Desde esta fecha, el naciente Estado nacional pretendía completar el “mandato popular e histórico” asumido autocráticamente por la Junta militar con
nuevos cauces, controlados y limitados, de representación de base corporativa.
A los Sindicatos nacionales (Organización sindical española) se unían
las Cortes y sus procuradores como instituciones representativas, bajo el
“triple imperativo de la unidad” (social, política y nacional). La ruptura con
las potencias totalitarias de derechas, antiguas aliadas, y la reafirmación
frente al totalitarismo de izquierdas, retomando el ideario de Acción española
y del Bloque nacional, fueron referentes ideológicos e históricos fundamentales
para esta empresa doctrinal..
El “régimen político español” se
configuraba así, para Rodrigo Fernández Carvajal, cómo un “sistema de
concentración de poderes en el Caudillo, que podría interpretarse como una
Dictadura constituyente y de desarrollo, atemperada por la independencia
judicial y la existencia de unas Cortes de base orgánica a cuyo cargo
corresponde normalmente la preparación de las leyes”. En la evolución del mismo
“esta Dictadura (cuya duración prevé la ley se extenderá tanto como la vida del
Caudillo) dará paso en su día a una Monarquía, con un Rey o un Regente”, ya que
“la Dictadura constituyente o de desarrollo es el cohete destinado a poner en
orbita el satélite de una monarquía constitucional pura”.
Y en este proceso, cerrado
con la aprobación de la Ley orgánica del Estado (1966-1967), apareció en
el horizonte institucional y doctrinal del Régimen la posibilidad de implantar
un tipo de Democracia orgánica en España. A nivel institucional, esta
fórmula se desplegó como instrumento representativo en él ámbito
jurídico-político (Cortes, Consejo del Reino) y en el jurídico-social
(Sindicalismo vertical, Consejo económico y social, Corporaciones
profesionales). A nivel doctrinal desde el Instituto de Estudios Políticos (IEP)
o el Centro Superior de Investigaciones científicas (CSIC) a través de su
revista Arbor, una nueva generación de intelectuales marcados por el
magisterio o el “martirio” de Ramiro de Maeztu, devinieron en teóricos de un
proyecto finalmente inconcluso, y hasta cierto punto difuminado en el entramado
de la Leyes fundamentales (que se limitaron a recoger en un par de ocasiones el
mismo término de “Democracia orgánica”). Pese a ello, Jefe del Estado
proclamaba en 1938 que “el nuevo Estado español sería una verdadera
democracia”, eso sí “orgánica y católica”
y en 1957 que “nosotros no negamos la democracia; queremos la democracia real y
verdadera, y cuando los problemas son graves y trascendentes hemos establecido
la consulta directa a la Nación, como en aquel referéndum que hemos sometido a
vuestro plebiscito, expresión de la democracia que tanto temen las llamadas
democracias inorgánicas”.
Esta opción democrático-orgánica,
vituperada ideológicamente por la oligarquía de la democracia de partidos
actual, ayuna de todo análisis histórico profundo (retrospectivo, perspectivo y
prospectivo) sobre las formas jurídico-políticas, requiere un sereno del
necesario estudio historiográfico. Por ello, la realidad y trascendencia de la Democracia orgánica española durante el
franquismo fue, y sigue siendo, objeto de debate. Rodrigo Fernández Carvajal ya superó estos debates, demostrando que pese
a no ser una fórmula “completa”, es decir “pura y sin mixtura ideológica”, si
resultó un complejo doctrinal e institucional que definió los medios de la
representación limitada y jerárquica del Régimen franquista al filo del final
de la II Guerra mundial . La parcialidad de la misma, según el jurista político, se
reflejaba en que “tan solo es posible cuando se monte sobre un sistema de
economía nacional también orgánico”, y mientras “en tanto no se realice la
sustitución del capitalismo por un orden más racional y justo, la democracia
orgánica no podrá aspirar al monopolio representativo aunque tenga, evidentemente
un doble valor cierto y actual en cuanto promotora de estructuras de
negociación entre intereses y en cuanto moderadora y correctora del exceso de
fanatismo al que suele propender la representación puramente ideológica”. Ahora bien, el ejemplo a seguir, específicamente español,
se encontraría en la representación familiar en Cortes, el “tercio familiar”,
asumida por los Jefes de familia integrados en asociaciones de este tipo
encuadradas en el Movimiento.
Pese a su
limitación en la constitucionalización y a las críticas recibidas , Fernández
de la Mora defendía que “los dos Estados que más se acercan al esquema teórico
de una democracia orgánica fueron España y Portugal”; para J. Beneyto este pilar
corporativo fue un elemento indispensable de la “identidad del franquismo”. López Amo reconocía que “sí
pretendemos luchar contra esta corriente [contraria] y preconizamos una forma
social distinta del individualismo o del socialismo actuales, y una forma
política diversa de democracia, se nos tachará indefectiblemente de románticos,
o de incultos reaccionarios”;
pero pese a los análisis posteriores de González Cuevas o Elías Díaz sobre la “Democracia orgánica” como
simple fachada ideológica del Régimen, Ángel López Amo, Vicente Marrero , Rafael
Calvo Serer , Francisco Elías de Tejada y Rafael Gambra, Carlos Puyuelo, Luis María
Ansón, Eduardo Aunós, Jorge Jusue o el Marqués de la Eliseda, entre otros, valoraron esta “vía española a la Democracia” desde el organicismo
social y hacia la futura instauración monárquica. Al
respecto, Ángel David Martín señalaba al respecto que “el régimen de Franco afirmaría
su voluntad de considerar la democracia orgánica como una de las bases
conceptuales del Nuevo Estado nacido de la Guerra civil”, a través de la
síntesis de dos tradiciones: Falange y Acción española.
“Nosotros,
a la democracia inorgánica le oponemos una democracia orgánica, en que los
hombres discurren a través de sus cauces naturales, de la familia, del
Municipio y del Sindicato, y queremos que lo mismo los Municipios que los
Sindicatos cumplan su misión y sean el medio por donde pueda llegar la voluntad
del pueblo a las altas esferas del Estado”.
Esta palabras de Franco resumían
las coordenadas doctrinales de la “democracia orgánica” del Régimen, a las que
pondrían objeciones el tradicionalista Rafael Gambra
y el falangista Sigfredo Hillers de Luque; el primero recordará las
limitaciones a la fórmula organicista que supuso la centralización política y
sindical, y el segundo que él mismo contribuyó a un sindicalismo de Estado que
convertía a su ideario en “revolución pendiente”. La despolitización del Ejército como corporación
representada en Cortes y con amplias funciones en orden público, y la
institucionalización del Partido FET generaron las bases del llamado
“Movimiento nacional”. Ambas instituciones se identificaron de manera total
bajo el mando del Caudillo (un proceso que J. Beneyto compara con el desarrollado por el PRI mexicano), a la que se sumó un sindicalismo
vertical integrado, una corporación eclesiástica que lograba la confesionalidad
estatal, y numerosas corporaciones industriales, empresariales y agrarias con
competencias progresivamente reconocidas.
En la línea oficial
también se manifestó quien fuera ministro Secretario del Movimiento, José Luis
Arrese : “la participación del pueblo en las tareas del Estado se
hará a través de la familia, el sindicato y el municipio”.El
Generalísimo y Caudillo era el representante supremo de esta “comunidad
nacional”, atribuyéndose una función autoritaria de “fundación” y “mediación”,
identificando la Jefatura del Estado con el Estado mismo. Esta etapa doctrinal
convertía a Franco -según Beneyto- en “protector del Estado”, en un
tercero neutral, superior y mediador entre lo revolucionario y lo conservador,
al estilo kemalista turco ;
para Blanco Ande esta fase suponía la tercera en la evolución de la teoría
social organicista del régimen franquista, tras la primera
“neotradicionalista” y la segunda “caudillística”, como etapa “racional” de
legitimación del Estado corporativo y autoritario.
Estas coordenadas
doctrinales se encontraron presentes, con algunos matices, en la nómina de
doctrinarios de la Democracia orgánica del Régimen; una generación considerada
por P. C. González Cuevas como la “nueva derecha monárquica”, en muchos casos ligados a la
institución del Opus Dei, conectados con la nueva clase económica liberal,
formada bajo la “cultura tradicionalista nacional y católica”, y que intentó
hacer realidad la “teoría de la sociedad directoral” de Georges Uscatescu. En primer lugar podemos destacar la
obra de Rafael Calvo Serer [1916-1988], ideólogo perteneciente al Opus Dei y primer
catedrático español de Historia de la Filosofía española y Filosofía de la
Historia, y postulador de una nueva“Monarquía social y tradicional”
para el Régimen franquista.
Su primer texto de relevancia doctrinal fue España sin problema,
respuesta a la obra del falangista Pedro Laín Entralgo España como problema
(1949) .
Rafael Calvo Serer contrapuso a la críticas de Laín la peculiaridad y
normalidad de la vida política y social franquista, los aun latentes peligros
revolucionarios, el legado historiográfico de Menéndez Pelayo; además esbozaba
ya una “Monarquía tradicional,hereditaria, antiparlamentaria y
descentralizada” siguiendo los postulados de Vázquez de Mella .Con
esta obra Calvo Serer se convirtió, en uno de los estandartes de esta nueva
generación de doctrinarios. Posteriormente en Teoría de la Restauración
(1953)argumentaba sobre un nuevo Régimenpolítico-social de raíz
orgánica (católica) y desarrollo corporativo (técnico), que remitía
directamente a R. de Maeztu . Este modelo, debería ser capaz de aunar la especificidad
de la tradición nacional-católica, la homologación política occidental y cierta
apertura intelectual dentro del régimen.
Asimismo, sus obras La configuración del futuro (1953) y La fuerza
creadora de la libertad (1958) continuaron desarrollando su “teoría de la
Restauración”, insistiendo en los valores de la “teoría de la restauración
cultural, social y política” católica y monárquica, que la elite gobernante no
podía defender a través del Estado democrático-liberal ni del Estado
totalitario, sino a través de una “dictadura mandataria” y transitoria, de la
que era claro ejemplo el Estado corporativo portugués. Esta “restauración
cristiana” permitiría erigir un nuevo Estado el “cual nunca podrá lograr sus
objetivos a través del régimen de partidos, de la aceptación de la soberanía
popular, del sufragio universal y de las libertades revolucionarias”. Por
ello insistía que “es por tanto ingenuo, mal intencionado
o ignorante el pretender imponer a determinados países un constitucionalismo
democrático cuando en ellos hay tantas experiencias catastróficas de la
inviabilidad de las constituciones escritas”. Frente al mismo señalaba “que no
pueden interesarnos las formas democráticas occidentales” ni los regímenes
comunistas, alejados de nuestros parámetros sociales o culturales. “¿Qué hacer
pues?, ¿están agotadas las posibilidades políticas). Un examen más profundo y
complejo de las situaciones en las que vivimos permite encontrar, en la
verdadera base doctrinal del Movimiento una concepción política que siendo
esencialmente española, ofrece además caracteres válidos, incluso para las
democracias, en descomposición del Continentes” .
