Planteamiento
Educar en
las virtudes cristianas constituye, sin duda, materia suficiente para todo un tratado y
para muchas horas de reflexión y de exposición.
Por eso, la
primera tarea consiste en circunscribir el tema esclareciendo los extremos que,
dentro de esa fórmula general, me parecen actualmente más confusos.
¿Repetición
de actos?
El primero es,
sin duda, la propia noción de virtud. Desde hace ya decenios se viene
advirtiendo que esta palabra tiene hoy bastante mala prensa y es objeto de
equívocos. Pieper lo explica, apoyado en Valéry:
Hace unos años,
precisamente Paul Valéry pronunció en la Academia Francesa un discurso sobre la virtud. En este discurso se nos dice: «Virtud,
señores, la palabra “virtud”, ha muerto o, por lo menos, está a punto de
extinguirse […]. A los espíritus de hoy no se les muestra como la expresión de
una realidad imaginable de nuestro presente […]. Yo mismo he de confesarlo: no
la he escuchado jamás, y, es más, solo la he oído mencionar en las
conversaciones de la sociedad como algo curioso o con ironía. Podría significar
esto que frecuento una sociedad mala si no añadiese que tampoco recuerdo
haberla encontrado en los libros más leídos y apreciados de nuestros días;
finalmente, me temo que no exista periódico alguno que la imprima o se atreva a
imprimirla con otro sentido que no sea el del ridículo. Se ha llegado a tal
extremo, que las palabras “virtud” y “virtuoso” solo pueden encontrarse en el
catecismo, en la farsa, en la Academia y en la opereta». El diagnóstico de Valéry
, prosigue Pieper, es indiscutiblemente verdadero, pero no debe extrañarnos
demasiado. En parte se trata, seguramente, de un fenómeno natural del destino
de las “grandes palabras”. En efecto, ¿por qué no han de existir, en un mundo
descristianizado, unas leyes lingüísticas demoníacas, merced a las cuales lo
bueno le parezca al hombre, en el lenguaje, como algo ridículo? [1]
Tan es así que,
de hecho, el término «virtud» se sustituye a menudo por «valor» y «valores»,
sin percatarse de que, según explica el propio Nietzsche, estas voces se introdujeron
justo para relativizar el bien, de manera que lo bueno fuera, para cada cual,
lo que le resultaba más conveniente o provechoso: instauración del relativismo
subjetivo, por tanto, pérdida de la verdad y, con ella, del auténtico bien.
A este
propósito resulta muy significativa la aceptación casi universal, y considerada
como inocua, de la expresión escala de valores, que da por descontado
que cada cual tiene la propia, elaborada según sus preferencias, y que la rectitud
ética y antropológica estriba en obrar conforme a ella (lo cual suele
traducirse como autenticidad). Cuando lo realmente correcto es, además
de todo lo anterior y como supuesto ineludible para su validez, que la personal
escala de valores se adecúe a la jerarquía objetiva de los bienes, con
la excepción, del todo legítima, de aquellos bienes-valores tan tenues y poco
significativos que, en efecto, quedan supeditados a los gustos e intereses de
cada cual: el modo de vestir o arreglarse, las comidas y bebidas, los colores
preferidos, el coche favorito…
(Un toque de
atención en los hogares: ¡cuántas veces los padres y las madres nos quemamos
en estos detalles secundarios, en los que deberíamos fomentar muy particularmente
la libertad de nuestros hijos, y ponemos en sordina valores de más
calibre, como la honradez en el trato con los hermanos y amigos, la sinceridad,
el aprovechamiento del tiempo, la moderación en el uso del dinero, en el comer
y en el beber, en disfrutar de las diversiones y vacaciones…!).
Por otro lado,
en el lenguaje corriente, virtud evoca en la actualidad algo así como
ñoñería, falta de salero y de júbilo, timidez, apocamiento, cosa de curas…
Y, cuando alguien se refiere a ella en un contexto más técnico, no es raro que
ponga el acento sobre la génesis más común de estos hábitos operativos buenos:
la repetición de actos.
De suerte que,
en un mundo donde prima la búsqueda de vivencias siempre nuevas, la virtud vuelve
a caer del lado de lo poco atractivo, desprovisto de mordiente, de garra… y,
por tales razones, en la esfera de lo prescindible, cuando no de lo
positivamente rechazable.
(E incluso
cabría rizar el rizo, recordando un detalle menudo, pero significativo. En el
vocabulario de nuestros jóvenes se han invertido las tornas, de modo que, para
referirse a alguien que domina una actividad, utilizan exactamente los términos
opuestos a la virtud: vicio y vicioso. Tener vicio , o ser un vicioso a la hora de
enfrentarse con un balón de fútbol o baloncesto en una competición es,
precisamente, hacer maravillas dentro del terreno de juego).
¡Vigor y
crecimiento personal!
Aunque cada vez
van siendo más quienes, conscientes de lo que acabo de sugerir, señalan que el
concepto y la palabra virtud están relacionados con el vocablo latino vis
y que indican, por tanto, fuerza, vigor, aumento de las propias aptitudes y
mejora de la actitud, etc.
Y esta es la
primera idea que me gustaría subrayar. En lugar de insistir en lo que suele
llevar consigo de reiteración de un modo de comportarse, lo que la acerca, por lo pronto, a la monotonía, cuando no a la
manía o a la rutina, la virtud constituye sustancialmente
una habilitación o potenciación de nuestras capacidades, que incrementa
nuestra calidad como personas [2] y nos otorga la aptitud para realizar
de manera más sencilla, certera y gozosa un conjunto de actividades que antes
apenas podíamos llevar a cabo.
En semejante
sentido se pronuncia, entre otros, Philippe:
Lamentablemente,
en el lenguaje actual la palabra “virtud” ha perdido mucho de su significado.
Para entender éste correctamente, es preciso acudir a su sentido etimológico:
en latín “virtus” quiere decir “fuerza” [3] .
Con lo que no
hace sino volver a la doctrina, tan tradicional como poco conocida, del
mismísimo Tomás de Aquino, por poner el ejemplo menos favorable, pues
tampoco él goza en la actualidad del favor de las masas. Sin embargo,
como explica uno de sus comentadores contemporáneos,
… la integridad
moral requiere, para el Aquinate, que aprendamos a amar lo que es realmente
bueno y a odiar el verdadero mal, y hacer ambas cosas con pasión y entusiasmo.
La gente virtuosa siente fervor para lo realmente bueno; del mismo modo que
aborrece apasionadamente el mal y la falsedad. Su virtud no es insulsa, sino inspirada. Estas
personas no
hacen el bien por un sentido del deber ni por temor, sino porque realmente
aman el bien, de la misma manera que evitan el mal porque lo desprecian. [4]
Ordo amoris
También Agustín
de Hipona presenta la virtud de una manera atractiva. Y, así, en el De
civitate Dei, tras las huellas de la tradición griega, la define como ars bene vivendi et
recte vivendi: como «el arte de vivir bien y con rectitud» [5] .
En la misma
obra, enlazando con lo que acabamos de descubrir también en Tomás de Aquino,
asegura:
… si algunos
tienen a gala no verse exaltados o excitados, ni dominados o doblegados por
sentimiento alguno, en lugar de obtener la serenidad verdadera, pierden toda la humanidad. Porque no se es recto por ser duro, ni se alcanza un estado de ánimo perfecto por
ser insensible. [6]
Pero más
conocida, y más jugosa, es su referencia a la virtud como ordo amoris.
La virtud sería «el orden del amor», en los dos significados que adquiere esta
fórmula, según que el genitivo amoris se considere objetivo o subjetivo.
1. El
orden que el amor despliega
Es decir, en
primer término la virtud es el orden que un noble y gran amor instaura, de
manera casi automática o connatural, en y entre el conjunto de potencias
humanas[7] , encaminándolas hacia la perfección o
plenitud de la persona.
Con lo que la
génesis de las virtudes no recaería ya en la mera reiteración de actos, sino en
el ejercicio de acciones buenas y realizadas cada vez con más amor; o,
si se prefiere, pues se adentra más en el meollo del asunto, la raíz se sitúa
en un amor de tal calibre que me lleva a poner los medios para que mis obras lo
expresen de forma adecuada y lo hagan crecer… con objeto de amar cada vez más y
mejor.
A este
propósito, resultan bien conocidas las palabras de Ortega, cuando sostiene que
nada inmuniza más ante el atractivo de una mujer y, por tanto, ante la posible
infidelidad, que el estar auténtica y hondamente enamorado de la propia. O el hecho de que los autores clásicos de espiritualidad hagan residir en el amor la
clave de toda la existencia cristiana.
Así, Agustín de
Hipona:
Cuando se
pregunta si algún hombre es bueno no se averigua qué cree o espera, sino qué es
lo que ama. Porque quien ama rectamente sin duda alguna también rectamente cree
y espera; pero el que no ama, en vano cree, aunque sea verdad lo que cree [8] .
Y, de forma tal
vez más incisiva, un contemporáneo nuestro:
¿Que cuál es
el secreto de la perseverancia? El Amor. Enamórate
y no “le” dejarás [9] .
No es difícil
entrever el cúmulo de consecuencias educativas de esta profunda verdad. Me ciño
a una sola, que corrige un equívoco también frecuente. Confundir la educación
de la voluntad con la fortaleza, con la fuerza de voluntad,
constituye casi un lugar común… y un craso error. El auténtico hontanar de una
vida en plenitud es, sí, una voluntad buena, pero en el mejor
sentido de la expresión, que diría Machado; y esto no significa una voluntad fuerte
o rígida o voluntarista, sino enriquecida con un preclaro y
profundo amor, hondamente arraigado, y que desde ella irradia al resto del organismo
humano: a todas y cada una de las potencias espirituales y corpóreas.
