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La acción política de los católicos
por
Daniel Iglesias Grèzes
Samuel Huntington alcanzó fama mundial mediante la siguiente tesis: la política internacional del siglo XXI estará dominada por el “choque de civilizaciones”, y especialmente por el choque entre las civilizaciones occidental e islámica. Por mi parte creo que hay muchas y buenas razones para sostener que la principal amenaza a la paz mundial no será el choque entre el Occidente y el Islam, sino el choque de Occidente consigo mismo, su rebelión contra sus propias raíces cristianas
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La dimensión
política de la fe cristiana
La Iglesia
Católica reconoce la justa autonomía de larealidad
terrena, de la cultura humana y de la comunidad política (cf. Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et Spes, nn. 36, 59, 76).
Este principio católico contradice tanto al integrismo, que niega la autonomía
de la realidad creada, como al secularismo, que la exagera considerándola como
independencia respecto de Dios. Mientras que el integrismo une indisolublemente
a la fe cosas que le pertenecen sólo accidentalmente, el secularismo separa de
la fe cosas que le pertenecen sustancialmente. El Concilio Vaticano II rechaza
ambos errores, afirmando que
las cosas creadas y la sociedad gozan de leyes y valores propios, que el hombre
debe descubrir y emplear, y que la realidad creada depende de Dios y debe ser
usada con referencia a Él (cf. ídem, n. 36).
De acuerdo con su
afirmación de la legítima autonomía de la
comunidad política, la Iglesia reconoce no tener las soluciones a todos los
problemas políticos que enfrentan las sociedades humanas. Por ejemplo, no es
tarea de la Iglesia enseñar a los uruguayos si debemos o no debemos privatizar la Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland (ANCAP); y es muy dudoso que sea
tarea suya determinar si y hasta qué punto específico es conveniente o no para
los latinoamericanos adoptar los diez lineamientos generales de política
económica agrupados por John Williamson bajo el nombre de “Consenso de
Washington” (cf. IV Sínodo Arquidiocesano de Montevideo, Documento de Trabajo
(DTS), Desafíos a nuestro compromiso eclesial, pp. 9-10). En este terreno
tienen la palabra los partidos y las ideologías políticas. Por eso está
prohibido a los clérigos ejercer cargos del gobierno civil y participar
activamente en partidos políticos (cf. Código de Derecho Canónico, cc. 285,3;
287,2). La Iglesia tiene una sola cosa que ofrecer a los hombres: nada más ni
nada menos que la Palabra de Dios hecha carne, Jesucristo, el Salvador del
mundo, quien nos ha revelado la verdad acerca de Dios y la verdad acerca del
hombre. Por otra parte, sin
embargo, esta verdad revelada acerca del hombre se refiere tanto a la dimensión
individual como a la dimensión social del ser humano. La fe cristiana tiene
consecuencias ineludibles en el terreno de la moral social. Por ende la Iglesia
cuenta con valiosísimos principios orientadores en el área de los asuntos
culturales, políticos y económicos, a tal punto que se puede afirmar que “no
existe verdadera solución para la “cuestión social” fuera del evangelio”
(Juan Pablo II, encíclica Centesimus Annus, n. 5; cf. n. 43).
“El carácter secular es
propio y peculiar de los laicos... A los laicos corresponde, por propia
vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales
y ordenándolos según Dios.” (Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen
Gentium, n. 31). No debemos confundir la secularidad del laico con el
secularismo. Éste propone una visión dualista que disocia absolutamente los
ámbitos público y privado de la vida del hombre, relegando a la religión
únicamente a la esfera privada. Esta visión procede de un racionalismo que
considera a la fe como un sentimiento irracional que desune a los hombres y que
no tiene derecho de ciudadanía en el ámbito público, por ser éste un ámbito
reservado a la mera racionalidad. No tenemos que dejar de ser cristianos al salir de nuestras casas o
templos y entrar a las escuelas, los lugares de trabajo, el Parlamento, etc.
