Con más materialismo, no desterraremos la violencia.
En este tiempo de frenesí consumista, tal vez convenga advertir y reflexionar
acerca de cómo se hermanan ambas realidades: la de la violencia desatada y la
del craso materialismo actuales. Lo escribo porque también yo, como tantos en
el mundo desarrollado, sufrí la influencia de ciertos postulados materialistas
sumamente ingenuos. En un confortable coche, contemplaba asombrado las riquezas
de Europa. Algún día, pensaba, todos los pueblos compartirán este bienestar y
su corazón aceptará construir sociedades “ideológicamente neutras”, en las que
las creencias se enterrarán en lo más hondo.
Pero las noticias, me despertaban de este sueño: el miedo, la creciente soledad,
la falta de principios derrumbando nuestro sistema desde dentro, la funesta
lotería de esas bombas indiscriminadas. Seguramente, se trata sólo de un
temporal precio que debemos pagar, me decía, hasta alumbrar un mundo tolerante
y sanamente escéptico. Luego, en los aeropuertos, estaciones y autopistas, me
inquietaba ver las miradas recelosas hacia los bultos y equipajes, los soldados
patrullando entre las cámaras y los detectores. Ahora sé que la utilidad y el
cálculo interesado no derriban al odio, y que nadie acepta abandonar sus ideas
para siempre a fin de disfrutar el mero préstamo de las cosas. Entre el
interés, emergen igualmente crecidos la locura y la guerra. ¿Por qué el
desarrollo material no quiebra al terrorismo? ¿Por qué, al intentar reducir la
presencia de las convicciones en la convivencia, no debilitamos la violencia en
nuestras calles? ¿Qué hace que la pujanza económica se transforme en un arma
contra los otros, en vez de convertir a los valores del diálogo y la paz? Una densa
telaraña de motivos explica esta impotencia del materialismo, a la hora de
desactivar los conflictos. Primero, está su prejuicio anti-religioso y su dogma
de que todo lo espiritual, todo lo que no es craso materialismo o escepticismo
moral, desemboca en intolerancia.
Cuando resulta precisamente que, sin raíces y valores, en medio de la pura
nada, como ha mostrado Lévinas frente al nihilismo contemporáneo, cualquier cosa
se convierte en un pretexto para la disputa, sin que nadie pueda frenar ese
instinto nocivo, que campa como el huracán en un desierto desnudo de obstáculos
hasta arrasar la dignidad humana. Segundo, los materialistas exhiben una falta
de memoria letal. Fue una Europa sin religión y espiritualmente empobrecida la
que lanzó al mundo a sus dos más destructivas guerras, en solo un siglo, por
medio de los materialismos nazi y estalinista, que aborrecieron de los valores
cristianos. López Quintás ha explicado con hondura el dinamismo interno de
estos procesos de vértigo colectivos, que asociaron el reduccionismo
materialista y una violencia sin precedentes.
En España, esta desmemoria histórica resulta imperdonable, pues el materialismo
nunca frenó con eficacia la radicalización musulmana, ni luego la opulencia
otomana contravino la crueldad. Es sabido que los integrismos islámicos,
gestados desde el s. XII, son materialismos resentidos, reacciones históricas camufladas
de pureza religiosa. Como lo es el foco norteafricano salafista del actual
yihadismo, capaz de incendiar el mediterráneo entero, al que el relativismo
moderno (como conocen en Francia y Argelia) no ha hecho sino alimentar, pues
el hedonismo y el egoísmo no nos unen fraternalmente sino que nos dividen y
enfrentan. Algunos contemporáneos nuestros se entregaron a la tentación de
oponer, como vacuna contra la rebelión de las convicciones, el credo
materialista; por ejemplo, los antiguos jefes soviéticos.
Pero fracasaron, y no sólo en Afganistán o en su influenciada Asia (China e
India), sino en el interior mismo de sus antaño materialistas y escépticas
fronteras, como prueban Solzhenitsyn o Wojtyla. Materialismo y fanatismo se dan
paradójicamente la mano sin ruborizarse. Recuerdo las palabras de un magrebí,
que tras sus estudios en Europa, me anunció que se volvía a su tierra. ¡Qué
bien, le animé, ahora podrás colaborar a que en tu patria avancen el progreso y
la libertad! Quién te ha dicho a ti que, en mi país, necesitemos esas cosas
vuestras, me replicó. Tanto oír hablar de nuestro diálogo entre civilizaciones,
me había afectado. Debía haberme dado una vueltecita por alguna barriada “multi-cultural”,
antes de decir eso. Pero no, yo me movía en cambio por las aulas materialistas
y ateas de la universidad, donde no se toleraba manifestar preferencias en ese
tema maleducado y antiprogresista de la religión. Y es que esta clave “modernista” responde precisamente a la interpretación racionalista ilustrada de la ética, de la convivencia,
de la multi-culturalidad y de las instituciones, incluida la universidad, que
en cambio los más agudos pensadores de nuestra era están acertando a
desenmascarar, como McIntyre entre otros.
