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La construcción del Paraiso: Las Reducciones del Paraguay
por
. José Luis Orella
El descubrimiento de América produjo la oportunidad de construir una sociedad más acorde con los designios cristianos. El traslado de las libertades municipales hispanas al mundo americano, donde su inmensidad les dará una particularidad propia. Además Utopia de Tomás Moro, influirá en Vasco de Quiroga, quien fue el primero que inauguró las primeras comunidades de indios, pero abrió la experiencia a la construcción del Paraíso guaraní que rigió la Compañía de Jesús hasta su eliminación por el borbón Carlos III.
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La llegada de los españoles al continente nuevo supuso uno
de los grandes hechos de la historia universal, y el gran acontecimiento de la
historia de España. Las nuevas tierras descubiertas no fueron tratadas como
colonias de explotación, como sería el caso posterior de ingleses y holandeses,
sino que serían consideradas como una prolongación de la corona de Castilla. La Monarquía Hispánica, que se había formado por el matrimonio de los Reyes Católicos, había
unido dos reinos muy distintos. La Confederación Aragonesa que orientaba sus aspiraciones a mantener el control del
Mediterráneo, pero que había entrado en decadencia; y la Corona Castellana, que finalizaba con juvenil vigor, la labor de la Reconquista. Castilla se había conformado como una potencia política y militar, que se
orientaba al Atlántico, con una fuerte rivalidad con el hermano reino de
Portugal.
En aquella Castilla que vislumbra uno de los mayores hechos
de la historia, la sociedad era eminentemente agraria, con un carácter
disperso, efecto del carácter repoblador que durante siglos había ido
extendiendo las fronteras cristinas hacia el sur. La carencia de un fuerte
poder real y la necesidad de asentar población en las zonas limítrofes con los
reinos musulmanes, fomentaron la concesión de fueros con un alto grado de
autonomía política, judicial y económica. Estos fueros eran las
normas estatutarias que reconocían, en muchos casos, las tradiciones
consuetudinarias de las comunidades de vecinos, establecidas de manera previa a
los municipios. Durante los siglos XII y XIII, los reyes castellanos otorgaron
numerosos fueros a nuevas villas, como nuevos focos de desarrollo comercial,
dentro de los territorios con intereses agrarios. En las provincias vascas,
entonces señoríos, se iniciará una fuerte polaridad entre las dinámicas villas
de protección real, y los pueblos de tierra llana. A partir de 1480, los
municipios castellanos tendrán que afrontar la tendencia unitaria de la Monarquía, mediante la presencia del corregidor, figura que encabezará al municipio como
agente real. Sin embargo, las estrictas normas que ataban el comportamiento del
corregidor ayudaban a perpetuar la libertad municipal, y ha consolidar el poder
adquirido por los regidores. Estos, vinculados a familias poderosas del comercio,
solían convertir en hereditario los cargos. En el XVI, eran 18 las ciudades
castellanas las que tenían derecho a sentar representantes en las Cortes. En
estas urbes del centro de la meseta surgirá un amplio sector de comerciantes,
artesanos enriquecidos y caballeros propietarios que conformarán la oligarquía
local dominante. Un elemento social en ascenso, que solía ser bien apreciado
por los monarcas, para equilibrar el poder de una decadente nobleza, hambrienta
de recuperar su antiguo poder, a costa del señorío real.
El cabildo llega a América
Esta institución municipal será la que llegué a América, con
pleno vigor de facultades. La experiencia colonizadora de límites que se había
llevado en la península, será instaurada por los pequeños contingentes humanos
de los conquistadores. El cabildo municipal se convertirá en la única
institución de gobierno en el nuevo continente, y los vecinos (padres de
familia) los súbditos, detentadores de derechos y obligaciones, de la
monarquía. El jefe de la expedición convocaba cabildo abierto a todos los
componentes del cuerpo expedicionario. La nueva población, tomaba forma
cuadricular, que recordaba a las polis griegas y los oppidum
romanos, aunque en este caso, la plaza mayor se encontraba enseñoreada por la Iglesia y el Cabildo, representativas de las dos instituciones soberanas. En estos centros
urbanos, según la población residente, se distinguían metrópolis, ciudades
sufragáneas y villas. En todos los casos, los vecinos eran quienes habían
recibido carta de vecindad por el fundador o el virrey. Ser vecino significaba
ser padre de familia, propietario y tener domiciliación en el lugar. Quedaban,
por tanto, excluidos los sacerdotes, los funcionarios no avecindados y los
hijos de la familia no emancipados. La vecindad reconocía los derechos a votar
y poder ser electo para los cargos públicos. En América por la gran extensión
de tierra, no hubo problema de afincamiento de nuevos vecinos, aunque en el
caso de los artesanos, eran los gremios quienes los examinaban y reglaban su
admisión.