Debemos actuar como cristianos siempre y en todo lugar, también en el ámbito
político.
Los dos
problemas políticos principales
El problema
político principal del siglo XX podría sintetizarse aproximadamente en la
siguiente pregunta: ¿Cuál debe ser el rol del Estado en la vida de la sociedad?
Las distintas respuestas a esta cuestión suelen ser representadas gráficamente
sobre un eje horizontal:
· En la extrema
izquierda se ubica el socialismo colectivista, en el cual el Estado asume un
rol totalitario.
· En la extrema derecha
se ubica el liberalismo individualista, en el cual el Estado asume un rol
mínimo.
Entre ambos extremos
se ubica toda una gama de posiciones más moderadas.
Desde la
perspectiva de la fe católica, existe un pluralismo político legítimo. Las
propuestas políticas legítimas para un católico deben ser compatibles con los
siguientes dos principios básicos de la doctrina social de la Iglesia:
- El principio de
solidaridad, según el cual el Estado debe promover la justicia social,
tutelando especialmente los derechos de los débiles y pobres (cf. Juan Pablo
II, encíclica Centesimus Annus, nn. 10, 15).
- El principio de
subsidiariedad, según el cual el Estado no debe sofocar los derechos del
individuo, la familia y la sociedad, sino que debe promoverlos (cf. ídem, nn.
11, 15).
Si uno se mueve
desde el centro hacia la derecha sobre el referido eje horizontal, llega un
momento en que deja de respetar el principio de solidaridad. En cambio, si uno
se mueve desde el centro hacia la izquierda, llega un momento en que deja de
respetar el principio de subsidiariedad. Entre ambos puntos está la zona del
pluralismo político legítimo.
Los conflictos
políticos cotidianos se dan habitualmente entre las distintas posiciones
existentes sobre ese eje horizontal. Sin embargo, de vez en cuando determinados
asuntos ponen de manifiesto otro problema político fundamental, que podría
formularse así: ¿Cuál debe ser la actitud del Estado con respecto a la ley
moral natural? Las distintas respuestas a esta segunda cuestión podrían ser
representadas gráficamente sobre un eje vertical:
- En la parte superior
ubico la respuesta que postula una actitud positiva del Estado hacia la ley
moral natural. Aquí se inscribe la doctrina católica, ya que según ésta el
Estado existe para buscar el bien común y esto sólo puede lograrse respetando
el orden moral establecido por Dios en la naturaleza humana (cf. Concilio
Vaticano II, constitución pastoral Gaudium
et Spes, n. 74).
- En la parte central ubico la
respuesta del liberalismo político, que postula una actitud neutral del Estado hacia la
cuestión del bien y el mal.
En la parte inferior ubico las respuestas radicales que postulan una actitud negativa del Estado
hacia la ley moral; por ejemplo: la “dictadura del relativismo”, que hace de la
negación del orden moral objetivo un postulado básico del Estado democrático.
Creo que, por
diversas razones, entre las cuales ocupa un lugar de primer orden el fracaso
del sistema comunista, este “eje vertical” asumirá un papel cada vez más
importante en la vida política de las sociedades del siglo XXI, llegando quizás
a superar la notoriedad del “eje horizontal” (cf. Juan Pablo II, encíclica Centesimus
Annus, n. 42). En el siguiente apartado procuraré mostrar que esto ya está
ocurriendo.
El choque de
dos civilizaciones
Samuel
Huntington alcanzó fama mundial mediante la siguiente tesis: la política
internacional del siglo XXI estará dominada por el “choque de civilizaciones”,
y especialmente por el choque entre las civilizaciones occidental e islámica.
Por mi parte creo que hay muchas y buenas razones para sostener que la
principal amenaza a la paz mundial no será el choque entre el Occidente y el
Islam, sino el choque de Occidente consigo mismo, su rebelión contra sus
propias raíces cristianas.
