Nuestro tiempo,
acaso no sea mejor ni peor que otros tiempos pero, a lo que parece, sí que es
un tiempo de confusión, aunque no se atrevería el autor de estas líneas a
afirmar si la confusión hoy vigente es mayor o menor que en otras épocas de la historia. En todo caso, se me concederá que, sea o no por ese confusionismo que acabo de
apuntar, muchos hombres de hoy viven en una continua paradoja.
Podría poner
muchos ejemplos -ejemplos trágicos y desgarrados muchos de ellos; en otros
casos tragicómicos o, sencillamente, estúpidos- de las contradicciones que hoy
anidan en la intimidad del hombre. En esta colaboración me limitaré a señalar
una sola de ellas, pues, aunque tal vez no sea la más importante, sí es al
menos una de las más relevantes para el hombre, por cuanto que afecta
profundamente a la vida humana. Me refiero concreta, simple y llanamente, a la
vida humana.
Hay muchos
términos que manifiestan la preocupación contradictoria acerca del vivir del
hombre. El término "dignidad" está hoy en la boca de muchos, acaso de
demasiados, cuando se refiere a la vida del hombre.
Algunas paradojas
contemporáneas
Hoy, como ayer,
la vida parece importar más que la muerte. El hombre anda azacanado procurando implementar la dignidad de su vida, mientras que vuelve sus espaldas
desentendiéndose de la muerte. Pero las cosas no son tan sencillas como aquí se
dibujan. La vida y la muerte resumen la complejidad de la persona humana y, en
consecuencia, ellas mismas son cuestiones que no pueden dejar se ser complejas.
De ahí que en nuestro horizonte cultural los hombres se posicionen frente a
estas cuestiones a lo largo de un amplísimo espectro, albergando en ocasiones
actitudes contradictorias.
Estas
contradicciones salpican tanto el concepto de la vida como el de la muerte.
De ordinario el
énfasis se pone hoy sobre la vida. Pero ello no supone que la vida sea
considerada como el valor supremo, como lo absoluto. Frente a la vida-valor, se
alza simultáneamente en algunos la vida-temor. Lo diré sin ningún eufemismo: hoy se tiene miedo a la vida, a pesar de que se considere como un valor.
Asistimos así a la presencia de un "valor temeroso": he aquí la
contradicción.
Respecto de la
muerte -excluida tantas veces de nuestro horizonte cultural, escamoteada a nuestra
vista y denostada siempre- el hombre hoy ha tomado una actitud huidiza,
fugitiva, en una palabra, de evitación. Simultáneamente que esto sucede, el
problema se intelectualiza: nunca hasta hoy hemos dispuesto de más
publicaciones periódicas -aunque todas inmersas en un marco que intenta ser
científico- en torno a la muerte del hombre. Es como si tras intentar sumergir
la cuestión, excluyéndola de nuestro entorno, ésta reflotara haciéndose
presente a un nivel más científico, pero también más sofisticado y maquillado.
La ambivalencia
axiológica ante la vida remite a la ambivalencia axiológica ante la muerte.
Surgen así una
montaña de contradicciones, muy difíciles de justificar. Pondré a continuación
algunos ejemplos.
A la tercera
edad -¿podremos hablar pronto de una cuarta edad?- hoy se la margina y denigra
con excesiva frecuencia. Los viejos de hoy son un estorbo para los actuales
jóvenes. La gerontofobia está servida en nuestra actual sociedad. El lenguaje
coloquial es un buen exponente de esta fobia: términos como
"palmera", "retablo", "carcamal", etc., son ahora
moneda corriente en el uso coloquial del lenguaje de las más jóvenes. El
anciano es un inútil que consume lo que no produce, que vive a expensas de los
hercúleos esfuerzos de los más jóvenes. Pero esto plantea un problema, frente
al que alguna de las soluciones ofrecidas, se vislumbran como radicalmente
antihumanas: la eutanasia. Un viejo cuesta cuatro veces más caro a la Seguridad Social, que un joven. Habida cuenta de la escasa natalidad hoy imperante ¿quién
pagará mañana?, ¿quién continuará trabajando para seguir generando los medios
necesarios que hacen posible y digna la continuidad de la vida de los menos
jóvenes?
