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Elogio de la afectividad (10): Cómo aprovechar la afectividad
por
Tomás Melendo y José Antonio Rodríguez
El propósito de este último escrito no es tanto el de aportar nuevos datos como el de resumir el núcleo de lo visto de una manera más vital y, sobre todo, dar entrada a lo que todavía nos queda
|
1. En la vida
vivida
A modo de
resumen
Repasemos con
nuevas miras las tendencias humanas, comenzando por aquellas que se encuentran
también en los demás seres terrestres dotados de vida. A saber:
1. El impulso a la conservación propia.
2. Al mantenimiento de la especie.
3. La tendencia múltiple a la perfección o
plenitud.
Inclinación esta
última que en los animales no domesticados viene a coincidir con las dos
anteriores, pero en el hombre se dispara y diversifica y obtiene
una relevancia infinitamente mayor, capaz de modificar toda su existencia,
incluida la afectividad.
A.
Conservación individual
Enfocando la
cuestión desde esta perspectiva, la primera tendencia humana inclinaría a conservar
y desplegar la propia vida, y, previamente, a través de cierto
aprendizaje, a sentir la atracción de todo aquello que la mantenga o
promueva y el rechazo de cuanto la ponga en peligro.
Ya aquí
advertimos la posibilidad humana clave a que antes aludíamos y que
reviste una muy particular importancia en el desarrollo de la emotividad: la de disociar la estricta satisfacción de la necesidad y el deleite que de esa satisfacción se sigue.
Lo que, según se
apuntó, marca una diferencia insalvable respecto al animal, que, aunque también
experimente un placer análogo, es incapaz de perseguirlo por sí mismo al margen
de las necesidades reales; por ejemplo, cuando ya está saciado,
excepto en casos cuasi patológicos o artificialmente inducidos por el hombre,
por más que tenga comida y bebida a su alcance, cesará de ingerirlas.
Sabemos que esta
ambivalente superioridad de la persona humana deriva de sus dos
potencias propiamente espirituales: la inteligencia, que distingue la
satisfacción meramente biológica y el deleite, así como el sentido o
significado de una y otro; y la voluntad libre, capaz de impedir la respuesta
cuasi automática de las tendencias, dejando insatisfecha la necesidad en aras
de un bien mayor, o de seguir provocando el placer con vistas al placer mismo,
aunque la necesidad correspondiente se encuentre ya colmada.
… hedonismo
consumista
Estamos en uno
de los pilares de la civilización presente. Si hoy puede hablarse en términos
generales de consumismo o de hedonismo, es, en fin de cuentas, por la capacidad
de disociar la necesidad y el placer de haberle dado cumplimiento, con
todo lo que esto lleva aparejado.
Ya vimos que la
libertad torna muy problemático el concepto estricto de necesidad humana.
Explicitemos uno de los motivos. Frente a lo que sucede a los animales inferiores,
el vivir del hombre se encuentra íntimamente ligado al vivir bien, al
bienestar: y, en este ámbito, la posibilidad de expansión de las presuntas
necesidades resulta infinita.
Basta comparar
las exigencias básicas de los habitantes del tercer mundo, reducidas a una
mínima expresión, y la acumulación de enseres y situaciones absolutamente superfluas
que, sin embargo, el occidental desarrollado advierte como del todo
inderogables.
Viene a la mente,
al respecto, una anécdota que se atribuye, según los casos, a Unamuno o a Valle
Inclán.
Se cuenta que el
escritor iba en uno de esos antiguos Citroën rudimentarios, que entre los
jóvenes se conocían como «cuatro latas». Y que, al cabo de un rato de viaje, a
la vista de la escasez de complementos que el aparatejo llevaba,
comentó:
— Si esto es lo
que necesita un coche para funcionar, ¡cuánto le sobra a todos los restantes!
… y origen de
infelicidad
Es fácil
empalmar el asombro de nuestro literato con la inclinación del hombre a crearse
necesidades y la eficacia indiscutible de la publicidad en el mundo actual: mediante
la puesta en marcha de los mecanismos psicológicos más sutiles, cabe
transformar en necesidad perentoria lo que en sí mismo, y atendiendo a la
naturaleza humana, no pasa de constituir un mero adorno biológico, del que una
vida intelectual medianamente sana, y justo en pro de la salud física y mental,
nos llevaría sin duda a prescindir.
No extraña,
entonces, y se puede comprobar con solo entrar en contacto con lo que injustamente
llamamos países subdesarrollados, que las personas menos dotadas económicamente
experimenten un profundo sentimiento de gozo y de gratitud ante la presencia,
sobre todo, de otras personas que las traten con amabilidad y cariño; pero
también de objetos o de manjares que el ciudadano opulento de Occidente
prácticamente desprecia o incluso le hastían.
