
funesta aún que un corte posterior. Si no queremos excluir ni a las razas que
pudieran ser consideradas como inferiores, mucho menos cuerdo sería apartar de
nuestra empresa a una raza llena de empuje y de firmes virtudes sociales.
Expuesta
ya la teoría de la formación de la raza futura iberoamericana y la manera como
podrá aprovechar el medio en que vive, resta sólo considerar el tercer factor
de la transformació n que se verifica en el nuevo continente; el factor espiritual
que ha de dirigir y consumar la extraordinaria empresa. Se pensará, tal vez,
que la fusión de las distintas razas contemporáneas en una nueva que complete y
supere a todas, va a ser un proceso repugnante de anárquico hibridismo, delante
del cual la práctica inglesa de celebrar matrimonio sólo dentro de la propia
estirpe se verá como un ideal de refinamiento y de pureza. Los arios primitivos
del Indostán ensayaron precisamente este sistema inglés para defenderse de la
mezcla con las razas de color, pero como esas razas obscuras poseían una
sabiduría necesaria para completar la de los invasores rubios, la verdadera
cultura indostánica no se produjo sino después de que los siglos consumaron la
mezcla, a pesar de todas las prohibiciones escritas.
Y la mezcla
fatal fue útil no sólo por razones de cultura, sino porque el mismo individuo
físico necesita renovarse en sus semejantes. Los norteamericanos se sostienen
muy firmes en su resolución de mantener pura su estirpe; pero eso depende de
que tienen delante al negro, que es como otro polo, como el contrario de los
elementos que pueden mezclarse. En el mundo iberoamericano el problema no se
presenta con caracteres tan crudos; tenemos poquísimos negros y la mayor parte
de ellos se han ido transformando ya en poblaciones mulatas. El indio es buen
puente de mestizaje. Además, el clima cálido es propicio al trato y reunión de
todas las gentes. Por otra parte, y esto es fundamental, el cruce de las
distintas razas no va a obedecer a razones de simple proximidad, como sucedía
al principio, cuando el colono blanco tomaba mujer indígena o negra porque no
había otra a mano. En lo sucesivo, a medida que las condiciones sociales
mejoren, el cruce de sangre será cada vez más espontáneo, a tal punto que no
estará ya sujeto a la necesidad, sino al gusto; en último caso, a la
curiosidad.
El motivo
espiritual se irá sobreponiendo de esta suerte a las contingencias de lo
físico. Por motivo espiritual ha de entenderse, más bien que la reflexión, el
gusto que dirige el misterio de la elección de una persona entre una multitud.
Dicha ley del gusto como norma de las relaciones humanas la hemos enunciado en
diversas ocasiones con el nombre de la ley de los tres estados sociales,
definidos no a la manera cotidiana, sino con una comprensión más vasta. Los
tres estados que esta ley señala son: el material o guerrero, el intelectual o
político y el espiritual o estético. Los tres estados representan un proceso
que gradualmente nos va libertando del imperio de la necesidad y, poco a poco,
va sometiendo la vida entera a las normas superiores del sentimiento y de la fantasía. En el primer estado manda sólo la materia; los pueblos, al encontrarse, combaten o
se juntan sin más ley que la violencia y el poderío relativo. Se exterminan
unas veces o celebran acuerdos atendiendo a la conveniencia o a la necesidad. Así viven la horda y la tribu de todas las razas. En semejante situación la mezcla
de sangres se ha impuesto también por la fuerza material, único elemento de
cohesión de un grupo. No puede haber elección donde el fuerte toma o rechaza,
conforme a su capricho, la hembra sometida.
Por
supuesto que ya desde ese período late en el fondo de las relaciones humanas el
instinto de simpatía que atrae o repele conforme a ese misterio que llamamos el
gusto, misterio que es la secreta razón de toda estética; pero la sugestión del
gusto no constituye el móvil predominante del primer período, como no lo es
tampoco del segundo, sometido a la inflexible norma de la razón. También la razón está contenida en el primer período como origen de conducta y de
acción humanas; pero es una razón débil, como el gusto oprimido; no es ella
quien decide, sino la fuerza, y a esa fuerza, comúnmente brutal, se somete el
juicio, convertido en esclavo de la voluntad primitiva. Corrompido así el
juicio en astucia, se envilece para servir a la injusticia. En el primer período no es posible trabajar por la fusión cordial de las razas,
tanto porque la misma ley de la violencia a que está sometido excluye las
posibilidades de cohesión espontánea, cuanto porque ni siquiera las condiciones
geográficas permitían la comunicación constante de todos los pueblos del
planeta.