En
la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13,24-30.36-43) Jesucristo nos enseña
que el Reino de Dios y el reino del diablo coexistirán y se enfrentarán entre
sí hasta el fin del mundo, cuando Dios manifestará su juicio definitivo sobre
cada ser humano, retribuyendo a cada uno según sus obras. Notemos que la pugna
entre ambos reinos se produce no sólo en el nivel individual, sino también en
el nivel social, tendiendo a constituir por una parte una civilización o
cultura del amor y por otra parte una “anti-civilización” o “cultura de la
muerte” (cf. Juan Pablo II, Gratissimam sane, Carta a las familias,
2/02/1994, n. 13).
Si
bien es cierto que esta pugna se ha dado siempre en toda sociedad humana desde
el origen de la historia del pecado, cabe afirmar que ella ha adquirido una
especial intensidad en nuestros días y en particular en nuestra civilización
occidental. Ésta aparece hoy como una civilización dividida en dos: la
civilización cristiana y la civilización secularista. Tanto en nuestra América
como en la vieja Europa se enfrentan hoy claramente esas dos concepciones principales
del hombre y del mundo, profundamente antagónicas entre sí.
Dado que la
familia es la célula básica y fundamental de la sociedad humana, no es extraño
que ella esté en el centro de la lucha entre las dos civilizaciones
mencionadas. Por eso propongo la siguiente tesis: la primera gran victoria de
la “cultura de la muerte” en el Occidente cristiano (en el nivel político) fue
la introducción y la difusión del divorcio.
La “sociedad del divorcio”
Este numeral está inspirado
en diversos escritos de Josep Miró i Ardèvol sobre la “sociedad de la
desvinculación” y en Mons. Nicolás Cotugno, Prólogo, en: Instituto Arquidiocesano de Bioética “Juan Pablo II”, Compendio de Bioética Cristiana, Montevideo
2008, p. XIII.
Utilizaré la metáfora del divorcio para caracterizar
la sociedad occidental contemporánea en su vertiente individualista y
secularista, que parece ser la dominante. Nuestra sociedad puede ser descripta como “sociedad del divorcio”, pues ha divorciado o está divorciando realidades
que deben permanecer unidas o en fecunda relación. En efecto, ella se
caracteriza por varios “divorcios”, que paso a describir.
En
primer lugar, la cultura actual se caracteriza por
Primero,el divorcio entre la fe y la
razón, “las dos alas con las
cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”
(Juan Pablo II, encíclica Fides et Ratio, exordio). El capítulo IV de la encíclica Fides et Ratio sintetiza magníficamente la historia del pensamiento
occidental bajo el punto de vista de la relación entre la fe y la razón. La tercera y última parte de ese capítulo (cf. ídem, nn. 45-48) se titula “El drama
de la separación entre fe y razón”. Allí Juan Pablo II muestra cómo la
síntesis de fe y razón lograda por Santo Tomás de Aquino y la teología
escolástica del siglo XIII se fue oscureciendo a lo largo de los siglos
sucesivos. El gran Papa relaciona la separación entre fe y razón con “el
capítulo principal del drama de la existencia humana contemporánea” (ídem,
n. 47): el hombre actual está amenazado por los resultados de su propio trabajo
(cf. íbidem). Después de haber sufrido los influjos del nominalismo de fines de
la Edad Media, la vertiente paganizante del Renacimiento, la tendencia
fideísta de la Reforma protestante, la Ilustración racionalista, el idealismo y
el materialismo de los siglos XIX y XX y el relativismo de la post-modernidad,
hoy nuestra cultura occidental tiende a ver a la verdad como esclavizante y a
la certeza como una amenaza a la tolerancia que posibilita la convivencia
pacífica.