Con lo que la
capacidad de frustración de este segundo se sitúa en un nivel muchísimo más
bajo —se desencanta con más fuerza y antes— que la de la persona que sabe apreciar
lo que la naturaleza le ofrece; y que, como consecuencia, proliferan en nuestro
mundo hiperdesarrollado las desesperaciones, las vidas sin sentido e incluso
los suicidios.
Es el contexto
en el que se sitúan estas afirmaciones de Lukas:
Por extraño que
parezca, una etapa particularmente fácil de la vida puede presentarnos
dificultades. Todos sueñan con una existencia holgada y libre de
preocupaciones. Pero esto solo se da en sueños pues, en realidad, la vida cómoda
es sumamente problemática. La persona se asfixia en un vacío sin contenido. Si
se posee todo no hay desafíos; sin presiones no hay nada que exigirse; sin
limitaciones la libertad es un tormento. El 70% de los suicidas ha vivido en
condiciones externas favorables: sin penurias económicas, con un techo sobre su
cabeza, estudios realizados y posibilidades de hacer carrera. Tiene amigos y
diversos apoyos. Pero no escucha el llamado que lo insta a tomar parte en la
configuración creativa del mundo; el llamado se pierde en el vacío .
Asimismo, queda
claro que una de las claves para propiciar una mayor felicidad en las personas
es enseñarles a valorar y agradecer, desde niños, hasta los bienes más menudos
como gratuitos y no-merecidos. Y, cuando sea el caso, incluso haciéndoles caer
en la cuenta de que la comida que ellos desprecian salvaría la vida de más de
una persona con el mismo derecho que él a conservarla.
B.
Mantenimiento de la especie
Junto a la que
inclina a la conservación individual, descubrimos en nosotros la tendencia a
mantener la especie. Pero si ya en la primera existían diferencias muy claras
entre el hombre y los animales, en lo que se refiere a esta segunda, la
discrepancia es tan asombrosa que, en fin de cuentas y si se las entiende con
un mínimo de hondura, resulta difícil incluso compararlas de forma correcta.
En lo que se
refiere a la similitud, es bastante evidente que los seres humanos experimentan
lo que llamamos atracción sexual: es decir, entendiendo este impulso de manera
todavía muy vaga y genérica, la inclinación hacia las personas del otro sexo,
con vistas a establecer relaciones íntimas con ellas.
Pero aquí hay
que hacer tres salvedades:
1. La primera coincide con lo que ocurría
con la conservación del yo. Es decir, también en este caso cabe separar el
placer que la unión sexual lleva consigo del sentido o finalidad de la
tendencia: la procreación, si mantenemos por ahora el tan contra-personal e
incorrecto símil con los animales.
Las modernas
técnicas han facilitado esta desmembración hasta límites en otros tiempos
impensables: hoy la unión sexual puede llevarse a cabo con total independencia
de la posibilidad de traer al mundo una nueva vida, utilizando contraceptivos
de los más diversos tipos; y los nuevos componentes de la especie humana pueden
entrar en nuestro universo al margen de cualquier contacto sexual-amoroso:
fecundación in vitro y, más en general, instrumentación genética,
incluyendo la presunta, y de momento casi de ciencia ficción, clonación humana.
2. Después, aunque en realidad se trate de
algo de la máxima importancia, en virtud justamente de la grandeza del ser
humano, la unión conyugal no presenta solo un significado específico, subordinado
al bien de la especie, sino también, y con mayor fuerza, una
significación estrictamente personal.
Es decir, las
relaciones sexuales ostentan también —o fundamentalmente, desde la perspectiva
de la condición personal del ser humano— un sentido para la vida misma y
el perfeccionamiento de quienes la llevan a cabo: es —¡debe ser!— expresión de
su amor recíproco y, por tanto, medio de enriquecimiento mutuo y de recíproca
felicidad.
3. La tercera es aún más patente y enlaza de
forma muy directa con lo que vimos. Justo porque el organismo biológico recibe
la vida de un alma que es a la par espíritu, la libertad —atributo por
antonomasia del varón y de la mujer— modifica fuertemente las tendencias y les
confiere una particular plasticidad: una falta de absoluta necesidad,
como antes decíamos, y una clara indeterminación o aptitud para
plasmarse de maneras muy distintas, a tenor de la propia cultura, de las condiciones
personales y biográficas, y del influjo directo del espíritu.
Diferencias…
¡y diferencias!
A. La
ausencia de estricta necesidad
1. Este rasgo de las tendencias humanas se pone ya de relieve en el instinto de
conservación.
Aunque el comer
y el beber resultan imprescindibles para su vida, la mujer o el varón pueden
negarse a satisfacer esas pulsiones por las razones más variadas:
temporalmente, postergando su satisfacción para momentos posteriores, como
quien para conservar la línea se impone no picotear entre comida y comida; o de
manera definitiva, y aunque ello le acarree la muerte, como ha ocurrido en
bastantes casos de huelgas de hambre.