Calvo Serer asumía con ello la defensa del
“sistema de valores e ideas radicalmente español”, que reunía “lo positivo de
la democracia anglosajona y aún la eficacia del totalitarismo comunista”. El régimen futuro se debía
apuntalar en dos principios fundamentales, en los que descansaba también, a su
juicio, la teoría del Movimiento nacional: unidad católica (“cimentación
espiritual del orden político”) y justicia social (concepción cristiana). Así,
sobre un “régimen jerárquico y autoritario” puramente circunstancial, nacido de
la “época de disgregación y de lucha de clases”, se impulsaba la ordenación
social en base a “la reconstrucción de la comunidades naturales, según el
sentido cristiano de la libertad personal”. Pero este sistema necesitaba de una
política cultural de difusión y realización de los valores tradicionales, que
hiciese viable la Restauración. “La culminación de nuestro proceso de
reordenación política ni puede ser la república ni una Monarquía cualquiera
–escribía Calvo Serer- sino una Monarquía social, como la popular de los viejos
tiempos”, ante la crisis y desaparición que profetiza de los sistemas
capitalista y comunistas.
En
este sentido, el régimen propuesto “armonizaba la intervención del Estado y la
libertad de iniciativa privada”; éste no era para Calvo Serer un ideal utópico, sino “la vertebración epopéyica que
España vive desde 1936”. Y en este régimen se encarnaba en una “monarquía
popular capaz de asegurar la unidad católica y la justicia social (…) la
versión española de ese Estado autoritario y representativo que quieren
construir ahora los neoliberales y neoconservadores del mundo entero, en sus
esfuerzos por superar el liberalismo y el marxismo”. Su monarquía se situaba así, como
en López-Amo, en una línea democrático-tradicional similar a la de la Monarquía
británica, de la Constitución norteamericana y del federalismo suizo, que
permitiría “contar con un poder ejecutivo tan dinámico como el de los Estado
totalitarios, decidido a configurar una sociedad deshecha y pulverizada”; las
conexiones se establecían por que todos estos modelos establecían el problema
político fundamental no en sucesiones personales sino en la “creación y
consolidación de las instituciones, que han de garantizar en el sentido
expuesto el desenvolvimiento normal de todas las fuerzas sociales”.
“En España llevamos algunos años trabajando por crear una elite que disponga de
un Estado fuerte, encarnado en la Monarquía social”. La elite técnica, propia
de la “sociedad natural” española, debía de encabezar este proyecto
restaurador por una triple necesidad: evitar fragmentación social e ideológica
(unidad de creencias), impulsar un poder ejecutivo fuerte (ajustando su
actuación al derecho natural católico) y sancionar una elite gobernante que gestione
la restauración tradicional-católica (respetando el principio de
subsidiaridad). De esta manera, para Calvo Serer “la futura monarquía, que por
su carácter social y su defensa de las libertades del pueblo, tanto recuerda a
la que Menéndez Pelayo encontró en nuestros tiempos clásicos en la forma de
Monarquía popular”.
El doctrinario valenciano señalaba al respecto, que la validez actual de la
institución monárquica era evidente en los casos de Escandinavia o los Países
bajos (o la deriva hacia una Monarquía electiva de las grandes democracias, la
llamada “Monarquía republicana” de Maurice Duveger), y en el fracaso de los intentos
republicanos españoles.
Así
se llegaba, por imperativo histórico, al proceso dónde “se construye en España
de nuevo una Monarquía, que responda a los imperativos de la tradición, a las
exigencias pasadas y a las necesidades políticas y sociales del presente”.
Calvo Serer sostenía subrayaba que esta
fórmula se basaría en un “ejecutivo fuerte, continuo y estable en el orden
político, en la dignificación del trabajo manual, la extensión popular de la
cultura y la seguridad económica en el orden social”. En este último orden, se
buscaba elevar el nivel de vida de las clases bajas “mediante la libre
concurrencia de las capacidades individuales, en igualdad de oportunidades”.
Las garantías propuestas enmarcaban las libertades concretas de la “nueva
Monarquía”; era el régimen de origen tradicional, enraizado en el Derecho
público cristiano, y articulado mediante una reforma controlada de las
instituciones vigentes (siguiendo el modelo portugués). La representatividad popular y
social se encauzaría a través de la “Corona, Cortes y Gobierno”, y se
fundamentaría en tres principios fundamentales: “espíritu nacional, sentido
social y concepto autoritario del poder”.Pero
para alcanzar dicha representatividad, había que eliminar los injustos
privilegios clasistas o evitando su preeminencia; dicha Monarquía necesaria y
posible necesitaba la “aquiescencia, el libre consenso, de las clases
populares, para obtener el cual habrá de basarse en los ideales políticos y
vitales de todo el pueblo: instituciones abiertas a una proporcionada
participación de todos los elementos sociales, mediante un adecuado sistema de
representación; máximas garantías laborales y económicas, mediante auténtico
funcionamiento de la asociación sindical; y control del poder a través de unas
Cortes fuertes y de un ejercicio pleno de las libertades populares”. Pese a esta “militancia”
corporativa, Calvo Serer acabó como declarado enemigo del mismo Régimen que le
promocionó intelectual y académicamente.
En un sentido similar se expresaba José Corts Grau, cuando subrayaba el “sentido español de la democracia”,
conectándolo con las directrices al respecto del Papa Pío XII. “Hace ya dos
lustros que mi Patria, desdeñó y sigue desdeñando mimetismos fáciles para,
reivindicar valores eternos, y va, venciendo de la mano de Dios las tentaciones
del diablo”; estas palabras de Corts Grau remitían a valores católicos y
autóctonos que fundaban la interpretación española de la Democracia orgánica. Frente al Positivismo que “deriva
hacia una concepción voluntarista de la ley y de la política”, el Derecho debía reclamar “los
conceptos objetivos de fin y de bien”. El fin de la política, el Bien común,
necesitaba de una jerarquía jurídica que reconociese la constitución anterior y
orgánica de la Sociedad frente al Estado. Los mandatos del Estado –como
establecía Laski- “deben justificarse por
razones distintas de las de su origen como voluntad del Estado, de donde
precisa una teología de la ley”. La cuestión de la justificación del Estado
debe resalta su fin primordial: un orden justo. El Estado se justificaba en
cuanto fomenta la convivencia feliz y la perfección temporal de los súbditos;
debía haber una unidad de principios jurídicos fundamentales para garantizar el
derecho, organizar la sociedad y legitimar el Estado. Por ello, el régimen
dictatorial garantizaba esta unidad como frente al totalitarismo marxista y
ante la incapacidad de la democracia liberal para enfrentarse con los nuevos
enemigos.
Así la
Democracia orgánica de Corts, española y católica, respondía a la
“vocación de unidad frente a la dispersión, a un sentido conciliador y orgánico
frente a la lucha de clases, y busca una compenetración entre la
profesionalidad y la ciudadanía, cuya fórmula impecable se hallaba ya en
nuestro acervo clásico: servicio. Pese a ciertos rasgos comunes con las
formas consagradas del fascismo, su reciente derrota, habían mostrado los
fallos en sus “bases doctrinales y en muchos de sus modos técnicos e incluso de
sus modales cotidianos”. Corts apelaba a defender esta versión española de la
Democracia, pero sin “rasgarse las vestiduras porque cundieran también aquí las
tendencias antidemocráticas y anticomunistas”.
Esta versión española de la democracia era ahora el objetivo del Pueblo, del
Caudillo y del Movimiento Nacional. “La médula tradicionalista”, el magisterio
católico y la unidad de poderes se unían para fundar este nuevo sistema
representativo del Régimen: una nueva democracia alternativa a la erigida por
el constitucionalismo liberal y reactivo contra el “panteísmo estatal”, que
conducían “a la utopía o a la farsa del totalitarismo democrático”.
“Nosotros
nos resistimos a embarcarnos en una aventura demoliberal” proclamaba Corts.
Para ello apelaba a las siguientes razones: “a) porque sangramos todavía
de la reciente; b) porque ello significaría un fraude histórico; c) porque,
pese a la aparente euforia de las sirenas, los grandes demócratas reconocen que
el concepto y sus formas están en crisis; d) porque pugna con nuestra
dogmática y nuestra ética cristianas”. Así Corts reivindicaba “la democracia
auténtica al dictado del Pontífice”,
fundada en el Catolicismo,“que calibra exactamente la responsabilidad
del gobierno y la dignidad del hombre”, en el Tradicionalismo,
que hace contar con los antepasados y con la propia sangre, y en el Movimiento
Nacional, que en su Punto VI, de pura estirpe democrática, reflejaba que
"todos los españoles participarán en el Estado ["omnes partem aliquam
habeant in principatu..."] a través de su función familiar, municipal o
sindical". Estos principios se materializaban en una Política social
“más avanzada que la de los pueblos llamados democráticos” y en una forma consustancial, la
Monarquía, que “ha sido eminentemente democrática”; en este punto hablaba
“de la Monarquía tradicional, no de los engendros doctrinarios, mero remate
heráldico —en frase de Mella— de las nuevas oligarquías”.
Salvador Minguijón, recuperando la obra de S. Aznar, resumía, asimismo, las bases y la visión del régimen
corporativo en esta fase.
Esbozado por primera vez como régimen hacia 1916, éste era la “gran solución
nacional” ante los “múltiples hechos” que revelaban una “organización
profesional viviente”. El “espíritu de las profesiones liberales hacia la
colegiación” suministraba a la política el medio para la cooperación económica
y la armonía social; se daría mediante la “obligación de empadronamiento” de
cada ciudadano en su profesión correspondiente. Así surgiría la Corporación
como “órgano al servicio de la comunidad” frente a la huelga y a la lucha de
clases, como la representación de la “función social” del trabajo y la
propiedad. De la corporación surgía una doctrina que fundamentaba un régimen
corporativo que tutelaba al individuo, establecía un reglamento con la
aprobación del Estado, y poseía unas competencias exclusivas; además ponía de
relieve los intereses comunes a patronos y obreros, llevando la representación
corporativas a Cortes. Esta fórmula impedía la lucha de clases mediante una ley
basada en el “espíritu de cristiana fraternidad y la organización armónica”;
para ello situaba al sindicato vertical (y pretendidamente mixto), como célula
del régimen, junto a la familia y el municipio.