En segundo lugar, nuestra
cultura se caracteriza por una crisis de la familia, cuya raíz principal es el
divorcio entre marido y mujer. Cuando una sociedad introduce la disolución
del matrimonio en su legislación, deja de ser cristiana, porque debajo del
divorcio subyace una antropología individualista incompatible con el
cristianismo. En efecto, la mentalidad
divorcista supone en el fondo que el ser humano es incapaz de amar de verdad,
comprometiéndose radicalmente con otra persona para toda la vida, o bien asume
que un compromiso absoluto con otro es una esclavitud destructiva. Esta concepción divorcista ha sido impuesta a los pueblos cristianos por la
fuerza de la ley civil y se difunde como una enfermedad contagiosa.
En tercer lugar, nuestra
moderna sociedad secularista se caracteriza por el divorcio (no la sana
separación) entre la Iglesia y el Estado. Este divorcio ha asumido formas
diferentes en distintos países. Uruguay se ha inspirado en el modelo
secularista radical de Francia (un modelo de separación sin reconocimiento) y
lo ha aplicado con inusitado vigor, organizando el Estado casi como si la
religión no existiera. Citaré aquí las conclusiones de un brillante artículo
sobre este tema:
“La primera conclusión es
que, cuando tuvimos que elegir una modalidad de separación entre el estado y
las confesiones religiosas, los uruguayos elegimos una solución particularmente
radical [la laicidad a la francesa]...
y claramente marginal en el mundo democrático. La segunda conclusión es que,
cuando tuvimos que aplicar esa solución, lo hicimos tal vez con coherencia pero
ciertamente con una intransigencia que ni siquiera encontramos en los padres de
la idea. La tercera conclusión es que los uruguayos seguimos sin discutir ese
modelo, pese a que sus propios autores lo están sometiendo a revisión. Creo que
todo esto debería llevarnos a reflexionar sobre nuestras opciones normativas y
nuestras prácticas institucionales.”
(Pablo da Silveira, Laicidad, esa rareza, en: Roger Geymonat
(compilador), Las religiones en el Uruguay. Algunas aproximaciones,
Ediciones La Gotera, Montevideo 2004, p. 211).
En cuarto lugar recuerdo que en todo el mundo existe
hoy una fuerte tendencia al divorcio entre la moral y el derecho
Esta tendencia se
manifiesta, con frecuencia
creciente, mediantenumerosas iniciativas
(logradas o no) a favor de la legalización del aborto, la fecundación in
vitro, la experimentación con embriones, la clonación humana, la eutanasia,
el divorcio por la sola voluntad de cualquiera de los cónyuges, las “uniones
libres”, el “matrimonio homosexual”, etc. En la cultura relativista, la moral
pertenece al ámbito de los sentimientos, de lo irracional, de lo privado, sin
vigencia en el ámbito público. La ley se comprende y se practica en clave
positivista. Se busca proteger los derechos humanos, pero éstos son privados de
su fundamento trascendente, exponiéndolos a ser desconocidos o distorsionados
por la dictadura de la mayoría. Se inventan nuevos y falsos derechos humanos:
los “derechos sexuales y reproductivos”. Se producen impunemente diversos
atentados contra la
libertad de educación y la libertad de expresión acerca de temas morales, etc.
En quinto lugar, se difunde
actualmente con mucha fuerza en todo el mundo una ideología feminista radical,
llamada “perspectiva de género”, que procura el divorcio entre la naturaleza
y la cultura. Se minimiza la importancia de la naturaleza ( el “sexo”) y se prioriza el “género”,
concebido como una mera
construcción cultural. Se sostiene la existencia de múltiples “géneros”
(al menos cinco) y se defiende la libre elección de la “orientación sexual”, como un derecho humano básico. Se promueve la
“diversidad sexual” y se denuncia cualquier visión discrepante con esta
ideología como fundamentalismo y discriminación.
En sexto lugar,
desde hace unos 50 años se promueve el divorcio entre la relación sexual y
la procreación, primero mediante la anticoncepción y luego también a través
de la fecundación artificial. La anticoncepción tiende a banalizar las
relaciones sexuales, privándolas de su apertura a la fecundidad, mientras que
la fecundación artificial tiende a convertir al ser humano en un producto de
laboratorio, comprable por catálogo.