2. Pero la libertad se muestra de forma más
neta en lo relativo a las relaciones íntimas, justo porque esta tendencia, en
cuanto directamente relacionada con el amor y como derivando de él, se
encuentra más cerca del núcleo constitutivo de la persona humana y mucho más
impregnada por él.
De hecho, aun
cuando la mentalidad contemporánea oponga una clara resistencia a admitirlo, el
impulso a la unión sexual puede ser tenido a raya por cualquier persona normal
en multitud de circunstancias en que las relaciones se encuentran
desaconsejadas y, en la mayoría de los casos, incluso por toda la vida… siempre
que se tomen las precauciones imprescindibles para no despertar inoportunamente
esa tendencia y se desarrollen las dimensiones espirituales necesarias para
elevar el tener a raya —utilizado adrede para marcar el contraste— al
rango del amor auténtico, en el que en ningún caso podrá hablarse de represión,
como también apunté.
Resumiendo, la
no-necesidad de las tendencias humanas es mayor y se manifiesta de forma más
clara en aquellas que se encuentran más integradas en la persona y cuya diferencia
con el correspondiente instinto animal resulta más fuerte.
B. La
indeterminación inicial
También se
revela en las mil y una formas en las que el hombre puede calmar su hambre y su
sed —estamos ante un sujeto radicalmente omnívoro—, frente a las limitaciones
evidentes con que se encuentran los animales, enderezados por naturaleza a
satisfacer tales pulsiones mediante un conjunto muy limitado de alimentos,
carentes de cualquier elaboración.
El arte
culinario, con lo que implica también de cultura y manifestaciones propias del
espíritu, encuentran su base en la libertad que impregna al instinto de
conservación.
En cualquier
caso, esta peculiar plasticidad afecta también de manera mucho más neta a las
relaciones sexuales: frente al rito más o menos simple o complejo, pero siempre
determinado, que preside el apareamiento de los animales, la unión física entre
el hombre y la mujer puede venir precedida, acompañada y seguida de todo
un cúmulo de manifestaciones, prácticamente infinitas, dependientes
también de la cultura, de la educación y de las experiencias de cada uno
de los cónyuges y las que va creando la existencia en común.
Con relación a
este último asunto es menester dejar claros otros dos extremos.
1. El primero, que la indeterminación
propia de las tendencias en su estado originario no implica que todos los
comportamientos sexuales se sitúen al mismo nivel, desde el punto de vista
antropológico y ético. La propia fisiología humana, la psicología y la
índole personal de quienes establecen esas relaciones señalan unos modos —unión
del varón y la mujer tras un compromiso de por vida— que resultan naturales y
perfeccionadores, mientras que otras manifestaciones se sitúan, con mayor o
menor fuerza, fuera del ámbito de lo natural.
2. El segundo extremo, imprescindible para
comprender mínimamente el problema que nos atañe, es que, como ya vimos, en
este como en tantos otros casos, lo natural en el hombre no debe
confundirse con lo innato en estado puro, que sí es propio de los
instintos animales; sino que más bien se identifica con el resultado de una educación
que tiene como norte y como punto de referencia la condición de la persona
humana masculina o femenina, y a través de la cual se alcanza la auténtica
libertad también en este terreno.
C. La
determinación «aprendida-natural»
Con otras
palabras: es cierto que el hombre aprende a lo largo de su vida a dar la
satisfacción adecuada a sus tendencias; pero esto, lejos de ser arbitrario o
meramente cultural, resulta natural para él, puesto que todo ser
humano es familiar-social por naturaleza, y cuanto en él llega a cumplimiento
es fruto del ensamblaje de la dotación genética con las influencias del entorno
y con su propia libertad inteligente.
1. En consecuencia, lo que en sentido muy
amplio podríamos denominar aprendizaje e influjos culturales para nada eliminan
el carácter natural de algunas manifestaciones del sexo, frente a la índole
contranatural más o menos marcada de algunas otras; como también el niño aprende
de hecho, a través de la educación, a querer a sus padres, y estos a sus hijos,
pero ese amor es perfectamente natural.
También, por
motivos muy diversos, podrían aprender a no quererse mutuamente, o a
quererse de forma no adecuada, cosa que ninguna persona medianamente sensata
consideraría natural, por más que se diera —y de hecho se dé— en muchos
casos.
2. Prosiguiendo con lo que atañe a la
sexualidad, hay que decir que en todo varón o mujer normales existe una
evolución, más o menos marcada, que le lleva a alcanzar la madurez y plenitud
de su tendencia sexual o, en su caso, a desviarse de ella.
