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Trampas a la esperanza
por
Luis María Sandoval
La Esperanza puesta en el Mal Menor. Como la esperanza cristiana en la Vida Pública puede ser traicionada por el falso misticismo, el apego al Mal Menor y la Pereza
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La
expresión ‘esperanza cristiana’ no es tan inequívoca como puede parecer. En un
primer momento, lo más probable es que nos evoque la Esperanza sobrenatural,
una de las tres virtudes teologales que nos conforta con la certeza de tener un
destino gozoso más allá de este mundo. Pero también la esperanza natural es una
esperanza cristiana, no sólo porque lo cristiano incluye, acoge y eleva todo lo
natural, sino porque no en todas las cosmovisiones paganas o ateas hay siquiera
un lugar para la esperanza natural.
Si la
esperanza natural es la virtud por la que confiamos por motivos fundados en un
desenlace de nuestros esfuerzos finalmente favorable a nuestros deseos, sólo en
una concepción como la cristiana, en que el mundo es un cosmos estable,
ordenado, razonable, y, por ende, previsible, es posible tal esperanza natural,
en tanto que aquellos que conciben el mundo como un caos, un sin sentido, fruto
del azar o sometido al hado funesto de fuerzas inhumanas o antihumanas, no
pueden ni siquiera abrigar una esperanza natural sólida.
Por
lo tanto, esperanza cristiana es tanto la sobrenatural, dirigida más allá de
este mundo y fundada en la gracia del Dios Redentor y Santificador, como la
esperanza meramente natural e intramundana, que se funda en las propiedades
seguras de la obra del Dios Creador.
* * *
* *
Dejando
en este momento para otros la alabanza de la esperanza, mucho más necesaria por
lo poco frecuente, queremos alertar aquí sobre algunas trampas que se ciernen
sobre la esperanza cristiana, fundamentalmente la natural con la cual nos
movemos habitualmente en la vida pública.
El mal recurso a la esperanza teologal
La
primera amenaza contra la esperanza proviene de la confusión de los géneros de la misma. Por lo general se nos predica contra la desesperación, pecado en que incurrimos cuando
olvidamos que la falta de perspectivas para nuestra esperanza natural no puede
trasladarse al orden sobrenatural, donde, como Dios siempre permanece
igualmente fiel (II Tim 2,13), nunca hay motivos para la desesperanza.
Sin
embargo, también es posible la confusión en sentido inverso entre las
esperanzas de distinto orden. Y, teniendo resultados igualmente nocivos para
nuestra vida cotidiana y para la vida pública, sin embargo podemos dejarnos
persuadir por ese sofisma más fácilmente, por no estar prevenidos contra él.
Más aún, entre cristianos el recurso a lo sobrenatural, que nos merece
reverencia, es especialmente insidioso cuando está fuera de lugar y no nos
atrevemos a discutir su oportunidad.
Nos referimos
a la confusión de esperanzas que se esgrime para restar importancia a las
derrotas de la causa católica en la vida pública, una vez padecidas.
Sucede
a veces que, tras movilizar encendidamente al mundo católico, a veces incluido
el mismo clero, y a impulsos de la Jerarquía [1],
por un objetivo social que se presenta como de la mayor trascendencia (positivo
o meramente negativo), empleando medios y previsiones naturales, y confiando en
que su obtención dará frutos saludables, los resultados de la campaña son
adversos; en esos casos es frecuente registrar una reacción a la derrota del
género ‘no pasa nada, y a rezar’, en lugar de una revisión de los fundamentos
de la previa esperanza humana, y una renovación de la misma.
Es
decir, justo después de haber movilizado todos los recursos humanos con
imperiosa urgencia, se cambia de registro, y se nos dice que nuestra esperanza
no se ponía en esas instancias, sino en las sobrenaturales que nadie nos puede
arrebatar, por lo que no debemos alterarnos. Es muy difícil no percibir en tal
discurso minimizador del fracaso apelando a instancias sobrenaturales el
componente de ‘están verdes’ de la zorra de la fábula.