Con respecto a los miembros del cabildo, eran los mismos que
en Castilla. La única diferencia entre ambos cabildos respondía a que la
lejanía americana favoreció una mayor autonomía del poder local. La
convocatoria de cabildo abierto, en el cual se reunían todos los vecinos y
resto del común de la población, será bastante habitual. Las razones solían ser
acordar ayudas económicas a la Corona, pago de impuestos y adopción de medias
de seguridad especiales ante los piratas
Por esa razón, los alcaldes ordinarios, responsables de la
jurisdicción civil y criminal; los regidores, encargados del orden público,
abastecimiento de la ciudad, cuidado de las obras públicas; el alférez real,
que llevaba el pendón real y sustituía al alcalde en caso de ausencia; los
procuradores, quienes asesoraban en los aspectos comerciales del municipio; los
fieles executores, responsables del control de cereal que entrase en la Alhóndiga y de los pesos y medidas de los comerciantes; el escribano, encargado de llevar el llamado Libro de Acuerdos,
certificar las resoluciones y expedir testimonios auténticos de los documentos, eran los mismos cargos existentes en la Castilla europea.
Sin embargo, el cabildo americano, del mismo modo que su
originario peninsular acabo siendo patrimonio de las oligarquías locales,
cuando la necesidad de dinero obligo a la Monarquía a vender los cargos públicos municipales, que se fueron convirtiendo en hereditarios de las principales familias
criollas. Estas familias, detentadoras del poder local serán las primeras que
adquirirán un sentimiento patriótico en clave secesionista.
La construcción de Utopía
Pero que sucedía entretanto con la población indígena. El
principal esfuerzo de los españoles fue el evangelizador, acompañado del
civilizador, pero que nunca fue de integración del indio en una cultura
superior, sino de introducirlo en la nueva civilización mestiza que surgía del
encuentro de los dos mundos. Para los españoles, elevar la situación del indio
era fundamental, para que pudiese ser un sujeto maduro que recibiese la buena
nueva de la Fe católica . La primera persona de renombre que inició la
experiencia de reunir a los indios y organizarlos en comunidades fue Vasco de
Quiroga. Llegó a la Audiencia de México en enero de 1531 y desempeñó
ejemplarmente su misión junto con Ramírez de Fuenleal y otros tres oidores. Su
primera medida fue llevar a juicio a Nuño Beltrán de Guzmán, Juan Ortiz de
Matienzo y Diego Delgadillo, sus antecesores en el cargo, por el mal trato que
habían dado a los indígenas y el asesinato del jefe de los tarascos. Vasco de
Quiroga consiguió apaciguar de manera pacífica la revuelta de los indios, y se
intereso por su futuro social y espiritual. El resultado fue la creación de
Santa Fe, un poblado que llegará a tener 30.000 habitantes, que contaba con
Iglesia, hospital y escuela, y donde se formaba a los indios para labores
artesanales y agrícolas, además de recibir una buena formación evangélica.
La comunidad india se regía de manera jerárquica, siendo
dirigidos por los de más edad. La alta dirección provenía de un rector, el
párroco, que solía ser el único español del pueblo. El principal, con labores
de alcalde, acompañado de tres o cuatro regidores, era elegido para tres o seis
años, por los padres de familia, de manera similar a los cabildos castellanos.