Por ejemplo, no
es del todo infrecuente que, cuando despierta esta tendencia, después de un
buen número de años en que semejante impulso está latente, algunas personas
sientan durante un período relativamente breve atracción indeterminada por las
de uno u otro sexo; al cabo de muy poco tiempo, si no existen circunstancias
perturbadoras, esa tendencia se orientará hacia las personas del sexo
complementario, tomadas en su generalidad; después, es posible que se concrete
en atracción hacia un determinado tipo de personas de ese otro sexo, caracterizado
por rasgos psíquicos y físicos más o menos definidos; y la madurez total se
alcanza cuando esa sugestión se establece y descansa de manera definitiva, y ya
de por vida, en alguien determinado e insustituible del sexo complementario,
advertido y querido, además, no solo ni primordialmente como portador de
caracteres genitales ni de otras cualidades y atributos, sino justo en su
condición de persona sexuada, que, además, puede ser incluso opuesta al
tipo que consideró como su ideal… antes de el hombre o la mujer de quien
por fin se ha enamorado .
2. Tendencias
y «afectos» específicamente humanos
Baste con lo
expuesto para las tendencias de algún modo comparables a las de los animales
inferiores.
Entre las
propiamente humanas deben enumerarse todas las que atañen no a la mera supervivencia,
sino, en el sentido más correcto de esta expresión, a la vida superior o
vida buena (que no a la «buena vida», tal como suele emplearse esta
expresión hoy en España).
De forma no del
todo precisa, tales inclinaciones podrían identificarse con las que corresponden
al auténtico despliegue del espíritu y también, en cierto modo, al desarrollo
orgánico y psíquico. Pues, por una parte, la maduración físico-psíquica condiciona
el progreso espiritual y, por otra, semejante madurez constituye como una
resonancia o desbordamiento del espíritu en el cuerpo y en el entorno material
de la persona.
Trascendencia
Hablando todavía
de forma en exceso sumaria, y estrechando más el cerco, las aspiraciones
propiamente humanas podrían resumirse en la inclinación a la trascendencia,
entendida como salida de la propia subjetividad y orientación hacia el
ser, hacia lo otro y, de manera muy particular y definitiva, hacia las
restantes personas.
Se trata de algo
tan fundamental y tan desatendido —e incluso implícita o expresamente atacado
en los últimos tiempos, en los que pulula un egocentrismo indiscriminado—, que
el lector va a permitir que multipliquemos las citas que lo defienden y fundamentan.
1. Expondremos en primer término el valor
terapéutico de la autotrascendencia.
1.1. Y, antes que nada, en oposición a la tan
difundida teoría de la homeostasis, cuyo fin sería mantener el equilibrio
psíquico o psíquico-orgánico:
En el principio de
noodinámica siempre confluye un valor del mundo exterior al que remite el
deber, como por ejemplo crear una obra, fundar una familia, construir un hogar,
desempeñar una profesión o mejorar unas circunstancias políticas. En cambio,
el principio de homeostasis está exclusivamente vinculado al ego. Lo
interesante es que en el ser humano se dan ambas cosas: el deseo de placer y la
compensación de pulsiones en el plano psíquico, y el esfuerzo por satisfacer
un sentido y unos valores en el plano espiritual. Sin embargo, esta segunda es,
desde la perspectiva logoterapéutica, la decisiva: la «voluntad de sentido» es
la primera y original motivación del ser humano, y si no lo es, vivirá enfermo.
Como en el arco de tensión noodinámico se produce una superación del ego, el
ser humano también deberá tener la capacidad de llegar más allá de sí mismo.
Frankl se refirió a ella como la «capacidad de autotrascendencia».
La
logoterapia considera la autotrascendencia como el nivel supremo de desarrollo
de la existencia humana. Se trata del potencial específicamente humano de
pensar y actuar más allá de uno mismo en el marco de la «existencia para algo
o para alguien» (Frankl), de la entrega a una tarea o de la dedicación a otros
seres humanos. En la realización auto-trascendente, se trata de una cosa «en sí
misma» o de personas «por su propia voluntad», y nunca del objeto de satisfacción
de la propia necesidad .
1.2.
La
atención exclusiva al propio yo, con expreso desprecio de cuanto lo rodea, se
opone a la grandeza de la persona:
No
deja de sorprender que a ninguna escuela psicoterapéutica anterior a Frankl se
le haya ocurrido que al ser humano le pudiera pasar algo fuera de lo que hay
en él mismo.
En
esencia, todos los otros conceptos psicológicos de motivación giran en torno
al sí mismo de la persona. Así, la psicología profunda pone la mirada en la
máxima obtención de placer a través de la satisfacción de las pulsiones, mientras
que la terapia de la conducta se centra en la recompensa y los «mimos» (obtención
de aplauso social), y la psicología humanista contempla la realización
personal. Según la logoterapia, estas escuelas esbozan una imagen totalmente
egocéntrica del hombre que —en una época tan narcisista como la actual—, al
retroalimentarse, no consigue nada bueno ni hace justicia, desde su
parcialidad, a una criatura que es esencialmente espiritual.