Ese
recurso repentino a la Esperanza extramundana, a la que previamente no se
aludía para nada por actuar en un contexto de política puramente terrena, tiene
varios efectos nocivos, muy contrarios a una recta esperanza:
---
Para propios y ajenos, y a pesar de la enseñanza de la Gaudium et spes
y del Catecismo, la conducta cristiana se presenta proclive a escapar y a
desentenderse, en nombre de la Eternidad, de los cuidados temporales por la
sociedad;
--- se
fomenta el conformismo social y político (tanto da la derrota social como la
victoria hasta hace un momento deseada, porque nuestro Reino no es de este mundo);
--- se
elude la crítica de lo que se pudo hacer mejor, aplicable a futuras campañas,
por lo que éstas llevarán larvados iguales defectos;
--- y,
sobre todo, se desmoviliza la opinión católica para ulteriores movilizaciones,
puesto que los medios humanos ‘no son lo nuestro’, y los objetivos terrenos no
son a la postre trascendentes, al comprobarse que se puede convivir una y otra
vez con su frustración, refugiados en la esperanza puramente sobrenatural.
Lo
propio de la esperanza es precisamente la continuidad o la renovación de
esfuerzos en nombre de un objetivo invariable, con cuya falta no podemos
conformarnos un solo día. Alimentar la aspiración de lo que nos falta, o la
reconquista de lo perdido, es elemento fundamental de la esperanza cristiana que
en el orden natural se frustra con la referencia indebida en su lugar a la
esperanza sobrenatural.
Un
ejemplo español puede cerrar estas consideraciones: el Papa Juan Pablo II vino
a Madrid a decirnos en la Castellana, hace más de veinticinco años, “Nunca se
puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la
sociedad” (2-XI-1982). Tres años después, sin embargo, se legalizó de hecho el
aborto en España. Desde entonces, ¿hemos sabido predicar abiertamente que la
sociedad española se encuentra privada de fundamento moral, ilegitimada? ¿hemos
sabido no renunciar al completo amparo de la vida del no nacido por la ley, y a
la proscripción total del aborto? ¿o nos hemos ido conformando con vivir la
esperanza sobrenatural y convivir, como mal menor establecido, con lo que es
una gravísima derrota que revertir irrenunciablemente?
La esperanza puesta en el mal menor
Porque
otra trampa a la esperanza natural cristiana es poner nuestra confianza en
recursos que, por su propia naturaleza, y hasta por su propio nombre, no pueden
sacarnos del mal ni traernos el bien. ¿Cómo puede florecer la esperanza si, al
final, nos limitamos a conformarnos, una y otra vez, con elegir el mal menor?
La
moral del mal menor nos dice que, cuando todas las alternativas son malas, y sólo
cuando todas lo son, puede y debe obrarse el mal que sea menor
sin incurrir en pecado (falta la libertad plena de elegir).
Ahora
bien, hay dos cosas que dice la doctrina del mal menor para enunciarse
completamente y que en su uso normal se omiten:
- La
primera, que el mal menor no se convierte en bien; sigue siendo un mal, pero no
es imputable como culpa al que lo obra por necesidad y con recta intención.
Moralmente su situación nos recuerda a la del aborto despenalizado: sigue siendo
un delito grave, pero no se castiga.
- La
segunda es que hay que procurar salir cuanto antes de la situación de mal
menor, abriendo alternativas buenas para la próxima oportunidad. De otro modo,
no hacer por salir del maligno dilema equivale a buscarnos la coartada para
seguir cómodamente en el mal, pero gozando al tiempo de tranquilidad de
conciencia.
El
recurso habitual a conformarse con el mal menor bloquea la esperanza, porque el
objeto propio de la esperanza es el bien. Y tampoco aminora siquiera el mal,
como vamos a ver a continuación.
El
mal menor no es un bien. Es un mal, y su naturaleza no cambia por comparación
con otros aún mayores. Entre el conjunto de los bienes, desde el óptimo al
minúsculo, y la categoría de los males, leves, graves o gravísimos, existe una
infranqueable barrera entre especies: no son grados inferiores y superiores de
una misma escala, sino vectores en sentidos diametralmente opuestos.
El mal menor no es el bien posible
Por
todo ello, así como el recurso del prójimo al mal menor debe merecernos
indulgencia, presumiendo la buena intención de quien lo emplea, nunca,
rigurosamente nunca, debemos aceptar la presentación del mal
menor como bien posible, lo cual implica una trasmutación grave y
dolosa. La indulgencia con la práctica no debe extenderse al error en los
criterios.
El
error procede, teóricamente, de pensar que el bien consiste en lo preferible, y
por tanto lo es por comparación y no por naturaleza [2], de modo que si el
mal menor es preferible (lo cual sólo es así en muy determinadas circunstancias
con las posibilidades de opción restringidas) será por lo tanto un bien. Pero
esta es la raíz meramente teórica, porque en la práctica la confusión entre mal
menor y bien posible procede mucho más del apetito desordenado: tranquiliza y
agrada convencerse de que no se está haciendo un mal, ni siquiera menor, sino
el bien posible. Los hombres quieren la apariencia de virtud incluso cuando
practican el vicio.