Eduardo Aunós [1894-1967], consejero nacional y ministro de Justicia también
participó en esta empresa, formulando un “Proyecto de constitución para
España”; en él se contenía su visión armonicista entre el corporativismo
tradicionalista, el estatismo nacionalsindicalista, y la autocracia ejecutiva.
Como recogen M. Platón
y L. López Rodó,
Aunós presentó un proyecto sincrético de Monarquía social, tradicional y
representativa a la cúpula franquista, como respuesta a la
“institucionalización totalitaria” presentada por R. Serrano Súñer. El artículo
3 definía los principios políticos de organización de su Estado social y
monárquico: unidad de poder en manos del Jefe del Estado (Franco), y diversidad de funciones ejecutivas, legislativas y
judiciales “convenientemente armonizadas”.
De esta manera, el régimen constitucional se cimentaba en el corporativismo, la
economía gremial, en la concordia de las clases y en la Monarquía “sin rey”
(frente a la moderna monarquía parlamentaria o liberal considerada como
“absolutista”), y siguiendo la máxima de La Tour du Pín: “el rey en sus
consejos y el pueblo en sus Estados”.
Aunós defendió una Monarquía donde
poder gubernamental se limitara ante las “tradiciones y leyes del Reino”,
resaltando su naturaleza representativa con la existencia de Consejos sectoriales
y Parlamentos locales. Frente a la Monarquía liberal y democrática, “al
servicio exclusivo de la Burguesía” del norte de Europa, Aunós señalaba que su
Monarquía no sólo aparecía como un vestigio de la historia, sino que suponía un
modelo de “Estado social (…) capaz de contener los conceptos de jerarquía, de
servidumbre para la colectividad y de unidad de mando”. Esta fórmula aparecía
reflejada en sus las histórico-literarias Cartas al príncipe, elaboradas
durante su labor comoembajador en Argentina en 1942; en ellas defendía
la pervivencia de las “grandes corporaciones populares” de la necesaria
“Monarquía tradicional y descentralizada medieval, límite del absolutismo y
unidad cristiana”.
Esta modalidad de Democracia
orgánica, presentada durante su labor Ministro de justicia, aunque rechazada en 1945, sirvió
como base programática para la futura de Ley de Sucesión de 1947. Así
fueron asumidos en la constitucionalización del Régimen, aspectos tales como:
representación popular mediante cauces corporativos (sindicales, municipales y
familiares), sistema de Estado monárquico bajo la tutela vitalicia del Caudillo
y en función de lo contenido en las Leyes fundamentales. Retomando la doctrina
social católica vaticana Aunós inspiró un primer proyecto constitucional que aspiraba a
instaurar (que no restaurar). “España, como unidad política, es un Estado
Católico, Social y Representativo, de acuerdo con su tradición, se declaraba
constituido en Reino”. Esta declaración, contenida en el proyecto de
Aunós, respondía a la contenida en la Ley finalmente proclamada.
Jorge Juseu defendía en similares términos una Monarquía a la Española
(1971),
síntesis entre cierto liberalismo doctrinal (De Jouvenel o Guizot), la continuidad de la lectura del tradicionalismo
político (Maurras o Vázquez de Mella), y de la apertura del magisterio católico hacia la
tecnocracia administrativa y el funcionalismo socioeconómico. Defendiendo la autonomía de los
cuerpos intermedios de la sociedad, y limitando la intervención estatal y su
aparato burocrático, Joseu postulaba una “democracia orgánica” fundada en “in
dubiis libertas in necesarias unitas”. Ésta,retomando a Maeztu, partía
del autoritarismo como principio de unidad política y del gobierno elitista, y
finalizaba en la instauración de una Monarquía social equidistante de la
hereditaria y de la popular.
Entre ambas nacía una forma política monárquica presidida por la concentración
de poderes en la Jefatura del Estado; por ello, el sistema de designación “del
jefe único del Estado” se realizaría en virtud del “prestigio de sus virtudes”
y por la elección de una “selecta minoría de hombres eminentes”. En ella se
configuraba “un régimen tradicional adaptado a los nuevos tiempos” y revitalizador
de las costumbres “eternas” y articulado en los siguientes puntos: democracia
orgánica, monarquía gobernante y catolicismo oficial; pero régimen autoritario
limitado por los derechos colectivos de corporaciones, organismos naturales y
asociaciones de interés público.
De igual manera Vicente Marrero [1922-2000], ideólogo y
activista de filiación tradicionalista vinculado Opus Dei, recuperó las tesis
neotradicionalistas Maeztu (que reeditó profusamente en Rialp y en la Editora
nacional)
como referente doctrinal para una nueva Monarquía española. Junto a sus
preocupaciones por la sensibilidad espiritual en el arte, la literatura y la teoría estética, Marrero destacó como doctrinario en
El poder entrañable (1952), La guerra española y el trust de cerebros
(1961), La consolidación política, teoría de una posibilidad española
(1964) o España ¿en el banquillo? (1973). Pero no sólo en estos textos
profundizó en la “monarquía social y representativa”; también lo hizo desde
revista mensual Punta Europa [1956-1967], publicada en Madrid
durante 128 números, promovida por Lucas María de Oriol y Urquijo y dirigida
por Marrero. La línea editorial fue clara al
respecto: defensa de la instauración de una Monarquía social representativa,
legitimadora de la dimensión monárquica del régimen franquista, y articulada en
torno al concepto y sistema de la Democracia orgánica. En ella, Marrero
señalaba que “hay, por desgracia, monárquicos que poco o nada tienen que ver
con los que defienden la monarquía social y representativa, por la que abogamos
en este momento nosotros y la inmensa mayoría de los monárquicos españoles. Es
preciso repetirlo muchas veces, porque no se ha hablado bastante de ello. La
monarquía social y representativa, en sus grandes realizaciones y en sus más
destacados pensadores, ha tenido siempre una significación social más que
política (…) sentido social que en ella no es algo accidental, sino que
constituye su verdadera razón de ser”.
Siguiendo el tradicionalismo francés de Thiers y el español de J. Vázquez de
Mella, defendía el carácter social,
alternativo al marxista, del proyecto corporativo tradicionalista, considerando
a la Monarquía como un instrumento importante dentro de la división orgánica de
la sociedad (sometida la defensa dinástica a los principios de justicia
consustanciales al pensamiento y praxis tradicionalista).
Pese a las críticas al
autoritarismo político planteadas desde ciertos foros intelectuales europeos,
Marrero insistía en el carácter representativo de la instauración, mostrando la
plena “identificación con el sentido social de nuestro tiempo”. En esta
Monarquía española, tradicional (de base), social (de alcance), y
representativa (desde un concepto de representación fundamentalmente orgánico),
el pluralismo se ordenaba orgánica y jerárquicamente. Su participación y
representación se identificaba con un sistema jurídico-político donde la
soberanía popular se limitaba a una representación corporativa, que eliminaba
toda referencia pasada o posible al “totalitarismo” y se presentaba como
alternativa al sistema parlamentario inorgánica: “ejercicio de minorías
mandatarias, por el más radical sometimiento y esclavitud a lo que se llamaba
disciplina de los partidos”. En las páginas de Punta Europa plasmó la
esencia de su régimen corporativo: “el derecho de los pueblos a estar
correctamente representados ante el poder político, aunque esa representación
política no tenga necesariamente que estar elegida mediante el sufragio
universal e inorgánico”. Así se señalaba que frente al sufragio universal que
“desvirtuó al principio de representación”, los “países clásicos de la libertad
parlamentaria se ven forzados a revisar las debilidades de su sistema institucional
y atraviesan por reacciones similares a las de los países totalitarios”.
Varios
editoriales de Punta Europa insistían sobre este hecho político-social
fundamental: “la participación del pueblo no constituye la autoridad, pero es
indispensable como factor asistente de la misma. El poder político no se
origina por decisión popular, sino que tiene por sí mismo entidad propia y
necesaria. No se puede mandar, si no existe en el ánimo de los hombres un fondo
de adhesión espiritual, una manifestación de opinión. El poder será popular,
por lo tanto, no en el sentido de que sea el pueblo quien se sienta originario
y creador del poder, sino cuando, una actitud superior, que en última
instancia, como siempre, viene de arriba– se redondea con la adhesión de todos“. Por ello señalaba que “desaparezca el espejismo de un viejo
parlamentarismo, que es a todas luces repudiable, así como el de unas cortes
inoperantes, y se dé, poco a poco, entrada al lado de unos procuradores de
intereses sujetos al principio de gestión, una parte de representantes cuya
representación sea electiva, y por circunscripciones en un sentido tan amplio
como bien discriminado”.
Así era el régimen
planteado por Marrero, que aspiraba a “estructurar definitivamente al país creando
las instituciones propias de un reino que garantice la continuidad y la
vigencia ineludible del espíritu condensado en aquella fecha”, ante los retos
internacionales iniciados y el inevitable proceso de apertura comercial, modernización
capitalista y desarrollo económico planificado. Había que homologar, o por lo
menos adaptar conceptualmente la Democracia orgánica y la concepción franquista
de la Monarquía a los paradigmas politológicos occidentales. No solo como una
forma política, sino una entidad superior en el orden social orgánico; no solo
como un elemento jurídico de ejercicio de determinadas funciones de autoridad,
sino también como factor de convivencia, como fuente de respeto, como
catalizador social positivo (en el sentido casi “químico”). Frente a una
República que en España “viene a ser como un catalizador del desorden, el
sectarismo, la subversión de valores morales, la proliferación de focos
demagógicos y anárquicos, la chabacanería”, Marrero proclamaba su fe monárquica;
se debía instaurar una Monarquía que “patentiza un auténtico foco de
polarización ante cuya sola presencia se posibilita el respeto, sin el cual no
hay convivencia, ni disciplina social, ni eficacia en los proyectos colectivos”. Éste sería el “poder entrañable” de
Marrero, en España y para Occidente.