En
el principio de noodinámica —en contraste con el principio de homeostasis—, situamos
al individuo sano en un arco de tensión entre el ser y el deber, donde el ser
es la situación actual (del mundo) y el deber una situación (incluso insignificante)
transformada en sentido constructivo. Este deber de transformación no proviene
de ninguna prescripción externa endosada al individuo, sino del conocimiento
propio de un objetivo lleno de sentido y digno de realizar. Este conocimiento
se reproduce en la conciencia como una tarea concreta que, en cierto modo, le
espera «exclusivamente» a uno, porque nadie puede satisfacerla en el mismo
momento, en la misma medida y con la misma calidad como uno mismo puede
hacerlo. Si así se desea, se puede declarar el ser como el hecho percibido
real y el deber como el hecho anticipado ideal y desplegar el arco noodinámico
entre la realidad y la idealidad.
Naturalmente,
esta relación de tensión tiene variaciones de un período de la vida a otro,
como también de un día a otro, y pocas veces el deber que hay que perseguir es
completamente alcanzable, pero muestra una dirección a la acción humana.
2.
Acabamos
con expresiones más técnicas, en las que la psiquiatría y la metafísica confluyen
para sostener tajantemente que la desatención a la realidad que la circunda
acaba por arruinar a la persona, justo por contrariar lo que es propio de su
natural abundancia o excedencia, que la abre al ser, como diría
Heidegger:
Razonar
correctamente no es solo elaborar un pensamiento coherente, sino sostener un
pensamiento que mantenga conexión con la realidad. A ningún hombre sensato le importa
nada que sus razonamientos sean técnicamente impecables, formalmente de una
lógica rigurosa, si se separan de la realidad, si han perdido el contacto con
lo que realmente tiene existencia fuera del pensamiento.
La
desconexión de la realidad o una interpretación errónea de la misma constituye
la base de sustentación de algunos trastornos psíquicos afines, más o menos
graves en función de la fijeza de la convicción del paciente sobre sus propias
ideas o percepciones. Cuando la realidad distorsionada es su propia persona,
los psiquiatras hablamos de despersonalización; el hombre ha perdido su propia
identidad como persona.
Estamos
presenciando un fenómeno generalizado de despersonalización que no tiene como
causa un trastorno mental, sino una presión sociológica ambiental que está
“cosificando” al hombre. A este clima despersonalizador del hombre se refiere
Ernesto Sábato cuando dice: “Para el ‘superestado’ los rasgos individuales
descienden a la categoría de atributos sin importancia: necesita hombres
intercambiables, repuestos de maquinaria. Y si no puede suprimir los rasgos
sentimentales, al menos los estandariza, colectiviza los deseos, masifica los
gustos. Para eso dispone del periodismo, de la radio y de la televisión.”
La
socialización, colectivización, masificación y cosificación constituyen los
pasos sucesivos de una progresiva deshumanización a la que tienden las directrices
predominantes en las corrientes ordenadoras de la sociedad actual.
Apertura a lo
otro «versus» egocentrismo
La apertura del
ser humano hacia lo otro se refleja, por contraste, en los efectos devastadores
que derivan del tan difundido egocentrismo.
Lo ilustra un
texto eminentemente autorizado:
El
egocentrismo es un proceso que castiga al que lo sufre. Así como la respetuosa
preocupación por el objeto de nuestro amor nos da alas y fuerzas, la fijación
egocéntrica en nuestro propio beneficio nos despoja de la fuerza y la confianza
porque el egocentrismo nos deja a merced de un interminable "temor por
nuestro pequeño Yo", que podría sufrir algún perjuicio y, al menos como
posibilidad, está en constante riesgo de destrucción. Quien hace de sí el
centro de todo no encuentra forma de escapar al temor por sí mismo. Para
retomar la metáfora de la paciente, anda a tientas como en la bruma.
El
hecho de que, en estos casos, lo específicamente humano está en peligro de
perderse fue claramente expresado por Herbert Huber, del Instituto Estatal de
Pedagogía Escolar e Investigación de la Educación:
«La
integridad de una persona consiste en no ver el mundo exclusivamente desde la
perspectiva de su propio interés, sino en respetar lo que es el otro a partir
de la perspectiva de aquel. La persona íntegra no solo se honra a sí misma,
sino al otro o a lo otro (sea persona o asunto). Si lo entendemos así, la integridad
no es más que el esfuerzo por hacer justicia al otro. Aristóteles afirma que en
la justicia están contenidas todas las demás virtudes. El hombre justo no solo
se interesa por sí, sino por los demás. Es verdad que siempre estamos interesados
por asuntos y personas ajenas, pero con frecuencia solo lo estamos en la medida
en que nos pueden ser de utilidad. En realidad, en estos casos no amamos o
estimamos al otro sino nuestra ventaja personal. San Agustín se refiere a ello
como amor concupiscentiae, un amor que en el fondo no es más que egolatría.