En séptimo y
último lugar, el “humanismo secular” que padece nuestra civilización se
caracteriza por el divorcio entre la moral, por un lado, y la economía, la
ciencia y la tecnología, por otro lado. La ciencia y la tecnología
practicadas sin límites éticos se convierten en una gran amenaza contra el
género humano. Incrementan cada vez más el poder del hombre, pero éste sigue
desorientado en torno a la forma correcta de usar ese poder siempre creciente.
La economía tiende a sustentarse en una visión reduccionista del ser humano
como simple productor o consumidor de bienes y servicios. La empresa, motor de
la economía, tiende a estar motivada principalmente por un afán desenfrenado de
lucro. Si bien últimamente se está difundiendo la noción de responsabilidad
social empresarial, muchas veces está noción encubre una nueva manifestación
del viejo economicismo. Así la responsabilidad social empresarial se convierte,
en muchos casos, en una continuación del afán desordenado de lucro por otros
medios. El “marketing social” se vuelve una herramienta más del business as
usual.
Los siete
“divorcios” enumerados tienen su primer principio en el “divorcio” fundamental
entre el hombre y Dios, propio del ateísmo práctico, cuya primera consecuencia
es el “divorcio” entre el hombre y su prójimo, propio del individualismo.
Frente
a esta triste y amenazadora situación, los cristianos debemos asumir con renovado
ardor la gran tarea de la evangelización de la cultura, re-edificando la
cultura cristiana y sembrando la buena noticia de la verdad cristiana en las
familias, las empresas, los centros educativos, los medios de comunicación
social, los partidos políticos, etc. Nuestra tarea política consiste fundamentalmente
en reconstruir en la sociedad los vínculos deshechos por la “cultura del
divorcio”.
Tres modelos
de participación política de los católicos
Como nos recordaron hace
algún tiempo los Obispos uruguayos, la acción política de los católicos debe
ser regida por los tres principios básicos sintetizados en esta célebre máxima
de San Agustín: “Unidad
en lo necesario, libertad en lo opinable, caridad en todo (cf. Conferencia Episcopal Uruguaya, Católicos.
Sociedad. Política. Documento pastoral y de trabajo de los Obispos para las
Comunidades en el Año Electoral 2004, pp. 65-66):
La unidad en lo necesario exige
que nuestra lealtad primera y
fundamental esté referida a Jesucristo y a la doctrina católica, tal como ésta
es enseñada por el Magisterio de la Iglesia.
La libertad en lo
opinable supone que cada católico tiene plena libertad de opinión y de acción
en todos los asuntos sobre los cuales la doctrina de la Iglesia no se
pronuncia. Pero debe evitar presentar su opinión como la única cristianamente
legítima (cf. Código de Derecho Canónico, cc. 227; 212,1; 747,2).
La caridad, forma de
todas las virtudes, no puede dejar de informar también los actos políticos.
A continuación
describiré brevemente, en función de estos principios, tres modelos de participación
política del pueblo católico.
El primer modelo
es el del partido político católico “único”. Digo “único”, no porque implique
la inexistencia de otros partidos, sino porque este partido confesional, con el
apoyo explícito o implícito de la Jerarquía de la Iglesia, es considerado como
el único que puede ser votado legítimamente por los ciudadanos católicos. Este
modelo privilegia la unidad en detrimento de la libertad. En Uruguay hubo un intento de aproximación a este modelo a principios del siglo XX,
mediante la creación de la Unión Cívica (cf. DTS, cap. 8, nn. 16-22).