Otro testimonio de esta empresa
doctrinal, aunque en clave de conversión, lo encontramos en Francisco Moreno
y de Herrera (primero Marqués de la
Eliseda y después Conde de los Andes). Desengañado del experimento fascista antes alabado, ahora argumentaba sobre la
necesidad de un régimen de equilibrio entre libertad y autoridad donde un
Estado limitado asegurara las libertades sociales y personales (R. de Maeztu) sancionadas por el Derecho público cristiano (J. Balmes). El fracaso internacional del totalitarismo derechista,
que no del izquierdista, obligaba para el Marqués a la restauración de la
Monarquía como marco formal de defensa de dichas libertades, ya que sin ella
“no hay libertades, cayendo el Estado irremisiblemente en el despotismo sin
ilustrar o en el oligarquismo irresponsable”.
Por ello se sumaba a la defensa de que sólo un
poder enraizado históricamente, una autoridad de origen tradicional, podría
reedificar un orden social cristiano (como el esbozado por Le Play y la Tour du Pin) ”inspirado por una auténtico deseo de mantener la esfera
de gobierno sometido a principios permanentes anteriores y respetar los
derechos naturales de la persona humana”. Este modelo se oponía frontalmente a
la democracia de soberanía única, la “superdemocracia nazi” y el republicanismo
fascista, y se acercaba a la experiencia portuguesa de “Estado cristiano
autoritario”.
En ella, “una monarquía rodeada de una aristocracia histórica asegura la
continuidad de la conciencia nacional e impulsa al cumplimiento de la misión
histórica: la garantía y defensa de las libertades sociales y familiares para
el desarrollo nacional; ésta se alcanzaría mediante órganos representativos,
limitaciones al absolutismo estatal, la descentralización funcional, la
comunicación entre gobierno y gobernantes, la vigorización de la vida municipal
(democracia local). En este esquema, la representación nacional se daría a
través de los cuerpos intermedios, integrados en una cámara representativa
integrada por designación de los municipios, diputaciones, de las
universidades, y agrupaciones económicas y sociales más importantes de la vida
nacional.
Más
concreto fue Luis Marichalar y Monreal, vizconde
de Eza [1872-1945], que en La representación del país (Madrid, 1945),
propuso un sistema de representación corporativa a través de un sistema
bicameral (un Congreso con 200 diputados sindicales, 200 empresariales y 200
intelectuales, y un Senado con miembros de los Grandes de España, del
episcopado, de designación real vitalicia, y de elección rural y sindical).
Alejado
de las principales corrientes jurídico-políticas del Régimen, el historiador y
jurista alicantino Ángel López-Amo [1917-1956], desarrolló una
interpretación sumamente original de la democracia orgánica bajo el estudio de
la “legitimación histórica del poder”. Promotor una línea de modernización del
tradicionalismo hispánico, a medio de camino de la contrarrevolución de Maeztu
(y Donoso) y las nuevas interpretaciones libertarias anglosajonas, López-Amo
planteó desde finales de los años cincuenta una “democracia federalista” capaz
de sintetizar la tradición foral española (E. Gil Robles, J. Balmes) y las
modernas perspectivas del liberalismo (Jouvenel). Su proyecto capital, “la
Monarquía de la Reforma social”, influido decisivamente por las enseñanzas de
Lorenz von Stein, recogía, junto a la defensa del “principio aristocrático”
como elemento rector de toda sociedad y del “principio monárquico” como sistema
de Estado neutral y cúspide de la comunidad, un “principio corporativo” que
veía en la Suiza cantonal y armónica el ejemplo a seguir (E. Brunner).
La “Historia de las Instituciones
corporativas” es decir, de la representación política de la sociedad orgánica,
se convertía en la síntesis de la democracia federalista. Con ello se
realizaba “historia ideológica al mismo tiempo que historia constitucional”, ya
que para López-Amo, “las ideas se objetivan en los hechos, las leyes y las
costumbres”. En este caso, la idea organicista se materializaba en la historia
de los “organismos sociales intermedios”, de una serie de instituciones
jurídicas que reflejaban y garantizaban el principio político-social esencial:
la “libertad real”. La noción de” libertad real” se distinguía de la“democracia
formal”, basada ésta, de manera exclusiva, en que “el gobierno supremo del país
deriva de la voluntad del pueblo, que elegía a un Presidente o a unos
Parlamentos en unas elecciones; en ella, el poder del Gobierno y de su aparato
estatal se convierte en todopoderoso frente al individuo, estando la libertad y
la justicia a merced de la mayoría de votos”.
La
“democracia real” de la que hablaba López-Amo nacía de un hecho social
comprobado: la “realidad orgánica de la sociedad”, es decir, sobre la
existencia de instancias intermedias entre el Poder y el Individuo (como
sucedía con los cantones de Suiza). Estos órganos sociales presentaban una
autonomía y una realidad “sin temor a injerencias de la voluntad soberana de la
mayoría”; la “libertad real” era el único dique frente a la deriva totalitaria
de las democracias formales, que auspiciaban la intervención estatal en todas
las dimensiones de la vida social (educación, asistencia, economía, cultura,
etc.), sin dejar sitio para “una comunidad y una civilización libre”; ésta
formalidad llevaba directamente hacia al “Estado totalitario sobre una base
democrática y abocado a una Dictadura”.
El
pensador alicantino vio la posibilidad de esta “libertad real” en el Régimen
político español; así señalaba que “en sentido inverso, la Dictadura no tiene
por que ser totalitaria; pese a que contradice la libertad en cuanto impone sin
el consentimiento popular un gobierno, este puede respetar muchas libertades
individuales y corporativas”. “La Dictadura era un mal, pero no el mayor”
-proseguía López-Amo- ya que el mayor era todo Estado totalitario, sea
democrático o dictatorial”. Por ello consideraba que bajo el Régimen franquista podía
darse una democracia federalista, una “ordenación de las autoridades a sus
verdaderos fines y el respeto a la naturaleza del hombre y de la sociedad”, que
resaltaría el valor de las verdaderas libertades humanas, las corporativas,
frente a la opresión del Estado.
La verdadera libertad se realizaba, para López-Amo, cuando se establecía un
Estado “donde hay muchas células autónomas, frontera que el Estado respeta”;
así el poder político respetaba la independencia del individuo como miembro de
una comunidad “en un determinado círculo de actividades”.
La
experiencia española le mostraba que la libertad no era la simple participación
en el gobierno o elegir a quién manda: “la libertad no depende de la posición
en el gobierno, por encima del pueblo o salido de él, sino de la organización
social considerada en sus relaciones con el poder público”. La verdadera libertad, orgánica y
jerárquica, era el “medio para limitar el poder absoluto nacido de la Reforma
protestante y sacralizado por la Revolución francesa”. La “libertad” real de
López-Amo residía en la conexión entre el liberalismo social y la tradición
comunal: por ello, en primer lugar, compartía con los “liberales sociales” la
máxima de que “el individuo no esta hecho para el Estado” (B. de Jouvenel, E. Renan); pero se diferenciaba al apuntar que el hombre
solo “estaba hecho para Dios” y “ha de vivir dentro de una serie de grupos
sociales, con cada uno de los cuales debe tener deberes ineludibles”. La tradición cristiana determinaba
la moral y autonomía de estos “cuerpos sociales”, y a través de ellos, la
dignidad y evolución de la forma política estatal, como se vio desde la época
medieval. Pero el triunfo de la libertad política “formal” hizo tabla rasa de
la estructura social y política del pasado “real”, y convirtió al Estado en un
poder ilimitado. Se eliminaron los tradicionales diques a su actuación,
quedando aislado el ciudadano y sin respeto la constitución histórica de la
Nación; solo Suiza supo combinar la libertad política con la libertad de los
cuerpos sociales intermedios.
En
segundo lugar, fundaba la libertad “real e histórica” en el tradicionalismo
político hispano (J. Balmes, E. Gil Robles, J. Donoso Cortés). En la Tradición católica y foral nacional encontraba el
ejemplo para demostrar al mundo la esencia filosófica abstracta del concepto
individualista llamado “libertad política”; ésta, basado en la idea de directa
intervención del hombre en el gobierno de la comunidad, se oponía al concepto
tradicional de “libertad real e histórica”, fundada en la autonomía de las
comunidades inferiores.
La tradición le mostraba un tiempo en que el poder del Estado se encontraba
separado del resto de personalidades (individuales y sociales), que negociaba
con ellas y respetaba su esfera autónoma. Pero este Estado, el Estado medieval,
cayó ante la toma del poder por una “sociedad ontologizada”, que identificó
Estado y Nación, y convirtió a ésta en exclusiva soberana con capacidad “para
legislarlo todo”. Nacía un Estado moderno como encarnación misma del Derecho;
frente a él no existían otras personalidades jurídicas, y ante la persistencia
de grupos y clases en el seno de la Nación, este Estado buscó la unidad
necesaria mediante una rigurosa centralización, y mediante el predominio de una
clase social sobre el resto (la burguesía). Pero ambas soluciones eran, para
López-Amo, “la negación de la libertad”.
En Poder político y libertad,
La Monarquía de la reforma
social (1952), López-Amo sistematizaba una
empresa corporativa, que transmitió, al príncipe Juan Carlos de Borbón, del que
fue preceptor, en sus “Cartas académicas a un Príncipe joven” (1966). Esta obra
es considerada, por M. A. Bastos, como la de un tradicionalista, inspirado en
los principios del liberalismo clásico y comunitario (comparándolo en sus
coincidencias con el ultraliberal Hans-Hermann Hoppe), que a través de una
monarquía “de vocación social” daba forma política a la constitución orgánica,
comunitaria y meritocrática de la Sociedad. En ella se muestra la influencia
del descubrimiento de von Stein (introducido en España por Manuel García Pelayo y Luis Díez del Corral), del liberalismo de B. de Jouvenel, del tradicionalismo de J. Balmes y J. Donoso, y del medievalista alemán Fritz Kern, del que
tradujo su obra Derechos del rey y derechos del pueblo.
En
todo caso, esta teoría de la Monarquía de la Reforma social nacía ante
un tiempo histórico, ante una civilización occidental desprovista de un
“pensamiento político serio” y “aferrada a unos principios ilusorios y pobres
(libertad, democracia, igualdad o derechos del hombre); una civilización que
tras la infecundidad del pensamiento reaccionario y el efímero paso de las
experiencias totalitarias y nacionaluistas, ponía sus esperanzas bien en las
“realizaciones sociales” del Estado omnipotente”, bien en una democracia
liberal ajena a la constitución orgánica y natural de la Sociedad. El
escepticismo ideológico y la falta de formación política que caracterizaba a
las masas actuales, venían dados por intereses personales, como proletario o
burgués, e impregnados por una filosofía de la historia que “no lleva a
comprender el pasado sino a seguir las corrientes del curso histórico e
imaginarse con ello cuales son las corrientes del porvenir”. Frente a esta corriente actual,
difundida por la propaganda de masas, López-Amo defendía una “forma social
distinta del individualismo o del socialismo”, que pese a ser tachada de
romántica o reaccionaria, debía dar con la forma político-social más legítima
para “salvar lo más esencial de los valores humanos”.