Para
ver la diferencia de sentido en que corren los males menores y los bienes
posibles, pensemos en el orden económico, y los diversos grados de premios y
multas. Desearíamos que nos tocara el gordo de la lotería, pero nos
conformaremos, como bien posible, cuando de hecho nos toque la pedrea, o
incluso el reintegro. Una multa de circulación puede oscilar entre un importe
máximo y otro mínimo, éste será un mal menor, y será todavía menor si lo
pagamos inmediatamente con descuento. Pero es claro que incluso la multa
mínima, sin duda preferible, no equivale ni de lejos a la simple satisfacción
del reintegro.
Del
mismo modo, una persona que por hipótesis tuviera que optar por quedarse con
dinero ajeno en mayor o menor cantidad haría bien en obrar el mal menor, pero
nunca equivaldrá su opción a la del que desearía socorrer al prójimo
generosamente y ha de conformarse con hacer una limosna muy moderada: bien
posible.
Ciertamente
las dinámicas de optar por el mal menor o por el bien posible presentan
semejanzas, pero una es elección entre males y la otra entre bienes. Incluso cuando
ambas dinámicas son lícitas es ilícito confundirlas, porque el que puede poco
para el bien puede estar feliz de estar haciendo todo lo que puede, y hasta por
un vaso de agua tendrá su recompensa, mientras que el que obra el mal menor
debe ser consciente de estar causando, con todo, un auténtico daño, y no puede
estar satisfecho en conciencia hasta que salga de la situación que le mantiene
optando entre males.
El que
obra el bien posible (que será pequeño, pero es lo máximo que puede) cumple con
su deber; el que obra el mal menor tiene el deber de salir de él cuanto antes y
por todos los medios.
La
trascendencia del mal menor sobre la esperanza es que la frustra de raíz. El
repetido recurso al mal menor equivale a cultivar la desesperanza;
implícitamente queda supuesto que el bien es imposible y lo seguirá siendo:
sólo es posible elegir de los males lo menos. ¿Quién dirá que semejante actitud
es compatible con la esperanza cristiana?
El mal menor crece sin dejar de ser menor
Pero
además, la verdadera esperanza tiene una dinámica creciente: cada vez espera
más. Sin embargo, la dinámica del mal menor no supone que su aplicación
repetida garantice un aminoramiento progresivo del mal. De su aplicación
repetida puede seguirse, incluso, lo contrario.
Imaginemos
una opción lícita por un mal menor. Su existencia supone tanto rectitud de
conciencia como unas circunstancias externas tan adversas que no ofrecen
ninguna posibilidad al bien. Si el cristiano no actúa vigorosamente para
modificar tales circunstancias es imprudente considerar que éstas evolucionarán
por sí mismas a una situación más favorable que permita el bien. Cuanto menos,
esas circunstancias que no dejaban opción al bien permanecerán inalteradas,
aunque muy probablemente, por su propia dinámica, empeorarán.
No
cabe ignorar que el mal en este mundo no es pura deficiencia o ignorancia, sino
que está siendo promovido directa y eficazmente por ideologías anticristianas y
por personas esclavas del pecado que extienden voluntariamente la cultura de la muerte. Por eso, dejados a tales circunstancias, sin modificarlas, éstas no pueden sino
seguir impidiendo lo bueno y empeorar las alternativas socialmente aceptadas.
Y
puesto que la noción de mal menor es puramente comparativa, aquello mismo que
antes podía ser relativamente el ‘mal mayor’ puede ser ahora verdaderamente
‘mal menor’ respecto a una tercera cosa. Sin escapar de la resignación por el
mal menor nos podemos encontrarnos obrando o manteniendo posturas
intrínsecamente peores. Y será así mientras no hagamos un esfuerzo por obrar el
bien, aspirando siempre al máximo y realizando lo posible.
Nuevamente,
unos ejemplos españoles nos ilustrarán: mal menor es una ley que despenaliza el
aborto respecto de una que lo considera derecho, de modo que la ley que se intentó
rechazar por inconstitucional (pero fue juzgada constitucional), es ahora, si
se considera el mal menor, una ley satisfactoria, que sostener simplemente con
el voto frente a ulteriores reformas.
