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El mito del cambio climático: la nueva crisis del humanismo
por
Sergio Fernández Riquelme
Los portavoces mediáticos de la “sociedad amoral”, utopía de
signo relativista y pretensiones laicistas, han convertido en construcción
mitológica un hecho destinado al debate científico riguroso y a la reflexión
cultural.
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" Honra a los dioses,
ama a tu mujer y
defiende a tu patria"
(Homero, s. VII ac.).
El fenómeno del “cambio climático” ha devenido, pues, en uno de los
medios de legitimación ideológica de ciertas posturas político-electorales
autodenominadas como “progresistas”, que esconden la incapacidad de éstas en
crear paradigmas empíricos para modificar el sistema económico capitalista hoy
vigente, más allá de la propaganda retórica ecologista; para justificar su
desvinculación de las grandes tradiciones culturales y vitales de las
sociedades occidentales, causa primordial de la degradación del medio natural;
y para ocultar las consecuencias de los procesos de “ingeniería social” por
ellos impulsados, razón fundamental en la alteración sustancial en el
equilibrio material y espiritual, y por ende histórico, entre el hombre y la
tierra. Un mito, en suma, que hurta a los ciudadanos, una vez más, del análisis
de la gran tragedia moral de nuestro tiempo: la crisis de la civilización; una
perenne “crisis del humanismo”, que ya hace casi noventa años tan
magistralmente advirtió nuestro Ramiro de Maeztu .
1. Introducción: el mito como construcción bioética.
Los datos suelen ser fríos, e incluso llegan a congelar el
alma. Las cifras sobre mortandad infantil por causa del hambre crónica en
ciertos países africanos, el grado de represión política en distintos países de
ideologías colectivistas o el número de abortos inducidos en las sociedades
occidentales, por citar algunas tragedias de nuestra era, llevan a la “hibernación
de las conciencias”. Primero fue la “sacralización de la técnica”, que hizo de
estas cifras asunto de estudio y recopilación de organizaciones privadas y
religiosas; en aras del progreso individual y material había que relativizar la
presencia mediática de las mismas, cuando no su justificación utilitarista.
Después comenzó a aparecer un nuevo y gran “mito colectivo”, fundado sobre las
legítimas reivindicaciones del pensamiento ecologista, donde la pobreza y
desigualdad propia de este mundo eran vinculadas, y en gran medida oscurecidas,
como resultado de la “irresponsable” acción humana sobre el planeta tierra; e
incluso, las desigualdades de acceso a los recursos venía dada por la acción
interesada de ciertas corporaciones económicas y determinados poderes públicos.
Así nacía el “mito del cambio climático”, un mito que situaba
el debate bioético más allá de las evidencias empíricas de la sociedad
presente. Muchos de sus prohombres intelectuales nos advertían,
prospectivamente, sobre un futuro sombrío de calentamiento global y deshielo
emergente, de deforestación progresiva y desertificación irreversible. Pero las
medidas resolutorias propuestas entraban en el mismo juego materialista y
progresista que denunciaban. Este discurso proponía un cambio ideológico para
frenar la alteración de las leyes propias de la naturaleza, pero de otro lado,
consideraban irrenunciables los logros de la “ingeniería social occidental” (la
llamada “cultura de los derechos individuales”) y su arrumbamiento de las leyes
naturales propias del ser humano.
Esta mitología “ecoideológica” encubría con ello, y en
realidad, la incapacidad contemporánea en la magna empresa de conciliar el
progreso económico y el respeto al medio ambiente, de técnica y moral, de
bienes materiales y tradiciones espirituales. Los movimientos sociales que
hacían y hacen bandera de este hecho, propugnaban un "entorno virgen,
verde y salvaje", pero se mostraba impotentes, supuestamente, para abandonar
nuestro "materialista" estilo de vida, nuestras carreteras, nuestras
casas de hormigón, nuestros ordenadores de metal y plástico, nuestros medios de
transporte contaminantes que nos llevan por todo el mundo; eso sí, más allá de
la “cultura del reciclaje” y de una sostenibilidad “sostenida” sobre hormigón y
asfalto.
Un ejemplo de dicha posición lo encontramos en el gobierno
español [2004-2008]. Invierte millones de euros públicos en propaganda sobre la
"sostenibilidad" (cambiar de bombillas, reciclar vidrio) y apenas se
invierte en I+D (apenas un par de patentes reconocidas), en nuevas tecnologías
o nuevas fuentes de energía renovables. Nuestro gobierno da lecciones de “ecologismo
responsable” cuando ha incumplido las tasas de CO2 del Protocolo de Kioto,
culpabilizando al "consumidor" de derroche o atentado ecológico. El
poder público se lava las manos al no financiar los medios para que ese mismo
"ciudadano estigmatizado", pueda cambiar a un coche o a una casa más
ecológica (aunque en muchos casos no puede acceder ni a una
"contaminante"). Pero sobre todo, alienta las transformaciones
sociales y culturales (individualistas, secularizadoras, antitradicionales,
liberticidas) que se muestran, empíricamente, contradictorias con ese
equilibrio vital, insustituible pero denostado, entre civilización y
naturaleza, que nuestros padres, a través de sus creencias y tradiciones,
habían convertido en norma comunitaria.