A modo de conclusión Luis María Ansón [1936-] en su obra La Monarquía hoy (1957), y
especialmente en La hora de la Monarquía (1959), sistematizaba de manera
precisa el pensamiento político-social orgánico de la “Doctrina monárquica
católica y tradicional”. En la segunda obra señalada perfilaba la
restauración de un Orden social y un Estado católico aun
“contrarrevolucionario”, siguiendo tanto a Eugenio Vegas Latapie y como a Ch. Maurras y A. de Mun.
La Revolución era la principal obsesión de Ansón: “la herejía es el anuncio de
la Revolución, su primer paso”, y el laicismo educativo y el liberalismo
económico eran sus primeras medidas (“la aplicación radical de estos principios
esenciales del Liberalismo significa la destrucción completa del orden social
cristiano, desde la familia hasta el Estado”).
Por ello rechazaba toda forma de liberalismo católico y de democracia
cristiana, meros“caballos de Troya con la intención de destruir la Iglesia
desde dentro”. Así, y ante el anárquico y amoral sistema liberal, justificaba
la Dictadura como “última solución”. Ésta no era un sistema ideal ni perfecto
ya que “solo es legítimo cuando la sociedad está enferma” (siguiendo a Donoso),
pero “en si misma no es una forma de gobierno ilegítima” ya que “la anarquía y
el desorden liberal tienen su fin inevitable en la Dictadura; era la reacción
inevitable ante el totalitarismo revolucionario y estatista el socialismo
económico “hijo del liberalismo y padre del bolchevismo”, y el comunismo como “fase
final del trayecto revolucionario” al que hacía frente en primera línea el
poder vaticano.
Ansón hablaba todavía
de un “Estado contrarrevolucionario” al estilo marcado tanto por Maeztu como
por Maurras.
En él su Monarquía “pura” era definida de la siguiente manera: “la monarquía
representativa es un sistema en el cual el poder es ejercido soberanamente por
un mando único, heredado y capaz, limitado y auxiliado, ética y legalmente, por
representantes seleccionados de los órganos naturales y culturales de la
sociedad”.
El corporativismo aparecía en estos órganos, “por el cauce fecundísimo de las
familias, las corporaciones, los municipios y las instituciones sociales, deben
surgir los representantes en Cortes”.
El poder único y hereditario del monarca, debería ser controlado y aconsejado
por unas Cortes Orgánicas y un Consejo de Estado corporativo: “en la Cámara
legislativa deben estar representados, lo más perfectamente posible, los
diversos sectores sociales y profesionales de la Nación” como freno al posible
absolutismo monárquico. En suma Ansón hablaba de un “régimen modernísimo y
renovado de una Monarquía católica y representativa, social y popular,
antiliberal y antiparlamentaria, orgánica y descentralizada”. Estas tesis las corroboraba
en su obra cuasi conmemorativa Acción española (1960) donde la
asimilaba al modelo maurrasiano de la “encuesta sobra la Monarquía:
nacionalista, tradicional, representativa, católica, antiparlamentaria y
descentralizada”;
también aparecía en la revista Círculo (1957), con antiguos
colaboradores y nuevos seguidores de la vieja Acción española, como refleja en
su nómina González Cuevas.
Pero siguiendo la evolución de sus mentores Vegas y Don Juan, Ansón evolucionó
hacia la Monarquía constitucional de corte occidental, como defendió en el
censurado artículo de ABC “La Monarquía de todos”.
Pero en este
proceso de fomento doctrinal sobre la “Democracia orgánica”, el tradicionalismo
carlista volvió a mostrar su desencanto con el proceso de institucionalización
franquista, el cual alejaba definitivamente las posibilidades de la soñada
“restauración de la Monarquía tradicional”. Pese a seguir fieles a los
principios básicos del Movimiento, en algunos puntos mostraban una evidente
decepción por la utilización parcial e interesada de su ideario; ante ello se
dedicaron a la recuperación y difusión de los pioneros del tradicionalismo
hispano fue obra de R. Gambra, F Elías de Tejada, F. Acedo, S. Galindo o M. Ferrer, entre otros, y el Centro de
estudios históricos y políticos General Zumalacaguerri. El gran nexo común
fue la reacción doctrinal ante la que consideraba como negación institucional
de las aspiraciones políticas tradicionalismo carlista (como unas Cortes
tradicionales totalmente “orgánicas”, una pronta restauración monárquica o un
régimen foral definido), la intromisión del neotradicionalismo en sus áreas de
estudio (que negaban la identificación exclusiva entre Carlismo y Tradición) y
lo parcial de la realización de los postulados si materializados (denuncias que
se convirtieron en elemento de disidencia u oposición muy limitada).
Desde el tradicionalismo, Rafael Gambra Ciudad [1920-2004],
catedrático de filosofía y doctrinario carlista, redefinió la monarquía tradicional
como “social, federativa y representativa” en la coyuntura de los años
cincuenta. Esta redefinición partía, a la vez, de la recuperación del carlismo
histórico y del magisterio filosófico cristiano. A este respecto destacó sus
obras recopilatorias La Unidad Religiosa y el Derrotismo Católico (2006),
dondeapuntaba el gran cambio doctrinal producido en el terreno
católico, sobre los deberes de la comunidad política ante la Verdadera Religión
católica; y El Lenguaje y los Mitos (1983) donde denunciaba el uso de
los conceptos para causas ideológicas, negando su origen y pervirtiendo su
significado. En ellas se advierte el influjo de las ideas de Marcel Lefebvre [1905-1991]
y el anuncio de la línea que defenderá, junto a Juan
Vallet de Goytisolo y Eugenio Vegas Latapie, en La
Ciudad católica y en la revista Verbo.
Sobre estas
convicciones se alzaba el “carácter social” del Tradicionalismo, que para
Gambra remitía a la definición hecha por Vázquez de Mella (de quién
seleccionó sus obras en 1953), y la “concepción total de la historia española y
occidental” de M. Menéndez Pelayo (como se muestra en su Historia de la
Filosofía y la Ciencia de 1967). Este carácter social explicaba la legitimidad
histórica de la Monarquía tradicional y la viabilidad política del sistema de
representación corporativa. Ambas dimensiones se verán reflejadas en su obra La
Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional (1954); en ella recogerá especialmente la
actualidad del sociedalismo jurídico de Mella a la luz del pasado histórico del
tradicionalismo carlista (en 1956 se encargó del tema de la “La primera guerra
civil” dentro de la colección Temas españoles).
Gambra consideraba
que, pese a todo, el régimen franquista si adoptó el ideario tradicionalista en
la firma de la Santa Sede en 1953 (“la realización más efectiva que en el campo
de la legislación tuvo esa impronta tradicional quizá haya de buscarse en el
Concordato”),
que sancionaba los privilegios corporativos eclesiásticos y gran parte de la
visión tradicional (que defendía igualmente desde la revista Verbo).
Ahora bien, dónde según Gambra se manifiesta más claramente (pero a la vez más
contradictoriamente) la influencia tradicionalista, será en la elaboración de
las Leyes fundamentales (refundidas por el Decreto de 20 de abril de
1967); leyes basadas en los principios nacional y tradicional que no fueron en
su opinión “pura y limpiamente tradicionalistas, sino híbridas en muchos casos
de inspiraciones diferentes”, debido en primer lugar a la coalición coyuntural
con la “vertiente nacional totalitaria”. Por ello,
Gambra realiza una discriminación de los aspectos legislativos del régimen,
supuestamente influidos en exclusiva por el tradicionalismo y los inspirados en
el totalitarismo. Aunque el constitucionalismo franquista (rechaza tal
denominación que recordaba a postulados liberal-democráticos), solo reflejó los
valores tradicionales del “abolengo religioso y, en menor grado y con menor
pureza los que confluyen en la representación orgánico”; este proceso de
carácter híbrido entre estatismo y tradicionalismo, suponía una relativa
limitación del poder ejecutivo, aunque sometido en última instancia a la
voluntad de Franco y a un
representación orgánica dirigida; y que adolecía, para él, de rapidez y
conexión con la realidad.
La experiencia
franquista hizo preguntarse a Rafael Gambra sobre el
significado y futuro del corporativismo tradicionalista. En Tradición o mimetismo
(1976) examinó la crisis de identidad que negaba al mismo pensamiento
tradicional en el contexto final del Régimen, y ante la progresiva
liberalización del país (laicismo y europeización). En este examen defendió
como “la ortodoxia tradicional” se reflejaba parcialmente en las Leyes
Fundamentales, siendo limitada “la liberación en sentido autárquico de las
instituciones del país real, desde la familia hasta el municipio, la región
foral o el cuerpo profesional, con una auténtica participación a nivel de los
intereses colectivos, locales o laborales”. Frente a este diagnóstico Gambra
aún apelaba a “un gobierno consciente y orgulloso de su significación histórica
y religiosa contrapeso necesario a los riesgos que aquella liberación orgánica
y corporativa ha de suponer en una época de disolución espiritual y de
subversión como la que hemos alcanzado”.
En una línea
tradicionalista similar se manifestó Francisco Elías de Tejada [1917-1978], profesor de Filosofía del Derecho en la
Universidad de Sevilla y vinculado directamente al movimiento político
carlista. Tras sus primeras elaboraciones doctrinales, en clave monarquizante,
del “nuevo Estado” desarrolladas en Notas para una teoría del Estado, según
nuestros autores clásicos (1937) y Contribución al Derecho público
nacionalsindicalista (1939), se volcó en la sistematización de una remozada
teoría de la Monarquía tradicional desde el Derecho natural, el Tradicionalismo
político y el Magisterio social católico. Tras rechazar la justificación
racional de la Dictadura caudillística, en la que en sus años juveniles había
participado, en La Monarquía Tradicional (1954) apelaba a la continuidad tradicional
de una sociedad jerarquizada y orgánica, donde cada individuo se incardinaba en
un predeterminado grupo social, religioso (órdenes o cofradías), religioso
militar (órdenes de caballería), económico (gremios), o político (brazos o
estamentos); en ella,, solo mediante el esfuerzo personal, rectius meritocracia,
se ascendía en el cuerpo social, aunque la sólida estructura, mantenía la
Jerarquía.