Y en
ese sentido es verdad que un millón de inocentes eliminados legalmente son un
mal menor. Y también lo sería una ley de cuarto supuesto respecto de una ley de
plazos, o una ley de plazos frente a una ley de aborto libre. También el
pretendido ‘matrimonio homosexual es un mal menor si excluye la adopción, o no
se llama así. Pero ¿por qué hemos de conformarnos con el mantenimiento de un
mal apenas un poco menor? ¿por qué en el panorama político español no se
considera la oferta del bien?
Lo que
necesitamos, y hemos de querer, es el bien o, cuanto menos, un aminoramiento
del mal, es decir, recuperar una situación en que, por comparación, el actual
mal menor se convierta en mal mayor. Ello exige aliento e iniciativa de
reconquista en vez de conformismo: una esperanza activa. Y es lo que no se ha
ofrecido y lo que no hemos promovido, conformados con la situación de mal
menor, que está a punto de empeorar, para convertirse de nuevo en menor a
continuación.
La esperanza no es la espera
Finalmente,
trampa contra la esperanza cristiana en la vida pública es la confusión entre
la esperanza y la espera, que en español conjugan el mismo verbo.
Todos
hemos escuchado vulgarmente frases del género “espero que algún día las cosas
mejorarán”. Sabemos que en ese contexto la ‘espera’ es una mera actitud
expectativa, pasiva, abrigando un anhelo de mejora, pero que no implica ni una
acción por parte del que ‘espera’, ni una perspectiva razonable de cambio
favorable de los demás elementos de la situación, si acaso la seguridad
metafísica de que todo es temporal: ‘no hay mal que cien años dure’ (si bien un
mal puede ser sustituido por otro).
Ese
vago ‘esperar’ difiere muchísimo de la esperanza cristiana, porque ésta, en
todos sus géneros, es una virtud, es decir, un esfuerzo,
por mucho que el hábito pueda llegar a facilitarlo. La esperanza confía en la Divina Providencia y en la humana labor por el bien.
La
espera pasiva no es esperanza, sino un pecado contrario: tentar a Dios,
reclamando sistemáticamente milagros para resolver aquello en lo que deberíamos
empeñar en primer lugar, enérgicamente, nuestras propias fuerzas. El consejo
práctico de la tradición espiritual católica ha sido, y es “esperar como si
todo dependiera de Dios y actuar como si todo dependiera de nosotros”.
Es
precisamente este olvido de que la esperanza es virtud que exige esfuerzos, el
que explica la dinámica anteriormente expuesta del mal menor creciente por dos
vías:
---
De inicio, casi todos los dilemas de mal menor que se plantean están viciados
porque no contemplan más que las opciones fáciles, pero no las esforzadas o
heroicas. Al mal mayor se contrapone el mal menor presentado como la única
opción ‘posible’ (y así se enlaza lingüística e inconscientemente con el bien
posible). Pero, en este caso ‘posible’ significa en realidad ‘probable’, algo
con posibilidades prácticas significativas o inmediatas.
La
radicalidad de la moral cristiana de negarse en cualquier caso a cometer un mal
grave (recuérdese la encíclica Veritatis splendor) queda desvirtuada por completo cuando a la opción del bien se le exige ‘posibilidades’ (y
no remotas, sino ‘prácticas’, útiles) de triunfo, y a corto plazo, inmediatas.
De modo que la opción moral cristiana queda convertida, de verdad, en esto: si
el bien deseable no es hacedero sin dificultad, o sin someter su esperanza a un
largo plazo, entonces es lícito plegarse al mal con tal de que sea menor.
Observaremos
que la esperanza cristiana, tanto natural como sobrenatural, es contrariada por
la introducción de esa condición, subrepticia pero decisiva, de ‘posibilidad
suficientemente favorable’ en la consideración moral. En lo natural se descarta
la acción a largo plazo, y en lo sobrenatural se ignoran el testimonio, la
recompensa ultraterrena, y el misterioso desenlace providencial favorable,
también en este mundo, para quien se adhiere al bien y se niega al mal sin
arredrarle las consecuencias.
--- De
otra parte, el esfuerzo serio y denodado por salir del maligno dilema entre
males mayores y males menores es condición ineludible para la licitud de una
acción circunstancial de mal menor. Y es el que se echa en falta cuando la
esperanza se desvirtúa en espera. Sin esfuerzo no hay esperanza cristiana.
El que
una necesidad de optar por el mal menor no se convierta en una dinámica de
continuo conformarse con el mal menor depende de concebir la esperanza como una
virtud fuerte, esforzada tanto como paciente.