En el extremo opuesto está el amor altruista, el que sienten, por ejemplo, los
padres sanos por sus hijos. No los aman porque los hijos les sirvan, sino que
se alegran cuando el amor que ellos prodigan sirve a sus hijos. Leibniz lo
llamaba amor benevolentiae. Cuando sentimos este amor, no buscamos
nuestro propio bienestar a través de otro, sino el bienestar del otro. Goethe
se refiere a esto como “actitud reverente”. Que estemos capacitados para
percibir en otros seres y asuntos algo más que lo que es útil a nuestros
propios fines nos distingue de los animales, que únicamente advierten lo biológicamente
útil. No perciben el resto de la realidad, pues no pertenece a su mundo».
Conocimiento
y amor… ¡para el amor!
Examinadas de
forma más concreta, las tendencias propiamente personales vendrían a responder
a las dos facultades superiores del varón y la mujer y a cuanto posibilita su
más adecuado desarrollo: es decir, al conocimiento y al amor.
Cuestión que, en
consonancia con lo expuesto otras veces, cabría someter a una última reducción,
recordando que el propio saber se ordena, en fin de cuentas, al buen amor inteligente,
que constituye de esta manera el Objetivo supremo de la persona en cuanto tal.
Con lo que, de
manera consciente y queridamente expeditiva, nos encontramos de nuevo con el
acto supremo de libertad, el amor inteligente, como inclinación suma, conclusiva
y abarcadora de todas las aspiraciones humanas. De modo que la rectitud de cualquier
otra tendencia y operación —incluido el conocimiento— vendrá dada por su capacidad
de ponerse al servicio de un buen amor de lo bueno; o, llevando esta afirmación
a sus consecuencias más radicales, del mejor amor posible hacia el Mejor Bien.
Y los afectos
que los hacen posibles o se derivan de ellos
Y ahora es
cuando los adjetivos y adverbios parecen tomar la delantera de una forma
drástica y decisiva. Lo que importa no es tanto amar, puesto que este verbo
puede adquirir formas y matices excesivamente desiguales e incluso
contrapuestos, sino, en fin de cuentas, amar bien lo bueno,
lo que merece ser bien amado.
Cosa que, en
relación con la vida afectiva, se resuelve en un principio también clave y
decisivo: las pasiones, emociones, sentimientos y estados de ánimo serán
positivos en la medida en que favorezcan —con o sin esfuerzo, eso es casi
irrelevante— amar bien el bien; y resultarán negativos en la exacta proporción
en que lo dificulten e impidan.
Cuestión que
alcanza todo su relieve en cuanto se advierta que un buen acto de buen amor
pone en juego, de manera directa o indirecta, próxima o remota, todo lo
que cada persona ha sido, es y aspira a ser, y todo lo que tiene, lo que puede,
de lo que voluntariamente prescinde, lo que le falta, lo que anhela…
Como
consecuencia, según acabamos de sugerir, los afectos —ya sean antecedentes,
concomitantes o subsiguientes— derivan su cualificación antropológica de la
forma y medida en que apoyen el buen hacer de cada uno de estos elementos y el
del buen amor en su totalidad.
Es decir, son beneficiosos
para el conjunto de la persona en la medida precisa en que facilitan amar bien
lo bueno.
3. Esbozo muy
simplificado del manejo de la afectividad
Armonía
Por eso, un buen manejo de
la afectividad comporta, antes que nada y en la medida de lo posible, poner
todas las facultades humanas en concordancia con el bien de la persona en
cuanto tal. Y al decir «todas» nos referimos fundamentalmente a las cognoscitivas
y apetitivas, tanto de orden espiritual como sensible.
Sin pretensión de agotar el
tema, que trataremos con más calma en otros escritos, algunos principios
podrían orientarnos en esta tarea:
1. Aun cuando ahora no cabe ni siquiera
sugerir el modo concreto de llevarlo a cabo, la clave de las claves de toda la
educación de la vida afectiva, y de la existencia humana en su conjunto,
estriba en introducir en la voluntad un gran y noble amor, capaz de
hacer girar en torno suyo todas y cada una de las actividades que realice la
persona así enamorada.
2. Y, para conseguirlo, se precisa, en los
dominios del espíritu:
2.1. Alcanzar y profundizar en el
conocimiento de ese bien apto para guiar la vida entera, que para cada
individuo adopta perfiles propios y únicos.
2.2. Hacer que la voluntad se adhiera a él
cada vez de forma más neta, profunda, clara y decidida.
2.3. Y todo lo anterior teniendo en cuenta
que no se trata de dos logros autónomos ni tampoco independientes de
cuanto se dirá enseguida en torno a las facultades sensibles; sino de una
especie de circuito de alimentación mutua, casi a modo de espiral, en el que el
conocimiento de lo bueno incrementa el vigor de la voluntad para adherirse a
él, y el amor a ese bien hace más aguda y penetrante la inteligencia, que
descubre de este modo auténticos mediterráneos hasta entonces
inadvertidos, capaces de mover de nuevo a la voluntad con un vigor renovado y
más intenso.