Con el
corolario, nada despreciable en los momentos actuales, de que siempre vale
la pena aprovechar lo que un amor, incluso mal enfocado, puede dar de sí en el
progreso interior de una persona. Y me refiero, por poner un solo caso, al amor
de un o de una adolescente hacia la chica o el chico que, sin ninguna duda ¡con esa nitidez pretendemos
advertirlo!, no es para él o para ella,
sino que solo le acarreará problemas y perjuicios: incluso aunque nuestra
apreciación fuera certera, es muy posible y conveniente sacar provecho de ese
presunto mal amor, tocando las fibras más nobles de la persona enamorada.
2. El
orden que el amor reclama
En segundo
término, tal vez el más clásico, la virtud es el orden que cada cual
debe instaurar en sus propias potencias entendimiento,
deseos, aptitud para arremeter contra las dificultades o para resistir los
ataques y asechanzas, con objeto de alcanzar la
plenitud de los propios afectos y del Amor… siempre como correspondencia a la
gracia, si se trata de virtudes sobrenaturales.
2.1. Desde esta perspectiva, para
amar como es debido se requiere, ante todo, el orden en la inteligencia, que
percibe y concede más valor a lo efectiva y objetivamente mejor (o más bueno:
escala adecuada de bienes, por tanto, más que de valores).
2.2. Corolario: no puede amar
bien, ya en el ámbito humano, quien, en el (des)orden de sus intereses,
subordina la atención delicada a Dios y a las cosas de Dios a sus
caprichos o ilusiones subjetivas, incluso legítimos.
2.3. Pero tampoco, por poner un
caso frecuente, quien se obsesiona de tal manera con el trabajo que no concede
una clara prioridad al trato con su cónyuge, hijos y amigos, y la concreta en
la dedicación del tiempo oportuno y en la apertura de la propia intimidad… sin
pedir nada a cambio; simplemente porque los queremos y queremos quererlos cada
vez con más brío.
2.4. Asimismo, es incapaz de un
buen amor quien, provisto buena voluntad e ideas nítidas y
estructuradas, no posee el vigor suficiente para llevarlas a la práctica, por
defecto en lo que clásicamente han sido llamados apetitos o inclinaciones irascibles
y concupiscibles.
Con un par de
ejemplos. No sabe-puede querer bien:
2.4.1. Quien resulta incapaz de
acometer una tarea ardua y mantener la tensión imprescindible para lograr su
objetivo durante el tiempo que resulte necesario. Estamos ante el famoso yaísmo,
propio de la cultura contemporánea: lo que deseo, lo quiero ya y sin
esfuerzo.
2.4.2. O quien no tiene suficientes
arrestos para dejar a un lado sus caprichos, sus comodidades y satisfacciones,
de modo que la solicitación de esos bienes inferiores no le impida percibir y
perseguir enérgicamente otros de más calado y más beneficiosos para quienes lo
rodean.
Aplicación
práctico-práctica
En el ámbito
educativo, lo que acabo de sugerir desemboca en una conclusión fundamental, que
aquí solo apunto, por haberla tratado con detalle en múltiples ocasiones.
Puede afirmarse
sin reservas, con solo entender y emplear correctamente cada uno de los
términos:
1. Que educar se resuelven o
equivale a amar de veras.
2. Y que amar-educar viene a ser
lo mismo que enseñar a amar.
3. O, retornando a cuestiones
aún más básicas y centrales, que a este mundo hemos venido exclusivamente para
aprender a amar [10] .
4. Y que, por eso, la mejor
expresión de amor hacia nuestros hijos, la que condensa y compendia todas las
restantes manifestaciones, porque busca efectiva y eficazmente el genuino bien
de cada uno de ellos, consiste justo en enseñarles a querer bien, a
amar: a dilatar las fronteras del propio corazón para que ya en esta vida sean
muy felices y lo sean plenamente en la Otra, porque en su alma quepa más
Dios [11] .
5. Pero como amar es querer
el bien del otro en cuanto otro, lo anterior puede todavía traducirse,
además de en mil gestos que debemos ir aprendiendo día a día, en un principio o
máxima infalible: nuestros hijos van creciendo como personas, van siendo
más educados, aprenden a amar… en la exacta medida en que les ayudamos a estar
más pendientes de quienes los rodean que de sí mismos, en el ámbito humano y en
el sobrenatural.
6. A lo que todavía agrego un detalle:
la fuerza para llevar a cabo cuanto acabo de apuntar no puede ser otra que el
propio amor a los hijos, motor imprescindible y suficiente si es bien entendido y vivido
de toda educación.
Todo comienza,
pues, con el amor… y en el amor termina.
A este
propósito, y por cambiar de tercio, sostiene un matrimonio de expertos estadounidenses
en educación infantil:
Podéis hacer de
ellos unos seres fundamentalmente felices; podéis darles el gran impulso
inicial para la carrera de la vida. Ese impulso, en el ser humano tendrá que
constar, en buena parte, de una gran dosis de amor.
Porque el amor
es la suprema actividad humana y la que tiene más virtud para equilibrar y
potenciar a los hombres [12] .
Ordo Amoris
Lo dicho hasta
el momento es aplicable a la virtud y a la educación tanto en la esfera humana
como en la de relación con Dios. Pero se instala en el ámbito sobrenatural estricto
cuando el motivo de nuestras actuaciones no es simplemente un buen amor, sino
el Amor que compendia, sin eliminarlos, todos los demás amores: el Amor a Dios.
La virtud
sobrenatural llevaría a realizar todas nuestras actividades, de la manera adecuada
y con la máxima competencia que vayamos logrando adquirir, por un único y
supremo motivo: Dios.
Educar en las
virtudes cristianas equivale, entonces, en primera instancia, a instaurar en la
propia vida tal grado de unidad… que todo lo que realizo vaya siendo
progresivamente motivado por la Razón de más peso: el Dios
infinitamente amable… que nos ama infinitamente.
Un Amor que,
según he dicho, más que excluir, engloba y trasciende todos los nobles
motivos que llevan al hombre a actuar, haciendo que en su comportamiento impere
el orden debido. Así, trabajo o estudio por un sano afán de saber para poder
servir mejor, y lo hago sostenido por el amor a mi esposa y a mis
hijos, cariños que a su vez se sustentan en el Amor de los amores o Amor
divino.
Educar en las
virtudes cristiana significa, siempre, amar más y mejor: ir de los amores al
Amor y alimentar con Éste todos los afectos puros.
Por eso,
refiriéndose a la traición de Judas y adentrándose hasta la médula del asunto,
comenta un santo contemporáneo:
… ha fallado en
el amor; ya no ama al Maestro. Y cuando el amor se apaga, desaparece todo lo
demás. Porque las virtudes que hemos de practicar no son sino aspectos y manifestaciones
del amor. Sin amor no viven ni son fecundas. El amor, en cambio, todo lo
hermosea, todo lo engrandece, todo lo diviniza. Nada de cuanto se hace vale si
no se lleva a cabo por amor. Por eso, yo no os quiero sin ambiciones ni sin
deseos; alimentadlos, pero que sean ambiciones y deseos por Cristo, por Amor.
Que todos nuestros actos y pensamientos sean por Él y sean realizados en Él.
Practicad una oración que por amor os una a Cristo en todos los momentos del
día: cuando habláis, cuando reís, cuando coméis..., ¡hasta durmiendo! [13]
Y cuando los otros
amores parecen tomar la delantera sobre el Amor divino o, lo que es más
frecuente, cuando se sobrepone a todos ellos el amor propio desordenado (afán
de destacar incluso hundiendo a otros, envidia, orgullo, búsqueda exclusiva del
propio beneficio, etc.), no pierdo la paz, sino que rectifico la intención,
re-ordenando mis acciones al único fin capaz de dotarlas de unidad armónica: el
Amor.
Y, de este
modo, voy progresando en la virtud de la sola forma en que puede hacerlo un ser
humano: teniendo cada vez más clara la Meta, y acercándome progresivamente a
Ella, mediante pequeñas, continuas y repetidas rectificaciones del rumbo.
Las virtudes
cristianas
La distinción
que ahora introduzco podría presentarse como una complicación teórica,
pero la considero imprescindible para acabar de centrar el tema de las virtudes
cristianas, relacionadas, por tanto, con el Amor de un Dios que se
encarna: Jesucristo.
Avanzo por
pasos. Si todo amor tiene algo de locura o sinrazón, mejor, de sobre-razón,
el de Dios hacia el hombre constituiría la demencia máxima, casi infinita.
Frente a la
pretensión de Leibniz de que Dios tuvo que crear el mejor de los mundos
posibles, suelo explicar que Dios ha creado el mundo que le ha dado la gana
y que, precisamente al crearlo, ha hecho de él el mejor. Lo que, con
expresiones más correctas, equivale a afirmar que no hay razón alguna
(ni suficiente ni insuficiente) para que Dios sacara el mundo de
la nada, sino que lo único que lo ha movido es un Amor sumo y desinteresado
hacia las únicas creaturas dignas de ser amadas, que somos (además de los
ángeles, a los que dejo a un lado) los seres humanos: tú y yo, cada uno de
todos.
Y la prueba más
clara de ese desinterés es que, al crearnos y mantenernos en la existencia,
Dios no ha ganado nada… excepto complicaciones. La locura del
amor divino hacia cada uno, hacia mí y hacia ti, empieza a vislumbrarse al advertir que nos ha traído a este mundo
a sabiendas de que eso iba a costarle su Propia Vida (con mayúsculas, porque es
la Vida divina, la de la Única Persona que realmente muere en la Cruz: el Verbo).