En el
segundo período tiende a prevalecer la razón que artificiosamente aprovecha las
ventajas conquistadas por la fuerza y corrige sus errores. Las fronteras se
definen en tratados y las costumbres se organizan conforme a las leyes
derivadas de las conveniencias recíprocas y la lógica; el romanismo es el más
acabado modelo de este sistema social racional, aunque en realidad comenzó
antes de Roma y se prolonga todavía en esta época de las nacionalidades. En
este régimen, la mezcla de las razas obedece en parte al capricho de un
instinto libre que se ejerce por debajo de los rigores de la norma social, y
obedece especialmente a las conveniencias éticas o políticas del momento. En
nombre de la moral, por ejemplo, se imponen ligas matrimoniales, difíciles de
romper, entre personas que no se aman; en nombre de la política se restringen
libertades interiores y exteriores; en nombre de la religión, que debiera ser
la inspiración sublime, se imponen dogmas y tiranías; pero cada caso se
justifica con el dictado de la razón, reconocido como supremo de los asuntos
humanos. Proceden también conforme a lógica superficial y a saber equívoco
quienes condenan la mezcla de razas en nombre de una eugénica que, por fundarse
en datos científicos incompletos y falsos, no ha podido dar resultados válidos.
La característica de este segundo período es la fe en la fórmula; por eso en
todos sentidos no hace otra cosa que dar norma a la inteligencia, Smites a la
acción, fronteras a la patria y frenos al sentimiento. Regla, norma y tiranía,
tal es la ley del segundo período en que estamos presos y del cual es menester
salir.
En el
tercer período, cuyo advenimiento se anuncia ya en mil formas, la orientación
de la conducta no se buscará en la pobre razón, que explica pero no descubre;
se buscará en el sentimiento creador y en la belleza que convence. Las normas
las dará la facultad suprema: la fantasía; es decir, se vivirá sin norma, en un
estado en que todo cuanto nace del sentimiento es un acierto. En vez de reglas,
inspiración constante. Y no se buscará el mérito de una acción en su resultado
inmediato y palpable, como ocurre en el primer período; ni tampoco se atenderá
a que se adapte a determinadas reglas de razón pura; el mismo imperativo ético
será sobrepujado, y más allá del bien y del mal, en el mundo del pathos estético,
sólo importará que el acto, por ser bello, produzca dicha. Hacer nuestro antojo,
no nuestro deber; seguir el sendero del gusto, no el del apetito ni el del
silogismo; vivir el júbilo fundado en amor, ésa es la tercera etapa.
Desgraciadamente,
somos tan imperfectos que para lograr semejante vida de dioses será menester
que pasemos antes por todos los caminos; por el camino del deber, donde se
depuran y superan los apetitos bajos; por el camino de la ilusión, que estimula
las aspiraciones más altas. Vendrá enseguida la pasión, que redime de la baja
sensualidad. Vivir en pathos, sentir por todo una emoción tan intensa
que el movimiento de las cosas adopte ritmos de dicha, he ahí un rasgo del
tercer período. A él se llega soltando el anhelo divino, para que alcance, sin
puentes de moral y de lógica, de un solo ágil salto, las zonas de revelación.
Don artístico es esa intuición inmediata que brinca sobre la cadena de los
sorites y, por ser pasión, supera desde el principio el deber y lo reemplaza
con el amor exaltado. Deber y lógica, ya se entiende que uno y otro son
andamios y mecánica de la construcción; pero el alma de la arquitectura es
ritmo que trasciende el mecanismo y no conoce más ley que el misterio de la
belleza divina.
¿Qué
papel desempeña en este proceso ese nervio de los destinos humanos, la voluntad
que esta cuarta raza llegó a deificar en el instante de embriaguez de su
triunfo? La voluntad es fuerza, la fuerza ciega que corre tras de fines
confusos; en el primer período la dirige el apetito, que se sirve de ella para
todos sus caprichos; prende después su luz la razón, y la voluntad se refrena
en el deber y se da formas en el pensamiento lógico. En el tercer período la
voluntad se hace libre, sobrepuja lo finito, y estalla y se anega en una
especie de realidad infinita; se llena de rumores y de propósitos remotos; no
le basta la lógica y se pone las alas de la fantasía; se hunde en lo más
profundo y vislumbra lo más alto; se ensancha en la armonía y asciende en el
misterio creador de la melodía; se satisface y se disuelve en la emoción y se
confunde con la alegría del universo: se hace pasión de belleza.