Elías de Tejada situó, por ello, al corporativismo tradicional en una
posición critica y alternativa a la idea de "partido", a la que acusa
de impulsar la "pedida del sentido orgánico de la sociedad" desde la
Italia del siglo XVI; sustituyeron la estructura horizontal de los estamentos
propia del cristianismo por una “verticalización en las agrupaciones”. Ante
estos“bandos políticos”, que se basan en la clasificación de los hombres con
arreglo a criterios abstractos y no a tenor del puesto que cada uno ocupa en el
seno del cuerpo colectivo, no cabía más que la “reacción”. De esta manera, la reacción
doctrinal del tradicionalismo se cifraba ante la progresiva desaparición de los
gremios y la paralela instauración de democracias parlamentarias en toda
Europa. En su obra Las Españas proclamaba “la libertad real y
concreta sobre la ficción del hombre abstracto inexistente". Frente al
nuevo sistema político que se imponía en el horizonte europeo, Elías de Tejada
alzaba una Monarquía tradicional basada en unas Cortes estamentales, de
naturaleza corporativa-gremial y raíz organicista-cristiana.
El Estado español
debía conducir en su futuro, como única salida histórica y justa para Elías de
Tejada, hacia esta Monarquía tradicional. Fundada en una “doctrina tradicional
de unidad religiosa y foralista”, esta Monarquía se oponía a la
"concepción mecanicista de orden político"; a esta concepción,
"contrapone el pensamiento tradicional español la idea del hombre concreto
como ser histórico y la concepción del ordenamiento poético como conjunto
orgánico de posiciones vitales concretas”. Pero una Monarquía sin fueros no
alojaría la “manifestación legal y política de la visión de la Comunidad a
manera de corpus mysticum". Por ello, el ordenamiento político
debía concretarse en los “Fueros históricos”, entendidos como "conjunto de
normas peculiares por las que se rigen cada uno de los pueblos españoles”, ya
que para Elías de Tejada "en el pensamiento hispano suponen dos cosas:
barrera y cauce; eran la barrera para la libertad familiar, municipal y
profesional de la vida social, y cauce por donde fluye su acción libre,
enmarcada jurídicamente en los márgenes de su posición en el seno de la vida
colectiva".
Esta línea tradicionalista, en
trance de desaparición, se mantuvo gracias a la labor de la revista Verbo.
Fundada por Eugenio Vegas Latapie y Juan Vallet de Goytisolo[1917-] en 1962 como “revista de formación cívica y de acción cultural, según el derecho
natural y cristiano”,
persistió en la defensa del ideario organicista del catolicismo tradicionalista
español y europeo. Seguidora de la Cité catholique de Jean Ousset
[1914-1994] era para Cayón Peña, una revista católica, tomista, iusnaturalista
y de pensamiento política tradicional, que integraba a los diferentes grupos
intelectuales afectos al catolicismo militante e integrista del país en una
defensa del orden natural, de un “orden social católico” y por ende de una
verdadera “democracia orgánica” representativa de los cuerpos sociales
intermedios.
A través de esta doctrina se pretendía alcanzar la utopía de la “ciudad
cristiana”, rescatando los modos de ordenación política y social propios del
pensamiento tradicional y católico español.
·- ·-· -······-·
Sergio Fernández Riquelme
El profesor Fernández Carvajal denominó esta fórmula de constitucionalización
del Régimen como “un proceso de fundación, no de extinción del Estado”. Al
respecto apuntaba que tras la efervescencia estatista de primera hora (Ignacio
Serrano, Luis del Valle, Gonzalo del Castillo, José Luis Santaló y Rodríguez de
Viguri, F. J. Conde o José María Villar y Romero) el desarrollo de la
“constitución de franquismo” se convirtió en un proceso abierto y flexible,
adaptando los textos de la Restauración y de la República, abogando por la
“normalidad civil”. Mientras, Ignacio María de Lojendio [1914-2002] apuntaba
que el Régimen se caracterizó por la “quiebra de las concepciones políticas
puramente formales, y la provisión inversa de una elasticidad funcional que
permita el ejercicio de la acción política sin el compromiso de supuestos
dogmatismos”.Véase Rodrigo Fernández
Carvajal, “Voces para un Diccionario de términos jurídicos”, en Empresas
políticas, nº 6, 2005, págs. 165-177. Cfr. J. Molina, “El Derecho político en Ignacio María de Lojendio”, en Empresas políticas, nº 6, enero-julio
de 2005; e Ignacio María de Lojendio, Régimen político del Estado español.
Barcelona, Bosch, 1942.
Declaración de enero de 1938, recogida por A. Cillán
Apalategui, El léxico político de Franco en las Cortes españolas.
Zaragoza, 1970.
Discurso en la Diputación provincial de Orense (2 de
agosto de 1957), recogido por Agustín del Río, Pensamiento político de Franco, vol. I. Madrid, Ediciones del Movimiento, 1975, págs. 458 y
459.
En 1943 Alfonso García Valdecasas anunciaba el cambio de la “retórica del Eje” del
Régimen español; el director del Instituto de Estudios Político rechazaba ahora
“toda absolutización política de lo estatal “y toda asimilación ideológica con
los Estado totalitarios en lucha durante la II Guerra mundial. Véase A. García
Valdecasas, “Los Estados totalitarios y el Estado español”, en Revista
de Estudios Políticos, nº 5, enero de 1942.
R. Fernández Carvajal, “El Movimiento y las asociaciones políticas”, en Arriba,
15-XII-1974.
Se llegaba a hablar, como hemos visto, de unapretendida
democracia a “la española”, reflejo de la concepción orgánica y unitaria de la
sociedad española y de la representación política corporativa.
Entre 1974 y 1977, distintos escritores y políticos
cuestionaron abiertamente y en el interior del país, no solo la viabilidad,
sino la propia realidad de esta “democracia orgánica”, bien ridiculizándola
bien dando testimonio de su final. Véase Luis Carandell, Democracia
pero orgánica. Barcelona, Laia, 1974. Cfr. Equipo Democracia 2000, El
adios a la democracia orgánica. Madrid, Pecosa, 1976.
G. Fernández de la Mora, Los teóricos izquierdistas de la Democracia
orgánica. Barcelona, Plaza y Janés, 1985,págs. 10 y 11.
Ya no se hablaba del tipo krausista diseñado por
liberales y socialistas, ni se contemplaba un difuso orden democristiano, ni
siquiera se planteaba la restauración de la Monarquía tradicional carlista o la
instauración de la Monarquía neotradicional alfonsina. No era el tiempo de
divisiones ni oposiciones, era la hora de supervivencia ante el futuro
aislamiento y la inminente reconstrucción; era el tiempo de unir y representar
a las “familias” de la coalición conservadora. Véase Amando de Miguel, Sociología
del franquismo. Madrid, Euros, 1975, págs. 22 sq.
Ángel López Amo, Monarquía de la reforma social.
Madrid, Ed, Rialp, 1955, pág. 20.
González Cuevas afirmaba que “evidentemente, el régimen franquista no
fue nunca una democracia, ni liberal ni orgánica”, aunque posteriormente señalaba
que la Democracia orgánica de Madariaga “había sido asumida por el régimen del general Franco”. Véase P. C. González Cuevas, “La crisis del
liberalismo en Salvador de Madariaga”, en Cuadernos de Historia Contemporánea,
nº 11, 1989, pág. 96.
Para Elías Diaz, el régimen político propugnaba la
fórmula de la ”democracia orgánica” al tener alguna sposibilidades de
prestigioso pasadomostraba que ”no se hizo casi nunca hincapié en dicha
relativa conexión con algunos sectores del pensamiento liberal español anterior
a 1936, donde también se habló con alguna frecuencia de la necesidad de un
liberalismo orgánico y de una democracia orgánica”, pero muy poco aprovechada
en estos momentos de relativo acercamiento ideológico a la Europa occidental.
Véase E. Diaz, Pensamiento español en la era de Franco. Madrid, Tecnos,
1983,págs. 57 sq.
En suma, un modelo pretendidamente equidistante de
los polos ideológicos que dominaban la escena geopolítica internacional en
plena Guerra fría, y que definido en la Leyes fundamentales, cristalizó
en última instancia en lo que se llegó a afirmar como Dictadura constituyente y
como “Monarquía social y popular”, siempre bajo el poder soberano del Jefe del
Estado, Francisco Franco. Véase A. D. Martín Rubio, “Primo de Rivera y la Democracia orgánica”, en Razonalismo. Homenaje
a Gonzalo Fernández de la Mora. Madrid, Fundación Balmés, 1995, págs. 277 y
278.
Recogidas por Agustín del Río, Pensamiento político de Franco. Madrid, Ediciones del Movimiento, Vol. I, Madrid,
1975, págs. 458 y 459.
R. Gambra, Tradición o mimetismo. Madrid, IEP, 1976,
págs 118 sq.
S. Hilliers de Luque, España, una Revolución
pendiente. Madrid, FES, 1975, págs. 13 sq.
Juan Beneyto, La identidad del franquismo, págs. 106
sq.
Un ideal democrático orgánico que J. M. Pemartín conectaba con las tesis de.
Marañón, Ortega, Posada o Madariaga, rescatados como precursores de la
Democracia orgánica franquista, inevitable por la coyuntura política
republicana y ejemplo de la rectificación de la fe liberal. Véanse José
Pemartín, “La obra de Salvador de Madariaga”, en Arbor, n° 95. Madrid,
noviembre de 1953, pág. 173; y la de G. Fernández de la Mora, Pensamiento español, 1967. Madrid, Rialp, 1968, págs. 173 sq.
Véase José Luis de Arrese, La revolución social del Nacionalsindicalismo,
Ediciones del Movimiento, Madrid, 1959.
Juan Beneyto, La identidad del franquismo. Madrid, Gráficas
Espejo, 1979, pág. 75.
P.C. González Cuevas, El pensamiento político de la derecha española. Madrid,
Tecnos 2005, págs 190-191.
Señalaba que las formas políticas futuras se
caracterizaban por la “universal localización de la soberanía en marcos de
organización administrativa y de la sociedad directorial en general, que tiende
a sustituir a las antiguas formas parlamentarias”. Véase Georges Uscatescu,
“Formas social del porvenir”, en Arbor, nº 45, 1949, págs. 57-70. Cfr.