La tierra que laboran es de propiedad comunal del pueblo, siendo la jornada
laboral de seis horas. El fruto del campo lo reparten de manera igualitaria, y
lo que sobra es para reserva de los más necesitados. El modo de vida resulta
sencillo e igualitario, vinculado a un hábito de trabajo, como elemento
formativo del nuevo cristiano. Para este modelo social cristiano, Vasco de
Quiroga, quien llegó a ser nombrado primer obispo de Michoacán, estaba fuertemente
influido por sus lecturas de Platón, Tomás Moro y San Ignacio. La
formación humanista recibida en Salamanca había provocado que el jurista
pudiese materializar las ideas de la Utopía de Tomás Moro en el nuevo continente, con la diferencia, que mientras en el inglés, no pasaron de ser un proyecto
ideal de una comunidad pagana tolerante, en el abulense se materializó como la
más completa acción de evangelización.
No obstante, habrá un lugar en el continente que tendrá una
fuerte repercusión historiográfica, y en el futuro, incluso filmográfica, donde
la experiencia comunitaria de Utopía se realice a una escala aún mayor, será la
acción misional llevada por los jesuitas en el Paraguay.
Los nuestros son como caballos
ligeros
"Los nuestros son como caballos ligeros, que han de
estar siempre a punto para acudir a los rebatos de los enemigos para acometer y
retirarse y andar siempre escaramuceando de una parte a otra. Y para esto es
necesario que seamos libres y desocupados de cargos y oficios que obliguen a
estar siempre quedos."
(Ignacio de Loyola)
La idea de construir poblados exclusivamente para indios,
alejados de los españoles, para evitar su explotación, siguiendo las enseñanzas
vividas en los pueblos–hospitales de Vasco de Quiroga, incentivaron al virrey
de Perú, Francisco de Toledo, y al Arzobispo de Lima, Santo Toribio de
Mogrovejo, a fomentar la experiencia de las reducciones. Esta sería llevada por
los jesuitas, cuando tuviesen autorización de su general para ello, ya que
según sus constituciones no podían regir parroquias. En
1570 se hicieron cargo finalmente de dos doctrinas, la de Santiago del Cercado,
en Lima, y la de Huarachorí, a cincuenta kilómetros de la capital. Seis años
después recibieron la doctrina de Juli, junto al lago Titicaca, la que servirá
de modelo para las reducciones paraguayas.
Pero quienes eran aquellos jesuitas, que habían sido
fundados recientemente por Ignacio de Loyola. El 27 de septiembre de 1540, el
Papa Paulo III había dado la aprobación oficial a la nueva institución. La Compañía de Jesús había coincidido con otros clérigos regulares en la intensificación del
apostolado, pero su manera de realizarlo era diferente. Su cuarto voto de
obediencia absoluta al Papa en cualquier trabajo a que él quisiera enviarles,
les dio el matiz de tropas ligeras que han tenido hasta la actualidad.
Contrariamente a lo que se cree, los jesuitas no aparecieron como respuesta al
protestantismo. El espíritu que impulsó a la fundación de la Compañía de Jesús fue la necesidad de renovación interior de la Iglesia. Por aquel entonces el universo católico sufría un gran desprestigio por la simonía,
la falta de espiritualidad, la relajación de la moral y la decadencia de
algunas órdenes religiosas, que como la de los benedictinos venía desde el
siglo XIII, y la de las órdenes mendicantes desde el XIV. Como la reforma
interior de las órdenes religiosas no fue suficiente, la siguiente medida fue
la fundación de nuevas instituciones regulares que ayudasen a la reforma
interior de la Iglesia. Entre estas aparecieron los teatinos, los clérigos de
Somasca, los barnabitas y los jesuitas con un modo muy diferente de hacer
apostolado.
La nueva orden estaba centralizada y jerarquizada buscando
practicar la obediencia con perfección. El general, aunque controlado por la Congregación General, tenía un gran poder de gobierno por el nombramiento de superiores,
rectores y provinciales. La formación de los futuros miembros era larga y dura
para seleccionar los mejores en el periodo de preparación, expulsando al resto.
El mantenimiento de la relación fraterna entre los jesuitas se mantuvo, aunque
estuviesen destinados donde fuesen, porque su modo de vida no exigía un centro
geográfico, sino espiritual.