Si
reconocemos que la Humanidad gradualmente se acerca al tercer período de su
destino, comprenderemos que la obra de fusión de las razas se va a verificar en
el continente iberoamericano conforme a una ley derivada del goce de las
funciones más altas. Las leyes de la emoción, la belleza y la alegría regirán
la elección de parejas, con un resultado infinitamente superior al de esa
eugénica fundada en la razón científica que nunca mira más que la porción menos
importante del suceso amoroso. Por encima de la eugénica científica prevalecerá
la eugénica misteriosa del gusto estético. Donde manda la pasión iluminada no
es menester ningún correctivo. Los muy feos no procrearán, no desearán
procrear; ¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no
encontrará cuna? La pobreza, la educación defectuosa, la escasez de tipos
bellos, la miseria que vuelve a la gente fea, todas estas calamidades
desaparecerán del estado social futuro. Se verá entonces repugnante, parecerá
un crimen, el hecho hoy cotidiano de que una pareja mediocre se ufane de haber
multiplicado miseria. El matrimonio dejará de ser consuelo de desventuras que
no hay por qué perpetuar, y se convertirá en una obra de arte.
Tan
pronto como la educación y el bienestar se difundan, ya no habrá peligro de que
se mezclen los más opuestos tipos. Las uniones se efectuarán conforme a la ley
singular del tercer período, la ley de simpatía, refinada por el sentido de la belleza. Una simpatía verdadera y no la falsa que hoy nos imponen la necesidad y la ignorancia. Las uniones, sinceramente apasionadas y fácilmente deshechas en caso de error,
producirán vástagos despejados y hermosos. La especie entera cambiará de tipo
físico y de temperamento, prevalecerán los instintos superiores y perdurarán,
como en síntesis feliz, los elementos de hermosura, que hoy están repartidos en
los distintos pueblos...
Cada raza
que se levanta necesita constituir su propia filosofía, el deux ex machina de
su éxito. Nosotros nos hemos educado bajo la influencia humillante de una
filosofía ideada por nuestros enemigos, si se quiere de una manera sincera;
pero con el propósito de exaltar sus propios fines y anular los nuestros. De
esta suerte nosotros mismos hemos llegado a creer en la inferioridad del
mestizo, en la irredención del indio, en la condenación del negro, en la
decadencia irreparable del oriental. La rebelión de las armas no fue seguida de
la rebelión de las conciencias. Nos rebelamos contra el poder político de
España y no advertimos que, junto con España, caímos en la dominación económica
y moral de la raza que ha sido señora del mundo desde que terminó la grandeza
de España. Sacudimos un yugo para caer bajo otro nuevo. El movimiento de
desplazamiento de que fuimos víctimas no se hubiese podido evitar aunque lo
hubiésemos comprendido a tiempo. Hay cierta fatalidad en el destino de los
pueblos lo mismo que en el destino de los individuos; pero ahora que se inicia
una nueva fase de la Historia se hace necesario reconstituir nuestra ideología
y organizar conforme a una nueva doctrina étnica toda nuestra vida continental.
Comencemos, entonces, haciendo vida propia y ciencia propia. Si no se liberta
primero el espíritu, jamás lograremos redimir la materia. Tenemos el deber de formular las bases de una nueva civilización, y por eso mismo es
menester que tengamos presente que las civilizaciones no se repiten ni en la
forma ni en el fondo. La teoría de la superioridad étnica ha sido simplemente
un recurso de combate común a todos los pueblos batalladores; pero la batalla
que nosotros debemos de librar es tan importante que no admite ningún ardid
falso. Nosotros no sostenemos que somos ni que llegaremos a ser la primera raza
del mundo, la más ilustrada, la más fuerte y la más hermosa. Nuestro propósito
es todavía más alto y más difícil que lograr una selección temporal. Nuestros
valores están en potencia, a tal punto que nada somos aún. Sin embargo, la raza
hebrea no era para los egipcios arrogantes otra cosa que una ruin casta de
esclavos, y de ella nació Jesucristo, el autor del mayor movimiento de la
Historia, el que anunció el amor de todos los hombres. Este amor será uno de
los dogmas fundamentales de la quinta raza que ha de producirse en América. El
cristianismo libera y engendra vida, porque contiene revelación universal, no
nacional; por eso tuvieron que rechazarlo los propios judíos, que no se
decidieron a comulgar con gentiles. Pero la América es la patria de la
gentilidad, la verdadera tierra de promisión cristiana. Si nuestra raza se muestra
indigna de este suelo consagrado, si llega a faltarle el amor, se verá
suplantada por pueblos más capaces de realizar la misión fatal de aquellas
tierras; la misión de servir de asiento a una humanidad hecha de todas las
naciones y todas las estirpes. La biótica que el progreso del mundo impone a la
América de origen hispánico no es un credo rival que frente al adversario dice:
«te supero o me basto» sino una ansia infinita de integración y de totalidad
que por lo mismo invoca al universo, La infinitud de su anhelo le asegura
fuerza para combatir el credo exclusivista del bando enemigo y confianza en la
victoria que siempre corresponde a los gentiles. El peligro más bien está en
que nos ocurra a nosotros lo que a la mayoría de los hebreos, que por no
hacerse gentiles perdieron la gracia originada en su seno. Así ocurriría si no
sabemos ofrecer hogar y fraternidad a todos los hombres; entonces otro pueblo
servirá de eje, alguna otra lengua será el vehículo; pero ya nadie puede
contener la fusión de las gentes, la aparición de la quinta era del mundo, la
era de la universalidad y el sentimiento cósmico.