El hombre se convierte, de nuevo, en “animal”, definido
únicamente por su sexualidad y por su capacidad de consumo. Dios y el sentido
común desaparecen de las escuelas públicas, y los medios de comunicación crean,
cada día, un nuevo Adán.
Las políticas públicas “ecosociales” se limitan, por ello, a
crear ciudadanos sometidos a ese estereotipo de consumidor responsable, de
reciclador cotidiano, de “portador de derechos”. El Estado, dominado por la partidocracia
y sometido a las presiones de los “lobbys” transhumanos, propugna el “hombre
libre”, pero lo convierten en súbdito de la Hacienda y de la Ideología. Los valores
que porta, consecuentemente, se alejan del contacto con la naturaleza, con la
tradición, y por ello, con la historia. No hay continuidad de creencias y
creaciones, de obligaciones y responsabilidades; el hombre es cada día nuevo.
Así, y en vez de plantear una vuelta a la tradición, al ser
humano portador de valores trascendentales, con soluciones de adaptación
progresiva a las nuevas condiciones de vida que el futuro de la tierra
impondrá, se gastan millones de recursos en soluciones que el desarrollo de
China, India o Brasil, las llamadas “potencias emergentes” convertirán, como es
lógico, en parches innecesarios (¿o habría que negar el progreso a las
sociedades del Tercer mundo para preservar el bienestar medioambiental de los hombres
y mujeres del Primero?), y que ese “animal sexual y consumidor” digiere en
propaganda y ocio. Con ello, se vuelve a negar el papel didáctico de la
historia, "maestra de la vida"; se niega la capacidad del hombre para
adaptarse al medio ambiente futuro, se niega el progreso que ha situado a la
humanidad en niveles de desarrollo y libertad desconocidos, se niega la
existencia de cambios climáticos, parciales o totales, en la historia y
prehistoria del hombre, etc.
Pero este mito, que niega que la transformación radical del
medio natural sobre el que vivimos no es un problema económico o político sino
un "problema de civilización", muestra una serie de contradicciones
ideológicas que es preciso abordar y confrontar con la realidad.
2. Las leyendas “ecosociales”.
a) La servidumbre científica
Los científicos se convierten en políticos, cuando no en
ideólogos, de la "verdad establecida"; hipótesis y comprobaciones son
temas de expertos, solo de ciertos expertos. El debate se sitúa en términos
cuantitativos, eliminando el elemento cuantitativo, humano, del mismo. ¿El
científico en de derechas o de izquierdas, o quizás del "llamado"
centro?, ¿debe tener vocación teórica o inclinaciones sociales?. Ciertos
portavoces de las ciencias exactas y naturales, que reducen esta noble tarea a
un "cientifismo puro", niegan la reflexión no solo de los científicos
sociales y humanos, sino del propio "hombre de la calle", cuyo
"principal problema mundial" es que dichos científicos encuentren la
clave para la bajada de precios del pan y la leche, la gasolina y los libros,
de las hipotecas y los pisos.
La ciencia se desnuda de su verdadera labor. ¿Cuando una ciencia
para el hombre y no para la ideología? ¿Una ciencia para el que pasa hambre,
para el que no puede hablar libremente, para el que no llega a fin de mes?.
Simple utopía. Inventores de vacunas salvadoras y de remedios contra el cáncer,
misioneros que dan su vida y su cuerpo por los que nada tiene, esos, no merecen
el “Príncipe de Asturias”, ni diez minutos en televisión ni ser considerados
"portavoces de la lucha contra el cambio climático".
¿La derecha tiene derecho a la ciencia, e incluso a
libertad de expresión?. La ciencia dice que los políticos conservadores y
sus masas reaccionarias son los responsables del "cambio climático". La
derecha malvada y sempiterna, los empresarios antes explotadores y hoy
contaminantes. Nosotros, que no les hemos votado ni nunca seriamos capaces de
votar a esos "terroristas ambientales", solo somos los pobres
investigadores que detectamos este hecho científicamente, y que propugnamos que
nuestra basura sea, bien reciclada eso sí, el alimento de los pobres de Sudán o
del Congo, hombres sin derecho a malgastar, a ensuciar. El cupo esta cerrado.