Junto al
descrédito de la tercera edad, desde nuestra actual sociedad, también hay voces
que se alzan en alabanzas de esa edad dorada. Hoy se exalta también -aunque
menos intensamente de lo que se detesta- a la tercera edad, a esa edad de la postmadurez. Se dice que esta es la edad dorada del hombre, que el anciano gana en sabiduría
lo que ha perdido en vigor; que si la vejez tiene sus achaques, también tiene
sus experiencias acumuladas con las que hacer frente a aquellos . Algunos de
nuestros jóvenes, al menos, se comportan como si estuviesen de acuerdo con el
contenido de aquellos versos de Víctor Hugo:"se ve la llama en los ojos de
los jóvenes, pero en el ojo del viejo se ve la luz".
Ello no obsta para que bastantes hijos ingresen a sus ancianos padres en los
hospitales de la Seguridad Social durante los fines de semana, de modo que
puedan sentirse liberados de éstos. Es fácil encontrar una excusa para el
ingreso: ya se sabe, puestos a buscar, en un anciano algo falla siempre. Pero
el supuesto fallo, aunque objetivamente, difícilmente justificará el ingreso.
El fallo está más bien y únicamente en los propios hijos, quienes amenazan al
médico de guardia capitalizando el potencial, aunque improbable, fallo en el
organismo de sus progenitores. De este modo, si una vez negado el ingreso, a su
padre le pasara algo, el médico que se negó a ingresarlo, y sólo él, sería el
único responsable.
He aquí la
paradoja y la contradicción de las más jóvenes respecto de la vida de los menos
jóvenes, de quienes aquellos proceden.
Frente a la
muerte las actitudes de muchos ciudadanos de hoy son también contradictorias:
mientras unos están decididamente a favor de la eutanasia (de eso que con
eufemismo se ha dado en llamar "morir con dignidad"), otros propician
un ensañamiento terapéutico con los que, hágase lo que se haga, indefectiblemente
han de morir. Mientras unos hacen la apología de la eutanasia y del suicidio,
otros parecen apostar por la perpetuación de la vida humana, más allá de lo que
sería debido y natural.
Algo parecido,
sólo que más penoso y lamentable, es lo que sucede respecto de la vida de los
que están llamados a nacer. Mientras la masacre del aborto se extiende y se
fomenta, otros rodean al recién nacido, al niño, al joven, de numerosos medios,
de muchos más medios de los que en realidad necesitan. Para los primeros el
niño todavía no nacido es un agresor que viene a impedir la felicidad hedonista
de la pareja; para los segundos, el recién nacido, a lo largo de todo su
desarrollo, es el nuevo tirano al que hay que rendir pleitesía y al que todo
debe someterse sin discusión alguna. En otras ocasiones se impide el nacimiento
de una nueva vida humana, mientras que ocupa su lugar cualquier animal
doméstico, que siempre es menos costoso y comprometido, e igualmente un
"buen compañero", un buen "remedio" para la soledad. He aquí una contradicción más, esta vez centrada sobre la vida.
Es como si
nadie quisiera estar donde está, como si nadie estuviera seguro de aceptarse a
sí mismo en su ser natural. Acaso por eso se ha iniciado la moda del
transformismo biológico, una vez que ya se ha rebasado el transformismo
socio-cultural y psicológico. Hay personas que amparándose en los recursos
quirúrgicos -hoy tan poderosos que casi se confunden con la ciencia-ficción-,
se han sometido a varias y cruentas intervenciones, con tal de cambiar de sexo,
para quizá un poco después intentar "regresar", quirúrgicamente, a su
sexo inicial. En un tono menor y epidérmico es lo que sucede con el color de la piel. Mientras que muchas mujeres blancas ofrecen su cuerpo al sol a fin de broncearlo
-aunque ello tenga sus riesgos como, por ejemplo, las quemaduras, el cáncer de
piel o las encefalitis por insolación-, otras -de raza negra- no dudan en emplear
pomadas de cortisona para "blanquear" la superficie de su organismo,
a pesar de que los efectos del "blanqueador" puedan resultar nefastos
para su salud.
La ambivalencia
calorimétrica abre aquí una pugna entre "bronceadores" y
"blanqueadores", mientras el sujeto que habita bajo esa piel persiste
en su disconformidad con el color de aquella.