La
doctrina de formación sociológica, de formación biológica, que en estas páginas
enunciamos, no es un simple esfuerzo ideológico para levantar el ánimo de una
raza deprimida ofreciéndole una tesis que contradice la doctrina con que habían
querido condenarla sus rivales. Lo que sucede es que, a medida que se descubre
la falsedad de la premisa científica en que descansa la dominación de las
potencias contemporáneas, se vislumbran también, en la ciencia experimental
misma, orientaciones que señalan un camino, ya no para el triunfo de una raza
sola, sino para la redención de todos los hombres. Sucede como si la
palingenesia anunciada por el cristianismo, con una anticipación de millares de
años, se viera confirmada actualmente en las distintas ramas del conocimiento
científico. El cristianismo predicó el amor como base de las relaciones
humanas, y ahora comienza a verse que sólo el amor es capaz de producir una
Humanidad excelsa. La política de los Estados y la ciencia de los positivistas,
influenciada de una manera directa por esa política, dijeron que no era el amor
la ley, sino el antagonismo, la lucha y el triunfo del apto, sin otro criterio
para juzgar la aptitud que la curiosa petición de principio contenida en la
misma tesis, puesto que el apto es el que triunfa y sólo triunfa el apto. Y
así, a fórmulas verbales y viciosas de esta índole se va reduciendo todo el
saber pequeño que quiso desentenderse de las revelaciones geniales para
sustituirlas con generalizaciones fundadas en la mera suma de los detalles. . .
Tenemos,
pues, en el continente todos los elementos de la nueva humanidad; una ley que
irá seleccionando actores para la creación de tipos predominantes, ley que
operará no conforme a criterio nacional, como tendría que hacerlo una sola raza
conquistadora, sino con criterio de universalidad y belleza; y tenemos también
el territorio y los recursos naturales. Ningún pueblo de Europa podría
reemplazar al iberoamericano en esta misión, por bien dotado que esté, pues
todos tienen su cultura ya hecha y una tradición que para obras semejantes
constituye un peso. No podría substituirnos una raza conquistadora, porque
fatalmente impondría sus propios rasgos, aunque sólo sea por la necesidad de
ejercer la violencia para mantener su conquista. No pueden llenar esta misión
universal tampoco los pueblos del Asia, que están exhaustos o, por lo menos,
faltos del arrojo necesario a las empresas nuevas.
La gente
que está formando la América hispánica, un poco desbaratada, pero libre de
espíritu y con el anhelo en tensión a causa de las grandes regiones
inexploradas, puede todavía repetir las proezas de los conquistadores
castellanos y portugueses. La raza hispánica en general tiene todavía por
delante esta misión de descubrir nuevas zonas en el espíritu, ahora que todas
las tierras están explotadas.
Solamente
la parte ibérica del continente dispone de los factores espirituales, la raza y
el territorio que son necesarios para la gran empresa de iniciar la era
universal de la humanidad. Están allí todas las razas que han de ir dando su
aporte: el hombre nórdico, que hoy es maestro de acción, pero que tuvo
comienzos humildes y parecía inferior en una época en que ya habían aparecido y
decaído varias grandes culturas; el negro, como una reserva de potencialidades
que arrancan de los días remotos de la Lemuria; el indio, que vio perecer la
Atlántida, pero guarda un quieto misterio en la conciencia; tenemos todos los
pueblos y todas las aptitudes, y sólo hace falta que el amor verdadero organice
y ponga en marcha la ley de la Historia.
Muchos
obstáculos se oponen al plan del espíritu, pero son obstáculos comunes a todo
progreso. Desde luego, ocurre objetar que cómo se van a unir en concordia las
distintas razas si ni siquiera los hijos de una misma estirpe pueden vivir en
paz y alegría dentro del régimen económico y social que hoy oprime a los
hombres. Pero tal estado de los ánimos tendrá que cambiar rápidamente. Las
tendencias todas del futuro se entrelazan en la actualidad: mendelismo en
biología, socialismo en el gobierno, simpatía creciente en las almas, progreso
generalizado y aparición de la quinta raza que llenará el planeta, con los
triunfos de la primera cultura verdaderamente universal, verdaderamente
cósmica... ·- ·-· -······-·
José
Vasconcelos
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