El segundo modelo
es el de la pluralidad de partidos políticos, confesionales o no. Se reconoce
de buen grado que cada ciudadano católico puede votar legítimamente a cualquier
partido cuya propuesta sea sustancialmente compatible con la fe cristiana. Este
modelo privilegia la libertad en detrimento de la unidad. En nuestro país se impuso después del Concilio Vaticano II y sigue aún vigente,
predominando incluso la idea de que la época de que los partidos confesionales
ha pasado y que los católicos deben insertarse en los partidos no confesionales
para actuar “como levadura en la masa”.
Estos dos modelos
no se dieron de un modo químicamente puro. Generalmente el partido católico
“único” no llegó a reunir los votos de todos los católicos de su respectivo
país. Por ejemplo, en Uruguay, en su época de mayor auge (a mediados del siglo
XX), la Unión Cívica no llegó a captar más que un 5% de todo el electorado. Por
otra parte, hoy es frecuente encontrar ciudadanos católicos en todos los
partidos políticos, incluso en aquellos que son incompatibles con la fe
católica.
Estos dos modelos de
organización (o desorganización) de la participación política del pueblo
católico se han enfrentado al siguiente dilema.
La vida política
cotidiana transcurre habitualmente en el “eje horizontal” y en este eje muchas
veces hay menor distancia entre un católico y un no católico, ambos de
centro-izquierda o ambos de centro-derecha, que entre dos católicos, uno de
centro-derecha y otro de centro-izquierda. Así el primer modelo se ve sometido
a una fuerza centrífuga que tiende a dividir al partido confesional según las
distintas tendencias horizontales.
La vida política
tiene también un “eje vertical”, habitualmente oculto, pero siempre
determinante. Ocurre normalmente que los partidos políticos no confesionales,
organizados en función del “eje horizontal”, albergan posiciones muy heterogéneas
con respecto al “eje vertical”. Cuando esto se pone de manifiesto, suele
ocurrir que los ciudadanos católicos que han votado a partidos no confesionales
por razones de afinidad en el “eje horizontal” perciben súbitamente que esos
partidos (o algunos de sus sectores) traicionan radicalmente sus convicciones
del “eje vertical”. Además, entonces suele ocurrir que los ciudadanos católicos
entrevean que sus discrepancias en el “eje horizontal” son menos importantes
que sus acuerdos en el “eje vertical”. Así el segundo modelo se ve sometido a
una fuerza centrípeta que tiende a reconstituir un partido confesional.
Los defectos de
ambos modelos han contribuido a la situación de gran debilidad política que
sufren los católicos, en el Uruguay y en otros países. En el primer modelo,
como ya se ha dicho, las diferencias entre los ciudadanos católicos sobre
asuntos opinables generaron divisiones importantes dentro del partido católico.
En el segundo modelo (el actual), la dispersión de los católicos entre muchos
partidos políticos (inclusive más allá de los límites del pluralismo legítimo)
ha generado una profunda desunión entre ellos en el terreno político, desunión
que ha sido una de las causas principales de la pérdida de la influencia
católica en la sociedad.
Teniendo todo esto
en cuenta, propongo un tercer modelo, que intenta combinar los principios de
unidad y libertad de una manera más adecuada a la actual situación histórica. Me refiero a una plataforma política cristiana
“transversal”.Sus miembros, manteniendo
su adhesión a distintos partidos políticos compatibles con la fe cristiana y su
libertad de acción en los asuntos opinables, actuarían unidos -como si fueran
un partido- en todas aquellas materias sobre las cuales la doctrina católica
exige una postura definida. Esta
plataforma política cristiana -que en mi país podría ser denominada, por
ejemplo, “Cristianos por el Uruguay”- no sería un partido político y por lo
tanto no participaría en las elecciones con listas propias. Se configuraría
como una corriente de pensamiento y de acción transversal a los partidos
políticos.En el Parlamento, la
plataforma que propongo podría funcionar de un modo análogo a la bancada
feminista. Las legisladoras feministas pertenecen a distintos partidos, opinan
y votan de un modo divergente en multitud de asuntos, pero convergen a la hora
de defender lo que ellas entienden como derechos de la mujer.