Por eso, al
hablar de distinción un tanto teórica quería decir que, para
transformarse hipotéticamente en sobrenatural o divina, la virtud no exige de
manera necesaria lo que de hecho llevan consigo las virtudes cristianas:
la puesta en juego de un Amor que incluye la Encarnación, la Muerte y la
Resurrección del Dios humanado, Jesucristo.
Dios podría
habernos amado de otras mil maneras y no necesariamente con esta Locura
supra-racional.
Con lo que
llego al siguiente punto que me interesaba esclarecer: no se puede educar en
las virtudes cristianas , ni practicarlas, que es condición
ineludible para educar en ellas
si uno no está loco de Amor por Dios, por Cristo.
Una demencia
a la que aludieron Pascal y Kierkegaard, a la que se han referido de un modo
u otro los santos de todos los tiempos… y que, como apuntaré, resulta muy
difícil de aceptar por el hombre contemporáneo, enfermo todavía de
racionalismo y de una de sus consecuencias más inmediatas (o, tal vez, de la
raíz última de ese racionalismo): un desordenado y neurotizante, pero
aparentemente muy racional, amor propio [14] .
Locura de
Amor
Amor y locura
se hermanan en el éxtasis. Según Agustín de Hipona, el alma se encuentra, más
que en el cuerpo que anima, en la persona a la que ama. Por otro lado, llamamos
loco al enajenado, a quien está fuera de sí.
Y también aquí
el amor cristiano tiene su peculiaridad. Si todo amor implica el
éxtasis, la salida de sí para establecer la propia residencia en lo más
central del ser querido [15] , el Amor del Dios cristiano lleva
semejante locura hasta el paroxismo. Es el éxtasis soberano: un Dios que , hablando en este caso de manera metafórica, aunque no por eso irreal, se saca a Sí de Sí mismo para encarnarse en el Hombre.
A su vez, esta Locura
inefable es trasladada por Cristo a sus discípulos, mediante el
imperativo de la Última Cena: el archiconocido mandatum novum, cuya novedad no podría ser más radical y desconcertante. Las palabras que Jesús pronuncia entonces constituyen, si no me equivoco, el lugar privilegiado para interpretar y comprender el amor y la virtud cristianos, precisamente como cristianos: en cuanto se distinguen de otros hipotéticos amores y virtudes también divinos, pero no cristianos.
Y, una vez más,
todo lo preside la locura. ¿Puede interpretarse de otro modo la
obligación que Cristo nos impone de amarnos «como Yo os he amado»? A los
discípulos de entonces, tan poca cosa como los de ahora, ¿puede pedírseles que
amen como todo un Dios que está a punto de dar la Vida por cada uno de ellos (y
de nosotros)? ¿No serían estos el deseo y la pretensión de un lunático?
Tras pedir
excusas por la aparente irreverencia, me da toda la impresión de que la respuesta
es decididamente afirmativa. Y lo sería, no cabe duda, si Jesucristo no hubiera
previsto la dádiva implicada en el precepto… y que no es sino otra locura
de todavía mayor calibre: el auténtico endiosamiento del hombre a
través de la gracia.
Pero, aun con
ella, el «como Yo os he amado» señala la medida del amor que se nos pide
para vivir en cristiano: una auténtica desmesura, por cuanto la medida de este
amor es, más que en ningún otro caso, la de amar sin medida.
Humanos… ¡de
tan divinos!
Antes de
proseguir, un par de puntualizaciones. Salvando la distancia infinita, el caso
de Jesucristo y el de sus seguidores presenta algo en común.
1. En Jesús, la asunción de lo
Humano deja incólume la Plenitud de la Divinidad.
2. Entre nosotros, la
divinización nada resta, sino al contrario, a la estatura que como hombres
nos corresponde.
El Perfectus
Deus, perfectus Homo de Cristo se traduce, para el cristiano, en restauración
e incremento y elevación de su humanidad [16] .
También aquí
los Evangelios pueden ayudarnos. El Dios que anima a quienes lo siguen a querer
divinamente, tal como Él lo hace, se ha desvivido durante horas, en realidad, durante toda su existencia terrena y, más en
particular, en los años de convivencia con sus discípulos, en detalles de finura reciamente humana: la misma trágica noche
en que va a morir ha lavado los pies de los Doce, ha propiciado que uno de
ellos, auténtico predilecto, apoyara la cabeza en su pecho… e incluso ha tenido, con quien
estaba del todo decidido a traicionarle, un gesto de suma y especial
delicadeza: darle personalmente de comer.
Como repite sin
cesar la tradición, Dios se hace plenamente Hombre para que el hombre llegue a
hacerse semejante a Dios.
Educar en las
virtudes cristianas encuentra ahora una nueva traducción, expresable con
dos frases complementarias, hermanadas por su superación de la simple lógica
racional-racionalista:
1. Entretejer la propia
existencia con locuras de amor humano a lo divino y con locuras de
amor divino a lo humano…
2. … hasta transformarla en una
auténtica chifladura humano-divina o divino-humana.
Aceptación total
de «la chifladura»
La locura
y falta de sensatez que muestra el Dios-Hombre siguen siendo, para
muchos, motivo de escándalo o, como mínimo, necedad.
¿Cuántas veces
hemos oído, en los últimos tiempos, que el número de los cristianos aumentaría
si Dios (la Iglesia-el Papa) fuera más razonable y adaptara su moral a las
circunstancias actuales?
¿Cuántos
pretendidos católicos no se han tomado «la lógica» por su mano,
construyendo un cristianismo a la carta, en el que se permiten excluir lo que
excede el estrecho límite de su racionalidad?
Pero, sobre
todo, ¿a cuántos de nosotros no se nos ha ocurrido, aunque nos falte el valor para formularlo, que seríamos mejores cristianos con un Dios un poco más juicioso
y prudente, que suprimiera el dolor injustificado, los contratiempos no
merecidos, las dificultades económicas asfixiantes, el triunfo de los que se
oponen a Él y a su Iglesia y al bien de las almas, el claroscuro de la fe, la
confianza ciega en su Bondad…?
Antes de
revelarse ante estos interrogantes, cuya agresividad no desconozco, pido que se
me permita ilustrar cómo cristalizarían en la educación de nuestros hijos.
Pero primero
querría formular expresamente lo que considero, hoy y ahora, el núcleo operativo de la
educación en las virtudes cristianas. Una consecuencia y una concreción
que me parecen irrenunciables después de la Encarnación del Verbo, con lo que
esta implica de ensalzamiento de todo lo creado.
Me gustaría
expresarlo inicialmente, porque me resulta más connatural, con lenguaje
filosófico. Educar en las virtudes cristianas presenta, hoy como siempre, pero tal vez de manera más escandalosa, una exigencia radical para la propia vida vivida: amar con
auténtica pasión, reconociendo su intrínseca bondad, la realidad (propia y
ajena) tal como es y se nos ofrece en el día a día de nuestra
existencia, sin salvedades, recortes ni distingos.
Amarla de forma
apasionada y agradecida, no simplemente soportarla. Y hacerlo de manera
incondicional, total y absoluta, excluyendo cualquier reserva o restricción [17] .
Y todo ello,
justo porque, en la Cruz, Jesucristo acaba de descubrirnos que Dios es nuestro
Padre, infinitamente amoroso, capaz de sacrificar a su Hijo muy amado en
beneficio nuestro. Un Padre, por tanto, que, dentro de su aparente incoherencia, todo, absolutamente todo, sin excepción, lo dispone para nuestro
bien.
Por eso San
Agustín puede extasiarse enumerando las bondades de la naturaleza:
… porque es
buena la tierra con sus altas montañas, sus onduladas colinas, sus campos
llanos; bueno es el terreno variado y fértil, buena la casa amplia y luminosa,
con sus habitaciones dispuestas con armoniosas proporciones; buenos los cuerpos
animales dotados de vida; bueno es el aire templado y saludable; buena la
comida sabrosa y sana; […] bueno es el hombre justo y buenas las riquezas que
nos ayudan a quitarnos problemas de encima; bueno el cielo con el Sol, la Luna
y las estrellas; buenos los ángeles por su santa obediencia; buena la palabra
que instruye de modo agradable e impresiona de manera conveniente al que la
escucha; bueno el poema armonioso por su ritmo y majestuoso por sus sentencias [18] .
Y por idéntico
motivo, aunque no fuera del todo consciente, escribió Borges:
Gracias quiero
dar al divino / laberinto de los efectos y de las causas / […] por el amor, que
nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad… [19]
Considero que
aquí,en un auténtico amor
incondicional y abandonado,acaba
confluyendo toda virtud… y que no resulta nada sencillo de vivir en las
circunstancias del mundo actual.
¿Testigos?
No se trata de
algo nuevo. En definitiva se remonta, al menos, hasta el paulino diligentibus
Deum omnia cooperantur in bonum, que remite a su vez a palabras de Cristo.
Pero estimo que
merece subrayarse en el momento presente, porque no es raro que la presunta
educación en las virtudes cristianas se pierda en cuestiones etéreas, en
prácticas de piedad sinceras pero tangenciales, que, al término, ni siquiera
rozan el núcleo cotidianamente vivido de la cuestión.
Y, como
recordara Pascal,
… para medir la virtud de un hombre no hay que mirar sus esfuerzos
extraordinarios, sino su vida cotidiana [20] .
Que es también,
en esencia, lo que asegura Montaigne:
El mérito del alma no consiste en remontarse muy alto, sino en el
orden de sus actos; su grandeza no se ejercita en las obras excelsas, sino en
las ordinarias [21] .