¿Tienen sentido
estos comportamientos? ¿Es acaso más digna una vida que se extingue
voluntariamente antes de que llegue su hora, una piel que se muda de color, una
vida que la frustran irreversiblemente cuando apenas se esforzaba por emerger a
nuestro mundo? ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Tiene sentido la pregunta
acerca del sentido de lo que hacemos?
La vida humana: dignidad y
sentido
El sentido de
la vida guarda inexorablemente una íntima relación con el fin último del hombre
y, por ello, con el principio de cada vida humana. Este fin último de cada vida
personal es donde converge, en última instancia, todo el sentido, cualquier
sentido de la vida humana. Por eso quien lo desconozca difícilmente podrá
abrirse paso por entre el enmarañado y proteico mundo de las mil y una circunstancia
-no siempre coherentes- que antes o después se concitan en la existencia
personal de cada hombre.
La vida humana
es, desde luego, un bien, y, sin discusión alguna, uno de los mayores bienes
posibles, pero no es en sí misma un bien absoluto. La vida humana es un bien
parcial para un bien absoluto, un bien para un Bien. El bien en que consiste la
vida humana va más lejos de sí mismo; es únicamente un bien que nos ha sido
dado para alcanzar, a su través, el Bien absoluto. En consecuencia, el bien en
que consiste la vida naturalmente no se repliega en sí mismo, no es hermético,
no es un bien cerrado, sino abierto. La vida humana vale tanto como el
encaminamiento a lo que ella no es y, sin embargo, debe ser y puede llegar a
ser. Desde esta perspectiva podría afirmarse que en tanto que la vida humana no
es el bien absoluto, significa un bien relativo. Comparada al bien absoluto al
que propende, esta afirmación, qué duda cabe, puede aceptarse; sin embargo, en
tanto que sin vida se hace metafísicamente imposible el encaminamiento hacia el
bien absoluto -puesto que la nada no puede propender hacia la nada- resulta
válida la afirmación, no obstante, de que la vida humana es el mayor de los
bienes posibles que pueden ser regalados al hombre. Pero, no se olvide, que
ella misma, aún siendo el mayor de los bienes posibles, no es el bien absoluto.
Este bien para
el Bien, en que consiste el sentido de la vida humana, explana otra rica
significación: la vida humana es una perfección perfectible. Es una perfección
porque en el orden del ser, el "ser" es la mayor de las perfecciones.
Pero es una perfección que todavía no es perfecta, que mientras el sujeto hace
camino al andar, se inscribe en el "aún no" de la perfección final.
Es perfectible
porque en el trascurso de la existencia puede ir optimizando y satisfaciendo,
en una palabra, logrando, lo que todavía ella no es y, sin embargo, está
llamada vocacionalmente a ser.
Esta
consideración imprime al sentido de la vida una urgida propositividad. De ahí
que el sentido de la vida no se agote en una pasividad anhelante del bien al
que el ser se siente llamado, sino que le estimula a aplicar sus mejores
energías, sus decididos esfuerzos para culminar en sí (aunque no para sí) la
perfección a la que está llamado.
Esto significa
que aunque el hombre es, no obstante, no está hecho. Tampoco puede hacerse a sí
mismo desde la nada. El hombre en parte tiene que hacerse y en parte ya está
hecho. Más aún, en la medida en que parcialmente está hecho (tiene una
naturaleza determinada en que consiste), tiene la obligación de completar, de
llevar a término, de acabar su hechura personal, es decir, está llamado a
conquistar el mayor grado de perfección posible, desde la perfección inicial y
potencial que tiene por naturaleza.
Pero esa
perfección a alcanzar con el decurso de la vida no es una perfección para sí,
sino una perfección para los otros. Y esto porque ningún hombre se ha dado a sí
mismo la vida; y si la tiene y no se la ha dado a sí mismo, necesariamente ha
de considerarse deudor de ella; una deuda ésta superior a cualquier otra, una
deuda que en último término es ontológica. De ahí, esa necesidad apremiante y
urgida de, en justa correspondencia, poner a trabajar todo lo que de bueno hay
en uno mismo, al servicio de los demás. No es con ellos se satisgafa la deuda,
pero al menos ésta se amengua y se reviste con la plenitud del sentido,
mientras se acrece la dignidad personal y se satisface la necesidad de sentido
de la existencia.