G. Uscatescu, La rebelión de las minorías. Madrid, Editora nacional, 1955
(prólogo de Ramón Serrano Súñer)
Propagandista en la Valencia de posguerra, inició su
formación como residente en el Colegio Beato Ribera de Burjassot (del
que fue decano en 1940).Tras ingresar en la Obra en 1939 (en los
meses siguientes al fin de la Guerra Civil, el Opus Dei reanudó sus incipientes
actividades en Valencia, y Monseñor Escrivá publicó El Camino) completó
la formación universitaria con su tesis doctoral sobre Menéndez Pelayo, en 1940
por la Universidad de Madrid (Menéndez Pelayo y la decadencia española).
En ella donde establecía que el “retraso de la influencia de Menéndez y Pelayo”
se debió a la combinación de la preeminencia de lo religioso en la concepción
nacional del escritor, con la influencia del idealismo y del moralismo
krausista, de ciertas ideas positivistas en el liberalismo político; pero ante,
todo para Menéndez Pelayo fue el máximo representante de la ortodoxia
tradicional en España. Tras ser nombrado como Catedrático de Historia Moderna
en Valencia (1942), puso la obra del maestro santanderino en el núcleo de la
concepción nacional y católica de la Historia de España; así se advierte en dos
de sus obras clave: Teoría de la Restauración y España sin problema.
Posteriormente entró en contacto con la junta de D. Juan en 1943 en Lausana, y
a finales de 1945 se incorporó a la Junta de Relaciones Culturales del
Ministerio de Asuntos Exteriores. Así llegó 1946, cuando se convirtió en el
primer catedrático de Historia de la Filosofía española y Filosofía de la
Historia (desde 1969 fue José Luis Abellán), incorporándose en 1948 a la revista Arbor, el órgano oficial del CSIC (en la que más adelante ocupará la
dirección). VéaseRafael Calvo Serer, “Una nueva generación española”, en Arbor, nº
24, noviembre-diciembre de 1947, págs. 233-248.
Seminario de Problemas Hispanoamericanos. Madrid
1949, págs. 170 sq (la nota preliminar fechada en octubre de 1948)
Rafael Calvo Serer, España sin problema. Madrid, Rialp, 1949,
pág. 136-137.
A este proyecto se sumaron F. Pérez Embid [1918-1974], Vicente Marrero o Gonzalo Fernández de la Mora, quien fue invitado por R. Calvo Serer a participar en la revista Arbor en 1952 (época
donde el CSIC estaba presidido por José Ibáñez Martín, y era director del Departamento
de Culturas Modernas el propio Calvo Serer) buscando reestablecer los
postulados nacionalistas y trascendentales de Acción Española; a este
proyecto le siguió la publicación de una revista de pensamiento llamada Ateneo
(el primer número ve la luz el 2 de febrero de 1952). Véase R. Calvo Serer,
Teoría de la Restauración. Madrid, Rialp, 1953, págs. 116-117.
Calvo señalaba que “al servicio de la fe es posible
poner medios adecuados para construir un Estado fuerte, que luche contra el
comunismo y logre la victoria espiritual, incluso por medios bélicos si se
viera forzado a ello” (...) “que conozca los principios y reelabore el sistema
tradicional de ideas y que, desde el poder, coadyuve con las fuerzas sociales
que tienden a reconstruir cristianamente la sociedad. El principio de
subsidiaridad hace necesario en este caso un régimen de autoridad”. Ídem,
pág. 355.
Véase Maurice Duverger, La Monarquía republicana, Dopesa,
Madrid, 1974.
Señalaba que “pretender ahora levantar de nueva
planta las instituciones ideales del tradicionalismo o de un puro sistema
doctrinario, prescindiendo de las realidades actuales... exigiría una
revolución más violenta aún que la desencadenada por el marxismo contra la
sociedad burguesa”. Rafael Calvo Serer, Teoría de la Restauración, pág.
6.
Pero al final del camino doctrinal, Rafael Calvo Serer fue abandonando esta teorización; su nueva tarea fue
la defensa de la causa democristiana de D. Juan de Borbón. “De la Democracia
orgánica a la Tercera fuerza” resumía la segunda fase de su vida ideológica. En
1957 comenzó a desarrollar su idea de la “política de integración en un
contexto de lucha partidista por cuotas en el Gobierno. Esta idea fue el germen
de una proyecto que el valenciano presentó como reforma del régimen franquista
mediante la creación de una hipotética “Tercera fuerza nacional”; este sería un
grupo minoritario que apostaba por la restauración borbónica aunque no entraba
directamente en la deslegitimación del franquismo, dictadura “históricamente
necesaria”, y en camino de integración interna y externa. Ídem, págs.
361-363.
Véase José Corts Grau, “Sentido español de la democracia”, en Revista de
Estudios Políticos, nº 25-26. 1946, págs. 1-5.
El positivismo, para escamotear sus consecuencias despóticas, recurre a
mil subterfugios, desde las divagaciones historicistas y sociológicas hasta las
fórmulas en torno a la "voluntad-general" y a la
"autolimitación". Estas contorsiones técnicas quizá resuelvan:
ciertos problemas secundarios y de fijo sirven para que los virtuosos del
acarreo redacten esas memorias documentadísimas que nadie hasta ahora ha dig-erido,
pero no rozan siquiera la entraña de la cuestión, la.cuestión del Derecho y el
Estado. Ídem, págs. 6 sq.
Respecto al “panteísmo estatal”, Corts Grau señalaba que “ninguno de nosotros
tiende a abdicar de su naturaleza y atributos. Toda subordinación ha de
justificarse, como dije, por una finalidad superior; tenemos —proclama la
"Mit brennender Sorge"— unos derechos naturales, recibidos de Dios,
"que han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que
pretendiese negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio".
Al respecto se preguntaba “¿Acaso entre nosotros no era legítima una reacción
acentuada en todos los pueblos, pero acorde sobre todo con nuestras esencias
más profundas? ¿Era nuestro panorama político menos triste, o había de ser más
sorda nuestra sensibilidad? Si éramos anticomunistas, ¿cómo íbamos a defender
una democracia que nos llevaba al comunismo?. Ídem, págs. 15 sq.
Para ello recordaba como “el 18 de mayo de 1945, en la Asamblea Nacional,
pronunciaba el jefe del Gobierno portugués uno de sus incontestables discursos
y advertía serenamente: "Si es indiscutible que el totalitarismo ha muerto
a consecuencia de la victoria de las naciones unidas, no es menos cierto que la
democracia, tanto en su definición doctrinaria como en sus modalidades de
aplicación, continúa sujeta a discusiones... Las libertades interesan en la
medida en que pueden ser ejercidas, y no en la medida en que son promulgadas”. Ídem,
págs. 36-40.
Sobre este concepto, Corts señalaba que “decir a secas democracia no es decir
nada. Estamos ante un término tan mixtificado, tan acribillado por los de
enfrente, tan corrompido por los de dentro, que requiere una rigurosa
adjetivación para entendernos; y aún así, sobrevienen tremendas sorpresas en la
teoría y en la práctica. En estas mismas páginas, hace años, hube de recordar
cómo Balmes, a mediados del siglo XIX, mitigando ciertas aristas
contrarrevolucionarias, advertía que en la historia de Europa marchaban paralelas dos democracias de
signo muy diverso: la engendrada por el Cristianismo, bien avenida con la
Monarquía tradicional, y la incubada por la reforma”. Véase José Corts Grau, “ La otra democracia” en
Revista de Estudios Políticos,
nº 95, 1957, Madrid, págs. 5-14
Y completada con “nuestro sentimiento racial de
igualdad”, que “facilita la comunicación de las distintas clases”. Ídem,
págs. 41-42.
Corts concluía con estas palabras: “quiero decir que no aspiramos a
introducirnos como polizones en el recinto democrático, sino que somos los
portadores de las verdaderas esencias democráticas, de las únicas que pueden
remediar la desolación de la tierra. Ídem, págs. 43 sq.
Salvador Minguijón, "El régimen del salariado como problema
social”, en Arbor, nº 21, mayo-junio de 1946, págs. 475-486.
Miguel Platón, Alfonso XIII: de Primo de Rivera a Franco. La tentación autoritaria de la
Monarquía. Barcelona
Plaza y Janés, 1998, págs. 155 sq.
Laureano López Rodó, “Los inicios del proceso de institucional en los
años 40 y la Ley Orgánica del Estado” en Anales de la Academia de Ciencias
morales y políticas, nº 67, Madrid, 1990, págs. 287 sq.
Eduardo Aunós, Cartas al príncipe, págs. 163-165.
Aquí establecía una concepción historicista de la
Monarquía universal católica, que incluso se oponía a la vinculación
monarquía-nacionalismo del “empirismo organizador” francés de Maurras, Taine, Foustel de Coulanges o Renan. Véase Eduardo
Aunós, Epistolario, págs. 214 y
216-217.
Miguel Platón, op.cit., págs. 155 sq.
Ley de
Sucesión que constituía el “quinto
jalón del proceso constituyente”, que elevaba al rango de Leyes fundamentales
las cuatro normas constitucionales precedentes y definía al Estado franquista
como Reino. Aprobada en Referéndum posterior, establecía los criterios para la
posible sucesión monárquica tras la muerte de Franco, en especial en la aceptación del futuro Rey de los
principios del Movimiento.
Véase Rodrigo Fernández Carvajal, La constitución española, págs. 14-16.
Jorge Juseu, Monarquía a la española. Un César con fueros.
Madrid, Instituto de estudios políticos, 1971.
En La Monarquía y la república (1967) Carlos
Puyuelo aseguraba la vigencia y
trascendencia de la institución monárquica española frente al recuerdo de la II
República y las ansias de una III República. Esta institución se configuraba
como un “régimen que responde a los parámetros motivadores de la conducta
humana y que precisamente contribuye a neutralizar y dar cauce a las posiciones
antisociales”. Profundamente arraigada en la tradición española, pese a la
extensión generalizada de la forma republicana de gobierno en los años sesenta,
la Monarquía presenta una “admirable flexibilidad y una facultad de adaptación
que le han permitido asimilar las aportaciones presentadas por los cambios
experimentados en el transcurso del tiempo” Tras el “necesario“ alzamiento
nacional” ante la anarquía republicana, justificaba la “peculiaridad”
jurídico-política del régimen franquista con ese posibilismo tecnocrático y
desideologizador: “la forma de gobernarse cada pueblo presenta matices muy
distintos (...) y no puede darse, por lo menos en el estado actual de la
humanidad , una receta uniforme, lo que da lugar a que no sea prudente ni
factible determinar en general cual es la forma mejor de gobierno”. Véase
Carlos Puyuelo Salinas, La Monarquía y
la República. Madrid, Prensa Española, 1967, págs. 332-333.