Por eso me
gustaría apoyar mi propuesta en tres tipos de testimonios en apariencia distintos,
y situados en diversos niveles, pero que apuntan hacia la misma realidad.
1.
Maestros de espiritualidad
Jacques
Philippe lo expone con palabras merecedoras de un extenso comentario:
El hombre no
puede realizarse únicamente llevando a cabo los proyectos que elabora. Es
legítimo, incluso necesario, tener planes y movilizar la inteligencia y la
energía para ponerlos por obra, pero me parece que esto es insuficiente […]. La
preparación y la realización de proyectos deben ir plenamente acompañadas de
una actitud distinta, a fin de cuentas más decisiva y más fecunda: la de atender
a las llamadas, a las discretas invitaciones, misteriosas, que se nos dirigen
de manera continua a lo largo de nuestra existencia; la de dar prioridad a
la escucha y a la disponibilidad más que a la ejecución de nuestros planes.
Estoy convencido de que solo podemos realizarnos plenamente en la medida en que
percibamos las llamadas que diariamente nos dirige la vida y consintamos en
responder a ellas: llamadas a cambiar, a crecer, a madurar; a ensanchar
nuestros corazones y nuestros horizontes; a salir de la estrechez de nuestro
corazón y de nuestro pensamiento para aceptar la realidad de un modo más amplio
y más confiado [22] .
Poco después,
agrega:
El hombre no
puede existir plenamente por sí mismo, sirviéndose únicamente de sus recursos
físicos, intelectuales, psíquicos y afectivos: no puede realizarse como hombre
más que respondiendo a las llamadas que Dios le dirige discretas y misteriosas, por supuesto— pero de una manera real y
constante a lo largo de su existencia [23] .
Y recuerda unas
palabras de Etty Hillesum, joven judía, muerta en Auschwitz en 1943, con las
que apostilla y puntualiza las suyas, antes citadas, hasta alcanzar el sentido
pleno de lo que pretendo transmitir:
Estoy dispuesta
a dar testimonio, a través de todas las situaciones y hasta la muerte, de la
belleza y el sentido de esta vida [24] .
En estos
últimos tiempos, siento en mí una experiencia cada vez más intensa: en mis más
íntimas acciones y sensaciones cotidianas se introduce una sospecha de
eternidad. No soy la única en estar fatigada, enferma, triste o angustiada. Lo
padezco al unísono de millones de otros a través de los siglos. Todo eso es la vida. La vida es bella y está llena de sentido en medio de su despropósito a poco que sepamos
organizar un lugar para todo y llevarla entera en su unidad. Entonces,
de un modo u otro, la vida forma un conjunto perfecto. En cuanto se rechazan o
se desea eliminar ciertos elementos, en cuanto se sigue tras el placer o tras
el capricho para aceptar algún aspecto de la vida o rechazar otro, entonces la
vida resulta efectivamente absurda. En cuanto se pierde el conjunto, todo se
hace arbitrario [25] .
2. La
logoterapia
Lo curioso,
aunque solo relativamente, pues al término responde a una correcta antropología
humana abierta a la trascendencia, es la semejanza de fondo, hasta la casi identidad,
de cuanto acabo de sugerir y una corriente de psicoterapia cuyo creador pasó
también por hasta cuatro campos de concentración. Como es obvio, me estoy refiriendo
a la logoterapia, iniciada por Viktor Frankl, y que encuentra en Elisabeth
Lukas su discípula más aventajada hasta el momento.
Si pudiera resumirse
en un par de frases la médula teórico-práctica de la logoterapia, sonarían más
o menos como sigue:
2.1. No es el ser humano el que
debe preguntar a la realidad el porqué de lo que le está sucediendo, sino la
realidad en su conjunto, y, más en particular, las
personas, y, por encima de ellas, la Trinidad Personal, la que interpela a cada uno para que responda a sus exigencias de
la manera más adecuada [26] .
2.2 No existe ninguna situación,
por más desesperada que parezca, a la que el ser humano interpelado no sea
capaz de encontrarle un sentido, en ocasiones, con ayuda. Lo que, en
terminología metafísica, a la que de inmediato acudiré, equivale a sostener
que, en última instancia, cualquier realidad es buena y bella desde el
mismo instante en que se acoge como un elemento de nuestra propia y entera
existencia, tal como, líneas arriba, aseguraba Etty Hillesum. [27]
La
metafísica del ser
Tampoco ahora
debo abordar el problema de una manera temática y detallada. Por eso, me limito
a transcribir algunos párrafos de uno de mis libros, Metafísica de lo concreto [28] , en los que pretendo quintaesenciar la médula metafísico-ética de
la Seinsphilosophie.
En el capítulo
III.2 de la segunda edición, antes de abordar el estudio de los trascendentales,
me pregunto:
¿Cuáles son las
notas constitutivas de la realidad?, ¿qué es lo que define a lo real como real?
Y respondo,
señalando dos rasgos básicos.
Lo que existe,
en cuanto que tiene ser, se caracteriza porque:
1. Se alza consistente, con
independencia de cualquier subjetividad creada.
2. Siendo en sí mismo
autárquico, exige de esa subjetividad una respuesta [29] .
Resumiendo
mucho: entre todos los seres que pueblan la tierra, el hombre es el único capaz
de percibir la realidad tal como es , dotada
de cierta unidad, inteligible y merecedora de ser conocida, buena y bella, y, por tanto, se encuentra obligado a responder ante ella
en la medida de sus posibilidades y dando lo mejor de sí, mediante un amor
cortejado y fortalecido por las virtudes.
Nos encontramos
ante el primer y más fuerte sentido de la responsabilidad humana, una
responsabilidad que simultáneamente se agudiza y se torna más amable cuando
tenemos en cuenta que lo que aquí he llamado realidad responde en
definitiva a la providencia de un Dios-Padre que nos quiere a cada uno con
auténtica locura y todo lo endereza hacia nuestro bien.
Auténtica (y
«necesaria») libertad
Después de este
largo paréntesis teórico, es posible iniciar la cuesta abajo y recoger
parte de lo sembrado. Doy por conocido lo que en otros lugares [30] he
expuesto extensamente.
A saber:
1 Que el ser humano goza de una
libertad real, aunque limitada… o limitada, pero real.
2. Que esa libertad se
fundamenta en su apertura o inclinación al bien en cuanto bien, al bien
advertido y querido como tal; es decir, a todo lo que es bueno y, en
definitiva, al Bien sumo, a Dios.
3 Que tal libertad crece y se
perfecciona a medida que de forma más intensa se va asentando en el bien, y en
la proporción exacta en que se trate de un bien más alto.
Con otras
palabras: el hombre conquista su máxima libertad cuando, de manera progresiva y
cada vez más vigorosa, va fijando el querer voluntario en lo que es bueno y, en
fin de cuentas, en el propio Dios; y el incremento de la inclinación hacia esa
Bondad infinita lo torna más libre respecto a los bienes finitos, lo sitúa por
encima de todos ellos.
Puede hablarse,
entonces, de una necesidad por exceso o necesidad conquistada,
que en el hombre es el resultado de la maduración progresiva y el cumplimiento
o perfección de su libertad [31] .
4. Por fin, y en parte como
resumen de todo lo anterior, conviene tener claro que la libertad no es algo
estático, que se posee y basta, sino que, como energía primigenia y en tensión,
está llamada a crecer… precisamente a través de la virtud: pues, según recuerda
Bossuet, «el buen uso de la libertad —trocado en hábito— se llama virtud».
Sintetizando,
con un deje de agresividad, el ser humano va siendo más libre en la misma
medida en que se obsesiona con un buen amor. Y alcanza la plenitud de su
libertad cuando, a fuerza de virtudes
libremente adquiridas, no puede sino amar
con auténtica pasión al único Ser infinitamente digno de ser amado: al mismo
Dios.
La mejor de
las libertades
Enlazando con
lo que acabo de exponer, cabría formular una pregunta clave: ¿cuál es, entre
los hombres y en la tierra, el mejor uso posible de la libertad?
1. ¿Poder
hacer?
De ordinario,
las primeras reivindicaciones de libertad que realizan nuestros chicos, y nuestros
no tan chicos, manifiestan que distan mucho de ser libres. En tales requerimientos,
el lugar de privilegio suele estar ocupado por un que me dejen hacer
esto o lo otro, frecuentar o no determinado lugar, vagar por donde desee a
determinadas horas de la noche, disponer mi físico o mi vestimenta como me
venga en gana…
Pues bien, ese que
me dejen trasluce que tales personas conciben todavía la libertad como algo
que depende radicalmente de otros [32] y no como una prerrogativa interna
e irrenunciable, que acompaña al hombre desde su misma concepción y que a
cada uno corresponde desarrollar… justo «a golpes de libertad», que diría
Ortega.
No han caído en
la cuenta de que, como explica Llano,
… el primer
paso para la formación de la voluntad [de la libertad] es adquirir el convencimiento
de que la causa eficiente —efectiva, física, psíquica, real— de la voluntad es
la voluntad misma [33] .
2. ¡Poder
elegir!
Las cursivas
permiten inferir el error que subyace a este planteamiento. Quienes enrumban la
conquista de la propia libertad por la vía de las reclamaciones y protestas dirigidas
hacia otros, la sitúan sin darse cuenta en los dominios del hacer (de
las operaciones externas), cuando realmente reside más hondo, en la esfera de
la propia voluntad.
En una voluntad
que puede querer o elegir sin estar determinada por nada ni nadie,
excepto por sí misma… y entonces es libre; o que no resulta capaz de tal
elección, y entonces no lo es.
