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Un día en la esperanza de Alexander Solzhenitsyn
por
Vicente Lastra
Unas pinceladas sobre un héroe de la libertad
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“El humanismo racionalista nacido durante el
Renacimiento basó la civilización occidental moderna en la tendencia peligrosa a
adorar al hombre y sus necesidades materiales. Todo lo que se encontraba más
allá del bienestar físico y de la acumulación de bienes materiales, todas las
demás necesidades humanas y todas las características de una naturaleza más
elevada y sutil, fueron excluidas de la atención del Estado y de los sistemas
sociales, como si la vida humana no tuviera sentido superior. Esto proporcionó
entrada al Mal, del cual existe en nuestros días un flujo libre y constante. La
simple libertad no resuelve, en modo alguno, todos los problemas de la vida
humana, y hasta añade varios nuevos…”.
Alexander Solzhenitsyn, “Discurso en la
Universidad de Harvard” (1978), en Denuncia.
El domingo 3 de agosto del año que
agota este duro invierno austral, comenzó, su última travesía espiritual -la más
importante en el espectro de cada hombre-, el Premio Nobel de Literatura 1970,
Alexander Solzhenitsyn (1918). Así, el autor de Archipiélago Gulag,
regresaba a la primera plana “cultural” después de vivir prácticamente en el
ostracismo público y creativo, la postrera década de su existencia, la misma que
había principiado con el retorno a su Rusia natal, allá en
1994.
Plurales resultan los adjetivos que nos
sirven para dibujar la silueta compleja, biográfica y artística, del inventor de
El primer círculo; y la enumeración no deja de ser a su vez parcial,
veraz y mezquina: discutido, rechazado, aclamado, perseguido, subvalorado,
talentoso, menospreciado y agigantado hasta la deformidad; pues cada una de las
calificaciones nombradas, se asocian a la semblanza del nacido en el
Cáucaso.
Sin embargo, una definición del físico
y matemático de profesión, aparece como incontrarrestable: fue el mayor
disidente de la “intelligentsia” soviética, el único de impacto mediático
resonante y trasatlántico, y el díscolo de “espíritu eslavo” por excelencia
entre los escritores rusos del siglo pasado –esto no significa que el primero en
calidad-, de aquellos literatos que crecieron bajo la oscuridad de dos tiranías
opresoras, cuál de ambas más infinita y brutal: la de los genios humanistas de
su patria, que los antecedieron en la centuria decimonónica; o la de la barbarie
marxista que anidó, demoníaca, en la URSS.
En efecto, y abordando la obra literaria del
novelista que alcanzó la celebridad con Un día en la vida de Iván
Denisovitch (1962), registramos que su arte no se singulariza por sus
experimentaciones formales o estilísticas, pero sí por la belleza y la
transparencia diáfana de su prosa; nunca por la vanguardia e innovación de su
construcción, pero afirmativamente por su realismo fiel y el aliento épico de
sus manuscritos colosales y desmesurados, al decir correcto de Jorge
Edwards.
Vale la pena anotar, que para la
perpetuidad, un texto de acusación crítica, presentado en cualquier sociedad
humana a futuro -cobijado con deseos de altura intelectual, además de
pretensiones de inmortalidad histórica y narrativa-, será siempre comparado a la
luz brillante de las siete partes del Archipiélago Gulag. Por
consiguiente, los tópicos de la desilusión luctuosa y luego su evolución en
esperanza -esto a pesar de vislumbrarse un horizonte borroso, perdido por la
enfermedad y la represión angustiosa del ambiente-, serán a menudo citados en su
descripción “ingenua y tierna, muy rusa”, según Ignacio Valente, a raíz de la
pluma valiente de Pabellón de cáncer.
Recapitulando, y a nuestro entender, no
presenciamos en el hacedor de la tetralogía de La rueda roja a los
virtuosos prestidigitadores ficcionales que fueron Nabokov o Pasternak, por
citar a dos casos cercanos en el tiempo, sacados de la fila de sus compatriotas,
con historias personales muy distintas a la suya. No obstante, en Alexander
respiran las heridas que suspiraban lacerantes en Dostoievski, en desmedro de
los palacios y quejumbres románticas, que palidecían en la postura etérea de las
estatuas de Tolstoi. Acto seguido, es ese dolor, vivido y sufrido, lo que
determina su situación de testigo directo, provisto del talento no menor, para
recrearlo y mostrarnos el horror del abismo y del límite de lo
soportable.
Finalmente, cabe delinear la faceta de
pensador de observancia cáustica de la posmodernidad, que como devoto y franco
adherente a la Iglesia Católica Ortodoxa, asumió Solzhenitsyn en seguida de
granjearse la máxima distinción de las letras, ofrendada por la nórdica
Estocolmo. Luego, fue desde aquella trinchera, donde produjo sus palimpsestos de
relevante interés y sugerentes hasta el aplauso docto: la de un llamado mordaz y
bien urdido, contra el materialismo socialista y liberal, frente al ateísmo
bolchevique y del gran capital sin patria, respondiéndole a una historia con la
humanidad ensalzada al trono de pírrica deidad, cuyo nihilismo, sería su ilustre
enfermedad.
Tañen las campanas de las iglesias bizantinas
emplazadas en los excesivos y apocalípticos prados rusos, en señal de duelo, por
la muerte del último de sus “mujiks”, el que sabiéndose miembro de una pléyade
elegida de profetas, les dejó a sus coterráneos un rumiante y final mensaje:
“Hasta el fin de mi vida mantendré la esperanza de que mis trabajos históricos
se transmitan a la conciencia y a la memoria de las personas”. En consecuencia,
“nuestra amarga experiencia nacional contribuirá, en caso de nuevas condiciones
sociales inestables, a prevenirnos contra fracasos
funestos”·- ·-· -······-·
Vicente Lastra
Bibliografía
-EDWARDS, Jorge. 2008. “Una vuelta de
página”. Santiago de Chile: Columna publicada el viernes 8 de agosto en el
vespertino La Segunda.
-SOLZHENITSYN, Alexander. 1981.
Denuncia. Santiago de Chile: Academia Superior de Ciencias Pedagógicas
de Santiago.
-VALENTE, Ignacio. 2008. “Solzhenitsyn,
profeta y escritor”. Santiago de Chile: Artículo publicado en el diario El
Mercurio el domingo 10 de agosto.
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