La preocupación apostólica fue una prioridad para los
jesuitas a la que subordinaron los otros componentes de la vida religiosa como
ritos, plegarias, ayunos, devociones y obediencia. Para ello utilizaron
indistintamente los medios naturales como instrumentos activos para la mayor
gloria de Dios. Su finalidad era la vida activa en el sentido más amplio.
Ignacio transformó el Opus Dei medieval en el Opus Animarum renacentista.
Los jesuitas debían vencerse a si mismos para reordenar la vida interior y
cumplir después con la voluntad de Dios.
Los jesuítas construyen el
Paraiso
El campo de acción de los jesuitas
será un territorio muy distinto a México y al Perú, que habían sido feudo de
dos grandes imperios. La región del Río de la Plata, muy extensa, contaba con una población muy dispersa y de hábitos nómadas. La presencia española había sido
más débil, considerada marginal, comparada con los asentamientos mexicanos y
peruanos. La dificultad de la comunicación y la presión armada de los
indígenas, incluso favoreció el abandono de Buenos Aires, quedando las
comunidades españolas en proceso de abandono. En aquella zona secundaria, La Asunción ocupaba uno de los lugares de avanzada hispana. Sin embargo, la región fue una zona dura de colonización, teniendo que
ser despoblada Buenos Aires en 1541, para poder reforzar la población
decreciente del puesto de La Asunción. Mucha de la información, donde se recalca la dificultad del terreno, la belicosidad
de sus habitantes y la innata tendencia a la rebeldía de los propios españoles,
se la debemos al informe de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, quien fue adelantado en
1540 en la región, hasta su posterior deposición por una revuelta de la
comunidad española. Será con Hernando Arias de Saavedra, cuando se decida por
impulsar nuevas acciones de colonización, ante el fracaso de las acciones
clásicas. Para sus planes, los jesuitas se convirtieron en el instrumento
idóneo, después de ver los primeros éxitos obtenidos por los franciscanos. Es
en 1585, cuando los jesuitas abren su colegio y construyen su iglesia en La Asunción. No obstante, la predica de los hijos de Loyola, pronto provocó consternación en el
“paraíso de Mahoma”, conocido así, por el número de barraganas que disfrutaban
los españoles.
No obstante, el general Aquaviva
erige en 1607 la provincia jesuítica del Paraguay con 8 Padres, que siete años
después serán ya 113. Por otra parte, Ramírez de Velasco, gobernador de
Tucumán, escribe por estos años al Rey pidiéndole que acabe con los abusos de
la encomienda. Felipe III ordena en 1601 la supresión del servicio personal de
los indios en todas sus posesiones, y mediante nuevas cédulas reales, de 1606 y
1609, sigue exigiendo el desarrollo del sistema reduccional en las misiones,
que ya había sido probado con éxito por fray Luís de Bolaños y sus hermanos
franciscanos. En este aspecto, el P. Diego de Torres, primer provincial del
Paraguay, era un firme creyente en la oposición de la reducción a la
encomienda, y con la posibilidad de la reducción, se podía establecer un nuevo
orden social, que respondiese verdaderamente al espíritu cristiano.
Las poblaciones indias que fueron
a evangelizar eran de guaraníes, que vivían de manera nómada, organizados en
pequeños grupos clánicos. Los jesuitas tuvieron que soportar privaciones y
martirios, antes de que sus caciques admitiesen, de forma pacífica, la
sedentarización que les proponían los hijos de Loyola. Las nuevas poblaciones
fueron surgiendo en las zonas más alejadas, Guairá, Tape e Itatines, reuniendo
en grandes poblados a miles de indios. En 1732, momento de máximo esplendor,
había censados 141.182 guaraníes en 30 reducciones. Sin embargo, la expansión
jesuita chocó con la de los bandeirantes, también denominados mamelucos. Desde
la ciudad interior de Sao Paulo, los bandeirantes, mestizos de portugueses y
tupíes, indios rivales de los guaraníes, organizaban expediciones hacia el
interior del continente en mano de obra esclava, que luego vendían a los
grandes hacendados azucareros. La captura de los indios, se hacía ingrata, por
su belicosidad y su pequeño número, al vivir en reducidos clanes familiares.