2.4. Y teniendo presente, además, algo de
capital importancia: la necesidad de descubrir, vivir y comunicar el atractivo
de una existencia que busca apasionadamente el bien y aprende a disfrutar de
él. O, con términos más técnicos, la oportunidad de hacer resplandecer la
belleza del bien y de la verdad.
Para lo cual, animamos a
reflexionar sobre esta afirmación de Coomaraswamy:
La belleza no es en ningún
sentido especial o exclusivo una propiedad de las obras de arte, sino más bien,
y con mucho, una cualidad o valor que puede ser manifestado por todas las cosas
existentes, en proporción con el grado de su ser y perfección efectivos. La
belleza puede reconocerse en sustancias tanto espirituales como materiales, y
si es en estas últimas, tanto en objetos naturales como en obras de arte.
3. En segundo término, hay que lograr que
las facultades sensibles —sobre todo, las tendencias o apetitos, a través del
conocimiento que aportan la inteligencia y la sensibilidad externa e interna—
se pongan también de acuerdo con la voluntad así ordenada y potenciada.
3.1. De modo que, sin abandonar su bien propio
—cosa imposible, pues se trata de una inclinación natural—, cada apetito se
modifique lo suficiente para que la energía que le corresponde no solo no se
oponga, sino que contribuya a robustecer la fuerza de adhesión al bien de esa
voluntad presa de un gran amor; es decir, correctamente orientada hacia lo
bueno y guiada por un entendimiento también recto. Se tratará, por tanto y en
resumidas cuentas, de:
3.2. Aprovechar en cada caso las tendencias
sensibles que, de forma espontánea, se orienten a favor del bien de la
persona en esa circunstancia concreta.
3.3. Acrecentar el vigor de esos mismos
apetitos, de modo que su aportación a las energías que buscan el bien sean cada
vez mayores.
3.4. Remodelar —cuando y en la medida en que
resulte hacedero— las tendencias sensibles que frenen el ímpetu de la voluntad
bien orientada, porque en ellas puede más el propio bien sensible que
el bien de la persona en ese instante, tal como es captado por el intelecto (por
eso suele hablarse del bien inteligible) y buscado por la voluntad.
3.5. Para lograr lo que proponen los puntos
anteriores (la mejora y remodelación de los apetitos sensibles) no suele
ser eficaz, sino más bien al contrario, el intento directo de modificarlos a
fuerza de voluntad, como suele decirse (sería el dominio despótico, que
Aristóteles declara imposible), aunque sí resulte imprescindible la orientación
fuerte y decidida de esa voluntad hacia lo bueno.
3.6. En este sentido, no cabe
exagerar la importancia que ostenta el que los apetitos sensibles se deriven ontológicamente
de la voluntad, justo en virtud de la relativa incapacidad de esta, de modo
análogo a como los sentidos internos y externos surgen de la inteligencia
por no ser esta capaz de conocer nada sin el auxilio de la sensibilidad. Esa dependencia
constitutiva hace que la correcta orientación de la voluntad redunde sin
duda en la de los apetitos, aunque no elimina la necesidad de dirigirlos y/o
rectificarlos también por otros medios.
3.7. Por eso, habrá asimismo que conquistar el
cambio de orientación de las tendencias a través del conocimiento que
ofrecen la inteligencia y los sentidos externos e internos. Puesto que los
apetitos se activan en función de lo que perciben, el modo más seguro y
eficaz de lograr un dominio sobre ellos y sobre la afectividad correspondiente
consiste en presentarles en cada caso lo que se presente más conveniente
para el bien de la persona como tal.
Búsqueda de
lo positivo
Resulta imprescindible, por
tanto, aprender y habituarse a advertir los aspectos afirmativos —¡buenos!— que
se encuentran incluso en la situación aparentemente más desesperada.
1. Es lo que suele llamarse educar, conocer,
resolver conflictos… en positivo.
1.1. A saber, una de las claves fundamentales
de la escuela de logoterapia, basada en una confianza incondicional e
incondicionable en que toda situación, por desastrosa que se presente, tiene un
sentido que a cada cual toca descubrir.
1.2. Y también, como acabamos de sugerir, uno
de los instrumentos fundamentales para educar la afectividad.
Puesto que nuestras
tendencias reaccionan ante la percepción de las distintas realidades y
actos propios, manejar el arte de poner en primer plano las facetas más
alentadoras y alegres de cada momento constituye una garantía de salud mental,
de eficacia y, en fin de cuentas, de felicidad.
2. Ese destacar lo positivo ha de
procurarse tanto en los propios sentidos externos e internos (memoria,
imaginación, cogitativa, etc.), como también en la inteligencia, aunque no
mueva de manera directa a los apetitos sensibles.
3. En este último caso, cuando la
inclinación de la sensibilidad resulte inamovible, habrá que llevar a cabo una confrontación
de bienes, con objeto de que la atracción del bien captado por la
inteligencia logre superar y doblegar al peso contrario que ejerce lo percibido
por los sentidos en los correspondientes apetitos.