Pero es que lo religioso o las convicciones profundas -que todos tenemos- no
son el problema, sino parte de la solución si sabemos interpretarlo. No se
pueden expurgar del corazón la religiosidad, el amor a nuestra cultura o los valores
más hondos, y substituirlo todo por dinero o economía. No se puede hacerlo y
creer que así se evita el conflicto y la violencia. Materialismo y violencia son hermanos, como desveló Dostoievsky gracias a los
Karamazov. El hombre necesita creer en algo.
Mas, si no acertamos a desarrollar nuestras convicciones en convivencia con los
otros, no habrá paz. Matar las creencias e ideas más hondas con los cañonazos
de nuestro materialismo sólo es un disparate que revierte contra nosotros. Pues,
qué ofrecemos a cambio de lo profundo y de las raíces: ¿más consumo, más tecnología,
más viajes, más armas, pero no tan buenos como los nuestros? Genial
estrategia…, poco tardará en regresar contra sus autores. La violencia hace
presa en el mundo, y el materialismo la aviva interesado. Crecen por contraste
(o de un modo dialéctico, como dirían los filósofos), pues cuando deseas
demasiado lo que posee el otro, y no lo obtienes, comienzas a anhelar tener
algo que él no tiene, ser algo que él no es, rebelarte orgulloso contra su
modelo de vida y abatirlo cual un ídolo de barro. Por eso son “reaccionarios”,
en un sentido profundo, e hijos de unas tendencias nihilistas alentadas ya con
descaro desde el nominalismo.
Hay millones de personas sin esperanza en este convulso mundo, que debido a esto
se agita sin paz, y no vamos a aplacarlas con el dudoso truco del espejito que
brilla. El materialismo no nos seduce en lo más hondo. Sabemos que es una
anestesia; pero las anestesias nunca han curado a nadie de nada, y menos a una sociedad.
Claro que la prosperidad, la tecnología y el bienestar en términos materiales
son buenos; pero no redentores. No van a derrotar al terrorismo ni a sus
causas. Sólo las contradicciones del integrismo pueden ayudar a derribarlo,
como el materialismo resentido que se oculta en él. Pero el impulso definitivo
lo darán siempre unas convicciones –unas creencias y una religiosidad también-
fundadas en unos valores sólidos y firmes. Únicamente un horizonte de valores
auténtico ofrecerá a tantos la esperanza que se necesita para enfrentar el
horror y superar la tragedia de esta postmodernidad decadente que nos engloba .
Contra el odio y el rencor, no valen las puras redes de intereses porque son
demasiado frágiles. Con el materialismo y el relativismo ético no venceremos a
los terroristas, pues a ellos les vigorizan por reacción, mientras minan desde
dentro nuestro mundo. La verdad es que nuestros mercaderes no convertirán a
nadie a unos principios más humanistas. En cambio, corremos el riesgo de que
una sociedad dirigida sólo por negociantes nos entregue al mejor postor, aunque
ello comporte vender la libertad de todos. Por tanto, nuestra pregunta ha de
ser: ¿qué esperanza -alta y hermosa- puede ayudarnos, a los humanos, a
encontrarnos más allá de la pura materia y su consumo? Sin duda, la respuesta
tendrá que ver con lo espiritual y con lo que nos transciende, y ello en la
forma de un amor personal que procede de lo Absoluto. Acaso, por todo esto,
puede comprenderse el que recomendemos la relectura precisamente, hoy más que
nunca, de las fecundas meditaciones de S. Agustín acerca del ocaso de Roma y el
contraste siempre latente entre las ciudades terrena y celestial. ·- ·-· -······-·
Javier Barraca
Lo ha advertido la DSI desde hace décadas, y muy
particularmente lo subrayó Juan Pablo II en sus lúcidos análisis de los
materialismos de todos los signos, tanto el del comunismo como el del
liberalismo extremo. Cf. JUAN PABLO II, Memoria e identidad, La esfera
de los libros, Madrid, 2005.
Este es uno de los principios de la inicial hermenéutica
habermasiana, superada por autores como Gadamer, Ricoeur o Taylor que
reivindican en cambio la tradición e identidad propias como vías para la
comprensión y la relación auténtica.
Una reflexión precisamente en sentido inverso se
encuentra en el pensamiento de Lévinas. Cf. LÉVINAS, E.: De Dieu qui vient à
l´idée, Vrin, París, 1986.
LÓPEZ QUINTÁS, A.: El arte de pensar con rigor y
vivir de forma creativa, Ed. APCH, Madrid, 1993.
Testimonio estremecedor de ello, el del célebre
“arrepentido” Kourdakov, cf. su relato El esbirro, Ed. Palabra, Madrid,
2007.
MCINTYRE, A.: Tres versiones rivales de la ética,
Rialp, Madrid, 1992.
Esto inspiró la advertencia de Malraux: <<El
siglo XXI será religioso o no será>>.
Cf. VALVERDE, C.: Génesis, estructura y crisis de
la modernidad, BAC, Madrid, 1996.
Frente a la postmodernidad de la decadencia se han
postulado otras alternativas posibles en clave de valores firmes y asentados,
cf.: BALLESTEROS, J. Postmodernidad: ¿decadencia o resistencia?, Tecnos,
Madrid, 1989.
S. AGUSTÍN: La ciudad de Dios, CSIC, Madrid,
2002.
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