Así la ciencia no cuestiona a Adam Smith ni a David Ricardo
por poner las bases del capitalismo moderno; ni la ideología a Marx y Lenin por
lanzar la idea del Estado ideológico. Pocos economistas se definirían como
"anticlásicos", y pocos ideólogos como “antiprogresistas”. Esta misma
ciencia no pone en solfa a Charles Darwin por enseñarnos el camino de la "selección
natural" y la "adaptación al medio" que hoy presenciamos con
asombro. Nadie se definiría como Hegel tenía razón. Por ello, el laboratorio
dice con ello que el mundo se transformará, cuando no se destruirá, y la
política utilizará el "miedo medioambiental" como gancho en sus
programas electorales, como excusa de sus defectos ejecutivos y legislativos, y
como nueva fuente de financiación. La empresa y la fábrica son los enemigos,
pero el consumo el factor de progreso. La contradicción nos persigue. El hombre
de la calle sabe que su mundo tiene fin, cuando no puede afrontar la subida de
la inflación, y ni el científico ni el político, como ya advirtió Weber,
parecen darse cuenta de un "viejo proletariado" convertido en
"nuevo mileurista". La civilización corre peligro, y no solo por la
subida de las temperaturas.
b) La "interrupción voluntaria" de la naturaleza.
Los voceros, políticos y científicos del "cambio
climático" terminan sus frases grandilocuentes con la siguiente frase
lapidaria: "dejemos a nuestro hijos un mundo mejor". ¿Pero cuál?,
¿este que denunciamos como injusto y contaminado?, ¿un mundo propio de la
"feliz prehistoria", bien limpio de creencias religiosas, sociedades tradicionales,
y de regímenes que hoy consideraríamos autoritarios?, ¿o quizás un mundo que sólo
existe en nuestra imaginación?, o ¿quizá el de los malogrados Campanella o
Moro?.
Pero unas cuantas frases nos adentrarán en respuestas aún
sin plantear. ¿Cuantos de nuestros hijos, conocen la vida salvaje y natural,
cuantos han conocido un animal fuera del zoológico o de los documentales televisivos,
cuantos conocen las tradiciones del campo y de la huerta, cuantos han trabajado
la tierra o saben que es exactamente una "simple gallina de corral?. ¿Y
cuantos de nosotros van a trabajar en la huerta para que no se pierda, o limpiará
los montes para que no se incendien, o recuperara las tradiciones ancestrales
para eliminar la contaminación, o "hará el pan con sus manos y en su
horno"?.
Y hechos aún más simples deberían hacer reflexionar al
investigador profesional Hacemos deporte en gimnasios y centros deportivos
construidos con hormigón y provistos de energía. La vida sana bajo cuatro paredes
"contaminantes". Iremos al trabajo por un carril-bici de asfalto o un
tranvía, donde antes habían "cuatro matojos". Tomamos productos de
soja enlatados o embotellados. La vida sana enlatada. Tomamos productos del
campo recogidos por inmigrantes que no llegan ni al salario mínimo. La huerta
en casa, sin doblarse la espalda. Gastaremos 300.000.000 de euros en
"aplazar seis años" un "irreversible cambio climático"
(véase el Panel Científico de 2007). La eficiencia de recursos no llegará, si
no es por caridad, al Tercer mundo. La hipocresía nos acompañará.
Preguntas y respuestas que muestran la tendencia de nuestra
época, el signo de nuestra crisis civilizatoria: aplicamos a la naturaleza
"la interrupción voluntaria" de su devenir y de su existencia. No hay
tiempo para mantener, ni criar, ni alimentar a la "madre tierra". Lo
experiencia con nuestras crías nonatas o con nuestras abuelas
abandonadas nos sirve para las crías y madres del resto de especies del
planeta. La historia vuelve a ser maestra. Cuando veamos a un oso polar
buscando su salvación en medio del Ártico, como diría el profeta que en que
hemos convertido a Darwin: "adáptate o evoluciona, si quieres
sobrevivir". Si ese Oso tuviera "derechos objetivos", exigiría
la "muerte digna". Lástima, nunca nos escuchará.
c) El terrorista ambiental.
La crítica a la "mitificación del cambio
climático" conduce, inevitablemente, como otros procesos desmitificadores,
a la condena desde el "pensamiento correcto". Así ha sucedido
en la historia. Antiecologista, antinaturalista, en suma, colaborador o
presunto "terrorista ambiental", son los términos que sustituyen a
los de siempre: pagano o mártir, ácrata o heterodoxo, crítico o disidente. Este
terrorista es el que construye nuestra casa, el que asfalta nuestras
carreteras, el que extrae los materiales para nuestras placas solares, el que
extrae el petróleo para nuestra gasolina y nuestra ropa; nosotros, ¡nunca¡.