En conexión con
lo que antes expuse, y remedando a Philippe [34] , habría que recordar
a estas personas que, ciertamente, muchas veces existen circunstancias
objetivas que hay que transformar, situaciones difíciles o agobiantes, presiones
de muy diverso tipo… que es preciso superar para gozar de una auténtica
libertad interior. Pero también que, con demasiada mayor frecuencia, vivimos
engañados y echamos la culpa de la falta de libertad que padecemos a lo que nos
rodea, cuando esa ausencia radica en nuestro interior: nos creemos víctimas de
un contexto poco favorable, pero el problema real —igual que su solución— se
encuentra dentro de nosotros.
En resumen. El
primer paso hacia la conquista de la libertad consiste en advertir que, más que en hacer o no hacer y, en cualquier caso, como
requisito previo para realizarlo libremente, es preciso que tengamos la
capacidad interna de elegir (o querer), sin encontrarnos determinados
por ninguna causa ajena a la propia voluntad.
Colocados en
este nivel más profundo, las carencias que anularían nuestra libertad pueden
reducirse a dos: la ignorancia y la ausencia de autodominio.
2.1.
Ignorancia :
si una persona no sabe en qué consiste realmente lo que pretende hacer,
cuáles son las posibilidades reales de obrar en unas circunstancias concretas,
qué consecuencias se seguirán si actúa de un modo o de otro… de ninguna manera
puede decirse que elige con libertad ni, por tanto, que actúa libremente.
Apelando a un
caso cada día menos conocido en la civilización occidental, cuando Noé se
emborrachó porque no sabía que el mosto fermentado producía esos
efectos, no obró con libertad. Como tampoco lo hace quien estima que solo puede
entretenerse si dispone de suficiente dinero para comprar las
diversiones (ya se trate de fiestas organizadas con más o menos
complejidad de medios, ya de sofisticados aparatos electrónicos, ya de viajes a
lugares apartados que apenas si logra visitar), en lugar de desarrollar como es
debido su inventiva y su imaginación, solo o en compañía de sus amigos. O, por
poner un ejemplo no infrecuente, tampoco obra con genuina libertad la mujer que
utiliza el DIU porque nadie le ha explicado que sus mecanismos son abortivos.
2.2. Falta
de dominio sobre sí mismo. ¡Cuántas veces pretendemos convencernos o convencer a los otros de
que hacemos algo porque queremos (porque nos da la gana, solemos decir),
cuando en realidad desearíamos tener la fuerza suficiente para no hacerlo,
pero carecemos de ese vigor!
Aquí, los
ejemplos son casi infinitos y se sitúan en las esferas más diversas: desde el
que fuma porque le da la gana, pero en realidad no se siente capaz de
dejar el tabaco; pasando por quien desprecia el estudio porque de hecho
no tiene fuerzas ni capacidad para estar más de 2 minutos delante de un libro;
hasta quien se pavonea por llevar una vida sexual desenfrenada y lo que ocurre
es que es esclavo de esos instintos… que, en el fondo, le gustaría dominar con
objeto de amar de veras a la persona de quien realmente se encuentra enamorado.
3. Elegir
bien el bien
Tengo la
sospecha de estar en el momento más delicado de mi exposición. La expresión
«hacer lo que me dé la gana» es probablemente la más utilizada para reivindicar
las acciones libres y resulta tremendamente costoso convencer a alguien de que ahí
(al menos, en el sentido que suele darse a esa frase) no se alcanza todavía la
esencia del acto libre.
Las razones
filosóficas que han provocado esta situación son conocidas y se remontan a la
concepción de los últimos siglos que identifican la libertad con la indiferencia,
con ese tanto da al que otras veces me he referido. En las personas
singulares, al margen del origen de ese convencimiento, lo que encontramos es
algo asimismo familiar: la aspiración a una libertad absoluta. Y, en
verdad, si cualquiera de nosotros fuera perfecto, podría sin duda querer
y hacer lo que «le viniera en gana» y eso, que sería siempre bueno,
constituiría la mejor expresión del carácter pleno de nuestra libertad.
Pero somos
limitados… y nuestra relativa impotencia complica un tanto el asunto.
3.1. Partamos del hecho,
ordinariamente aceptado, de que la libertad es algo positivo, tal vez lo más
positivo que existe y, sin duda, lo máximo que se concibe en los momentos
presentes [35] . Parece extraño, entonces, que pueda
ser utilizada para perjudicarnos a nosotros mismos. Pero si, por ejemplo,
elegimos repetidamente robar, nos estamos haciendo daño, no tanto ni
principalmente porque puedan pillarnos «con las manos en la masa», con las
consecuencias que eso traería consigo, sino porque nos estamos
haciendo (convirtiendo en) ladrones, cosa que, de nuevo para la mayoría de
nosotros, constituye un mal… aunque pueda reportarnos algunos beneficios
inmediatos.
Si en vez de
robar, se tratara de asesinar o violar, estimo que la repetición de esas acciones
muy difícilmente sería considerada por nadie como algo beneficioso, por más que
las eligiéramos libremente.
Podríamos,
pues, anticipar que la libertad es una ganancia porque, gracias a ella
podemos completar la distancia que media entre nuestro ser actual y nuestro
deber ser (o plenitud de perfección); o, con otras palabras, porque a través de
nuestras elecciones y acciones libres mejoramos y, como consecuencia, somos
felices.
Cosa que, tal como he repetido,
acabamos de lograr mediante las virtudes, es decir, cuando actuamos establemente
bien: cuando hacemos repetida y gozosamente, y sin esfuerzo ni error, «buenas
acciones».
Por eso Tomás
de Aquino explica que realizar conscientemente el mal ni es libertad ni parte
de la libertad, aunque sí una manifestación de que quien así actúa es libre
(los animales, movidos necesariamente por instinto, no obran propiamente mal),
pero con una libertad limitada… ¡y precisamente allí donde nuestra libertad
falla!
Parece evidente
que para obrar mal, en el sentido más propio de esta expresión, tenemos
que gozar de la capacidad real de elegir entre una cosa y otra… y decidirnos
efectivamente por la que daña a otros y nos perjudica a nosotros mismos. Sin
ese libre albedrío, que es como técnicamente se conoce la capacidad a
que acabo de aludir, no seríamos responsables de nuestras acciones ni estás
podrían calificarse como buenas o malas: constituirían el producto necesario e
ineludible de nuestros instintos o inclinaciones.
Para ser libres
resulta imprescindible, por consiguiente, poder escoger entre distintas
opciones. Pero para ser libres-libres, en un grado más alto y perfecto de
libertad, tenemos que tener los bríos y el discernimiento suficientes para
poder elegir en un momento dado lo que es preferible llevar a término. De lo
contrario, manifestaremos que disponemos de libre albedrío, pero no de libertad
en su acepción más noble: nos falta desarrollar aún más esa capacidad,
de forma que podamos utilizarla para nuestro bien y el de quienes nos rodean.
Un ejemplo
relativamente simple. Cuando vemos humo, de manera inmediata inferimos que se
está llevando a cabo una combustión (que algo se está quemando, en términos más
sencillos y menos propios), ¡pero una combustión imperfecta! Pues si se
lograra quemar absolutamente toda la materia en cuestión (si «el fuego» fuera
lo bastante poderoso) no quedaría resto alguno sin consumir, que es
precisamente lo que se transforma en (o constituye el) humo.
Con lo que tal
vez se advierta que, entendida en su sentido más profundo, la auténtica
libertad es capacidad de elegir y llevar a cabo lo bueno, mientras que escoger
y realizar lo malo es fruto de la imperfección de nuestra libertad, que no
llega a donde debería llegar, y, como consecuencia, que esa acción no es
propiamente libre.
3.2. Si en el enunciado de este
epígrafe hablaba de hacer bien el bien —y no solo de hacer el bien— es
porque la libertad irá siendo más perfecta en la medida en que la elección de
lo bueno y su puesta en obra nos resulte mejor o, con otras palabras,
más sencilla y certera.
De manera
similar a como consideramos mejor poeta al que encuentra en cada momento la
palabra adecuada, a la primera y sin esfuerzo, también es mejor persona
—¡más libre!— quien descubre, elige y pone por obra la bueno de forma más
natural y espontánea… como fruto de las virtudes que han acrisolado su
libertad, según antes apunté.
Pues las
virtudes son un conjunto de fuerzas que nos capacitan para elegir y realizar el
bien en directo: sin tener que deliberar apenas, sin equivocarnos y,
además, disfrutando al obrar de ese modo.
Y de ahí, en
contra de lo que a menudo se opina, que la vida buena (no solo ni principalmente
la «buena vida») sea divertida y gozosa, en la acepción más noble y cumplida de
estos términos.
Es lo que resume Pinckaers:
Se puede comparar la libertad de calidad con la destreza para un
arte o un oficio. Es la capacidad de realizar obras a nuestro gusto, de buena
calidad, perfectas en su medida. Hemos recibido la libertad moral por nacimiento,
como un talento por desarrollar, como un germen que contiene el sentido de la
verdad y el atractivo del bien, de la felicidad, diversificados en lo que los
antiguos llamaban las semina virtutum, las semillas de las virtudes.