4. Por fin, si a pesar de todo lo anterior,
perdura la resistencia de los bienes sensibles, es preciso aprender a
prescindir de ellos y a obrar contra corriente de la sensibilidad y las
emociones respectivas, ateniéndose —con el esfuerzo necesario— al bien ofrecido
por el entendimiento y captado por la voluntad.
¿Por ejemplo?
Todo ello se concreta en la
vida diaria de mil maneras diferentes.
Y, así, ante un bien que se
nos presenta arduo, será oportuno:
1. Potenciar los sentimientos de audacia
justo en aquellos momentos en que advertimos que nos resulta más fácil hacerlo.
2. Abstenerse de tomar decisiones cuando
advertimos que el panorama se nos presenta desolador.
3. Discernir y detallar los motivos de
nuestro desánimo, sin pretender que, por uno o dos fallos
concretos, culpables o no, toda nuestra vida carezca de pronto de
sentido.
4. Matizar asimismo la euforia, sin pensar
que el éxito en aquel campo particular para el que estamos especialmente
dotados nos permitirá triunfar en los restantes con la misma o parecida
sencillez.
5. No extrañarnos de que, de manera casi
sistemática, aquello que hacemos caiga mal a determinadas personas
¡antes siquiera de conocerlo!… lo mismo que suele caer bien a otras.
6 – 1000 Y un larguísimo etcétera.
Las palabras de una
psicoterapeuta norteamericana pueden ilustrar, de momento, lo que pretendo
exponer. Sostiene James Muriel:
La persona con valor acepta
el reto, toma decisiones y actúa con base en ellas. Actuar con valor no es lo
mismo que sentirse confiado. La persona valerosa puede sentir un miedo que le
cale hasta los huesos, y a pesar de ello no se somete a la tiranía interna de
los abrumadores sentimientos negativos. Mucha gente se acostumbra tanto a los
pensamientos negativos, que es difícil que cambien de actitud, aunque no
imposible, a pesar del conocimiento limitado, evidencia insuficiente,
antecedentes familiares, incapacidades físicas o psicológicas, o problemas
actuales. El cambio a menudo necesita una acción valerosa y la voluntad, como
dice Frankl: "afrontar el destino sin acobardarme." A veces esto
requiere que actuemos "como si" nos sintiéramos fuertes y confiados,
cuando de hecho somos débiles e inadecuados.
Uno de los principios
básicos de la logoterapia, es que una persona tiene sentimientos y que los
sentimientos no necesitan "poseer" y controlar a una persona.
De modo que concluiríamos
esta serie de artículos con una afirmación tajante: si, hasta cierto punto, no
tenemos dominio sobre nuestros sentimientos, sí que podemos hacerles más o
menos caso, poniendo en juego nuestra inteligencia y nuestra voluntad, es
decir, nuestra libertad.
·- ·-· -······-·
Tomás Melendo y José Antonio Rodríguez
[1] Lukas,
Elisabeth, Psicología espiritual, San Pablo, Buenos Aires, 2004, p. 157.
Todo esto, sin duda, se encuentra hoy dificultado
por unas plasmaciones culturales en las que, de forma indiscriminada, y
en virtud de la prepotencia técnica y de una mal entendida libertad, aparejada
a un fuerte hedonismo y al predominio de los bienes meramente sensibles, se
consideran normales o naturales las determinaciones sexuales más variadas, con
independencia de que puedan efectivamente colaborar al mantenimiento de la
especie y, lo que todavía es más importante o, al menos, tanto como ello, al
establecimiento de un amor sexual dotado de los caracteres que permiten
denominarlo maduro y enriquecedor.
Pero es
patente que un estudio detallado de estas cuestiones excede los límites de este
escrito. Por eso, me permito remitirte a Melendo,
Tomás, La belleza de la sexualidad, Eiunsa, Madrid, 2007.
Lukas,
Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda del sentido, Paidós, Barcelona,
2003, pp. 52-53.
Lukas,
Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda del sentido, Paidós, Barcelona,
2003, pp. 53-54.
Lukas,
Elisabeth, Logoterapia. La búsqueda del sentido, Paidós, Barcelona,
2003, p. 51.
Cardona
Pescador, Juan, Los miedos del hombre, Rialp, Madrid, 1998, pp.
49-50.
Lukas,
Elisabeth, Psicología espiritual, San Pablo, Buenos Aires, 2004, pp.
116-117.
Coomaraswamy,
Ananda K., Teoría medieval de la belleza, Medievalia, Barcelona, 2ª ed.,
2001, p. 31. Cfr. también, Melendo, Tomás,
Gorrochotegui, Alfredo, López, Gisela, Leizaola, Jimena, La pasión por lo real, clave del
crecimiento humano, Eiunsa, Madrid,
2008.
Muriel,
James, Prólogo a Lukas,
Elisabeth, También tu sufrimiento tiene sentido, Ediciones LAG, México
D.F., 2ª reimp., 2006, p. 14.
***
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