De esta manera señalaba que “la defensa de la unidad
histórica y de los valores que ellas encierra exige el establecimiento de la
unidad política en la cumbre del Estado”, por lo que “si se pretende devolver a
la Monarquía su función propia y encargarle la dirección política del Estado y
la custodia de los principio que ha servido a través de siglos de aglutinante y
de estímulo para la elaboración de la historia patria es ingenuo pensar que
puede servir para tan difícil cargo cualquier hijo o nieto de rey o de
aspirante a rey”.Véase J. Joseu, op.cit., pág. 120.
Participó en las revistas Arbor, Atlántida y
en la editorial Rialp próximas al Opus Dei, junto a figuras como Rafael
Calvo Serer, Florentino Pérez Embid, García-Arias Rodríguez Casado, Millán Puelles o
Fernández de la Mora (que no era miembro del Opus); también en los órganos
culturales de la Comunión tradicionalista.
Véase Gonzalo Díaz Díaz, Hombres y documentos de la
Filosofía Española, volumen V. Madrid CSIC, 1995, págs. 218-219.
Su amplio conjunto de ensayos sobre temas literarios
y artísticos abarca desde su primera obra Picasso y el toro de 1951,
hasta Picasso y el monstruo (1986), y dentro del cual cabe recordar
títulos tan significativos como Guardini, Picasso, Heidegger (1959), El
Cristo de Unamuno (1960), Ortega, filósofo «mondain» (1961), o Santiago
Ramírez, su vida y su obra (1971),
Sostenía que “la preocupación más fundamental que hoy
suscita la instauración de la monarquía social y representativa en España, es
el afán de coordinar el significado histórico y el valor político de la
monarquía con los progresos sociales, que los últimos tiempos han impuesto en
todos los países del mundo. No puede desconocerse, sin embargo, la impresión
muy extendida en muchos, de que la preocupación social postulada por este tipo
de monarquía es algo así como un aditamento circunstancial, una especie de
apéndice táctico o, tal vez, un calificativo demagógico que las circunstancias
políticas del momento han hecho imprescindible. Impresión que en nuestro país
se acentúa por la existencia de un tipo de monárquico fácilmente identificable
dentro de una clase determinada”. Véase Punta Europa, Editorial: La
monarquía social, n° 2, febrero de 1956, págs. 5-7.
Véase Punta Europa, Editorial: La monarquía
representativa, nº 4, abril 1956, págs. 5-9.
Véase Punta Europa, op.cit., nº1, abril de
1954.
V. Marrero, “El régimen representativo y los partidos
accidentales”, en Punta Europa, nº 25, año III, enero 1955, pág. 83.
En esta fórmula política, la Monarquía rememoraba las
tesis de R. de Maeztu sobre la noción reactualizada de la Tradición: “pocos
movimientos políticos habrán en el mundo que puedan ofrecer lo que el
pensamiento tradicional español”. Frente a las “fuerzas de izquierdas como de
derecha que se presentaron con alardes de portavoces de su tiempo y del
futuro”, esta “corriente minoritaria” que propugnaba el sistema político-social
tradicional frente a la Monarquía liberal y la República “se ve ahora reforzada
con el apoyo de las promociones que en 1936 se hallaron ante una realidad en
cuya génesis no tenía responsabilidad y con el testimonio valioso de algunos de
los más destacados intelectuales europeos y norteamericanos de nuestros días”. Ídem,
págs. 84 y 85.
Vicente Marrero, El poder entrañable. Madrid,
Cálamo, 1956, págs. 180 sq.
Marqués de la Eliseda, Autoridad y libertad. Madrid, Gráficas
González, 1945, págs. 14 y 220,
Posición reflejada en Marqués de la Eliseda, Fascismo, catolicismo y monarquía. Madrid,
1935
Marqués de la Eliseda, Autoridad y libertad. Madrid, Gráficas
González, 1945, págs. 14 -15, 200-201.
José Castán Tobeñas, Los principios
filosófico-jurídicos y jurídico-políticos del Régimen español. Madrid,
Editora nacional, 1963, págs. 192 y 201.
A su juicio, “la aristocracia histórica, la Iglesia y
el ejército como expresión suprema de los intereses históricos permanentes y de
las fuerzas espirituales y morales deben participar en las tareas directoras”.Ídem,
págs. 215-218.
Ángel López-Amo, “Los caminos de la libertad”, en Arbor, nº
24, tomo VIII, noviembre-diciembre de 1947, págs. 407-413.
Por ello recordaba que “según esto, el hombre era más
libre en el siglo XIII que en el XIV y más en el XVI que en el XX, después de
haberse hecho la ilusión de que iba a serlo en el siglo XIX”. Ídem,
págs. 407 y 413.
Frente al liberalismo igualitario de B. de Jouvenel, López-Amo valoraba las tesis de E. Renan, quién
serñalaba que “la civilización has sido una obra aristocrática, lo mismo en su
conservación que en su origen”. Ídem, págs. 407 y 410.
A. López Amo, “Algunos aspectos de la doctrina española en torno
al federalismo”, Separatum Politeia, Madrid, 1948-1949, pág. 102.
Véase
M.A. Bastos Boubeta, “Estudio preliminar” a A. López-Amo, El
principio aristocrático. Murcia, Sepremu, 2008. Cfr. M. A. Bastos Boubeta,
“Ángel López Amo: un monárquico liberista”, en Empresas políticas, nº 6
, 2005, págs. 123-126.
Al respecto señalaba como Carl Schmitt había sabido ver el “signo de la
escalofriante evolución de los últimos tiempos”: la sustitución de toda
teología política por una filosofía de la historia. Véase A. López-Amo, La
monarquía de la reforma social. Madrid, Rialp, 1952 [2ª ed. 1958, 3º ed.
1987], págs. 18-19.
Luis María Ansón, La hora de la Monarquía. Zaragoza, Círculo,
1959, págs. 41 sq.
Ansón propugnaba una Monarquía pura, ni absoluta ni
liberal, dentro de la línea maurresiana, es decir, católica, hereditaria y
representativa, social y popular, corporativa y descentralizada, legitima de
origen y de ejercicio, y tradicional”. Véase L.M. Ansón, La hora de la
Monarquía, pág. 133
Así se configuraba una Democracia orgánica de
carácter católico y monárquico, que rechaza el sufragio universal inorgánico
“pésimo sistema representativo, ya que la sociedad no está formada por la mera
agregación de los individuos indiferenciados, sino que se encuentra organizada
orgánicamente”, partía de la noción de Tradición (el sufragio universal de los
siglos para Mella y verdadera voluntad nacional para Rodezno) y se configuraba a través de los cuerpos intermedios
y la representación legislativa orgánica. Ídem, págs. 147.
Luis María Ansón, Acción española. Zaragoza, 1960, págs.
150-151.
P.C. González Cuevas, La tradición bloqueada, págs. 174-175.
Véase Luis María Ansón, Don Juan. Barcelona, Planeta, 1994.
Veáse Santiago Galindo Herrero, Breve historia del tradicionalismo
español. Madrid, Publicaciones españolas, 1956. Cfr. M. Ferrer, D. Tejera y
J.F. Acedo, Historia del tradicionalismo español. Sevilla, Editorial
Católica española, 1943.
Tras veinte años de “integración” del pensamiento tradicionalista en el ideario
genérico del Movimiento, el carlismo autónomo se reducía a pequeñas
organizaciones locales y a un exilio “oficial” dirigido por Fal Conde hasta 1955 y por José María Valiente desde ese año, totalmente dividido tras
la proclamación de don Javier Borbón-Parma por el Consejo Nacional de Comunión
tradicionalista en mato de 1952. Ante la misma, 65 personalidades del carlismo
de la España franquista (entre ellos los procuradores el conde de Rodezno, Ramón Bau o José María de Oriol y Urquijo) se opusieron a ella en la llamada Acta
de Estoril (1957), dónde se reconocía la monarquía de legitimidad
franquista prefigurada por la Ley de Sucesión y la condición de rey de don Juan
de Borbón. El “noble final de la escisión dinástica” tras el acuerdo
carlista-alfonsino en Estoril, conllevó la deriva hacia tesis socializadoras y
democratizadoras por parte del Partido Carlista y el “pretendiente” Don Carlos
Hugo). Véase Francisco Melgar, El noble final de la escisión dinástica.
Madrid, 1964.
Véase Rafael Gambra, La Monarquía social y representativa en el pensamiento
tradicional. Madrid, Rialp, 1954.
Miguel Ayuso, “Rafael Gambra (1920-2004)”, en Razón española, nº 124,
2004, págs. 225-228.
R. Gambra, “Sobre la significación del régimen de Franco”, en Verbo, nº 189-190, noviembre-diciembre
1980, págs 1228-1229.
Rafael Gambra, Tradición o mimetismo, pág. 15.
Francisco Elías de Tejada, La Monarquía Tradicional. Zaragoza, Heraldo de
Aragón, 1954, págs, 16 sq.
Para M. Ayuso, la obra de Elías de Tejada constituyó el intento más sistemático de la ciencia
jurídica tradicionalista de articulación de una alternativa organicista en lo
social y corporativa en lo político que fundamentase y legitimase al régimen
franquista. Su corporativismo político social presentaba raíces gremialistas,
católicas y organicistas (y simbólicamente carlista) que desde un primer
momento chocó contra el predominante corporativismo mecanicista, revolucionario
y totalitario del nacionalsindicalismo falangista. Véase Miguel Ayuso, “El Derecho político de Francisco Elías de Tejada”, en Empresas políticas, nº 2, 2003, págs.
75-79.
Su universo intelectual centrado “en tres ámbitos
profundamente imbricados: filosofía del derechos, historia del pensamiento
político y filosofía política”implico
una concepción del Derecho público, ampliamente analizada por Miguel Ayuso,
basada en la “filosofía de la comunidad política” y definida
complementariamente como “rama jurídica“ y como “ciencia política”.
Véase M. Ayuso, op.cit., págs. 75-
77
F. Elías de Tejada, La Monarquía
tradicional, págs. 127-128
J. Vallet de Goytisolo, “Qué somos y cuál es nuestra
tarea”, en Verbo, nº 151-152, enero-febrero de 1977, págs. 29-50.
Juan Cayón Peña, “Verbo”, en Empresas políticas,
nº 3, 2003, págs. 159-168.
Raimundo de Miguel, “El organicismo tradicionalista”,
en Verbo, nº 203-204, marzo-abril 1982, págs. 343-349.
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