Al comienzo de la vida esta facultad es débil aún, como en el niño
o en el aprendiz. Hemos de formar nuestra libertad, lo mismo que nuestra personalidad,
por medio de una educación apropiada en la que podemos distinguir tres etapas
fundamentales, de acuerdo con las edades de la vida: a la infancia corresponde
el aprendizaje de las reglas y leyes de comportamiento, la formación en un
régimen de vida con la ayuda de los padres y de los educadores. A continuación
viene la adolescencia de la vida moral, caracterizada por una progresiva
autonomía y por una iniciativa creciente bajo la inspiración del afán por la
verdad y el bien, reforzada por la experiencia. Aquí empieza a manifestarse la virtud como una cualidad y un poder de actuación personales. Llega por último la edad de
la madurez, en la que la virtud se expande como el talento en las artes: es
una fuerza activa, inteligente y generosa, una capacidad de llevar a cabo empresas
arduas, enormemente fructíferas; proporciona alegría y soltura en la acción [36] .
4.
Hacernos buenos, ser mejores personas
Con lo que nos
hemos adentrado desde los dominios del hacer, en los que normalmente se
sitúan inicialmente las reivindicaciones de la libertad, hasta la esfera del ser.
Por eso suelo
describir la libertad como la capacidad de autoconducirnos hasta nuestra propia
perfección o plenitud; como el poder de llegar a ser mejores, de
hacernos personas cabales, cumplidas.
Y solo
entonces, al advertir que, con la libertad, ponemos en juego nuestro propio ser,
empezamos a vislumbrar la grandeza de este atributo… así como del riesgo que
lleva consigo. Pues si gracias a nuestra condición libre gozamos del privilegio
de alcanzar por nosotros mismos la cumbre de nuestra condición humana… también
podemos utilizar el «libre albedrío» —¡en lo que tiene de deficiente!— para
destruirnos y envilecernos.
(Uso adrede la
expresión «libre albedrío» porque, llegados a este punto, debería ser más fácil
entender que la auténtica libertad, la que ha alcanzado su total desarrollo,
solo puede utilizarse para obrar bien: para elegir y hacer bien el
bien. Es, como antes decía, necesidad por exceso o conquistada).
5. ¡…
Amando la realidad que nos viene dada!
Los cuatro
pasos expuestos hasta el momento se sitúan en los dominios de la naturaleza,
aunque ciertamente abierta a Dios y a su gracia.
No estamos
todavía, sin embargo, en el ámbito de la presente exposición, que es concretamente
el de las virtudes cristianas. Si queremos situarnos de nuevo en él, sin
abandonar lo dicho últimamente, hemos de fecundarlo a través de la locura
exclusiva del cristianismo, cuyo fin no es tanto la plenitud humana, sino
el máximo endiosamiento que, en cada caso, haga posible la conjunción de
la libertad cristiana de cada uno y la Acción del Espíritu Santo .
Y ese último
paso , ¡auténtico salto en el
vacío!, implica la entrega de la
propia voluntad, tanto o más difícil que la de la inteligencia, para
identificarla con la amorosa y no siempre comprensible Voluntad divina. Lo
cual, en buena porción de los casos, equivale no solo a la aceptación, sino al
amor activo y electivo de lo que nos viene dado y no podemos ni debemos
cambiar.
Por eso, para
el cristiano, el acto supremo de libertad, el que lo conduce a la
plenitud de su nuevo ser como hijo de Dios en Cristo, no es ya el de elegir, ni
siquiera el de elegir bien el bien, sino el de aceptar-amar como bueno lo que
la realidad nos ofrece… descubierto entonces como amorosa Voluntad divina.
En fin de
cuentas, a eso tiende y para eso nos capacitan, junto con la gracia y en pos o
a caballo de ella, la inteligencia cristiana, la voluntad-libertad cristiana
y las virtudes cristianas; o, si se prefiere, el auténtico amor cristiano.
De ahí que se
haya podido sostener:
Escalones:
Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer
la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios [37] .
¿Resignación?…
¿Conformidad?… ¡Querer la Voluntad de Dios! [38]
Jesús, lo que
tú “quieras”… yo lo amo [39] .
Como
confirmación, por contraste:
El abandono en
la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra. Di, pues: “meus cibus est, ut faciam
voluntatem ejus” , mi alimento es hacer su
Voluntad [40] .
Ese abandono es
precisamente la condición que te hace falta para no perder en lo sucesivo tu
paz [41] .
Tu propia
voluntad, tu propio juicio: eso es lo que te inquieta [42] .
Y, en síntesis:
Señor, si es tu
Voluntad, haz de mi pobre carne un Crucifijo [43] .
O, desde otra
perspectiva, complementaria:
En última
instancia, esta presencia de las llamadas de Dios es lo que nos permitirá vivir
positivamente cualquier situación, y nos abre un camino de libertad y de vida
en cada circunstancia… [44]
Esta podría ser
una definición de libertad: la capacidad de vivir positivamente cualquier
situación. La posibilidad de no quedarse encerrado ni abrumado, sino de
encontrar en ella un camino de crecimiento y de vida más auténtica y profunda.
Precisamente, esto es la libertad, la gloriosa libertad de los hijos de Dios, la que Cristo nos adquirió con su muerte y resurrección [45] .
Las virtudes
cristianas, siempre
Basta leer los Evangelios
para saber que esa realidad y esa libertad la realidad y la libertad formalmente cristianas, aptas para
identificarnos con Cristo, pasan siempre por la
Cruz.
Tal vez pocas
escenas tan claras como la que relata San Mateo (16, 21-24), poco después de
haber dejado constancia de la elevación de Pedro a Cabeza de la futura Iglesia:
Desde entonces
comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y
padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de
los escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día.
Pedro,
tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de ti, Señor, de ningún
modo te ocurrirá eso.
Pero Él,
volviéndose, dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí,
pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
Entonces dijo
Jesús a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame.
Las virtudes
cristianas, hoy
Si la locura
triunfal de la Cruz constituye siempre la señal del cristiano, hoy, en un
mundo neopagano o post-cristiano , ni
simplemente pagano ni simplemente cristiano, sino en buena medida
anti-cristiano, la identificación con
Cristo presenta características propias, que chocan frontalmente con el
ambiente. Y son esos rasgos peculiares los que permiten saber si, de veras,
educamos o no a nuestros hijos en las virtudes cristianas.
Acaso ninguna
afirmación resulte tan unánimemente aceptada como la que identifica la esencia
del cristianismo con el amor.
Convicción que
refuerza Juan Pablo II, comentando una de sus sentencias favoritas: la que
sostiene que el ser humano «no puede encontrar su plenitud sino en la entrega
sincera de sí mismo a los demás». A lo que agrega: en esta frase se condensa
toda la doctrina del Evangelio, la teoría y la praxis asentadas en él.
Pero el amor
en cuestión es el acto supremo de la libertad cristiana, apoyada en
la inteligencia cristiana y en la («falta de») lógica también cristiana.
1. Es decir, en todo aquello que
llevó a Jesucristo libremente a la Cruz y por lo que Dios le dio un nombre
que está sobre todo nombre.
2. Y, al mismo tiempo, en todo
aquello que rechaza visceralmente la cultura contemporánea dominante y
que, en cuanto nos descuidemos, se nos cuela, como por ósmosis,
en nuestro entendimiento y en nuestra vida.
Por eso, porque
la atmósfera que respiramos aborrece el amor enraizado en la Cruz, no está de
más que examinemos si realmente pensamos y vivimos en cristiano.
Para
descubrir la clave…
Pues bien.
Considero que la clave para determinarlo se encuentra en ciertos
consejos y convicciones, que muestran su auténtico rostro… justo cuando los
transmitimos a nuestros hijos al intentar educarlos. Porque, por razones
bastante fáciles de entrever intuitivamente, es en ellos, más que en nosotros
mismos, donde se refleja nuestra más genuina concepción de lo bueno y lo malo,
pretendidamente cristianos.
Por ejemplo, la
coherencia cristiana nos llevaría a advertir con relativa nitidez que lo único
importante, aquello de lo que exclusivamente se nos examinará al
atardecer de nuestra existencia, es la calidad de nuestros amores. Ergo…,
como antes sugerí, en nuestros hijos hemos de intentar fomentar, por encima de
todo y (casi) en exclusiva, su capacidad de amar [46] .
Veamos si es
esto lo que sucede… y si sabemos llevarlo hasta sus últimas consecuencias.
1.
Primera prueba de fuego:
¿De veras
concedemos más importancia a las virtudes que fomentan el amor, sinceridad, entrega, cordialidad, capacidad de ayuda, olvido de
sí…, o a las que presuntamente
asegurarán a nuestros hijos un futuro profesional brillante y desahogado? [47]
¿Por cuáles de
sus asuntos nos interesamos más, por cuáles les solemos preguntar: por el modo
cómo tratan a sus amigos y compañeros, por los actos de desprendimiento hacia
los demás, por la fidelidad a la palabra dada… o por las actividades intra- o
extra-escolares, como la informática o los idiomas, hoy del todo indispensables
si pretenden ser varones o mujeres de provecho?
¿Cuándo ponemos
el grito en el cielo: cuando nos enteramos de que se han chivado de las
maldades de un presunto amigo para mantener ellos el tipo?… ¿o más bien cuando
las calificaciones o el juicio de los profesores no son los que hubiéramos
deseado o los que le permitirían, en el examen de selectividad, acceder a la
profesión de nuestros sueños?
2.
Segunda, continuación de la anterior:
A la hora de
aconsejar , espero que no sea imponer, la elección de una carrera, ¿aludimos siquiera a la oportunidad
de servir con ella a los demás o todo lo resolvemos apelando a las salidas,
que, como más de una vez he comentado y ahora mismo he vuelto a sugerir, acaban
por ser las entradas (€, £, $, ‰)?
3.