Sin embargo, las reducciones presentaban un delicioso botín. Poblados con una
media de cinco mil indios, ya evangelizados, y formados en diferentes artes de
la artesanía, que los convertía por su número y vida pacífica en un objetivo
imposible de obviar.
Entre los años 1628 y 1631 los bandeirantes Raposo Tavares,
Manuel Preto y Antonio Pires, con sus hordas de mamelucos, atacaron
regularmente las reducciones del Guairá, esclavizando a miles de guaraníes que
luego fueron subastados en Sao Paulo. Luego fue a continuación el saqueo de la
región de el Tapé, durante los años 1636, 1637 y 1638. Estos ataques
propiciaron un éxodo de más de doce mil indios a los territorios mesopotámicos
del Paraná y el río Uruguay, donde configuraron lo que fue conocido como
“Estado Jesuita”. El nuevo enclave ocupaba una posición estratégica importante,
impidiendo la expansión lusa hacia las urbes españolas de Asunción, Corrientes,
Santa Fe y el propio Buenos Aires. Ante el peligro amenazador de los
bandeirantes, El P. Montoya hizo las gestiones oportunas para obtener el 21 de
mayo de l640 la Real Cédula por la que se permitía a los guaraníes usar armas
de fuego para su defensa. El momento fue providencial.
Desde Sao Paulo, un pequeño ejército de 450 bandeirantes y
2.700 tupíes, mandados por Manuel Pires, bajaron por el río con la intención de
reducir a cenizas las comunidades de los jesuitas. Sin embargo, El P. Pedro
Romero, auxiliado por los hermanos Juan Cárdenas, Antonio Bernal y Domingo
Torres, que tenían experiencia de armas, y otros 7 padres jesuitas, organizaron
un tercio de 4.200 guaraníes, armados de 300 arcabuces y armas del lugar. Las
tropas guaraníes consiguieron una aplastante victoria en marzo de 1641, en
Mbororé. Desde entonces las expediciones bandeirantes desaparecieron. El
gobernador de Buenos Aires, admirado del valor de los guaraníes, dispuso de un
pequeño contingente de instructores militares, quienes utilizaron
posteriormente el tercio guaraní en diferentes hechos de armas. Desde entonces,
en cada poblado existirán 8 compañías, con su maestre de campo, sargento mayor,
comisario, 8 capitanes, tenientes, alféreces y sargentos. Sin embargo, las
compañías, aunque dispongan de gran número de arcos y flechas, disponen de
pocas armas de fuego, aunque se hacen su propia pólvora.
La organización del Paraiso
Los poblados de los indios estaban constituidos por casas
iguales, organizadas en calles anchas y rectas. En la plaza central, el lugar
preeminente era para la iglesia, amplia y espaciosa, con tres naves, y en algunos
pueblos, incluso de cinco. Al lado solía estar la residencia de los padres, dos
por cada comunidad. Además de almacenes y graneros para guardar las cosechas,
también existía una casa para mujeres, que se sustentaban del común recogido.
Estas mujeres solían ser viudas o casadas, cuyos maridos solían estar meses
fuera del poblado. Los poblados no solían pasar de 1.500 habitantes, por lo que
cada vez que se pasaba de este número se solía fundar una nueva comunidad,
donde se enviaba a la población restante. El territorio elegido debía reunir
condiciones agrícolas para que pudiesen vivir sin necesidad de auxilio del
poblado primigenio. Dos padres, de los más ancianos, se encargaban de elegir y
repartir posteriormente las tierras en lotes a los padres de familia.
En cuanto al gobierno del pueblo, había un corregidor, dos
alcaldes mayores, teniente de corregidor, alférez real, cuatro regidores,
alguacil mayor, alcalde de la hermandad, procurador y escribano. Igual que en
cualquier cabildo de españoles, con la circunstancia, de que en el cabildo
guaraní tenían prohibido residir españoles, mulatos, negros o mestizos. Los
cargos del cabildo son elegidos bajo la supervisión del padre, que hace
funciones de párroco, es quien explica la función de los cargos, otorga las
insignias a cada uno y nada se hace sin su opinión. En cada comunidad, hay
distintos alcaldes, uno por gremio de artesanos, pero también, para las
mujeres, ancianos y jóvenes. Los caciques de la comunidad, solían ser los
mismos que conocieron los jesuitas, manteniendo y respetando su autoridad
patriarcal. No obstante, aunque se les reconozca su posición, no quedan
eximidos de trabajar.