La esperanza cristiana en la vida pública
La
esperanza cristiana nos conduce a incoar en este mundo las bienaventuranzas del
otro mediante la acción social y política. Y no se entiende el compromiso
cristiano en la vida pública sin ejercitar la esperanza.
Precisamente
porque tenemos esperanza cristiana hemos de movilizarnos alegremente por el
bien, por un bien sin menoscabos. Si la actual pluralidad social se mueve en el
arco de los males mayores y menores, las iniciativas cristianas deben ‑debemos‑
introducir asociaciones y partidos que permitan buscar el bien, en el orden de
los cuerpos intermedios y en el de la política general.
Apuntando
muy alto y sin miedo, porque tenemos esperanza.
Esperanza
porque la naturaleza de las cosas, de los hombres y de la sociedad están a
nuestro lado, y por ello nuestros esfuerzos no son baldíos. Esperanza porque
para Dios no hay ni un solo héroe anónimo, y cuanto hagamos de bueno nos será
recordado y recompensado con una medida desproporcionadamente generosa. Y
esperanza también porque en la historia la Divina Providencia termina rescatando terrenamente al pequeño rebaño que se Le mantiene fiel
sin contemporizaciones, ofreciéndole salidas gloriosas e imprevisibles.
Esperemos
sin desfallecer y sin dejar de actuar.
Luis
María Sandoval
A modo de conclusión y resumen:
Trampas a la esperanza
Tan
virtud cristiana es la esperanza natural, como la teologal y sobrenatural.
Hemos de vivirla positivamente en la vida pública y salvaguardarla de ciertas
trampas.
Y es
una trampa a la esperanza cristiana recurrir a la esperanza puesta más allá de
este mundo para atemperar el impacto de los fracasos en las iniciativas
sociales católicas, porque se promueve el conformismo y la desmovilización para
ulteriores convocatorias. Propio de la esperanza es la continuidad y renovación
de esfuerzos en nombre de un objetivo invariable, alimentando la aspiración de
su reconquista.
También
es trampa convertir en objeto de la esperanza el mal menor. El objeto propio de
la esperanza es el bien. El mal menor bloquea a corto y a largo plazo el objeto
mismo de la esperanza cristiana. Y recurrir reiteradamente a expedientes de mal
menor supone cultivar la desesperanza: implica que el bien social es de hecho
imposible.
Teóricamente
es gravísimo confundir mal menor y bien posible, que pertenecen a dos géneros
diferentes. Quien obra el bien que puede, incluso pequeño, cumple con su deber;
quien obra el mal menor debe salir de él cuanto antes y aun a
costa de sacrificios.
Además,
el mal menor, por ser una noción comparativa, puede ser muy grave, y de hecho,
a lo largo del tiempo, el mal menor del momento es cada vez más grave.
Trampa
es ignorar que la esperanza implica esfuerzo, no es pasiva. No se puede abrigar
verdadera esperanza sin la disposición al heroísmo. Se cercena la esperanza en
su condición, objeto y frutos, cuando se ignora que es una virtud esforzada, y
se impone a la acción cristiana la condición determinante de ser fácil e inmediatamente
útil.
Por
el contrario, la esperanza cristiana en la vida pública, tanto por motivos
naturales como sobrenaturales, debe marcarse aspiraciones netamente buenas y
ambiciosas, incluyendo, para ello, la creación de asociaciones y partidos que
busquen el bien objetivo y no se conformen con un mal menor siempre cambiante a
peor.
·- ·-·
-······-·
Luis
María Sandoval
[1] Un caso lejano nos será menos hiriente: en 1996, en
todas las Misas de Polonia del domingo de las elecciones se pidió explícitamente
el voto a Lech Walesa para la presidencia de la república, pese a lo cual no la
obtuvo.
[2] Desde luego, la comparación entra en la completa
evaluación de los bienes, pero siempre sobre una naturaleza buena inicial. Y
nunca confundiendo la bondad intrínseca de la acción con la imputabilidad,
licitud o mérito del que la obra, que son distintas.
Para la vida individual esta segunda cuestión es, en
última instancia, determinante, pero la trascendente para la vida social es la primera. Una madre puede no ser responsable, o serlo mínimamente, de su aborto, pero la
muerte del hijo sigue siendo un mal para éste. Y las leyes tienen que
preservarnos de los males objetivos antes que proteger o presumir condiciones
subjetivas, a menudo incomprobables.
***
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