Tercera y última, sin afán de molestar:
¿Les enseñamos
a anteponer habitualmente el bien de los demás al suyo propio: es decir, les
enseñamos realmente a amar , eso
que parecemos tener tan claro, o, por una constante y
bienintencionada referencia a su propio bien, lo empujamos en última instancia
a convertirse en unos egoístas?
Dos
traducciones elementales:
3.1. Si, por falta de penetración
intelectual, por cansancio o aburrimiento o por una presunta eficacia
educativa, hacemos que las acciones buenas de nuestros hijos estén siempre
motivadas por un premio (más si se trata de un bien de consumo) y no por
la bondad del hecho en sí (que, cuando son muy pequeños equivale a la
satisfacción de papá o de mamá, a la alegría de sus hermanos y amigos, a la
sonrisa de la Santísima Virgen o del Niño Jesús), ¿no estamos fomentando en
ellos, más que el amor desprendido hacia los otros, la búsqueda de su propio beneficio?
3.2. Cuando les damos un consejo
para animarlos a ser buenos, ¿corregimos de inmediato lo posiblemente trágico
de esa bondad, aclarando que no es lo mismo ser bueno que tonto ni
hermano que primo? ¿Les permitimos llegar hasta las últimas consecuencias
de sus actos de generosidad o le ponemos límites para evitar que se conviertan
en ingenuos?
Conclusión
Según indiqué,
he tratado simplemente de sacar a la luz los modos de ver y las actuaciones
que, en el momento presente, se oponen de manera más flagrante a una pretendida
educación cristiana. Pero, incluso dentro de tales límites, son muchos los
extremos que debería al menos mencionar para que estas reflexiones no quedaran
del todo mancas.
Por ejemplo,
para que la propuesta del ejercicio de las virtudes alcance su objetivo, hemos
de cuidar que el modo de presentarlas resulte atractivo… porque las
virtudes realmente lo son.
Y un buen modo
de lograrlo consiste en capitalizar, en beneficio propio, las palabras de
éxito… que, en el fondo , ¡como recordaba san Justino a
propósito de la verdad!, son patrimonio cristiano.
¡Qué diferente, por ejemplo, presentar la fidelidad al propio cónyuge como un
deber impuesto por el compromiso o el sacramento o hacerla surgir del deseo
incontenible de incrementar la libertad de amar más y mejor a aquél o
aquella a quien libérrimamente decidí entregarme de por vida!
Con otras
palabras: al referirnos a las virtudes, tenemos que conseguir que resplandezca
la belleza y el tirón que llevan aparejadas. Lo que a su vez supone
aprender personalmente a disfrutar de una vida bien vivida, de una vida buena.
¿Cómo?: descubriendo, reconociendo, acopiando, haciendo madurar y florecer, y recordando, cuando sea el caso, las alegrías que acompañan a un matrimonio y a una familia cristianos,
en lugar de poner el acento en lo que pudieran tener de renuncia menos gozosa.
Pues la virtud , ¿tendré que repetirlo de nuevo?, es justo lo que nos permite disfrutar al hacer el bien, por más arduo
que sea; y las virtudes cristianas las que nos llevan a deleitarnos al
amar la Voluntad de Dios respecto a nosotros, por más absurda que nos parezca.
Las palabras
con las que concluyo resumen lo que pretendo sugerir. Lo que afirman de la
humildad, puede asegurarse de toda existencia y virtud cristianas:
No concedáis el
menor crédito a los que presentan la virtud de la humildad como apocamiento
humano, o como una condena perpetua a la tristeza. Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa
reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la
del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios? ¿Por qué nos
entristecemos los hombres? Porque la vida en la tierra no se desarrolla como
nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o
dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos. Nada de
esto ocurre, cuando el alma vive esa realidad sobrenatural de su filiación
divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? Que estén
tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo
desde siempre [48] .
·- ·-· -······-·
Tomás Melendo
[1] Pieper , Josef, Las virtudes
fundamentales, Rialp, Madrid, 2ª ed. 1980, pp. 14-15.
[2] «La vertu n’est peut-être
que la politesse de l’âme: tal vez la virtud no sea otra cosa que la gentileza
del alma» (H. de Balzac, Physiologie
du mariage, I, 4).
[3] Y prosigue: «La virtud
teologal de la fe es la fe en tanto que es para nosotros una fuerza. La Epístola
a los Romanos nos dice a propósito de Abraham: Ante la promesa de Dios no
dudó dejándose llevar de la incredulidad, sino que confortado por la fe, dio gloria
a Dios, persuadido de que poderoso es Él para cumplir lo que prometió.
De igual modo,
la virtud teologal de la esperanza no es una vaga espera difuminada y lejana,
sino esa certeza respecto a la fidelidad de Dios, que cumplirá sus promesas;
una certeza que confiere una inmensa fuerza. En cuanto a la caridad teologal,
podríamos decir que es la valentía de amar a Dios y al prójimo.» ( Philippe, Jacques, La libertad
interior, Rialp, Madrid 3ª ed. 2004, pp. 107-8).
[4] Wadell, Paul J., La primacía del
amor, Palabra, Madrid 2002, p. 171. Las cursivas son mías.
En idéntico sentido se pronuncia el siguiente texto: ( Colom, Enrique, Rodríguez Luño, Ángel, Elementi di
Teologia Morale Fondamentale, Edizioni Università della Santa Croce, Roma,
3ª ed. 2003, p. 165).
[5] Agustín de Hipona, De Civitate Dei,
lib. IV, 21.
[6] Ibíd., lib. XIV,
9, 6.
[7] Como
explica Balmes, «en el ejercicio de la virtud están armonizadas todas las
facultades del hombre».
[8] Agustín de Hipona, Enchiridion, cap. 117.
[9] Escrivá de Balaguer, Josemaría, Camino,
núm. 999.
[10] Entre cientos de textos
posibles, aduzco este del Catecismo: «Por encima de todo, la Caridad. Para concluir esta presentación es oportuno recordar el principio pastoral que
enuncia el Catecismo Romano:
“Toda la
finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no
acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o
hacer; pero sobre todo se debe siempre hacer aparecer el Amor de Nuestro Señor
a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano
no tiene otro origen que el Amor, ni otro término que el Amor” (Catech. R.,
prefacio, 10).» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 25).
[11] Así pueden
interpretarse estas nuevas palabras de Agustín de Hipona: «Tal es nuestra vida:
ejercitarnos en el deseo… ¿Qué haces, pues, en esta vida, si aún no has
conseguido el premio? Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el
deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones. Cuando
decimos ‘Dios’, ¿qué es lo que decimos? Esta sola sílaba es todo lo que
esperamos. Ensanchemos, pues, nuestro corazón, para que cuando venga nos
llene.» ( Agustín de Hipona, Tractatus
in I Iohannem 4, 2008-2009).
[12] Robinson, Charles y Laura, Qué hacer
con vuestros hijos, Mensajero, Bilbao, 1975, p. 31.
[13] , Josemaría, Notas de
una meditación 27-V-1937, en Echevarría,
Javier, Getsemaní, Planeta, Barcelona 2005, p. 267. Las cursivas son
mías.
[14] De nuevo es
Pieper quien lo señala: «Un resultado de la psicología, o mejor dicho,
psiquiatría moderna, que a mi parecer nunca ponderaremos demasiado, hace
resaltar cómo un hombre al que las cosas no le parecen tal como son, sino que
nunca se percata más que de sí mismo porque únicamente mira hacia sí, no solo
ha perdido la posibilidad de ser justo […], sino también la salud del alma. Es
más: toda una categoría de enfermedades del alma consisten esencialmente en
esta “falta de objetividad” egocéntrica.» (Pieper,
Josef, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 2ª ed. 1980, pp.
17-18).
[15] Como
explica Cardona, «… el amor es el éxtasis, es ser arrebatado por el amado, la
fusión con él y la identificación con él y como él. El amor hace del amado un alter
ego, o quizá mejor: hace de mí otro tú, me identifica con el tú […] y me
hace vivir su vida.» (Cardona,
Carlos, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona, 1987, p. 117).
[16] Aunque
situado en un contexto muy distinto, pueden tenerse aquí en cuenta el juicio de
Klinger: «También aquellos que califican de divina a nuestra virtud dicen una
tontería; la virtud ha de ser precisamente humana, si ha de ser útil a los
hombres. Los virtuosos, excelsos, dejan por lo general que el mundo discurra
sin más; se limitan a suspirar y se mantienen absolutamente tranquilos en su
sentimiento divino» (Klinger, F.
M., Betrachtungen und Gedanken)
[17]
«Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al
día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han despreciado. —Porque no
tienes lo que necesitas o porque lo tienes.
Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya.
—Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque
hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso…
Dale gracias por todo, porque todo es bueno» ( Escrivá de Balaguer, Josemaría, Camino,
núm. 268).
[18] Agustín de Hipona, De Trinitate,
VIII, 3, 4-5.
[19] Borges, Jorge Luis, Antología
poética 1923-1927, Alianza/Emecé, Madrid, 5ª reimp., 1993, p. 78, Otro
poema de los dones.
[20] Pascal,
Blaise, Pensées, VI, 352.
[21] Montaigne,
M. E. de, Essais, III, 2.
[22] Philippe, Jacques, Llamados a la
vida, Rialp, Madrid 2008, pp. 12-13. Las cursivas son mías.
[23] Ibíd. Pp.
19-20. Cursivas también mías.
[24] Hillesum, Etty, Une vie bouleversée,
en Philippe, Jacques, Llamados
a la vida, Rialp, Madrid 2008, p. 40. Una vez más, las cursivas son mías.
[25] Hillesum, Etty, Citado en Lebeau, Paul, Etty Hillesum, un
itinerario espiritual, Ed. Sal Terrae, 1999. Lo son también ahora.