La
fuente principal de recursos para los pueblos era la agricultura. Los terrenos
empleados en ella estaban divididos en tres secciones: una (tabamba'e),
perteneciente a la comunidad; otra (abamba'e), reservada a los padres de
familia, para la manutención de la familia, y otra, llamada la propiedad de
Dios (Tupãmba'e), para alimento de los padres. El maíz, la mandioca, legumbres
y batatas era en general el fruto de aquella tierra, a la que dedicaban seis
meses del año, aunque con lo trabajado en uno, se conseguía fruto para todo el
año. Trabajaban en la primera sección, todos los indios durante los tres
primeros días de la semana, bajo la inspección de celadores. Los productos de
la cosecha de la comunidad, cuando eran recogidos, se guardaban en los
almacenes del pueblo, para tiempos de escasez.
En cuanto a la ganadería, el control sobre los bueyes y
asnos es muy estrecho por los jesuitas, ya que los indios no mantienen el trato
regular, y sino se les vigila, se perderían los animales por negligencia. Con
respecto a los padres, el superior se ve acompañado de cuatro consultores y un
admonitor, que es quien le avisa de sus fallos. Para llevar un gobierno
uniforme en todos los poblados, los superiores disponen de un libro de órdenes,
escrito por lo provinciales, que tienen experiencia misionera. El libro es
leído durante media hora a la semana, por los dos o tres jesuitas residentes.
Allí se marcan las pautas de gobierno del poblado, manteniendo una uniformidad
en la treintena de comunidades. Los padres enviados a esa labor de
evangelización y organización, habían sido previamente seleccionados, y en caso
de alguna desobediencia, sustituidos inmediatamente. El régimen de gobierno que
llevaban los jesuitas, era exactamente el mismo que se regía en los colegios de
la Compañía.
Sobre la propia dirección espiritual de los jesuitas
residentes, las normas son las mismas que en un colegio. El superior, en
ocasión de la renovación de los votos, hacer los ejercicios ignacianos o la
oración mental, reunía a los padres de dos o tres poblados de la zona, se les
hace la plática en común, así como la corrección fraterna. Para la confesión, solían
acompañar al superior un par de padres mayores. Los ejercicios por su seriedad,
se hacían en poblado distinto, para que las ocupaciones no perturbasen el clima
de tranquilidad que debe reinar durante los ocho días de oración y expiación.
En cuanto a los indios, todos los días tenían formación doctrinal, excepto el
sábado, que después del rosario, se cantaba la Salve con música. En Cuaresma había visitador de fuera, que solía ser un padre de otro pueblo, que era quien hacía
la misión.
Las habitaciones de los padres daban a un patio, al lado de la Iglesia, con su refectorio. En ese primer patio principal, estaba la cocina, los almacenes,
la armería y el aposento del portero, uno de los mayores de la comunidad india.
Las habitaciones solían ser seis o siete, para poder albergar a las visitas. En
el segundo patio era donde se sacrificaban a los animales, y se organizaba su
despedazamiento en raciones. La administración de Sacramentos estaba cuidada al
detalle. En la confesión, los indios que se acercaban a la rejilla, si recibían
la absolución, les daba el sacerdote una tablilla, que luego al ir a comulgar
entregaba al mayordomo que ayudaba al oficiante. En caso de no llevar la
tablilla, se le negaba la comunión.
En su trato social, los padres evitaban cualquier contacto
con las mujeres de la comunidad, dentro del templo, las mujeres entraban por
las tres puertas principales, situándose atrás, mientras los hombres, entraban
por los laterales, y se ponían delante. Los alcaldes se quedaban de pie, con
sus varas para reñir a los muchachos que no prestasen atención durante la Misa. Cada uno disponía de su lista, según edad y sexo, para ver quien faltaba a la del
domingo, que era obligatoria, no así la de entresemana. El domingo, después de la Misa, se hacía otra para los enfermos e impedidos. Después de la Misa, se aprovechaba el momento de estar todos reunidos para hacer el reparto de tareas de la
semana. Luego, los indios se entretenían jugando a la pelota, por la mañana.