El sentido de
la vida se oscurece y enajena, se retuerce y tergiversa, cuando el hombre se
olvida de su deuda ontológica, cuando intenta satisfacer el sentido de su vida
con la almoneda del hedonismo, cuando acaso busque la perfección, pero una
perfección que es únicamente para sí y sin los otros. Entonces la vida humana
se entenebrece sin lograr abrirse paso en la oscuridad. No, el sentido de la vida humana no puede lograrse en el replegamiento hermético
del narcisismo que se hurta a todo lo que suponga un esfuerzo al servicio de
los demás. En la medida en que el hombre intenta "ahorrar" su vida
(ahorrarse a sí mismo), se descapitaliza y empobrece, se esfuma su razón de
ser, a pesar de que intente levantase una y otra vez sobre el barro de su
desesperación personal. Pues, como escribe Tagore, "la vida se da para
merecerla y se merece dándola".
Cada vez son
más abundantes las personas que se quejan de no encontrar sentido para su vida.
El hombre contemporáneo tiene muchas de las cosas que siempre soñó, pero acaso
no se tenga a sí mismo, lo que constituye su máxima indigencia y pobreza. Y no
se tiene a sí mismo porque no ha conseguido alcanzar a comprender cuál es el
sentido de su vida. Sin éste, poco importa que tenga pocas o muchas cosas, que
satisgafa -siempre parcialmente- más no menos deseos; todo ello es irrelevante
cuando se ignora lo que más se anhela: un sentido por el que vivir. Decía Kant
que "cuando se tiene un porqué para vivir se soporta cualquier cómo".
El hombre de hoy tal vez tenga todos los posibles "cómo" vivir, instalado
confortablemente como está; pero le falta lo fundamental: un "porqué"
para su vida. De ahí el estado perenne de frustración en que se encuentra y la
perpetuación de la insatisfacción que aquella genera.
La donación
gratuita que supone "el bien para el Bien", en que consiste la vida,
hace que ésta tenga un carácter indeleble y fundamentalmente oferente. El
hombre hace mal cuando se niega a pasar gratuitamente -tal y como lo recibió-
el testigo de la la vida. Lo que se le dió gratuitamente, gratuitamente debe
ofrecerse. Por eso resulta difícil de entender esa autoliquidación en que
consiste la cerrazón del hombre contemporáneo a seguir trasmitiendo la vida
humana.
Asistimos aquí
a una de las cumbres más altas de la autofrustración y desvitalización de la vida. Autofrustración, porque se usa la vida en contra de la vida. Desvitalización, porque al hacer uso así de la vida, ésta ni siquiera se trasciende
biológicamente a sí misma.
Esta decisión,
por muy extendida que esté, no deja de ser una solemne estupidez, una especie de
extrañamiento, de enajenación, que de no ser ignorante es negligible y, por
consiguiente, responsable y punible.
¿Cómo superar
entonces la indignidad de una existencia estéril que desvitalizándose continúa
obstinadamente replegándose en sí misma? En realidad resulta muy difícil
contestar a este interrogante para el que no tenemos ninguna razón explicativa.
En este punto, rozamos el misterio insondable de la vida humana.
Es posible que
la ignorancia del hombre -voluntaria e involuntariamente- esté detrás de este
misterio. Esta ignorancia es la que se teje y desteje cada día, confundiendo
casi siempre la identidad personal. En realidad, el sentido de la vida es el
norte, el punto guía por excelencia para vertebrar la identidad personal. Sin
él, ésta resulta una tarea imposible. Si el hombre desconoce su último fin -el
Bien absoluto al que propende desde el bien parcial en que consiste-,
difícilmente podrá hacerse cargo de su identidad personal. Quien se ignora a sí
propio difícilmente atinará en el encaminamiento hacia su propia perfección.
Antes al contrario, andará a tientas y a ciegas, con pasos vacilantes, hacia no
se sabe dónde, mientras su perfección inicial se arruina. La asistencia
psiquiátrica de cada día prueba suficientemente, en muchas ocasiones, cuanto
aquí se dice.