[26] Me limito a
citar un texto, entre los muchos posibles, ya que la cuestión está siendo
abordada solo de forma testimonial. Se trata de unas palabras de Lukas, que
rematan con una cita de Frankl: «En realidad, no hay ningún derecho a nada, ni
a una vida sana, ni prolongada, ni agradable. Al contrario, la vida es un
enfrentamiento constantes con los hechos del ser, y la vida humana, entendida
como la que se distingue por su dimensión espiritual, significa dar
respuesta a cada uno de esos hechos. Un enfermo grave debe dar respuesta a
su enfermedad, como un discapacitado físico a su incapacidad… Y la mejor
respuesta la puede descubrir cada uno en el espacio libre que todavía conserva.
Por eso hay personas que viajan o juega al fútbol en silla de ruedas: porque
ofrecen respuestas heroicas a su destino y con y contemplan su espacio libre.
En cambio, otras se quedan en casa, dándolo vueltas a su exclusión del deporte.
La propia vida es la que plantea preguntas al hombre. Él no tiene
que preguntar; él es más bien el preguntado, el que tiene que responder a la
vida, el que tiene que hacerse responsable de ella (Frankl: Logotherapie
und Existenzanalyse. Texte aus sechs Jahrzehnten,
Weinheim —Gergstraβe—, Psychologie Verlags Unión, 1994, pp. 84-85)» ( Lukas, Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda
de sentido , Paidós, Barcelona, 2003, p. 189). Todas las cursivas están en el
original.
También ahora resulta significativa la coincidencia con el
planteamiento de Philippe: «… en las circunstancias problemáticas, lo que hace
avanzar no es tanto la búsqueda de soluciones como la escucha de las llamadas
que nos dirigen en el fondo de la situación. “ Shema Israel, Escucha Israel”.
Podríamos decir que hay que pasar de nuestra pregunta a la de Dios. Pasar de la pregunta: “¿Qué es lo que exijo a la vida?” a “¿Qué es lo que la vida
exige de mí?”. Esta pequeña revolución copernicana lo cambia todo… Puede
declinarse de muchas maneras, según las circunstancias. A veces consistirá en
de “¿Qué es lo que espero de mi entorno?” a “¿Qué es lo que mi entorno espera
de mí?”, o alguna cosa análoga. En cualquier caso, esta conversión del enfoque
es siempre necesaria y siempre fecunda» ( Philippe,
Jacques, Llamados a la vida, Rialp, Madrid 2008, p.89).
[27] De nuevo,
unos párrafos entre miles: «La meta no representa el sentido de la vida, y la
pérdida de una meta no significa insensatez. Un objetivo puede ser alcanzable
o no, ambas posibilidades estuvieron presentes alguna vez, pero el sentido de
la vida siempre está disponible. Si pudiéramos alcanzarlo, cualquier vida más
allá no tendría razón de ser para nosotros. El sentido de la vida no es
asequible ni inasequible; no es repetible ni reemplazable, se halla en su persecución.
Podemos darle sentido a algo dentro de nosotros o en el mundo exterior, pero de
hecho, es la proyección de la búsqueda y de la voluntad humanas.
Ningún sufrimiento puede derrotarnos si estamos preparados para
buscarle sentido, no es concebible ninguna pérdida sin la posibilidad de, por
lo menos un sentido; esa es la respuesta que debemos dar a aquellos que buscan
nuestra asesoría.
La logoterapia nos enseña a “decir sí a la vida, a pesar de todo”,
título del primer libro de Frankl…» ( Lukas,
Elisabeth, También tu sufrimiento tiene sentido, Ediciones LAG, México
D.F., 2ª reimp., 2006, p. 98).
[28] Melendo, Tomás, Metafísica de lo concreto. Sobre las
relaciones entre filosofía y vida… y una pizca de logoterapia, Eiunsa, Madrid, 2008, en prensa.
[29] Y añado a renglón seguido:
Clive Staples Lewis se ha referido a estos dos caracteres con expresiones
sugerentes e intuitivas.
1. Por ejemplo, para apelar a la
entidad de lo que debe considerarse como real por excelencia, acude al empleo
de figuras como sólido, firme, enérgico, entusiasta,
intenso, lleno de resolución, y otras del mismo corte.
2. Para expresar la
independencia del ser respecto al sujeto humano, y su anterioridad de
naturaleza con relación a él, habla, pongo por caso, de lo tenazmente real
como de aquello en lo que «tus preferencias no cuentan».
3. Y para referirse a la
solicitación que lo existente ejerce sobre la persona humana acude a un
conjunto de afirmaciones, aglutinadas en torno a un término de origen oriental,
que me gustaría considerar con cierto detalle: el Tao (Cfr., para todo
lo que sigue, Clive Staples Lewis,
La abolición del hombre, Ed. Encuentro, Madrid 1990, pp. 23 ss.)
¿Qué quiere
significar con él? Lewis aúna bajo este apelativo simbólico al cúmulo de
doctrinas o concepciones del mundo que establecen una continuidad entre las
dimensiones ontológica y ética de los existentes, entre lo que una realidad
es según su naturaleza y el modo correcto de comportarse respecto a
ella.
Se trata de
modos de enfrentarse con el universo que atienden a la consistencia ontológica
de las cosas, que no olvidan el ser.
Todas estas
filosofías —escribe Lewis— tienen en común «la doctrina del valor objetivo, la
convicción de que ciertas actitudes son realmente verdaderas y otras
realmente falsas respecto a lo que es el universo y a lo que
somos nosotros. Los que reconocen el Tao pueden mantener que afirmar
que los niños son hermosos o que los viejos son dignos no es solo
constatar un hecho psicológico sobre nuestros sentimientos paternales o
filiales en cada caso, sino que es reconocer una cualidad» —¡el ser!— «que exige
de nosotros cierta respuesta, tanto si la damos como si no» ( Ibíd.)
[30] Cfr., sobre
todo, Melendo, Tomás, Las
dimensiones de la persona, Palabra, Madrid, 2ª ed., 2005; y La persona
humana: ¿qué o quién? Acercamiento filosófico al corazón de la logoterapia,
Eiunsa, Madrid, 2008, en prensa.
[31] Lo recuerda
Cardona: «San Agustín, a propósito de la verdadera libertad (diferente de la
libertad de elección entre lo relativo), dice que se da cuando el hombre, con
una decisión plena, imprime a su acción una tal necesidad interior, hacia el
Absoluto que es Dios, que excluye del todo y para siempre la consideración de
cualquier otra posibilidad. Toda reserva, actual o de futuro, es una pérdida de
libertad» ( Cardona, Carlos, Metafísica
del bien y del mal, cit. p. 106).
[32] «Existe algo muy obvio, pero
que nos cuesta mucho comprender: y es que, cuanto más dependa nuestra sensación
de libertad de las circunstancias externas, mayor será la evidencia de que todavía
no somos verdaderamente libres.» (Philippe,
Jacques, La libertad interior, Rialp, Madrid 3ª ed. 2004, p. 18).
[33] Llano Cifuentes, Carlos, Formación de la inteligencia, la
voluntad y el carácter, Ed. Trillas, México 1999, p. 76.
[34] Cfr. Philippe, Jacques, La libertad
interior, Rialp, Madrid 3ª ed. 2004, pp. 23-24.
[36] Pinckaers, Servais-Th., La moral
católica, Ed. Rialp, Madrid, 2001, pp. 82-83.
En idéntico sentido se expresa García-Morato: «Pero la fe católica
no mide el bien por la dificultad; y en modo alguno afirma que la ley moral
esté en contra del impulso natural; porque si no, el bien sería lo más costoso,
lo cual es una barbaridad.»
Y añade, en pie de página: «No es este el modo adecuado de
plantearse nada en la vida, tampoco la vida cristiana. La tradición del
pensamiento cristiano mantiene que «la esencia de la virtud reside más en el
bien que en la dificultad.» ( Tomás de
Aquino, Suma Teológica, II-II, 123, 12, ad 2); «por tanto, no
todo lo que es más difícil es más meritorio, sino que si es más difícil ha de
serlo de tal forma que sea al mismo tiempo mayor bien.» ( Ídem, II-II, 27, 8, ad 3). No solo eso,
sino que no duda en afirmar que la virtud nos pone en situación de ser dueños
de nuestras inclinaciones naturales y nos perfecciona hasta el punto de seguirlas
rectamente ( Ídem, II-II, 108,
2). Al fin y al cabo, las supremas realizaciones del bien moral se caracterizan
por el hecho de que se consiguen fácilmente, pues es inherente a su esencia que
procedan de la caridad.» ( García-Morato,
Juan Ramón, Crecer, sentir, amar. Afectividad y corporalidad, Eunsa, Pamplona
2002, pp. 29-30).
[37] Escrivá de Balaguer, Josemaría, Camino,
núm. 774.
[44] Philippe, Jacques, Llamados a la
vida, Rialp, Madrid 2008, p.81.
[46] Aclaro que
el casi no implica una restricción, sino justamente lo contrario: todo
lo que lleva consigo la convicción de que para amar, para hacer el bien, no
bastan las buenas intenciones, sino una voluntad buena, eficaz, que persiga
tenazmente la excelencia… solo para ponerla al servicio de los otros.
[47] En el
fondo, se trata de la clásica distinción entre virtudes éticas (o morales) y
dianoéticas (o intelectuales), que hoy podríamos calificar, tomando este
término en un sentido muy amplio, como destrezas.
>[48] Escrivá de Balaguer, Josemaría, Amigos
de Dios, Rialp, Madrid, núm. 108).
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