Nicolás II no fue un modelo de gobernante, pero al menos amó con serena pasión a su patria.
Fue el 17 de julio de 1918, justo 90 años atrás, cuando la Cheka de Ekaterinenburg, a cargo de Yakov Yurovsky, asesinó a toda la familia real y a varios de sus asistentes, retenidos por meses en la casa Ipatev, en condiciones dignas pero finalmente conducentes a su muerte.
Dominique Lieven asegura que la orden vino de Moscú; Edvard Radzinsky es menos tajante, pero deja también en claro que Lenin sabía perfectamente bien lo que se iba a hacer y consintió, aunque prefirió no dejar su huella telegráfica. Lógico, era Lenin, no Stalin, quien nunca vaciló en poner su mosca para autorizar miles de sentencias de muerte en los años siguientes.
Pero el crimen bolchevique, el asesinato de la familia real, no puede opacar los errores que tanto Nicolás como Alexandra cometieron en la conducción de su grey, equivocaciones que servirán de ejemplo, hoy y siempre.
En primer lugar, la apatía de Nicolás.
Hombre querendón de los suyos, aunque hizo algunos esfuerzos para asumir con dignidad una tarea gubernamental que le llegó anticipadamente y para la que no tenía mayores condiciones, nunca logró transmitir un auténtico afán de sobreponerse a sus limitaciones. Fue habitualmente a la rastra, desganado, como anticipando su fatal destino. Eso lo notan los enemigos; y se preparan.
En segundo lugar, la obsesión de Alexandra. Un hijo enfermo, gravemente enfermo, debe ocupar legítimamente la atención prioritaria de una madre, pero en su caso, la dedicación devino en obsesión, en auténtica manía: la capturó y le destrozó sus mejores capacidades de consejo y de estímulo político.
A continuación, la búsqueda femenina de la esoteria. Rasputín pudo haber pasado de largo en la vida de la zarina, pero su magnetismo fue reemplazando con supercherías la fe cristiana de Alexandra, como hoy también logran hacerse con el dinero y las voluntades de tantas mujeres adultas, los gurús que en nuestros días ofrecen sus servicios, ciertamente más caros que los de Rasputín, aunque igualmente inútiles y a veces incluso más perversos.
Finalmente, la incapacidad de Nicolás para prever la gravedad de la crisis en la que se metía: irse al frente de batalla a comandar las tropas, abandonar su posición protocolar y de mando político, dejar a su familia expuesta a la captura, abdicar en cuanto sintió la presión de sus propios partidarios y, finalmente, resignarse a una prisión cuyo destino final parece no haber previsto, son todos gestos que muestran un carácter imprevisor, algo banal, gradualmente debilitado, derrotado.
Difícil encontrar ahí a un santo. ·- ·-· -······-·
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