Una trayectoria
biográfica, en la que no se ha definido la meta, el fin, poco importa que se
recorra rápidamente o lentamente, lo que es seguro es que llegará
inevitablemente a ningún lugar. Pero no se piense que el lamentable resultado
aparece sólo al término del camino. En cada hito, en cada revuelta del camino,
el sujeto sentirá el zarpazo de no saber hacia dónde se dirige, de ignorarse a
sí mismo. ¿Tiene, entonces, algo de particular que las llamadas crisis de
identidad sean hoy tan frecuentes? ¿Es justo y lógico que una vida así vivida
reclame para sí el título de la dignidad? ¿Nos pasmaremos acaso si el sujeto
que recorre una trayectoria biográfica como la anteriormente descrita
manifiesta una patología incluso somática?
No, en realidad
no podemos entrañarnos de la aparición de esas manifestaciones patológicas.
Pues como escribió Weizsaecker, Nichts organisches hat keinen Sinn; nichts
psychisches hat keinen Leib, nada orgánico carece de sentido: nada psíquico
carece de cuerpo. Y si el hombre no tiene en sí el sentido de su vida, su
cuerpo tampoco tendrá sentido.
La angustia
metafísica es una de las consecuencias principales que se derivan de esta
inconsistencia de la conducta.
Hoy el progreso
de la técnica se ha incrementado, , al mismo tiempo que se intensificaba la
regresión de los valores. Nada de particular tiene entonces que la persona
humana, hastiada de la vieja retórica, gire sobre sí misma sin acertar a
encontrar la puerta que buscaba. Hoy, lo heroico no está de moda, sino que más
bien se rechaza. Precisamente por eso se detesta el esfuerzo y la aventura que
supone la búsqueda de la perfección personal. Para buscar la perfección, hay
primero que creer en ella. Y no se creerá en ella si simultáneamente no se
cree, en cierto modo, en uno mismo, es decir, si echadas las cuentas sobre los
recursos de que se dispone (tanto los actualmente disponibles como los que
pueden lograr pidiéndolos), uno juzga a éstos insuficientes para alcanzar la
meta deseada y alzarse a sí mismo con el premio de la victoria.
Acaso por miedo
al desengaño -o por la impotencia que genera no creer en nada, ni siquiera en
sí mismo-, el hombre contemporáneo rechaza todo riesgo, rechaza lo heroico,
mientras se autosatisface con la épica mediocridad. Triste autosatisfacción
ésta, por cuanto que además de ser siempre insatisfactoria, frustra y degrada
lo mejor que hay en cada hombre. La instalación en la aurea mediocritas del
hombre contemporáneo es hoy un hecho frecuente. Quienes así piensan ignoran que
su historia personal se prolonga, se autotrasciende en la eternidad. Y que si en esta andadura biográfica se conforman con la mediocridad, la
prolongación de ésta, en el mejor de los casos, también ha de ser mediocre.
Algunos de los
que neciamente hacen gala de no creer en nada, sin embargo, no parecen tener
inconveniente en creer firmemente en el mito del progreso científico. El
materialismo vital en que se han acunado, les empuja con naturalidad y
sencillez hacia esa opción lamentable,. Pero esa opción es posible precisamente
gracias a que el hombre es algo más, bastante más, que pura materia. Dicho de
otra forma, los hombres pueden optar por el materialismo, precisamente porque
ellos mismos son transmateriales.
De una opción como
la anterior difícilmente podrá surgir el sentido de la vida. El auténtico progreso no es tecnológico, ni material, sino humano. Gracias precisamente
a éste, es posible aquél. Pero ya habíamos convenido anteriormente que sin
haber logrado dilucidar cuál es el sentido de la vida personal resulta muy
difícil, si es que no imposible, cualquier progreso. Y si el hombre, cada
hombre, no progresa él mismo, más tarde o más temprano acabará por agotarse y
desvanecerse el progreso material y tecnológico por el que el hombre había
optado. Desgraciadamente tenemos hoy suficientes ejemplos a nuestro alrededor
que prueban lo que estoy diciendo. La energía atómica, por poner un ejemplo,
constituye, qué duda cabe, un buen tópico del progreso material alcanzado. Pero
la energía atómica sin el progreso del hombre, de cada hombre, puede acabar por
aniquilar al hombre mismo, a todos los hombres.