El ideario de la nueva
organización consistiría en toda la doctrina social de la Iglesia y sólo la
doctrina social de la Iglesia. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia sería para ella una referencia teórica básica. La Carta de
los Derechos de la Familia publicada por la Santa Sede en 1983 podría servirle casi como un breve programa de principios, dado que, desde
el punto de vista de la familia, especifica lo que el Papa Benedicto XVI llama
“principios no negociables” de los católicos en la vida política: derecho a la
vida, constitución natural del matrimonio y de la familia, libertad de
educación, libertad religiosa, bien común, etc.
Para ser una
fuerza operativa, históricamente relevante, esta plataforma política cristiana
debería trascender la mera unidad teórica o doctrinal y llegar al plano de la acción. Esto requiere la forja de acuerdos mínimos para llevar los principios a la práctica,
lo cual supone el cultivo de una cultura de cooperación. Ilustraré esto con un
ejemplo: todo católico debe rechazar la legalización del aborto, por lo cual
debe apoyar alternativas al aborto. Pues bien, pienso que los laicos católicos
deberíamos evitar nuestra arraigada tendencia a sobrevalorar nuestras
diferencias de matices sobre aspectos secundarios y mostrarnos capaces de
unirnos en torno a proyectos concretos de alternativas al aborto, aunque estos
proyectos hagan opciones contingentes. Más aún, deberíamos superar nuestra
tendencia a ejercer nuestras responsabilidades políticas de un modo
individualista o anárquico, y organizarnos adecuadamente, aceptando la
existencia de liderazgos.
La plataforma “Cristianos por
el Uruguay” tendría un “núcleo” formado por católicos fieles al Magisterio de
la Iglesia, pero estaría abierta a cristianos de otras denominaciones y a
también a creyentes no cristianos y no creyentes de buena voluntad, siempre que
reconozcan la vigencia de la ley moral natural.
Desde el punto de vista
canónico, “Cristianos por el Uruguay” sería una asociación privada de fieles.
Es decir que la Iglesia la
reconocería como una asociación católica, pero que no actúa oficialmente en
representación de la Iglesia, sino de un modo autónomo. Obviamente, sería una
asociación voluntaria, pero sería muy conveniente que tendiera a abarcar a
todos los políticos y legisladores católicos y a concitar el apoyo de todos los
ciudadanos católicos del país. Naturalmente, sería importante que la Jerarquía
de la Iglesia viera con simpatía una iniciativa de este tipo (o al menos no se
opusiera a ella) y que se estableciera un diálogo fructífero entre los Obispos
y la nueva asociación.
La creación de una
plataforma política cristiana transversal a fin de practicar la “unidad en lo
necesario” en el terreno político no es en absoluto una tarea fácil. Entre los
obstáculos principales destaco los siguientes dos: por una parte, algunos
católicos rechazarán esta iniciativa, calificándola de un modo superficial,
erróneo o incluso irrelevante, como “preconciliar”; por otra parte, los
sectores laicistas la rechazarán por considerarla falsamente como un atentado a
la laicidad del Estado. Sin embargo, la auténtica laicidad no puede suponer que
los cristianos se vean impedidos de brindar su aporte a la comunidad política
en cuanto cristianos.
Terminaré esta
presentación con algunas conclusiones prácticas. La grave situación actual requiere que los fieles
laicos salgamos cuanto antes
de la apatía o la resignación políticas. Lo primero que debemos procurar es que
los católicos conozcan la doctrina de la Iglesia y dejen de votar a candidatos
y partidos cuyas propuestas la contradicen. La demanda para una fuerza política católica relevante existe; falta sólo organizarla y manifestarla. Es necesario que nos fijemos objetivos realistas y que trabajemos fraternalmente
unidos para alcanzarlos. En el camino no faltarán dificultades ni
persecuciones. Estemos dispuestos al sacrificio por el Reino de Cristo. ·- ·-· -······-·
Daniel Iglesias Grèzes
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