La investigación y el debate mueren así en la
descalificación; la enseñanza de nuestra historia no sirve para nada. La crisis
medioambiental de nuestro mundo, provocada o natural, olvida las raíces de
nuestra crisis de civilización. Ahora el cambio climático es el responsable del
hambre y de los genocidios. Nos lavamos las manos. Luchamos contra la
contaminación, pero nos negamos a modificar el sistema político y responsable
de la misma. Simples parches. Intentaremos salvar a la humanidad del futuro
"calentamiento global", con el "valioso precedente" de la
"incapacidad" internacional de frenar el genocidio de Dafur o
la represión en Birmania (y más vulgarmente, de impedir la escalada del precio
de la vivienda, "bien de primera necesidad para millones de familias). Una
gran lección para el mañana.
d) La ciudad ecológica.
La nueva “Civitas” humana, sostenible y perfecta, se
encuentra en los desiertos arábigos. En Abu Dhabi, bajo la pluma de Norman
Foster, una ciudad ecológica nace del dinero de los petrodólares
“contaminantes”, y bajo el sol de varios árboles de diseño. Nada de CO2, de
emisiones contaminantes, de basuras sin reciclar, de energías no alternativas;
pero nada de vinculación con la tierra, de normas morales, de “trabajo manual”
en el campo y en el taller. Los gremios desaparecieron con la Ley Le Chapelier
(1795), y el “trabajo humano” se convierte en leyenda bajo la aspiración al
“cursus honorum” (funcionario, burócrata, político, o simplemente,
“meritorio”).
Jardines en los techos de los edificios, contenedores de
reciclaje en urbanizaciones inmensas, jardines donde antes había huerta,
bicicletas donde antes había coches y hasta caballos, piscinas y no lagos,
playas y no grandes costas vírgenes, yogures ecológicos y no comida natural,
resorts y no cortijos o granjas, etc. Las soluciones “ecosociales” vuelven a
ser otro negocio del sistema, con la publicidad moral, más bien el chantaje
emocional de la “defensa del medio ambiente”; y la crisis de la humanidad, de
Occidente, sigue sus pasos.
3. Conclusiones. La crisis del humanismo
Estas son las soluciones de la Técnica y del Progreso. Aplicaremos
numerosas medidas medioambientales, pero olvidaremos la responsabilidad
cultural del hombre. Todos reclamamos derechos (a un aire puro, a la limitación
del ruido, a una capa de ozono integra, a alimentos naturales), pero solo unos
pocos asumen responsabilidades reales. La vinculación al medio ambiente se
convierte en sentimental, paisajística, ideológica. Educaremos a nuestros hijos
en el "verde valle", pero quizás pocos de ellos vivirán algún día en
él. Eso si, solo a condición de que la casa tenga agua corriente, luz eléctrica,
buenos accesos, mejores vistas, un supermercado cerca, y quizás, porche,
piscina, y si se puede garaje para dos o más coches.
Propugnamos la "sostenibilidad", pero veremos como
los pueblos rurales se despueblan, los campos son recogidos por máquinas o por
mano de obra barata, y se descalifican los trabajos manuales y agrarios. Todos
queremos ser universitarios. Si no respetamos a nuestros mayores, a los
desiguales o a nuestros propios vecinos, no parece viable el respeto a un árbol,
a una rata, o a ese Oso polar, del que todos se compadecen, pero al que nadie
ayuda en su travesía marina. Si no salimos en defensa de una inmigrante agredida,
protagonista de la televisión convertida en “basura” ¿como defenderemos al
lince ibérico en peligro de extinción?. Todo parece una "ucronía",
todo nos acerca al mundo feliz de. A. Huxley.
Pero la verdadera lucha por el medio ambiente, parte, como veremos,
de la previa salvación de una serie de valores de nuestra herencia
grecorromana y judeocristiana, que hoy por hoy, no se enseña en las escuelas. Parte,
pues, de un nuevo hombre, sabedor de sus límites, de sus tradiciones, de su
“naturaleza de pecador”. Sólo reconociendo a sus antepasados como “ser
histórico”, amando a su familia como “ser social”, sabiendo de sus límites como
“ser cultural y espiritual”, se podrá evitar ese humanismo degradante
para el hombre, que lo convierte en mero instrumento sexual y materialista, sin
sentido de la historia y de la trascendencia. Ahí, solamente ahí, es donde se
puede evitar que se forjen los verdaderos "terroristas ambientales"
de hoy y de mañana.
·- ·-· -······-·Sergio Fernández Riquelme
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