Es fácil
dejarse sugestionar por el avance científico y por la tecnología que
materialmente lo ha hecho posible, mientras se deja fuera de foco al hombre que
hizo posible a ambos. La insuficiencia de la ciencia natural -escribe
Weizsaecker- no estriba en lo que afirma, sino en lo que silencia. Y aquí el
gran silencio, el sujeto más silencioso de todos es precisamente el hombre. No,
a través de actitudes admirativas e idólatras hacia el progreso tecnológico el
hombre jamás alcanzará un sentido para su vida.
El hombre se
autotrasciende en el amor al hombre, porque en cada hombre se trasluce algo
transhumano, que no por estar más allá de la naturaleza humana es impropio de
ésta. Dicho con otras palabras: en todo hombre hay un plus sobreañadido, un
carácter indeleble de además que le trasciende y en el que se trasciende.
Misteriosamente el hombre es más que el hombre. En la medida que el hombre
descubre la trascendencia humana, en esa medida alcanza un sentido para su
vivir. Es en la trascendencia -sea la suya o la de otros hombres- donde el
hombre descubre la naturaleza de su ser, de un ser permanentemente abierto que
reclama contemplar su perfección; una perfección ésta que desbordándose acaba
siempre por derramarse en los otros hombres.
Ahí, y sólo ahí,
es donde puede encontrar la dignidad y el sentido para su existencia.
El sentido de la dignidad
de la muerte
Hemos visto,
líneas atrás, la dignidad del sentido de la vida; corresponde ahora afrontar
cuál es el sentido de la dignidad de la muerte. En realidad, lo primero reconduce a lo segundo y la consideración de este último contribuye a explicar más
satisfactoriamente lo primero.
La dignidad de
la muerte -"el derecho a una muerte digna", que dicen algunos- no
consiste en evitar al hombre, a cualquier precio, todo sufrimiento. El
sufrimiento humano no es algo en sí mismo maldito, como algunos piensan. El
sufrimiento humano también tiene sentido; más aún, parte de este sentido es lo
que ayuda a encontrar el sentido de la vida. La muerte del hombre, puede ser digna o indigna, indistintamente que sea dolorosa o indolora. La presencia
mayor o menor de dolor o su ausencia no constituye un criterio que discrimine
entre muertes dignas o indignas.
La concepción
hoy muy extendida de que la muerte dolorosa es sinónima de muerte indigna, no
solamente constituye un grosero error antropológico, sino que al mismo tiempo
desvela el sin sentido que ha guiado a muchas trayectorias biográficas.
Una actitud así
lo que traduce es sencillamente la algofobia social, el temor al dolor. Pero el
temor al dolor precisamente desvela un cierto dolor: el que denuncia el falso
extremo por el que se había optado (el placer).
Es cierto -y
los médicos lo sabemos muy bien- que hay que luchar contra el dolor; pero no es
menos cierto que éste no es la suma de todos los males posibles sin mezcla de
bien alguno. Entre otras cosas porque el dolor humano no es algo antinatural,
sino que contrariamente es algo que se inscribe y caracteriza a la naturaleza
humana.
Centrar la
cuestión de la dignidad de la muerte exclusivamente en el criterio alguedónico
significa, entre otras cosas, trivializar el mismo hecho de la muerte humana.
El dolor, aún con ser muy importante es algo sensorial, y en tanto que
sensorial, periférico (aunque también hay dolores de tipo central) y
difícilmente podría agotar por sí sólo todo el rico significado que se alberga
en la muerte de cada hombre. Por eso, definir la eutanasia con el eufemismo del
"derecho a una muerte digna" no deja de ser otra cosa que eso: un
eufemismo.
Este error
manifiesta mejor que ningún otro la opción que la sociedad de nuestro tiempo ha
hecho por el hedonismo. Quiere esto decir que se ha optado por considerar al
placer como el sentido de la vida humana. De ahí que su ausencia, es decir, el
dolor, constituya una indignidad, algo ignominioso que humilla y degrada al
hombre. Pero, contrariamente a como algunos piensan hoy, el dolor está repleto
de sentido, siendo un ingrediente que plenifica y autentiza la vida del hombre.
No debo penetrar aquí en este problema, del que ya me he ocupado en otras
ocasiones, pero vaya por delante la afirmación de que el dolor humano
también tiene su sentido·- ·-· -······-·
Aquilino Polaino
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