Por la tarde les gustaba ejercitarse tirando con arco, o con escopeta, si
hubiese provisión de pólvora.
El ritmo del día se iniciaba a las 4,30 h de la mañana, con
el toque de campanas para hacer la oración mental. Una hora después se volvía a
tocar para ir a Misa. Acabada está se llevaba el Viático a los enfermos.
Después, rezos y confesiones hasta las diez y cuarto, que tocaba examen. Luego
comida y siesta, hasta las 2 h, que se tocaba vísperas. A las 5 h, se daba
doctrina a los muchachos jóvenes, luego el Rosario con todo el pueblo reunido. Los
padres se retiraban para sus oraciones, y a las 7 h era la cena, para dos horas
después acostarse.
La escuela tenía gran movimiento, y aunque los padres
ayudasen, disponían de sus propios maestros indios, para enseñar a leer y
escribir. La música fue quizás una de las actividades más cuidada. En cada
pueblo habrá una banda de 30 a 40 músicos, entre triples y tenores, y
responsables de violines, bajones, chirimías, órganos, clarines y arpones. La
banda solía ser protagonista en todas aquellas fiestas de precepto, aunque
tocasen música sacra de ordinario durante la Misa diaria. En cada pueblo, se organizaron un par de congregaciones, la una, de la Virgen, y la otra de San Miguel. En cuanto a los matrimonios, se les casaba en masa, cuando
los varones llegaban a los 17 años y las mujeres a los 15, y disponían de
voluntad de casarse. La cantidad de habitantes impedía hacerlo de manera
individualizada por la escasez de sacerdotes. No obstante, antes de la
ceremonia se citaba en particular a cada contrayente, para investigar que
viniese de manera voluntaria, y no forzada por la familia. A cada novio, recién
casado, después de la ceremonia se le entregaba un hacha y un cuchillo, como
instrumento de trabajo para la labranza.
Con respecto a los castigos, existía una cárcel para hombres
y otra para mujeres, esta en la casa para recogidas. Los castigos nunca podían
pasar de 25 azotes, y la pena de muerte estaba abolida en todo el territorio.
Los curas que hacen de jueces, no pueden haberlo sido en los poblados donde son
llamados hacer justicia, para evitar inclinaciones personales .
El éxito de las reducciones se amplio después al oriente
boliviano, en 1767 se habían conseguido organizar una decena de poblados, donde
se reunían 23.788 personas, preferentemente indios chiquitos.
Conclusión
Las reducciones del Paraguay consolidaron un sistema nuevo
de sociedad, su situación geográfica imposibilitó la expansión portuguesa hacia
el interior del continente, pero la explotación agropecuaria de las
comunidades, no sólo conseguían el autoabastecimiento de los poblados, sino que
se convirtieron en el pulmón económico de los colegios de los jesuitas en
América. Su producción de yerba estaba bajo control para evitar la competencia
con los empresarios españoles y encomenderos, que los veían como fuertes
rivales comerciales. Todos estos hechos provocaron, que tanto desde Portugal,
como los sectores de comerciantes españoles, bien influidos por los ilustrados,
favoreciesen una campaña de difamación contra la Compañía de Jesús, que fue expulsada de Francia, Portugal y los territorios borbónicos de
Italia. En 1768, Carlos III expulsaba a los jesuitas de sus posesiones, donde
se incluía toda América, la mayoría de los padres eran criollos, que
abandonaban su tierra para siempre, siendo desterrados a Córcega. De los
ochenta padres encargados de las Reducciones, una docena fallecieron por las
terribles condiciones en la travesía. Otros nueve, lo hicieron al llegar a
Puerto de Santa María, donde, junto a los expulsos de la península, serían desterrados
a vagar por el Mediterráneo. Así terminaba la experiencia de Paraíso jesuita.
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José Luis Orella
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